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Leila Guerriero 10 Carlos Dada 22 Jorgelina Cerritos

TODA LA VIDA

Por Leila Guerriero

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Estoy como dicen que está uno cuando es viejo: recordando el pasado. Supongo que en una situación de (insoportable) presente absoluto y de futuro hipotético, el pasado funciona como el único Tiempo Sólido: lo que hubo está ahí, seguro, ya vivido. Es como un patrimonio, algo inamovible.

Hoy estaba haciendo dulce de peras y había en la cocina una luz fundamental, como irradiada por las cosas: los mosaicos, la heladera, los cubiertos. Todo parecía hecho de huesos o de acero, limpio y alegre. Era la misma luz que había en la casa de la ciudad en la que me crié cuando mi madre y yo cocinábamos juntas, el mismo talante festivo, esa indolencia que tiene lo que no está vivo y es bello sin saberlo. La majestuosidad de lo inconsciente. Mientras el dulce empezaba a hervir ―«tenés que revolverlo con cuchara de madera y a fuego bajo para que no se pegue, ¿ves?»―, empecé a pensar en los libros que leí en aquella casa. Las tardes que pasé en el escritorio rebatible de mi cuarto con El vino del estío, de Ray Bradbury, o en los sillones de pana verde del living con los Cuentos de la selva, de Horacio Quiroga. Recordé el invierno gélido en que leí las Sonatas de Valle Inclán; la primavera triste en que leí El libro de buen amor, del Arcipreste de Hita. La devoción peregrina con que devoré todo don Miguel de Unamuno; la adicción fetichista por Los niños terribles, de Jean Cocteau. Después, mientras seguía revolviendo el dulce, recordé el peor invierno de esos años peores, cuando ya

vivía en Buenos Aires y leía el diario de Cesare Pavese o Palmeras salvajes, de Faulkner, que llevaba a todas partes con la sensación de estar transportando una catedral. Libros que me salvaron, me hundieron, me mostraron formas del miedo, la muerte y el amor que yo no imaginaba, cofres lisérgicos que guardan pedazos de tiempo. Entonces me acordé de las termas del Arapey, en Uruguay. A los 15 años yo había empezado a frecuentar la casa de alguien que me llevaba décadas. Una especie de profesor. Apenas lo conocí, me dio diez hojas escritas a máquina. Era un listado de libros. Dijo: «Decime qué leíste». La lista incluía títulos de Anatole France, Bioy Casares, Melville, Joyce, Rulfo, Manuel Puig, Balzac, cien más. Recorrí las páginas y, en apenas un par de ocasiones, murmuré «Este lo leí». Al terminar me dijo, burlón: «No leíste nada». Lo que siguió fue sensacional, escalofriante. Pudo haberme aniquilado, pero fue la piedra de mi templanza. Acudí a su casa durante un par de años, enfrentando la ira de mis padres que no querían que lo viera. Con él leí y leí, parapetada en mi ambición y en mi altivez de cría. Hasta que un día fui a verlo y le dije que me iba de vacaciones, que estaría ausente por dos semanas. Me dijo «Vos no vas a volver», y cerró la puerta con rabia. Poco después me fui a las termas del Arapey con mi familia, en casilla rodante. Las termas no deben haber sido como las recuerdo: invernaderos repletos de plantas de un verde escandaloso chorreando una humedad rechoncha, lasciva, en torno a piletas de agua espesa. Eran como úteros verdes de decadencia palaciega. Resultaba tan triste que parecía gratísimo. Había niños y padres y cuerpos enfermos y sanos y todo transcurría en un silencio acuático. Afuera era invierno y en esas selvas inventadas y fértiles me sentía un personaje de novela, medio desmayada por el efecto de las aguas termales, convaleciente por la abstinencia de lo que dejaba atrás. A la noche nos refugiábamos en la casa rodante, y en esa burbuja de candidez inverosímil ―por dentro yo vivía en otra parte― mi madre preparaba arroz con pollo mientras cantábamos Eran tres alpinos que venían de la guerra. En medio de todo eso, yo leía una novela. La historia de Florentino Ariza, un hombre que espera más de cincuenta años para estar con Fermina Daza, la mujer que ama. Hacia el final emprenden una travesía en barco. Él le ordena al capitán que ondee una bandera amarilla, que indica que a bordo hay enfermos de cólera, y fuerza una falsa cuarentena. El barco comienza a navegar, ida y vuelta por el mismo río. Cuando el capitán le pregunta: «¿Y hasta cuándo cree usted que podemos seguir en este ir y venir del carajo?», Florentino Ariza responde: «Toda la vida». La novela era El amor en los tiempos del cólera, de Gabriel García Márquez. Permanecí en la cocina un rato largo pensando en ese final, sin ser molestada por el mundo, en un ir y venir por el Tiempo Sólido donde todo está hecho de cosas profundamente vivas, todas hermosas, incluso las cosas tristes.

«Supongo que en una situación de (insoportable) presente absoluto y de futuro hipotético, el pasado funciona como el único Tiempo Sólido.»

