Chasqui. El Correo del Perú, Año 14, Nro. 30, 2016 (ES)

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CHASQUI EL CORREO DEL PERÚ

Boletín Cultural del Ministerio de Relaciones Exteriores

2016

Anónimo cuzqueño. Niño Jesús Inca. Hacia 1680-1720. Óleo sobre tela. 86 × 75 cm. Colección particular, Lima.

Año 14, número 30

LA PINTURA DE LA ESCUELA CUZQUEÑA / LAS FUENTES DOCUMENTALES PARA LOS ESTUDIOS ANDINOS / CRISTINA GÁLVEZ, LA ESCULTURA Y EL DIBUJO / POESÍA DE JORGE NÁJAR / COCINA: FESTÍN DE LIBROS / FOTÓGRAFAS


GUÍA PARA LOS ESTUDIOS ANDINOS

UNA OBRA FUNDACIONAL Marco Curatola Petrocchi*

Se publica en tres voluminosos tomos un compendio enciclopédico cuya consulta resultará indispensable para los interesados en los estudios andinos, en el periodo que va de 1530 a inicios del pasado siglo.

L

as Fuentes documentales para los estudios andinos, 15301900 son un vasto tratado de carácter enciclopédico en el que se presenta, en forma sistemática, pormenorizada y crítica, la documentación histórica existente relativa a las poblaciones indígenas de los territorios que llegó a abarcar el antiguo imperio de los incas, desde el sur de Colombia hasta la zona central de Chile. La obra, en la cual han participado más de cien (para ser exactos, 125) entre los más destacados estudiosos del mundo andino antiguo, colonial y decimonónico, bajo la dirección de Joanne Pillsbury, no solo representa un instrumento heurístico de extraordinaria relevancia para todo investigador del pasado andino, sino constituye un verdadero hito en la historia misma de los estudios andinos, a tal punto que —como ha escrito Stella Nair (2011, p. 632) en una reseña de la edición original, en inglés— sería hoy muy difícil imaginar este campo de estudios sin esta. La edición original, titulada Guide to Documentary Sources for Andean Studies, 1530-1900 y llamada, por brevedad, entre los especialistas Andean Guide, apareció en 2008, a distancia exactamente de medio siglo de aquel II Congreso Nacional de Historia del Perú, dedicado a la época prehispánica, que de algún modo sancionó el nacimiento de la etnohistoria en el Perú (Valcárcel y otros, 1962). En efecto, en ese evento se congregó un conspicuo grupo de investigadores, entre los cuales John Murra, María Rostworowski, Waldemar Espinoza Soriano y Edmundo Guillén Guillén, cuyos novedosos aportes, por perspectivas y documentación, en el transcurso de los años siguientes ampliarían y renovarían en forma sustantiva el conocimiento histórico de los incas y, más en general, del mundo andino antiguo y colonial. Esto lo percibió con extraordinaria clarividencia, y lo manifestó apertis verbis en el discurso de inauguración de ese mismo congreso, Luis E. Valcárcel (1891-1987), el gran estudioso de historia inca quien en la década de 1920 había sido una de las más eminentes figuras del movimiento indigenista cuzqueño. En efecto, su discurso, luego publicado en el número de la Revista del Museo Nacional de 1958 con el título de «La etnohistoria del Perú antiguo», se abrió con estas exactas palabras: «La historia del Perú ha atravesado por tres distintas fases: primero, la de los cronistas de los siglos XVI y XVII; segundo, la de los arqueó-

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logos de fines del siglo XIX y de lo corrido del presente siglo; y tercero, la de los etnohistoriadores o historiadores de la cultura que recién ha comenzado» (Valcárcel, 1958, p. 3). Fue en ese texto que por primera vez se empleó e introdujo en el Perú el término «etnohistoria», que en ámbito norteamericano se utilizaba ya desde hacía tiempo para indicar esa rama de la antropología interesada en la reconstrucción de la historia de los pueblos nativos. De hecho, ese congreso de historia del Perú marcó la transición de una fase de apasionado y romántico redescubrimiento de la cultura y la historia andinas por parte de un grupo de intelectuales indigenistas, a una etapa de los estudios más madura, plenamente científica, basada en la continua búsqueda de nuevas fuentes de información y el análisis crítico, comparativo e interdisciplinario de las mismas. En efecto, desde la década de 1960 la etnohistoria andina, disciplina con enfoque fundamentalmente antropológico, orientación metodológica marcadamente historicista, y estrategias de investigación eclécticas e interdisciplinarias, a menudo relacionadas con la lingüística y la arqueología (Curatola, 2012, p. 73), se ha caracterizado por un análisis cada día más crítico y filológicamente más atento de las crónicas y por la continua búsqueda de nueva documentación que permitiera expandir el conocimiento de los diferentes aspectos culturales y los procesos de reproducción y transformación de las sociedades andinas durante el Tahuantinsuyo (cuyos aproximadamente cien años de desarrollo corresponden grosso modo a la protohistoria andina) y el periodo colonial. En el último medio siglo se ha ido así acumulando una enor-

me mole de documentación (cf. Curatola, 2002). Se han hallado nuevas relaciones, informaciones y crónicas de los siglos XVI y XVII y se han multiplicado las ediciones, cada vez más cuidadosas y críticas, de las ya conocidas, de las cuales en muchos casos anteriormente se disponía de transcripciones plagadas de omisiones y errores, y a menudo solo parciales. Un ejemplo valga para todos: la primera edición fidedigna de una obra de importancia trascendental para los estudios andinos como la crónica ilustrada de Felipe Guamán Poma de Ayala (1615) apareció solo en 1980, más de setenta años después del anuncio de su hallazgo en la Biblioteca Real de Dinamarca en Copenhague (Pietschmann, 1908), y todavía más tardíamente se han publicado ediciones completas, con las ilustraciones originales, de las «historias» de los incas del mercedario Martín de Murúa (1590 y 1613), del cual Guamán Poma debió ser informante y dibujante. También se han ido multiplicando en forma exponencial los estudios analíticos sobre las crónicas, la vida y la personalidad de sus autores, el particular contexto en que cada una se originó y los fines últimos, a menudo para nada evidentes, para los cuales fueron escritas. Asimismo, en los últimos cincuenta años los investigadores han pasado por el tamiz todo tipo de repositorio documental donde pudiera hallarse información, directa o indirecta, sobre el mundo andino antiguo y colonial. Su búsqueda inicialmente se focalizó en las visitas (y revisitas), los censos y las tasas realizadas por funcionarios coloniales en las diferentes provincias de los Andes, así como en las visitas y los procesos por idolatría y hechicería llevados a cabo por

la administración eclesiástica. Pero pronto se empezó a escudriñar cualquier otro género de material documental: provisiones y ordenanzas, libros de Cabildo, probanzas e informaciones de servicios, juicios de residencia, pleitos y causas criminales, informes misioneros, registros de indios, testamentos, títulos de tierras, actas de compra-venta y protocolos notariales varios. Y hasta ha aparecido toda una serie de manuscritos de difícil clasificación, de aparente autoría de los cronistas Blas Valera, Anello Oliva y Francisco de Chaves, que, sin embargo, la crítica más atenta no ha tardado en reconocer como meras falsificaciones contemporáneas (Adorno, 1998; Boserup, 2015; Boserup y Krabbe Meyer, 2015; Curatola, 2003, pp. 255-256; Estenssoro, 1997). Contextualmente, se ha ido también revisando y publicando todo tipo de textos en lenguas andinas de época colonial: diccionarios y gramáticas, cartas y peticiones, breviarios y catecismos. En cuanto a esa extraordinaria compilación, en quechua, de tradiciones orales andinas conocida como el Manuscrito de Huarochirí, a la primera traducción completa publicada en 1966 por el gran escritor indigenista José María Arguedas, se han venido sumando diferentes y muy cuidadosas ediciones críticas. Asimismo, se han multiplicado los esfuerzos para descifrar los sistemas de registro de información andinos, y en particular los quipus, los manojos de cuerdas de diferentes colores con nudos que los incas utilizaron para llevar la contabilidad administrativa de su imperio y mantener y transmitir la memoria de sus historias dinásticas y que los andinos siguieron empleando en


«El pinnípedo Otaria ulloae». Johann Jakob von Tschudi, Untersuchungen über die Fauna Peruana, 1844-1846.

diferentes contextos también en época colonial. Las Fuentes documentales para los estudios andinos, 1530-1900 1 recogen, examinan y sistematizan todos estos materiales. Con sus extensos estudios analíticos sobre las diferentes clases de documentos en que se hallan informaciones sobre el mundo andino antiguo, colonial y decimonónico (volumen 1), y su diccionario crítico de las fuentes más significativas y relevantes, ordenadas alfabéticamente por autores o títulos, según el caso (volúmenes

teca Andina, por Philip Ainsworth Means en 1928 y en el más cercano libro de Franklin Pease G. Y., Las crónicas y los Andes (1995), así como en importantes tratados de historiografía peruana, como la Historia del Perú: fuentes (1939) y el Manual de estudios peruanistas (1952) de Rubén Vargas Ugarte, y Los cronistas del Perú (1962, 1986) y las Fuentes históricas peruanas (1963) de Raúl Porras Barrenechea. Sin embargo, las Fuentes documentales se alejan y diferencian de todos estos trabajos por la vastedad y la heterogeneidad

En realidad, la locución «estudios andinos» es en el Perú todavía más antigua que el mismo término «etnohistoria», ya que fue adoptado por un grupo de científicos y diplomáticos franceses para denominar el centro consagrado al estudio de la etnología, la arqueología y la geografía andinas que fue inaugurado en Lima el 14 de mayo de 1948. 2 y 3), la obra constituye una suma en el sentido más auténtico, medieval, del término, es decir, de tratado que reúne y presenta en forma sistemática todos los aspectos de un determinado campo del saber. Las Fuentes documentales tienen sus antecedentes —como oportunamente lo señala Joanne Pillsbury en el prefacio— en el precursor inventario de las crónicas de los siglos XVI y XVII publicado, bajo el nombre de Biblio-

de la documentación contemplada y examinada, en una dimensión realmente panandina, y por su carácter especializado. Efectivamente, la obra reúne un conjunto de materiales, un verdadero corpus, con primordial información sobre la historia de los pueblos originarios de la región andina, que se ha ido acumulando a lo largo de casi cuatro siglos, desde la llegada de los españoles hasta fines del siglo XIX.

