CHASQUI EL CORREO DEL PERÚ
Boletín Cultural del Ministerio de Relaciones Exteriores
2019
Anónimo cusqueño. Matrimonios de Martín de Loyola con Beatriz Ñusta y de Juan de Borja con Lorenza Ñusta de Loyola. Óleo sobre lienzo, 1718. Museo Pedro de Osma, Lima, Perú.
Año 17, número 35
LAS BODAS DEL CAPITÁN Y LA ÑUSTA / AMAZONÍAS / LA POESÍA DE ENRIQUE VERÁSTEGUI / CHICHA NUESTRA / LAS INTELECTUALES DEL PRIMER CENTENARIO
LAS BODAS DEL CAPITÁN Y LA ÑUSTA
UNA REINVENCIÓN UTÓPICA DEL PASADO ANDINO Luis Eduardo Wuffarden* En una de las salas del Museo del Prado, que reúne a varios importantes maestros españoles del barroco, entre el 18 de febrero y el 28 de abril del presente año se exhibió, como obra invitada, Las bodas de la ñusta incaica con el capitán conquistador, de la colección del Museo Pedro de Osma.
S
e trata de una pintura anónima cusqueña que nos habla, curiosamente, de un Madrid imaginado desde los Andes en el siglo XVII. Por cierto, su peculiar estética marca un sugerente diálogo con el arte europeo de corte que le sirve de entorno temporal. Y, al mismo tiempo, su tónica narrativa evidencia las formas en que la pintura virreinal actuaba con frecuencia como eficaz herramienta de negociación política. Esa circunstancia se vería potenciada en el Cusco, antigua capital del imperio de los incas refundada por los conquistadores españoles. Entre las órdenes religiosas, la Compañía de Jesús comprendió mejor que ninguna otra el poder ejercido por las imágenes sobre un tejido social bastante complejo, que comprendía a vencedores y vencidos. Así, el ascendiente de los jesuitas sobre las élites española e indígena de la región determinó un conjunto de iniciativas iconográficas que encontraron un punto culminante en Las bodas de ñusta con el capitán conquistador. A simple vista, el tono propagandístico de esta escena exalta el protagonismo histórico de la Compañía de Jesús en el surgimiento del «reino» del Perú como parte del imperio católico de los Habsburgo; sin embargo, la sutileza de sus contenidos, así como sus implicancias precisas, no son tan evidentes a ojos del espectador contemporáneo. En ese sentido, conviene referirse antes a las circunstancias históricas que rodearon el establecimiento de la Compañía de Jesús en el país. Por tratarse de una orden nueva, sus miembros no habían tenido participación directa en el proceso de conquista. Ello, en principio, situaba a los jesuitas en desventaja frente a las antiguas congregaciones monásticas —como dominicos, franciscanos y mercedarios—, que solían disputarse aquella primacía histórica. En cambio, el arribo de los primeros misioneros de la Compañía, en 1568, vino a coincidir con un periodo crucial para la historia peruana. En efecto, durante los años siguientes lograría definirse por fin la organización política, social y religiosa del joven virreinato, sacudido por las guerras civiles y por la tenaz resistencia incaica. Se
CHASQUI 2
Anónimo cusqueño. Siglo XVII. Sotacoro de la Iglesia de la Compañía de Jesús del Cusco.
Anónimo cusqueño, hacia 1725. Beaterio del monasterio de Copacabana, Lima.
acababa de instalar el gobierno de Francisco de Toledo, amigo de la Compañía y promotor de su llegada al Perú, antes incluso de establecerse en México. En paralelo, la sólida obra legisladora del virrey Toledo dejaría sentadas en poco tiempo las bases administrativas del Estado colonial. Ello implicaba terminar con el Estado inca sobreviviente en el reducto de Vilcabamba, que mantenía en jaque a las autoridades españolas. Después de varias negociaciones infructuosas, a principios de 1571 Toledo declaró la guerra al inca rebelde Túpac Amaru y dio la orden de capturarlo. Entre sus mejores capitanes se hallaba Martín García Oñaz de Loyola,
hijo de un hermano del fundador de la Compañía. Loyola condujo preso a Túpac Amaru y lo entregó al cadalso el 17 de agosto de 1572. Poco antes, un religioso jesuita, el padre Alonso de Barzana, convirtió y confesó al inca rebelde. Este fue ejecutado en la plaza del Cusco pese a la oposición del propio Barzana así como de muchos otros religiosos y vecinos que pedían clemencia a la autoridad. Tras la ejecución, hubo duras represalias contra la alta nobleza indígena y se entregaron premios a los militares vencedores. Fue entonces cuando Beatriz Ñusta, hija del inca Sayri Túpac y sobrina de Túpac Amaru —quien había muerto muy
joven y sin descendencia— se vio obligada a casarse con Martín García de Loyola. Doña Beatriz fue obligada a recluirse en el monasterio de Santa Clara. Tuvo que elegir entre la vida monacal y una boda pactada con el capitán Loyola. Ella aportaría como dote la rica encomienda del valle de Urubamba; pero, sobre todo, los legítimos derechos de sucesión incaica, que recaían en ella de acuerdo a las normas hereditarias hispánicas. En 1591, el capitán Loyola fue designado gobernador de Chile. Moriría allí siete años después, a manos de indígenas araucanos sublevados. Su viuda y su hija Ana María se trasladaron después a España, donde permanecieron rodeadas de honores. Era un exilio impuesto, pues la Corona española percibía un potencial peligro en tal descendencia, cuya legitimidad no dejaría de reconocer. Ese desarraigo se consolidó a través de un segundo enlace político entre la hija mestiza, Ana María Lorenza Coya de Loyola, con otro personaje de la alta nobleza hispánica. En 1614, Felipe III invistió a la heredera incaica con el título de marquesa de Santiago de Oropesa. A la postre, su descendencia terminaría incorporada a la alta nobleza hispana. Toda esa dramática historia, marcada primero por la violencia y luego por enlaces de conveniencia política, sería ingeniosamente edulcorada por la ficción pictórica ideada por los jesuitas con un claro sentido providencialista. Veamos, en primer lugar, qué narra el lienzo y de qué manera busca condensar simbólicamente el primer siglo de la Compañía en el Perú. Mediante una gestualidad inspirada por la retórica ceremonial de las cortes barrocas, esta pintura escenifica dos bodas aristocráticas. Estos matrimonios ocurrieron realmente, pero correspondían a generaciones distintas y sucesivas: unas cuatro décadas de diferencia mediaban entre uno y otro enlace. Además, se produjeron en ciudades tan distantes como el Cusco y Madrid. La primera boda, a la izquierda de la composición, fue celebrada en la catedral cusqueña en 1572, entre Beatriz Ñusta, princesa imperial incaica, y el capitán español Martín García de Loyola, sobrino
nieto del fundador de la Compañía de Jesús. El segundo matrimonio, a la derecha, ocurrió en 1611, quizá en la primera iglesia del Colegio Imperial de Madrid. Unió a la hija de ambos, Ana María Lorenza Coya de Loyola, con Juan Henríquez de Borja, descendiente directo de San Francisco de Borja, duque de Gandía. De ahí que los santos patriarcas de la orden se sitúen al centro mismo de la composición, en señal de que su autoridad espiritual avalaba dichas nupcias. En ambos casos se reitera el gesto ritual de la dextrarum iunctio, esto es, la unión de las manos derechas de los contrayentes para sellar el pacto matrimonial. Era un patrón ceremonial heredado de la tradición romana y adoptado por la casa de Austria, como se aprecia en la profusa iconografía sobre bodas reales de los Habsburgo durante los siglos XVI y XVII. En el caso del capitán y la ñusta, la diferencia del color de la piel entre uno y otro es remarcado, para subrayar que se trata de una boda entre dos naciones distintas. Esa diferencia desaparece en el matrimonio segundo, para sugerir la incorporación plena de su descendencia dentro de la nobleza europea. En la segunda boda, los contrayentes no juntan sus manos en el primer plano, como lo hacen la ñusta y el capitán, sino en el segundo, donde la boda se presenta como una escena narrativa simultánea. En ese segundo plano se pueden distinguir dos campos netamente diferenciados en mitades exactas. A la izquierda, el trasfondo es la ciudad del Cusco y, por extensión, el reino del Perú, mientras que el lado derecho evoca la corte de Madrid, y por tanto simboliza, a su vez, el mundo hispano y europeo. En la primera parte se ve a los miembros de la familia real incaica sentados sobre un suntuoso estrado cubierto por ricos tapices. Aparecen cercanos al espectador, luciendo sus galas y armas prehispánicas de oro macizo. Tanto Túpac Amaru, el tío ejecutado, como los padres de la novia, Sayri Túpac y Cusi Huarcay —los dos primeros ya muertos al momento de los hechos— asisten al convite de la boda, rodeados por pajes y militares, y su imposible presencia parece convalidar la ceremonia. Al fondo se erige una versión imaginaria de la primera iglesia mayor cusqueña, cuya traza rectilínea y facetada sugiere un templo incaico convertido en iglesia cristiana. Sobre la puerta de entrada se han pintado las armas del Tahuantinsuyo, de acuerdo con los conceptos heráldicos europeos. A su vez, el trasfondo de la mitad «hispana» recrea idealmente la iglesia madrileña donde la hija mestiza del capitán y la ñusta, investida con el título de marquesa de Santiago de Oropesa, contrajo matrimonio con el marqués de Alcañices. Su puerta en forma de arco y las columnas marmóreas de la portada que la flanquean asumen un aire clasicista en sentido genérico, y se contraponen a la angulosa severidad de la arquitectura inca. En el eje central se abre al fondo un espacio en lejanía, donde es posible divisar un océano en calma —vinculo entre ambos mundos—, y detrás se vislumbra el perfil de una urbe europea: con toda
El capitán don Martín García de Loyola y doña Beatriz Ñusta, princesa del Perú (detalle).
