V I R U S
Número seis 2020 $5 El Salvador
Editor invitado: Pere Ortín Equipo editorial: Susana Reyes, coordinación editorial María Luz Nóchez Cristina Algarra Colaboran en este número: Leila Guerriero Carlos Dada Jorgelina Cerritos Susana Reyes Marc Caellas Esteban Feune Sara García Mar Abad Trifonia Melibea Obono Omar Rincón Jorge Carrión Willan Carballo Daniela Rea Martín Caparrós June Fernández Fotografía: Roque Mocan Ricardo General José Andrés Reyes Viana Gerardo Calderón Francis J. Saenz Eugenia Carrión Edwin Jonatan Funes Zoraida Fernández Rico Anuar Elías Pérez Yessica Esmeralda Hompanera Orellana Alejandro José Pernía Christian Eugenio Calderón Montaño Susana Maresca Alex Anzora Rossana del Valle Freddy Ivan Barragán Daniela Cardillo Guerra Ana Patricia Menéndez Fotografía de portada Alvaro Sancha Fotografía de contraportada Christopher Wilstermann Fotografía del índice José Andrés Reyes Viana
Diseño: Jimena Pons Ganddini Workaholic People José Luis Sanz Director de El Faro Eloísa Vaello Marco Directora del Centro Cultural de España en El Salvador
ISSN: 2617-5622 San Salvador, diciembre de 2020 Teléfono: (503) 2233.7300 Tiraje: 1000 ejemplares Imprenta: Mayaprin
Reservados todos los derechos de conformidad con la ley. No se permite la reproducción total o parcial de este impreso, ni su traducción, incorporación de un sistema informático, transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, grabación y otros métodos, sin permiso previo y escrito de los titulares de copyright.
ÍNDICE 06 Leila Guerriero 10 Carlos Dada 22 Jorgelina Cerritos 30 Susana Reyes 38 Cadáver exquisito 42 Marc Caellas 48 Esteban Feune 52 Sara García 60 June Fernandez 68 Mar Abad 74 Trifonia Melibea Obono 80 Omar Rincón 88 Jorge Carrión 90 Willian Carballo 96 Daniela Rea 102 Martín Caparrós
diciembre 2020
Escribimos esta editorial a varias manos, cuando terminamos un año que hemos vivido desde el miedo, el dolor y la incertidumbre. Cerramos el número más internacional de Impúdica, precisamente porque este número está dedicado a un virus que ha demostrado ser global, no entender de fronteras ni de muros de cemento y concertina. Y cerramos un número necesariamente ligado a las narrativas diversas sobre la crisis y a un considerable número de cifras y datos estadísticos y científicos. Si empezamos por las cifras, ha sido un año aciago: Más de un millón y medio de fallecidos, al menos en las cuentas oficiales, más de ochenta millones de personas contagiadas, tasas de contagio o incidencia, curvas que se expanden o se aplanan, economía bajo cero… Cifras ligadas a nuevas palabras que se han normalizado en nuestra cotidianeidad: coronavirus, Zoom, PCR, FFP2 o KN95, EPI, covid, aerosoles, desescalada, confinamiento… Pero detrás de todas esas cifras o nuevas palabras, hay personas. Detrás de cada fallecido o contagiada hay una historia. Una historia de dolor y soledad. Una pérdida que ha marcado nuestro inconsciente colectivo y que se ha viralizado a lo largo del planeta. Cada una de esas personas, cada una de esas historias está detrás de este número de Impúdica. Empezamos el año 2020 con un número dedicado a la Libertad, que paradójicamente ya tuvimos que presentar en el confinamiento. También desde la virtualidad terminamos el año con este número dedicado al Virus. Otro vocablo del que se ha hablado mucho este año es la normalidad, la supuesta normalidad de la que partimos y la nueva normalidad a la que querríamos volver. Pero: ¿se puede llamar normalidad a una construcción sistémica basada en la desigualdad absoluta? Como destacó Marina Garcés en varias entrevistas y artículos «No queremos volver a la normalidad porque la normalidad era el problema. Y nuestro trabajo es mantener viva esa anormalidad: que no veamos normal la desigualdad sobre la que sosteníamos nuestra vida, los modos de consumir del mundo global, la gestión de fronteras que nos mantenía en territorios de privilegios. Que la vuelta a la normalidad no sea volver a esa normalidad de violencias globales sobre la humanidad y el planeta»1. Como bien señala Marina, la desigualdad no es un hecho natural, es siempre el resultado de una disputa por los recursos, por los futuros, por las vidas imaginables. Y es evidente que si bien el virus es global e internacional en sus métodos de transmisión y contagio, y si bien es verdad que cualquiera puede sufrir y morir por la enfermedad, también es verdad que unos han podido resguardarse mejor, teletrabajar, tener una mejor atención sanitaria, más medios… Otros han tenido que salir porque o bien eran trabajadores de primera línea: desde sanitarios hasta reponedores de supermercados, transportistas, limpiadores…, o bien no tenían otra posibilidad que salir a la calle, abandonar el confinamiento, para enfrentarse al hambre. El Hambre. ¿Cuántos de nosotros hemos pasado hambre? Como Martín Caparrós analiza en su texto, ¿nos imaginamos lo que es no tener nada para comer?… ni hoy, ni ayer, ni mañana… ni el próximo mes. Nunca. Banderas blancas en El Salvador, Colas del Hambre en España, signos visibles de la desigualdad sistémica sobre la que se ha construido nuestro mundo, que ya estaban ahí, pero que ahora se nos han hecho más visibles, más evidentes… Esa vieja normalidad también estaba basada en la destrucción sin parangón de nuestro planeta: Contami-
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nación, destrucción ecológica, cambio climático… Durante esta pandemia, en Centroamérica hemos vivido huracanes y tormentas que han dejado atrás destrucción y muerte. Más aún. Solo tenemos una tierra, no hay planeta B y somos tan inteligentes que no cesamos de trabajar en su destrucción. Pero durante la pandemia, hemos visto de nuevo cielos limpios. Azules. Respirables. ¿La naturaleza recuperando su sitio? No queremos retornar sin más a una normalidad basada en la desigualdad y en la destrucción del planeta. Pero hay otra normalidad que si necesitamos, la normalidad de los afectos, del cariño y del cuidado, de lo social y colectivo, de los besos y los abrazos, de la fiesta y la celebración colectiva. Tal vez sea necesario un gran abrazo colectivo. «Nadie puede abrazarse solo. El abrazo solo es posible si se supera una separación respecto al otro, en el que las identidades se unen, pero no se anulan entre sí. Abrazar al otro es la única forma de abrazarnos a nosotros mismos. Sartre estaba equivocado, el infierno no son los otros, es la ausencia de los otros, porque uno solo se salva salvando al otro»2. No somos tan inocentes para creer que acabará la crisis y el sistema se transformará en un mundo más igualitario y ecológico. Sabemos que esa normalidad que queremos hay que lucharla, y para ello el primer paso es imaginarla. Tenemos que proyectar utopías posibles. Y para eso necesitamos contar con el arte y la cultura. El arte y la cultura han jugado un papel crucial en esta crisis. Por un lado, se ha «consumido» más cultura que nunca. Hemos recurrido a los libros, la música, los museos y sus exposiciones virtuales… Con la cultura y el arte nos hemos entretenido, pero también hemos participado en la construcción de otras narrativas. Y, paradójicamente, la cultura ha sido uno de los sectores que más han sufrido la crisis. Si ya de por sí es un sector muy frágil, con el confinamiento y la crisis se ha evidenciado más que nunca su vulnerabilidad. Tal vez por eso podemos aprovechar la situación para reivindicar la esencialidad de la cultura. Como la sanidad y la educación, como el aire y el agua, la cultura es uno de esos bienes esenciales que debería asegurar el Estado. Ese Estado que o se plantea su razón de ser o carece de sentido. ¿Que hay más importante que lo esencial? Años de crisis económicas y discursos neoliberales han socavado la idea de que el Estado tiene una responsabilidad para asegurar el bienestar de sus ciudadanos. Pero tenemos que reclamar al Estado, a la política, que asuman esas responsabilidades. Y para generar esas nuevas narrativas, el arte y la cultura son imprescindibles. El virus no es culpa de nadie, pero la cultura es responsabilidad de todos. La cultura como entretenimiento sí, pero también y, sobre todo, la cultura como camino, como proceso, como construcción de nuevas utopías. «… para lograr cambios significativos en las percepciones, no es suficiente disponer de una gran cantidad de información, argumentos sólidos y cifras; por desgracia tener razón no resulta del todo persuasivo. La buena noticia es que las ficciones y los relatos son la mejor forma de activar aquellas partes del cerebro que permiten a un oyente convertir la historia de una experiencia propia haciendo que la información que contiene resulte más persuasiva y memorable. […] junto al conocimiento científico disponible, necesitamos imágenes de futuro capaces de seducir y emocionar, de visualizar nuevas cotidianidades y dotar a la gente de horizontes de sentido para los cambios sociales que demandamos»3. La ciencia y la cultura deben aliarse para construir nuevos relatos. Nosotros, como ciudadanos globales debemos exigir ser parte de esos relatos, ser el centro de la construcción de esas nuevas utopías que nos hagan no perder la esperanza en un mundo mejor. Terminamos el año 2020 sumidos en un sentimiento de ansiedad. La incertidumbre de no vislumbrar una salida clara en el tiempo y en el espacio nos va hundiendo en la tristeza y el desasosiego. El aislamiento y el confinamiento van pasando factura. Pero la vacuna aporta una dosis de esperanza. Y esa esperanza debemos acompañarla con nuevos relatos, nuevas narrativas que solo el arte y la cultura pueden construir desde la utopía. No volvamos a la misma normalidad, no queremos esa vieja normalidad, queremos otra cosa, luchemos por construirla juntos.
Marina Garcés. Filosofía para tiempos de coronavirus. Carne cruda. 13 de abril 2020. https://www.eldiario.es/ carnecruda/programas/filosofia-tiempos-coronavirus_132_2261554.html 2 Forti, Luciano. Una cuestión de dignidad humana. El País. 24 diciembre 2020. https://elpais.com/opinion/2020-12-23/una-cuestion-de-dignidad-humana.html 3 Fernández Casadevante, José Luis, Kois. Apología de la utopía. 24 agosto 2020, CTXT. https://ctxt.es/ es/20200801/Firmas/33157/ecologismo-utopia-relatos-casadevante-kois.htm 1
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TODA LA VIDA Por Leila Guerriero
Estoy como dicen que está uno cuando es viejo: recordando el pasado. Supongo que en una situación de (insoportable) presente absoluto y de futuro hipotético, el pasado funciona como el único Tiempo Sólido: lo que hubo está ahí, seguro, ya vivido. Es como un patrimonio, algo inamovible.
Hoy estaba haciendo dulce de peras y había en la cocina una luz fundamental, como irradiada por las cosas: los mosaicos, la heladera, los cubiertos. Todo parecía hecho de huesos o de acero, limpio y alegre. Era la misma luz que había en la casa de la ciudad en la que me crié cuando mi madre y yo cocinábamos juntas, el mismo talante festivo, esa indolencia que tiene lo que no está vivo y es bello sin saberlo. La majestuosidad de lo inconsciente. Mientras el dulce empezaba a hervir ―«tenés que revolverlo con cuchara de madera y a fuego bajo para que no se pegue, ¿ves?»―, empecé a pensar en los libros que leí en aquella casa. Las tardes que pasé en el escritorio rebatible de mi cuarto con El vino del estío, de Ray Bradbury, o en los sillones de pana verde del living con los Cuentos de la selva, de Horacio Quiroga. Recordé el invierno gélido en que leí las Sonatas de Valle Inclán; la primavera triste en que leí El libro de buen amor, del Arcipreste de Hita. La devoción peregrina con que devoré todo don Miguel de Unamuno; la adicción fetichista por Los niños terribles, de Jean Cocteau. Después, mientras seguía revolviendo el dulce, recordé el peor invierno de esos años peores, cuando ya
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vivía en Buenos Aires y leía el diario de Cesare Pavese o Palmeras salvajes, de Faulkner, que llevaba a todas partes con la sensación de estar transportando una catedral. Libros que me salvaron, me hundieron, me mostraron formas del miedo, la muerte y el amor que yo no imaginaba, cofres lisérgicos que guardan pedazos de tiempo. Entonces me acordé de las termas del Arapey, en Uruguay. A los 15 años yo había empezado a frecuentar la casa de alguien que me llevaba décadas. Una especie de profesor. Apenas lo conocí, me dio diez hojas escritas a máquina. Era un listado de libros. Dijo: «Decime qué leíste». La lista incluía títulos de Anatole France, Bioy Casares, Melville, Joyce, Rulfo, Manuel Puig, Balzac, cien más. Recorrí las páginas y, en apenas un par de ocasiones, murmuré «Este lo leí». Al terminar me dijo, burlón: «No leíste nada». Lo que siguió fue sensacional, escalofriante. Pudo haberme aniquilado, pero fue la piedra de mi templanza. Acudí a su casa durante un par de años, enfrentando la ira de mis padres que no querían que lo viera. Con él leí y leí, parapetada en mi ambición y en mi altivez de cría. Hasta que un día fui a verlo y le dije que me iba de vacaciones, que estaría ausente por dos semanas. Me dijo «Vos no vas a volver», y cerró la puerta con rabia. Poco después me fui a las termas del Arapey con mi familia, en casilla rodante. Las termas no deben haber sido como las recuerdo: invernaderos repletos de plantas de un verde escandaloso chorreando una humedad rechoncha, lasciva, en torno a piletas de agua espesa. Eran como úteros verdes de decadencia palaciega. Resultaba tan triste que parecía gratísimo. Había niños y padres y cuerpos enfermos y sanos y todo transcurría en un silencio acuático. Afuera era invierno y en esas selvas inventadas y fértiles me sentía un personaje de novela, medio desmayada por el efecto de las aguas termales, convaleciente por la abstinencia de lo que dejaba atrás. A la noche nos refugiábamos en la casa rodante, y en esa burbuja de candidez inverosímil ―por dentro yo vivía en otra parte― mi madre preparaba arroz con pollo mientras cantábamos Eran tres alpinos que venían de la guerra. En medio de todo eso, yo leía una novela. La historia de Florentino Ariza, un hombre que espera más de cincuenta años para estar con Fermina Daza, la mujer que ama. Hacia el final emprenden una travesía en barco. Él le ordena al capitán que ondee una bandera amarilla, que indica que a bordo hay enfermos de cólera, y fuerza una falsa cuarentena. El barco comienza a navegar, ida y vuelta por el mismo río. Cuando el capitán le pregunta: «¿Y hasta cuándo cree usted que podemos seguir en este ir y venir del carajo?», Florentino Ariza responde: «Toda la vida». La novela era El amor en los tiempos del cólera, de Gabriel García Márquez. Permanecí en la cocina un rato largo pensando en ese final, sin ser molestada por el mundo, en un ir y venir por el Tiempo Sólido donde todo está hecho de cosas profundamente vivas, todas hermosas, incluso las cosas tristes.
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«Supongo que en una situación de (insoportable) presente absoluto y de futuro hipotético, el pasado funciona como el único Tiempo Sólido.» > Leila Guerriero
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Fotografía de Eugenia Carrión, Nicaragua
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EL HAMBRE BLANCA Por Carlos Dada
Fragmentos de la publicación original en el periódico El Faro https://elfaro.net/es/202007/el_salvador/24602/El-hambre-blanca.htm
Las banderas blancas, que alguna vez significaron paz, son ahora el SOS en las puertas de miles de salvadoreños. Visibilizan el hambre, consecuencia de una enfermedad crónica de desigualdad, miseria y vulnerabilidad ante la que el estado salvadoreño solo ha respondido, gobierno tras gobierno, con placebos. El coronavirus, con su parálisis económica, ha convertido el hambre en hambruna. Pero las banderas blancas han encontrado una respuesta espontánea de la sociedad civil. 10
El hambre también es un virus
Yo vi las primeras banderas blancas a mediados de abril, sobre la avenida Juan Pablo Segundo, en mi primera salida para reportear desde que comenzó la cuarentena. Salí de casa con la intención de ver, por primera vez en mi vida, el centro vacío. Ya estaba instalado el cerco sanitario así que tuve que pasar dos retenes policiales y militares, cerca de la Biblioteca Legislativa, e ingresé en las extrañamente desiertas y silenciosas calles del centro. Vi muchas banderas blancas afuera de los mesones. Banderas que nadie, salvo quienes tenían algún tipo de autorización –como los periodistas– para pasar el cerco, podía ver. Los mesones son viejas casonas del centro de San Salvador, que hace medio siglo ya estaban venidas a menos. Suelen estar subdivididas en decenas de cuartos que sirven de vivienda a vendedoras de verduras y ropa, mecánicos, choferes de buses, electricistas etc. Los cuartos sin ventana cobran $3 diarios y los más grandes, en los que caben tres colchonetas, $5. La mayoría de mesones tienen baños comunitarios.
Me detuve a hablar con los hambrientos de los mesones del centro, que me preguntaron si no venía de la alcaldía o de un partido político, porque dos días antes habían llegado empleados municipales que condicionaron la entrega de víveres a cambio de que bajaran las banderas blancas. Según les dijeron, lo de las banderas era un plan de políticos enemigos del gobierno. El mensaje fue incluso propagado por funcionarios de esta administración. Las banderas blancas, dijo Pablo Anliker, ministro de Agricultura, las sembraban opositores para hacer quedar mal al Gobierno. «Es una bajeza política», escribió en un Twitter. Su prueba era un chat de una mujer que le decía que a su vecina unos desconocidos le habían colocado una bandera blanca en su casa, en un lugar que ella no alcanzaba, y que no la podía bajar. «¿Qué clase de personas son? ¡Sinvergüenzas!», escribió el ministro. Como confirmé en los días siguientes, bastaba conducir un automóvil en cualquier dirección para verlas en la ciudad. O para verlas camino al puerto de La Libertad. O en Chalatenango. O en Ahuachapán. O en Usulután. O en San Vicente. O en la carretera de Oro o en la carretera a Comalapa o en la del Litoral hacia oriente u occidente o en Quezaltepeque o en Santa Lucía o en Soyapango o en Verapaz o en La Unión o en los Talpas o en Los Naranjos o en el Bajo Lempa o en Lourdes (Colón), Ayutuxtepeque, Olocuilta. Yo las vi. Y en todos esos lados, si uno se detenía, podía confirmar que la verdadera oposición, el verdadero virus, era invariablemente el hambre. Es el hambre, en presente, que he visto durante los tres meses en los que he reporteado este material. Ya estamos en julio y las banderas siguen ondeando en todo el país. Las banderas vivirán mientras viva la pandemia. Porque millones de salvadoreños tienen hambre.
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Hambre rural, hambre urbana, hambre semiurbana, hambre semirural, hambre costera y hambre de montaña y hambre de los volcanes y de las quebradas y de las fincas y de los cantones y de las veredas y de las avenidas. El hambre de los niños de la señora Gloria García, que vive en una comunidad junto a la vía férrea llamada Las Seiscientas Uno, en Sonsonate; que se dedica a vender ropa usada pero que en mayo llevaba dos meses sin ropa que vender ni nadie que le compre ni transporte público para ir a comprar la ropa ni para venderla. Que tiene dos nietos a su cargo, pero no tiene luz ni agua y como no tiene luz ni agua no recibió el bono del gobierno y como vive en una comunidad a espaldas de la carretera nadie se había detenido a darles nada, salvo alguien que le regaló «una bolsa de pan francés». Llevaba tres días, según me dijo, amortiguando el hambre de sus nietos apenas con azúcar diluida en agua.