EL HAMBRE BLANCA

Por Carlos Dada

Fragmentos de la publicación original en el periódico El Faro https://elfaro.net/es/202007/el_salvador/24602/El-hambre-blanca.htm

Las banderas blancas, que alguna vez significaron paz, son ahora el SOS en las puertas de miles de salvadoreños. Visibilizan el hambre, consecuencia de una enfermedad crónica de desigualdad, miseria y vulnerabilidad ante la que el estado salvadoreño solo ha respondido, gobierno tras gobierno, con placebos. El coronavirus, con su parálisis económica, ha convertido el hambre en hambruna. Pero las banderas blancas han encontrado una respuesta espontánea de la sociedad civil.

El hambre también es un virus

Yo vi las primeras banderas blancas a mediados de abril, sobre la avenida Juan Pablo Segundo, en mi primera salida para reportear desde que comenzó la cuarentena. Salí de casa con la intención de ver, por primera vez en mi vida, el centro vacío. Ya estaba instalado el cerco sanitario así que tuve que pasar dos retenes policiales y militares, cerca de la Biblioteca Legislativa, e ingresé en las extrañamente desiertas y silenciosas calles del centro. Vi muchas banderas blancas afuera de los mesones. Banderas que nadie, salvo quienes tenían algún tipo de autorización –como los periodistas– para pasar el cerco, podía ver.

Los mesones son viejas casonas del centro de San Salvador, que hace medio siglo ya estaban venidas a menos. Suelen estar subdivididas en decenas de cuartos que sirven de vivienda a vendedoras de verduras y ropa, mecánicos, choferes de buses, electricistas etc. Los cuartos sin ventana cobran $3 diarios y los más grandes, en los que caben tres colchonetas, $5. La mayoría de mesones tienen baños comunitarios. Me detuve a hablar con los hambrientos de los mesones del centro, que me preguntaron si no venía de la alcaldía o de un partido político, porque dos días antes habían llegado empleados municipales que condicionaron la entrega de víveres a cambio de que bajaran las banderas blancas. Según les dijeron, lo de las banderas era un plan de políticos enemigos del gobierno.

El mensaje fue incluso propagado por funcionarios de esta administración. Las banderas blancas, dijo Pablo Anliker, ministro de Agricultura, las sembraban opositores para hacer quedar mal al Gobierno. «Es una bajeza política», escribió en un Twitter. Su prueba era un chat de una mujer que le decía que a su vecina unos desconocidos le habían colocado una bandera blanca en su casa, en un lugar que ella no alcanzaba, y que no la podía bajar. «¿Qué clase de personas son? ¡Sinvergüenzas!», escribió el ministro.

Como confirmé en los días siguientes, bastaba conducir un automóvil en cualquier dirección para verlas en la ciudad. O para verlas camino al puerto de La Libertad. O en Chalatenango. O en Ahuachapán. O en Usulután. O en San Vicente. O en la carretera de Oro o en la carretera a Comalapa o en la del Litoral hacia oriente u occidente o en Quezaltepeque o en Santa Lucía o en Soyapango o en Verapaz o en La Unión o en los Talpas o en Los Naranjos o en el Bajo Lempa o en Lourdes (Colón), Ayutuxtepeque, Olocuilta. Yo las vi.

Y en todos esos lados, si uno se detenía, podía confirmar que la verdadera oposición, el verdadero virus, era invariablemente el hambre. Es el hambre, en presente, que he visto durante los tres meses en los que he reporteado este material. Ya estamos en julio y las banderas siguen ondeando en todo el país. Las banderas vivirán mientras viva la pandemia. Porque millones de salvadoreños tienen hambre.

Hambre rural, hambre urbana, hambre semiurbana, hambre semirural, hambre costera y hambre de montaña y hambre de los volcanes y de las quebradas y de las fincas y de los cantones y de las veredas y de las avenidas.

El hambre de los niños de la señora Gloria García, que vive en una comunidad junto a la vía férrea llamada Las Seiscientas Uno, en Sonsonate; que se dedica a vender ropa usada pero que en mayo llevaba dos meses sin ropa que vender ni nadie que le compre ni transporte público para ir a comprar la ropa ni para venderla. Que tiene dos nietos a su cargo, pero no tiene luz ni agua y como no tiene luz ni agua no recibió el bono del gobierno y como vive en una comunidad a espaldas de la carretera nadie se había detenido a darles nada, salvo alguien que le regaló «una bolsa de pan francés». Llevaba tres días, según me dijo, amortiguando el hambre de sus nietos apenas con azúcar diluida en agua. Pero a toda acción corresponde una reacción y, a veces, esa regla se cumple incluso en El Salvador. A las banderas blancas, muchos salvadoreños han respondido con solidaridad. Posteé en redes sociales una foto de la comunidad con sus banderas blancas. En corto tiempo recibí tres mensajes preguntándome dónde era y qué necesitaban; algunas personas llevaron ayuda.