No solo este tratado se distingue de los trabajos arriba mencionados, también por su organización doble y combinada, de compendio razonado de las diferentes clases de documentos y de catálogo analítico de las principales fuentes, provisto de un riguroso y utilísimo aparato de orientación bibliográfica, así como por su enfoque decididamente interdisciplinario. De hecho, se trata de una obra historiográfica, de carácter etnohistórico, que incluye materiales, datos y aportes de la lingüística, la antropología, la literatura, la arqueología, la historia el arte, la geografía, la demografía y varias otras disciplinas afines, y por eso mismo, su consulta puede resultar de gran utilidad para todo especialista interesado en cualquier aspecto del pasado andino. Por esta dimensión-proyección decididamente interdisciplinaria, las Fuentes documentales se alejan un poco también de su equivalente para el área mesoamericana, la Guide to Ethnohistorical Sources, publicada entre 1972 y 1975 por Howard Cline en el marco del Handbook of Middle American Indians (Pillsbury, 2008, p. XIV), ya que de este detallado repertorio comentado de las relaciones españolas e indígenas relevantes para la historia de las sociedades protohistóricas y coloniales de dicha área, quedaron al margen los relatos de carácter preocupantemente «etnográfico» o mítico-religioso, así como importantes categorías de documentos administrativos (Chance, 1976, p. 307). Por todas las características que hemos venido evidenciando, las Fuentes documentales para los estudios andinos, 1530-1900 se configuran, pues, como una obra fundacio-

nal, que al reunir y presentar, por primera vez, en forma sistemática y crítica todas las clases de materiales documentales existentes para los estudios andinos, termina por consagrar a estos como un verdadero y específico campo de estudio, por su misma naturaleza «metadisciplinaria», en cuanto referido a un objeto históricamente y culturalmente determinado —las sociedades andinas, sus manifestaciones culturales y sus procesos de reproducción y transformación en el tiempo y en el espacio— y no a una disciplina o un método de investigación específico. De hecho, en el campo de los estudios andinos convergen diferentes disciplinas cuyos tradicionales límites tienden a desvanecerse en pro de un acercamiento más profundo y «denso», en el sentido «geertziano» del término, a los fenómenos investigados. Y, si la etnohistoria sigue siendo una disciplina cardinal de los estudios andinos, es evidente que ninguna otra ciencia humana, social y natural le es ajena y, más bien, todas tienen cabida y un lugar de encuentro y sinergía en su ámbito. En realidad, la locución «estudios andinos» es en el Perú todavía más antigua que el mismo término «etnohistoria», ya que fue adoptado por un grupo de científicos y diplomáticos franceses para denominar el centro consagrado al estudio de la etnología, la arqueología y la geografía andinas que fue inaugurado en Lima el 14 de mayo de 1948, bajo la dirección del naturalista y etnógrafo Jean Vellard (1901-1996), y que unos años más tarde, en 1962, asumiría el nombre de Instituto Francés de Estudios Andinos, extendiendo

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representa el mayor foro de discusión de temas de historia andina antigua en Norteamérica. Sin embargo, tuvieron que pasar varias décadas antes que los estudios andinos se afirmaran como un específico campo de estudio académico, con la creación en 2006, por la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP), de un programa de maestría y doctorado en antropología, arqueología, historia y lingüística andinas, denominado precisamente Programa de Estudios Andinos, cuyos planes de estudio están además abiertos a toda otra rama del saber que pueda contribuir al conocimiento del mundo andino, tanto del pasado

tes países y de las más variadas especialidades, para que todos juntos debatan sus respectivas investigaciones. En este seminario han participado regularmente también los ganadores del Premio de Estudios Andinos dedicado a la memoria del eminente etnohistoriador Franklin Pease G. Y. (1939-1999), que la Facultad de Ciencias Humanas y el Programa de Estudios Andinos de la PUCP establecieron, siempre en 2008, para fomentar el estudio del mundo andino y difundir el trabajo de jóvenes antrópologos, arqueólogos, historiadores, lingüistas y especialistas de disciplinas afines. Finalmente, también hay que recordar que en 2007 el Fondo Edi-

Tuvieron que pasar varias décadas antes que los estudios andinos se afirmaran como un específico campo de estudio académico, con la creación en 2006, por la Pontificia Universidad Católica del Perú, de un programa de maestría y doctorado en antropología, arqueología, historia y lingüística andinas, denominado precisamente Programa de Estudios Andinos. «Puerta de entrada y valle de Ollantaytambo». Ephraim George Squier, Peru: Incidents of Travel and Expedition in the Land of the Incas, 1877.

progresivamente su campo de actividades e investigaciones a los territorios de Bolivia, Ecuador y Colombia. La vocación multidisciplinaria de esta institución está ampliamente testimoniada por la variedad de materias y temas de investigación que, a lo largo de los años, han encontrado acogida en las páginas de su Bulletin y de su colección de monografías, Travaux. De análoga orientación interdisciplinar, aunque con intereses tendencialmente centrados en el surandino, es el Centro de Estudios Regionales Andinos Bartolomé de las Casas, del Cuzco, que inició sus actividades en 1974. Su notable revista, la Revista Andina, creada en 1983 por Henrique Urbano (1938-2014), ha representado y sigue representando un foro científico del más alto nivel y un referente bibliográfico obligado para todo investigador de la historia y la cultura andinas. Afuera del Perú, merecen ser recordadas dos instituciones estadounidenses expresamente consagradas a los estudios andinos: el histórico Institute of Andean Research (IAR), en Nueva York, y el Institute of Andean Studies, en Berkeley, Califonia. El primero fue fundado en 1937 por un grupo de ilustres estudiosos como Wendell C. Bennett, Alfred Kroeber, Samuel K. Lothrop y el mismo Julio C. Tello (1880-1947), considerado el padre de la arqueología peruana, al cual el IAR aseguró los medios para diferentes expediciones en el norte del país. En cuanto al Institute of Andean Studies,

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este fue creado en 1960 por John H. Rowe (1918-2004), profesor de la Universidad de California, en Berkeley, y uno de los fundadores tanto de la etnohistoria como de la arqueología andina modernas. Desde 1963 este instituto publica la más importante revista de arqueología andina en lengua inglesa, Ñawpa Pacha, y organiza anualmente un congreso que

como del presente. En el ámbito de este programa, en 2008, justo el mismo año en que apareció la Andean Guide, se instituyó el Seminario Interdisciplinar de Písac, que cada primera semana de julio reúne en ese antiguo pueblo del Valle Sagrado de los Incas, cerca del Cuzco, a los estudiantes de doctorado y sus asesores y a un grupo de estudiosos de diferen-

torial de la PUCP inauguró esta misma Colección Estudios Andinos, en la que se han ido publicando trabajos de historia inca, etnohistoria colonial, antropología, arqueología, historia del arte, demografía y lingüística, incluido un verdaderamente «histórico» léxico chipaya, y en la que ahora aparecen las Fuentes documentales para los estudios andinos, 1530-1900.

«Danza (ayllas) de los mineros de Nuantajayal». Alcides Dessalines d'Orbigny, Voyage pittoresque dans les deux Amériques, 1836.


Sacsayhuamán, Cuzco. Antonio Raimondi, El Perú, vol. 2, 1876.

En este contexto, la obra, al fijar y ordenar una serie de elementos, nociones y conocimientos efectivamente ya operantes en la práctica científica y académica, pero no suficiente y claramente explicitados y relacionados entre sí en forma sistémica, y al hacer de este modo patente una epistemología latente, no solo contribuye a la afirmación de los estudios andinos como un específico campo de estudio, sino que —para usar una expresión utilizada por Ruggiero Romano en la «Premessa» de la Enciclopedia (Einaudi)— los funda «culturalmente» (Romano, 1982, p. XIV). Así, las Fuentes documentales para los estudios andinos, 1530-1900 con su proyección metadisciplinaria y panandina de algún modo sancionan el inicio de una nueva y más avanzada fase (la cuarta si nos ceñimos a la periodización de Valcárcel) en la historia de las investigaciones sobre el mundo andino: justamente la de los estudios andinos, que el mismo título de la obra consagra. Pero, quizá, no hay que ver a esta obra «solo» como el soberbio instrumento heurístico que hemos venido describiendo, sino también como una juiciosa invitación a volver a leer las fuentes, y en particular las crónicas y los relatos de los exploradores y viajeros de los siglos XVIII y XIX, para acercarnos —a través de los ojos y la mente de Cieza, Betanzos, Molina, Guaman Poma, Garcilaso, el anónimo autor del Manuscrito de Huarochirí, Marcoy, Tschudi, Raimondi y los demás extraordinarios testigos —investigadores del mundo andino traídos a colación— a una de las más fascinantes, complejas y polifacéticas civilizaciones

de la historia, a sus conquistas culturales y a sus avatares a través el tiempo. Referencias bibliográficas

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CRISTINA GÁLVEZ

EL CUERPO COMO METÁFORA DEL ALMA Guillermo Niño de Guzmán* Se conmemora el primer centenario del nacimiento de una de las artistas peruanas más notables.

Los enemigos.

Pánico.

