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Jorge Carrión 90 Willian Carballo 96 Daniela Rea

«El virus no era culpa de nadie, pensaba en bucle, pero sus consecuencias estarían siendo menores si la crónica o la ficción nos hubieran preparado para su impacto.»

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EL CONTAGIADO ERRANTE…

(y otras mentiras sobre la covid-19 en estos meses de desinfodemia en El Salvador)

Este virus se transmite de pantalla a pantalla y se llama desinformación. En un país en el que nueve de cada diez personas aseguran haber consumido información falsa, dicho fenómeno provoca que muchos crean en audios de WhatsApp como uno que aseguraba que el paciente cero se había paseado por todo el país esparciendo la enfermedad antes de llegar a casa. Una buena noticia y una mala. La buena es que hay vacuna para este mal. Se llama alfabetización mediática informacional, o sea, formar en competencias críticas a las audiencias. La mala es que aún no llega en dosis suficientes para vacunar a los ciudadanos de este país.

La primera gran fake news sobre la covid-19 fue filtrada media hora después de que El Salvador entrara en shock por una información verdadera. A las 8:24 p.m. del 18 de marzo de 2020, el presidente del país, Nayib Bukele, anunciaba en cadena de radio, televisión y sus redes sociales el dato real menos esperado y más aterrante: el primer caso positivo en el país. El mandatario fue escueto. Apenas comunicó que el infectado había viajado a Italia, que no tenía registro de entrada en migración y que fue ubicado en Metapán, un pueblo situado en la esquina del territorio nacional que linda con Guatemala y Honduras. Eso fue todo en aquel anuncio oficial. Unos treinta minutos después, sin embargo, un audio con información curiosamente más detallada empezó a circular por WhatsApp. En él, una voz ―masculina, alarmista y agitada― narraba que el paciente cero había entrado al otro extremo del país por un punto ciego y que desde ahí se había cruzado como un errante enfermo por ciudades enteras, esparciendo las semillas del virus, hasta, finalmente, depositarlas en su tierra, Metapán.

Contada así, la historia parecía una road movie de terror que evoluciona a un ritmo endiablado. En pocos minutos, el mensaje se viralizó por los chats de la citada aplicación; en Facebook y Twitter. Como resultado, algunos salvadoreños se fueron a la cama aterrados al pensar que el contagiado pudiera haber hecho escala en sus vecindarios. Fue una noche fatídica.

El autor del audio, un tipo de estilo alarmista, no se identificaba. Tampoco citaba ninguna fuente, pero hablaba con la propiedad y el estilo característico del narrador de un telenoticiero amarillista cualquiera. Aquel tono, no obstante, en medio de la zozobra generada por los pocos conocimientos sobre la pandemia que teníamos en ese momento, y estimulado por una población con escasa alfabetización mediática e informacional, provocó que muchos terminaran por creer aquel mensaje o que, en su defecto, decidieran compartirla con sus contactos, «por si las dudas».

Así, la misma noche del primer caso positivo por covid-19 en El Salvador, el audio inauguró también un trajín de datos falsos y engañosos sobre la enfermedad. Volátiles y continuos, esos mensajes se encargarían de infectar pantallas y mentes a la misma velocidad que el virus biológico se esparcía por los organismos de varias decenas de miles y mataba a cerca de un millar a la hora de escribir estas letras.

La Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO) ya le ha puesto nombre a esta otra afección: desinfodemia. Un virus ―expresa su página web― que «puede ser más mortal que la desinformación sobre otros temas, como la política y la democracia».

Hay estudios que demuestran que, en efecto, la alfabetización mediática en El Salvador ―entendida como la formación de capacidades críticas en las audiencias― es escasa y que tal condición posibilita que bulos como el del errante contagiado fluyan como un barquito de papel en una correntada. Un artículo relacionado con esos estudios y publicado en el libro Media Education in Latin America concluyó que El Salvador «tiene altos grados de consumo mediático». La deuda, continúa el texto, es que no cuenta con la necesaria educación. Y eso, en pocas palabras, limita el entendimiento de los contenidos «desde una perspectiva informada y crítica».