probabilidad, una alusión a Roma, centro del cristianismo y sede matriz de la Compañía. En la parte más alta, el cielo es iluminado por un sol de justicia, en el que resplandecen las siglas IHS y el corazón con tres clavos, distintivos de la Compañía de Jesús, irradiando la escena como si se tratara del momento culminante de un auto sacramental. Todo contribuye a generar la idea de una artificiosa puesta en escena delante de un vasto telón escenográfico. A ello se suma el escaso rigor puesto en la reconstrucción histórica, incluso en las vestimentas de los personajes. Los trajes, en efecto, mezclan de modo arbitrario prendas y accesorios de tiempos diversos, sin ningún apego a la cronología. Así, por ejemplo, el capitán Loyola viste a la usanza cortesana del reinado de Carlos II, mientras su yerno luce un atuendo, en el que —contradictoriamente— predominan elementos propios de una moda anterior, correspondiente en general al reinado de Felipe II. A su vez, los trajes incaicos son recreados fantasiosamente en clave barroca. El atavío nupcial de la ñusta Beatriz, adornado con franjas de símbolos heráldicos incas o tocapus, no corresponde a la auténtica estrechez de la túnica o acso indígena. Adopta, en cambio, el vuelo acampando de la saya de corte española como otro elemento que sirve, una vez más, para introducir subliminalmente el concepto de equivalencia o paridad entre lo hispano y lo indígena. Una cartela elíptica sostenida por un paje indígena nos narra la historia y sus personajes. También consta su fecha de ejecución, 1718. Es importante precisar que la composición de esta pintura reitera, con variantes significativas, un prestigioso lienzo prototipo ideado por
los jesuitas para su iglesia del Cusco durante el último cuarto del siglo XVII. Aquella obra fue colocada en el sotacoro del templo, donde aún permanece, por ser este un lugar frecuentado por la feligresía indígena. Se trata de la pieza culminante de una serie de iniciativas iconográficas promovidas por la Compañía para asociarse, de manera explícita, con el poder imperial incaico. Ya en 1610, durante las celebraciones solemnes por la beatificación de Ignacio de Loyola, sacaron en andas una imagen escultórica del niño Jesús ataviado como inca, que llevaba las insignias del poder prehispánico. Era el famoso Niño Jesús de Huanca, titular de una cofradía indígena, que encarnaba así la legitimidad política incaica ejerciendo su papel simultáneo de advocación titular de la orden. Al llegar el obispo Manuel de Mollinedo, en 1673, proscribió esta costumbre jesuítica buscando, en cambio, identificar al Niño Jesús con el monarca de la Casa de Austria. De acuerdo con las disposiciones dadas durante su visita pastoral de 1687, Mollinedo ordenaba de modo tajante que a las imágenes del Niño inca veneradas en las doctrinas indígenas de Andahuaylillas, San Jerónimo y Caycay, se les quitase la mascapaycha o insignia imperial inca, y que esta fuera reemplazada por los rayos o la corona imperial. Por haber sido párroco en la Almudena de Madrid, Mollinedo estaba familiarizado con las fórmulas del arte cortesano en tiempos de Felipe IV y luego bajo la regencia de Mariana de Austria. Al trasladarse a su sede americana, conseguiría impulsar una intensa política visual centrada en la casa de Austria, enfatizando su papel como brazo armado de la fe, a la vez que exaltaba su propia figura
como autoridad eclesiástica local. En una de sus primeras iniciativas artísticas, la serie de lienzos narrativos del Corpus Christi, la figura casi infantil de Carlos II encarna por primera vez el grupo escultórico de la Defensa de la Eucaristía contra los infieles. En otra escena, el Niño Jesús de Huanca preside un altar efímero delante de la iglesia de la Compañía, investido con atavíos e insignias reales europeos. Aunque los jesuitas no participan directamente en el cortejo, aparecen aquí en diálogo con la feligresía nativa y orgullosos de su nueva iglesia que se erguía en la plaza mayor cusqueña desde 1668. La acentuada verticalidad del edificio parecía desafiar a la mole de la catedral, cuyo cabildo no pudo frenar la culminación de un templo que iniciaría al emergente barroco regional, estratégicamente erigido sobre los cimientos del Amarucancha, palacio del inca Huayna Cápac. Poco después de consagrar su nueva iglesia, los jesuitas del Cusco acometían su más ambiciosa empresa artística al idear una composición que reunía las bodas de la ñusta y de su hija. En más de un sentido, no es exagerado suponer que esta pintura prototipo encerrase una ingeniosa respuesta corporativa frente a las elocuentes invenciones iconográficas patrocinadas por el prelado madrileño. A diferencia del tono testimonial y contemporáneo que recorre la serie del Corpus, los jesuitas optarían por un camino enteramente distinto. Si las pinturas procesionales de Mollinedo mostraban a los curacas incas desfilando delante de la ciudad barroca, a manera de un gran retrato de grupo situado en un estricto presente, las bodas jesuíticas remitían más bien a un tiempo tan ideal como irreal. Evocaba la instauración de la «pax toledana», en abierta contradicción con la dura realidad histórica. Así, se buscaba evidenciar el carácter providencial de la presencia jesuítica en el país. Su emblema, encarnado aquí en un Cristo abstracto y solar, venía a sustituir el culto «idolátrico» de los incas, anunciando de ese modo el amanecer de una nueva era de concordia política. Por ello mismo, no deja de parecer llamativa la ausencia de cualquier referencia explícita a la monarquía española. Aunque al derrotar a Túpac Amaru el capitán Loyola actuaba en nombre del rey Felipe II, la pintura privilegia su condición de familiar cercano del fundador de la orden y a la vez consorte de la ñusta Beatriz, llamada aquí «princesa del Perú». El poder imperial incaico sí se ve claramente simbolizado por esa mención y por el llauto y la mascapaycha que, junto a otras insignias del poder prehispánico, ostentan los incas difuntos. Quizá tampoco sea casual que, en la figura de San Francisco de Borja, cuyo atributo clásico es el cráneo coronado de Isabel de Portugal, se haya omitido precisamente ese crucial detalle. Queda clara la intención de presentar a Loyolas y Borjas como depositarios de la antigua monarquía de los cuatro suyos. Se apela para ello a una interpretación literal del derecho de sangre, lo que reforzaba la autoridad espiritual de los jesuitas
CHASQUI 3
como portadores del mensaje cristiano frente a las élites española e indígena. En consecuencia, más que su incorporación al vasto imperio de la casa de Austria, la pintura señala el ingreso del Perú a un ámbito aún mayor: el de una cristiandad centrada en Roma, bajo la tutela espiritual de la Compañía, cuya visión de la expansión del Evangelio por todos los confines del mundo iba acompañada siempre por una profunda e ingeniosa comprensión de las tradiciones y realidades locales. Se explica así que el cuadro de las bodas asuma una decidida empatía con las manifestaciones del «renacimiento inca», enarbolado en ese momento por los curacas del Cusco y el sur andino. Por medio de trajes, retratos, representaciones teatrales o piezas decorativas de evocación incaica, estos «príncipes vasallos» —de acuerdo con la expresión acuñada por John Rowe— buscaban redefinir su identidad étnica en el contexto colonial. Al evocar el pasado imperial incaico, reclamaban para sí el estatus de privilegio concedido por la temprana legislación indiana. En composiciones como esta, los jesuitas supieron capitalizar aquellas pretensiones y conjugarlas con su propia agenda política y misional. Como se sabe, los jesuitas tenían a su cargo desde 1600 el denominado colegio de caciques de San Borja, y por ese medio llegarían a ejercer sobre la élite indígena una tutela espiritual casi exclusiva, separando a los hijos de sus padres para evitar cualquier posibilidad de retorno a los cultos prehispánicos. No sería del todo aventurado especular que el anónimo autor del lienzo-prototipo bien pudo ser un indígena formado en el colegio jesuita. Es decir, uno de aquellos nobles segundones o empobrecidos que vieron en el ejercicio de la pintura un medio para alcanzar el estatus de hidalguía que sus escasos recursos no le permitían. El contenido incaísta de la pieza mueve a pensar que los comitentes de la obra designaran a un artista nativo, noble por añadidura, por considerarse entonces los más indicados para acometer este tipo de encargos. Sea como fuere, su estilo se afilia ya a una modalidad emergente dentro de la pintura andina. Si bien los jesuitas comisionaron a un pintor como Basilio de Santa Cruz Pumacallao —también indígena, pero de orientación marcadamente europeísta— para realizar las monumentales copias de Rubens que adornan el presbiterio del templo, al encargar las bodas de la ñusta optaron por un representante de la nueva tendencia. Aunque su nombre permanece en el misterio, su manera pictórica se aproxima a la de maestros de su generación como Francisco Chihuantito, otro noble indígena que firmaba en 1693 la Virgen de Monserrat, advocación titular de la parroquia de Chinchero, en la periferia cusqueña. Se evidencia aquí una similar concepción simplificada del espacio, así como un sentido decorativo afín, patente sobre todo en el tratamiento de los ropajes de los ángeles, además de introducir tempranamente el gusto por las aplicaciones sobredoradas. Tampoco se conocen los nombres de los jesuitas que, sin duda,
CHASQUI 4
«No sería del todo aventurado especular que el anónimo autor del lienzo-prototipo bien pudo ser un indígena formado en el colegio jesuita». idearon la composición del lienzo de las bodas. Salvo, desde luego, que debieron ser conocedores de la tradición oral y de las crónicas escritas por miembros de la orden. Para dar forma a la historia narrada y dotarla de verosimilitud, debieron apelar a diversas fuentes, convenientemente seleccionadas cuando no abiertamente manipuladas. Entre esas fuentes habría que mencionar los árboles genealógicos de los patriarcas de la orden, ambos pertenecientes a familias nobles de la península. A veces, los grados de parentesco aparecen alterados, quizá para tornarlos más cercanos. Por ejemplo, el capitán Martín García de Loyola figura como hijo de un hermano del santo, cuando era en realidad su sobrino nieto. A su vez, Juan de Borja figura como nieto y algunos autores modernos lo señalan como biznieto. En realidad, debido a la arraigada endogamia nobiliaria, el personaje era hijo de un hijo de Borja casado con su sobrina, a su vez nieta del santo. Por ello, don Juan Henríquez era nieto y simultáneamente biznieto del jerarca jesuita, según se mire a la línea paterna o materna. A ello habría que sumar el uso arbitrario de los apellidos, propio de la época, e incluso de los nombres de pila. Así, la novia de la segunda boda figura unas veces como Ana María y otras como Lorenza Coya de Loyola, sin olvidar que los nombres de los incas han sido cristianizados para señalar su conversión a la nueva fe: se mencionan aquí como Diego Sayri Túpac y Felipe Túpac Amaru. No menores incongruencias temporales se detectan en los trajes, cuya elección se ajustaba a los propósitos ideológicos del cuadro, como hemos visto. Así, por ejemplo, el atuendo del capitán García de Loyola adopta la moda cortesana del reinado de Carlos II, mientras que los trajes de su hija y su yerno se sitúan en época anterior. Esta contradicción quizá buscaba una armonía cromática entre la vestimenta del capitán y la de su parentela política inca, pero quizá también
intentaba dotarlo de la cercanía propia de un personaje contemporáneo. En cambio, la vestimenta de su yerno peninsular Juan de Borja —a quien no llegaría a conocer— se ve anclada al tópico local de lo español «puro». Tal estereotipo permanecía fijado en la memoria de los cusqueños del siglo XVII, a través de unas pocas imágenes conservadas hasta entonces. En efecto, habría que buscar un lejano antecedente formal para este retrato matrimonial doble en cierto motivo escultórico que resultaba familiar a los vecinos de la ciudad. Desde fines del siglo XVI se levantaba en la calle de San Agustín una casa denominada de «los cuatro bustos», perteneciente a una familia prominente de conquistadores. Sobre el dintel de la puerta principal se esculpieron, junto con los escudos familiares, retratos en busto de dos parejas sucesivas de habitantes de la mansión. Los cuatro figuran ataviados a la moda cortesana de Felipe II. A la izquierda se emplazan el conquistador asturiano Juan de Salas y Valdés, primer ocupante de la casa, con su esposa Usenda de Bazán; a la derecha el hijo de ambos, Fernando de Valdés Bazán, con su consorte Leonor Tordoya y Palomino. Salas fue alcalde ordinario del Cusco y colaborador del primer virrey Blasco Núñez de Vela, en medio de la conflictiva etapa signada por las guerras civiles entre los conquistadores. Luego se convertiría en hombre de confianza del virrey Toledo durante su larga estancia en la ciudad, época que precisamente evoca este cuadro. Para construir las figuras de Juan Enríquez de Borja y de Ana María Lorenza Coya de Loyola, el pintor y sus comitentes debieron apoyarse en los escasos retratos tempranos que habían logrado subsistir tras el devastador terremoto de 1650. El desastre sísmico había significado la virtual desaparición de la primera urbe colonial cusqueña. Excepcionalmente, los mercedarios rescataron de las ruinas de su convento las efigies de sus fundadores,
Detalle del traje de la ñusta. Museo Pedro de Osma, Lima.