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n tiempos en que la invasión de las nuevas tecnologías (instrumentos digitales y virtuales) parece haber desterrado el dibujo al cuarto de los trastos en el edificio del arte, el centenario de Cristina Gálvez (1916-1982) es un buen pretexto para reivindicar su importancia y asomarnos a la obra de una artista esencial en el Perú. Hemos mencionado el dibujo por tratarse de «la madre de todas las artes y las ciencias» (como sostuvo Gerardo de Brujas en su célebre tratado del siglo XVII), pero debemos señalar que Gálvez no solo sobresalió en esta disciplina, sino que descolló como una notable escultora. Por esos azares de su biografía, se tiende a recordar su última etapa vital, cuando se afincó en Lima y montó su casa-taller en la calle Roma de Miraflores (fue vecina de su amigo el poeta Antonio Cisneros, cuyo excelente suplemento El Caballo Rojo tuvo como logotipo

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Cristina Gálvez, 1981.

uno de los emblemáticos corceles de la artista). Allí impartió clases de dibujo a varios jóvenes que más tarde desarrollarían una aus-

piciosa carrera como escultores y pintores (Sonia Prager, Margarita Checa, Armando Williams, Bruno Zeppilli y Rhony Alhalel, entre

tantos otros). Sin duda, fue una escuela privilegiada que cubrió un vacío y ayudó a definir vocaciones. Pero, al margen de su actividad docente (o, más bien, gracias a ella), Cristina Gálvez renovó su entusiasmo creador y concibió, en esos años finales, trabajos gráficos y escultóricos que rubricaron su inmenso talento. No obstante, es preciso reconocer que ya contaba con un significativo recorrido que se remonta a la década del treinta y que permite situarla como un nombre fundamental en el arte peruano del siglo XX, a pesar de que la historia y la crítica especializada no han aquilatado debidamente su estupendo legado. Cristina Gálvez pasó buena parte de su vida en Francia. Sus estancias se circunscriben a dos ciclos que resultarían claves en su formación, ya que uno corresponde a su niñez, adolescencia y primera juventud, y el otro a su madurez. Nacida en 1916, vivió


de cerca la efervescencia artística que bulló en Europa en el periodo de entreguerras. En París recibió clases de Mauride, aprendizaje que continuó en Bruselas con Van der Stecken. Pero sería en la academia de André Lhote, el célebre pintor cubista y teórico, donde se percataría de que asumir la modernidad no implicaba cortar del todo con la tradición (como lo corrobora el hecho de que no abrazara la abstracción). Por desgracia, la muerte de su padre interrumpió esta fase tan estimulante y, en 1936, se vio obligada a regresar al Perú. Una vez en Lima, ingresó en la Escuela Nacional de Bellas Artes, donde por entonces imperaba el

sus rascacielos durante la segunda guerra). A su regreso, se dedicó a realizar esculturas en cuero, a partir de máscaras de arte popular de Huánuco. En 1951, volvió a Estados Unidos para estudiar en el Art Students League. Al año siguiente, se casó con el francés Pierre Wolf, un sobreviviente del Holocausto que había pertenecido a la Resistencia, con quien retornaría a París. Allí retomó sus clases con el maestro André Lothe y expuso su obra, que ahora oscilaba entre el dibujo y la escultura (esta última bajo la estela renovadora del gran Alberto Giacometti, cuyos aportes serían decisivos para su trabajo futuro).

Caballo. 1976. Bronce fundido. 61.5 × 80 × 38 cm.

magisterio de José Sabogal y el indigenismo. En ese contexto, no nos sorprende que ella, que había absorbido las últimas propuestas europeas, se sintiera ajena a este movimiento. Por ello, puede entenderse que se alineara con los independientes, es decir, con artistas como Ricardo Grau, Macedonio de la Torre o Sérvulo Gutiérrez, al igual que con el peruano–suizo Enrique Kleiser. Sin embargo, habrá que aclarar que no rechazó las formas inherentes al mundo andino, sino los postulados estéticos de esa corriente. Tanto así que, en 1975, cuando integró el jurado del Premio Nacional de Cultura, no dudaría en otorgarle el galardón a Joaquín López Antay, lo que desató una gran controversia entre los artistas plásticos, muchos de los cuales valoraban al retablista ayacuchano como un simple artesano. En 1947, Gálvez emprendió un viaje de estudios a Nueva York, ciudad que emergía como un nuevo faro de la modernidad artística (después de todo, varios de los artistas europeos más innovadores se habían guarecido entre

En 1965, Gálvez decidió establecerse en Lima, lo que trajo un soplo de aire fresco a una escena cultural alicaída, cuya falta de incentivos forzaba a los artistas a emigrar al exterior. Lamentablemente, la muerte de su esposo, acaecida en 1967, fue un golpe muy fuerte que ensombrecería el resto de sus días. Por suerte, encontró refugio en sus clases de dibujo, que le permitieron descubrir las inquietudes de una nueva generación, y en su oficio, en el que se sumergió con más ahínco y tenacidad. Estos fueron años intensos, en los que llegó a dar lecciones a los presos de Lurigancho (por mediación del sacerdote Hubert Lanssiers) y se entregó a la pasión creadora

con un ímpetu y constancia arrolladores. «Si dibujas la figura humana, puedes dibujar cualquier cosa», solía decir Gálvez. Y, por supuesto, tenía razón. Sus dibujos muestran a una artista nata, capaz de trazar con precisión y esmero las formas de un hombre, un animal o un objeto. En esa perspectiva, una de sus obras más originales y rotundas es la serie de litografías que hizo inspirada en el ajedrez. Son composiciones estilizadas que se valen de las fichas del juego y del tablero para articular un mundo fantasioso y enigmático, regido por extrañas leyes, que supera la dimensión lúdica y genera una poderosa metáfora de la existencia. Gálvez sitúa su mirada al nivel del tablero, lo que induce al espectador a adentrarse en el dibujo como si también fuera uno de sus despiadados personajes. De este modo, nos involucra en una sorda batalla donde la violencia está a la orden del día. Vale la pena recordar que, cuando le preguntaron por qué había elegido aquel juego como motivo artístico, no vaciló en declarar: «La respuesta es simple, sentía desde hacía largo tiempo un ansia de matar». Sus esculturas refuerzan esta impresión. De ahí que su mundo fuera «metálico y puntiagudo, su atmósfera siniestra y envenenada», como ha sugerido el crítico Luis Lama. Esto salta a la vista en sus piezas de bronce, de formas esmirriadas y texturas rugosas y retorcidas, que son, a fin de cuentas, monumentos a la desolación y al desgarramiento. Gálvez moldeó figuras de toda clase, desde pequeñas representaciones de Don Quijote o de la mítica nave de los locos, hasta jaguares y caballos de formato mediano y mayor, pasando por recreaciones del cuerpo humano, ya fueran realistas o deformadas por su imaginación. Son obras densas y complejas, definitivamente per-

La nave. 1954. Cuero tratado y madera. 40 × 37 × 13 cm.

turbadoras, en las que se percibe la lucha por afirmar un lenguaje nuevo. Por tanto, Cristina Gálvez posee méritos más que suficientes para ser considerada entre los fundadores de la escultura moderna en el Perú, al lado de los maestros Joaquín Roca Rey, Jorge Piqueras y Alberto Guzmán. El centenario de la artista ha propiciado una exposición antológica (en la galería Luis Miró Quesada Garland de la Municipalidad de Miraflores) que, entre otros aciertos, ha recuperado un documento de singular interés. Se trata de un diario suyo, hallado por azar en 2009 en un desván, que contiene reflexiones filosóficas, observaciones técnicas y apuntes íntimos (sobre la relación con su marido), escritos tanto en francés como en español. Son textos de una intensidad apabullante que confirman el profundo compromiso de Cristina Gálvez con su arte y ponen al descubierto su exquisita sensibilidad. Ella, que a menudo transmitía la imagen de una mujer fuerte y dura, se despoja de sus máscaras y revela como un ser vulnerable que apela a sus dibujos y esculturas para librar un combate desesperado y, a la vez, maravilloso contra la muerte. * Periodista y escritor.

Ícaro. Hacia 1966. Bronce fundido. 17 × 36 × 23 cm.

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LA PINTURA DE LA E

Al aproximarse la conmemoración del bicentenario del nacimiento de la República, la cultura peruana vuelve a revisar con una nue importantes del periodo virreinal: la pintura barroco-mestiza que se desarrolló en la antigua cap

Anónimo cuzqueño. Divina Pastora. Hacia 1760. Óleo sobre tela. 109 × 82 cm. Banco de Crédito del Perú.

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urante cerca de tres siglos, el Cuzco colonial fue un centro de producción pictórica sin paralelo en el virreinato del Perú. Esa larga historia se inicia inmediatamente después de la conquista, cuando el lenguaje artístico occidental se convirtió en factor clave para la profunda transformación cultural que afectó a la sociedad andina. Rápidamente, la eficacia de la pintura quedaría demostrada por su capacidad para difundir los misterios del catolicismo. Pero, en un sentido más amplio, ella contribuiría a reformular toda una visión del mundo, al desplazar definitivamente las formas simbólicas del antiguo arte inca. Ello no impediría que, con el paso del tiempo, se forjase en el Cuzco una tradición local, dueña de un estilo propio y reconocible, incluso por sus contemporáneos, que lograría expresar las complejas aspiraciones de la sociedad colonial. Génesis de una tradición (1580-1700) El primer siglo y medio estuvo marcado por la actividad de maestros documentados, cuyos nombres permiten dibujar una línea de continuidad en la evolución de la pintura cuzqueña. Su impulso inicial se produjo bajo el gobierno del virrey Francisco de Toledo (1569-1581), reorganizador político y religioso del virreinato, quien también promovió a la Compañía de

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Jesús, orden que privilegiaba el uso de la imagen con fines doctrinales. Ello favoreció la llegada del hermano jesuita Bernardo Bitti, pintor y escultor italiano que entre 1583 y 1600 decoraría numerosas iglesias en la sierra sur. La belleza idealizada de sus figuras y la claridad de su estilo narrativo tuvieron durante décadas numerosos seguidores e imitadores. En paralelo, la intensa circulación de grabados —sobre todo flamencos— orientó la creación visual, ofreciendo un amplio repertorio de modelos y soluciones formales a una tradición incipiente. Sobre estas bases se establece el diálogo con el naturalismo sevillano, que hacia 1640 tuvo una fugaz presencia en la región. Pintores como Lázaro Pardo de Lago y Juan Rodríguez Samanez incorporan en sus obras elementos veristas, pero al mismo tiempo encarnan la transición hacia un primer lenguaje pictórico regional. Este se irá definiendo en el proceso de reconstrucción del Cuzco tras el terremoto de 1650. Se inicia así una etapa de emulación del barroco europeo, que alcanza su punto culminante durante el gobierno eclesiástico de Manuel de Mollinedo y Angulo, obispo del Cuzco entre 1673 y 1699. En aquel momento se afirma el prestigio de los maestros indígenas Basilio de Santa Cruz y Diego Quispe

Antonio Vilca (Act. Cuzco, 1769-1778). Virgen del Rosario de Lima con los misterios del Rosario. 1769. Óleo sobre tela. 156 × 112 cm. Banco de Crédito del Perú.