Existen datos que confirman ese alto consumo mediático. La posesión de celulares ―que suman nueve millones y medio de unidades en un país de más de seis millones y medio de personas, según proyecciones oficiales― y las coquetas ofertas de las empresas de telefonía ―que ofrecen a brazos abiertos opciones baratas y hasta gratuitas para acceder a Facebook o WhatsApp― han situado a las redes sociales digitales como una importante fuente de noticias. Un estudio realizado en 2019 por la maestría en Gestión Estratégica de la Comunicación de la Universidad Centroamericana (UCA) y la Escuela de Comunicación Mónica Herrera reveló que 45.5% de los encuestados a nivel nacional se informa a través de redes sociales digitales. La cifra llega a 62% entre jóvenes de 18 a 29 años. Y aunque baja a 11% entre mayores de 60, todavía fieles a sentarse en el sofá a mirar el noticiero de televisión, muchos adultos acuden a sus nietos para validar lo que ven.

Además, ya para ese entonces, cuatro meses antes del audio con la falsa travesía del paciente cero, la citada investigación revelaba los primeros datos duros sobre desinformación en El Salvador: 87% de los consultados dijeron haber leído, visto o escuchado noticias falsas. Prácticamente, nueve de cada diez ciudadanos. Una cifra impresionante.

Llamadas fake news (en inglés), son solo uno de los síntomas de una enfermedad mucho más peligrosa: la desinformación. Esta, además de datos falsos, comprende también la transmisión de información engañosa, parcialmente cierta o mal intencionada cuyo fin es manipular la opinión pública en favor o en contra de grupos o personas. Y aunque en este país y en el mundo es práctica vieja ―especial, pero no exclusivamente en épocas de elecciones―, el incremento de usuarios de internet y de redes sociales las ha situado en la tarima principal de la discusión pública sobre periodismo en la actualidad. Eso sí, quizás por mera simplificación semántica, es el término fake news el que monopoliza reflectores. Para muestra, el estudio de las mencionadas universidades centró buena parte de sus esfuerzos en ese tema. Según los resultados, el 67.7% de los consultados que manifestó haber recibido información falsa lo hizo a través de redes sociales. El segundo lugar en menciones se lo llevaron los periódicos digitales, con 41.7%. Quedaron atrás televisión (25.7), periódicos impresos (18.4) y radio (10.3). Los investigadores también consultaron si las personas verifican si la información que consumen es cierta y solo el 19 % aseguró hacerlo «siempre». Mirar con recelo los contenidos ―periodísticos o no― es, pues, una práctica huraña entre los salvadoreños.

Esa era la fotografía previa a la pandemia. Pero, como en casi todas las facetas de la realidad, una vez el presidente Bukele anunció el 11 de marzo el inicio de la cuarentena, el periodismo y la comunicación digital salvadoreña entraron también en una «nueva normalidad». Y en ella, distinguir la información falsa de la verdadera sería tan indispensable como andar un botecito con alcohol gel en el bolso o una mascarilla tapándonos la boca.

Además de aquel audio de WhatsApp con la ficticia travesía del metapaneco, los salvadoreños desayunaban a diario todo tipo de bulos: imágenes de hospitales hondureños desbordados que cuentas de Twitter hacían pasar por salvadoreñas, reportes sobre personalidades de la política presuntamente contagiados y más audios sobre supuestos focos de infección.

Algunos de estos últimos tenían impacto local. Por ejemplo, el 2 de abril, los grupos de WhatsApp de los vecinos de la colonia Las Arboledas, en el municipio de Colón, al suroccidente de San Salvador, hirvieron cuando circuló lo que parecía ser un tuit de Bukele informando del primer caso en la residencial. Bastaba ir a la cuenta oficial del mandatario para comprobar que era montaje. Sin embargo, apurados por la incertidumbre de ese juego macabro de adivinar qué casa y qué pasaje, pocos se detuvieron a verificar. En otras ocasiones, el que no verificaba era el mismo mandatario. La revista Factum recopiló en mayo nueve ejemplos de lo que llamó «desinformación presidencial». Entre ellos, destacaba cuando, el 5 de ese mes, Nayib Bukele desmeritó el número de casos a la baja de Costa Rica, porque, supuesta-

mente, se debía a que estaban tomando menos pruebas; algo que las autoridades de la vecina nación desmintieron.

