6 minute read

Martín Caparrós

Next Article
VIRUS

VIRUS

GRACIAS POR EL MIEDO

Los llamados empezaron a fines de abril, o quizás en los primeros días de mayo. Eran radios, sobre todo, en esos días de confinamiento, o algún programa de televisión por Zoom o por Skype, y querían preguntarme qué pensaba sobre el aumento del hambre que traería la pandemia. Me sorprendieron, porque hacía mucho que nadie me preguntaba nada sobre el hambre. Pero resulta que la FAO había vuelto a atacar con sus cifras y eso, entonces, inducía las preguntas.

Advertisement

―¿Qué opina de esos cálculos que dicen que habrá entre ochenta y ciento treinta millones de hambrientos…? Las cifras de la FAO son un gran momento de la ficción global. La Food & Agriculture Organisation es el departamento de las Naciones Unidas que se ocupa, entre otras cosas, de contar los hambrientos del mundo. Lo hace, es cierto, en condiciones complicadas: los hambrientos ―a menos que sean vocacionales― son pobres que viven en países pobres, cuyos estados no consiguen siquiera alimentarlos; mucho menos, por supuesto, contarlos con detalle y precisión. Así que sus estadísticas tienen dos características básicas: son las únicas ―canónicas, citadas― y son perfectamente inciertas. Son números mutantes, tan variables: no hay nada más dinámico que la cantidad de hambrientos en el mundo contados por la FAO. No es infrecuente que se les pierdan setenta millones de desnutridos por aquí o por allá o que, en el año 2000, les aparezcan ciento veinte millones nuevos de 1990, disculpe, no los había visto. Lo cual no sería particularmente grave si no fuera porque esas cifras se usan

para decidir el destino de miles de millones de dineros en ayudas y el destino de ciertos burócratas y el destino de algunos gobiernos ―y el destino de tantos hambrientos. Por eso no les hice mucho caso cuando publicaron, hace unos meses, que «una estimación preliminar sugiere que la pandemia puede agregar entre 83 y 132 millones de personas al número total de desnutridos del mundo». Pero los periodistas, confiados, confinados, sí se lo hicieron y empezaron a llamarme para preguntarme por ese dato que, pese a todo, les había llamado la atención. Messi no aparecía pero eran, a fin de cuentas, como cien millones de personas. ―¿Y por qué se preocupan ahora por cien millones más cuando hace tres meses no se preocupaban por los ochocientos millones que están pasando hambre siempre? ¿No les parece un poco hipócrita? Les contesté más de una vez. Lo siento, pero me cabreó. Pensé que quizás se trataba de su idea de «noticia»: que esos ochocientos millones siguieran allí no era, brutalmente, nada nuevo, en cambio la aparición de millones más lo era. O quizá nuestra incapacidad para contar lo que no sucedió dos días atrás, para hacer del mundo en que vivimos una explosión de historias. O si acaso su cinismo puro y duro: con algo hay que llenar la pantallita y esto podría impresionar al público y mostrarnos como buenas personas preocupadas. Hasta que busqué el comunicado de la FAO y lo volví a mirar. Allí ―aunque ninguno de los periodistas que me llamaron la hubiera citado― yacía agazapada la razón más potente:

«Pockets of food insecurity may appear in countries and population groups that were not traditionally affected», decía: que unos «bolsillos» ―¿bolsillos?― de «inseguridad alimentaria» ―cómo odio ese giro del burocratés― pueden aparecer en países y grupos de población que no eran tradicionalmente afectados» ―por el hambre, se entiende. Allí sí había una clave ―y es, probablemente, una de las claves de la pandemia―: que, así como empezó a morirse gente que antes no se moría, empezarían a pasar hambre personas que antes no. Que, por acción y efecto de los virus, el hambre podría perder, en ciertos casos, su característica principal: ser algo que les pasa a otros. El miedo ―la gran variable de estos tiempos― se posaba cual nube de pedos sobre tantas cabecitas casi rubias. (Siempre tenemos miedo: sin el miedo no habría estados, religiones, compañías de seguros, bastones, policía, parejas estables, heladeras. Pero nunca en mi corta vida lo vi tan presente como en estos meses pandémicos. El miedo, ahora, se apoderó de todo, diseña nuestras vidas, permite a los gobiernos legitimar exce-