Atribuido a Juan Rodríguez Samanez (hacia 1586, después de 1651). San Isidro Labrador. Hacia 1630-1650. Óleo sobre tela. 144 × 121 cm. Colección particular, Lima.

Anónimo cuz × 92 cm. Min


ESCUELA CUZQUEÑA

eva mirada su pasado milenario. El Museo de Arte de Lima expone una muestra excepcional sobre uno de los aportes creativos más pital de los incas. La curaduría estuvo a cargo de Luis Eduardo Wuffarden y Ricardo Kusunoki.

zqueño. San José con el Niño y la corte celestial. Hacia 1793-1803. Óleo sobre tela. 126 nisterio de Relaciones Exteriores del Perú, Lima.

Tito, cuya sofisticada obra imita los efectos de la pintura flamenca contemporánea. Sin embargo, del entorno de ambos surgirá un conjunto de experimentos formales que abrirán paso al estilo regional más característico. Una política de la imagen El auge que alcanzaron los talleres cuzqueños a fines del siglo XVII potenció el papel de la pintura como vehículo para plasmar complejas argumentaciones políticas y religiosas. No es casual que fuese el obispo Mollinedo quien promoviera más activamente el uso de la imagen como arma de propaganda a favor de su autoridad, del culto católico y de la monarquía española. El prelado estuvo directamente vinculado al surgimiento de invenciones iconográficas como la serie de la Procesión del Corpus Christi o la Defensa de la eucaristía, las cuales exaltaban el culto al Santísimo Sacramento, divisa de la monarquía española. En la misma época aparecerían además los arcángeles arcabuceros, asociados con la defensa de la Inmaculada Concepción y el ideal de una Iglesia combativa frente a los infieles. A su vez, los voceros de la Compañía de Jesús subrayaron los vínculos entre la orden y la élite indígena a partir de la recreación fantasiosa del matrimonio entre la ñusta Beatriz Clara

Anónimo cuzqueño. Santiago Matamoros y la toma de Cajamarca. Hacia 1730-1750. Óleo sobre tela. 130,6 × 136,3 cm. Colección Llosa Larrabure, Lima.

Coya, hija del inca Sayri Túpac, y Martín García de Loyola, sobrino nieto de San Ignacio. Dentro de esta misma lógica, los jesuitas promovieron —con cierta oposición— el culto al niño Jesús en traje de inca, otorgando un carácter local a la idea del poder celestial. En lo que se ha denominado «renacimiento inca», la propia nobleza indígena encargó poco después la realización de galerías familiares de retratos o series imaginarias de soberanos del Tahuantinsuyo que apoyaran sus reclamos de privilegios. Todas estas imágenes ayudaban a identificar a la ciudad en su conjunto con su antiguo papel como capital de un imperio, remarcando su importancia simbólica dentro de los dominios hispánicos y frente a Lima, sede del gobierno colonial. El auge de los talleres (1700-1750) Desde inicios del siglo XVIII, la pintura cuzqueña se había convertido en una de las producciones emblemáticas de todo el virreinato, al punto que su influjo llegó a extenderse desde el norte del Perú hasta Buenos Aires y Santiago de Chile. Este apogeo comercial descansaba en una sistematización del trabajo cada vez mayor, vinculada al surgimiento de grandes talleres. A diferencia del periodo anterior, marcado por la fama de los principales maestros,

en esta época predomina el anonimato, al tiempo que la pintura tiende a identificarse genéricamente como obra «indígena». Muchos de los artífices cuzqueños desarrollan diversas formas de producción, que van desde la ejecución seriada e impersonal hasta una peculiar destreza técnica, frecuentemente realzada por aplicaciones de oro. De hecho, es entonces cuando se define un estilo caracterizado por el convencionalismo extremo y el desdén por la ilusión espacial, así como por el cuidado puesto en la superficie de la pintura. Este lenguaje de apariencia atemporal, radicalmente apartado del arte europeo coetáneo, favorece el desarrollo de géneros como las imágenes de piedad, que muestran a figuras sacras aisladas para favorecer la contemplación del espectador devoto. En esa misma línea se ubican las «esculturas pintadas» o imágenes religiosas «retratadas» en su contexto de culto, así como las escenas sacras emplazadas en medio de paisajes ideales. De la Ilustración a la Independencia (1750-1850) Los grandes cambios culturales que a mediados del siglo XVIII empezaban a experimentar las principales ciudades del virreinato no afectaron el rumbo asumido por la pintura cuzqueña, aunque se

dejaron sentir en diversos aspectos temáticos. Al mismo tiempo que llegaban los primeros ecos de la Ilustración, el pintor Marcos Zapata consolidaba un estilo que parecía llevar al extremo el esquematismo de sus precedentes. Zapata logró conciliar además la tradición local con nuevos modelos piadosos basados en estampas centroeuropeas. Algunos pintores de su generación asumieron también un novedoso interés descriptivo por ciertos aspectos del entorno, muchas veces incorporados como ambientación de las representaciones religiosas. Esta voluntad de adecuación permitió que los talleres cuzqueños mantuvieran parte de su éxito comercial frente a las nuevas expectativas, hasta sufrir un duro golpe tras la rebelión y derrota de Túpac Amaru II (1780-1781), que afectó profundamente a la región. Este pronunciado decaimiento se acrecentaría a causa de la competencia con la producción quiteña, en una dinámica que sería irreversible. En estas décadas finales, sin embargo, la pintura siguió jugando un papel importante en la lucha ideológica por la independencia a través de alegorías patrióticas e imágenes de un pasado inca, las cuales buscaban restaurar la importancia simbólica del Cuzco dentro del nuevo Estado republicano.

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FOTÓGRAFAS PERUANAS (II) Mario Acha* Se exhibe la segunda serie de una exposición dedicada a mostrar la obra de un centenar de fotógrafas peruanas contemporáneas.

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a gente común toma fotografías como si fuera un ritual, captura instantes de su vida con la esperanza de poder mostrarlas como prueba de su existencia, de allí los álbumes familiares y los archivos digitales, siempre asociados a una larga y tediosa explicación posterior. El «fotógrafo» que se considera artista lo hace con el objeto de producir una obra que lo relacione con su entorno o consigo mismo, y así poder mostrarla y venderla en espacios de exhibición pública, museos y galerías. Para lograrlo, debe cumplir con requisitos de calidad estética y artística, establecidos por el grupo cultural y la época a la que pertenece. Sin embargo, las cosas no son tan fáciles en este mundo globalizado donde toda actividad humana se convierte en mercancía, y los intereses personales están por encima de los colectivos, los requisitos de

calidad escapan a su control y terminan por supeditarse a los intereses del mercado del arte y al gusto de una mayoría manipulada por la opinión sesgada y poco preparada de los medios. Lo único que le queda al fotógrafo es la honestidad para reconocer y responder a su cultura y a su formación sensible. Pero, a pesar de todo, las posibilidades son inmensas, así lo demuestra esta exposición de 58 fotógrafas peruanas, que responden con honestidad a su condición social y sensibilidad de género de manera no solo única sino creativa. Las imágenes que ellas presentan van desde el documento social comprometido, a la exploración de procesos técnicos propios del medio, hasta la expresión artístico conceptual que acerca cada vez más la fotografía a un arte contemporáneo cada vez más renovado y creativo.

En otras palabras, los trabajos van desde la capacidad de observación profunda y crítica que tiene cada una de ellas, a la exploración creativa de procesos fotográficos primarios, hasta propuestas contemporáneas que prefieren, desde la década de 1970 y quizá equívocamente, lo conceptual a la visualidad plástica de épocas anteriores. Un análisis más detallado de la obra revela en una primera parte, manejos formales casi cinematográficos, fotomontajes, sombras difuminadas, texturas, abstracciones y colores llamativos; una segunda parte presenta segmentos abstraídos de una realidad aún reconocible, paisajes oníricos y situaciones humanas extrañas, con interiores mágicos, rostros curtidos por el tiempo y la pobreza, retratos campesinos, etnias y rituales en extinción; en una tercera parte, vemos creaciones visuales de

Ros Postigo.

Liz Tasa.

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Mafe García.

Karen Zárate.

una poesía intensa que se acercan al cine de terror y que magnifican de manera surrealista rostros y retratos fantasmagóricos en esta época de ausencias y presencias efímeras y artificiales, de seres humanos perdidos en una maraña incomprensible de formas sin sentido, mientras una banda musical aúlla inconsolable la identidad perdida; finalmente en la sala del fondo, apreciamos un pequeño grupo de obras que regresa con nostalgia a la simplicidad de los inicios de la fotografía cuando todo era descubrimiento y asombro, sin complicaciones intelectuales ni facilismos digitales. La exposición «Muestra 58 fotógrafas peruanas» fue organizada por el Centro Cultural Inca Garcilaso y la plataforma fotografiaperuana.com y curada por Mario y María Acha. * Artista visual, fotógrafo, cineasta documentalista, investigador y guionista.


Deborah Valencia.

Liese Ricketts.

Stella Watmough. Cecilia Larrabure.

Alejandra Ipince.