Pero a toda acción corresponde una reacción y, a veces, esa regla se cumple incluso en El Salvador. A las banderas blancas, muchos salvadoreños han respondido con solidaridad. Posteé en redes sociales una foto de la comunidad con sus banderas blancas. En corto tiempo recibí tres mensajes preguntándome dónde era y qué necesitaban; algunas personas llevaron ayuda. No es que esos salvadoreños no supieran que en este país siempre hay hambre, es que las banderas visibilizan el hambre. No es lo mismo saber que en El Salvador hay pobreza que ver la bandera y tomar acción para calmar estómagos ajenos. La ayuda es un paliativo, capaz de mitigar la hambruna pero no de erradicar el hambre. Camino al lago de Ilopango tomamos un desvío en el puesto policial conocido como Changallo. Allí ingresamos al caserío del mismo nombre hasta topar con el río Chagüite, un flujo de agua color malva, combinación de la contaminación de sus aguas y el sedimento arenoso. Allí la comunidad ha construido una cancha de fútbol que es además lugar de encuentro de sus pobladores. Allí nos estacionamos y de la ribera del río comenzaron a salir decenas de vecinos, en busca de una bolsa de víveres. Como viven en un lugar al que no llegan automóviles ni gente extraña, no tiene ningún sentido colocar un trapo fuera de su casa. Su bandera blanca tiene nombre: Maribel López de González. Ella los ordenó y les fueron repartidas las bolsas.. No alcanzó para todos. Nunca alcanza. Hubo fotos que circularon por redes sociales. Antes de irnos, Maribel y su esposo, Santos González, nos invitaron a conocer la tercera etapa de Changallo, al otro lado del río. Cruzamos a pie un pequeño puente peatonal y nos internamos en un pequeño camino rural de tierra, hasta llegar a un terreno con dos árboles de mango, un barril oxidado a la intemperie y una construcción de bahareque rodeada de una barricada de tierra. Afuera vi a un viejo, de rostro inofensivo y exhausto. Ese viejo se llama Felipe Reyes.
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Ilopango
La colchoneta sobre la que duerme está mojada y apesta y el piso es un lodazal en el que se hunden mis pasos al entrar. Hongos y esporas se han adueñado de lo poco que hay aquí adentro y saturan el aire. La casa de Felipe Reyes es inhabitable.
El hambre de Felipe Reyes es anterior al virus. Diez años, los que tiene de no ver, por hacer la cuenta corta; o 76, los que tiene de vida, por hacer la otra. La suya es un hambre heredada. Antes, dice, recorría las calles de Ilopango empujando un carretón de minutas. Fue perdiendo de a poco la vista hasta que, hace una década, ya no supo distinguir entre un cliente y un asaltante. Es un viejo menudo del color del rubor, que camina con las manos en los bolsillos del pantalón. Vive solo, en este caserío de unas cuarenta viviendas instaladas en una delgada lengua de tierra entre el río Chagüite y un muro natural de unos veinte metros de altura, que forma parte de los pliegues externos del cráter del volcán de Ilopango. Es decir, en un barranco, asediado por las posibilidades del desborde del río y un deslizamiento de tierra. La vivienda de Felipe Reyes es una estructura de una pieza, con paredes de barro y cañas ya podridas que al apretarlas se deshacen en las manos; el piso es de tierra, como casi todas las casas de aquí. Adentro hay tres pantalones y cuatro camisas colgadas de una pita de tendedero y una Biblia y una pequeña hornilla y una cacerola tatemada y una cuchara doblada y una taza de aluminio y un televisor de bulbos que no sirve y un radio que tampoco sirve y un banquito y una colchoneta sobre la que duerme. En su hornilla, que es su cocina, solo hay sal. Las palabras que en otras casas son indispensables aquí no significan nada porque de nada sirve nombrar cosas que no existen. Palabras como sillón, comedor, chinero, refrigerador, alacena, closet, trapeador —¿de qué sirve un trapeador en una casa con piso de tierra?—, servilleta, regadera o adornos. Nada de eso existe aquí. Aunque, a decir verdad, sí hay un adorno: Una vieja y destartalada máquina Singer de coser, de las de pedal, que tampoco funciona. Su única herencia. Está junto a la entrada y sirve de mesa, de percha, de adorno. Felipe Reyes tiene un adorno en su casa.
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La colchoneta sobre la que duerme está mojada y apesta y el piso es un lodazal en el que se hunden mis pasos al entrar. Hongos y esporas se han adueñado de lo poco que hay aquí adentro y saturan el aire. La casa de Felipe Reyes es inhabitable. Sucedió una noche reciente: Un río de lodo bajó desde el cerro y se metió por debajo de la puerta. No fue durante la tormenta Amanda sino en una tan insignificante que ni nombre alcanzó a tener, que cayó dos semanas antes. Con un poco de agua bastó para que la tierra suelta del cerro encontrara cauce hasta la puerta de su casa. «Esta casa yo la hice», me dice y pienso que hace unos años tal vez lo habría dicho con un poco de orgullo y no como lo dice hoy, que no es un tono amargo ni dramático sino el de la resignación de una pérdida más. En este lodazal siguió durmiendo los días siguientes, porque para dónde. «Me prestaron una pala y saqué el lodo que pude, pero cuesta, porque no veo». Ese lodo lo acumuló frente a la entrada, a manera de trinchera, esperando que la desgracia sirviera de protección contra la próxima lavada del cerro. «Pues sí, ahorita duermo mojado. Pero para dónde». Para dónde. Me habla sin mascarilla. Y yo, que he pasado un mes encerrado y que he llegado hasta aquí con guantes y mascarilla y dos litros de alcohol gel en el carro, lo notaré algunas horas después, cuando vea en mi teléfono la foto que le hice. Aquí hasta el coronavirus parece fuera de contexto. Las urgencias de toda la vida no permiten reconocerlo. Le pregunto a Felipe Reyes si tiene energía eléctrica y enciende una luz blanca, trémula, que cuelga de un cable sobre la hornilla de la casucha que hoy es un foco de infección. ¿Cómo paga la luz? No la paga. Este foco ahorrador es lo único que consume energía. El subsidio estatal le queda debiendo. El agua es comunitaria. Su conexión es un tubo de plástico blanco que culmina en un chorro que flota afuera de su casa sobre un barril oxidado, podrido, que le sirve de pila, porque la Administración Nacional de Acueductos y Alcantarillados (ANDA) no es muy regular en la distribución y aquí «a veces cae y a veces no».
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Esta es la segunda casa que pierde Felipe. Desde el portal señala al fondo de su pequeño terreno, un rincón donde ha crecido monte. —Allí estaba la casa antes. —¿Antes de qué? —De que se la llevara el Mitch. No quedó nada.
no alcanza ni para la canasta básica pero menos alcanza si no se los entregan. En lo que va del año, ni Felipe ni ninguno de los 14 adultos mayores de Changallo registrados para recibir esa ayuda ha visto un solo centavo. Él vive ahora de vender o canjear mangos, que cuando es temporada caen por costaladas de los dos árboles que tiene en su patio. Con eso «paga», por ejemplo, los rastrillos con que se ha rasurado esta mañana. Cuando no hay más mangos, los rastrillos, la comida y todas sus otras necesidades son producto neto de la solidaridad de sus vecinos, que viven en casas de piso de tierra y paredes de bahareque y techos de láminas agujereadas, pero que tienen la vista buena para recoger chatarra o botellas de plástico o sacan y venden arena del río o tienen un pariente que les manda dinero. Esos vecinos comparten su comida con él. Pero la solidaridad de los vecinos también se ha reducido, porque su situación ha empeorado desde marzo, cuando El Salvador entró en cuarentena.
Felipe Reyes se instaló en este terrenito a finales del siglo pasado. Llegó aquí con su mamá, proveniente de Santiago Texacuangos, el municipio contiguo, al sur de Ilopango. No recuerda, o no quiere recordar, exactamente por qué se fueron de allá. «Aquí me gustó porque eran lotes. Yo estaba pagando el mío pero el dueño, un señor llamado Jesús Navarrete, se endeudó con el banco y le embargaron. El banco es dueño de estas tierras. ¿Pero para qué quiere un banco estos barrancos?». Termina de decir esto y se agacha, los dedos corriendo por la pierna, a amarrarse los zapatos, sus únicos zapatos, negros y con cintas, cubiertos por una capa del lodo seco. «Lo único es que no tengo zapatos para la lluvia», dice. No recibe ingresos desde que dejó el carretón. Tras la muerte de su madre se quedó solo. No tiene más familia. Está registrado en el fondo para adultos mayores, que le debería entregar $50 al mes. Con eso
Viven principalmente del reciclaje y de la extracción de arena del lecho del Chagüite. Pero hoy no hay ni qué reciclar ni cómo llevarlo a las recicladoras. En tiempos normales, los que sacan arena del río hacen sus montículos y los venden a camioneros que a su vez los llevan a construcciones en todo el país. Pero con la cuarentena se paró la construcción así que todo Changallo está también parado. Recluido en este rincón del país, el viejo Felipe Reyes hoy tiene más hambre porque se detuvo la construcción de algún edificio en Santa Elena que él jamás verá. Porque casi nunca sale de Changallo, de su casa podrida y rota en la que ya no se puede vivir. Cuando le preguntan cómo puede ayudársele a Felipe, Maribel y Santos comenta que, algún tiempo atrás, la Asociación de Desarrollo Comunitario de Changallo aprobó construirle una nueva casa. Ya tenían el diseño, autoría de Santos: piso de cemento, base de paredes de ladrillo de concreto, ventanas y lámina para el techo. Pero deudas de la comunidad les imposibilitaron comprar los materiales. Dino Safie, el principal promotor desde la sociedad civil de todo este movimiento durante la pandemia contra el hambre blanca, dijo que podía donar los materiales si la comunidad se encargaba de la construcción. Sellaron el acuerdo.
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Amanda
Cuando el agua cayó, El Salvador llevaba más de dos meses en cuarentena, con la economía paralizada y en medio de una crisis política profunda. En las casas pobres de un país pobre, casi nadie había recibido ingresos en diez semanas. Entre el 29 de mayo y el 1 de junio, la tormenta Amanda devoró viviendas de frontera a frontera. Junto a quebradas, lagos, volcanes, ríos, cerros. En la costa y en las ciudades. Más de 3,000 viviendas dañadas, muchas irreparables. En cada una vivía una familia que ya estaba desamparada. La lluvia cayó sobre un país colmado de banderas blancas. O de objetos que representan banderas blancas: Un trapo, una camisa, una bolsa de yute, tela o plástico, lo que sea, pero que sea blanco, amarrado a una rama, una escoba, un tubo, una viga. Un palo. Objetos blancos que representan una bandera que significa: Tenemos hambre. Yo llevaba varios días recorriendo el país y viéndolas por todos lados.
A mediados de mayo subí a redes sociales un par de fotos de gente ondeando trapos blancos. Un periodista norteamericano, que pasó algún tiempo en El Salvador durante los años de la guerra, me escribió: «¿Qué significan esas banderas blancas? Me recuerdan a la gente huyendo de Soyapango, en la ofensiva. Querían decir “No disparen”. ¿Qué significan ahora?» Le dije que en el fondo querían decir lo mismo: Queremos vivir. Pero ahora lo que necesitan es comida. Después de la tormenta, las cosas solo empeoraron. Entre el 29 de mayo y el 1 de junio, la lluvia acumuló en algunos lugares hasta 850 milímetros. Es decir, casi la mitad del total de agua que cae cada año en El Salvador. Los meteorólogos dijeron que Amanda siguió su camino, que atravesó Guatemala y llegó un día después al Golfo de México. Pero aquí siguió lloviendo. Treinta personas murieron. 30,000 familias resultaron damnificadas. Decenas de ríos desbordados, deslizamientos e inundaciones desnudaron nuevamente la vulnerabilidad del país. Solo en la zona costera de La Libertad se desbordaron cinco ríos. La tormenta entró en su fase más intensa la noche del sábado 30 de mayo. En la madrugada del domingo, ya los daños eran mayúsculos. Las redes sociales se inundaron de videos del desastre: carros arrastrados y casas deslizándose en San Salvador; calles convertidas en efluvios navegables; bordas cediendo a la fuerza del agua. Seres humanos aferrándose a un lazo o un poste.
Las dimensiones del desastre fueron tales que, por primera vez en más de dos meses, en El Salvador no se habló del coronavirus, sino de Amanda. 16
Banderas en el litoral
En La Libertad me encontré con Salvador Castellanos, el periodista televisivo reconocido por su trabajo como corresponsal de la cadena Univisión. Me mostró los daños en la zona costera de Tamanique, en la que se encuentran decenas de caseríos y varios ríos que allí alcanzan la mar.
La misma tarde que Chuy perdió su casa, Castellanos solicitó, vía Twitter, ayuda para el albergue instalado en el Centro Escolar San Alfonso. Decenas de damnificados necesitaban de todo: ropa, comida, colchonetas. Pocas horas después ya le habían contactado del ministerio de Turismo y de otros lugares para ofrecer ayuda, y la enviaron pronto. Aquí las cosas funcionaron mejor que en otros lugares. La experiencia anual del desborde de ríos, y el sentido de comunidad, permiten a los costeños reaccionar rápidamente. A pesar de que este gobierno decidió no involucrar a Protección Civil en la pandemia, la red local se activó automáticamente con la
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tormenta. Pobladores y coordinadores se reunieron en el centro escolar, como todos los años; agentes de la PNC y representantes de salud local llegaron también para hacer su trabajo.
Los andamos distribuyendo». Le pregunté desde cuándo andaba repartiendo ayuda. «Comenzamos ayer», dijo, al ver en redes sociales el desbordamiento de los ríos y el mensaje de Salvador Castellanos.
Al día siguiente, cuando visité el lugar, dos policías custodiaban la escuela albergue y voluntarios distribuían comida a decenas de damnificados. Ya para entonces dormían en las colchonetas que Castellanos consiguió.
Cuando terminaron de repartir bolsas se fueron. A su salida se cruzaron con otra camioneta, de vecinos del puerto, que llegaban a distribuir comida caliente.
«No creo en el asistencialismo permanente sino en la formación y oportunidades», dice Castellanos. «Pero esto es una emergencia y necesitamos responder todos». Él y su familia, todos amantes del surf y cristianos, crearon hace una década la organización Christian Surfers y establecieron contacto con redes internacionales de personas con esas mismas vocaciones. «Es difícil predicar a un estómago vacío», dice Castellanos. Su red imparte talleres de surf, de computación y de inglés a habitantes de esta zona del país. Esta red le ha permitido también activarse en emergencias como Amanda. «La tormenta solo vino a agravar la situación en que ya estaba mucha gente aquí. Desde el inicio de la cuarentena ya estaba lleno de banderas blancas toda la zona, de gente que tiene hambre». Antes de la tormenta, su red ya había distribuido unas 1,500 canastas de víveres. Pero sus llamados en redes sociales también atrajeron a nuevos altruistas. Cuando terminaba de conversar con Chuy, el joven surfista, una enorme camioneta negra ingresó a la pequeña calle de tierra del caserío Río Grande. Toda la parte posterior estaba llena de bolsas de ropa y alimentos. Cuatro jóvenes, menores de 30 años, se bajaron a distribuirlas. Pregunté quiénes eran. Uno de ellos, llamado Will Álvarez, de 28 años, me dijo que venían de San Salvador, por cuenta propia. «En un chat de amigos comenté que quería ayudar y me ofrecieron más ayuda. En un ratito conseguimos $400 dólares en comida y más de 100 paquetes de ropa.
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Pero en El Salvador, la necesidad es siempre mayor que la capacidad de ayudar. Solo uno de cada cinco salvadoreños económicamente activos tiene un empleo formal. Los otros viven de lo que hacen cada día. Si no salen no comen. Y llevan ya tres meses sin salir. Para empeorar la situación, el 20 por ciento de la población, los clientes de todos los demás, pasa también hoy por su peor momento. Según Ricardo Castaneda, director Ejecutivo del Instituto Centroamericano de Estudios Fiscales, ICEFI, la actual crisis económica desatada por la pandemia y las tormentas podría provocar la pérdida de más de 200,000 empleos formales. La economía salvadoreña, según las últimas estimaciones del Banco Central de Reserva, se contraerá entre 6,5 % y 8,5 %, una caída que no se veía desde los inicios de la guerra. Pero esos números tan impersonales que suelen arrojar las estimaciones económicas se traducen en salvadoreños en desgracia.
Ahora mismo, dice Castaneda, hay 800,000 personas en riesgo de caer en pobreza porque, además de la caída de la economía y los daños causados por las tormentas, hay que agregar que las remesas, el principal ingreso para cientos de miles de salvadoreños, también han sufrido una caída estrepitosa. «Es la tormenta perfecta», dice. En las tormentas perfectas el primero en perderlo todo suele ser el que menos tiene.
El hambre vive en medio de la miseria que no es atribuible al coronavirus sino a otros males ancestrales que se llaman desigualdad, abandono, pertenencia a la casta más baja. Durante esta pandemia los más necesitados han llegado a un nivel de desesperación tal que han comenzado a gritar, y las banderas son su voz de auxilio. Y han funcionado. «Cuando comencé a ver las primeras banderas blancas dije “qué vergón, la gente por fin se dará cuenta, cuando pase por la carretera, de que adentro hay familias que viven en malas condiciones” —dice Castellanos—. El hambre en este país no es nueva. Las banderas lo que hacen es visibilizarla para quienes se han negado a verla».
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«No es lo mismo saber que en El Salvador hay pobreza que ver la bandera y tomar acción para calmar estómagos ajenos. La ayuda es un paliativo, capaz de mitigar la hambruna pero no de erradicar el hambre. (...) Durante esta pandemia los más necesitados han llegado a un nivel de desesperación tal que han comenzado a gritar, y las banderas son su voz de auxilio. Y han funcionado.» > Carlos Dada Fotografía de Roque Mocan, El Salvador
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ACOTACIONES SOBRE UNA PANDEMIA Por Jorgelina Cerritos
Circunstancias de partida
Eran las 5 de la tarde. Mi hija jugaba con una niña que acababa de conocer en los juegos de un centro comercial. Teníamos dos días de haber regresado de un viaje. Íbamos a vernos con unas amigas para cenar juntas, madres e hijas, para celebrar un cumpleaños. Las noticias de la pandemia seguro estarían en la conversación. Era 11 de marzo de 2020. En los grupos de WhatsApp empezamos a recibir la noticia. Las clases quedaban suspendidas a partir del siguiente día, 12 de marzo, el aeropuerto quedaba cerrado y se declaraba «emergencia nacional». Nos comunicamos con los centros educativos de nuestras hijas y yo, además, con la coordinadora de la carrera de la universidad en la que trabajo para confirmar las disposiciones para el siguiente día. Luego, seguimos con el plan previsto: nos fuimos a cenar. Llegamos temprano. El restaurante estaba vacío. No sé si se sentía en el ambiente o era mi sugestión, pero en aquella soledad percibía algo subterráneo que se aproximaba. No era lo mismo ver las noticias de Europa en televisión que sentir la incertidumbre de qué estaría por pasar en Latinoamérica, en Centroamérica, en El Salvador, con sus precariedades sociales y económicas históricas.
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Una semana más tarde, pese a que la realidad había empezado a configurarse frente a nuestros ojos, no tomábamos conciencia plena de lo inédito que estábamos por vivir. Una semana después, el 18 de marzo, decidimos pausar «por un tiempo» las clases de nuestro proyecto de escritura dramática porque, aunque era un grupo pequeño, debíamos empezar a tomar las medidas necesarias para la bioseguridad del grupo. Decidimos crear un salón de trabajo virtual para sostenernos técnica y emocionalmente en los días venideros, aun cuando la virtualidad no era nuestro fuerte, pero la universidad ya se estaba encargando de abrirnos de golpe el camino. Paramos también los ensayos del grupo de teatro «para mientras». Ya habría tiempo para retomar las cosas. Y el 21 de marzo, el cronómetro de la cuenta regresiva había llegado a cero. Antes de que el virus llegara a El Salvador se impuso la cuarentena como medida de terror, se hacinó en albergues improvisados a la gente que seguía regresando por tierra, se cerraron los negocios y las compras de pánico no se hicieron esperar. El virus se convirtió en el escenario propicio para la enfermedad, para el miedo, para la confusión, para el panfleto político, para las fracturas, para la desigualdad. Para la tan mencionada «nueva normalidad».