No es que esos salvadoreños no supieran que en este país siempre hay hambre, es que las banderas visibilizan el hambre. No es lo mismo saber que en El Salvador hay pobreza que ver la bandera y tomar acción para calmar estómagos ajenos. La ayuda es un paliativo, capaz de mitigar la hambruna pero no de erradicar el hambre.

Camino al lago de Ilopango tomamos un desvío en el puesto policial conocido como Changallo. Allí ingresamos al caserío del mismo nombre hasta topar con el río Chagüite, un flujo de agua color malva, combinación de la contaminación de sus aguas y el sedimento arenoso. Allí la comunidad ha construido una cancha de fútbol que es además lugar de encuentro de sus pobladores. Allí nos estacionamos y de la ribera del río comenzaron a salir decenas de vecinos, en busca de una bolsa de víveres.

Como viven en un lugar al que no llegan automóviles ni gente extraña, no tiene ningún sentido colocar un trapo fuera de su casa. Su bandera blanca tiene nombre: Maribel López de González. Ella los ordenó y les fueron repartidas las bolsas.. No alcanzó para todos. Nunca alcanza.

Hubo fotos que circularon por redes sociales. Antes de irnos, Maribel y su esposo, Santos González, nos invitaron a conocer la tercera etapa de Changallo, al otro lado del río. Cruzamos a pie un pequeño puente peatonal y nos internamos en un pequeño camino rural de tierra, hasta llegar a un terreno con dos árboles de mango, un barril oxidado a la intemperie y una construcción de bahareque rodeada de una barricada de tierra. Afuera vi a un viejo, de rostro inofensivo y exhausto. Ese viejo se llama Felipe Reyes.

Ilopango

La colchoneta sobre la que duerme está mojada y apesta y el piso es un lodazal en el que se hunden mis pasos al entrar. Hongos y esporas se han adueñado de lo poco que hay aquí adentro y saturan el aire. La casa de Felipe Reyes es inhabitable.

El hambre de Felipe Reyes es anterior al virus. Diez años, los que tiene de no ver, por hacer la cuenta corta; o 76, los que tiene de vida, por hacer la otra. La suya es un hambre heredada. Antes, dice, recorría las calles de Ilopango empujando un carretón de minutas. Fue perdiendo de a poco la vista hasta que, hace una década, ya no supo distinguir entre un cliente y un asaltante.

Es un viejo menudo del color del rubor, que camina con las manos en los bolsillos del pantalón. Vive solo, en este caserío de unas cuarenta viviendas instaladas en una delgada lengua de tierra entre el río Chagüite y un muro natural de unos veinte metros de altura, que forma parte de los pliegues externos del cráter del volcán de Ilopango. Es decir, en un barranco, asediado por las posibilidades del desborde del río y un deslizamiento de tierra.

La vivienda de Felipe Reyes es una estructura de una pieza, con paredes de barro y cañas ya podridas que al apretarlas se deshacen en las manos; el piso es de tierra, como casi todas las casas de aquí. Adentro hay tres pantalones y cuatro camisas colgadas de una pita de tendedero y una Biblia y una pequeña hornilla y una cacerola tatemada y una cuchara doblada y una taza de aluminio y un televisor de bulbos que no sirve y un radio que tampoco sirve y un banquito y una colchoneta sobre la que duerme. En su hornilla, que es su cocina, solo hay sal.

Las palabras que en otras casas son indispensables aquí no significan nada porque de nada sirve nombrar cosas que no existen. Palabras como sillón, comedor, chinero, refrigerador, alacena, closet, trapeador —¿de qué sirve un trapeador en una casa con piso de tierra?—, servilleta, regadera o adornos. Nada de eso existe aquí. Aunque, a decir verdad, sí hay un adorno: Una vieja y destartalada máquina Singer de coser, de las de pedal, que tampoco funciona. Su única herencia. Está junto a la entrada y sirve de mesa, de percha, de adorno. Felipe Reyes tiene un adorno en su casa.

La colchoneta sobre la que duerme está mojada y apesta y el piso es un lodazal en el que se hunden mis pasos al entrar. Hongos y esporas se han adueñado de lo poco que hay aquí adentro y saturan el aire. La casa de Felipe Reyes es inhabitable.

Sucedió una noche reciente: Un río de lodo bajó desde el cerro y se metió por debajo de la puerta. No fue durante la tormenta Amanda sino en una tan insignificante que ni nombre alcanzó a tener, que cayó dos semanas antes. Con un poco de agua bastó para que la tierra suelta del cerro encontrara cauce hasta la puerta de su casa.

«Esta casa yo la hice», me dice y pienso que hace unos años tal vez lo habría dicho con un poco de orgullo y no como lo dice hoy, que no es un tono amargo ni dramático sino el de la resignación de una pérdida más. En este lodazal siguió durmiendo los días siguientes, porque para dónde. «Me prestaron una pala y saqué el lodo que pude, pero cuesta, porque no veo». Ese lodo lo acumuló frente a la entrada, a manera de trinchera, esperando que la desgracia sirviera de protección contra la próxima lavada del cerro. «Pues sí, ahorita duermo mojado. Pero para dónde». Para dónde.