Las fotógrafas que participan en esta exposición son: Abigail Giol, Adriana Peralta, Aissa Chrem, Alejandra Ipince, Alejandra Morote, Alexandra Feldmuth, Alessandra Rebagliati, Alexandra Huarancca, Ana Castañeda, Ana Cecilia Farah, Ari Om, Ariana Loli, Astrid Jahnsen, Brenda Pastor, Carmen Barrantes, Carmen Rávago, Cecilia Larrabure, Claudia Cavassa, Daniela Ch. Ysla, Daniela Di Francesco, Daphne Carlos, Daphne Zileri, Deborah Valença, Flavia Gandolfo, Gianella Alfaro, Irma Cabrera, Jeannine Ferrand, Jessica Cáceres, Joselyn D’angelo, Karen Zárate, Karina Cáceres, Kiara Lozano, Leslie Spak, Liese Ricketts, Liliana Takashima, Liz Tasa, Macarena Puelles, Mafe García, María Sofía León, Mariel Vidal, Marlyn Vilchez, Martha Woodman, Mili DC Hartinguer, Mireya Canales, Nelly García, Paola Miranda, Paula Herrera, Peruska Chambi, Pilar Pedraza, Ros Postigo, Rosario Vicerrel, Silvana Pestana, Sofía Ferrari, Stella Watmough, Sutsely Kanashiro, Talía Duclos, Verónica Barclay y Yael Rojas.

Liliana Takashima.

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LA REPÚBLICA DE LOS POETAS

JORGE NÁJAR Jorge Nájar es considerado uno de los más importantes poetas peruanos de la llamada Generación del 70. Nació en Pucallpa, Ucayali, en 1946 y durante su infancia y adolescencia vivió en Iquitos y en otras ciudades de la Amazonía peruana. En 1964 se trasladó a Lima e integró luego el Movimiento Hora Zero. Reside en París desde 1976. Ha publicado entre otros poemarios Malas maneras (1973), Patio de peregrinos (1976), Finibus terrae (1985, Premio Copé), Taller mediterráneo (1997) y Hotel Universo (2016). Su obra poética ha sido compilada en Formas del delirio (1999) y Poesía reunida (2013). Poemas suyos figuran en diferentes antologías y varios de sus libros han sido traducidos al francés. En 2001, ganó el Premio Juan Rulfo de Poesía convocado por Radio Francia Internacional.

AEROPUERTO DE PUCALLPA Una muchacha sonríe a mi lado y vuela una cometa desde su corazón. ¿Tú también has hecho volar una cometa desde tu corazón hasta la lluvia? Aquí me dicen que en invierno la gente naufragaba entre las aguas de ese río invisible y violento que invadía recuerdos y afectos, la casa construida sobre un volcán. Tú no has visto el invierno. Se caen las hojas de los árboles y el corazón es un vaso olvidado. Se amontonan en la memoria imágenes de quienes ya no volverás a ver, páginas amarillas del Apocalipsis, amores rotos hundiéndose en el aire, sobrevolando la tierra y la historia de los años de guerra que nos tocó vivir. Una multitud se aglutina y nadie viene desde lo hondo a nosotros. ¿Qué ave de rapiña ha devorado la cometa que volaba en el corazón? ¿Alguien te llama entre el gentío? Juro que jamás había imaginado así la soledad en medio del sol, junto a la gente que habla y sonríe hundiéndose en un pozo de nieve.

DESTINO A veces piensas en tu destino e imaginas ser un árbol fulgurante lleno de plumas y de pájaros relucientes, sin que te importe que nadie pueda verlos. Te basta con soñar que allí en el fondo, amado por el aire, perduras entonando cantos, descifrando historias y la sonrisa de quien voltea la esquina y arde en la noche mientras el tren se aleja. (Ahí donde brota la luz, 2007)

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ARTE RUPESTRE Sobre la tierra de flores azules nadie sueña ni canta, abuelo mío. Únicamente doy testimonio que existe entre tú y nosotros un río anaranjado que funde tiempos y armonías, indescifrables desde la montaña donde se tienen tus ojos antiguos. Dibujados en ella, arrancados de ti, hay ademanes divinos y ajenos que en la turbulencia del aire entran a este patio donde el amor se extraña, abuelo de plumas coloradas y negras eternizadas en la celosías del Pajatén y en las que tus ojos feroces no cesan en su odio casi humano, casi nuestro.

DUNAS Haber sido sendero por el que alguna vez se aventuraron largas expediciones a la búsqueda de renovados parajes haber sido el oxígeno el aire para sólo ser ahora en la llanura camino que no sabe adónde conduce

Tan eterno en tu grandeza pareces que sólo me dejas de consuelo la imagen que aquí fijo: tu vuelo altivo por la cañada, entre los bosques y en el que no canto ni sueño más allá de tu altura. (Mate burilado, 1976)

y después ya ni eso ni siquiera un atajo perfume de olvido olor que se diluye a lo largo de un descampado planeta en el que otras huellas hacen sus esguinces para constatar más tarde que los vientos de la soledad depositaron refinados sedimentos en sus hendeduras y que al final sólo queda eso señora arenas vasto desierto en cuyos bordes no hay más remedio que quedarse en silencio (Finibus terrae, 1984)

INFANCIA

CÍRCULO

Si vieras cómo tiemblo, infancia, cuando corro tras tus huellas saltando sobre los charcos. Tú, sellada a mí, me hallarías abrazado a ti pues sólo puedo memoria y jamás traición pese a las risotadas de quienes me vieron adorar belleza en una capilla del bosque, un eslabón entre tantos. Hay allí, entre olores de resina, un gigante en hombros de su padre. Y luego un estallido. Olor a pólvora. Gentío que la memoria no destila ni por deliberada vocación de olvido. Toda la vida es un río turbulento. Fuerza derrotada entre boñigas. ¿Era eso algo que confirma la vida? Recostado en una pared donde el viento se desangra, contemplo sus manos y luego, sin piedad, los desfiguro. ¿Es esto algo que confirma la existencia? No por eso me arrojes al infierno. No desates tu cuello del mío. (Malas maneras, 1973)

En el temblor de la resolana de agosto, frente al río dormido entre bancos de arena tal ventarrón que gira envolviendo tiempos trenzador de plegarias y goces, hete aquí en el principio de un largo viaje unido a la dispersión de archipiélagos nunca vistos, náufrago ante el horizonte. ¿Pero qué buscas en esas reverberaciones? El río arde en el centro de la noche, tu vida humea destruyendo viejos papeles, resucitando corsarios anclados en la infancia. En el centelleo de agosto, junto a las cajas y navíos del puerto, en Pucallpa, adonde sabes que tu vida regresa como un círculo para volver a empezar, estás de nuevo después de todas las guerras, con los ojos brillantes ante el horizonte donde sólo el viento y los extravíos. (Malas maneras, 1973)


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«CHABUCA» GRANDA Y LA RENOVACIÓN DE LA MÚSICA POPULAR Abraham Padilla*

a cantautora peruana María Isabel Granda y Larco (1920-1983), más conocida en el medio artístico como «Chabuca», nació en Cotabambas, Apurimac, a 4.800 metros sobre el nivel del mar, en un pequeño asiento minero de la sierra, adonde se había trasladado su padre por trabajo. Aunque perteneció a una familia aristocrática, tuvo, en su primera infancia, la oportunidad de compartir sus días y noches, la visión de los cóndores y las estrellas, con los pobladores del lugar y desde allí, como le gustaba decir, ascendió al pueblo. Siendo aún pequeña, en 1923 su familia se trasladó a Lima. Estudió en los Sagrados Corazones de Belén y al terminar tomó algunos cursos libres en el Instituto Femenino de Estudios Superiores de la Pontificia Universidad Católica del Perú. En el alma sensible de «Chabuca» se impregnaron el sabor y los colores del pueblo. Su refinada educación la revistió de poesía, delicado andar y solidez intelectual. Su fortaleza interior, puesta a prueba en un matrimonio de corta duración, se manifestó a lo largo de su vida como entereza, firmeza en sus opiniones y disciplina artística, la misma que empezó a cultivar a los 12 años, cuando descubrió su voz como vehículo para expresar sus anhelos. Cantó a dúo, cantó sola, interiorizó la música, despertó su vocación creadora. Luego de su divorció, dedicó más tiempo a desarrollarse en la creación musical. En 1948 ganó un concurso organizado por la Municipalidad del Rimac con el vals «Lima de veras». Le siguieron «Zaguán» y «Callecita escondida», todas con añoranzas por una ciudad de otro tiempo, histórica y otoñal. Ya desde estas primeras composiciones se evidencia un refinamiento de las melodías, ritmos y acordes que se fue acentuando a lo largo de toda su vida. Mantuvo introducciones lentas y en tono menor y secciones posteriores con más movimiento y en tono mayor. Asimismo, los textos de sus can-

OFRENDA, EN MEMORIA DE LOS AUSENTES. Cemduc. PUCP. 2005. www.pucp.edu.pe/cemduc

Ofrenda, en memoria de los ausentes es una producción discográfica del Centro de Música y Danza de la Pontificia Universidad Católica del Perú, (Cemduc), que dirigió desde 1992 la desaparecida investigadora Rosa Elena (Chalena) Vásquez (1950-2016), quien produjo importantes materiales de rescate del patrimonio musical peruano. Como en este caso, mucha de la producción del Cemduc toma la forma de historias ficticias que sirven de soporte a una puesta en escena musical y dancística, que integra temas tradicionales con algunos de autoría reciente e intervenciones teatrales o declamaciones que le dan continuidad y coherencia al relato. La publicación de discos de audio de algunos de estos espectá-

«Chabuca» Granda.

ciones riman elegantemente, logrando una elevada integración de los lenguajes literario y musical.

