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Susana Reyes 38 Cadáver exquisito 42 Marc Caellas

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Martín Caparrós

Martín Caparrós

SOY CIGARRA. SOLO SÉ CANTAR

Cuando se declaró la pandemia por la covid-19, estaba por regresar de la presentación de un libro que hicimos para una amiga editora y poeta nicaragüense. Es el título 62 de nuestro catálogo. Me tocó quedarme tres meses en Nicaragua, la tercera de las patrias de mi genealogía, donde el manejo del virus fue temerario: en la semana de la declaración de la pandemia recibieron con jolgorio dos cruceros con turistas italianos y se organizaron marchas multitudinarias.

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Supongo que las cifras no han sido escandalosas porque el hacinamiento no es como en mi país, El Salvador, y fue la misma ciudadanía la que decidió tomar las medidas. Algunas empresas nicaragüenses cerraron al público, otras extremaron las medidas por su cuenta y entonces las posibilidades de contagio puede que hayan sido menores en comparación con el riesgo de la postura gubernamental: seguir con la vida «normal» y «cuidarse» en comunidad…

Lo único cierto —esto no lo supongo sino que lo sé— es que me pasé tres meses reflexionando sobre lo que vendría después, no solo de esto que iniciaba, sino de casi cinco años en los que había entrado en una crisis personal y no estaba muy segura de si estaba sobrellevándola bien.

Mi madre había muerto diez días antes de declararse la pandemia. Me quedaba «sola» en el mundo y ahora ni siquiera tenía cómo regresar a mi país, cómo asumir los gastos de mi casa; no tenía idea de cuál sería el mundo que se iba a dibujar sobre ese que veíamos desdibujarse diario.

En medio de ese caos, personal, regional, mundial, veía las noticias de El Salvador con tanta rabia, como asombro y dolor. Estaba atrapada. El cierre de las fronteras terrestres con Honduras, paso obligado y

más barato, imposibilitaba el regreso; la decisión de El Salvador de no dejarnos volver nos colocó en una condición casi de destierro. Teníamos prohibido regresar, esa era la decisión que latía debajo del discurso oficial. En El Salvador las cuarentenas fueron extremas, ni qué hablar de las violaciones a derechos humanos o el caos de información que recibíamos por demasiadas vías, ninguna oficial; las cadenas nacionales eran un rosario de quejas y desinformación.

Al mismo tiempo que llenaba mi feed de memes y notas de indignación, leía con atención los posts de opinadores, de epidemiólogos y otros expertos. También veía cómo muchos de mis colegas artistas detenían sus proyectos, sus sueños, sus ingresos. Vi cerrar museos, pequeños emprendimientos y lugares alternativos de la cultura, el arte, el libro.

Vi transformarse a muchos amigos en vendedores a domicilio, perder sus trabajos, sufrir por estar varados y sin dinero, bajo acusaciones desinformadas de que nos quedamos atrapados fuera del país por necios, por irnos de vacaciones, por millonarios. Peor aún, todos estábamos contagiados y queríamos volver para hundir a El Salvador en una grave crisis sanitaria.

Mientras todo eso avanzaba, sentía que mi pausa iba a durar más que la pandemia. Que nuestra pequeña editorial independiente y las actividades literarias programadas para este año iban a detenerse y quizás ni suceder. De fondos para sostener la vida cotidiana, ni hablar. Me cansé de llenar formularios, pero solo logré que uno se convirtiera en dinero. Otros fueron pausas de obligaciones financieras, al menos un respiro para un bolsillo vacío. Sobreviví tres meses con la ayuda de amigos y, por fortuna, el retorno de algunos pagos pendientes. Aún en medio de un estado de excepción que paró el transporte público y toda la actividad económica no vital en el país, recibí algunos pedidos de libros. Algo se movía, algo se vendía. Pero de lejos, tuve que recurrir a varias manos y mensajes para que algunos ejemplares salieran del «cuarto de los libros», como le dice mi vecina a esa habitación de mi casa que oficia de biblioteca y bodega. Con ayuda de mi colega pude hacerlos llegar a los compradores. Creo que era el efecto de intentar mantenernos vivos, creer que el mundo no se tambaleaba y que podíamos considerar que algunas cosas podían seguir en la vieja normalidad. Ha habido mucho de eso, no lo niego. Eso nos ha salvado.