En un abrir y cerrar de ojos se cayeron las teorías constructivistas de la educación, de la adecuación didáctica y de las nuevas tecnologías «como soporte» en el salón de clases. Fue de un día para otro que nos vimos facilitando clases a través de chats en plataformas que no permitían las videoconferencias, o en pantallas mosaico llenas de recuadros con los nombres de nuestros estudiantes en lugar de estar junto a ellos y ellas en la escuela, en el colegio, en la universidad.
PRIMER ACTO De la docencia presencial al escenario virtual
Era vernos en la premura de «tener datos» para dar las clases y que el estudiante también los tuviera para recibirlas porque, aunque la idea de la globalización nos hace pensar que las ventajas de la tecnología están a un clic de todos por igual, la realidad nos dice que cada vez que despertamos las desigualdades siguen ahí, como el dinosaurio de Monterroso. Fue pasar de «horas de clase» a «clases de horas y horas» en donde se le pidió al docente de todos los niveles que «adecuara» su clase del salón al aula virtual, de las explicaciones en la escuela a las guías de relleno de información, del apoyo de las familias para las tareas a la tarea de la familia para dar el contenido de la clase en casa, eso dando por sentado que las madres de familia ―porque hay que decirlo así en su mayoría― no solo tienen frescos los conocimientos de las asignaturas sino que, también, tienen las competencias didácticas para hacerlo, además de la disponibilidad de tiempo. Tuvimos que desarrollar el uso de las TIC en el aula; unos sin experiencia previa, otros sin equipo en casa y otros sin espacios adecuados para ello. A muchos docentes de academias pequeñas no les adecuaron nada más que el salario por hora clase, argumentándoles que ahora no tienen que gastar en pasaje o gasolina para trasladarse y que incluso la inversión de su tiempo es menor al evitar el desplazamiento. Y en medio de toda esa nueva normalidad, el docente se ha reinventado. Está usando sus espacios en casa, su energía eléctrica, su internet, su computadora, «sus datos», su tiempo y su espacio y ahora literalmente también el de su familia. Sonríen frente al ojo de sus cámaras con dolor en el cuello, en los ojos, en las muñecas, en la espalda, por esas deformaciones profesionales que empiezan a aumentar, junto al virus, en las consultas médicas. Y no menciono esa reinvención en aras del heroísmo poetizado en los medios
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de comunicación, ni mucho menos de la idea instalada desde siempre sobre «el pueblo más trabajador del mundo» y que «siempre se levanta en la adversidad». Lo menciono con la indignación de esa reinvención, hija de la necesidad, que debería ser subsanada por la institucionalidad y las políticas educativas existentes en cualquier país, previas a cualquier pandemia. La tan necesaria adecuación se ha quedado en el mero traslado de la carga académica y los procesos educativos, supuestamente centrados en el aprendiente, a la pantalla del computador, frente al cual esperamos que nuestro estudiante se siente desde las siete de la mañana a las doce del mediodía, todos los días, tal y cual estuviera yendo a sus clases presenciales sin tomar en cuenta en lo absoluto, el contexto tan particular que estamos viviendo.
El cierre del acto uno que se desarrolla en este escenario lo pongo en manos de la docencia artística. Ahí estamos ahora, dando clases de teatro, de música, de danza, de pintura, en nuestros pequeños dispositivos, añorando la presencialidad porque el contacto, la clase in situ, sentirnos, vernos, palparnos, escucharnos, es parte fundamental del desarrollo de nuestra especialidad. Si construir conocimiento implica tener un método para formar el tipo de persona que necesita la sociedad, en nuestro caso implica tener un método para formar mediante la no presencia, el artista que sin saberlo, esa sociedad necesita. Nuestros procesos formativos, al igual que la vacuna tan esperada, no han tenido el tiempo ni la experimentación necesaria para hacerlas garantes de los resultados que hoy por hoy necesitamos.
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SEGUNDO ACTO Teatristas en el escenario pandémico. ¿Ser o no ser?
«El teatro en video no es teatro». «Nada hay peor que una obra de teatro en video». El teatro es por excelencia un arte representacional en vivo.
Quienes hacemos teatro nos hemos encontrado más de una vez con estas afirmaciones, que además no habían sido mayormente cuestionadas, al menos no en el escenario teatral de este lado del mundo. Llegó la pandemia y con ella el cierre de los teatros como lugares de encuentro. La presencialidad y su consiguiente convivio se volvieron una amenaza y, de la misma manera, el teatro. De repente nuestra práctica se transforma. Nos descubrimos viendo teatro en la computadora. Por necesidad. Por una necesidad de continuidad, por la necesidad de seguirnos contando, por un acto de resistencia. Ahora empezamos a hablar del teatro de archivo. Es decir, teatro grabado porque era parte de los archivos de los grupos. Archivos muchas veces pobres en cuanto a soportes técnicos, imagen y sonido. Archivos que los grupos
empiezan a hacer porque en los festivales piden videos para hacer la curaduría. A cámara fija, porque así dicen las convocatorias de esos festivales. Y en cuestión de semanas vuelve a cambiar. Teatro en línea, en vivo. Aparecen las experiencias en streaming y nos parece mágico podernos enfrentar de tú a tú, en medio de las restricciones de encuentro en una especie de estar sin estar. Era mágico saber que en Ithaca, en trece casas distintas, trece intérpretes se unían a través de Zoom y estaban ahí, actuando, trabajando para nosotros en Felt sad, posted a frog, un espectáculo nacido en confinamiento, hablando sobre el confinamiento, desde el confinamiento y para los confinados que éramos todos. Volvimos a sentir los nervios antes de entrar a escena aun cuando esta era virtual. Y si parecía un acto político de resistencia era porque lo era. Así había surgido.
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Apenas han pasado cinco meses de esos primeros encuentros y al ritmo de la tecnología eso que fue ya no es. Pareciera que ya es teatro de archivo. Pareciera que ya podemos decir, ¿te acordás lo que veíamos los primeros días de la pandemia? Era un teatro que a la luz de la nueva producción para plataformas teatrales en el mundo, era un acto de pureza, de las de antes, de la época de las utopías. Ahora es marketing. Del acto de resistencia política pasamos a un acto de compra-venta económica. Y ahí se vuelve a desbalancear el asunto. La nueva producción teatral para los medios tecnológicos está poniendo en la palestra virtual un nivel de producción de primer mundo. Los festivales empiezan a preguntar por la calidad de tus videos, si tenés videos que no sean a cámara fija, a tres o a cuatro cámaras HD, con lenguaje audiovisual adaptado a las nuevas exigencias. Los pagos en línea para quienes usan banca virtual y tarjetas de crédito vuelven a estar in. El teatro comunitario es otra historia. «No estés pensando cómo volver a la presencialidad, navega en la multiplicidad de opciones para ver teatro en casa». Ya existen esas plataformas, y no hoy. Hace meses, años, solo que en nuestra región ni lo sabíamos. ¿Qué nivel de producción podremos tener en Centroamérica para «ser competitivos» en ese mundo? Con apenas dos salas teatrales en la capital de El Salvador, no hay por el momento ―al menos hasta hoy que
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estoy escribiendo estas reflexiones― un programa de transmisión en línea que no sea de archivo. Mientras los festivales en línea van y vienen por el mundo, vale decir que solo en Colombia hemos «seguido» alrededor de cuatro festivales en pandemia, en Centroamérica contamos esa misma cantidad por todos los países que nos conforman. La producción tecnologizada que le está dando vuelta al teatro occidental ha sido una respuesta a cómo suplir los presupuestos salariales de actores, actrices, directores, técnicos y demás en la ingente cantidad de salas nacionales, comerciales, independientes y experimentales que se cuentan en otros países latinoamericanos. Y acorde a esa necesidad de marketing, los recursos para dicha producción. Pareciera que ante tales condiciones, para bien o para mal, Centroamérica debe seguir esperando con fe el regreso a las salas, por pocas que sean, y producir desde nuestra identidad, para nuestra región. Solo así, hablando de la aldea para ser universal, podremos competir contra el peso de las plataformas teatrales que se están abriendo paso en las capitales culturales que históricamente han desviado su mirada de esta región, salvo para vernos, o bien con ojos folklóricos o bien con la curiosidad y el recelo hacia nuestras historias de pobreza, violencia y marginalidad.
Acotación antes del apagón final
El virus vino para quedarse y con él una «nueva normalidad» que está imponiéndose más bien como «una nueva normalización».
No nos estamos cuestionando muchas cosas, las estamos aceptando como tales. Con la convicción de que esto va a pasar, tarde o temprano, pero mientras tanto ponemos a disposición de los poderes mediáticos nuestro trabajo, nuestro conocimiento, nuestra información, nuestros videos, nuestro nombre. Mientras tanto le hacemos el juego al poder invisible que nos hace creer en la maravilla de esta época, donde no participa el que no quiere, no se vende el que no se ubica y no se transforma el que quiere quedarse estancado en las formas viejas. Antes del apagón final del virus veremos muchos más cambios y adaptaciones. La esperanza es no perder la humanidad, la ética, el sentido, el compromiso y la fuerza del cuestionamiento con el sentido político inherente al arte y a la educación como material simbólico del pensamiento.
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«Si construir conocimiento implica tener un método para formar el tipo de persona que necesita la sociedad, en nuestro caso implica tener un método para formar mediante la no presencia, el artista que sin saberlo, esa sociedad necesita.» > Jorgelina Cerritos
Fotografía de Edwin Jonatan Funes, El Salvador
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SOY CIGARRA. SOLO SÉ CANTAR Cuando se declaró la pandemia por la covid-19, estaba por regresar de la presentación de un libro que hicimos para una amiga editora y poeta nicaragüense. Es el título 62 de nuestro catálogo. Me tocó quedarme tres meses en Nicaragua, la tercera de las patrias de mi genealogía, donde el manejo del virus fue temerario: en la semana de la declaración de la pandemia recibieron con jolgorio dos cruceros con turistas italianos y se organizaron marchas multitudinarias.
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Supongo que las cifras no han sido escandalosas porque el hacinamiento no es como en mi país, El Salvador, y fue la misma ciudadanía la que decidió tomar las medidas. Algunas empresas nicaragüenses cerraron al público, otras extremaron las medidas por su cuenta y entonces las posibilidades de contagio puede que hayan sido menores en comparación con el riesgo de la postura gubernamental: seguir con la vida «normal» y «cuidarse» en comunidad…
una crisis personal y no estaba muy segura de si estaba sobrellevándola bien.
Lo único cierto —esto no lo supongo sino que lo sé— es que me pasé tres meses reflexionando sobre lo que vendría después, no solo de esto que iniciaba, sino de casi cinco años en los que había entrado en
En medio de ese caos, personal, regional, mundial, veía las noticias de El Salvador con tanta rabia, como asombro y dolor. Estaba atrapada. El cierre de las fronteras terrestres con Honduras, paso obligado y
Mi madre había muerto diez días antes de declararse la pandemia. Me quedaba «sola» en el mundo y ahora ni siquiera tenía cómo regresar a mi país, cómo asumir los gastos de mi casa; no tenía idea de cuál sería el mundo que se iba a dibujar sobre ese que veíamos desdibujarse diario.
más barato, imposibilitaba el regreso; la decisión de El Salvador de no dejarnos volver nos colocó en una condición casi de destierro. Teníamos prohibido regresar, esa era la decisión que latía debajo del discurso oficial. En El Salvador las cuarentenas fueron extremas, ni qué hablar de las violaciones a derechos humanos o el caos de información que recibíamos por demasiadas vías, ninguna oficial; las cadenas nacionales eran un rosario de quejas y desinformación. Al mismo tiempo que llenaba mi feed de memes y notas de indignación, leía con atención los posts de opinadores, de epidemiólogos y otros expertos. También veía cómo muchos de mis colegas artistas detenían sus proyectos, sus sueños, sus ingresos. Vi cerrar museos, pequeños emprendimientos y lugares alternativos de la cultura, el arte, el libro.
«Somos los primeros en cerrar y seremos los últimos en volver». Vi transformarse a muchos amigos en vendedores a domicilio, perder sus trabajos, sufrir por estar varados y sin dinero, bajo acusaciones desinformadas de que nos quedamos atrapados fuera del país por necios, por irnos de vacaciones, por millonarios. Peor aún, todos estábamos contagiados y queríamos volver para hundir a El Salvador en una grave crisis sanitaria. Mientras todo eso avanzaba, sentía que mi pausa iba a durar más que la pandemia. Que nuestra pequeña editorial independiente y las actividades literarias programadas para este año iban a detenerse y quizás ni suceder. De fondos para sostener la vida cotidiana, ni hablar. Me cansé de llenar formularios, pero solo logré que uno se convirtiera en dinero. Otros fueron pausas de obligaciones financieras, al menos un respiro para un bolsillo vacío.
Sobreviví tres meses con la ayuda de amigos y, por fortuna, el retorno de algunos pagos pendientes. Aún en medio de un estado de excepción que paró el transporte público y toda la actividad económica no vital en el país, recibí algunos pedidos de libros. Algo se movía, algo se vendía. Pero de lejos, tuve que recurrir a varias manos y mensajes para que algunos ejemplares salieran del «cuarto de los libros», como le dice mi vecina a esa habitación de mi casa que oficia de biblioteca y bodega. Con ayuda de mi colega pude hacerlos llegar a los compradores. Creo que era el efecto de intentar mantenernos vivos, creer que el mundo no se tambaleaba y que podíamos considerar que algunas cosas podían seguir en la vieja normalidad. Ha habido mucho de eso, no lo niego. Eso nos ha salvado.
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Qué hacer si solo sé cantar
A medida avanzaban las semanas eternas, vi cómo mis amigos, profesores colegas, traductores, artistas, poco a poco fueron reinventándose. Muchos iniciaron emprendimientos que quizás desde siempre desearon, otros estaban «averiguándoselas», como decimos acá. Vi surgir nuevos pasteleros, carpinteros, cocineros. Pero muchos otros solo somos cigarras, solo sabemos cantar. Algunos han conservado, afortunadamente, sus trabajos como docentes y ahí están en el décimo círculo: el de la videoconferencia. Otros han conservado sus cargos en instituciones públicas o privadas. A fin de cuentas, a los artistas y trabajadores del arte y la cultura nos ha tocado así, tenemos una doble vida. Con una mantenemos la otra, la que de verdad nos mantiene vivos. Con la del salario pagamos los recibos que los aplausos no alcanzan a cubrir. Pero eso implica la doble, triple o cuádruple jornada. Nunca paramos. Hasta hoy.
En esa pausa seguía reflexionando y pasó por mis noches de insomnio mi vida entera. Mi decisión de estudiar en un colegio (caro para los escasos recursos de mi madre) en el que me conseguirían un trabajo al finalizar. Así fue. Así llegué a los libros, aceptando el trabajo que siempre dije que no quería: ser secretaria. Pero nunca, ni en mis peores momentos, me arrepiento de todos los pasos que he dado para mi vida personal, profesional y académica. En este país es temerario decidir por una carrera humanística, peor literatura y tratar de vivir de ella. Sin em-
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bargo, aquí sigo, cantando. Solo sé hacer eso. Y ahora qué. He vivido de los libros desde hace más de treinta años. Primero como secretaria de la dirección en la imprenta de la universidad de los jesuitas, donde aprendí muchos secretos de la vida del libro como objeto. En paralelo con mi trabajo administrativo, me dediqué, durante años, a estudiar literatura y en ese período descubrí la pasión por la poesía, ese oficio al que me he dedicado desde el inicio de mi
madurez. Aprendí a dar clases de lo que sé, así he sobrevivido. Lo demás es pasión y ganas de dejar este mundo mejor cuando me vaya. Cuando regresé de Nicaragua, viví el caos de los centros de contención salvadoreños. Los trabajadores de salud tenían sus mejores intenciones, pero nadie sabía nada a ciencia cierta. Pasados tres meses, el hospital que iba a contener la pandemia en El Salvador apenas se inauguraba en medio de muchos problemas de planeación. Las cifras habían crecido y parecía que, pese a todas las medidas, nos habíamos infectado como si no se hubiese tomado ni una sola.
Durante el cuarto mes de pandemia me dieron una donación de alimentos por parte de una institución con la que he trabajado en casi todos mis oficios (maestra, correctora, editora, actriz). En todos, fui consciente cuando llené el formulario, estaba detenida por la covid-19. Además, en todos cobro por servicios profesionales, en algunas puedo pasar por trabajadora de la cultura, en otras como emprendedora, pero en todas, excepto la de maestra, no existo ni financiera ni fiscalmente como una persona que aporta a la economía formal, a las cifras que demostrarían que el arte y la cultura son un rubro importante para la economía de un país. Tampoco tengo prestaciones ni seguridad social. No puedo acceder a un crédito para mi editorial porque no tengo buen récord debido a mi situación laboral. Hasta hoy son pocos los incentivos económicos, financieros y fiscales que se oyen para gente como yo, sin propiedades, con deudas, cada vez más lejos de
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la juventud, con un emprendimiento que no existe fiscalmente y con nulo conocimiento de procesos contables y fiscales. Tampoco hay muchos estímulos ni incentivos fiscales para otras industrias culturales. Seis meses después de la pandemia, la titular del Ministerio de Cultura, Suecy Callejas, ofrece hasta préstamos para optar a viviendas, pero ni siquiera existen gremialidades formales, listados oficiales, planillas de artistas, o siquiera una rúbrica para saber si uno puede ser considerado «artista» y «beneficiario». Mi frugal ahorro para la vejez cada vez más cercana es gracias a ese trabajo que desempeñé desde mis 17 años. Pero lo dejé hace quince. No es mucho, pero algo quizás pueda rascar luego de tantas reformas a la ley y tanto despojo al sistema. Y justamente lo dejé para cantar, como la cigarra. Ahí aprendí, haciendo, el oficio de correctora. Cruzaba mis conocimientos de gramática estructural con la digitación de textos académicos especializados de alguien que prácticamente pensaba en inglés. Me dediqué de lleno a dar clases y a emprender proyectos culturales. Siempre he tenido trabajo dando clases y talleres, corrigiendo, pero he dedicado mucho de mi actividad creativa a sostener la editorial. Un trabajo financia al otro. Pero este país es así, «la rebusca» le decimos. No me arrepiento, nunca lo he hecho. Ni en los peores momentos de crisis. Más bien he tenido certezas, pese a que en El Salvador las industrias culturales son incipientes, pese a que no hay ni siquiera tribunales para juzgar delitos de derecho de autor
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(se ventilan en lo mercantil) y a que nunca me voy a jubilar por una pensión relacionada con mi práctica artística, literaria o editorial. Este país, «impresionante», no es consciente de que la industria del libro (que aquí es fuerte solo para el libro escolar), tiene en el mundo un impacto importante en los PIB, en la dinámica económica; que no solo se trata de «hacer libritos con poesías», sino que puede convertirse en un motor desde lo cultural, capaz de transformar el pensamiento y la acción.
Ahora, 15 años después de haber fundado Índole Editores con otros colegas, de haber montado una fundación con el nombre de Claribel Alegría, nuestra matriarca de las letras, de hacer tantas actividades relacionadas con la literatura y el libro, estoy decidida a que este es el camino por otro par de décadas, por lo menos, si alcanzo a llegar. Ya la covid-19 nos sigue perdonando la vida.
No le tengo miedo al virus, le tengo miedo a lo que nuestros países chatos hacen con el virus. Le tengo miedo a morir y no dejar el mundo un poquito mejor de lo que estuviere antes de irme.
Tras más de 30 años dedicada al arte y a la literatura, en esta pandemia de la covid-19 he visto algunas cosas que me han hecho caer en la cuenta de que yo, como las cigarras, solo sé cantar. Y así quiero seguir «cantando al sol, como la cigarra / después de un año bajo la tierra».