Diego de Vargas y Carvajal y su mujer Usenda de Loayza Bazán, esta última seguramente hija o pariente cercana de la mencionada Usenda de Bazán. Ambos lienzos datan de principios del siglo XVII y son obra de un maestro peninsular activo en el país. Quizá haya sido este Pedro de Reynalte Coello, hijo del célebre Alonso Sánchez Coello, pintor de Felipe II. Así lo sugiere la familiaridad demostrada aquí con relación a las fórmulas del retrato español de corte. Al paso del tiempo, la rareza de estas notables pinturas sin duda hizo que ellas fueran consideradas representaciones emblemáticas de los primeros vecinos españoles de la ciudad. Las mayores similitudes se advierten en la efigie de Juan Enríquez de Borja, claramente inspirada por el retrato de Vargas y Carvajal. Son casi idénticos los elementos principales del atuendo, así como la postura del cuerpo y las manos. Incluso el rostro muestra rasgos parecidos a los del modelo mercedario, si bien algo más estereotipados. Desaparece aquí la pronunciada calvicie de don Diego, con el propósito explicable de resaltar la juventud del contrayente. Y aunque el pintor ha seguido de manera casi literal la silueta del traje, opta en cambio por el color negro, con toda probabilidad para asociarlo con la severa etiqueta cortesana vigente en tiempos de Felipe II. Otra particularidad son los distintivos de la orden de Santiago sobre la capa y el medallón, así como la gruesa cadena de oro que le cruza el pecho «en bandolera», seguramente inspirada por las convenciones iconográficas establecidas por los retratos reales y de la alta nobleza. Así, se reforzaba ante el espectador la relevancia social del personaje y, por tanto, el importante protagonismo de la descendencia real incaica dentro de las cortes europeas. A su vez, el retrato de Usenda de Loayza parece haber inspirado las figuras de ambas novias, aunque de una manera más libre. El detalle del pañuelo en la mano de Ana María Coya de Loyola —característico de las damas de corte españolas— es colocado aquí al lado izquierdo por razones de composición, en sentido inverso de su probable modelo. Es similar la saya acampanada —con verdugado— de grandes y pesados pliegues, si bien la enorme lechuguilla de doña Usenda ha sido sustituida aquí por una sobria valona. Curiosamente, el traje de la ñusta adopta la misma silueta del de su hija hispanizada, reafirmando así la idea recurrente de paridades simétricas entre las dos naciones. Mientras la mano derecha de doña Beatriz es tomada en gesto protector por su novio, el capitán conquistador, su mano izquierda cae sobre la saya con el índice extendido, en un gesto que resulta más bien enigmático. Esta postura quizá derive de copiar la mano de doña Usenda sosteniendo el pañuelo —en este caso inexistente—, actitud que, con el paso del tiempo, se convertiría en una suerte de «canon icónico» para muchas otras representaciones coloniales de coyas y ñustas. En comparación, los retratos de curacas, por lo general descendientes de las panacas imperiales, resultan bastante más escasos. Es
lado su simbolismo contrapuesto para convertirse en una mera ambientación circunstancial, ya que estas obras se dirigían a públicos no familiarizados con la superposición arquitectónica propia de la antigua capital de los incas. Por su parte, algunos nobles cusqueños acaudalados encargaron otras versiones para el adorno de sus casas. Ese parece ser el origen del lienzo del Museo Pedro de Osma, a juzgar por su formato y sus dimensiones, relativamente menores. Aunque se ignora la procedencia precisa de esta pintura, hay referencias documentales acerca de obras similares en manos privadas. Por ejemplo, el testamento de Josefa Villegas Cusipáucar y Loyola Ñusta —emparentada, al parecer, con la unión representada en la escena— deja saber que poseía una de aquellas copias destinadas a la decoración doméstica. En los
se desprende de la terminología propia de los contratos de obra en una época en la cual los grandes talleres cusqueños ingresaban a un ritmo de producción masivo, en respuesta a la creciente demanda. El uso ornamental del oro triunfó sobre todo en las imágenes de piedad de factura preciosista, tan características del periodo. Pero la obvia asociación simbólica de este recurso con la riqueza metálica del Perú explica su empleo en la pintura de tema incaico, como puede verse en otra pieza contemporánea, la Sucesión de incas y reyes españoles del Perú, hoy en el museo de la catedral de Lima, datada hacia 1725. En uno y otro caso, estas aplicaciones servían para realzar las insignias y los distintivos propios de los monarcas del Tahuantinsuyo. Este afán por la fidelidad historicista se evidencia asimismo Foto: Rafael Meléndez
presumible que los nobles cusqueños posaran para sus efigies alternando el atuendo festivo incaico con los trajes hispanizados, como lo testimonia la serie del Corpus. Pero la influencia de la iconografía jesuita aquí estudiada se aprecia en una de las pocas piezas de este tipo que han llegado hasta el presente. Me refiero al retrato de Marcos Chiguantopa, personaje vinculado precisamente al marquesado de Oropesa. La rara hibridez de su atuendo demuestra hasta qué punto el género se iba transformando en el contexto regional. Este rico curaca aparece rodeado por una combinación de emblemas del poder hispano e indígena, cuidadosamente combinados y dosificados. Aquella dualidad resultaba indispensable a los propósitos de una élite cautiva, que debió construir su imagen pública asimilando los conceptos europeos de nobleza y dignidad. De ahí el aspecto artificioso que emana del personaje, concebido como una compleja construcción simbólica. Personaje controvertido, de personalidad irascible, Chiguan Topa había sido designado desde España por el marqués de Oropesa para liderar a los servidores indígenas de sus vastas posesiones. Se sabe que, en 1738, Pascual Enríquez de Cabrera, cuarto marqués de Oropesa, inició desde Madrid una revocatoria del mandato de Chiguan Topa, en razón de las continuas quejas de graves maltratos que recibía de los indios tributarios. No obstante, las sucesivas muertes del marqués en 1739 y de su hermana María de la Almudena en 1741 —ambos sin dejar descendencia— generaron una coyuntura favorable para la vindicación local del curaca que patentiza este lienzo. En un gesto de audaz arrogancia, Chiguan Topa se hizo representar como alférez real, a imagen y semejanza de su lejano patrono, el primer marqués de Oropesa. El atuendo y la postura del personaje son similares casi en todo a la versión dieciochesca del Museo de Osma. La efigie del curaca, transfigurado así en sucedáneo local del marqués, se erguía como una sutil y desafiante respuesta a los cuestionamientos que había enfrentado a lo largo de su vida. Lo mismo hizo con los retratos de sus predecesores que componían su galería familiar. Así pues, desde el sotacoro de la iglesia de la Compañía del Cusco, el cuadro nupcial tendría enormes repercusiones dentro de la ciudad y fuera de ella. Sobre todo a comienzos del siglo XVIII, las copias se multiplicaban y eran distribuidas en una extensa área geográfica. Las autorizaba, en cada caso, su alegada fidelidad con relación al prototipo. Unas se destinaron a establecimientos de la propia orden, como el templo de la Compañía de Arequipa, San Pedro de Juli, Combapata y, acaso también, los colegios de curacas en el Cusco y Lima. Otras fueron colgadas en templos y en conventos relacionados con la descendencia incaica, como el beaterio limeño de Copacabana, que albergaba a hijas de curacas, en su mayoría mestizas, que seguían perteneciendo en teoría a la «república de indios». Es interesante constatar cómo en las versiones no cusqueñas el fondo arquitectónico deja de
Anónimo cusqueño. Siglo XVII. Antesala de la sacristía de la iglesia de la Compañía de Jesús, Arequipa.