«Somos los primeros en cerrar y seremos los últimos en volver».

Qué hacer si solo sé cantar

A medida avanzaban las semanas eternas, vi cómo mis amigos, profesores colegas, traductores, artistas, poco a poco fueron reinventándose. Muchos iniciaron emprendimientos que quizás desde siempre desearon, otros estaban «averiguándoselas», como decimos acá. Vi surgir nuevos pasteleros, carpinteros, cocineros.

Pero muchos otros solo somos cigarras, solo sabemos cantar. Algunos han conservado, afortunadamente, sus trabajos como docentes y ahí están en el décimo círculo: el de la videoconferencia. Otros han conservado sus cargos en instituciones públicas o privadas. A fin de cuentas, a los artistas y trabajadores del arte y la cultura nos ha tocado así, tenemos una doble vida. Con una mantenemos la otra, la que de verdad nos mantiene vivos. Con la del salario pagamos los recibos que los aplausos no alcanzan a cubrir. Pero eso implica la doble, triple o cuádruple jornada. Nunca paramos. Hasta hoy.

En esa pausa seguía reflexionando y pasó por mis noches de insomnio mi vida entera. Mi decisión de estudiar en un colegio (caro para los escasos recursos de mi madre) en el que me conseguirían un trabajo al finalizar. Así fue. Así llegué a los libros, aceptando el trabajo que siempre dije que no quería: ser secretaria. Pero nunca, ni en mis peores momentos, me arrepiento de todos los pasos que he dado para mi vida personal, profesional y académica. En este país es temerario decidir por una carrera humanística, peor literatura y tratar de vivir de ella. Sin embargo, aquí sigo, cantando. Solo sé hacer eso. Y ahora qué.

He vivido de los libros desde hace más de treinta años. Primero como secretaria de la dirección en la imprenta de la universidad de los jesuitas, donde aprendí muchos secretos de la vida del libro como objeto. En paralelo con mi trabajo administrativo, me dediqué, durante años, a estudiar literatura y en ese período descubrí la pasión por la poesía, ese oficio al que me he dedicado desde el inicio de mi

madurez. Aprendí a dar clases de lo que sé, así he sobrevivido. Lo demás es pasión y ganas de dejar este mundo mejor cuando me vaya.

Cuando regresé de Nicaragua, viví el caos de los centros de contención salvadoreños. Los trabajadores de salud tenían sus mejores intenciones, pero nadie sabía nada a ciencia cierta. Pasados tres meses, el hospital que iba a contener la pandemia en El Salvador apenas se inauguraba en medio de muchos problemas de planeación. Las cifras habían crecido y parecía que, pese a todas las medidas, nos habíamos infectado como si no se hubiese tomado ni una sola.

Durante el cuarto mes de pandemia me dieron una donación de alimentos por parte de una institución con la que he trabajado en casi todos mis oficios (maestra, correctora, editora, actriz). En todos, fui consciente cuando llené el formulario, estaba detenida por la covid-19. Además, en todos cobro por servicios profesionales, en algunas puedo pasar por trabajadora de la cultura, en otras como emprendedora, pero en todas, excepto la de maestra, no existo ni financiera ni fiscalmente como una persona que aporta a la economía formal, a las cifras que demostrarían que el arte y la cultura son un rubro importante para la economía de un país.

Tampoco tengo prestaciones ni seguridad social. No puedo acceder a un crédito para mi editorial porque no tengo buen récord debido a mi situación laboral. Hasta hoy son pocos los incentivos económicos, financieros y fiscales que se oyen para gente como yo, sin propiedades, con deudas, cada vez más lejos de

la juventud, con un emprendimiento que no existe fiscalmente y con nulo conocimiento de procesos contables y fiscales. Tampoco hay muchos estímulos ni incentivos fiscales para otras industrias culturales. Seis meses después de la pandemia, la titular del Ministerio de Cultura, Suecy Callejas, ofrece hasta préstamos para optar a viviendas, pero ni siquiera existen gremialidades formales, listados oficiales, planillas de artistas, o siquiera una rúbrica para saber si uno puede ser considerado «artista» y «beneficiario». Mi frugal ahorro para la vejez cada vez más cercana es gracias a ese trabajo que desempeñé desde mis 17 años. Pero lo dejé hace quince. No es mucho, pero algo quizás pueda rascar luego de tantas reformas a la ley y tanto despojo al sistema. Y justamente lo dejé para cantar, como la cigarra.