O cuando, semanas antes, el 23 de marzo, el funcionario retomó información de un mensaje que circulaba en Twitter para asegurar que Estados Unidos estaba enviando recursos militares para hacer cumplir la cuarentena en ese país, tratando así de instar a los diputados salvadoreños a aprobarle mecanismos parecidos. La desinformación radicaba en que, según la Secretaría de Defensa de la nación norteamericana, el tuit que citó Bukele era falso. La publicación presidencial aún permanece ahí, con más de 15 mil likes.

Ambas vías de comunicación del funcionario ―cadenas nacionales y Twitter― han estado salpicadas de polémicas desinformativas. Por un lado, las cadenas ―cuya señal piloto debe ser retransmitida obligatoriamente por todas las frecuencias de radio y televisión― se convirtieron durante la pandemia en largos espacios de hasta dos horas de duración en las que Bukele presentaba videos de otros países desbordados por la covid-19 como advertencia de lo que les podía pasar a los salvadoreños si no seguían sus recomendaciones, apelando casi siempre a emociones más que a datos, a Dios más que a la ciencia.

Y por el otro, Twitter. Desde ahí acusó a los opositores de «babear por ver cadáveres en la acera» y desalentó el consumo de medios de comunicación que cuestionan su proceder. La cuenta oficial del presidente Bukele superaba para octubre los 2,100,000 seguidores. La suma de todos esos elementos propició un fenómeno desinformativo mayúsculo en El Salvador. De hecho, la UCA y la Escuela Mónica Herrera, con apoyo de DW Akademie, repitieron su estudio en un afán de medir el consumo noticioso, esta vez, mediado por la cuarentena. Los resultados aún no han sido publicados oficialmente al cierre de este texto, pero los investigadores adelantan que, aunque los datos sobre exposición a información falsa durante la pandemia se mantuvieron en 87 %, quienes lo hicieron a través de redes sociales aumentaron 20 puntos porcentuales. De nuevo, los expertos piensan que la vacuna a esta otra enfermedad es la alfabetización mediática e informacional. Meses después de que el libro Media Education in Latin America contara el desesperanzador paisaje en el país, algunos primeros esfuerzos invitan a ser optimistas. Por ejemplo, DW Akademie, en alianza con las dos universidades citadas, ha desarrollado unas primeras jornadas de capacitación con maestros y jóvenes salvadoreños; y esperan que los datos de las investigaciones sirvan de base para establecer futuros procesos de formación masivos que vuelvan a las audiencias más críticas. También algunos medios de comunicación desarrollan los primeros ensayos. Los más comprometidos con un periodismo crítico, sobre todo, han empezado a invertir tiempo en desmentir los bulos informativos, en especial cuando son diseminados por funcionarios o personajes poderosos.

Aun así, la cuesta es prolongada y está llena de obstáculos. Uno de ellos es el mismo aparataje del Gobierno salvadoreño que, arropado por altos niveles de popularidad (7.69 % de aprobación obtuvo el presidente en su primer año de gestión, según un estudio de la UCA), se empeña en desmeritar el trabajo de la prensa. Otro es una población con poca afición por la lectura. El 55 % de los salvadoreños «nunca o casi nunca» lee por ocio o interés personal, según un estudio de la Organización de Estados Iberoamericanos para para la Educación, la Ciencia y la Cultura (OEI) realizado en 2013.