muros de su vivienda cusqueña colgaba en 1777 «un lienzo grande con su chórchola dorada con oro de Nuestro Padre San Ignacio y San Francisco de Borja y el casamiento de doña Beatriz», de seguro exhibida como prueba visible de su linaje familiar. Una función similar habría cumplido en su momento nuestra obra invitada. Sus dimensiones y su formato vertical obligaron al pintor a simplificar ciertos detalles, comprimir la composición y aproximar entre sí a los personajes en el primer plano. No obstante, es indudable la atención otorgada al grupo de la corte inca. Su estilo pictórico la distingue claramente del lienzo prototipo y remite a un periodo más avanzado de la tradición cusqueña. Aun cuando no estuviera fechada, no tendríamos dificultad mayor para datarla con precisión en el primer tercio del siglo XVIII. Un rasgo característico de este periodo es el uso intensivo de las aplicaciones sobredoradas, que en este momento adoptan minuciosos diseños a manera de encaje que recubren las vestimentas casi por completo y tienden a aplanar el volumen de las figuras, un elemento presente en la pintura tardomedieval europea que sería reeditado a su manera por el barroco andino. El empleo de este recurso distinguía, por lo general, a la pintura denominada «fina» de la llana u ordinaria. Ello
en los tocados o la corona del inca, el suntur paucar, adornado aquí con las plumas blanquinegras del corequenque, ave sagrada que mencionan el Inca Garcilaso y otros cronistas en relación con la parafernalia simbólica del poder andino. Finalmente, quizá sea esta la variante que mejor conserva el planteamiento original del fondo arquitectónico, en el cual es posible reconocer todavía el contrapunto inca/español, aunque se han omitido las cruciales diferencias cromáticas que veíamos en el prototipo. Si bien este lienzo sigue en su lugar hasta hoy, muchas de sus copias desaparecieron en la segunda mitad del siglo XVIII, en medio del colapso sufrido por la nobleza indígena y el consiguiente fin abrupto del «renacimiento inca». El momento inicial de estos cambios dramáticos se sitúa precisamente luego de la vacancia del marquesado de Santiago de Oropesa, en 1741. A ello se sumaría la orden de expulsión de los jesuitas, en 1767, lo que implicó el cierre del colegio de caciques de San Francisco de Borja. Entre tanto, la interminable disputa por el título de Oropesa enfrentó desde 1776 a la familia Betancur con José Gabriel Condorcanqui, exalumno jesuita y curaca de Tungasuca, Pampamarca y Surimana. Como era habitual, ambas partes aportaron al expediente retratos, docu-
mentos y genealogías, a menudo manipulados convenientemente, para acreditar sus derechos. Condorcanqui alegaba ser descendiente directo de una prima hermana de la ñusta Beatriz. Sin embargo, su clara desventaja judicial frente a las pretensiones de los Betancur sería, a la postre, uno de los detonantes para la gran rebelión indígena iniciada en noviembre de 1780, que sacudió durante varios meses a todo el virreinato. No por azar, Condorcanqui asumió entonces el nombre de Túpac Amaru II, para vindicar la legitimidad incaica. Cuando el levantamiento fue derrotado, a fines de 1780, la represión contra la nobleza indígena fue inmediata y cruenta. Además de la ejecución del rebelde y su familia en la plaza mayor del Cusco, se dio un conjunto de medidas radicales destinado a desaparecer la imagen pública de los curacas. Ello afectó sobre todo a las manifestaciones del «renacimiento inca», por considerarlas potencialmente peligrosas. El bando del visitador Areche, publicado en mayo de 1781, prohibía «que usen los indios trajes de su gentilidad, y especialmente los de la nobleza de ella, que solo sirven de representarles los que usaban sus antiguos incas», pues esto acrecentaría el «odio a la nación dominante». Asimismo, disponía la destrucción de «todas las pinturas o retratos de sus incas, en que abundan con extremo las casas de los indios que se tienen por nobles, para sostener o jactarse de su descendencia, las cuales se borrarán indefectiblemente». De ahí la rareza e importancia de las piezas que lograron escapar de esa destrucción masiva. Unas veces, ello fue posible por hallarse en espacios de culto religioso: otras, por permanecer deliberadamente ocultas y, quizá también, por la probada lealtad de sus propietarios a la corona española frente a la gran rebelión. Parece haber sido ese el caso de la obra invitada, tal vez la única en su género que ha llegado hasta nosotros. Constituye, por tanto, una versión excepcional de esta invención iconográfica, concebida por miembros de la Compañía de Jesús en su momento de mayor predicamento social en los Andes. Una potente imagen que selló la alianza política de la orden con la élite indígena, asumiendo en cierto modo la visión idílica del imperio presente en la obra del Inca Garcilaso de la Vega. Así, la ficción puesta en escena por estas pinturas proponía una reinvención utópica del pasado andino, sustituyendo la violencia de la conquista por un ambiguo pero convincente mensaje conciliador entre la república de indios y la de españoles. Ello contribuyó a que los nobles indígenas modelasen con la dignidad debida su imagen pública, incorporándose así dentro del nuevo orden instaurado por la conquista. Pero sobre todo les permitió imaginar que la descendencia incaica tendría reservada un lugar de privilegio dentro del proyecto jesuítico de un cristianismo universal, pero a la vez respetuoso de las diferencias étnicas. * Conferencia pronunciada en el Museo del Prado, Madrid, 9 de marzo de 2019.
CHASQUI 5
LA REPÚBLICA DE LOS POETAS
ENRIQUE VERÁSTEGUI Enrique Verástegui nació en Cañete, en 1950, y murió en Lima, en 2018. Con Jorge Pimentel, Juan Ramírez Ruiz, Jorge Nájar y otros poetas que surgieron en la década de 1970, fue uno de los fundadores del Movimiento Hora Zero, que irrumpió en la poesía peruana con una actitud contestataria vinculada a las corrientes entonces en boga. El primer poemario de Verástegui, En los extramuros del mundo (1971), signado por la influencia de la poesía de la generación beat, lo convirtió en una de las figuras más destacadas de su época y le permitió obtener la beca Guggenheim. Luego de una temporada en Barcelona y París, el poeta regresó al Perú y se entregó a la escritura de los libros Angelus novus (1989-1990), Monte de goce (1991) y Bodegón (2017).
Enrique Verástegui
Para María Luisa Rojas de Peláez, muerta el 21 de agosto de 1969 en Cañete, donde moran, a las cinco de la mañana en el estanque los ángeles de Jericó Ya puse estos versos como ramas de olivo sobre tu tumba oh mi abuela y me tendrás aquí para siempre —gritando, dando alaridos, llamándote, prosternado a tus maneras, levantándome, maldiciendo a pesar de las prohibiciones y de que no debo hablar con locos o pillar frutas en los mercados. Estaré silencioso estos días como cuando hacia las 4 de la tarde cogías tu alfombra para continuar tejiéndola con yerbas y ángeles de Jericó y rojos y verdes y dorados. No fumaré ni saldré ahora a caminar con Mario hablando de Marx de la victoria. Llegué hasta la tumba donde duermes y duerme una parte de mis años, de mi sueño y permanezco como brasa bajo la lluvia o bajo el jazz de las discotecas escuchando cantar a Odetta meciéndome con la brisa como un murmullo de mariposas sobre mis rodillas, sobre mi soledad. Y no quiero estar solitario, no quiero ni puedo. Tú viajas junto a mí a mi lado y soy la yerba por donde vas caminando sin que se noten tus ojos y tu canto —en el patio deliro conversando con lo que eran tus pasos trazados sobre la noche como por la constelación de mis labios sobre la frialdad del vidrio que daba a tu rostro en el ataúd y eso era todo o casi todo; yo volando por la ciudad con mis juguetes, enardecido como un ángel, con mis palabras de ángel. Vi cómo te despediste de mí por última vez aquel día de agosto en Tigre cuando te trajeron a Lima a Neoplásicas y yo recién tanteaba mi ingreso en la universidad que ahora desprecio. Toda la mañana de aquel día viajé en ómnibus, sudando, abochornado, desmayándome en los semáforos, con una sensación de muerte en los labios, con el llanto. Y eso era todo o casi todo, o nada. Llegué hasta tu tumba cruzando amplios jardines —perdido entre otras tumbas y chocándome a cada instante con viejos conocidos de cabellos de neón— amigos suicidas —parientes parientes venidos a menos después de la lluvia— devorando frutas y palabras extrañas en los manicomios, en el fondo de cuartos que ya nadie recuerda. Este es Jarry que retorna a tu álbum de recuerdos, a tu gusto; cargado de soledad y sin sentido, hablando de cosas ininteligibles, blasfemando —recíbeme abuelita soy yo el más engreído. Agitaste tu mano desde dentro del automóvil, tu último saludo para mí —adiós al nieto que más querías y a quien continuaste lavándole pañuelos y camisas aún cuando ya te sentías enferma a 28 días de tu muerte y mírame colgado en la percha en la sala junto al estante de libros entre la yerba y los ángeles de Jericó. Hoy me levanté temprano y corrí a saludarte porque también toda palabra es un parque de sueños y aquí estoy para siempre a tu lado, como las ramas de olivo que te puse ayer en la tumba.