Ahí aprendí, haciendo, el oficio de correctora. Cruzaba mis conocimientos de gramática estructural con la digitación de textos académicos especializados de alguien que prácticamente pensaba en inglés. Me dediqué de lleno a dar clases y a emprender proyectos culturales. Siempre he tenido trabajo dando clases y talleres, corrigiendo, pero he dedicado mucho de mi actividad creativa a sostener la editorial. Un trabajo financia al otro. Pero este país es así, «la rebusca» le decimos.

No me arrepiento, nunca lo he hecho. Ni en los peores momentos de crisis. Más bien he tenido certezas, pese a que en El Salvador las industrias culturales son incipientes, pese a que no hay ni siquiera tribunales para juzgar delitos de derecho de autor (se ventilan en lo mercantil) y a que nunca me voy a jubilar por una pensión relacionada con mi práctica artística, literaria o editorial. Este país, «impresionante», no es consciente de que la industria del libro (que aquí es fuerte solo para el libro escolar), tiene en el mundo un impacto importante en los PIB, en la dinámica económica; que no solo se trata de «hacer libritos con poesías», sino que puede convertirse en un motor desde lo cultural, capaz de transformar el pensamiento y la acción.

Ahora, 15 años después de haber fundado Índole Editores con otros colegas, de haber montado una fundación con el nombre de Claribel Alegría, nuestra matriarca de las letras, de hacer tantas actividades relacionadas con la literatura y el libro, estoy decidida a que este es el camino por otro par de décadas, por lo menos, si alcanzo a llegar. Ya la covid-19 nos sigue perdonando la vida.

No le tengo miedo al virus, le tengo miedo a lo que nuestros países chatos hacen con el virus. Le tengo miedo a morir y no dejar el mundo un poquito mejor de lo que estuviere antes de irme.

Los libros siguen, seguimos produciendo. Con nuestro compromiso como profesionales y con el apoyo de los mismos autores y otros aliados que permiten que el proceso no se detenga, este año hemos publicado cinco nuevos títulos durante los meses de la pandemia. Las nuevas plataformas y aplicaciones las hemos aprovechado al máximo, nos hemos reinventado en procesos de producción, estamos reuniéndonos con autores, ahora en la virtualidad, para corregir línea a línea sus textos, una y otra vez hasta que ellos y nosotros estemos satisfechos. Estamos entusiasmados con las apps de transacciones financieras y con nuestros puntos de venta que también se han reinventado para poder convertir y hacer llegar esos hermosos objetos de hoja y tinta a las manos de lectores que saben que no pueden seguir vivos sin la chispa que nos da la literatura. Desde hace años estamos explorando el libro en plataformas virtuales, quizás el tiempo de dar ese salto por fin ha llegado, como un paso para cruzar la puerta hacia la «nueva normalidad» en este país que se reinventa cada quinquenio. Tras más de 30 años dedicada al arte y a la literatura, en esta pandemia de la covid-19 he visto algunas cosas que me han hecho caer en la cuenta de que yo, como las cigarras, solo sé cantar.

Y así quiero seguir «cantando al sol, como la cigarra / después de un año bajo la tierra».

«A medida avanzaban las semanas eternas, vi cómo mis amigos, profesores colegas, traductores, artistas, poco a poco fueron reinventándose. Muchos iniciaron emprendimientos que quizás desde siempre desearon, otros estaban «averiguándoselas», como decimos acá. (...) A fin de cuentas, a los artistas y trabajadores del arte y la cultura nos ha tocado así, tenemos una doble vida. Con una mantenemos la otra, la que de verdad nos mantiene vivos. Con la del salario pagamos los recibos que los aplausos no alcanzan a cubrir.»