«La flor de la canela» era una expresión de antaño que se empleaba para referirse a algo muy especial y fino. «Chabu-

SONIDOS DEL PERÚ

culos constituye uno de los aportes del Cemduc al estudio y revaloración de la música peruana. Para este disco, «Chalena» creó un guion con referencias a los diferentes tipos de ausencias que vivieron en las últimas décadas habitantes de Ayacucho, Huancavelica y Apurímac. La realización, aunque basada en música tradicional andina, expresa un concepto occidental y moderno de los arreglos y la afinación, debido evidentemente a la búsqueda de refinamiento en la interpretación y la grabación en estudio. Participa la actriz nacional Delfina Paredes como relatora. Por supuesto, el trabajo de Vásquez trasciende largamente este material. Sin embargo, este disco constituye hoy un testimonio, aunque pequeño y parcial, de sus múltiples esfuerzos por intentar comprender y explicar el arte popular y sus complejas relaciones con los procesos políticos y culturales de un país tan misterioso y mágico como el Perú. Es también una ofrenda a su fructífera presencia y su memoria. Franco Carranza TEXTURAS, TROMPETA CONTEMPORÁNEA DEL PERÚ. Discográfica Intercultural Americana. 2016. www.edmusicam.cl En un país como el Perú, crear nueva música es cotidiano, pues es un arte vivo en todo el territorio. La historia cambia cuando de música contem-

poránea académica se trata. Los proyectos de este tipo son escasos y no institucionalizados, requiriendo del esfuerzo de pequeñas comunidades o de los músicos individualmente. Por ello, tiene un valor especial, a nuestro modo de ver, la aparición reciente del disco Texturas, trompeta contemporánea del Perú, de Franco Carranza, primera trompeta de la Orquesta Sinfónica Nacional del Perú, que incluye nueve obras de tres compositores peruanos de amplia trayectoria (Cuentas, Gervasoni, Padilla). El proyecto se inició con la convocatoria a los compositores, a quienes se les solicitó crear obras para trompeta y conjuntos de cámara, teniendo como poética unificadora alguna referencia al Perú. Las obras fueron concebidas para combinaciones de trompeta con batería, bajo electrónico, marimba, flauta, guitarra, cajón, percusiones, piedras y pista de audio. Asimismo, los títulos: «El verso interior», «Sonatina», «Imágenes de la costa peruana», «Reinos ancestrales» o «Tejidos del viento» dan cuenta de la diversidad de propuestas y de su carácter enraizado en la tradición a la vez que en lo completamente nuevo. El resultado es una valiosa y representativa muestra de la creación musical académica peruana actual desde la visión unificadora de la trompeta. La ejecución es impecable. El sonido es natural, con claridad tímbrica y profundidad expresiva. La importancia y calidad de esta producción le valieron el respaldo del Ministerio de Cultura del Perú. El disco se presentó con gran

ca» la toma como título para un vals y en 1953 se hace conocida a escala nacional cuando lo graba el grupo Los Chamas. A esta época pertenecen los valses «José Antonio», «Fina estampa» y «Puente de los suspiros», este último con una lírica poético musical aún más delicada y profunda, empleando el tempo musical con mucha mayor libertad. Un poco más tarde, la cantautora incursiona en algunos géneros de la música afroperuana, a los cuales también nutre y renueva con su particular estilo. De hecho, uno de los aportes de «Chabuca» a la música tradicional peruana es esta diferencia que se establece, más claramente a partir de ella, entre las músicas de origen africano en el Caribe y otras latitudes de América y las que se desarrollan en el Perú. En otras zonas los ritmos son más rápidos, los acordes más circulares y las letras más repetitivas. En el Perú, los ritmos, el acompañamiento instrumental y el canto son más complejos y frecuentemente más tranquilos. Esto es más claro en aquellos que toma «Chabuca» como base para componer, como el landó y el panalivio. Con sus más de cien composiciones musicales, versos y múltiples presentaciones alrededor del mundo, «Chabuca» Granda realizó un aporte fundamental a la renovación, actualización y proyección al futuro de las expresiones musicales criollas y afroperuanas. Dedicó obras a diversos personajes de la época y compartió ideales con otros artistas a quien también dedicó creaciones, como Javier Heraud y Violeta Parra. Su estampa fue siempre fina, su poncho, de lino, su voz, engravecida por una aflicción a la garganta, caracterizó su estilo único de cantar, íntimo y sonriente. Su obra, vasta y diversa, contribuye decididamente a engrandecer el patrimonio musical del Perú. * Musicólogo, compositor y director de orquesta.

éxito en un concierto en el foyer del Gran Teatro Nacional del Perú el 27 de abril de 2016.

CHASQUI Boletín Cultural MINISTERIO DE RELACIONES EXTERIORES

Dirección General para Asuntos Culturales Jr. Ucayali 337, Lima 1, Perú Telefono: (511) 204-2638 boletinculturalchasqui@rree.gob.pe www.rree.gob.pe Los artículos son responsabilidad de sus autores. Este boletín es distribuido gratuitamente por las misiones del Perú en el exterior. Impresión: Tarea Asociación Gráfica Educativa

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FESTÍN DE LIBROS Teresina Muñoz-Nájar*

Una mirada a la considerable producción editorial dedicada a la cocina peruana en las últimas décadas y a la atención que provocó en propios y extraños desde tiempos lejanos.

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ueron los cronistas (viajeros impenitentes, naturalistas, historiadores, botánicos, médicos, misioneros, etc.) los primeros que se preocuparon por describir los insumos y registrar los usos y costumbres culinarios del Perú antiguo y del país que tuvieron delante de sus ojos. Garcilaso de la Vega, Guamán Poma, José de Acosta Bernabé Cobo, Cieza de León, León Pinelo, entre muchos otros, consignaron —entre los siglos XVI y XVIII— numerosos datos que nos han permitido construir en buena parte nuestra historia gastronómica. Solo citaremos unos pocos de ejemplos. En 1603, en sus Comentarios reales, Garcilaso describe uno de los frutos más apreciados por los extranjeros que llegaron a estas tierras: la chirimoya (nativa de la sierra norte del Perú y del sur de Ecuador). «Esta fruta —dice él— es del tamaño de un melón pequeño, tiene una corteza dura como una calabaza seca, y casi de igual grueso; dentro de ella se cría la médula tan estimada, es dulce, y toca un tantito de agrio, que la hace más golosa o golosina». En 1653 Cobo refuerza las palabras del Inca cronista: «Tiene la carne blanca y suavísima, con un agridulce apetitoso, de suerte que, a juicio de muchos, es la fruto mejor y más regalado de todas las Indias». El padre Acosta señala a propósito de la chicha peruana: «El vino de maíz, que llaman en el Perú azúa, y, por vocablo de Indias común, chicha, se hace en diversos modos. El más fuerte, al modo de cerveza, humedeciendo primero el grano, hasta que comienza a brotar, y después cociéndolo con cierto orden, sale tan recio que a pocos lances derriba, este llaman en el Perú sora». Y de la cada vez más conocida quinua dice el propio Garcilaso: «El segundo lugar de las mieses que se crían sobre la haz de la tierra dan a la que llaman quinua y en español mijo o ‘arroz pequeño’, porque en el grano y en el color se le asemeja algo […]. Las hojas tiernas comen los indios y los españoles en sus guisados, porque son sabrosas y muy sanas; también comen el grano en sus potajes, hechos de muchas maneras. De la quinua hacen los indios brebaje para

Portadas de la primera edición del Manual del buen gusto (1866) y de la Mesa peruana (1867), primeros recetarios publicados en Arequipa.

beber, como del maíz, pero es en tierras donde hay falta de maíz». Ya entrada la República, una legión de viajeros como Humboldt, Marcoy, Squier y otros se ocupan de las costumbres culinarias nacionales. El escritor peruano Manuel Atanasio Fuentes se dedica también a las costumbres culinarias de la capital en su Guía histórico descriptiva, administrativa, judicial y de domicilio de Lima, publicada en 1860. De acuerdo al investigador Sergio Zapata, autor del fundamental Diccionario de gastronomía peruana tradicional (publicado por el Fondo Editorial de la Universidad San Martín de Porres), este sería el primer texto escrito que se ocupa íntegramente de las comidas de la época. «Si bien no se trata de un recetario —dice Zapata—, su consulta arroja luces de varias preparaciones típicas, algunas de las cuales son descritas en detalle (puchero, chupe, tamal, cebiche), aparte de información concerniente al consumo y costumbres de la mesa». Más adelante, en Lima, apuntes históricos, descriptivos, estadísticos y de costumbres, libro editado en 1867, Fuentes vuelve sobre el tema de las comidas y añade unos párrafos dedicados a las bebidas. Señala, por ejemplo, que el aguardiente (se refiere

al pisco), la chicha y el guarapo (jugo de caña fermentado) son las «tres únicas bebidas producidas en el Perú y usadas en Lima». Fuentes cuenta, entre otras cosas, que el puchero tenía más de 30 ingredientes, el cebiche picaba hasta las lágrimas y la chicha era la bebida nacional. Los primeros recetarios La aparición en el Perú de un recetario como tal, es decir, de un volumen donde se incluya la descripción de ingredientes y las indicaciones para la preparación, más algunas anotaciones y datos curiosos, ocurrió en 1866. Se trata del anónimo Manual de buen gusto, que facilita el modo de hacer los dulces, budines, colaciones y pastas, y destruye los errores en tantas recetas mal copiadas. Fue editado en Arequipa y como su largo nombre lo indica solo contiene recetas de postres y dulces. En 1867, se publica en la misma ciudad y en la imprenta de Francisco Ibánez La mesa peruana o sea el libro de las familias, en el que, además de postres y dulces, se consignan, por primera vez, recetas de diversas comidas y bebidas, empezando por la chicha. Este es, en rigor, el primer recetario de cocina peruana y fue reeditado tres

MIS DIEZ LIBROS FAVORITOS DE COCINA PERUANA Ignacio Medina*

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lgunos libros se quedan para siempre junto a tu mesa. Tengo seis y cinco son diccionarios. El monumental Diccionario de gastronomía peruana tradicional, de Sergio Zapata, está entre ellos desde mi segundo viaje a Lima. Mis búsquedas y consultas empiezan por él. Igual sucede con el Diccionario de frutas y frutos del Perú, de Antonio Brack, imprescindible para desbrozar la increíble despensa peruana. Mi tercer volumen de referencia es La gran cocina mestiza de Arequipa, de Alonso Ruiz Rosas, un libro que trasciende a la cocina regional para asomarse a la esencia de las cocinas del Perú. Luego están la magna obra de Elmo León, 14.000 años de alimentación en el Perú, que parece contenerlo todo; Cien siglos de pan, de Fernando Cabieses; La nutrición en el antiguo Perú, de Santiago Antúnez de Mayolo, o La cocina de los incas, de Rosario Olivas Weston. No me crean un iconoclasta, pero otra obra definitiva es ¿Qué cocinaré?, más conocido como el Nicolini, que acercó a la cocina a varias generaciones de peruanas. Perú, de Gastón Acurio es otro recetario a tener en cuenta. El décimo, permítanme la licencia, lo escribí yo hace cinco años y se llama Edén.pe. Bizcochero. Lima. M. A. Fuentes, París, 1867.