CHASQUI 6
Datzibao De pronto perdí todo contacto contigo. Ya no pude llegar al teléfono, recordar ese número y llegar a tu casa que no conocí. Ya no pude volar sobre ti como todos los días a las tres de la tarde estas pobres alas no dieron más y aquí me tienes ideando estas líneas que reflejan mis ojos cansados de ir caminando con la mente y las manos repletas de yerba. Yo fui el primer sorprendido. La extrañeza de ser dos aves hurgándose el pecho y corriendo uno detrás del otro entre las matas y bancas del parque y éramos arrojados fuera de nosotros mismos y por esto fue que conocí tu ciudad y me apreté contra ti buscando desesperadamente encontrarme en tus ojos y amé todas tus cosas y tu mirada angustiada y esa seriedad para responderme a ciertas preguntas y cuestiones que nos diferenciaron para siempre de las personas nacidas antes de 1950 tu maravilloso instinto agresivo desarrollado contra los males del tiempo y portándote como en la más furiosa embestida en la batalla por un lugar en el taxi que nos alejó miles de cuadras más cerca a la pasión de la vida hoy miércoles y no otro día. Porque ya es hora de ir poniendo las cosas en claro y más que nada empezar a ser uno mismo un solo obstinado bloque de rabia. Tú por todo lo que para mí reflejabas lo más claro eres mi sopor antes de echarte a gritar por estos sitios malditos aún después de haber transformado esa palabrita bestialmente lúcida en una flor obsesiva que yo no quiero acariciar ni comprender el suicidio mi amiga es una espera maldita como puede ser aguantarnos un par de horas más en el parque en medio de un viento furioso que pugna por arrancar de raíz lo más nuestro de nosotros y tú junto a mí convertida en mi aliento escuchándote aprendiendo de ti a La Molina no voy más esa canción negra arde en mi pecho, me aplasta, levanta, avienta a decir no contra todo. Cada uno recuerda su primera caída. Cada uno recuerda paso por paso los pasos que fue dando y los que no dio porque en uno mismo está el propio enemigo. Y yo me levanto para luchar contra mí —y me tengo miedo. Lo perfecto consiste en desabotonarnos el torso mientras vamos salvajemente penetrando en esta selva de arenas movedizas y tu vida o mi vida no ruedan como esas naranjas plásticas que eludimos porque tú y yo somos carne y nada más que un fuego incendiando este verano. La vida se abre como un sexo caliente bajo el roce de dedos reventando millares de hojas tiernas y húmedas, y no dijimos nada pero exigíamos a gritos destruir la ciudad, esta ciudad ese monstruo sombrío escapado de la mitología devorador de sueños. Y el musgo creció como un verso clarísimo en tus ojos. Tú querías leer mis poemas aferrarte a ese instante de dulzura donde jamás hubo límites entre uno y otro ser y fuiste solo una muchacha que pasó por mis ojos silenciosamente pegada a mí a mi secreta manera de enredarme en las cosas de explicar un mundo indeciso sembrado con piedras yo que creí que nada era nada en cualquier lugar de este mundo y de pronto me di con tus sueños como con un golpe de mar sobre el rostro y luego adiós porque todo y nada puede explicarse en el amor y porque todo y nada se explica en nosotros y con nosotros.
Tomado de En los extramuros del mundo. Lima: CMB/Ediciones.
Dimas Paredes Armas. Cotomachaco, 2018.
AMAZONÍAS Dentro de las exposiciones que el Perú llevó a Madrid en el programa paralelo como país invitado de Arco 2019 el pasado febrero, sobresalió una ambiciosa muestra dedicada al arte amazónico peruano, con la participación de cincuenta artistas contemporáneos y piezas tradicionales. Organizada por el Museo de Arte de Lima y el Centro Cultural Inca Garcilaso del Ministerio de Relaciones Exteriores, la exposición contó con el apoyo del Centro de Creación Contemporánea Matadero Madrid, donde se expuso. La curaduría estuvo a cargo de Gredna Landolt y Sharon Lerner, autora del texto del que se ofrecen aquí algunos fragmentos. CHASQUI 7
Santiago Yahuarcani. El corazón de los barones del caucho, 2012.
H
ablar de lo amazónico como de una categoría aparte puede resultar reduccionista. El término no refleja la complejidad y diversidad de la producción artística de los pueblos que habitan este territorio, y tampoco da cuenta cabal de la mirada de creadores de distintas procedencias que trabajan en torno a esta particular región. El título Amazonías, en su condición plural, apunta a reflejar una multiplicidad de miradas que desestabilizan cualquier aproximación esencialista sobre un territorio o población determinados. Lejos de una voluntad etnográfica o antropológica, varias de las obras reunidas en la exposición buscan, por un lado, abordar la idea de la Amazonía como construcción de raigambre colonial que en buena medida —a través de sus imágenes— ha concentrado ideas en torno a una otredad radical. El ordenamiento temático de las distintas secciones que configuran la exhibición busca abrirse a los cuestionamientos que las propias obras puedan plantear. La construcción de la idea de Amazonía «En la selva hay una ciudad, en esa ciudad hay una biblioteca y dentro de
ella está la selva...». Con esta frase, Raimond Chaves y Gilda Mantilla sintetizan parte del espíritu y la génesis del último gran cuerpo de trabajo que han emprendido como dupla en los últimos años. Un afán incómodo, video realizado por la pareja de artistas en 2011, parte de la exploración de un conjunto de imágenes y documentos encontrados en la Biblioteca Amazónica del Centro de Estudios Teológicos de la Amazonía y en la Biblioteca del Instituto de Investigaciones de la Amazonía Peruana de Iquitos en 2010 y 2011, los cuales descontextualizan para cuestionar su posibilidad de documentar un término tan esquivo como el de Amazonía. Esta pieza abre la exhibición y sirve como punto de partida para la revisión de un conjunto de obras de artistas contemporáneos peruanos que, con algunas otras piezas de artistas internacionales, han volcado la mirada hacia este vasto y fascinante territorio. Por otro lado, y en una veta diferente, la instalación Asentamientos temporales, a través de la proyección de distintas diapositivas con imágenes obtenidas de la prensa respecto a supuestos avistamientos de comunidades indígenas en aislamiento
Brus Rubio. Sala de la cocamera y la investigación, 2010.
CHASQUI 8
Gerardo Petsaín. Interior de una vivienda wampís, 2016.
voluntario, o más comúnmente y mal llamadas «indígenas no contactados», Nancy La Rosa (Lima, 1980) propone un señalamiento poético sobre las relaciones de poder existentes en los sistemas de representación, así como las limitaciones del registro frente a escenarios culturales aparentemente ajenos. En la misma línea, Sala de la cocamera y la investigación, pieza monumental sobre llanchama —soporte hecho a base de corteza de árbol— del artista uitoto-murui Brus Rubio, retrata la visita de un grupo de antropólogas a la comunidad del artista para dedicarse al estudio de sus usos y costumbres. Con ironía, Rubio retrata una escena que pone en cuestión los modos de representación propios de la cultura occidental como fuente neutral de conocimiento. Las investigadoras son así representadas como personajes absortos, con miradas suspendidas o fijas sobre materiales de apunte mientras son rodeadas y observadas por un repertorio de seres invisibles para ellas. Las visiones del cosmos Para los ciudadanos indígenas amazónicos, el cosmos es un multiverso, es decir, está compuesto de una multitud de mundos, habitados por entidades visibles y no visibles, a quienes se dirigen los hombres —a través de los chamanes— para conseguir mantener el equilibrio de la naturaleza, y también su bienestar. En ese contexto lo corporal, lo cosmológico y lo chamánico resultan inextricables y dan cuenta de las profundas conexiones entre los mundos. En las distintas mitologías amazónicas encontramos narraciones que cuentan el origen mágico-mitológico de los diversos pueblos, y que responden a las siguientes grandes preguntas: quiénes son, de dónde vienen y hacia dónde van. Esta sección de la exhibición incorpora un grupo de obras que buscan transmitir visiones obtenidas mediante la ingesta de ayahuasca (en algunos casos, producto del ejercicio de la medicina tradicional), que incluye la obra de artistas indígenas que trabajan sobre las cosmovisiones y la mitología de sus pueblos (shipibo-
conibo, tikuna, asháninka, uitoto y awajún). Por ejemplo, muchas de las cosmovisiones shipibo-conibo, plasmadas en telas pintadas por artistas como Elena Valera (Bäwan Jisbë) y Roldán Pinedo (Shoyan Shëca), giran en torno a la ceremonia de curación con ayahuasca y otras plantas, realizada por el chamán o merayá. Para los shipibo-conibos y la mayoría de sociedades indígenas amazónicas, cada planta, animal y fenómeno de la naturaleza tiene su dueño o espíritu que lo protege, que posee distintas propiedades o poderes. Un lugar central en la exhibición lo tiene el kené, o diseño característico shipibo-conibo, plasmado en distintos soportes, como cerámica, tejido, instrumentos musicales, armas, canoas o pintura corporal. El kené, realizado por las mujeres, es aprendido en la infancia y puede ser adquirido a través de la ingesta de ayahuasca, o puede aparecer en sueños o mediante la aplicación ritual de gotas de piripiri (especie de hierba con efectos psicoactivos que agudizan la visión). La energía obtenida de estas plantas poderosas toma la forma de diseños laberínticos, asociados a Ronin, la boa primigenia, a la constelación de la Cruz del Sur o a los dibujos luminosos que aparecen durante la mareación de la ayahuasca. Cada diseño es original e irrepetible y se traza de forma espontánea, sin un boceto previo. Un creciente número de artistas contemporáneos, no indígenas y de múltiples procedencias, influenciados por el arte amazónico, se basan en cosmovisiones e iconografías para producir piezas en diferentes técnicas y formatos. Dentro de ellos se cuenta un grupo de artistas que parten de exploraciones espirituales con la ayahuasca para la producción de obras caracterizadas por la presencia de efectos visuales que apelan a formas de lo sagrado con un tenor universal. Dentro de las obras visionarias más destacadas se encuentran las pinturas de Dimas Paredes Armas, discípulo del legendario pintor Pablo Amaringo, fundador de la Escuela Usko Ayar o Escuela de las Visiones.
Sandra Gamarra. Paisaje I (Madre de Dios), 2015.
Aunque inscrita dentro de este movimiento, la pintura de Paredes Armas consigue un estilo muy personal, con el que trabaja minuciosamente el paisaje del bosque tropical, sus cascadas y lagunas. A estos paisajes les suele incorporar personajes que provienen de otros mundos, como las yacumamas, o gigantescas boas míticas, y las sirenas, que nacen de las plantas maestras, y también personajes bíblicos, como los ángeles [...]. El territorio esquivo Los límites del territorio peruano se desdibujan en el espesor de la selva, una región cuyo reconocimiento e inserción política y social en el proyecto nacional ha sido particularmente difícil. Mientras el territorio, para un indígena amazónico, es indesligable del concepto de identidad —es una materia viviente, en permanente transformación, de la cual depende su existencia, y no es dimensionable a la manera de una red extensa—, desde una mirada occidental su representación ha sido herramienta privilegiada para la exploración y el control. Esta sección reúne un conjunto de obras que muestran diversas maneras de mirar y concebir el paisaje: desde pinturas en las que el espacio es compartido con los demás seres vivientes —los no-humanos (animales y plantas)—, cuyo hábitat no está demarcado geométricamente, como es el caso de algunas obras de Roldán Pinedo en las que retrata distintos animales del ecosistema amazónico del Ucayali, pasando por obras que elaboran alternativas a la idea de paisaje [...]. Lo urbano tropical y la memoria de la comunidad Hay otro aspecto de la cultura amazónica, esta vez más asociado a los centros urbanos de la región, que ha asumido la tropicalidad como una herramienta para retratar la nueva cultura popular urbana, particularmente de la ciudad de Iquitos, en el departamento de Loreto, y su vibrante estética, instalada ya en el imaginario de las artes visuales en el Perú de inicios de siglo xxi. En esta estela se encuentra la pintura de artistas como
Christian Bendayán, quien ha hecho de la representación de personajes urbanos de Iquitos, sus idiosincracias, su historia y su cotidianidad una marca indeleble. Esta mirada a la vida urbana de esta capital amazónica, de estridente colorido, se complementa con otro tipo de registros pertenecientes a otras temporalidades, como las fotografías de la década de 1950 de Antonio Wong Rengifo, con su elegante acercamiento a la vida ribereña, o la vitalidad en el retrato documental del barrio de Belén, en Iquitos, tal y como es abordado en el documental de Gianfranco Annichini de la década de 1980. El interés por estos espacios urbanos amazónicos se ha multiplicado en generaciones más jóvenes de fotógrafos, como Adrián Portugal o Morfi Jiménez, quienes se aproximan a los espacios de Loreto con una mirada renovada. En una veta distinta, más asociada al retrato fotográfico documental de autor, se encuentran algunas de las series de Musuk Nolte, quien desarrolla dos series en tono poético en las que busca transmitir distintos aspectos asociados a la vida y costumbres de algunos pueblos de la Amazonía, como los asháninca o los shawi, pero también a su cosmovisión. El retrato de usos y costumbres se da también entre algunos de los artistas indígenas, como Gerardo Petsaín Sharup, profundo conocedor de su mundo, quien a través de precisos dibujos coloreados revela las antiguas costumbres y creencias de los pueblos jíbaros y las trae al presente. Otro claro ejemplo lo constituye Elena Varela, con la reconstrucción pictórica de celebraciones propias de la historia reciente del pueblo shipibo-conibo, como la «fiesta de los siete días» o el Ani Shëati [...]. Esta sección final de la exposición no puede obviar un grupo de obras que abordan la memoria de dos de los más grandes genocidios cometidos contra poblaciones amazónicas en el siglo xx. El primero se vincula a la explotación indiscriminada y la violencia ejercida contra la población huitoto en el Putumayo por parte de la Casa Arana durante el auge de extracción cauchera a inicios del
siglo xx. El corazón de los barones del caucho, del artista uitoto-aymeni Santiago Yahuarcani, recoge una descripción detallada de las torturas y maltratos ejercidos contra dicha población a partir del recuerdo del testimonio del abuelo del artista. De forma análoga, Enrique Casanto retrata con detalle la masacre cometida durante el llamado periodo de la vio-
lencia, específicamente a inicios de la década de 1990, contra el pueblo asháninca, en particular las brutales incursiones de grupos armados como Sendero Luminoso y el MRTA y la autogestión de los pobladores en la organización de comités de autodefensa, episodio que también se encuentra en las imágenes de Vera Lentz […].
ARTISTAS PARTICIPANTES Natividad Achuag, Gianfranco Annichini, Celia Antuash, Julia Apikai, Juan Enrique Bedoya, Christian Bendayán, Lastenia Canayo (Pecón Quena), Enrique Casanto, Wilberto Casanto, Francisco Casas, Raimond Chaves, Harry Chávez, Víctor Churay, Juanjo Fernández, Norberto Fernández (Nurubé), Sandra Gamarra, Sheroanawë Hakihiiwë, Eduardo Hirose, Roberto Huarcaya, Orfelinda Huite, Victorina Huite, Morfi Jiménez, Nancy La Rosa, Vera Lentz, Gilda Mantilla, Francesco Mariotti, Carlos Motta, Musuk Nolte, Dimas Paredes Armas, Gerardo Petsaín, Harry Pinedo (Inin Metsa), Roldán Pinedo (Shoyan Shëca), Adrián Portugal, Amelia Quiaco, Julia Quiaco, José Alejandro Restrepo, Abel Rodríguez (Mogaje Guihu), Brus Rubio, Leslie Searles, Elena Valera (Bawan Jisbë), Emerita Wampash, Armando Williams, Antonio Wong Rengifo, Rember Yahuarcani y Santiago Yahuarcani.
Harry Pinedo (Inin Metsa). La manada del Yanapuma, 2019.
CHASQUI 9
CHICHA NUESTRA Teresina Muñoz-Nájar* Un viaje por los antecedentes, secretos y bondades de la bebida más popular del Perú: la chicha. El ancestral alimento líquido sigue deleitando paladares de todas los edades y aderezando los platos más emblemáticos de la culinaria nacional.
E
n el Perú prehispánico, la chicha de maíz o de jora (el origen y significado, tanto de chicha como de jora, se explican párrafos más abajo) formó parte de la dieta de nuestros antepasados desde tiempos muy remotos, calculándose su antigüedad en unos tres mil años. Los moches la llamaban cutzhio, cochi o kocho; los incas, aqha o aswa y los aimaras, kusa. Su uso era cotidiano, pero también ceremonial, usándose tanto para rituales como para los grandes banquetes protocolares y en fiestas locales como limpia de acequias y otros trabajos comunales. En un recinto de la huaca Pucllana de Miraflores, por ejemplo, se encontraron 30 grandes vasijas, cada una con la capacidad de contener 200 litros de chicha en proceso de fermentación. Mientras que el arqueólogo Izumi Shimada, en excavaciones hechas en Pampa Grande (Lambayaque), halló recintos para la maceración de chicha que albergaba grandes vasijas, hoy llamadas paicas, de hasta 100 litros de capacidad. En el lugar ceremonial de San José de Moro, por otro lado, en el valle del Jequetepeque, la cantidad de vasijas encontradas evidencian que la preparación de la chicha excedía largamente el consumo de sus habitantes, y que más bien tenía fines rituales para ocasiones en las que se congregaban peregrinos venidos a participar en ceremonias y festividades. Todo parece indicar que había tres modalidades de consumo de la milenaria bebida correspondientes a diferentes ciclos vitales: ceremonial, transfigurante (el individuo se transfigura en un elemento de la naturaleza que lo sacralice a fin de acercarse al mundo de los muertos) y estimulante (por el grado de alcohol). Los incas, por su parte, la honraban tanto que diseñaron una botija especial con base cónica, llamada aríbalo, para contenerla. Ellos la servían en vasos, también cónicos, llamados qirus (kero,
CHASQUI 10
Julia Codesido. Montera roja (hacia 1928). Lima, Fundación Julia Codesido, PUCP.
quero o qero). La ritualidad del uso de la chicha alcanzaba hasta los entierros, en los que cántaros llenos de esta bebida se enterraban junto a los finados. Al respecto, muchos huaqueros han afirmado que, en ocasiones, al realizar un desentierro, encuentran esos cántaros aún con el sagrado líquido, que ellos llaman «chicha de gentiles», a la que le atribuyen poderes especiales. Imposible no citar al Inca Garcilaso, que, en sus Comentarios reales (tomo II, capítulo IX), señala: «Algunos indios, más apassionados de la embriaguez que la demás comunidad, hechan la cara en remojo, la tienen asi hasta que hecha sus raízes; entonces la muelen toda como está y la cuezen en la misma agua con otras cosas, y, colada, la guardan hasta que se sazona; házese un brevaje fortísimo, que embriaga repentinamente: llámase uiñapo, y en otro lenguaje sora». O al jesuita Ludovico Bertonio, que, en su Vocabulario de la lengua aimara, escribe: «el que convidó a otro, manda echar chicha en dos vasos parejos y el uno le da a al convidado y el otro toma para si
y beben ambos… Esta costumbre no sólo se da en el ámbito cotidiano, sino también entre los jefes de estado». O a Guamán Poma, que, en su Primer nueva crónica y buen gobierno, cuenta: «Tomaban chicha en diversas oportunidades, el inca tomaba con el sol antes de una guerra, en la fiesta del Inti Raymi, con sus muertos, en las siembras y en las cosechas se tomaba con la tierra. En semejantes casos… Así la divinidad y el hombre quedaban involucrados en una red eterna de obligaciones de reciprocidad y correspondencia». Es preciso señalar que el consumo de la chicha nunca se detuvo y se calcula que en la actualidad la consume un 60% de la población, no solamente como bebida tradicional, sino como condimento para muchos platos típicos de nuestra culinaria. Todas las chichas La chicha es una bebida agridulce de color variado que puede ir del blanco al pardo claro, rojizo y hasta morado, dependiendo de la calidad del maíz y de los ingredientes que se le agreguen.
Tenemos, en primer lugar, la chicha de jora, es decir, de maíz germinado. Es, sin duda, la más popular, aunque su preparación varíe de acuerdo al lugar de donde provenga. Se obtiene del grano tierno del maíz recién cosechado, el cual se pone a secar algunas horas antes de molerlo para obtener la jora. La receta es más o menos así: se vierte en un perol con agua y clavo de olor y se hierve por ocho horas moviéndola constantemente para evitar que se queme. Terminada la cocción, se pasa por un cedazo y se vierte con miel de chancaca en un porongo de barro, donde reposará por ocho días para su fermentación, no sin dejar de moverla una vez al día con una vara de carrizo. Está luego la chicha morada, hecha con maíz morado. Es más bien un refresco, sin fermentación: después de hervir el maíz con frutas por un buen rato, se endulza con azúcar y se adereza con jugo de limón. Es la única chicha que ha sido industrializada, pues se vende en sobres, deshidratada y también embotellada. Hay, igualmente, chicha de maní, de quinua, de habas secas y el famoso masato de origen amazónico. Este último se prepara con yuca sancochada, la misma que, otrora, se masticaba y luego se retornaba al líquido hervido para que continúe la cocción y la fermentación, acelerada gracias a las enzimas de la saliva. Actualmente, ya no se mastica y más bien se le añade camote y se le deja reposar para que fermente. La chicha arequipeña se distingue de las demás porque se hace con güiñapo, un maíz negro «empoyado», germinado y molido, que le otorga el peculiar color que tiene: «Como es sabido —escribe en relación a eso Alonso Ruiz Rosas en La gran cocina mestiza de Arequipa—, el maíz tiene, además, protagónico rol en la elaboración de la chicha. Necesario aquí es destacar la importancia del tipo llamado negro criollo, de momento en peligro de extinguirse, que se
cultivaba en las chacras aledañas de la ciudad, especialmente en Socabaya, Characato y Sabandía. Seco y desgranado, este maíz pasa por un proceso de germinación hasta convertirse —vuelto a secar y ya molido— en el ‘güiñapo’, que aún permite producir una famosa variante local de la chicha de jora ‘la más aplaudida del reino’ a decir de Ventura Travada». Usos y costumbres La chicha se expende en chicherías, a las que se reconoce por tener en su puerta una bandera blanca en el norte del país y una roja, en el centro y el sur. En Arequipa y el Cusco es tradicional beberla en grandes vasos de vidrio llamados «caporales», cuya forma nos trae una reminiscencia de los queros. En el norte, se expende en envases hechos de media calabaza, comúnmente llamados «potos» o «potitos», excepto en Piura, ciudad en el que las medias calabazas reciben el mote de «cojuditos». Por su lado, las chicherías, es decir, los lugares donde se vende la chicha, son establecimientos en los que además se preparan varios potajes conocidos como picantes, por lo que muchas chicherías son, en realidad, picanterías. No por nada, en su Diccionario de gastronomía peruana tradicional, el investigador Sergio Zapata refiere: «Son famosas las chicherías de Catacaos en el departamento de Piura. En Arequipa, similares negocios reciben el nombre de picanterías. En este sentido Juan Cuadros hace una descripción en su libro Folklore botánico medicinal arequipeño, como tratándose de un lugar ‘de expansión y diversión, donde el obrero y el campesino encuentran alimento sabroso y variado, los picantes, acompañado de la exquisita chicha. Estos establecimientos tienen por particular distintivo los pendones». Zapara también consigna que en las chicherías trujillanas, aparte del pendón (aviso) compuesto «por un palo de leve pájaro-bobo, o una caña, atada estaba, a guisa de bandera, una verde y larga hoja de plátano que coronaba el manojo de flores de laurel, de sauco, de geranio», podía haber un cartelito que anunciaba los guisos ofrecidos. El poder de la palabra Según el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, la chicha es una «bebida alcohólica que resulta de la fermentación
LOS GUARDIANES DE LA CHICHA El 20 de agosto de 2012, en Arequipa, un grupo de picanteras, comensales, amigos y estudiosos de la gastronomía, fundaron la Sociedad Picantera de Arequipa, para proteger, promover y promocionar el desarrollo de la picantería arequipeña, considerada como «la expresión más significativa de la práctica alimentaria tradicional que caracteriza a la ciudad y su entorno rural». Prueba de que la mencionada sociedad nació no solo en serio, sino muy bien organizada es que al año siguiente instauró, también en agosto (específicamente el primer viernes del mes), una fiesta con carácter de rito patrimonial que no ha dejado de suceder con el transcurso del tiempo. Se trata de la Fiesta de la Chicha. Van siete ediciones de esta singular actividad en la que las picanteras de toda Arequipa se reúnen en su histórica Plaza de Armas para expender más de un centenar de sus mejores platillos y su tan cotizada chicha de guiñapo, en un acto enriquecido con las expresiones de la música popular nacida al calor de sus fogones. El número de comensales, curiosos y turistas que se reúne en torno a tan delicioso acontecimiento ha ido aumentando considerablemente. La fiesta, según informa la sociedad, ha permitido también que vuelva a incrementarse el consumo de la saludable bebida en las cada vez más afamadas picanterías de la ciudad. Para no quedarse atrás, las picanterías cusqueñas organizan también desde 2019 un festival de la chicha o Ajha Raymi, que coincide con las fiestas jubilares de la histórica capital inca.
Saida Villanueva Salas, picantera. Fiesta de la Chicha, Arequipa, 2018.
De «chicha» derivan, además, diversas acepciones que definen a los lugares de producción o expendio de dicha bebida, como es «chichería», o la de «chichera(o)» para nombrar a quienes realizan dichas actividades. La importancia tanto de la chicha como de las chicheras se hace presente en la obra Los ríos profundos, de José María Arguedas, uno de los mejores intérpretes del sentir y actuar andino, en el célebre pasaje de «la revolución de las chicheras», en el que un grupo de mujeres dedicadas a la fabricación de esta bebida, en Abancay, lideran un alzamiento cuya cabecilla, doña Felipa, las enardece tanto, que los militares deben intervenir para sofocarlo. Este pasaje nos habla de la importancia social y económica de la chicha en los Andes peruanos. Su presencia en nuestra cultura se hace patente, asimismo, a través de ciertas expresiones como «calma chicha», de antigua data y originalmente de uso marinero para indicar un estado de quietud del mar y sopor atmosférico que impedía a las naves de velas avanzar, inevitable presagio de tormenta, expresión que hoy en día se hace extensiva a cualquier situación que precede a momentos de tensión. Otra expresión popular es «ni chicha ni limonada», usada para indicar un carácter, una personalidad no definida, neutra, baladí, poco interesante. Finalmente, su presencia en nuestra cultura e identidad es tan profunda y se hace tan extensiva, que en la década de 1980, cuando apareció un nuevo movimiento musical que mezclaba ritmos tropicales con andinos creado por los inmigrantes venidos a Lima, se le denominó «música chicha»; y a sus intérpretes, «chicheros». Bibliografia
del maíz en agua azucarada, y que se usa en algunos países de América». Su origen, sin embargo, viene de la lengua cuna, originaria de Panamá, donde la bebida recibía el nombre de chichab, palabra nacida de la juntura de los vocablos cuna «maíz» y «bebida». Lo cierto, sin embargo, es que esta bebida fermentada estuvo presente en todas las civilizaciones prehispánicas de América. Diversos estudiosos la ubican en los diferentes países de este continente como originaria y a los
colonizadores hispanos como los que difundieron el término a lo largo del continente. En el Perú, por cierto, a la palabra «chicha» procedente de Centroamérica se le agregó el término «jora», que viene de la voz quechua shura, que significa «maíz germinado». La característica principal de la chicha es su elaboración artesanal de leve a mediana graduación alcohólica (de 3° a 5°), al punto que aún no se la produce industrialmente, pese al enorme número de consumidores.
Llosa, Eleana. Picanterías cusqueñas, vitalidad de una tradición. 1992. Tafos Amidep Sevilla, Julio César. «La chicha de jora: bebida tradicional», https:// www.monografias.com › trabajos101 › chicha-jora › chicha-jora Solis, Héctor. Lambayeque, cocina de un gran señor. 2011. Universidad San Martin de Porres. León, Rafo. Chicha peruana: una bebida, una cultura. 2008. Universidad San Martín de Porres. Ruiz Rosas, Alonso. Las gran cocina mestiza de Arequipa. 2014. Zapata, Sergio. Diccionario de gastronomía peruana tradicional. 2009. Universidad San Martín de Porres.
CHASQUI 11
DE LA LITERATURA A LA HISTORIA
LAS INTELECTUALES DEL PRIMER CENTENARIO Ángela Luna y Luis Sihuacollo* Una reciente exposición biobibliográfica en el Centro Cultural Inca Garcilaso del Ministerio de Relaciones Exteriores ahonda en el proceso de afirmación de la conciencia femenina peruana en el tránsito del siglo XIX al XX.
L
uego de la declaración de independencia del Perú, las disputas de poder ocasionaron dificultades económicas, en medio de las profundas desigualdades que caracterizaron a la vida y las costumbres de la sociedad de entonces. El libertador José de San Martín inauguró la Primera Escuela Normal de Varones (1822) y decretó en el Primer Congreso Constituyente del Perú (1823) la obligatoriedad de la educación primaria para todos. Asimismo, en 1826, el gobierno de Simón Bolívar dispuso la creación de escuelas para hombres y mujeres en Lima y otras ciudades, pero debido a las crisis sucesivas muchas no tuvieron un funcionamiento regular. Los cursos que las niñas recibían en estas escuelas fueron religión, lectura, escritura, aritmética, música, geografía, historia y labores domésticas. Fue el presidente Andrés de Santa Cruz quien decretó, en 1836, la nivelación de la educación de ambos sexos de acuerdo a los roles que cada uno cumplía en la sociedad. Así, las mujeres fueron formadas en escuelas gestionadas por congregaciones religiosas para ser madres, esposas y administradoras del hogar. La francesa Flora Tristán (París, 1803-Burdeos, 1844), hija del coronel arequipeño Mariano Tristán y Moscoso, llegó al Perú en 1833 y residió en las ciudades de Arequipa y Lima. A su regresó a París, en 1835, publicó Peregrinaciones de una paria (1838), basándose en las observaciones y vivencias del tiempo que permaneció en el Perú. En su obra, la autora denunció las desigualdades que afrontaban las mujeres dentro de la sociedad y demandó justicia social para las clases oprimidas. Después de 50 años de gobiernos militares, y en plena crisis económica producida por la sobreexplotación del guano, fue elegido
CHASQUI 12
Juana Manuela Gorriti.