> Susana Reyes

EL VIRUS ES…

40 voces 40 versos 40 poetas

(de Hispanoamérica a partir de la premisa “El virus es…”)

El espacio entre mi madre y mi hermano, entre el próximo abrazo. Es la /incertidumbre del enfermo, del que se presume sano, del que /no sabe que un gesto de cariño podría ser el último, y no darlo, /no ofrecerlo, la mejor forma de aprecio. El miedo que devora las entrañas Una tormenta que nos corrió el maquillaje y dejó al descubierto el rostro /que pretendemos silenciar incluso cuando estamos frente al espejo El virus es un viejo carcelero que no le da la gana jubilarse Luna podrida hueso adentro La sombra de siempre, un eterno deambular sobre el vacío Sombra de un exilio de ángeles Una voz que clama, un llamado, un duelo El disfraz que cuelga en el armario de quienes lamen las monedas El cuerpo de la noche que nos busca Una corona de espinas agarrada a tus entrañas con saña y dolor Un pájaro que me canta en la madrugada Un pecho acongojado de silencio No poder huir del monstruo doméstico Un ala quemada en el espejo El manifiesto ineludible de las corrupciones y la pobreza Bandera de trapo, mar blanco de la miseria La locura de la noche muda La puerta del miedo, el reino del silencio. Pregunta abierta, demasiadas respuestas y ninguna La montaña oculta en el ojo de la niña que se mece en sus recuerdos Otra Babel convulsa y desmembrada Un flagelo para recordar la limpieza y el silencio Un empujón a la memoria La deriva rompiendo la ventana en silencio

Lluvia de la madrugada que nos anuncia el alba Tocar mi mariposa en orgasmos interminables como droga de este caos surrealista Explosión de luciérnagas sin brillo La tierra debajo de mis uñas, esas palabras que no logro cavar Un texto indescifrable Un ojo de la muerte que parpadea, nota musical fatal que se planta en el sueño. Temores de pandémica raigambre Un mundo de zafiros reptando en la crin de nuestros dolores Todas las balas perdidas, alcoholes de quemar y apariciones de la virgen Los días huyen de espanto Lo azul pasará como los días yo tendré que olvidarlo todo como tantas otras veces Un flagelo que azota al cuerpo sin traspasar el alma El virus caminó con las manos vendadas El virus es una oportunidad

de comenzar de nuevo

tal vez

LA REVOLUCIÓN EXIGE UN CORAZÓN EXPUESTO

«Pero todo corazón es un testigo y una segura prueba de que la vida es una escala inadecuada para trazar el mapa de la vida»

> Roberto Juarroz

Lloré pocas veces en un teatro, pero recuerdo la primera vez como si fuera hoy. Fue en el Teatro Callejón, en Humahuaca 3759, Almagro, Buenos Aires, Argentina. Fue en Open House, una obra que armó Daniel Veronese y que ahora, diez, once, ¿doce? años después se me revela como profética, como el tipo de obra que tiene sentido en este mundo dominado por un virus letal. Los actores y el director de Open House aseguraban en el programa de mano que Open House era una obra que no dejarían de hacer nunca. Si el público dejaba de asistir la iban a hacer igual puesto que ellos asumían las pérdidas y el abandono. Hay que tener en cuenta que muchas obras del under porteño duran varios años, a un ritmo de función semanal. Hay intérpretes que pueden estar en cuatro obras a la vez. Es un sistema que permite que funcione el boca oreja y que evita que mueran rápido obras que son de largo recorrido. Así, durante cuatro años estuvo con ellos Andy, su conejo, hasta que murió. Luego les abandonó el chico del bigote, pero en Open House no había posibilidad de ser remplazado, la propia obra se hacía cargo de la pérdida y funcionaba cada vez con menos personal en escena. Así, Open House fue desapareciendo de a poco, hasta que solo quedaron las huellas de las palabras. La obra tuvo una muerte natural.

Este es mi deseo para las obras de teatro en este mundo vírico, una muerte natural. La seguridad, bajo cualquier circunstancia, es una ilusión. ¿Cultura segura? No, gracias. La cultura es insegura, azarosa, imprevista. Aparece donde no se la espera. Por eso cada vez está más alejada de los patios de butacas, donde el entretenimiento y las risas enlatadas campan a sus anchas, y más cerca de los márgenes, la periferia, los descampados. Recemos por un teatro descampado, por favor.

