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VIRUS

Número seis 2020

$5 El Salvador

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diciembre 2020

Escribimos esta editorial a varias manos, cuando terminamos un año que hemos vivido desde el miedo, el dolor y la incertidumbre. Cerramos el número más internacional de Impúdica, precisamente porque este número está dedicado a un virus que ha demostrado ser global, no entender de fronteras ni de muros de cemento y concertina. Y cerramos un número necesariamente ligado a las narrativas diversas sobre la crisis y a un considerable número de cifras y datos estadísticos y científicos. Si empezamos por las cifras, ha sido un año aciago: Más de un millón y medio de fallecidos, al menos en las cuentas oficiales, más de ochenta millones de personas contagiadas, tasas de contagio o incidencia, curvas que se expanden o se aplanan, economía bajo cero… Cifras ligadas a nuevas palabras que se han normalizado en nuestra cotidianeidad: coronavirus, Zoom, PCR, FFP2 o KN95, EPI, covid, aerosoles, desescalada, confinamiento…

Pero detrás de todas esas cifras o nuevas palabras, hay personas. Detrás de cada fallecido o contagiada hay una historia. Una historia de dolor y soledad. Una pérdida que ha marcado nuestro inconsciente colectivo y que se ha viralizado a lo largo del planeta. Cada una de esas personas, cada una de esas historias está detrás de este número de Impúdica. Empezamos el año 2020 con un número dedicado a la Libertad, que paradójicamente ya tuvimos que presentar en el confinamiento. También desde la virtualidad terminamos el año con este número dedicado al Virus.

Otro vocablo del que se ha hablado mucho este año es la normalidad, la supuesta normalidad de la que partimos y la nueva normalidad a la que querríamos volver. Pero: ¿se puede llamar normalidad a una construcción sistémica basada en la desigualdad absoluta? Como destacó Marina Garcés en varias entrevistas y artículos «No queremos volver a la normalidad porque la normalidad era el problema. Y nuestro trabajo es mantener viva esa anormalidad: que no veamos normal la desigualdad sobre la que sosteníamos nuestra vida, los modos de consumir del mundo global, la gestión de fronteras que nos mantenía en territorios de privilegios. Que la vuelta a la normalidad no sea volver a esa normalidad de violencias globales sobre la humanidad y el planeta»1 .

Como bien señala Marina, la desigualdad no es un hecho natural, es siempre el resultado de una disputa por los recursos, por los futuros, por las vidas imaginables. Y es evidente que si bien el virus es global e internacional en sus métodos de transmisión y contagio, y si bien es verdad que cualquiera puede sufrir y morir por la enfermedad, también es verdad que unos han podido resguardarse mejor, teletrabajar, tener una mejor atención sanitaria, más medios… Otros han tenido que salir porque o bien eran trabajadores de primera línea: desde sanitarios hasta reponedores de supermercados, transportistas, limpiadores…, o bien no tenían otra posibilidad que salir a la calle, abandonar el confinamiento, para enfrentarse al hambre. El Hambre. ¿Cuántos de nosotros hemos pasado hambre? Como Martín Caparrós analiza en su texto, ¿nos imaginamos lo que es no tener nada para comer?… ni hoy, ni ayer, ni mañana… ni el próximo mes. Nunca. Banderas blancas en El Salvador, Colas del Hambre en España, signos visibles de la desigualdad sistémica sobre la que se ha construido nuestro mundo, que ya estaban ahí, pero que ahora se nos han hecho más visibles, más evidentes… Esa vieja normalidad también estaba basada en la destrucción sin parangón de nuestro planeta: Contami-

LA REVOLUCIÓN EXIGE UN CORAZÓN EXPUESTO

«Pero todo corazón es un testigo y una segura prueba de que la vida es una escala inadecuada para trazar el mapa de la vida»

> Roberto Juarroz

Lloré pocas veces en un teatro, pero recuerdo la primera vez como si fuera hoy. Fue en el Teatro Callejón, en Humahuaca 3759, Almagro, Buenos Aires, Argentina. Fue en Open House, una obra que armó Daniel Veronese y que ahora, diez, once, ¿doce? años después se me revela como profética, como el tipo de obra que tiene sentido en este mundo dominado por un virus letal. Los actores y el director de Open House aseguraban en el programa de mano que Open House era una obra que no dejarían de hacer nunca. Si el público dejaba de asistir la iban a hacer igual puesto que ellos asumían las pérdidas y el abandono. Hay que tener en cuenta que muchas obras del under porteño duran varios años, a un ritmo de función semanal. Hay intérpretes que pueden estar en cuatro obras a la vez. Es un sistema que permite que funcione el boca oreja y que evita que mueran rápido obras que son de largo recorrido. Así, durante cuatro años estuvo con ellos Andy, su conejo, hasta que murió. Luego les abandonó el chico del bigote, pero en Open House no había posibilidad de ser remplazado, la propia obra se hacía cargo de la pérdida y funcionaba cada vez con menos personal en escena. Así, Open House fue desapareciendo de a poco, hasta que solo quedaron las huellas de las palabras. La obra tuvo una muerte natural.