Me habla sin mascarilla. Y yo, que he pasado un mes encerrado y que he llegado hasta aquí con guantes y mascarilla y dos litros de alcohol gel en el carro, lo notaré algunas horas después, cuando vea en mi teléfono la foto que le hice. Aquí hasta el coronavirus parece fuera de contexto. Las urgencias de toda la vida no permiten reconocerlo.

Le pregunto a Felipe Reyes si tiene energía eléctrica y enciende una luz blanca, trémula, que cuelga de un cable sobre la hornilla de la casucha que hoy es un foco de infección. ¿Cómo paga la luz? No la paga. Este foco ahorrador es lo único que consume energía. El subsidio estatal le queda debiendo.

El agua es comunitaria. Su conexión es un tubo de plástico blanco que culmina en un chorro que flota afuera de su casa sobre un barril oxidado, podrido, que le sirve de pila, porque la Administración Nacional de Acueductos y Alcantarillados (ANDA) no es muy regular en la distribución y aquí «a veces cae y a veces no».

Esta es la segunda casa que pierde Felipe. Desde el portal señala al fondo de su pequeño terreno, un rincón donde ha crecido monte. —Allí estaba la casa antes. —¿Antes de qué? —De que se la llevara el Mitch. No quedó nada.

Felipe Reyes se instaló en este terrenito a finales del siglo pasado. Llegó aquí con su mamá, proveniente de Santiago Texacuangos, el municipio contiguo, al sur de Ilopango. No recuerda, o no quiere recordar, exactamente por qué se fueron de allá. «Aquí me gustó porque eran lotes. Yo estaba pagando el mío pero el dueño, un señor llamado Jesús Navarrete, se endeudó con el banco y le embargaron. El banco es dueño de estas tierras. ¿Pero para qué quiere un banco estos barrancos?». Termina de decir esto y se agacha, los dedos corriendo por la pierna, a amarrarse los zapatos, sus únicos zapatos, negros y con cintas, cubiertos por una capa del lodo seco. «Lo único es que no tengo zapatos para la lluvia», dice.

No recibe ingresos desde que dejó el carretón. Tras la muerte de su madre se quedó solo. No tiene más familia. Está registrado en el fondo para adultos mayores, que le debería entregar $50 al mes. Con eso no alcanza ni para la canasta básica pero menos alcanza si no se los entregan. En lo que va del año, ni Felipe ni ninguno de los 14 adultos mayores de Changallo registrados para recibir esa ayuda ha visto un solo centavo.

Él vive ahora de vender o canjear mangos, que cuando es temporada caen por costaladas de los dos árboles que tiene en su patio. Con eso «paga», por ejemplo, los rastrillos con que se ha rasurado esta mañana. Cuando no hay más mangos, los rastrillos, la comida y todas sus otras necesidades son producto neto de la solidaridad de sus vecinos, que viven en casas de piso de tierra y paredes de bahareque y techos de láminas agujereadas, pero que tienen la vista buena para recoger chatarra o botellas de plástico o sacan y venden arena del río o tienen un pariente que les manda dinero. Esos vecinos comparten su comida con él.

Pero la solidaridad de los vecinos también se ha reducido, porque su situación ha empeorado desde marzo, cuando El Salvador entró en cuarentena.

Viven principalmente del reciclaje y de la extracción de arena del lecho del Chagüite. Pero hoy no hay ni qué reciclar ni cómo llevarlo a las recicladoras. En tiempos normales, los que sacan arena del río hacen sus montículos y los venden a camioneros que a su vez los llevan a construcciones en todo el país. Pero con la cuarentena se paró la construcción así que todo Changallo está también parado. Recluido en este rincón del país, el viejo Felipe Reyes hoy tiene más hambre porque se detuvo la construcción de algún edificio en Santa Elena que él jamás verá. Porque casi nunca sale de Changallo, de su casa podrida y rota en la que ya no se puede vivir.

Cuando le preguntan cómo puede ayudársele a Felipe, Maribel y Santos comenta que, algún tiempo atrás, la Asociación de Desarrollo Comunitario de Changallo aprobó construirle una nueva casa. Ya tenían el diseño, autoría de Santos: piso de cemento, base de paredes de ladrillo de concreto, ventanas y lámina para el techo. Pero deudas de la comunidad les imposibilitaron comprar los materiales. Dino Safie, el principal promotor desde la sociedad civil de todo este movimiento durante la pandemia contra el hambre blanca, dijo que podía donar los materiales si la comunidad se encargaba de la construcción. Sellaron el acuerdo.

Cuando el agua cayó, El Salvador llevaba más de dos meses en cuarentena, con la economía paralizada y en medio de una crisis política profunda. En las casas pobres de un país pobre, casi nadie había recibido ingresos en diez semanas.

Entre el 29 de mayo y el 1 de junio, la tormenta Amanda devoró viviendas de frontera a frontera. Junto a quebradas, lagos, volcanes, ríos, cerros. En la costa y en las ciudades. Más de 3,000 viviendas dañadas, muchas irreparables. En cada una vivía una familia que ya estaba desamparada.