El camino para construir una ciudadanía salvadoreña más crítica es, pues, todavía largo y complicado; casi tanto como la ficticia travesía que el audio de WhatsApp le atribuyó al paciente cero aquella fatídica noche. La buena noticia es que este viaje es real. Y que lejos de ir por ahí repartiendo el virus por ciudades enteras, como falsamente aseguraba aquel mensaje digital, la vacuna de la alfabetización mediática e informacional podría, en cambio, repartir criterio y capacidad de análisis a las audiencias hasta aplanar la curva de la desinfodemia. Algunas de las preguntas importantes que quedan en el aire son cuánto tardaremos en desarrollarla en El Salvador y cuántas víctimas habrán caído antes en el camino. Eso ya lo veremos.

«Llamadas fake news (en inglés), son solo uno de los síntomas de una enfermedad mucho más peligrosa: la desinformación. (...) Una vez el presidente Bukele anunció el 11 de marzo el inicio de la cuarentena, el periodismo y la comunicación digital salvadoreña entraron también en una “nueva normalidad”. Y en ella, distinguir la información falsa de la verdadera sería tan indispensable como andar un botecito con alcohol gel en el bolso o una mascarilla tapándonos la boca. »

ESTE LUGAR ES UNA PROMESA

Por Daniela Rea

Una noche de cuarentena mi hija mayor se acercó y me dijo: «¿Mamá, te digo un secreto? tengo mi mente contaminada de preocupaciones». Mi hija mayor tiene seis años y su frase me sorprendió por la claridad de identificar lo que siente y el terror de saber que lo siente.

Su preocupación es que un día no se lave las manos lo suficientemente bien y se enferme del virus; su preocupación es que un día tiemble y sus juguetes queden bajo los escombros, Naira duerme con una caja llena de sus juguetes favoritos para alcanzar a salvarlos en medio del temblor. Su preocupación es, también, ver a su mamá alterada, trabajando desde que ella abre los ojos hasta que se va con su hermana a dormir: mamá y la computadora, mamá y el tiradero, mamá y los trastes.

«Mamá yo no sé lo que significa ser mamá porque no tengo hijas, pero parece que es cansado, también bonito, pero mucho trabajo. Y no sé si estabas mejor antes de que llegáramos, cuando solo estaban tú y papá, cuando viajabas y conociste a papá», me dijo otro día en que les pedí que recogieran sus juguetes y respetaran el trabajo que significa mantener en orden la casa.

El mundo no ha parado y yo estoy agotada, estoy enojada, estoy triste.

Desde que estamos en cuarentena vivimos varias vidas paralelas. La vida de la casa y lo que implica mantenerla viva, la vida de las hijas y su escuela, la vida del trabajo, la vida de los imprevistos. Si bien antes ya nos ocupábamos de todas esas vidas, ahora todas esas vidas suceden al mismo tiempo y son demandantes e insaciables.

Y nosotras mujeres, madres, nos hemos encontrado capaces de maniobrar y mantener una casa, un trabajo, una comunidad ―la maestra de mi hija es madre soltera y al notar que Naira se distraía en la sesión grupal ofreció darle clases por separado― a costa de nuestro bienestar físico y emocional y del de nuestras hijas. Y siento rabia al ver cómo extendemos los límites de lo posible para preservar y cuidar la vida que depende de nosotras, que está aquí alrededor, y que quien se sostiene de ella, de nosotras, parece no inquietarse.

Cuando cumplimos una semana confinadas en nuestro departamento en la Ciudad de México las niñas construyeron un campamento en la sala. Desarmaron el sofá, colocaron los cojines en el tapete, trajeron cobijas, almohadas, cubetas llenas de las bolsas de frijol, arroz, garbanzo; con ellas enterraron palos de escoba como mástiles para elevar sábanas y cobijas como un techo.

Un día regañé a mi hija mayor de seis años y se fue a meter a su casita-campamento. No me habló y no salió en toda la tarde. Dejó caer la sábana como si cerrara una puerta y me impidió entrar.

Otro día que reprendí a las niñas por no recoger su tiradero y amenacé con sacar a la barredora -la maléfica escoba que devora todos los juguetes en el piso-, Emilia, la pequeña, se arrojó sobre ellos como si fueran los dulces de la piñata, los cargó en la falda de su vestido y corrió a guardarlos a su cuarto. Rato después me invitó a que pasara: no sólo no había tiradero, sino que las habitantes de su casita de muñecas donde cohabitan caballas, sirenas y playmobil también habían recogido ese espacio: los minúsculos muebles estaban replegados a la pared, y la caballa mamá e hija acostadas, con sus pequeños zapatitos acomodados al pie de la cama.

Mientras redacto estas palabras leo en internet que en México durante los primeros seis meses del año 2020 casi 10,000 niñas y niños han ingresado a hospitales por lesiones, producto de violencia de sus cuidadores. El encierro nos ha llevado a los límites de la cordura, de la paciencia, de la ecuanimidad y el que se esperaría que fuera el espacio más seguro para estar, el hogar, en este contexto se convierte en un lugar de tensiones constantes, de violencias latentes.

Campamentos en la sala, casitas de muñecas. Estos espacios que las niñas construyen dotan de sentido el encierro y las consecuencias de éste. Para ellas ambos espacios operan como un refugio que las protege de miedos reales e imaginarios. Para mí ese refugio es acostarme entre ellas y cachorrear y repetir una y otra vez que estamos juntas, juntas con nuestro compañero, y que pase lo que pase siempre podremos volver a empezar. Ese lugar que formamos con nuestros cuerpos, con nuestra ternura y nuestro aliento es mi refugio de los miedos reales e imaginarios. Y también a veces de mí misma. Confío en este lugar y las promesas que me hace. Han pasado seis meses de confinamiento y ahora mismo nos sentimos incapaces de distinguir el pasado y de imaginar un futuro vivible fuera de los cuerpos cansados y enfermos que habitamos; un futuro que no sea a costa de los cuerpos esenciales para sostener la vida.

Ahora que han pasado tantos meses de encierro intentamos encontrar una rutina, un ritmo que nos permita transitar estos días con cierta ecuanimidad. Rutinas paradójicamente inestables, que cambian con nosotras. Cuando nació mi primera hija y mi vida dejó de ser la de antes encontré un equilibrio con ella; cuando nació la segunda, encontramos un equilibrio con ella. Ahora intentamos esa búsqueda de un nuevo equilibrio. Siento que no lo he encontrado: a veces transito de la calma a la furia; otras veces me rindo a ese oleaje como una náufraga. Esta búsqueda de equilibrio me hace pensar en lo que plantea Donna Haraway sobre el cultivar respons-habilidades y en cómo cultivarlas dentro de casa con mis hijas, por ejemplo. Pienso en lo que yo y mi compañero podemos hacer para cuidarlas y en las capacidades de ellas para cuidarse entre hermanas, para cuidar también de mí, de nosotres.

Seguimos imaginando lugares que nos permitan construir un sentido a todo lo que gravita alrededor de nosotras: miedo a la enfermedad, al sismo, al desempleo, soledad, aburrimiento, tristeza, ansiedad, fastidio, mamá enojada, tiradero, castigos, decenas, cientos de mensajes de trabajo pendientes. Y siguiendo con Haraway toca aquietar las aguas turbulentas y reconstruir lugares tranquilos, que sean posibles de habitar: un campamento en la sala, unas caballas dormidas en la casa de muñecas, una pregunta, un secreto antes de dormir.

(Refugio, etimológicamente, significa algo así como «la acción de huir hacia atrás», se usaba para hablar del «lugar secreto y protegido al que se huía en caso de necesidad»).

«El encierro nos ha llevado a los límites de la cordura, de la paciencia, de la ecuanimidad y el que se esperaría que fuera el espacio más seguro para estar, el hogar, en este contexto se convierte en un lugar de tensiones constantes, de violencias latentes. (...) Han pasado meses de confinamiento y ahora mismo nos sentimos incapaces de distinguir el pasado y de imaginar un futuro vivible fuera de los cuerpos cansados y enfermos que habitamos.»

> Daniela Rea

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