SOY CIGARRA. SOLO SÉ CANTAR Cuando se declaró la pandemia por la covid-19, estaba por regresar de la presentación de un libro que hicimos para una amiga editora y poeta nicaragüense. Es el título 62 de nuestro catálogo. Me tocó quedarme tres meses en Nicaragua, la tercera de las patrias de mi genealogía, donde el manejo del virus fue temerario: en la semana de la declaración de la pandemia recibieron con jolgorio dos cruceros con turistas italianos y se organizaron marchas multitudinarias.
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Supongo que las cifras no han sido escandalosas porque el hacinamiento no es como en mi país, El Salvador, y fue la misma ciudadanía la que decidió tomar las medidas. Algunas empresas nicaragüenses cerraron al público, otras extremaron las medidas por su cuenta y entonces las posibilidades de contagio puede que hayan sido menores en comparación con el riesgo de la postura gubernamental: seguir con la vida «normal» y «cuidarse» en comunidad…
una crisis personal y no estaba muy segura de si estaba sobrellevándola bien.
Lo único cierto —esto no lo supongo sino que lo sé— es que me pasé tres meses reflexionando sobre lo que vendría después, no solo de esto que iniciaba, sino de casi cinco años en los que había entrado en
En medio de ese caos, personal, regional, mundial, veía las noticias de El Salvador con tanta rabia, como asombro y dolor. Estaba atrapada. El cierre de las fronteras terrestres con Honduras, paso obligado y
Mi madre había muerto diez días antes de declararse la pandemia. Me quedaba «sola» en el mundo y ahora ni siquiera tenía cómo regresar a mi país, cómo asumir los gastos de mi casa; no tenía idea de cuál sería el mundo que se iba a dibujar sobre ese que veíamos desdibujarse diario.