Los libros siguen, seguimos produciendo. Con nuestro compromiso como profesionales y con el apoyo de los mismos autores y otros aliados que permiten que el proceso no se detenga, este año hemos publicado cinco nuevos títulos durante los meses de la pandemia. Las nuevas plataformas y aplicaciones las hemos aprovechado al máximo, nos hemos reinventado en procesos de producción, estamos reuniéndonos con autores, ahora en la virtualidad, para corregir línea a línea sus textos, una y otra vez hasta que ellos y nosotros estemos satisfechos. Estamos entusiasmados con las apps de transacciones financieras y con nuestros puntos de venta que también se han reinventado para poder convertir y hacer llegar esos hermosos objetos de hoja y tinta a las manos de lectores que saben que no pueden seguir vivos sin la chispa que nos da la literatura. Desde hace años estamos explorando el libro en plataformas virtuales, quizás el tiempo de dar ese salto por fin ha llegado, como un paso para cruzar la puerta hacia la «nueva normalidad» en este país que se reinventa cada quinquenio.
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Fotografía de Zoraida Fernández Rico, Bolivia
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«A medida avanzaban las semanas eternas, vi cómo mis amigos, profesores colegas, traductores, artistas, poco a poco fueron reinventándose. Muchos iniciaron emprendimientos que quizás desde siempre desearon, otros estaban «averiguándoselas», como decimos acá. (...) A fin de cuentas, a los artistas y trabajadores del arte y la cultura nos ha tocado así, tenemos una doble vida. Con una mantenemos la otra, la que de verdad nos mantiene vivos. Con la del salario pagamos los recibos que los aplausos no alcanzan a cubrir.» > Susana Reyes
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EL VIRUS ES… 40 voces 40 versos 40 poetas (de Hispanoamérica a partir de la premisa “El virus es…”) El espacio entre mi madre y mi hermano, entre el próximo abrazo. Es la /incertidumbre del enfermo, del que se presume sano, del que /no sabe que un gesto de cariño podría ser el último, y no darlo, /no ofrecerlo, la mejor forma de aprecio. El miedo que devora las entrañas Una tormenta que nos corrió el maquillaje y dejó al descubierto el rostro /que pretendemos silenciar incluso cuando estamos frente al espejo El virus es un viejo carcelero que no le da la gana jubilarse Luna podrida hueso adentro La sombra de siempre, un eterno deambular sobre el vacío Sombra de un exilio de ángeles Una voz que clama, un llamado, un duelo El disfraz que cuelga en el armario de quienes lamen las monedas El cuerpo de la noche que nos busca Una corona de espinas agarrada a tus entrañas con saña y dolor Un pájaro que me canta en la madrugada Un pecho acongojado de silencio No poder huir del monstruo doméstico Un ala quemada en el espejo El manifiesto ineludible de las corrupciones y la pobreza Bandera de trapo, mar blanco de la miseria La locura de la noche muda La puerta del miedo, el reino del silencio. Pregunta abierta, demasiadas respuestas y ninguna La montaña oculta en el ojo de la niña que se mece en sus recuerdos Otra Babel convulsa y desmembrada Un flagelo para recordar la limpieza y el silencio Un empujón a la memoria La deriva rompiendo la ventana en silencio
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Lluvia de la madrugada que nos anuncia el alba Tocar mi mariposa en orgasmos interminables como droga de este caos surrealista Explosión de luciérnagas sin brillo La tierra debajo de mis uñas, esas palabras que no logro cavar Un texto indescifrable Un ojo de la muerte que parpadea, nota musical fatal que se planta en el sueño. Temores de pandémica raigambre Un mundo de zafiros reptando en la crin de nuestros dolores Todas las balas perdidas, alcoholes de quemar y apariciones de la virgen Los días huyen de espanto Lo azul pasará como los días yo tendré que olvidarlo todo como tantas otras veces Un flagelo que azota al cuerpo sin traspasar el alma El virus caminó con las manos vendadas El virus es una oportunidad
de comenzar de nuevo
tal vez
todo
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Fotografía de Yessica Esmeralda Hompanera Orellana, El Salvador
Fotografía de Anuar Elías Pérez, Bolivia
Fotografía de Alejandro José Pernía, Venezuela
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LA REVOLUCIÓN EXIGE UN CORAZÓN EXPUESTO «Pero todo corazón es un testigo y una segura prueba de que la vida es una escala inadecuada para trazar el mapa de la vida» > Roberto Juarroz
Lloré pocas veces en un teatro, pero recuerdo la primera vez como si fuera hoy. Fue en el Teatro Callejón, en Humahuaca 3759, Almagro, Buenos Aires, Argentina. Fue en Open House, una obra que armó Daniel Veronese y que ahora, diez, once, ¿doce? años después se me revela como profética, como el tipo de obra que tiene sentido en este mundo dominado por un virus letal. Los actores y el director de Open House aseguraban en el programa de mano que Open House era una obra que no dejarían de hacer nunca. Si el público dejaba de asistir la iban a hacer igual puesto que ellos asumían las pérdidas y el abandono. Hay que tener en cuenta que muchas obras del under porteño duran varios años, a un ritmo de función semanal. Hay intérpretes que pueden estar en cuatro obras a la vez. Es un sistema que permite que funcione el boca oreja y que evita que mueran rápido obras que son de largo recorrido. Así, durante cuatro años estuvo con ellos Andy, su conejo, hasta que murió. Luego les abandonó el chico del bigote, pero en Open House no había posibilidad de ser remplazado, la propia obra se hacía cargo de la pérdida y funcionaba cada vez con menos personal en escena. Así, Open House fue desapareciendo de a poco, hasta que solo quedaron las huellas de las palabras. La obra tuvo una muerte natural.
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Este es mi deseo para las obras de teatro en este mundo vírico, una muerte natural. La seguridad, bajo cualquier circunstancia, es una ilusión. ¿Cultura segura? No, gracias. La cultura es insegura, azarosa, imprevista. Aparece donde no se la espera. Por eso cada vez está más alejada de los patios de butacas, donde el entretenimiento y las risas enlatadas campan a sus anchas, y más cerca de los márgenes, la periferia, los descampados. Recemos por un teatro descampado, por favor. La ciudad es un escenario teatral, la vida en sociedad es una obra de teatro, las relaciones humanas son eminentemente dramáticas, y todo lo que hacemos unos con otros es interpretar personajes, como ya dijeron Shakespeare y Calderón y prácticamente todos los barrocos. «Toda ciudad ―nos recuerda Carolina Sanín― incluso una tan astrosa como Bogotá, está hecha para darnos la idea de que no moriremos, de que duramos en ella, que dura más que nosotros. Al salir de la obra urbana, del juego urbano, puede tenerse la oportunidad de ver o de presentir, aunque sea por un instante, algo que está detrás del escenario y detrás del libreto. O puede tenerse la oportunidad de ponerse delante del escenario, como espectadora, y de descansar de la actuación. Entonces piensa uno más tranquilamente en la muerte —en el sueño y en el despertar—, que es lo único en lo que hay que pensar».
No hagamos más el teatro que quieren que hagamos los repartidores de invitaciones. No podemos esperar que las cosas cambien si nuestras representaciones siguen siendo las mismas, si seguimos aceptando el gusto de los burócratas del canapé socialdemócrata. Con cada «nuevo» montaje de Chéjov nacen nuevas gaviotas reaccionarias. Basta de poner los clásicos en el microondas. Escribamos nuevos clásicos o cocinemos a fuego lento. El teatro recalentado es indigesto. Vivimos en una sociedad que nos insufla ya desde pequeños el miedo a entrar en lo desconocido, en terrenos inexplorados, como por ejemplo nuestro interior, nosotros mismos. Los profesores, los padres, los monitores saben que ese caos da miedo, y por esa razón evitan profundizar. La gente sigue diciendo «conócete a ti mismo». Lo oímos, pero nunca lo escuchamos. No nos preocupamos de ello. Tenemos una idea en mente de que el caos prevalecerá y nos perderemos en él, nos sepultará. Por miedo al caos, seguimos aferrándonos a todo lo seguro, lo convencional, lo externo. Pero esto es desperdiciar la vida.
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Un espectador, incluso uno emancipado, es en el fondo indiferente, está apagado, está en una especie de sueño. No participa de la vida. Tiene miedo, es cobarde. Se queda al lado de la carretera y simplemente mira cómo viven los demás. Eso es lo que llevamos haciendo toda la vida: alguien actúa en una película y nosotros le ves ¡Somos espectadores! La gente se pega a sus sillas durante horas delante de una pantalla: espectadores. Alguien canta y tú escuchas. Alguien baila y tú sólo eres un espectador. Alguien ama y tú solo miras, no participas. Los profesionales hacen lo que deberías hacer por ti mismo. Como Morelli, el personaje de Cortázar, me niego a hacer psicologías y quiero poner al espectador en contacto con un mundo personal, con una vivencia y una meditación personales. «Allí donde debería haber una despedida hay un dibujo en la pared; en vez de un grito, una caña de pescar; una muerte se resuelve en un trío para mandolinas. Y eso es despedida, grito y muerte, pero, ¿quién está dispuesto a desplazarse, a desaforarse, a descentrarse, a descubrirse?»
Escribe Anne Dufourmantelle en Elogio del riesgo que la desobediencia es una travesía de los espejismos, una forma de salir de las obligaciones silbando, porque uno aceptó perderlo todo, incluyendo la vida. Allí donde la resignación es exigida, aún es posible no moderar, no argumentar, sino simplemente optar por un «no». Dejemos de ser espectadores. Seamos testigos ¿Qué es un testigo? Un testigo es el que participa y, sin embargo, permanece alerta. Un testigo está en el estado de wu-wei. Esa palabra de Lao Tse significa acción a través de la inacción. Un testigo no es alguien que haya escapado de la vida. Vive la vida, la vive mucho más a fondo, mucho más apasionadamente, pero al mismo tiempo en lo más profundo permanece como un observador, sigue recordando que «soy una conciencia».
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«La próxima vez que te desmandes, te inoculo un virus. No un virus potente, no: un virus apenas virus, lo justo para atarantarte y, sin acabarte, hacer que pierdas un poco de tu arrogancia. Entonces, ah, entonces, vuelves a ser eucalipto. Dulce vuelve a ser mi noche entre tus ramas». > Yesé Amoris
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«No hagamos más el teatro que quieren que hagamos los repartidores de invitaciones. No podemos esperar que las cosas cambien si nuestras representaciones siguen siendo las mismas, si seguimos aceptando el gusto de los burócratas del canapé socialdemócrata.» > Marc Caellas
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Fotografías de Francisco J. Saenz, México
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MUCHÍSIMO QUE HACER Por Esteban Feune
Yo no sabía, como no sabía ni sé tantas cosas, miles de cosas que con certeza no sepa ni sabré, que la palabra virus, esa palabra tan carnívora y categórica como un cross a la mandíbula, que yo asociaba, y sigo asociando, a una banda argentina de rock llamada precisamente así, Virus… yo no sabía, iba diciendo, que esa palabra que acaba de arrojar en medio segundo 1.290.000.000 de resultados en Google significa «zumo de plantas nocivas para la salud», es decir veneno. He leído por ahí, pero no quiere decir que sea «cierto», que la palabra virus, en latín, se asocia con la raíz indoeuropea «weis», que significa fluir.
que circunnavegan en barcarolas por el infierno, allá abajo que es acá arriba, a un tris de las llamas y con mohín de goce o de espanto. Como si hubiera sabido de estadísticas y récords y conteos, todos funestos socios de la aritmética, el César auguró que el dolor «crece a treinta minutos por segundo, paso a paso». No se amilanó un ápice el vate nacido en Santiago de Chuco y muerto en París ―dueño del más hermoso de los epitafios, ideado por su mujer Georgette: «nevé tanto para que tú duermas» a la hora de presagiar, aunque póstumamente, que jamás fue la salud más mortal y que jamás, claro, «tan cerca arremetió lo lejos».
Y en fluir me quedo un rato fluyendo porque recordé mi poema preferido de César Vallejo. Ese texto, Los nueve monstruos, parece, como mucha de la buena, buenísima, buenisisísima poesía (¿qué tal este verso del brasileño Carlos Drummond de Andrade, del poema Congreso internacional del miedo que empieza, como el del peruano, con un adverbio y la clava: «le cantaremos al miedo, que esteriliza los abrazos»?), va-ti-ci-na-dor.
El dolor se multiplica y habrá que agarrarse a la poesía, de la poesía. A algo deberemos agarrarnos, supongo; de algo. En el futuro que ya es este presente que acaba de esfumarse, en el futuro no profético, en el futuro aun frustrado, fruncido y frustrante solo la poesía, tal vez, con sus raros antídotos nuevos ― parece mentira, pero en Raros peinados nuevos, de 1984, Charly García cantaba «Ya no quiero criticar / solo quiero ser un enfermero» pueda decir lo no dicho, explorar lo inexplorado, profundizar lo superficial para frotar la lámpara y echar un poco, solo un poco de luz allí donde reinan silencios, fronteras cerradas, paranoia, contagios en masa, odio, vacunas tardías.
Los poetas serios, que suelen ser cómicos y por tanto trágicos, son siempre también profetas. Y en 1937 el autor de Trilce le cantó al dolor, honrándolo, y finiquitó su hermosa arenga hablándole sin perífrasis al ministro de Salud, al que intimó con la pregunta «¿qué hacer?», para cerrar luego, en ostinato: «¡Ah! desgraciadamente, hombres humanos, / hay, hermanos, muchísimo que hacer». El dolor crece en el mundo a cada rato, predijo el César en cuyo poema los anunciados monstruos no acuden al papel; estar, deben estar, pero imagino
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Acabo de hacerle a mi flamante mazo de tarot de Marsella la pregunta «¿hacia dónde vamos?» y elegí, después de mezclar y remezclar, tres cartas de entre los veintidós arcanos mayores. A la izquierda ubiqué la torre o la casa Dios, que salió, ay, patas para arriba; a la derecha, la templanza; al centro, la papisa o la sacerdotisa.
Los poetas serios, que suelen ser cómicos y por tanto trágicos, son siempre también profetas.
A vuelo de buen cubero comentaré que la carta de la izquierda, número 16, habla de nuestra capacidad inherente de convertir alquímicamente la razón en intuición y alberga múltiples y fascinantes, como el infinito tarot en sí, revelaciones. ¿Será que, como se intuye en la imagen, los dos personajes que salen de la torre y permanecen boca abajo conectan con las plantas, acariciándolas, por una necesidad de reconexión con la naturaleza? Será menester que despertemos nuestros cuerpos verdaderos y ayudemos, entonces, a la madre tierra con ofrendas fulgurantes y danzas celebratorias en las postrimerías de la catástrofe. La carta de la derecha, número 14, protege, cura, equilibra y llega después, no por nada, del arcano 13, que, según narran Alejandro Jodorowsky y Marianne Costa en La vía del tarot, eliminó lo inútil y creó el vacío necesario para el restablecimiento de la circulación interior. En la imagen aparece un ángel anfibio de alas celestes y zapatito morado, ni hombre ni mujer, ni activo ni pasivo, arraigadx en la tierra habiendo sublimado lo carnal y transmitiendo su mensaje de paz y ecuanimidad. La carta del medio, número 2, es sinónimo de incubación, propia y ajena y, como tal, símbolo de pureza superior, virginal, inalcanzable. Estamos finalmente, ¡era hora!, ante la chamana que representa la fuente mágica de fecundidad, lo sagrado femenino. La papisa tiene un libro entre manos: deberemos asumir que no sabemos, arrodillarnos y ponernos, pues, a estudiar con la maestra entregándonos a su guía y a sus visiones.
Quedé petrificado con la tirada simple de tres cartas. Fui por unos minutos un mero atanor por el que viajaba la energía del universo, su reclamo global, inocultable. Me vino a la mente una reflexión de Eugenio Carutti, astrólogo y antropólogo argentino. La leí en su maravilloso libro Inteligencia planetaria, que de alguna forma él transformó en conferencia y puede verse en YouTube. Tiene que ver con estos momentos de turbulencia incesante que vivimos y plantea, dicho mal y pronto, que solo nos salvará la inteligencia vincular mediante el surgimiento de una nueva consciencia humana, sin banderas ni etiquetas, capaz de absorber las diferencias. Hay un ejemplo paradigmático. Las hormigas son a priori una especie destructora que no se relaciona con otras especies. ¿A qué se dedican? Se miran el ombligo y encarnan el mantra napoleónico «el fin justifica los medios» sin establecer alianzas con el ecosistema. Por su parte, las abejas trabajan al revés: se vinculan con las flores y con los seres humanos, con quienes comparten su dulce medicina. Generan, así, movimiento, intercambio, tolerancia y sensibilidad. Ambas especies son súper inteligentes, pero, a la larga, los predadores generan enemigos. Nosotros somos como las hormigas y deberíamos empezar a parecernos a las abejas. No hay más tiempo que perder. Heridos, dejemos de buscar a Dios ―adósenle la careta que deseen― en el cielo y osemos encontrarlo en la tierra, nuestro único altar palpable y plausible, nuestra única divinidad, nuestra única fuente de alegría. Y en la poesía, por supuesto.
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«El dolor se multiplica y habrá que agarrarse a la poesía, de la poesía. A algo deberemos agarrarnos, supongo; de algo. En el futuro que ya es este presente que acaba de esfumarse, en el futuro no profético, en el futuro aun frustrado, fruncido y frustrante solo la poesía, tal vez, con sus raros antídotos nuevos [...] pueda decir lo no dicho.» > Esteban Feune
Fotografía de José Andrés Reyes Viana, El Salvador
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DESDE HACE MUCHOS AÑOS VENIMOS LUCHANDO CONTRA EL VIRUS DEL MACHISMO
Cuando la covid-19 llegó en marzo de 2020, la crisis ya estaba aquí1. Antes del virus ya enfrentábamos las consecuencias de una profunda crisis estructural heredada por la propagación del virus del machismo, tan invisibilizado en la sociedad salvadoreña y en todo el mundo. Ya habíamos declarado los feminicidios como pandemia, y enfrentábamos la violencia sexual y los embarazos impuestos como vulneraciones sistemáticas de derechos humanos. Ante todo ello y desde hace mucho, las feministas salvadoreñas luchamos por transformar esta realidad, desde la solidaridad, desde el activismo y la incidencia. Los efectos de esta crisis han sido diversos y las cifras que dan cuenta de ella, desgarradoras. En 2017 se registraron 19,190 embarazos en niñas y adolescentes, es decir, 53 niñas o adolescentes embarazadas por día2. Esta alarmante cifra está relacionada con la violencia sexual que viven a diario las menores de edad en El Salvador. En 2019 se registraron un total de 8 casos diarios relacionados con violencia sexual. El 75 % de estos fueron contra niñas y adolescentes menores de 17 años. Desde pequeñas a las mujeres se nos enseña a desconfiar de los extraños como medida preventiva, cuando la evidencia señala que los agresores casi siempre son personas
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conocidas, familiares cercanos, vecinos y otros que viven cerca o dentro de la misma casa. La presión a la que son sometidas las niñas por convertirse en madres de la noche a la mañana también se traduce en muerte. De acuerdo con la Organización Panamericana de la Salud (OPS), en El Salvador el 28 % de las muertes maternas ocurre en adolescentes; 4 de cada 10 son suicidios por intoxicaciones utilizando plaguicida. En un país con una de las leyes más restrictivas en materia de aborto, el suicidio es la primera causa de muerte materna indirecta en adolescentes3.
Desde hace años venimos denunciando que una de las grandes deudas del Estado salvadoreño con las niñas y mujeres es la ausencia de educación integral en sexualidad. En la región centroamericana, Nicaragua, Honduras y El Salvador son los países con leyes que discriminan de manera específica a las niñas y mujeres al penalizar de forma absoluta el aborto. Estas legislaciones tienen graves consecuencias en la salud y vida de las niñas y mujeres, pues no solo se penaliza y se criminaliza por enfrentar emergencias obstétricas, partos prematuros no asistidos o por enfrentar abortos; se les criminaliza también por vivir en situación de pobreza4. En la actualidad, 18 mujeres están privadas de libertad por un delito que no cometieron, perseguidas del hospital a la cárcel. En lugar de recibir atención médica se les vulneran sus derechos fundamentales, se les juzga con base en estereotipos de género y se les niega el acceso a la justicia. Detrás de la crisis precovid-19 en la que ya vivíamos las mujeres también está el Estado al poner en riesgo sus vidas porque no pueden tener acceso a abortos terapéuticos. No debemos olvidar nunca, en ese sentido, la historia de Beatriz5, quien, a pesar de tener un embarazo anencefálico, sumado a una condición de salud previa (lupus eritematoso sistémico), tuvo que poner en riesgo su propia vida debido a un embarazo inviable. Beatriz enfrentó todos los obstáculos de un sistema misógino: le fallaron los sistemas de salud y de justicia, y de manera reiterada. Su historia vive en nuestra memoria como un ejemplo de la violencia estatal contra las mujeres, también, como un ejemplo de lucha y resistencia. Ahora mismo su caso se encuentra en revisión en el Sistema Interamericano de Derechos Humanos. La covid-19 vino a profundizar y desnudar más aún las desigualdades. Desde los cordones sanitarios ― que realmente han sido cordones militares― hasta la represión que también se está dando en los espacios virtuales, la lógica represora del presidente Bukele implica intolerancia a la crítica y a voces que disienten de sus acciones y discursos. Las feministas no hemos estado exentas de estos ataques.
Informe donde se profundiza la situación de crisis en la región. https://im-defensoras.org/2020/06/la-crisis-ya-estaba-aqui-defensoras-mesoamericanas-ante-covid-19/ 2 Mapa de embarazos en niñas y adolescentes. https://elsalvador. unfpa.org/es/news/19190-embarazos-en-ni%C3%B1as-y-adolescentes-durante-el-a%C3%B1o-2017-en-el-salvador 3 El suicidio es la primera causa de muerte materna indirecta en adolescentes. https://agrupacionciudadana.org/el-suicidio-es-la-primera-causa-de-muerte-mater na-indirecta-en-adolescentes/ 4 LAS17 y más en El Salvador. https://las17.org/ 5 Conoce el caso de Beatriz. https://agrupacionciudadana.org/ conoce-el-caso-de-beatriz/ 1
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Cuando hacemos críticas contra las acciones del Gobierno se desencadena una serie de agresiones de todo tipo, misóginas en muchos casos. Se trata de un ataque a la libertad de expresión que genera violencia simbólica contra las defensoras de derechos humanos y las mujeres periodistas. La Red Salvadoreña de Defensoras de Derechos Humanos6 registró en los primeros cinco meses del año 31 agresiones contra defensoras y periodistas. Las redes sociales se han convertido en un espacio hostil, sobre todo, frente a la contraloría ciudadana. Mientras las organizaciones hemos asumido parte del trabajo que la institucionalidad no supo cómo enfrentar en los primeros meses de la pandemia y hemos exigido respuesta al Gobierno, el presidente ha propiciado la estigmatización de las personas defensoras de derechos humanos por ser críticas; nos acusó de estar «a favor del virus» y dijo que nuestras críticas son partidarias. Las medidas impulsadas desde el Gobierno salvadoreño han sido homogenizantes, ignorando las opresiones históricas que atraviesan los cuerpos de las niñas, mujeres y disidencias sexo-genéricas. Reducir todo al «Quédate en casa» ha sido miope al considerar que quedarse en casa ha implicado para muchas mujeres y niñas quedarse en casa con el agresor. El confinamiento y la cuarentena obligatoria colocaron a las mujeres en una situación de riesgo debido a la violencia machista, profundizando la precariedad de las vidas de muchas mujeres y la feminización de la pobreza. La precariedad económica y laboral se hacen notar a través de las diferentes denuncias de trabajadoras domésticas, textiles y bordadoras a domicilio, las cuales se escuchan cada vez más fuerte. Las trabajadoras de industrias Florenzi siguen exigiendo justicia. Se trata de 194 mujeres que han enfrentado despedidos injustificados, hambre e inoperancia del Ministerio de Trabajo ante las violaciones a sus derechos laborales. La crisis ha generado un desplazamiento de las necesidades en materia de salud sexual y reproductiva que nunca han sido centrales para nuestro país, pero que en este contexto, debido a no ser considerados servicios esenciales, el acceso a estos se ha visto limitado: desde la dificultad para acceder a métodos anticonceptivos debido a la precariedad económica hasta los problemas de movilidad dadas las restricciones del servicio de transporte público. Algunas cifras retomadas por organizaciones y medios de comunicación sustentan esta realidad. Hasta la fecha se reportan 379 casos de embarazos en niñas y adolescentes con edades de 10 a 14 años y 9,709 adolescentes de 15 a 19 años. También informaron sobre el fallecimiento de 11 mujeres adultas embarazadas, muertes que pudieron ser evitadas7.
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Es doloroso, también, que hasta noviembre del 2020 se han reportado 88 feminicidios. Esta realidad resuena ante los manejos mediáticos gubernamentales que insisten en que las mujeres estamos «más seguras», minimizando la problemática que atraviesa los cuerpos y las vidas de las niñas y mujeres salvadoreñas. Otra de las crisis precovid-19 es la crisis carcelaria. A pesar de las medidas que se han planteado para descongestionar cárceles por parte de la Alta Comisionada de Derechos Humanos de Naciones Unidas y de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, el Gobierno salvadoreño sigue ignorando estas recomendaciones. Las cárceles salvadoreñas en sobrepoblación colocan en un riesgo inminente a las personas privadas de libertad. El grupo de trabajo sobre detenciones arbitrarias manifestó que las mujeres que están encarceladas por emergencias obstétricas constituyen detenciones arbitrarias8 y, sin embargo, el Estado salvadoreño sigue sin hacer nada al respecto.
Red Salvadoreña de Defensoras de Derechos Humanos. https://im-defensoras.org/2020/10/alerta-defensoras-el-salvad o r- e l - g o b i e r n o - s a l v a d o r e n o - d e s p i d e - d e - f o r m a - i n j u s t i f i c a da-a-la-periodista-monica-rodriguez/ 7 Comunicado Sombrilla Centroamericanan. https://www.facebook.com/SombrillaCA/posts/2303558389951304 8 El Salvador: Grupo de Trabajo de Naciones Unidas afirma que mujeres que sufrieron emergencias obstétricas son víctimas de detenciones arbitrarias. https://www.cejil.org/es/salvador-grup o - t r a b a j o - n a c i o n e s - u n i d a s - a f i r m a - q u e - m u j e re s - q u e - s u f r i e ron-emergencias-obstetricas-son 9 Podcast Centroamérica Unida y Resistiendo. https://podcasts. g o o g l e . c o m / f e e d / a H R 0 c H M 6 Ly 9 h b m N o b 3 I u Z m 0 v c y 8 x Z W QzYzIzYy9wb2RjYXN0L3Jzcw?sa=X&ved=2ahUKEwiEpo2u3LDsAhXGbDABHfmTBHoQ4aUDegQIARAC&hl=es-419 6
Las redes salvan y la organización feminista también En estos momentos tan complejos, en medio de una gran incertidumbre y con todos los desafíos ante los que nos coloca la pandemia, las feministas hemos impulsado diferentes acciones de solidaridad y lucha. Desde los primeros días de la pandemia, posicionamos nuestros mensajes en las redes sociales para denunciar cómo la violencia de género se había profundizado durante el confinamiento. Fue por ello que decidimos viralizar el mensaje #FeminicidioEsPandemia para resaltar una crisis que existía antes de la covid-19. Ante la situación de la violencia de género, diferentes organizaciones de derechos humanos y feministas, abrimos líneas telefónicas de atención, como una forma de materializar el mensaje «No estás sola» de nuestras consignas. Desde la Colectiva Feminista para el Desarrollo Local, Red Salvadoreña de Defensoras de Derechos Humanos y la Agrupación Ciudadana por la despenalización del aborto, hemos brindado 621 atenciones, 310 asesorías legales y 311 atenciones psicológica a mujeres que han enfrentado violencias machistas en el período entre marzo y noviembre 2020.
Nos hemos tenido que reorganizar, repensar y transformar en algunos procesos. Aprovechamos la virtualidad para dar vida y reforzar espacios; como La Sombrilla Centroamericana, un espacio regional que lucha por los derechos sexuales y derechos reproductivos de la subregión, y que se ha sostenido gracias al apoyo virtual con asambleas periódicas y divulgando posicionamientos, a través de podcasts9, posibilitado un acuerpamiento feminista centroamericano. 55
Por otra parte, hemos continuado acompañando a las mujeres criminalizadas debido a la penalización absoluta del aborto, por medio de la campaña #EsJustoliberarlasSV, en donde se está buscando la libertad inmediata de mujeres que están encarceladas de manera arbitraria. Siempre recordaré 2009 como el año en que empecé a nombrarme «feminista». Participé en la Escuela de Debate Feminista (EDF) organizado por Las Dignas, un proceso formativo en el cual aprendí sobre historia de la lucha y los desafíos del movimiento feminista en El Salvador, un espacio en el que aprendí a nombrar las violencias machistas que atraviesan nuestras vidas.
Fue en 2009 cuando el movimiento «Solidarias por Karina» también logró que una mujer joven que había sido criminalizada debido a la penalización absoluta del aborto recuperara su libertad, tras una lucha jurídica y social. «¡Ni golpe de Estado ni golpes a las mujeres!» fue la emblemática consigna que grité en mis primeras marchas feminista en solidaridad con las compañeras «Feministas en resistencia» de Honduras. Gracias al feminismo me organicé para luchar contra las injusticias del sistema patriarcal y he conocido del trabajo enorme que se hace desde este movimiento: luchas contra las violencias machistas, luchas por la vida dignas, por la despenalización del aborto; por la justicia y libertad de las mujeres. Las feministas hemos articulado y tejido solidaridad, acompañado y acuerpado a otras. Hemos luchado contra el virus del machismo tan invisibilizado en la sociedad salvadoreña y en todo el mundo.
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¿Cómo seguimos?
Uno de los cambios más drásticos que ha implicado la pandemia tiene que ver con posponer el 15º Encuentro Feminista de América Latina y el Caribe, que se iba a realizar en nuestro país por segunda ocasión. Luego de una consulta latinoamericana, decidimos posponerlo hasta 2021, asumiendo el compromiso de generar las condiciones de autocuidado necesarias que permitan un correcto desarrollo de este encuentro feminista que será un espacio de construcción, debate y posicionamiento político para seguir creando lazos de identidad y solidaridad regional con nuestras compañeras de América Latina y el Caribe comprometidas en el día a día con la construcción de otros mundos posibles, libres de machismo y opresión.
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«Desde pequeñas a las mujeres se nos enseña a desconfiar de los extraños como medida preventiva, cuando la evidencia señala que los agresores casi siempre son personas conocidas, familiares cercanos, vecinos y otros que viven cerca o dentro de la misma casa.» > Sara García
Fotografía de Susana Maresca, Argentina
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Fotografía de Eugenia Carrión, Nicaragua
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LA PEOR PANDEMIA ES EL CAPITALISMO PATRIARCAL Quienes creemos en otro mundo posible esperamos ante cada crisis globalizada del capitalismo que ese gigante de pies de barro que acumula poder explotando personas, recursos y territorios por fin caiga. ¿Qué mejor momento que una pandemia como la del covid-19 para comprender que los trabajos relacionados con los cuidados de las personas son los realmente esenciales? ¿Qué mejor momento para ver que es posible consumir menos, viajar menos, contaminar menos? ¿Qué mejor momento para reforzar los servicios públicos y las redes comunitarias? ¿Acaso no ha quedado claro que nos va la vida en ello? El confinamiento llegó en plena cuarta ola feminista, con Argentina, Brasil, España, Turquía o Uganda como epicentros descentralizados de huelgas de mujeres, de protestas contra los feminicidios y marchas contra líderes políticos misóginos y fascistas. Llegó apenas unos meses después de que mujeres de todo mundo gritásemos a agresores y a gobiernos autoritarios «El violador eres tú». Nos dijeron “quédate en casa», «teletrabaja», “estudia en línea», y lanzamos muchas preguntas: ¿Y las personas que no tienen casa?, ¿y las que no tienen luz natu-
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ral, calefacción o una computadora?, ¿y las familias monomarentales?, ¿y las trabajadoras del hogar internas?, ¿y las mujeres confinadas con sus maltratadores?, ¿y las que están confinadas en un burdel? Recibimos por respuesta las cifras que constataban el aumento de desigualdades y violencias. Las feministas organizadas en España y en Latinoamérica reclaman que las restricciones y las ayudas dejen de tomar como sujeto al denominado BBVA —Blanco, Burgués, Varón, Adulto— y tengan en cuenta el impacto de género.
La Iniciativa Mesoamericana de Defensoras de Derechos Humanos (IM-Defensoras) lo expresó con suma claridad en un comunicado difundido el pasado marzo: La covid-19 no es una crisis sino el último síntoma, el más contundente de las «serias crisis (de cuidados, de cambio climático, de violencia, desigualdad, derechos humanos, entre otras) y expresa la insostenibilidad del modelo político, social y económico imperante en el planeta, reproducido por los estados cada vez más controlados por intereses privados».
Pero, claro está, la «necropolítica» o el «capitalismo gore» —conceptos acuñados respectivamente por el filósofo camerunés Achille Mbembe y la filósofa mexicana Sayak Valencia— vio una nueva oportunidad para lo que analizó la socióloga estadounidense Naomi Klein en La doctrina del shock al hilo de los atentados del 11-S: aprovechar el clima de miedo para hacer reformas antidemocráticas. «Nos preocupa que los Gobiernos se aprovechen de esta crisis para profundizar y normalizar ante la opinión pública sus políticas de control social, represión y persecución contra activistas y personas defensoras de los derechos humanos», advertía IM-Defensoras.
Como explican desde la Colectiva Feminista de El Salvador, «las desigualdades, discriminación y violencia que genera el sistema patriarcal es una pandemia histórica y mundial, que ha provocado más muertes que cualquier otro virus. De ahí que el abordaje de esta pandemia implique también cuestionar las diversas opresiones, transformar la educación, justicia y erradicar la discriminación».
Desde entonces, esta red no ha parado de denunciar el incremento de la represión y la brutalidad policial contra mujeres activistas o comunicadoras, pero no solo. Recordemos el asesinato el 10 de mayo de la joven de 22 años, Zulma Yamileth Valencia, en el departamento de Sonsonate, El Salvador, a manos de agentes de la Policía Nacional Civil, a la que luego acusaron de ser pandillera. Apenas dos semanas antes, el 30 de abril, organizaciones internacionales de derechos humanos ya habían reprobado unas declaraciones del presidente de El Salvador, Nayib Bukele, quien afirmaba que «el uso de la fuerza letal está autorizado para defensa propia o para la defensa de la vida de los salvadoreños» en el contexto de la lucha policial contra las maras.
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Nosotras reinventamos la vida
Las articulaciones surgidas de las huelgas feministas reaccionaron a las cuarentenas con planes de emergencia potentes como el de la Coordinadora 8M de Chile, que incluía entre sus propuestas organizar catastros para resolver comunitariamente los cuidados de la población en riesgo, de personas sin redes, de la infancia, de mujeres en situación de violencia de género, de personas que cuidan, etc. En el País Vasco, la plataforma Bizitzak Erdigunean (Las vidas en el centro) convocó a los gobiernos locales, agentes políticos, sociales y sindicales del País Vasco a una mesa de crisis con una propuesta exhaustiva de medidas integrales para reforzar lo público y lo comunitario. Los gobiernos ni siquiera se tomaron la molestia de contestar a la invitación.
Además de la incidencia política, se hizo evidente el liderazgo de las mujeres en las redes de apoyo mutuo, los comedores sociales y las cajas de resistencia. «Nuestras compañeras se convierten en la vanguardia, porque protagonizan las ollas y articulan espacios en los que debatir sobre otras cuestiones mientras cocinamos», explicaba Javiera Riquelme, chilena afincada en Buenos Aires, integrante de un comedor popular en el barrio 1-1114. O la lideresa garífuna hondureña, Miriam Miranda, citada por IM-Defensoras, sobre cómo las mujeres y los pueblos originarios tienen las fortalezas vitales para superar las crisis: «El saber del cuidado mutuo y la reproducción de la vida, la construcción de autonomías, el cuidado y cultivo de la tierra y el agua que nos alimenta o sistemas de salud alternativa y espiritualidades emancipadoras». Para Antonia Ávalos, portavoz de la asociación Mujeres Supervivientes de Violencia de Género de Sevilla, que además de fortalecer el comedor social que gestionaba desde 2013, proporcionó acompañamiento en la distancia a familias monomarentales y a mujeres confinadas con sus maltratadores , la situación es clara: «Ante el colapso del sistema, mientras el estado no dé soluciones, nosotras con nuestros propios recursos vamos a reinventarnos la vida, a reorganizar los afectos y los recursos con los que contamos para cuidarnos y protegernos». La pandemia ha actuado de catalizador de la crisis sistémica de cuidados que denuncian los movimientos feministas, agravando la situación de sus tres patas interconectadas: ante la falta de corresponsabilidad de los varones y de las administraciones públicas, las mujeres realizan esos trabajos gratis o en condiciones de explotación.
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Las asociaciones de trabajadoras del hogar denunciaron a nivel global desde marzo los despidos sin indemnización ni derecho a paro de muchas empleadas y el recrudecimiento de las condiciones para aquellas que trabajan en régimen de internas. En el caso de países que aún no han cumplido con su compromiso de ratificar el Convenio 189 de la OIT, como España o El Salvador, exigieron su firma urgente, y en países que sí firmaron, como Ecuador, la Unión Nacional de Trabajadoras Remuneradas del Hogar y Afines (UNTHA) denunció que apenas un tercio de las trabajadoras ha visto su situación laboral regularizada desde entonces. En cuanto al trabajo no remunerado, un reportaje de Greta Rico en la revista femenista mexicana Luchadoras da cuenta de la sobrecarga que el confi-
namiento y el cierre de colegios ha supuesto para las madres que trabajan fuera y dentro de los hogares. Apunta que, según datos del Instituto Nacional de Estadística y Geografía, las mujeres mexicanas trabajadoras en situación de pobreza emplean el triple de tiempo en el trabajo doméstico que los hombres; las mujeres no empobrecidas emplean el doble de tiempo que los varones (probablemente porque lo delegan en mujeres más pobres). La periodista reflexiona sobre cómo en tiempos de crisis «las mujeres son sometidas al cumplimiento de agendas económicas y mandatos políticos» pensados desde la lógica patriarcal, capitalista y colonial, y señala que durante el confinamiento volvió a quedar claro que «son las mujeres quienes sostienen la vida y la reproducción social gracias al trabajo no pago que realizan todos los días».
Me decía mi vecina Josune, profesora de educación primaria, que trabajar con mascarilla y con las ventanas abiertas la librará del coronavirus pero no de una faringitis o neumonía. Las mascarillas y los PCR como únicos dispositivos de control. La fiebre y la tos como únicos síntomas preocupantes. La distancia social como única forma de prevención. La vacuna como panacea. Las políticas públicas para enfrentar la pandemia no adoptan una concepción holística de la salud y de
la prevención de la enfermedad que incluya aspectos como que mantener el freno a las emisiones de CO2 permitió volver a respirar aire limpio en las ciudades después de la cuarentena. En España, por ejemplo, muchas familias asistimos ojipláticas al cierre de los parques infantiles antes que los bares y casas de apuestas, y al cierre de mercados populares al aire libre y la prohibición de ir a la huerta mientras los grandes centros comerciales seguían abiertos.
Salud es otra cosa
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La antropóloga mexicana Eva Bidegain publicó un artículo en la revista Amazonas, en el que alertaba de que «centrarse solo en la transmisión del virus covid-19 puede opacar las condiciones sociales y culturales en que se enferma y las razones de diferencias en el acceso a una atención biomédica oportuna. Los estados nutricionales, de vivienda, de fatiga y de enajenación por jornadas laborales importan tanto como la forma en que se propaga un virus en el aire». Comparaba la gestión de esta crisis sanitaria con otras como la de la tuberculosis, el ébola o el sida y advertía de que nuevamente determinados grupos sociales (personas migradas, refugiadas, sin techo) se verían más afectados, estigmatizados y segregados. En España esto ha ocurrido claramente otra vez más con el pueblo gitano. «El cuidado se torna un valor social en esta pandemia. Esto ha sido parte de las demandas del feminismo, como de las asociaciones mutuales de inmigrantes que procuraron la atención y prevención de la enfermedad de manera comunitaria a inicios del siglo XX», prosigue Bidegain.
Cuando el feminismo habla de poner los cuidados y la vida en el centro, eso implica hablar de trabajadoras del hogar y de corresponsabilidad familiar, pero también responsabilizar a los gobiernos neoliberales del colapso de la sanidad pública o de que las personas privadas de libertad o las ancianas que viven en residencias estén muriendo solas en situación de abandono.
IM-Defensoras publicó en mayo un compendio de herramientas de autocuidado y sanación que apelaba a cuidar las distintas dimensiones de la salud: la física, la emocional, la energética, la mental y la espiritual. ¿Se imaginan unas políticas públicas de contención y prevención de la covid-19 que contemplen todas ellas?
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Resulta difícil resistirse a la tentación de caer en teorías conspiranoicas teniendo en cuenta lo bien que le viene al sistema mantenernos atomizadas, aisladas, con restricciones que afectan seriamente al activismo social, con un estado de ánimo generalizado que lleva a la zozobra y el abatimiento. Lo bien que le viene al sistema convertirnos en policías que señalan a la vecina que no cumple las restricciones en vez de preguntarle si necesita ayuda. Lo bien que le viene que estemos debatiendo de mascarillas y de vacunas en vez de hablar de corrupción, de transnacionales, de fronteras. Claro que no lo consiguen, como prueba la manifestación por el aborto legal el 28 de septiembre en Ciudad de México, reprimida por la policía, por cierto.
Una encuesta de la Colectiva Feminista de El Salvador confirmaba que la cuarentena había provocado en las personas consultadas (la mayoría activistas sociales) «estrés, tristeza, angustia, ansiedad, irritabilidad, ira y miedo», emociones que dificultaban su resiliencia emocional. Ya lo decía la feminista india Krishna Hemaraj en un artículo traducido a castellano por la revista mexicana Luchadoras: «Una cosa es mantener el distanciamiento físico, pero habría que permitir que prospere la solidaridad social.
Admitámoslo, realmente aislarnos socialmente probablemente terminará matándonos más rápido que el virus». 65
«Resulta difícil resistirse a la tentación de caer en teorías conspiranoicas teniendo en cuenta lo bien que le viene al sistema mantenernos atomizadas, aisladas, con restricciones que afectan seriamente al activismo social, con un estado de ánimo generalizado que lleva a la zozobra y el abatimiento.» > June Fernández
Fotografía de Christian Eugenio Calderón Montaño, Bolivia
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Historia de uno de los fenómenos virales del año: el pana Miguel. Este meme muta y transmuta entre palabras y guasas de la cultura digital de los usuarios latinos. Millones de memeros hoy hacen reverencia a este gato, que… no te voy a mentir, ¡se ve bastante fresco!
DE GATO CUTE A PANA MIGUEL: CÓMO SE HACE UN MEME
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Un gatete canela maúlla. Está de pie, to tieso, como un pibe. Es asombroso. ¡Hagámoslo famoso! LOL! Eso debió pensar su dueño cuando lo grabó en un vídeo, en la ciudad china de Heze, y lo lanzó al cielo de los gatos: internet. Es lo poco que sabemos de este minino antes de que se convirtiera en uno de los personajes más populares, más mezclados y remezclados de los memeros latinos. Antes de que fuera el líder de la comunidad memera de los panafrescos. Antes de ser ¡el pana Miguel! ¡Miguel, mi pana! ¡Te quiero! No está en la condición del meme tener fecha de nacimiento ni pedigrí. Los memes son como la energía: ni se crean ni se destruyen, se transforman. Nice! Pero nos empeñamos en buscar su origen y observar su evolución en los virajes que van dando entre usuario y usuario anónimo. Eso es lo que vamos a hacer ahora, desoyendo la naturaleza y las leyes de lo viral. Haremos arqueología memera para descubrir cómo un vídeo puede dar origen a un hit en las imparables autopistas planetarias de la cultura viral. Aunque, fuck!, eso hace que veamos los memes bastante menos frescos. El punto de partida de este meme está en ese video casero, de calidad cutre, malarda, que grabraron en China el 22 de octubre de 2018. A los cuatro días estaba colgado en Youtube y en Dailymotion con un nombre que pedía atención a gritos: Kitten stands on two legs like a human (Gatito de pie sobre dos patas como un humano). Pero no tuvo un puto like. Apenas alcanzó unos pocos cientos de vistas. Una semana después hubo otro intento. Un usuario de Dailymotion advirtió el potencial del video y volvió a subirlo, aunque esta vez dirigido a la comunidad hispana. Le puso un nombre en español, Gatito en 2 patas, pero… ¡pero, illooooo, lo subiste sin sonido, sin los aullidos del gatardo! Fail! El video no llegó a las cuarenta vistas. Permaneció el gato en el pozo sin fondo de internet hasta que un año después, el 12 de octubre de 2019, alguien dio con él y lo llevó a uno de los mayores santuarios de memes del mundo, Reddit. Su foto apareció en el cajón (el subreddit) de lo Ohhh! y lo AWW!, lo tierno y lo cute, lo bunnie y lo mono, con un nuevo nombre: Buff cat boi (el gatito mamadísimo).
Reddit es una pista de despegue de memes. Por fin estaba en el lugar adecuado; era el fucking momento. ¡La gran oportunidad para empezar a rodar por webs de memes y entrar en la bola del shitposting! (cacapostear, según la RAE, o postear mierda, que se diría en la calle). Triunfó. Empezó la transformación sin control que exige un meme to gucci. Le pegaron todo tipo de cartelas basura. ¡Pam! Ahí que se llevó un Gucciballs («escroto excepcionalmente suave y afeitado», según el Urban Dictionary). ¡Pam! Ahí que le adosaron un Fuck with me (Folla conmigo o ¡qué más da el significado literal! Cualquier frase obscena, chula y agresiva vale). La imagen del gato escapó de la pequeñez del vídeo y pasó a manos de la comunidad. Al manoseo del meme, a la culturilla digital de moda del momento. Lo recortaron y lo pegaron en mil sitios. Ya era propiedad de los antojos de la comunidad memera y material del shitposting. Llegó el año 2020, muy al principio, antes de que la pandemia de la covid-19 se lanzara a correr por el mundo a velocidad de virus informático. Entonces pegaba fuerte el meme chileno «sentao de pana»: eran personas, animales y dibujos animados que aparecían sentados, despanzurrados, sobre cualquier asiento. En esos memes se leían las frases: «No te voy a mentir. Se le ve muy cómodo» y «No te voy a mentir. Se le ve muy fresco». En algún momento de lo viral se produjo el viraje definitivo. Por el mes de marzo se empezó a ver al gato recortado, sobre un tapiz negro típico de meme, que decía:
Miguel Mi pana Miguel Te quiero, mi pana La palabra pana no habla de la misma cosa en todos los países latinos. Dicen que en Chile es hígado; en España, una tela calurosa... Pero en estos memes su significado es amigo. Es la palabra de compadreo que utilizan en el Caribe, Venezuela, República Dominicana, Puerto Rico, Ecuador.
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A la vez que España se encerraba en cuarentena, a mediados de marzo, Miguel pilló la enfermedad. Lo contaba un nuevo meme que primero hablaba del diagnóstico, la muerte y el dolor («me dio depresión, me voy a matar») y revelaba después que todo era fake news («la noticia es falsa, lo raptó el Gobierno norcoreano»). ¡Fue una especie de fusión cuántica de lo viral! El virus de la covid-19 ocupó tantas informaciones y conversaciones en todo el planeta que acabó contagiando al mismísimo pana Miguel. No es de extrañar. Los memes son una caricatura, una versión esperpéntica, un espejo de mierda de la realidad. Apenas un mes después, el 11 abril, un youtuber llamado Un tal Sergio subió un vídeo que convertía en un rap esa historia que aparecía escrita en el meme. El youtuber había mezclado la imagen del meme con cortes y recortes de una canción del rapero español Porta titulada Hay siempre un sentimiento muerto en un corazón roto. El tema triunfó y a Porta le gustó. El rapero publicó un TikTok rapeando la canción del meme. Esto dio un empujón al pana Miguel, pero el verdadero hit llegó dos semanas después. Un músico español llamado Keyan vio este meme en un streaming del youtuber Orslok y compuso una canción titulada Pana Miguel. Ahí está escrito el ADN de este meme. En este temardo compuesto con el sonido de la generación Z, el autotune. ¡Qué grande! «¡Qué temazo, me cago en mi puta madre!», grita el caster Ibai en una retransmisión en Twitch en la que canta el tema entero.
Hace un rato conocí al pana Miguel, No te voy a mentir, se ve bastante fresco. ¡Lo tenemos! ¡Ahí están las dos frases que vienen del meme chileno «Sentao de pana»! Y una referencia al final del rap: «Prefiero quedarme aquí con mi pana, sentado». En cada línea de esta canción se pueden ver referencias a la cultura urbana actual y a la cultura gamer. La cultura que palpita y se difunde por la red. La cultura que mezcla en los videos de Youtube, los memes y los streamings de los casters palabras que ya no son ni argentinas, ni mexicanas, ni de la República Dominicana porque son palabras de todos, palabras de la comunidad. Aunque josear venga del Caribe, hace años que se canta en el trap español. Aunque buenardo venga de Argentina, la pronuncian los gamers de cualquier país hispano. Aunque pana venga de Venezuela y los países vecinos, en toda América y en España hay una comunidad de panafrescos que han hecho suya esta voz con un significado que desconocían hasta que conocieron a Miguel. Esa transformación de gatito cute a pana Miguel está muy bien contada en el canal Animal Antics de Youtube. Bajo aquel primer video que apareció el 26 de octubre de 2018, los usuarios explican:
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Normal people: lol look that cat is standing on two legs Latin America: MI PANA MIGUEL Gringos: kitten standing like a human Latinos: pana miguel 2018: huw que lindo el gatito Todos en 2020: awante mi pana miguel Recuerdo que este meme era de todo el mundo (shitposter, grasosos y panafrescos) ahora pertenese a la comunidad panafresca
Ese es el poderío de los memes: arrastran fans que los repiten, los replican y los modifican. Incluso originan comunidades, sentimiento de pertenencia y sentimiento de orgullo. Podemos leerlo en los comentarios que escriben los usuarios bajo el vídeo del pana Miguel. Ellos mismos se autodenominan panafrescos y se agrupan frente a los seguidores de otros memes, como los de la grasa: los grasosos. El meme trasciende. Pasa a las calles. Muchos adolescentes ahora llaman a sus amigos «mis panas» y repiten hasta hartarse una frase original, pegadiza y absurda: «Se ve bastante fresco». Ese es uno de los atractivos del shitposting y muchos otros memes: el humor absurdo. Tener que explicar un meme a alguien es mostrarle que está fuera, que no se entera, que es un boomer (así lo dicen los gringos, aunque los latinos tenemos una palabra mejor: pollavieja). Lo viral tiene su propio lenguaje: el lenguaje de lo que está pasando, lo que no deja de cambiar nunca, lo que no tiene normas, lo que desafía a los purismos. Porque el tiempo en la comunidad memera va mucho más rápido que en la calle. Todo se mueve y se transforma a una velocidad frenética. A menudo la caducidad es inmediata y, de hecho, poder mirar de frente a un meme, buscar su historia y hacer arqueología memera significa que ya vamos tarde. Que ya no se ve tan fresco, no te voy a mentir.
ZZZZ, ya me estoy durmiendo. Me voy a darle al play porque esto es un aburrimiento. 71
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«Es el poderío de los memes: arrastran fans que los repiten, los replican y los modifican. Incluso originan comunidades, sentimiento de pertenencia y sentimiento de orgullo. (...) Tener que explicar un meme a alguien es mostrarle que está fuera, que no se entera, que es un boomer (así lo dicen los gringos, aunque los latinos tenemos una palabra mejor: pollavieja). Lo viral tiene su propio lenguaje: el lenguaje de lo que está pasando, lo que no deja de cambiar nunca, lo que no tiene normas, lo que desafía a los purismos.» > Mar Abad
Fotografía de Gerardo Calderón, El Salvador
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COVID- 19.
MATERIA RESERVADA, GUINEA ECUATORIAL
Covid-19, malaria, ébola, tuberculosis, VIH sida… Cuando hace tres años se enfermó de la fiebre tifoidea, un día mi abuela le contestó al médico blanco —ese que con tono de voz riguroso nos recomendó que hirviéramos el agua de beber por el bien de la salud familiar— que las enfermedades malas siempre se bautizaban con nombres bonitos en la lengua de los blancos, siempre.
—África Negra es una tierra olvidada hasta por sus propios gobernantes, hija mía— me dijo mi abuela al oído mientras esperábamos en la sala de consultas. Me comentó, también, que en África Negra las pandemias se quedaban a dormir hasta que Occidente fabricaba vacunas y se acordaba de esta parte del mundo para sus ensayos clínicos y sus donativos de medicamentos caducados y adulterados. La crisis de la covid-19 llegó a Guinea Ecuatorial con el cargamento, no militar, de una grave crisis previa. Esta sería la oportunidad, con un poco de suerte y según discurrimos algunas personas, de que los gobernantes de nuestro país abrieran los ojos para ver las ruinas de una gestión de salud nunca realizada; de la inexistencia de un sistema sanitario nacional y universal tras cincuenta y dos años de «independencia». Parecía el momento. Occidente, sin vacunas ni infraestructura para solucionar los males de la pandemia, por fin le haría la cama, por necesidad, a nuestra
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élite política. Nuestros gobernantes ya no podrían tomar aviones privados para curarse de un simple dolor de cabeza, como de costumbre, en clínicas de lujo en Nueva York, París, Londres y Madrid, dejando de lado, otra vez, sus responsabilidades de Estado. La covid-19 no circula con tregua. Golpea y se va a otro huésped, a otro lugar, a otro país. Y a Guinea Ecuatorial nos llegaron los golpes. En un primer mes de reconocimiento de la llegada de la pandemia a Guinea, Salomón Nguema Owono, entonces ministro de Sanidad, con una frecuencia «legítima», dejó caer datos sobre el porcentaje de personas que paulatinamente contraía la enfermedad. Parecía una mínima esperanza de transparencia para la población guineana nacida después del golpe de Estado de 1979 y acostumbrada a la desconfianza en el poder Ejecutivo y sin expectativas democráticas. Parecía que la gestión de la cosa pública, por fin, se haría con una mínima transparencia, y más aún en un tema tan sensible como la salud. Pero, como siempre aquí, muy pronto llegó la decepción.
Bastaba con prestar una mínima atención a esos datos para descubrir muchas irregularidades. Por ejemplo, cómo se distinguía por nacionalidad a las personas contagiadas, se decía que la mayoría de los infectados era de origen extranjero. Pero muy pronto y contra esos datos, la población guineana empezó a caer.
Crisis sobre crisis, pero la que llega con covid-19, como la que viene con cualquier pandemia, no discrimina. Golpea sin reservas y lo hace a una Guinea Ecuatorial ―declarada durante decenios «materia reservada» por el dictador español Francisco Franco― en la que hoy, libre e independiente del colonizador, la gestión de la pandemia es materia reservada.
En un primer momento, el Gobierno guineano había vendido muy bien su gestión de la pandemia. Propaganda: «Covid-19 es cosa de blanquitos» y «el trabajo bien hecho por el Ejecutivo, en comparación con Occidente, hundido entre decenas de miles de personas fallecidas cada día».
La covid-19 se llevó por delante, incluso, a la representante de la OMS en Guinea Ecuatorial. Recién llegada, había publicado datos sobre la pandemia sin permiso del Ejecutivo guineano, según cuenta ese boca a boca tan habitual en esta tierra y que suele ser la fuente más fiable de información en un país como el nuestro.
Mientras el Ejecutivo guineano festejaba la victoria de su buena gestión, el resto del mundo —incluso el vecino Camerún, situado a catorce minutos de avión—, se armaba de valor político e institucional: visibilizaba los números de sus fallecimientos, de los contagios diarios registrados; creaba mecanismos de prevención, e incluso ayudas financieras para la otra grave crisis que se avecinaba, la económica. Y es que Guinea Ecuatorial mucho antes de la crisis de la pandemia ya se festejaba otra grave crisis nacional, la económica especialmente castigadora con las de siempre: mujeres y niños se visibilizaban pidiendo de comer en los espacios frecuentados habitualmente por las élites, esas personas de clase media y alta muy reconocibles en nuestro país. En los mercados públicos —lugares en los que se visibiliza la tradicional y dolorosa feminización de la pobreza en Guinea Ecuatorial— la infancia se revelaba como nueva diana del sufrimiento asociado a una crisis que llegó antes de la pandemia.
La situación se ha ido descontrolado en todos estos meses hasta tal punto que, en la Guinea Ecuatorial de hoy, el Gobierno baila en solitario frente a una población incrédula sobre unos datos estadísticos de la situación de la pandemia. El pueblo no cree y no es que sea costumbre acá otorgarle credibilidad y confianza al ejecutivo, pero todos los indicios apuntan a que la información se ofrece aquí sin rigor, sobre la marcha, el día que surge, y cuando surge para que algún miembro del Ejecutivo, el showman de turno elegido, se presente en los medios, con un informe que recuerda el apogeo del viejo discurso colonial español en dos de sus ideas principales: la consideración a las personas negras como menores de edad e incapaces de digerir información sobre la verdad de lo que sucede; y el miedo —eterno— a que contar la verdad podría significar perder la silla del poder.
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La covid-19 sí está aquí…
Pero antes de que llegara, la población guineana había normalizado que la muerte llega por cualquier motivo y, en el fondo, ¿qué más da que se mueran más individuos si morir sin motivo, aquí, ya era costumbre?
África Negra ama las pandemias con exceso, siempre se las queda. Mientras en gran parte del mundo se lucha como se puede frente a un enemigo invisible para proteger la salud del pueblo, aquí los gobernantes luchan por sobrevivir hasta su muerte en el poder para traspasarlo, heredado, a viudas, descendientes y los hermanos varones.
La covid-19 sí está aquí…
Antes el paludismo mataba a la población ya en el periodo precolonial, y sigue matando hoy, pero las instituciones públicas guineanas —de funcionamiento meramente testimonial— desconocen el porcentaje anual de individuos fallecidos a causa de la malaria...
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Y de tuberculosis… Y del VIH sida… Y de fiebre tifoidea… Y de fiebre amarilla… Y de gonorrea… Y de cólera… La lista sería muy larga. La población guineana fallece de enfermedades que históricamente ha ido padeciendo, pero la explicación de las causas de cada muerte es políticamente incorrecta. El/la paciente de Guinea Ecuatorial a la mínima dolencia prefiere acudir a la medicina tradicional ya que el sistema nacional de salud en Guinea Ecuatorial es testimonial e inservible y con esta pandemia toda esa miseria se desveló.
Antes, los velatorios y los entierros se producían con mucha frecuencia en este país, pero no con la que se observa en 2020. Es triste, pero la mayoría de las muertes por covid-19 que se producen en Guinea Ecuatorial tiene lugar en los hogares de curanderos. Es lo mismo que sucedía en el pasado con muchas otras enfermedades, y sucede, como ha demostrado la covid-19 en nuestro país porque la salud pública ―como otros asuntos de este Estado― sigue siendo, hoy como ayer y por desgracia, una materia reservada que mata. 77
«En los mercados públicos —lugares en los que se visibiliza la tradicional y dolorosa feminización de la pobreza en Guinea Ecuatorial— la infancia se revelaba como nueva diana del sufrimiento asociado a una crisis que llegó antes de la pandemia. (...) África Negra ama las pandemias con exceso, siempre se las queda. Mientras en gran parte del mundo se lucha como se puede frente a un enemigo invisible para proteger la salud del pueblo, aquí los gobernantes luchan por sobrevivir hasta su muerte en el poder para traspasarlo, heredado, a viudas, descendientes y los hermanos varones.» > Trifonia Melibea Obono
Fotografía de Alex Anzora, El Salvador
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Y AL DESPERTAR EL CAPITALISMO ESTABA AHÍ Y al despertar (al salir de la cuarentena de casi 200 días) la violencia estaba ahí. Y tenía que estar porque la violencia es el virus del capitalismo. Ese es su mantra. Ese es su modo de operar. Violencia sobre la naturaleza, lo no humano, las mujeres, los otros, la imaginación, la vida. Violencias que se monetizan y convierten en acciones de la bolsa: eso sin humanos.
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Pasiones tristes: el capitalismo
Y al querer despertar, tenía lo que llaman una pasión triste, dicen que lo escribió el filósofo Spinosa, esa de la espera, de la esperanza. Creímos en fe humanista que este virus nos haría escuchar a la naturaleza (aprender de los saberes ancestrales), habitar los cuidados (escuchar a los feminismos), bajar los consumos a sus proporciones mínimas (habitar el buen vivir), hacernos comunal (desmontar el yopitalismo), sentirnos cultura (lo que sabemos entre todos), pero nada de esto pasó. El capitalismo estaba ahí y se había expandido en sus violencias de macho, extractivista, guerrero e individualista. Es más, se expandió a la vida cotidiana: ahora la guerra es contra el cercano, el vecino, que se convirtió en el virus que me puede infectar, ganar el empleo, quitarme lo que «me merezco»: el otro se convirtió en el virus. Por eso no es tan raro eso de que nuestros gobernantes decidieran asumir que la lucha contra el virus era una guerra primero contra el chino, luego contra el emigrante, finalmente contra el ciudadano y contra todo lo que se atreva a pensar e imaginar con su propia cabeza. El autoritarismo triunfó, la lógica militar se tomó la vida cotidiana y cada uno comenzó a gozar su privilegio como superioridad moral. Así aumentaron las guerras contra las mujeres, los pobres, los viejos, «los desechables» decimos a la colombiana. Y se defendió a los ricos porque hay que impulsar más capitalismo, dice la receta. En Colombia se mató a todo el que pensara diferente: y volvieron las masacres de matar a muchos, además de las de
matar de hambre, por protestar, de encierro y de insanidad mental. El secuestrador de Colombia dijo que la justicia lo había «secuestrado» en su finca de miles de hectáreas que pagan 0 impuestos y tuitió: «Mejor toque de queda del Gobierno Nacional, Fuerzas Armadas en la calle, con sus vehículos y tanquetas, deportación de extranjeros vándalos y captura de autores intelectuales. Mejor que muertos, policías heridos». Y su súbdito obediente, que dice gobernar, explicó cínica e indolentemente que no son masacres que son «homicidios colectivos». Y van más de 43 masacres en el 2020. Y la policía asesina, y el que gobierna se pone su uniforme para autorizar que maten más. Y el pensar libre, el periodismo independiente, la cultura de atreverse se convirtieron en enemigos de nuestros líderes fascistas. Duele tanta indolencia antes los dolores del pueblo. Todo se llenó de egos que quieren todo sin saber para qué: y ese virus nos atraviesa de norte a sur y viceversa: la idolatría de los egos digitales. A la violencia real se le une la violencia simbólica que persigue a quien piense distinto a través de «perfilamientos» o como convertir en objeto de destrucción masiva a quien se atreva a disentir: y para eso se crean ejércitos digitales, se persigue con la policía fiscal y militar, se atemoriza con la amenaza y el matoneo. Nuestros egobernantes libran una guerra contra sus ciudadanos: violencias contra los periodistas en Twitter, invasión de fakes en Facebook y WhatsApp, compra de los viejos medios, criminalización del pensar libre. No quieren ciudadanos, quieren súbditos.
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Y si el capitalismo es violencia, los gobernantes son sus esbirros, los medios obedecen, las redes son el campo de batalla, triunfa el capitalismo del yo, en el cual cada uno sobrevive en una guerra contra el otro. Y todo se juega en los odios digitales del dame like!
Facebook y todas las empresas de tecnología nosotros los humanos sí somos el producto a vender, sí producen adicción y los algoritmos solo buscan monetizar, producir fakes y crear la polarización. Y esta es la violencia mayor que nos habita ―fin del paréntesis.)
(Paréntesis. Por esta época apareció un documental (The social dilema) donde los creadores de las drogas digitales se arrepienten y entran en modo rehabilitación diciendo que el daño está hecho y no saben cómo arreglarlo. Que ellos creaban cosas for the Good, pero que todo salió mal. Todo un acto nueva era de contrición. Ellos (son hombres) decían y dicen estar creando el futuro: solo que no tienen proyecto, luego no hay futuro. Por eso, el capitalismo les recordó que todo se desvanece en las acciones de bolsa: y que ahí es donde Fakebook y todas las empresas de algoritmos nos venden. Nosotros los humanos y nuestros deseos, prácticas, ideas somos el producto que se transa. Solo valemos por nuestra sangre digital. Y el demonio responde y dice: Facebook diseña para crear valor, no para la adicción. Facebook es financiada por la publicidad para mantener libre a la gente. El algoritmo de Facebook no es diabólico, solo hace que la plataforma sea relevante y útil. Facebook protege la privacidad de la gente. Evitamos la polarización. Protegemos la integridad de las elecciones políticas. Luchamos contra las noticias falsas, la desinformación y el uso de contenido dañino a través de una red global de socios de verificación de hechos. Ergo, luego para
No aprendimos nada. Perdimos estos más de doscientos días con nosotros mismos. No oímos. O tal vez sip. Oímos que el capitalismo se hace desde y con las violencias; que a los ricos del mundo poco o nada les importa los pobres; que la violencia mayor son nuestros líderes que solo saben militar en su yo y militarizar a los otros; que las religiones se perdieron, aunque haya presidentes que les rezan. Escuchamos y nos dimos cuenta de que el virus es el yo, ese ego que nos habita. Y que el virus es el capitalismo macho, blanco y occidental dispuesto a matar para mantener el poder y el statu quo. Capitalismo que tiene como mantra el extractivismo de recursos humanos, naturales y simbólicos, violencia que se expresa en ese virus de la devastación ambiental y humana. En América Latina estamos asistiendo a un terricidicio o asesinato sistemático de la tierra y un humanicidio o asesinato simbólico de los humanos que piensan con su propia cabeza. En Colombia, por ejemplo, las vacas tienen más tierra que los campesinos, el 80 % de la tierra es para las vacas.
Pasiones alegres: la amistad, las mujeres y los diversos
Y, también, descubrimos nuestra fragilidad humana y que hay que vivir más allá de las patrias, las empresas, la familia, dios… habitar en la matria de los amigos. Y ya en la matria de los amigos aparecen las pasiones alegres, esas de sonrisas, juego, imaginación, experimento y belleza. Las pasiones alegres que se celebran en el encuentro que cuenta Spinosa. Los amigos, la cultura, el arte, las músicas, las alegrías, los cuerpos, el baile, el humor, la belleza. Caímos en cuenta de que las mujeres y su filosofía del cuidado son la propuesta política que necesitamos para hacernos más humildes y comunales; constatamos que las culturas ancestrales han sabido preservar el ecosistema con sus rituales espirituales y sus saberes del buen vivir. Asistimos a la necesidad de pensar intelectualmente para expandir imaginarios
y modos de vida. Y saber que como me dicen por aquí «lo que es bueno para la tierra es bueno para todos», privilegiar el interés de lo común, experimentar otras formas de existir, narrar y pensar en otros guiones al occidental, blanco y masculino. La pregunta es ¿quién cuida la vida? La respuesta es las mujeres, las culturas ancestrales afro e indígenas, las músicas, las artes, las bellezas: las ideas bonitas, alegres, amables y gozosas. La respuesta es practicar otras ficciones y así, de pronto, crear otros modos de existir. América Latina ha demostrado que eso de imaginar y ser de otro modo se hace desde abajo, en colectivo, con humor y baile. ¡Soñar no cuesta nada! decimos los pobres y pobre es el que no sabe bailar afirman las culturas del Caribe. Bienvenidos al baile de soñar de nuevo. Pequemos contra la religión capitalista y sus evangelios algorítmicos.
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Fotografía de Ricardo General, Chile
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«El capitalismo es violencia, los gobernantes son sus esbirros, los medios obedecen, las redes son el campo de batalla, triunfa el capitalismo del yo, en el cual cada uno sobrevive en una guerra contra el otro. Y todo se juega en los odios digitales del dame like! (...) La pregunta es ¿quién cuida la vida? La respuesta es las mujeres, las culturas ancestrales afro e indígenas, las músicas, las artes, las bellezas: las ideas bonitas, alegres, amables y gozosas. La respuesta es practicar otras ficciones y así, de pronto, crear otros modos de existir. » > Omar Rincón
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Fotografía de Rossana del Valle, Argentina
¿PARA QUÉ SIRVE LEER? En las películas y las series de zombis nadie ha visto películas ni series de zombis. Eso fue lo primero que pensé el jueves 12 de marzo, después de recoger a mis hijos en el colegio, mientras esperábamos el bus número 6 hacia la cuarentena. En esas ficciones los protagonistas aprenden lentamente que la cabeza es el punto débil de los muertos vivientes o que no puedes tener compasión de ninguno de ellos, ni siquiera de ese que diez minutos antes era tu hermano pequeño o tu abuelita, porque ahora solamente quiere comerse tus vísceras, el muy glotón. Al igual que esa ausencia en la biografía de los personajes es fundamental en el género zombi, ¿lo será de la condición humana la ausencia de relatos que nos hayan preparado para los grandes acontecimientos históricos? Que yo sepa no existían novelas sobre guerras mundiales antes de 1914 ni películas sobre atentados terroristas que derribaran rascacielos icónicos antes del 2001. He leído y he visto muchas ficciones postapocalípticas, incluso escribí una: ninguna de ellas tramó una pandemia que en pocas semanas se volvía global y nos encerraba a todos.
No salí de la espiral hasta el jueves en el supermercado, cuando casi rompo a llorar ante la estantería vacía de desinfectantes.
Durante la primera semana de confinamiento, en que fui el único miembro de la familia que salió —a comprar comida y a tirar la basura—, sentí constantemente la derrota de la imaginación, de la literatura, de la lectura. El virus no era culpa de nadie, pensaba en bucle, pero sus consecuencias estarían siendo menores si la crónica o la ficción nos hubieran preparado para su impacto. Si hubiéramos leído y digerido los libros o los documentales sobre el ébola o la gripe aviar, cuando las epidemias dejaron de ser noticia. Si en vez de tanto zombi y tanto desastre espacial, hubieran circulado —por nuestras librerías y plataformas— narrativas sobre virus, contagios y colapsos de sistemas sanitarios. No salí de la espiral hasta el jueves en el supermercado, cuando casi rompo a llorar ante la estantería vacía de desinfectantes. De pronto vi las mascarillas de los empleados, la distancia de seguridad que separaba a la gente en las colas, el compacto silencio, y me di cuenta de que me encontraba en la asepsia y el miedo de las tiendas de El cuento de la criada. Una ficha de dominó empujó a la otra: de golpe fui consciente de que no salimos de casa durante el fin de semana porque hemos leído, de que sabemos diferenciar los bulos de los hechos porque hemos leído, de que hemos sido capaces de organizar una rutina de actividades y lecturas en el encierro porque hemos leído, de que todas las personas que estábamos en el supermercado respetábamos los protocolos porque, aunque algunas ya no lean, todos hemos leído, de que nuestros enfermeros y nuestras médicas no serían quienes son sin nuestros profesores y profesoras, de que pese a las mezquindades de una minoría, el aplauso lo merecemos la gran mayoría. Y de que para todo eso sirve la lectura.
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«El virus no era culpa de nadie, pensaba en bucle, pero sus consecuencias estarían siendo menores si la crónica o la ficción nos hubieran preparado para su impacto.» > Jorge Carrión
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Fotografía de Edwin Jonatan Funes, El Salvador
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EL CONTAGIADO ERRANTE… (y otras mentiras sobre la covid-19 en estos meses de desinfodemia en El Salvador)
Este virus se transmite de pantalla a pantalla y se llama desinformación. En un país en el que nueve de cada diez personas aseguran haber consumido información falsa, dicho fenómeno provoca que muchos crean en audios de WhatsApp como uno que aseguraba que el paciente cero se había paseado por todo el país esparciendo la enfermedad antes de llegar a casa. Una buena noticia y una mala. La buena es que hay vacuna para este mal. Se llama alfabetización mediática informacional, o sea, formar en competencias críticas a las audiencias. La mala es que aún no llega en dosis suficientes para vacunar a los ciudadanos de este país. 90
La primera gran fake news sobre la covid-19 fue filtrada media hora después de que El Salvador entrara en shock por una información verdadera. A las 8:24 p.m. del 18 de marzo de 2020, el presidente del país, Nayib Bukele, anunciaba en cadena de radio, televisión y sus redes sociales el dato real menos esperado y más aterrante: el primer caso positivo en el país. El mandatario fue escueto. Apenas comunicó que el infectado había viajado a Italia, que no tenía registro de entrada en migración y que fue ubicado en Metapán, un pueblo situado en la esquina del territorio nacional que linda con Guatemala y Honduras. Eso fue todo en aquel anuncio oficial. Unos treinta minutos después, sin embargo, un audio con información curiosamente más detallada empezó a circular por WhatsApp. En él, una voz ―masculina, alarmista y agitada― narraba que el paciente cero había entrado al otro extremo del país por un punto ciego y que desde ahí se había cruzado como un errante enfermo por ciudades enteras, esparciendo las semillas del virus, hasta, finalmente, depositarlas en su tierra, Metapán. Contada así, la historia parecía una road movie de terror que evoluciona a un ritmo endiablado. En pocos minutos, el mensaje se viralizó por los chats de la citada aplicación; en Facebook y Twitter. Como resultado, algunos salvadoreños se fueron a la cama aterrados al pensar que el contagiado pudiera haber hecho escala en sus vecindarios. Fue una noche fatídica. El autor del audio, un tipo de estilo alarmista, no se identificaba. Tampoco citaba ninguna fuente, pero hablaba con la propiedad y el estilo característico del narrador de un telenoticiero amarillista cualquiera. Aquel tono, no obstante, en medio de la zozo-
bra generada por los pocos conocimientos sobre la pandemia que teníamos en ese momento, y estimulado por una población con escasa alfabetización mediática e informacional, provocó que muchos terminaran por creer aquel mensaje o que, en su defecto, decidieran compartirla con sus contactos, «por si las dudas». Así, la misma noche del primer caso positivo por covid-19 en El Salvador, el audio inauguró también un trajín de datos falsos y engañosos sobre la enfermedad. Volátiles y continuos, esos mensajes se encargarían de infectar pantallas y mentes a la misma velocidad que el virus biológico se esparcía por los organismos de varias decenas de miles y mataba a cerca de un millar a la hora de escribir estas letras. La Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO) ya le ha puesto nombre a esta otra afección: desinfodemia. Un virus ―expresa su página web― que «puede ser más mortal que la desinformación sobre otros temas, como la política y la democracia». Hay estudios que demuestran que, en efecto, la alfabetización mediática en El Salvador ―entendida como la formación de capacidades críticas en las audiencias― es escasa y que tal condición posibilita que bulos como el del errante contagiado fluyan como un barquito de papel en una correntada. Un artículo relacionado con esos estudios y publicado en el libro Media Education in Latin America concluyó que El Salvador «tiene altos grados de consumo mediático». La deuda, continúa el texto, es que no cuenta con la necesaria educación. Y eso, en pocas palabras, limita el entendimiento de los contenidos «desde una perspectiva informada y crítica».
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Existen datos que confirman ese alto consumo mediático. La posesión de celulares ―que suman nueve millones y medio de unidades en un país de más de seis millones y medio de personas, según proyecciones oficiales― y las coquetas ofertas de las empresas de telefonía ―que ofrecen a brazos abiertos opciones baratas y hasta gratuitas para acceder a Facebook o WhatsApp― han situado a las redes sociales digitales como una importante fuente de noticias. Un estudio realizado en 2019 por la maestría en Gestión Estratégica de la Comunicación de la Universidad Centroamericana (UCA) y la Escuela de Comunicación Mónica Herrera reveló que 45.5% de los encuestados a nivel nacional se informa a través de redes sociales digitales. La cifra llega a 62% entre jóvenes de 18 a 29 años. Y aunque baja a 11% entre mayores de 60, todavía fieles a sentarse en el sofá a mirar el noticiero de televisión, muchos adultos acuden a sus nietos para validar lo que ven.
sultados que manifestó haber recibido información falsa lo hizo a través de redes sociales. El segundo lugar en menciones se lo llevaron los periódicos digitales, con 41.7%. Quedaron atrás televisión (25.7), periódicos impresos (18.4) y radio (10.3). Los investigadores también consultaron si las personas verifican si la información que consumen es cierta y solo el 19 % aseguró hacerlo «siempre». Mirar con recelo los contenidos ―periodísticos o no― es, pues, una práctica huraña entre los salvadoreños.
Además, ya para ese entonces, cuatro meses antes del audio con la falsa travesía del paciente cero, la citada investigación revelaba los primeros datos duros sobre desinformación en El Salvador: 87% de los consultados dijeron haber leído, visto o escuchado noticias falsas. Prácticamente, nueve de cada diez ciudadanos. Una cifra impresionante.
Además de aquel audio de WhatsApp con la ficticia travesía del metapaneco, los salvadoreños desayunaban a diario todo tipo de bulos: imágenes de hospitales hondureños desbordados que cuentas de Twitter hacían pasar por salvadoreñas, reportes sobre personalidades de la política presuntamente contagiados y más audios sobre supuestos focos de infección.
Llamadas fake news (en inglés), son solo uno de los síntomas de una enfermedad mucho más peligrosa: la desinformación. Esta, además de datos falsos, comprende también la transmisión de información engañosa, parcialmente cierta o mal intencionada cuyo fin es manipular la opinión pública en favor o en contra de grupos o personas. Y aunque en este país y en el mundo es práctica vieja ―especial, pero no exclusivamente en épocas de elecciones―, el incremento de usuarios de internet y de redes sociales las ha situado en la tarima principal de la discusión pública sobre periodismo en la actualidad. Eso sí, quizás por mera simplificación semántica, es el término fake news el que monopoliza reflectores. Para muestra, el estudio de las mencionadas universidades centró buena parte de sus esfuerzos en ese tema. Según los resultados, el 67.7% de los con-
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Esa era la fotografía previa a la pandemia. Pero, como en casi todas las facetas de la realidad, una vez el presidente Bukele anunció el 11 de marzo el inicio de la cuarentena, el periodismo y la comunicación digital salvadoreña entraron también en una «nueva normalidad». Y en ella, distinguir la información falsa de la verdadera sería tan indispensable como andar un botecito con alcohol gel en el bolso o una mascarilla tapándonos la boca.
Algunos de estos últimos tenían impacto local. Por ejemplo, el 2 de abril, los grupos de WhatsApp de los vecinos de la colonia Las Arboledas, en el municipio de Colón, al suroccidente de San Salvador, hirvieron cuando circuló lo que parecía ser un tuit de Bukele informando del primer caso en la residencial. Bastaba ir a la cuenta oficial del mandatario para comprobar que era montaje. Sin embargo, apurados por la incertidumbre de ese juego macabro de adivinar qué casa y qué pasaje, pocos se detuvieron a verificar. En otras ocasiones, el que no verificaba era el mismo mandatario. La revista Factum recopiló en mayo nueve ejemplos de lo que llamó «desinformación presidencial». Entre ellos, destacaba cuando, el 5 de ese mes, Nayib Bukele desmeritó el número de casos a la baja de Costa Rica, porque, supuesta-
mente, se debía a que estaban tomando menos pruebas; algo que las autoridades de la vecina nación desmintieron. O cuando, semanas antes, el 23 de marzo, el funcionario retomó información de un mensaje que circulaba en Twitter para asegurar que Estados Unidos estaba enviando recursos militares para hacer cumplir la cuarentena en ese país, tratando así de instar a los diputados salvadoreños a aprobarle mecanismos parecidos. La desinformación radicaba en que, según la Secretaría de Defensa de la nación norteamericana, el tuit que citó Bukele era falso. La publicación presidencial aún permanece ahí, con más de 15 mil likes. Ambas vías de comunicación del funcionario ―cadenas nacionales y Twitter― han estado salpicadas de polémicas desinformativas. Por un lado, las cadenas ―cuya señal piloto debe ser retransmitida obligatoriamente por todas las frecuencias de radio y televisión― se convirtieron durante la pandemia en largos espacios de hasta dos horas de duración en las que Bukele presentaba videos de otros países desbordados por la covid-19 como advertencia de lo que les podía pasar a los salvadoreños si no seguían sus recomendaciones, apelando casi siempre a emociones más que a datos, a Dios más que a la ciencia. Y por el otro, Twitter. Desde ahí acusó a los opositores de «babear por ver cadáveres en la acera» y desalentó el consumo de medios de comunicación que cuestionan su proceder. La cuenta oficial del presidente Bukele superaba para octubre los 2,100,000 seguidores. La suma de todos esos elementos propició un fenómeno desinformativo mayúsculo en El Salvador. De hecho, la UCA y la Escuela Mónica Herrera, con apoyo de DW Akademie, repitieron su estudio en un afán de medir el consumo noticioso, esta vez, mediado por la cuarentena. Los resultados aún no han sido publicados oficialmente al cierre de este texto, pero los investigadores adelantan que, aunque los datos sobre exposición a información falsa durante la pandemia se mantuvieron en 87 %, quienes lo hicieron a través de redes sociales aumentaron 20 puntos porcentuales.
De nuevo, los expertos piensan que la vacuna a esta otra enfermedad es la alfabetización mediática e informacional. Meses después de que el libro Media Education in Latin America contara el desesperanzador paisaje en el país, algunos primeros esfuerzos invitan a ser optimistas. Por ejemplo, DW Akademie, en alianza con las dos universidades citadas, ha desarrollado unas primeras jornadas de capacitación con maestros y jóvenes salvadoreños; y esperan que los datos de las investigaciones sirvan de base para establecer futuros procesos de formación masivos que vuelvan a las audiencias más críticas. También algunos medios de comunicación desarrollan los primeros ensayos. Los más comprometidos con un periodismo crítico, sobre todo, han empezado a invertir tiempo en desmentir los bulos informativos, en especial cuando son diseminados por funcionarios o personajes poderosos. Aun así, la cuesta es prolongada y está llena de obstáculos. Uno de ellos es el mismo aparataje del Gobierno salvadoreño que, arropado por altos niveles de popularidad (7.69 % de aprobación obtuvo el presidente en su primer año de gestión, según un estudio de la UCA), se empeña en desmeritar el trabajo de la prensa. Otro es una población con poca afición por la lectura. El 55 % de los salvadoreños «nunca o casi nunca» lee por ocio o interés personal, según un estudio de la Organización de Estados Iberoamericanos para para la Educación, la Ciencia y la Cultura (OEI) realizado en 2013. El camino para construir una ciudadanía salvadoreña más crítica es, pues, todavía largo y complicado; casi tanto como la ficticia travesía que el audio de WhatsApp le atribuyó al paciente cero aquella fatídica noche. La buena noticia es que este viaje es real. Y que lejos de ir por ahí repartiendo el virus por ciudades enteras, como falsamente aseguraba aquel mensaje digital, la vacuna de la alfabetización mediática e informacional podría, en cambio, repartir criterio y capacidad de análisis a las audiencias hasta aplanar la curva de la desinfodemia. Algunas de las preguntas importantes que quedan en el aire son cuánto tardaremos en desarrollarla en El Salvador y cuántas víctimas habrán caído antes en el camino. Eso ya lo veremos.
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Fotografías de Freddy Ivan Barragán García, Bolivia
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«Llamadas fake news (en inglés), son solo uno de los síntomas de una enfermedad mucho más peligrosa: la desinformación. (...) Una vez el presidente Bukele anunció el 11 de marzo el inicio de la cuarentena, el periodismo y la comunicación digital salvadoreña entraron también en una “nueva normalidad”. Y en ella, distinguir la información falsa de la verdadera sería tan indispensable como andar un botecito con alcohol gel en el bolso o una mascarilla tapándonos la boca. » > Willian Carballo
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ESTE LUGAR ES UNA PROMESA Por Daniela Rea
Fotografía de Ana Patricia Menéndez, El Salvador
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Una noche de cuarentena mi hija mayor se acercó y me dijo: «¿Mamá, te digo un secreto? tengo mi mente contaminada de preocupaciones». Mi hija mayor tiene seis años y su frase me sorprendió por la claridad de identificar lo que siente y el terror de saber que lo siente. Su preocupación es que un día no se lave las manos lo suficientemente bien y se enferme del virus; su preocupación es que un día tiemble y sus juguetes queden bajo los escombros, Naira duerme con una caja llena de sus juguetes favoritos para alcanzar a salvarlos en medio del temblor. Su preocupación es, también, ver a su mamá alterada, trabajando desde que ella abre los ojos hasta que se va con su hermana a dormir: mamá y la computadora, mamá y el tiradero, mamá y los trastes.
«Mamá yo no sé lo que significa ser mamá porque no tengo hijas, pero parece que es cansado, también bonito, pero mucho trabajo. Y no sé si estabas mejor antes de que llegáramos, cuando solo estaban tú y papá, cuando viajabas y conociste a papá», me dijo otro día en que les pedí que recogieran sus juguetes y respetaran el trabajo que significa mantener en orden la casa. El mundo no ha parado y yo estoy agotada, estoy enojada, estoy triste. Desde que estamos en cuarentena vivimos varias vidas paralelas. La vida de la casa y lo que implica mantenerla viva, la vida de las hijas y su escuela, la vida del trabajo, la vida de los imprevistos. Si bien antes ya nos ocupábamos de todas esas vidas, ahora todas esas vidas suceden al mismo tiempo y son demandantes e insaciables.
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Y nosotras mujeres, madres, nos hemos encontrado capaces de maniobrar y mantener una casa, un trabajo, una comunidad ―la maestra de mi hija es madre soltera y al notar que Naira se distraía en la sesión grupal ofreció darle clases por separado― a costa de nuestro bienestar físico y emocional y del de nuestras hijas. Y siento rabia al ver cómo extendemos los límites de lo posible para preservar y cuidar la vida que depende de nosotras, que está aquí alrededor, y que quien se sostiene de ella, de nosotras, parece no inquietarse.
Cuando cumplimos una semana confinadas en nuestro departamento en la Ciudad de México las niñas construyeron un campamento en la sala. Desarmaron el sofá, colocaron los cojines en el tapete, trajeron cobijas, almohadas, cubetas llenas de las bolsas de frijol, arroz, garbanzo; con ellas enterraron palos de escoba como mástiles para elevar sábanas y cobijas como un techo.
Un día regañé a mi hija mayor de seis años y se fue a meter a su casita-campamento. No me habló y no salió en toda la tarde. Dejó caer la sábana como si cerrara una puerta y me impidió entrar. Otro día que reprendí a las niñas por no recoger su tiradero y amenacé con sacar a la barredora -la maléfica escoba que devora todos los juguetes en el piso-, Emilia, la pequeña, se arrojó sobre ellos como si fueran los dulces de la piñata, los cargó en la falda de su vestido y corrió a guardarlos a su cuarto. Rato después me invitó a que pasara: no sólo no había tiradero, sino que las habitantes de su casita de muñecas donde cohabitan caballas, sirenas y playmobil también habían recogido ese espacio: los minúsculos muebles estaban replegados a la pared, y la caballa mamá e hija acostadas, con sus pequeños zapatitos acomodados al pie de la cama.
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Mientras redacto estas palabras leo en internet que en México durante los primeros seis meses del año 2020 casi 10,000 niñas y niños han ingresado a hospitales por lesiones, producto de violencia de sus cuidadores. El encierro nos ha llevado a los límites de la cordura, de la paciencia, de la ecuanimidad y el que se esperaría que fuera el espacio más seguro para estar, el hogar, en este contexto se convierte en un lugar de tensiones constantes, de violencias latentes. Campamentos en la sala, casitas de muñecas. Estos espacios que las niñas construyen dotan de sentido el encierro y las consecuencias de éste. Para ellas ambos espacios operan como un refugio que las protege de miedos reales e imaginarios. Para mí ese refugio es acostarme entre ellas y cachorrear y repetir una y otra vez que estamos juntas, juntas con nuestro compañero, y que pase lo que pase siempre podremos volver a empezar. Ese lugar que formamos con nuestros cuerpos, con nuestra ternura y nuestro aliento es mi refugio de los miedos reales e imaginarios. Y también a veces de mí misma. Confío en este lugar y las promesas que me hace.
(Refugio, etimológicamente, significa algo así como «la acción de huir hacia atrás», se usaba para hablar del «lugar secreto y protegido al que se huía en caso de necesidad»).
Han pasado seis meses de confinamiento y ahora mismo nos sentimos incapaces de distinguir el pasado y de imaginar un futuro vivible fuera de los cuerpos cansados y enfermos que habitamos; un futuro que no sea a costa de los cuerpos esenciales para sostener la vida. Ahora que han pasado tantos meses de encierro intentamos encontrar una rutina, un ritmo que nos permita transitar estos días con cierta ecuanimidad. Rutinas paradójicamente inestables, que cambian con nosotras. Cuando nació mi primera hija y mi vida dejó de ser la de antes encontré un equilibrio con ella; cuando nació la segunda, encontramos un equilibrio con ella. Ahora intentamos esa búsqueda de un nuevo equilibrio. Siento que no lo he encontrado: a veces transito de la calma a la furia; otras veces me rindo a ese oleaje como una náufraga. Esta búsqueda de equilibrio me hace pensar en lo que plantea Donna Haraway sobre el cultivar respons-habilidades y en cómo cultivarlas dentro de casa con mis hijas, por ejemplo. Pienso en lo que yo y mi compañero podemos hacer para cuidarlas y en las capacidades de ellas para cuidarse entre hermanas, para cuidar también de mí, de nosotres. Seguimos imaginando lugares que nos permitan construir un sentido a todo lo que gravita alrededor de nosotras: miedo a la enfermedad, al sismo, al desempleo, soledad, aburrimiento, tristeza, ansiedad, fastidio, mamá enojada, tiradero, castigos, decenas, cientos de mensajes de trabajo pendientes. Y siguiendo con Haraway toca aquietar las aguas turbulentas y reconstruir lugares tranquilos, que sean posibles de habitar: un campamento en la sala, unas caballas dormidas en la casa de muñecas, una pregunta, un secreto antes de dormir.
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«El encierro nos ha llevado a los límites de la cordura, de la paciencia, de la ecuanimidad y el que se esperaría que fuera el espacio más seguro para estar, el hogar, en este contexto se convierte en un lugar de tensiones constantes, de violencias latentes. (...) Han pasado meses de confinamiento y ahora mismo nos sentimos incapaces de distinguir el pasado y de imaginar un futuro vivible fuera de los cuerpos cansados y enfermos que habitamos.» > Daniela Rea
Fotografía de Cardillo Guerra, Italia
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GRACIAS POR EL MIEDO
Los llamados empezaron a fines de abril, o quizás en los primeros días de mayo. Eran radios, sobre todo, en esos días de confinamiento, o algún programa de televisión por Zoom o por Skype, y querían preguntarme qué pensaba sobre el aumento del hambre que traería la pandemia. Me sorprendieron, porque hacía mucho que nadie me preguntaba nada sobre el hambre. Pero resulta que la FAO había vuelto a atacar con sus cifras y eso, entonces, inducía las preguntas.
―¿Qué opina de esos cálculos que dicen que habrá entre ochenta y ciento treinta millones de hambrientos…? Las cifras de la FAO son un gran momento de la ficción global. La Food & Agriculture Organisation es el departamento de las Naciones Unidas que se ocupa, entre otras cosas, de contar los hambrientos del mundo. Lo hace, es cierto, en condiciones complicadas: los hambrientos ―a menos que sean vocacionales― son pobres que viven en países pobres, cuyos estados no consiguen siquiera alimentarlos; mucho menos, por supuesto, contarlos con detalle y precisión. Así que sus estadísticas tienen dos características básicas: son las únicas ―canónicas, citadas― y son perfectamente inciertas. Son números mutantes, tan variables: no hay nada más dinámico que la cantidad de hambrientos en el mundo contados por la FAO. No es infrecuente que se les pierdan setenta millones de desnutridos por aquí o por allá o que, en el año 2000, les aparezcan ciento veinte millones nuevos de 1990, disculpe, no los había visto. Lo cual no sería particularmente grave si no fuera porque esas cifras se usan
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para decidir el destino de miles de millones de dineros en ayudas y el destino de ciertos burócratas y el destino de algunos gobiernos ―y el destino de tantos hambrientos. Por eso no les hice mucho caso cuando publicaron, hace unos meses, que «una estimación preliminar sugiere que la pandemia puede agregar entre 83 y 132 millones de personas al número total de desnutridos del mundo». Pero los periodistas, confiados, confinados, sí se lo hicieron y empezaron a llamarme para preguntarme por ese dato que, pese a todo, les había llamado la atención. Messi no aparecía pero eran, a fin de cuentas, como cien millones de personas. ―¿Y por qué se preocupan ahora por cien millones más cuando hace tres meses no se preocupaban por los ochocientos millones que están pasando hambre siempre? ¿No les parece un poco hipócrita? Les contesté más de una vez. Lo siento, pero me cabreó. Pensé que quizás se trataba de su idea de «noticia»: que esos ochocientos millones siguieran allí no era, brutalmente, nada nuevo, en cambio la aparición de millones más lo era. O quizá nuestra incapacidad para contar lo que no sucedió dos días atrás, para hacer del mundo en que vivimos una explosión de historias. O si acaso su cinismo puro y duro: con algo hay que llenar la pantallita y esto podría impresionar al público y mostrarnos como buenas personas preocupadas. Hasta que busqué el comunicado de la FAO y lo volví a mirar. Allí ―aunque ninguno de los periodistas que me llamaron la hubiera citado― yacía agazapada la razón más potente:
«Pockets of food insecurity may appear in countries and population groups that were not traditionally affected», decía: que unos «bolsillos» ―¿bolsillos?― de «inseguridad alimentaria» ―cómo odio ese giro del burocratés― pueden aparecer en países y grupos de población que no eran tradicionalmente afectados» ―por el hambre, se entiende. Allí sí había una clave ―y es, probablemente, una de las claves de la pandemia―: que, así como empezó a morirse gente que antes no se moría, empezarían a pasar hambre personas que antes no. Que, por acción y efecto de los virus, el hambre podría perder, en ciertos casos, su característica principal: ser algo que les pasa a otros. El miedo ―la gran variable de estos tiempos― se posaba cual nube de pedos sobre tantas cabecitas casi rubias. (Siempre tenemos miedo: sin el miedo no habría estados, religiones, compañías de seguros, bastones, policía, parejas estables, heladeras. Pero nunca en mi corta vida lo vi tan presente como en estos meses pandémicos. El miedo, ahora, se apoderó de todo, diseña nuestras vidas, permite a los gobiernos legitimar exce-
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sos que nunca habríamos soportado, conduce y justifica. El miedo posibilitó que los estados definieran nuestros actos como nunca antes: que decidieran dónde podemos ir, a quién podemos ver, cómo tenemos que mostrarnos u ocultarnos. Y el miedo al hambre hizo que ―algunos― volvieran a pensar en el hambre, y lo temieran súbitamente cercano.) Si algo hizo la pandemia fue asustarnos con la idea de que esas cosas que les pasaban a los otros podían pasarles a cualquiera: cualquiera podía contagiarse, morirse, encerrarse, quebrar. Y que muchos ―tampoco cualquiera― podrían pasar hambre. Por eso la FAO y sus cien millones, por eso los periodistas y los cien millones de la FAO. Y por eso, sobre todo, los estados: la forma de reacción contra la amenaza generalizada del hambre fue, en la mayoría de los países, intervenciones estatales. Ahora casi todos los estados están distribuyendo ayudas ―en especias o en dinero― para que sus súbditos coman. Lo hacen, incluso, gobernantes tan alejados del asistencialismo público como Bolsonaro o Trump o Johnson. Lo hacen, pese a que sus principios se oponen a esa intervención, porque saben que, sin eso, todo puede derrumbarse demasiado pronto. Entonces aparece la pregunta capciosa que quizá valga la pena: ¿traerá la pandemia la comprobación de que en las circunstancias más difíciles la única salvación son los estados y será, por lo tanto, el pistoletazo ―con perdón― de partida de una época estatista? O, también, en paralelo: ¿intentarán ciertos estados mantener los poderes ―parte de los poderes― que el miedo de sus súbditos les permitió en estos meses? ¿Lo lograrán?
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Y, después, la pregunta que es pura pregunta: muchos gobiernos saben que no podrán sostener esas ayudas indefinidamente. Algunos, incluso, ya hablan de su fin. Sus dineros se acaban porque también ellos tienen miedo: tienen miedo de sus pobres, pero más tienen miedo de sus ricos y no se atreven a sacarles su plata y arguyen que no hay. Entonces, cuando esos dineros se terminen, no quedará mucho más que la desigualdad más pura y dura: millones y millones en bolas y gritando, sin fondos, sin trabajos, sin manera de ganarse la vida. ¿Y entonces? ¿Qué harán esos millones, ya sin sus últimos recursos? ¿Aplicarse a integrar los excels de la FAO y dejarse contar entre los nuevos desnutridos? ¿O salir a la calle empujados por la desesperación, por aquel miedo? Decíamos que el miedo ha sido el gran protagonista de estos meses, y que ha permitido controles nunca vistos. Pero a veces el miedo y la esperanza se confunden. Como en aquella pintada que hace tanto no recordaba, pared en Sitges, 1980 o quizás 81: «Burgués ―decía, con palabras ya casi olvidadas―: tu pesadilla es mi sueño».
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«(...) así como empezó a morirse gente que antes no se moría, empezarían a pasar hambre personas que antes no. Que, por acción y efecto de los virus, el hambre podría perder, en ciertos casos, su característica principal: ser algo que les pasa a otros. (...) Si algo hizo la pandemia fue asustarnos con la idea de que esas cosas que les pasaban a los otros podían pasarles a cualquiera: cualquiera podía contagiarse, morirse, encerrarse, quebrar. Y que muchos —tampoco cualquiera— podrían pasar hambre.» > Martín Caparrós
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Fotografía de Edwin Jonatan Funes, El Salvador
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Co n lo s tex to s d e: Le ila Gue rrie ro, Ca rlos Da da , J o rg elina Cerrito s , Susa na R e y e s, Ma rc Ca e lla s, Es teb an Feune, Sa ra Ga rc ía , June Fe r na nde z , M ar A b ad , Trif o nia Me libe a Obono, Oma r R inc ón, J o rg e Carrió n, W illia n Ca rba llo, Da nie la R e a y M a rtín Ca pa rrós. Ed ito r invita do: P e re Ortín