La lluvia cayó sobre un país colmado de banderas blancas. O de objetos que representan banderas blancas: Un trapo, una camisa, una bolsa de yute, tela o plástico, lo que sea, pero que sea blanco, amarrado a una rama, una escoba, un tubo, una viga. Un palo. Objetos blancos que representan una bandera que significa: Tenemos hambre. Yo llevaba varios días recorriendo el país y viéndolas por todos lados. A mediados de mayo subí a redes sociales un par de fotos de gente ondeando trapos blancos. Un periodista norteamericano, que pasó algún tiempo en El Salvador durante los años de la guerra, me escribió: «¿Qué significan esas banderas blancas? Me recuerdan a la gente huyendo de Soyapango, en la ofensiva. Querían decir “No disparen”. ¿Qué significan ahora?»

Le dije que en el fondo querían decir lo mismo: Queremos vivir. Pero ahora lo que necesitan es comida. Después de la tormenta, las cosas solo empeoraron. Entre el 29 de mayo y el 1 de junio, la lluvia acumuló en algunos lugares hasta 850 milímetros. Es decir, casi la mitad del total de agua que cae cada año en El Salvador. Los meteorólogos dijeron que Amanda siguió su camino, que atravesó Guatemala y llegó un día después al Golfo de México. Pero aquí siguió lloviendo. Treinta personas murieron. 30,000 familias resultaron damnificadas.

Decenas de ríos desbordados, deslizamientos e inundaciones desnudaron nuevamente la vulnerabilidad del país. Solo en la zona costera de La Libertad se desbordaron cinco ríos.

La tormenta entró en su fase más intensa la noche del sábado 30 de mayo. En la madrugada del domingo, ya los daños eran mayúsculos. Las redes sociales se inundaron de videos del desastre: carros arrastrados y casas deslizándose en San Salvador; calles convertidas en efluvios navegables; bordas cediendo a la fuerza del agua. Seres humanos aferrándose a un lazo o un poste.

Las dimensiones del desastre fueron tales que, por primera vez en más de dos meses, en El Salvador no se habló del coronavirus, sino de Amanda.

Banderas en el litoral

En La Libertad me encontré con Salvador Castellanos, el periodista televisivo reconocido por su trabajo como corresponsal de la cadena Univisión. Me mostró los daños en la zona costera de Tamanique, en la que se encuentran decenas de caseríos y varios ríos que allí alcanzan la mar.

La misma tarde que Chuy perdió su casa, Castellanos solicitó, vía Twitter, ayuda para el albergue instalado en el Centro Escolar San Alfonso. Decenas de damnificados necesitaban de todo: ropa, comida, colchonetas. Pocas horas después ya le habían contactado del ministerio de Turismo y de otros lugares para ofrecer ayuda, y la enviaron pronto.

Aquí las cosas funcionaron mejor que en otros lugares. La experiencia anual del desborde de ríos, y el sentido de comunidad, permiten a los costeños reaccionar rápidamente. A pesar de que este gobierno decidió no involucrar a Protección Civil en la pandemia, la red local se activó automáticamente con la

tormenta. Pobladores y coordinadores se reunieron en el centro escolar, como todos los años; agentes de la PNC y representantes de salud local llegaron también para hacer su trabajo.

Al día siguiente, cuando visité el lugar, dos policías custodiaban la escuela albergue y voluntarios distribuían comida a decenas de damnificados. Ya para entonces dormían en las colchonetas que Castellanos consiguió.

«No creo en el asistencialismo permanente sino en la formación y oportunidades», dice Castellanos. «Pero esto es una emergencia y necesitamos responder todos». Él y su familia, todos amantes del surf y cristianos, crearon hace una década la organización Christian Surfers y establecieron contacto con redes internacionales de personas con esas mismas vocaciones. «Es difícil predicar a un estómago vacío», dice Castellanos. Su red imparte talleres de surf, de computación y de inglés a habitantes de esta zona del país. Esta red le ha permitido también activarse en emergencias como Amanda.

«La tormenta solo vino a agravar la situación en que ya estaba mucha gente aquí. Desde el inicio de la cuarentena ya estaba lleno de banderas blancas toda la zona, de gente que tiene hambre». Antes de la tormenta, su red ya había distribuido unas 1,500 canastas de víveres. Pero sus llamados en redes sociales también atrajeron a nuevos altruistas.

Cuando terminaba de conversar con Chuy, el joven surfista, una enorme camioneta negra ingresó a la pequeña calle de tierra del caserío Río Grande. Toda la parte posterior estaba llena de bolsas de ropa y alimentos. Cuatro jóvenes, menores de 30 años, se bajaron a distribuirlas. Pregunté quiénes eran. Uno de ellos, llamado Will Álvarez, de 28 años, me dijo que venían de San Salvador, por cuenta propia. «En un chat de amigos comenté que quería ayudar y me ofrecieron más ayuda. En un ratito conseguimos $400 dólares en comida y más de 100 paquetes de ropa. Los andamos distribuyendo». Le pregunté desde cuándo andaba repartiendo ayuda. «Comenzamos ayer», dijo, al ver en redes sociales el desbordamiento de los ríos y el mensaje de Salvador Castellanos.