La ciudad es un escenario teatral, la vida en sociedad es una obra de teatro, las relaciones humanas son eminentemente dramáticas, y todo lo que hacemos unos con otros es interpretar personajes, como ya dijeron Shakespeare y Calderón y prácticamente todos los barrocos. «Toda ciudad ―nos recuerda Carolina Sanín― incluso una tan astrosa como Bogotá, está hecha para darnos la idea de que no moriremos, de que duramos en ella, que dura más que nosotros. Al salir de la obra urbana, del juego urbano, puede tenerse la oportunidad de ver o de presentir, aunque sea por un instante, algo que está detrás del escenario y detrás del libreto. O puede tenerse la oportunidad de ponerse delante del escenario, como espectadora, y de descansar de la actuación. Entonces piensa uno más tranquilamente en la muerte —en el sueño y en el despertar—, que es lo único en lo que hay que pensar».

Vivimos en una sociedad que nos insufla ya desde pequeños el miedo a entrar en lo desconocido, en terrenos inexplorados, como por ejemplo nuestro interior, nosotros mismos. Los profesores, los padres, los monitores saben que ese caos da miedo, y por esa razón evitan profundizar. La gente sigue diciendo «conócete a ti mismo». Lo oímos, pero nunca lo escuchamos. No nos preocupamos de ello. Tenemos una idea en mente de que el caos prevalecerá y nos perderemos en él, nos sepultará. Por miedo al caos, seguimos aferrándonos a todo lo seguro, lo convencional, lo externo. Pero esto es desperdiciar la vida.

No hagamos más el teatro que quieren que hagamos los repartidores de invitaciones. No podemos esperar que las cosas cambien si nuestras representaciones siguen siendo las mismas, si seguimos aceptando el gusto de los burócratas del canapé socialdemócrata. Con cada «nuevo» montaje de Chéjov nacen nuevas gaviotas reaccionarias. Basta de poner los clásicos en el microondas. Escribamos nuevos clásicos o cocinemos a fuego lento. El teatro recalentado es indigesto.

Un espectador, incluso uno emancipado, es en el fondo indiferente, está apagado, está en una especie de sueño. No participa de la vida. Tiene miedo, es cobarde. Se queda al lado de la carretera y simplemente mira cómo viven los demás. Eso es lo que llevamos haciendo toda la vida: alguien actúa en una película y nosotros le ves ¡Somos espectadores! La gente se pega a sus sillas durante horas delante de una pantalla: espectadores. Alguien canta y tú escuchas. Alguien baila y tú sólo eres un espectador. Alguien ama y tú solo miras, no participas. Los profesionales hacen lo que deberías hacer por ti mismo.

Como Morelli, el personaje de Cortázar, me niego a hacer psicologías y quiero poner al espectador en contacto con un mundo personal, con una vivencia y una meditación personales. «Allí donde debería haber una despedida hay un dibujo en la pared; en vez de un grito, una caña de pescar; una muerte se resuelve en un trío para mandolinas. Y eso es despedida, grito y muerte, pero, ¿quién está dispuesto a desplazarse, a desaforarse, a descentrarse, a descubrirse?»

Escribe Anne Dufourmantelle en Elogio del riesgo que la desobediencia es una travesía de los espejismos, una forma de salir de las obligaciones silbando, porque uno aceptó perderlo todo, incluyendo la vida. Allí donde la resignación es exigida, aún es posible no moderar, no argumentar, sino simplemente optar por un «no». Dejemos de ser espectadores. Seamos testigos ¿Qué es un testigo? Un testigo es el que participa y, sin embargo, permanece alerta. Un testigo está en el estado de wu-wei. Esa palabra de Lao Tse significa acción a través de la inacción. Un testigo no es alguien que haya escapado de la vida. Vive la vida, la vive mucho más a fondo, mucho más apasionadamente, pero al mismo tiempo en lo más profundo permanece como un observador, sigue recordando que «soy una conciencia».

«La próxima vez que te desmandes, te inoculo un virus. No un virus potente, no: un virus apenas virus, lo justo para atarantarte y, sin acabarte, hacer que pierdas un poco de tu arrogancia. Entonces, ah, entonces, vuelves a ser eucalipto. Dulce vuelve a ser mi noche entre tus ramas».

> Yesé Amoris

«No hagamos más el teatro que quieren que hagamos los repartidores de invitaciones. No podemos esperar que las cosas cambien si nuestras representaciones siguen siendo las mismas, si seguimos aceptando el gusto de los burócratas del canapé socialdemócrata.»

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