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*Crítico gastronómico español afincado en el Perú. Sus artículos se publican en los diarios El País de Madrid y El Comercio de Lima.

veces más (1880, 1896 y 1924) hasta su rescate en tiempos recientes. En 1872 Federico Flores Galindo publicó en verso un volumen con el título Salpicón de costumbres nacionales. Una suerte de defensa a la culinaria nativa frente al embate de las nuevas cocinas extranjeras que comenzaban a echar raíces, especialmente en la capital. Zapata Acha considera que otro libro importante «por su carácter regional» es la Cocina ecléctica, de la escritora salteña Juana Manuela Gorriti. «Se publicó originalmente en 1890 —señala— y aparecen en él una buena cantidad compilada de recetas de origen peruano y/o aportadas por damas peruanas (32%)». En 1895 aparece en Lima un Nuevo manual de la cocina doméstica, anónimo, que se suma a la lista de primeros recetarios nacionales. Recetarios y cronistas En la primera mitad del siglo XX circulan en ediciones populares algunos nuevos recetarios de cocina peruana y se multiplican en los diarios las secciones de cocina con profusión de recetas. Surgen también notables cronistas que se ocupan con frecuencia del tema, como los recordados Federico More y Adán Felipe Mejía, «El Corregidor», periodista que, en 1946 y 1947, publicó una serie de crónicas en el diario La

Adán Felipe Mejía. Dibujo de Alonso Núñez.

Prensa, todas dedicadas a la gastronomía peruana y sus insumos, que confluirán en un volumen clásico para los interesados en el tema: De cocina peruana (1969). Las crónicas de More y de Mejía han conocido ediciones posteriores y a ellos se han sumado otros cronistas dedicados a encumbrar iguales temas, como Octavio Mongrut, Guillermo Thorndike, el poeta Antonio Cisneros, autor de una notable antología que lleva por título El diente del Parnaso y varios más. Uno de los recetarios que más circuló en el Perú de los mediados del siglo XX fue El libro de doña Petrona, de la argentina Petrona C. de Gandulfo, muy usado en los sectores medios y altos de Lima y otras ciudades. Más tarde apareció ¿Que cocinaré?, de la fábrica de fideos Nicolini. Este recetario, además de proponer recetas con sus productos (práctica frecuente en diversos fabricantes de alimentos o cocinas), incluía 300 recetas de platos y postres locales e internaciones y fue de uso común. En 2012, cuando era ya una suerte de reliquia que solo se encontraba en las librerías de viejo, Alicorp (empresa que se fusionó con Nicolini) lanzó una nueva edición del recetario en la


que figuran las 300 recetas originales y 50 más. La multiplicación Cuando las bondades de la gastronomía peruana empiezan a trascender fronteras, comienza también una avalancha de publicaciones que tratan de explicar su origen y futuro y recopilan recetas de todos los tiempos. Recetarios e investigaciones. Mencionaremos, en primer lugar, el Tratado de dulces y licores de Moquegua (1990), de Rosario Olivas, y Cien siglos del pan (1995), de Fernando Cabieses. En este último, su autor, un apasionado de la medicina y alimentación tradicionales, describe con lujo de detalles y mucha erudición los productos nativos de América y los que llegaron del Viejo Mundo. Entre los valiosos estudios regionales en esos años figuran también un trabajo de Lupe Camino sobre la chicha en Catacaos y el libro Picanterías cusqueñas, vitalidad de una tradición, de la socióloga Eleana Llosa. En 1995, Peru Reporting E. I. R. L., dirigido entonces por el periodista Jonathan Cavanagh, publica una obra asaz importante. Se trata de La gran cocina peruana, de Jorge Stanbury, libro pionero en lo que se refiere a la recopilación de recetas de casi todas las regiones del Perú. Al año siguiente, y bajo el mismo sello, saldría Las recetas de Rosita Yimura, primer libro de cocina nikkei publicado en el país y en el que Rosa Yimura revela los secretos de una de sus creaciones más aplaudidas: el pulpo al olivo. A finales de la década de 1990, Bernardo Roca Rey inició, a través del diario El Comercio, la publicación de los «coleccionables» de cocina. Recetarios anónimos o de autor que se publican semanalmente hasta la fecha. Otros diarios han copiado la iniciativa con bastante éxito. En 1998, la Universidad San Martín de Porres (USMP), que había iniciado su vasto catálogo de publicaciones gastronómicas en 1993 con Cultura, identidad y cocina en el Perú (con textos de Antúnez de Mayolo, Juan José Vega, Giovanni Bonfiglio, Rosario Olivas, entre otros), editó La cocina en el virreinato del Perú, volumen que nos describe las comidas, bebidas y costumbres cotidianas durante la Colonia. De la misma autora son también La cocina cotidiana y festiva de los limeños en el siglo XX (1999) y La cocina de los incas. Costumbres gastronómicas y técnicas culinarias (2001). Es importante señalar que a la fecha la Universidad San Martín de Porres de Lima, a través de su Escuela Profesional de Turismo y Hostelería bajo el remarcable liderazgo del dominico Johan Leuridan Huys, ha presentado más de cien libros dedicados a nuestra gastronomía, constituyéndose en el primer y más reconocido editor de libros culinarios de nuestro país. Destacan, además de los ya nombrados, Los chifas en el Perú. Historia y recetas (1999), profusa y profunda investigación de Mariella Balbi; Pachamanca: el festín terrenal (2001), de Jesús Gutarra y Mariano Valderrama; La flor morada de los Andes (2004), de Sara Beatriz Guardia; Diccionario de gastronomía peruana tradicional (2004), de Sergio Zapata, extraordinaria fuente de consulta que ya tiene una segunda edición (2009) «corregida y aumentada»; Panes del Perú. El encuentro del maíz y el trigo (2007), de Andrés Ugaz; Chicha peruana: una bebida, una cultura (2008), de Rafo León y Billy Hare; Bodegón de bodegones. Comida y artes visuales en el Perú (2010), de Mirko Lauer; Memorias de un comensal (2010), de Raúl Vargas; El gran libro del postre peruano (2011), de Sandra Plevisani, que se ha reimpreso tres veces y se ha traducido al inglés (ella ha publicado cerca de 30 recetarios bajo

diversos sellos y con tirajes de hasta 200 mil ejemplares); La cocina mágica asháninca (2011), de Pablo Macera; La cocina monacal en la Lima virreinal (2009) y Vino y pisco del Perú (2013), de Eduardo Dargent; La cocina aimara (2012), de Hernán Cornejo; las valiosas compilaciones de cocinas regionales y de picanterías dirigidas por Isabel Álvarez y el minuciosos estudio 14.000 años de alimentación en el Perú (2013), de Elmo León, que, además de dar una visión retrospectiva de los orígenes de la comida peruana, contiene una lista taxonómica con gran cantidad de recursos comestibles consumidos en el periodo prehispánico. Muchos de los volúmenes mencionados, por cierto, han ganado significativos reconocimientos internacionales, como los que otorga el Gourmand World Cookbook Awards. Asimismo, es muy valioso el libro de Josie Sison Porras de De La Guerra titulado El Perú y sus manjares. Un crisol de culturas. Este apareció en 1994 y contiene recetas de los principales conventos de clausura de Lima y de las familias más encumbradas de la ciudad. No se puede dejar de mencionar tampoco todas las ediciones de Cocina peruana, de Teresa Ocampo, ni los dos tomos publicados por Tony Custer: El arte de la cocina peruana. El volumen I salió por primera vez en 2000 y ha tenido un gran tiraje: más de 85 mil ejemplares. Recoge alrededor de 100 recetas de reconocidos chefs y cocineros. En 2006, el poeta y sibarita Rodolfo Hinostroza sacó una suerte de tratado de gastronomía titulado Primicias de cocina peruana, texto que le da una amplia mirada a la historia de nuestra gastronomía a partir de la Conquista. Otro libro gravitante y que reúne todo el acervo de una de las cocinas más destacadas del país es La gran cocina mestiza de Arequipa, de Alonso Ruiz Rosas, cuya segunda edición, corregida y aumentada, se publicó en 2012. Este volumen reúne un enorme número de recetas recopiladas por el autor en picanterías y casas de familia y trae anexa La mesa peruana o sea el libro de las familias (1867). Finalmente están los libros escritos por lo propios chefs. En 2006 Rafael Osterling publicó Rafael. El chef, el restaurante, las recetas, hermoso libro en el que el sofisticado cocinero nos regala sus mejores recetas y describe la filosofía de su cocina. Del mismo autor es El Mercado (2016), donde reúne todos los secretos de su restaurante de la calle Hipólito Unanue. Virgilio Martínez, nuestro laureado chef, también ha publicado Central (2016), un libro que le rinde un tributo a la biodiversidad de este país. Y claro, está la larga lista de títulos cuya autoría pertenece al famoso Gastón Acurio (mencionamos solo algunos): Perú una aventura culinaria (2002), Cocina casera para los tiempos de hoy (2003), Larousse de la gastronomía peruana (2008), 500 años de fusión (2008), Cebiche Power (2012) y Edén.pe: 21 revelaciones para el mundo. En este último (escrito por el crítico Ignacio Medina), Gastón comparte comentarios con el mítico Ferran Adriá; se describen 21 productos nativos y se revela la identidad de 21 productores peruanos. El año pasado Gastón Acurio y el periodista Javier Masías presentaron Bitute. El sabor de Lima, libro que contiene 70 recetas que han sido recogidas de recetarios que datan desde 1867, y luego reinterpretadas y bajo la filosofía de Acurio y de la chef Martha Palacios. En suma, una oferta de recetarios y estudios muy amplia y variada, casi tan generosa como la propia cocina peruana. * Periodista e investigadora gastronómica.