sos que nunca habríamos soportado, conduce y justifica. El miedo posibilitó que los estados definieran nuestros actos como nunca antes: que decidieran dónde podemos ir, a quién podemos ver, cómo tenemos que mostrarnos u ocultarnos. Y el miedo al hambre hizo que ―algunos― volvieran a pensar en el hambre, y lo temieran súbitamente cercano.) Si algo hizo la pandemia fue asustarnos con la idea de que esas cosas que les pasaban a los otros podían pasarles a cualquiera: cualquiera podía contagiarse, morirse, encerrarse, quebrar. Y que muchos ―tampoco cualquiera― podrían pasar hambre. Por eso la FAO y sus cien millones, por eso los periodistas y los cien millones de la FAO. Y por eso, sobre todo, los estados: la forma de reacción contra la amenaza generalizada del hambre fue, en la mayoría de los países, intervenciones estatales. Ahora casi todos los estados están distribuyendo ayudas ―en especias o en dinero― para que sus súbditos coman. Lo hacen, incluso, gobernantes tan alejados del asistencialismo público como Bolsonaro o Trump o Johnson. Lo hacen, pese a que sus principios se oponen a esa intervención, porque saben que, sin eso, todo puede derrumbarse demasiado pronto. Entonces aparece la pregunta capciosa que quizá valga la pena: ¿traerá la pandemia la comprobación de que en las circunstancias más difíciles la única salvación son los estados y será, por lo tanto, el pistoletazo ―con perdón― de partida de una época estatista? O, también, en paralelo: ¿intentarán ciertos estados mantener los poderes ―parte de los poderes― que el miedo de sus súbditos les permitió en estos meses? ¿Lo lograrán?

Y, después, la pregunta que es pura pregunta: muchos gobiernos saben que no podrán sostener esas ayudas indefinidamente. Algunos, incluso, ya hablan de su fin. Sus dineros se acaban porque también ellos tienen miedo: tienen miedo de sus pobres, pero más tienen miedo de sus ricos y no se atreven a sacarles su plata y arguyen que no hay. Entonces, cuando esos dineros se terminen, no quedará mucho más que la desigualdad más pura y dura: millones y millones en bolas y gritando, sin fondos, sin trabajos, sin manera de ganarse la vida. ¿Y entonces? ¿Qué harán esos millones, ya sin sus últimos recursos? ¿Aplicarse a integrar los excels de la FAO y dejarse contar entre los nuevos desnutridos? ¿O salir a la calle empujados por la desesperación, por aquel miedo? Decíamos que el miedo ha sido el gran protagonista de estos meses, y que ha permitido controles nunca vistos. Pero a veces el miedo y la esperanza se confunden. Como en aquella pintada que hace tanto no recordaba, pared en Sitges, 1980 o quizás 81: «Burgués ―decía, con palabras ya casi olvidadas―: tu pesadilla es mi sueño».

«(...) así como empezó a morirse gente que antes no se moría, empezarían a pasar hambre personas que antes no. Que, por acción y efecto de los virus, el hambre podría perder, en ciertos casos, su característica principal: ser algo que les pasa a otros. (...) Si algo hizo la pandemia fue asustarnos con la idea de que esas cosas que les pasaban a los otros podían pasarles a cualquiera: cualquiera podía contagiarse, morirse, encerrarse, quebrar. Y que muchos —tampoco cualquiera— podrían pasar hambre.»

> Martín Caparrós

Con los textos de: Leila Guerriero, Carlos Dada, Jorgelina Cerritos, Susana Reyes, Marc Caellas, Esteban Feune, Sara García, June Fernandez, Mar Abad, Trifonia Melibea Obono, Omar Rincón, Jorge Carrión, Willian Carballo, Daniela Rea y Martín Caparrós. Editor invitado: Pere Ortín

This article is from: