TODA LA VIDA Por Leila Guerriero
Estoy como dicen que está uno cuando es viejo: recordando el pasado. Supongo que en una situación de (insoportable) presente absoluto y de futuro hipotético, el pasado funciona como el único Tiempo Sólido: lo que hubo está ahí, seguro, ya vivido. Es como un patrimonio, algo inamovible.
Hoy estaba haciendo dulce de peras y había en la cocina una luz fundamental, como irradiada por las cosas: los mosaicos, la heladera, los cubiertos. Todo parecía hecho de huesos o de acero, limpio y alegre. Era la misma luz que había en la casa de la ciudad en la que me crié cuando mi madre y yo cocinábamos juntas, el mismo talante festivo, esa indolencia que tiene lo que no está vivo y es bello sin saberlo. La majestuosidad de lo inconsciente. Mientras el dulce empezaba a hervir ―«tenés que revolverlo con cuchara de madera y a fuego bajo para que no se pegue, ¿ves?»―, empecé a pensar en los libros que leí en aquella casa. Las tardes que pasé en el escritorio rebatible de mi cuarto con El vino del estío, de Ray Bradbury, o en los sillones de pana verde del living con los Cuentos de la selva, de Horacio Quiroga. Recordé el invierno gélido en que leí las Sonatas de Valle Inclán; la primavera triste en que leí El libro de buen amor, del Arcipreste de Hita. La devoción peregrina con que devoré todo don Miguel de Unamuno; la adicción fetichista por Los niños terribles, de Jean Cocteau. Después, mientras seguía revolviendo el dulce, recordé el peor invierno de esos años peores, cuando ya
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