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UN UNIVERSO REFLEXIVO Luis Eduardo Wuffarden*

Muestra antológica del pintor limeño Alejandro Alayza en el Centro Cultural Inca Garcilaso del Ministerio de Relaciones Exteriores.

A

l modo de los antiguos maestros del Renacimiento, el pintor Alejandro Alayza (Lima, 1946) asume en su trabajo la unidad indivisible entre el arte y la vida. Consecuente con esa postura, no suele separar sus facetas complementarias de creador y maestro, las que ejerce en simultáneo desde hace varias décadas. Ha logrado, además, hacer de su casa taller en Barranco una suerte de bottega generosamente compartida, el espacio ideal para vivir una vocación que no conoce prisa ni pausa. Allí, gracias al poder formativo del arte —entendido como actividad a la vez conceptual y manual—, el quehacer diario de Alayza aglutina en libertad a todos los miembros de la familia, sin imponerles modos excluyentes de ver o apreciar. Es precisamente a partir de ese genuino modus vivendi como surge el sorprendente universo figurativo de quien merece ser considerado hoy, sin ningún género de dudas, entre los pintores peruanos más singulares de su generación. Si algo define el desempeño pictórico de Alayza es su carácter predominantemente reflexivo. Este rasgo podría atribuirse, en gran medida, a sus años formativos en los talleres de la antigua Escuela de Artes Plásticas de la Pontificia Universidad Católica. El método de enseñanza implantado allí por su fundador y director, el maestro austro peruano Adolfo Winternitz, propiciaba el autoconocimiento del alumno y la meditación constante sobre ciertos aspectos cruciales de la creación como vías para descubrir y orientar la propia personalidad artística. Alayza compartió, en más de ocasión, la lectura de las Cartas a un joven poeta, de Rainer María Rilke, lectura obligada para todo aspirante. Rilke discurre en ellas sobre la introspección, la soledad creativa —base del necesario encuentro del artista consigo mismo— y acerca del retorno a la infancia como escape del mundo convencional de los adultos. A ello se sumaba la gravitación contemporánea del expresionismo abstracto y el informalismo, tanto en la escuela como en la escena artística local e incluso latinoamericana. Por entonces, tanto Winternitz como Fernando de Szyszlo, otro profesor de enorme influencia entre el alumnado de la EAPUC, estaban plenamente adscritos al abstraccionismo y el joven alumno practicó esa tendencia por un tiempo, como parte de su aprendizaje. Sin embargo, como muchos de sus coetáneos, en la década de 1970 Alayza se enrumbaría hacia la figuración partiendo, en su caso, del repertorio abstracto que ya manejaba. No se adhirió al surrealismo o el hiperrealismo, entonces en boga, sino que optó por el camino más riesgoso de construir un mundo propio: equidistante tanto del trampantojo como de las convenciones de la pintura onírica. Tras varios años de paciente indagación, el pintor logrará insertarse en el vasto horizonte del expresionismo figurativo, tendencia que atraviesa la historia de la modernidad artística peruana gracias a algunas personalidades insulares. Entre ellas se encuentra el propio Winternitz, quien provenía de la tradición expresionista centroeuropea y, al llegar al Perú, era portador de una concepción figurativa distante de lo más radical de aquella tendencia. En compensación, venía investido de una potente carga espiritualista y humanista. Esa es la principal fuente de la que se nutre en

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El pescador y la sirena, Alejandro Alayza, Óleo sobre lienzo 97 × 72 cm, 2015.

un comienzo la pintura de Alayza, y en ese sentido su obra se erige también como un producto paradigmático de ese centro de estudios. Al paso del tiempo, el pintor enriquecerá su trabajo con otro tipo de aportes, que dejan entrever una rara conciencia de la historia del arte occidental. No es raro que asome en sus lienzos la evocación de aquello considerado «primitivo». Es decir, anterior a la conquista plena de la perspectiva y la representación realista a partir del Renacimiento. Así por ejemplo, es posible que algunas obras de Alayza traigan a mente, aunque sea de modo fugaz, a los viejos muralistas sieneses, las piezas precursoras de Giotto y Massaccio, o la abigarrada imaginería del gótico internacional. Pero también nos remite por momentos a la pintura fantástica antigua y moderna, así como a la lógica narrativa y al humor del cómic y de ilustración en general. Todo ello cobra plena coherencia bajo la mirada del artista al poner en escena objetos, figuras y situaciones bajo los efectos de una luz reverberante: se genera así una inquietante ambivalencia, a mitad de camino entre el registro subjetivo de la realidad visible y el febril ensueño alucinatorio. Por encima de su diversidad de temas, la pintura de Alayza construye laboriosamente una poética del sosiego que reposa, por lo general, en su aliento narrativo. Esto último entendido en sentido amplio, pues lo que transmiten estas composiciones no es una acción ni una anécdota precisas. Incluso en aquellos cuadros que muestran paisajes desolados, el pintor apela a un conjunto de sensaciones que parecen anunciar

la inminencia del cambio. Sus paisajes de Barranco, por ejemplo, o aquellos otros que escenifican el encuentro entre las montañas y el mar, trasuntan una suerte de animismo panteísta que otorga papel protagónico a sus componentes. De pronto, las plantas y los árboles se ven recorridos por un sinuoso ritmo lineal que entabla sintonía con la atmósfera alrededor, para convertirse unas veces en presencias quietas pero ominosas o danzar, repentinamente, generando aquella sensación de soledad fantasmagórica que obliga a mirar con nuevos ojos algunos espacios familiares y cotidianos. Pocos artistas han intentado recrear de modo tan libre el entorno rural y marino de Lima, y quizá sea el poeta José María Eguren, antiguo vecino de Barranco y pintor ocasional, su precedente más notable. En su caso, Alayza extrema la fantasía interpretativa sin que resulte irreconocible el paraje representado. A veces desplaza su mirada a lo profundo de la selva o a una sierra que elude (o comenta con ironía) los tópicos del pintoresquismo andino tradicional. Cuando introduce la presencia humana, la historia contada se inviste de un sentido teatral, oscilando entre lo heroico y lo humorístico. Es frecuente detectar también alguna fugaz alusión al espíritu circense, como lo sugiere aquella figura de pescador de cangrejos transmutada en breve coloso, ensayando malabarismos sobre un par de arrecifes imposibles. O la mujer que se yergue, con aire seguro, sobre una fronda selvática llevando una serpiente domesticada, y de este modo parece proponernos un guiño localista e irreverente al mito de Eva. Sea como

fuere, la desnudez del cuerpo asume en esta y otras ocasiones un aspecto de primigenia ingenuidad, desprovista por ello de toda sugerencia sensual o incluso carnal. Similar espiritualidad reaparece, sorprendentemente, en sus bodegones que se ofrecen al espectador como auténticas epifanías. Sus objetos —frutas y vegetales diversos, pescados, floreros— se presentan amorosamente descritos, pero además dispuestos como si constituyeran verdaderos rituales cotidianos. A veces, la idea resulta reforzada por medio de un punto de vista inusualmente alto y por una intensa luminosidad que genera esos típicos contrastes reverberantes de verdes, celestes y amarillos. En otras ocasiones, el pintor apela a la ilusión escenográfica generada por unas cortinas que enmarcan los objetos colocados delante de una ventana y los dejan envolver, otra vez, por una atmósfera deslumbrante. Dispuestos sobre la sencilla superficie de una mesa doméstica, las flores y los recipientes allí dispuestos adquieren un protagonismo que bordea —literalmente— lo teatral. Todo indica que, como muchos de los grandes bodegonistas en el pasado, Alayza nos propone de este modo sutiles metáforas de la naturaleza y del mundo a partir del escrutinio detenido de su entorno familiar y cotidiano. En ese sentido, el pintor parece contradecir el concepto de «naturaleza muerta» —o «naturaleza quieta»— aplicado tradicionalmente a este género de representaciones. A menudo magnificados y en primerísimo plano, estos vegetales y utensilios domésticos parecen investidos de una misteriosa energía y, por ello mismo, a punto de entrar en movimiento, como encarnando el antiguo mito de la «rebelión de los objetos». Ocurre un poco a la inversa con los grandes parajes desolados que sugieren haber perdido su condición de espacios inabarcables y opresivos para presentarse ante quien los mira como una suerte de inesperado bodegón, cuyas dimensiones amigables lo ponen, literalmente, al alcance de la mano: los efectos «Gulliver» y «Lilliput» se alternan sin previo aviso. Por ello las imágenes de Alayza desafían constantemente nuestra lógica visual para emplazarnos en un territorio fantástico, una suerte de mundo real contemplado a través de espejos deformantes. Por medio de este tipo de estrategias, Alayza consigue forjar un conjunto de imágenes que nos remite a cierta dimensión feérica dotada, sin embargo, de una sólida coherencia interna. Al igual que los cuentos infantiles o las leyendas populares, las historias transmitidas por estos lienzos poseen la lógica implacable de una ficción ampliamente consensuada. Más allá de su aparente simplicidad temática, el pintor despliega una inquietante condensación de contenidos: no solo por el tono vivencial de sus ficciones, sino porque ellas encierran inquietantes analogías. Nos hablan de una realidad palpable pero esquiva, vista siempre bajo un prisma desconcertante. De ahí la eficacia comunicativa presente en una pintura como la de Alejandro Alayza, que —a base de disciplina, constancia y auténtica modestia— durante los últimos años ha logrado enriquecer la memoria visual de los peruanos con esa misma naturalidad con la que se presenta ante sus ojos. * Curador, historiador y crítico de arte.


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