DESDE HACE MUCHOS AÑOS VENIMOS LUCHANDO CONTRA EL VIRUS DEL MACHISMO

Cuando la covid-19 llegó en marzo de 2020, la crisis ya estaba aquí1 . Antes del virus ya enfrentábamos las consecuencias de una profunda crisis estructural heredada por la propagación del virus del machismo, tan invisibilizado en la sociedad salvadoreña y en todo el mundo. Ya habíamos declarado los feminicidios como pandemia, y enfrentábamos la violencia sexual y los embarazos impuestos como vulneraciones sistemáticas de derechos humanos. Ante todo ello y desde hace mucho, las feministas salvadoreñas luchamos por transformar esta realidad, desde la solidaridad, desde el activismo y la incidencia.

Los efectos de esta crisis han sido diversos y las cifras que dan cuenta de ella, desgarradoras. En 2017 se registraron 19,190 embarazos en niñas y adolescentes, es decir, 53 niñas o adolescentes embarazadas por día2. Esta alarmante cifra está relacionada con la violencia sexual que viven a diario las menores de edad en El Salvador. En 2019 se registraron un total de 8 casos diarios relacionados con violencia sexual. El 75 % de estos fueron contra niñas y adolescentes menores de 17 años. Desde pequeñas a las mujeres se nos enseña a desconfiar de los extraños como medida preventiva, cuando la evidencia señala que los agresores casi siempre son personas conocidas, familiares cercanos, vecinos y otros que viven cerca o dentro de la misma casa.

La presión a la que son sometidas las niñas por convertirse en madres de la noche a la mañana también se traduce en muerte. De acuerdo con la Organización Panamericana de la Salud (OPS), en El Salvador el 28 % de las muertes maternas ocurre en adolescentes; 4 de cada 10 son suicidios por intoxicaciones utilizando plaguicida. En un país con una de las leyes más restrictivas en materia de aborto, el suicidio es la primera causa de muerte materna indirecta en adolescentes3 .

¿PARA QUÉ SIRVE LEER?

En las películas y las series de zombis nadie ha visto películas ni series de zombis. Eso fue lo primero que pensé el jueves 12 de marzo, después de recoger a mis hijos en el colegio, mientras esperábamos el bus número 6 hacia la cuarentena. En esas ficciones los protagonistas aprenden lentamente que la cabeza es el punto débil de los muertos vivientes o que no puedes tener compasión de ninguno de ellos, ni siquiera de ese que diez minutos antes era tu hermano pequeño o tu abuelita, porque ahora solamente quiere comerse tus vísceras, el muy glotón.

Al igual que esa ausencia en la biografía de los personajes es fundamental en el género zombi, ¿lo será de la condición humana la ausencia de relatos que nos hayan preparado para los grandes acontecimientos históricos? Que yo sepa no existían novelas sobre guerras mundiales antes de 1914 ni películas sobre atentados terroristas que derribaran rascacielos icónicos antes del 2001. He leído y he visto muchas ficciones postapocalípticas, incluso escribí una: ninguna de ellas tramó una pandemia que en pocas semanas se volvía global y nos encerraba a todos. Durante la primera semana de confinamiento, en que fui el único miembro de la familia que salió —a comprar comida y a tirar la basura—, sentí constantemente la derrota de la imaginación, de la literatura, de la lectura. El virus no era culpa de nadie, pensaba en bucle, pero sus consecuencias estarían siendo menores si la crónica o la ficción nos hubieran preparado para su impacto. Si hubiéramos leído y digerido los libros o los documentales sobre el ébola o la gripe aviar, cuando las epidemias dejaron de ser noticia. Si en vez de tanto zombi y tanto desastre espacial, hubieran circulado —por nuestras librerías y plataformas— narrativas sobre virus, contagios y colapsos de sistemas sanitarios.

No salí de la espiral hasta el jueves en el supermercado, cuando casi rompo a llorar ante la estantería vacía de desinfectantes. De pronto vi las mascarillas de los empleados, la distancia de seguridad que separaba a la gente en las colas, el compacto silencio, y me di cuenta de que me encontraba en la asepsia y el miedo de las tiendas de El cuento de la criada. Una ficha de dominó empujó a la otra: de golpe fui consciente de que no salimos de casa durante el fin de semana porque hemos leído, de que sabemos diferenciar los bulos de los hechos porque hemos leído, de que hemos sido capaces de organizar una rutina de actividades y lecturas en el encierro porque hemos leído, de que todas las personas que estábamos en el supermercado respetábamos los protocolos porque, aunque algunas ya no lean, todos hemos leído, de que nuestros enfermeros y nuestras médicas no serían quienes son sin nuestros profesores y profesoras, de que pese a las mezquindades de una minoría, el aplauso lo merecemos la gran mayoría. Y de que para todo eso sirve la lectura.

No salí de la espiral hasta el jueves en el supermercado, cuando casi rompo a llorar ante la estantería vacía de desinfectantes.

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