Cuando terminaron de repartir bolsas se fueron. A su salida se cruzaron con otra camioneta, de vecinos del puerto, que llegaban a distribuir comida caliente.

Pero en El Salvador, la necesidad es siempre mayor que la capacidad de ayudar. Solo uno de cada cinco salvadoreños económicamente activos tiene un empleo formal. Los otros viven de lo que hacen cada día. Si no salen no comen. Y llevan ya tres meses sin salir. Para empeorar la situación, el 20 por ciento de la población, los clientes de todos los demás, pasa también hoy por su peor momento.

Según Ricardo Castaneda, director Ejecutivo del Instituto Centroamericano de Estudios Fiscales, ICEFI, la actual crisis económica desatada por la pandemia y las tormentas podría provocar la pérdida de más de 200,000 empleos formales. La economía salvadoreña, según las últimas estimaciones del Banco Central de Reserva, se contraerá entre 6,5 % y 8,5 %, una caída que no se veía desde los inicios de la guerra. Pero esos números tan impersonales que suelen arrojar las estimaciones económicas se traducen en salvadoreños en desgracia.

Ahora mismo, dice Castaneda, hay 800,000 personas en riesgo de caer en pobreza porque, además de la caída de la economía y los daños causados por las tormentas, hay que agregar que las remesas, el principal ingreso para cientos de miles de salvadoreños, también han sufrido una caída estrepitosa. «Es la tormenta perfecta», dice. En las tormentas perfectas el primero en perderlo todo suele ser el que menos tiene.

El hambre vive en medio de la miseria que no es atribuible al coronavirus sino a otros males ancestrales que se llaman desigualdad, abandono, pertenencia a la casta más baja. Durante esta pandemia los más necesitados han llegado a un nivel de desesperación tal que han comenzado a gritar, y las banderas son su voz de auxilio. Y han funcionado.

«Cuando comencé a ver las primeras banderas blancas dije “qué vergón, la gente por fin se dará cuenta, cuando pase por la carretera, de que adentro hay familias que viven en malas condiciones” —dice Castellanos—. El hambre en este país no es nueva. Las banderas lo que hacen es visibilizarla para quienes se han negado a verla».

«No es lo mismo saber que en El Salvador hay pobreza que ver la bandera y tomar acción para calmar estómagos ajenos. La ayuda es un paliativo, capaz de mitigar la hambruna pero no de erradicar el hambre. (...) Durante esta pandemia los más necesitados han llegado a un nivel de desesperación tal que han comenzado a gritar, y las banderas son su voz de auxilio. Y han funcionado.»

> Carlos Dada

ACOTACIONES SOBRE UNA PANDEMIA

Circunstancias de partida

Por Jorgelina Cerritos

Eran las 5 de la tarde. Mi hija jugaba con una niña que acababa de conocer en los juegos de un centro comercial. Teníamos dos días de haber regresado de un viaje. Íbamos a vernos con unas amigas para cenar juntas, madres e hijas, para celebrar un cumpleaños. Las noticias de la pandemia seguro estarían en la conversación. Era 11 de marzo de 2020.

En los grupos de WhatsApp empezamos a recibir la noticia. Las clases quedaban suspendidas a partir del siguiente día, 12 de marzo, el aeropuerto quedaba cerrado y se declaraba «emergencia nacional».

Nos comunicamos con los centros educativos de nuestras hijas y yo, además, con la coordinadora de la carrera de la universidad en la que trabajo para confirmar las disposiciones para el siguiente día. Luego, seguimos con el plan previsto: nos fuimos a cenar.

Llegamos temprano. El restaurante estaba vacío. No sé si se sentía en el ambiente o era mi sugestión, pero en aquella soledad percibía algo subterráneo que se aproximaba.

No era lo mismo ver las noticias de Europa en televisión que sentir la incertidumbre de qué estaría por pasar en Latinoamérica, en Centroamérica, en El Salvador, con sus precariedades sociales y económicas históricas. Una semana más tarde, pese a que la realidad había empezado a configurarse frente a nuestros ojos, no tomábamos conciencia plena de lo inédito que estábamos por vivir.

Una semana después, el 18 de marzo, decidimos pausar «por un tiempo» las clases de nuestro proyecto de escritura dramática porque, aunque era un grupo pequeño, debíamos empezar a tomar las medidas necesarias para la bioseguridad del grupo. Decidimos crear un salón de trabajo virtual para sostenernos técnica y emocionalmente en los días venideros, aun cuando la virtualidad no era nuestro fuerte, pero la universidad ya se estaba encargando de abrirnos de golpe el camino.

Paramos también los ensayos del grupo de teatro «para mientras». Ya habría tiempo para retomar las cosas. Y el 21 de marzo, el cronómetro de la cuenta regresiva había llegado a cero.

Antes de que el virus llegara a El Salvador se impuso la cuarentena como medida de terror, se hacinó en albergues improvisados a la gente que seguía regresando por tierra, se cerraron los negocios y las compras de pánico no se hicieron esperar. El virus se convirtió en el escenario propicio para la enfermedad, para el miedo, para la confusión, para el panfleto político, para las fracturas, para la desigualdad. Para la tan mencionada «nueva normalidad».

PRIMER ACTO De la docencia presencial al escenario virtual

En un abrir y cerrar de ojos se cayeron las teorías constructivistas de la educación, de la adecuación didáctica y de las nuevas tecnologías «como soporte» en el salón de clases.

Fue de un día para otro que nos vimos facilitando clases a través de chats en plataformas que no permitían las videoconferencias, o en pantallas mosaico llenas de recuadros con los nombres de nuestros estudiantes en lugar de estar junto a ellos y ellas en la escuela, en el colegio, en la universidad.

Era vernos en la premura de «tener datos» para dar las clases y que el estudiante también los tuviera para recibirlas porque, aunque la idea de la globalización nos hace pensar que las ventajas de la tecnología están a un clic de todos por igual, la realidad nos dice que cada vez que despertamos las desigualdades siguen ahí, como el dinosaurio de Monterroso.

Fue pasar de «horas de clase» a «clases de horas y horas» en donde se le pidió al docente de todos los niveles que «adecuara» su clase del salón al aula virtual, de las explicaciones en la escuela a las guías de relleno de información, del apoyo de las familias para las tareas a la tarea de la familia para dar el contenido de la clase en casa, eso dando por sentado que las madres de familia ―porque hay que decirlo así en su mayoría― no solo tienen frescos los conocimientos de las asignaturas sino que, también, tienen las competencias didácticas para hacerlo, además de la disponibilidad de tiempo.

Tuvimos que desarrollar el uso de las TIC en el aula; unos sin experiencia previa, otros sin equipo en casa y otros sin espacios adecuados para ello. A muchos docentes de academias pequeñas no les adecuaron nada más que el salario por hora clase, argumentándoles que ahora no tienen que gastar en pasaje o gasolina para trasladarse y que incluso la inversión de su tiempo es menor al evitar el desplazamiento.

Y en medio de toda esa nueva normalidad, el docente se ha reinventado. Está usando sus espacios en casa, su energía eléctrica, su internet, su computadora, «sus datos», su tiempo y su espacio y ahora literalmente también el de su familia. Sonríen frente al ojo de sus cámaras con dolor en el cuello, en los ojos, en las muñecas, en la espalda, por esas deformaciones profesionales que empiezan a aumentar, junto al virus, en las consultas médicas.

Y no menciono esa reinvención en aras del heroísmo poetizado en los medios

de comunicación, ni mucho menos de la idea instalada desde siempre sobre «el pueblo más trabajador del mundo» y que «siempre se levanta en la adversidad». Lo menciono con la indignación de esa reinvención, hija de la necesidad, que debería ser subsanada por la institucionalidad y las políticas educativas existentes en cualquier país, previas a cualquier pandemia.

La tan necesaria adecuación se ha quedado en el mero traslado de la carga académica y los procesos educativos, supuestamente centrados en el aprendiente, a la pantalla del computador, frente al cual esperamos que nuestro estudiante se siente desde las siete de la mañana a las doce del mediodía, todos los días, tal y cual estuviera yendo a sus clases presenciales sin tomar en cuenta en lo absoluto, el contexto tan particular que estamos viviendo.

El cierre del acto uno que se desarrolla en este escenario lo pongo en manos de la docencia artística. Ahí estamos ahora, dando clases de teatro, de música, de danza, de pintura, en nuestros pequeños dispositivos, añorando la presencialidad porque el contacto, la clase in situ, sentirnos, vernos, palparnos, escucharnos, es parte fundamental del desarrollo de nuestra especialidad.

Si construir conocimiento implica tener un método para formar el tipo de persona que necesita la sociedad, en nuestro caso implica tener un método para formar mediante la no presencia, el artista que sin saberlo, esa sociedad necesita.

Nuestros procesos formativos, al igual que la vacuna tan esperada, no han tenido el tiempo ni la experimentación necesaria para hacerlas garantes de los resultados que hoy por hoy necesitamos.

SEGUNDO ACTO Teatristas en el escenario pandémico. ¿Ser o no ser?

«El teatro en video no es teatro». «Nada hay peor que una obra de teatro en video». El teatro es por excelencia un arte representacional en vivo.

Quienes hacemos teatro nos hemos encontrado más de una vez con estas afirmaciones, que además no habían sido mayormente cuestionadas, al menos no en el escenario teatral de este lado del mundo.

Llegó la pandemia y con ella el cierre de los teatros como lugares de encuentro. La presencialidad y su consiguiente convivio se volvieron una amenaza y, de la misma manera, el teatro.

De repente nuestra práctica se transforma. Nos descubrimos viendo teatro en la computadora. Por necesidad. Por una necesidad de continuidad, por la necesidad de seguirnos contando, por un acto de resistencia. Ahora empezamos a hablar del teatro de archivo. Es decir, teatro grabado porque era parte de los archivos de los grupos. Archivos muchas veces pobres en cuanto a soportes técnicos, imagen y sonido. Archivos que los grupos empiezan a hacer porque en los festivales piden videos para hacer la curaduría. A cámara fija, porque así dicen las convocatorias de esos festivales.

Y en cuestión de semanas vuelve a cambiar. Teatro en línea, en vivo. Aparecen las experiencias en streaming y nos parece mágico podernos enfrentar de tú a tú, en medio de las restricciones de encuentro en una especie de estar sin estar. Era mágico saber que en Ithaca, en trece casas distintas, trece intérpretes se unían a través de Zoom y estaban ahí, actuando, trabajando para nosotros en Felt sad, posted a frog, un espectáculo nacido en confinamiento, hablando sobre el confinamiento, desde el confinamiento y para los confinados que éramos todos. Volvimos a sentir los nervios antes de entrar a escena aun cuando esta era virtual. Y si parecía un acto político de resistencia era porque lo era. Así había surgido.

Apenas han pasado cinco meses de esos primeros encuentros y al ritmo de la tecnología eso que fue ya no es. Pareciera que ya es teatro de archivo. Pareciera que ya podemos decir, ¿te acordás lo que veíamos los primeros días de la pandemia? Era un teatro que a la luz de la nueva producción para plataformas teatrales en el mundo, era un acto de pureza, de las de antes, de la época de las utopías. Ahora es marketing. Del acto de resistencia política pasamos a un acto de compra-venta económica. Y ahí se vuelve a desbalancear el asunto.

La nueva producción teatral para los medios tecnológicos está poniendo en la palestra virtual un nivel de producción de primer mundo. Los festivales empiezan a preguntar por la calidad de tus videos, si tenés videos que no sean a cámara fija, a tres o a cuatro cámaras HD, con lenguaje audiovisual adaptado a las nuevas exigencias.

Los pagos en línea para quienes usan banca virtual y tarjetas de crédito vuelven a estar in.

El teatro comunitario es otra historia. «No estés pensando cómo volver a la presencialidad, navega en la multiplicidad de opciones para ver teatro en casa». Ya existen esas plataformas, y no hoy. Hace meses, años, solo que en nuestra región ni lo sabíamos.

¿Qué nivel de producción podremos tener en Centroamérica para «ser competitivos» en ese mundo? Con apenas dos salas teatrales en la capital de El Salvador, no hay por el momento ―al menos hasta hoy que estoy escribiendo estas reflexiones― un programa de transmisión en línea que no sea de archivo. Mientras los festivales en línea van y vienen por el mundo, vale decir que solo en Colombia hemos «seguido» alrededor de cuatro festivales en pandemia, en Centroamérica contamos esa misma cantidad por todos los países que nos conforman.

La producción tecnologizada que le está dando vuelta al teatro occidental ha sido una respuesta a cómo suplir los presupuestos salariales de actores, actrices, directores, técnicos y demás en la ingente cantidad de salas nacionales, comerciales, independientes y experimentales que se cuentan en otros países latinoamericanos. Y acorde a esa necesidad de marketing, los recursos para dicha producción.

Pareciera que ante tales condiciones, para bien o para mal, Centroamérica debe seguir esperando con fe el regreso a las salas, por pocas que sean, y producir desde nuestra identidad, para nuestra región.

Solo así, hablando de la aldea para ser universal, podremos competir contra el peso de las plataformas teatrales que se están abriendo paso en las capitales culturales que históricamente han desviado su mirada de esta región, salvo para vernos, o bien con ojos folklóricos o bien con la curiosidad y el recelo hacia nuestras historias de pobreza, violencia y marginalidad.

Acotación antes del apagón final

El virus vino para quedarse y con él una «nueva normalidad» que está imponiéndose más bien como «una nueva normalización».

No nos estamos cuestionando muchas cosas, las estamos aceptando como tales. Con la convicción de que esto va a pasar, tarde o temprano, pero mientras tanto ponemos a disposición de los poderes mediáticos nuestro trabajo, nuestro conocimiento, nuestra información, nuestros videos, nuestro nombre. Mientras tanto le hacemos el juego al poder invisible que nos hace creer en la maravilla de esta época, donde no participa el que no quiere, no se vende el que no se ubica y no se transforma el que quiere quedarse estancado en las formas viejas.

Antes del apagón final del virus veremos muchos más cambios y adaptaciones. La esperanza es no perder la humanidad, la ética, el sentido, el compromiso y la fuerza del cuestionamiento con el sentido político inherente al arte y a la educación como material simbólico del pensamiento.

«Si construir conocimiento implica tener un método para formar el tipo de persona que necesita la sociedad, en nuestro caso implica tener un método para formar mediante la no presencia, el artista que sin saberlo, esa sociedad necesita.»

> Jorgelina Cerritos

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