presidente Manuel Pardo y Lavalle, fundador del Partido Civil. Sin recursos económicos y con un proyecto político que ideaba recuperar la participación política de la ciudadanía, Pardo y Lavalle se interesó por la educación y decretó un nuevo reglamento de instrucción pública (1876) para poner en vigencia las escuelas creadas en los regímenes predecesores. Se estableció la educación gratuita y se igualaron los años de instrucción en primaria, pero no en secundaria. Si bien con esta nueva reforma mejoraron algunas condiciones para la educación de las niñas, los cursos de ciencias, leyes y política —impartidas a los
niños— se mantuvieron fuera de su formación. En este contexto, las mujeres intelectuales (cuyos privilegios económicos y sociales les permitieron formarse como escritoras), influenciadas por el pensamiento liberal europeo, cuestionaron los roles de género determinados por la sociedad de esa época. Por ello, y ante la necesidad de compartir sus reflexiones con la élite ilustrada, organizaron en sus propias casas una serie de reuniones literarias. La escritora argentina Juana Manuela Gorriti (1818-1892), quien había sido esposa del presidente boliviano Isidoro Belzú, constituyó en Lima
una de las más conocidas tertulias literarias —realizadas en 1876 y 1877—, en la que los asistentes dilucidaron sobre la necesidad de una educación equitativa e inclusiva para las mujeres para alcanzar el progreso del país. Entre los asistentes a las veladas se distinguieron tres grupos. En el primero estaba la élite ilustrada, conformada por Teresa González (1836-1918), Mercedes Cabello (1842-1909), Carolina Freire (1844-1916), Clorinda Matto de Turner (1852-1909), Juana Manuela Laso (1819-1905) y la hija de esta, Mercedes Eléspuru Laso, Ricardo Palma, Numa Pompilio Llona, entre otros. El segundo grupo lo conformaron las familias que acompañaban a las mujeres, pues solo bajo el pretexto de ilustrarse se les permitió participar. Finalmente, el tercer grupo estuvo constituido por la prensa nacional —los diarios El Nacional, La Opinión Nacional y El Comercio—, que documentó y visibilizó tales intervenciones. En estos espacios de carácter privado surgieron los textos que Gorriti compiló y publicó bajo el título de Veladas literarias de Lima. 1876-1877 (1892). La producción intelectual femenina se mantuvo y se difundió en el ámbito público a través de los diarios y revistas de la época. Algunos de ellos fueron incluso promovidos y dirigidos por las mismas participantes de las tertulias. Así, siguiendo el ejemplo de La Bella Limeña (1872) —primera revista cultural femenina creada por el poeta arequipeño Abel de la Encarnación Delgado—, Juana Manuela Gorriti fundó con Carolina Freire el periódico literario El Álbum (1874) y la revista La Alborada (1874), ambas impresas por la escritora Ángela Carbonell. Las mujeres ilustradas del primer centenario Luego del conflicto bélico entre el Perú y Chile (1879-1883), nuestro país tuvo que afrontar
una nueva crisis generalizada como consecuencia de la guerra, la cual interrumpió los proyectos de reformas educativas que venían desarrollándose. Una de ellas fue, por ejemplo, la que presentaron los parlamentarios Francisco Gonzáles y José Manuel Pinzás (1878) para conferir grados académicos universitarios a las mujeres, proyecto que no prosperó. Conocido es el caso de María Trinidad Enríquez, quien, gracias a una resolución emitida por el Congreso de la República (1874), se convirtió en la primera mujer del Perú y Latinoamérica en seguir estudios universitarios. Esta cusqueña tuvo la posibilidad, de manos del presidente Nicolás de Piérola, de recibirse como abogada, pero rechazó este privilegio por solidaridad con las demás mujeres que estaban impedidas de alcanzar un título profesional. Finalmente, sin ejercer su profesión a falta del grado académico, murió el 20 de abril de 1891. En este contexto de crisis y de precariedad educativa femenina, Clorinda Matto avivó la actividad intelectual en el Cusco, Arequipa y Lima, a través de tertulias literarias. En una carta que Gorriti le escribe, puede leerse la siguiente exhortación: «Sigue el mismo plan que yo impuse a las del [18]76, interrumpidas por la guerra». Así las cosas, de 1887 a 1891, Matto reunió nuevamente a un grupo de intelectuales, tanto mujeres como varones, para discutir aspectos de creación artística, pero también para cuestionar las estrechas condiciones que la población indígena soportaba en todos los órdenes de la vida peruana. Entre los participantes y asistentes de estas reuniones podemos mencionar a Ricardo Palma y su hija, Angélica Palma, Jorge Miguel Amézaga, Mercedes Cabello, Flora Orihuela, Teresa González, Lastenia Larriva y Juana Manuela Gorriti. Como consecuencia de estas reuniones, la década de 1880 ofreció una intensa labor editorial femenina, pues algunas mujeres fundaron, dirigieron o escribieron en diarios y revistas de Lima y otras ciudades, como la propia Clorinda Matto, quien asumió la dirección de la revista El Perú Ilustrado (de 1889 a 1891) y del periódico Los Andes (1892). Otros medios de prensa que publicaron los trabajos de esta generación de intelectuales fueron El Correo del Perú, El Comercio, El Nacional, El Eco del Misti, La Bolsa, La Patria, La Perla del Rímac, La Bella Limeña, La Bella Tacneña, El Semanario del Pacífico, Recreo del Cuzco y El Mercurio Peruano, entre otros. A la par de esta generación de escritoras, destacó otro grupo de mujeres que tuvieron acceso a una educación superior, en el Perú y el extranjero, como Margarita Práxedes (1848?-1909), primera bachiller en Artes y Ciencias por
Clorinda Matto de Turner.
la Universidad Nacional Mayor de San Marcos (1890); Elvira García y García (1862-1951), quien obtuvo el título de profesora de educación secundaria (1905) también por la Universidad de San Marcos. Asimismo, Zoila Aurora Cáceres (1877-1958) se graduó en la Escuela de Altos Estudios Sociales de la Sorbona de París con la tesis «El feminismo en Berlín»; y, finalmente, Miguelina Acosta (1887-1933) sustentó la tesis «Nuestra institución del matrimonio rebaja la condición jurídica social de la mujer» (1920) en la Universidad de San Marcos, para recibirse como abogada. Estuvieron también aquellas mujeres cuya labor se manifestó a través de biografías, novelas ensayos y crónicas de temas o problemas específicos de la vida cultural peruana. Entre ellas podemos mencionar a María Nieves y Bustamante (1861-1947), autora de la novela romántica de Arequipa: Jorge o el hijo del pueblo; Amalia Puga (1866-1963), Ángela Ramos (1896-1988) y Rosa Arciniega (1909-1999). Estos trabajos serían aprovechados décadas más tarde como fuentes documentales, pues como ya señaló Raúl Porras Barrenechea: «a través de la biografía y del ensayo se han estudiado a veces con más intensidad que en las historias panorámicas algunos periodos de nuestra historia». Historiadoras peruanas del siglo XX A principios del siglo XX se produjeron diversos acontecimientos
que terminaron por reconfigurar el panorama económico, político, social y cultural del mundo. El Perú no fue ajeno a estos sucesos y la juventud universitaria siguió con gran atención las noticias que llegaban de la Revolución mexicana (1910), de la Gran Guerra (1914-1918) y de la Revolución rusa (1917); sin embargo, fue la Reforma Universitaria de Córdoba (1918) la que influyó sustancialmente en las ideas que un puñado de estudiantes de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos (UNMSM) enarboló para modernizar esta casa de estudios. Al amparo de estas nuevas disposiciones, muchas mujeres obtuvieron un grado académico, lo cual les permitió acceder incluso a las cátedras universitarias, como Rebeca Carrión Cachot (1907-1960), quien obtuvo el doctorado en Historia y Letras por la UNMSM con la tesis «La indumentaria en la antigua cultura de Paracas» (1931). Esta investigación mostró las diferencias de textura, técnica y ornamentación visibles entre las dos fases de Paracas (Cavernas y Necrópolis) a partir de abundantes ejemplares de su arte textil. No obstante, Carrión había ya entregado a la imprenta, en 1923, un trabajo titulado «La mujer y el niño en el antiguo Perú», en el que buscó evidenciar, a través de material iconográfico, la relación madre-niño como factor primordial en el adelanto social del mundo prehispánico. Posteriormente, en 1955, publicó El culto al agua en el antiguo
Perú, un sugerente estudio que resaltó la importancia del elemento femenino en el pensamiento religioso de nuestras culturas, pues, además del Sol, identificó a la Luna (simbolizada en el recipiente sagrado llamado paccha) como divinidad que representa a la mujer en los diversos mitos que describen este rito ancestral. Otra destacada estudiosa del Perú antiguo fue María Rostworowski (1915-2016), quien asistió de forma libre a diversas cátedras en la UNMSM gracias a las gestiones de Raúl Porras Barrenechea. Su inquietud por este periodo histórico se materializó en el libro Estructuras andinas del poder: ideología religiosa y política (1983), en que cuestionó «las graves distorsiones y tergiversaciones impuestas a los esquemas religiosos andinos por los europeos», ya que «muchos de nuestros errores se inician en las referencias dadas por los cronistas», según afirmó. Asimismo, el cotejo de nuevas fuentes le permitió identificar una «diarquía entre los incas», es decir, una visión dual del mundo —donde el elemento femenino cobra alta relevancia— que atravesó todos los ámbitos de la vida incaica. En 1988 publicó Historia del Tahuantinsuyu, el cual significó una discusión con la lectura tradicional y vigente del mundo inca Por otra parte, Ella Dunbar Temple (1918-1998) obtuvo el doctorado en Historia y Literatura por la UNMSM con la tesis «La descendencia de Huayna Cápac» (1946), un trabajo que, además de ganar el Premio Nacional de Historia Inca Garcilaso de la Vega al año siguiente, fue pionero en los estudios etnohistóricos. Esta genealogía no se detuvo «únicamente en las figuras de primer plano [...] sino que hemos intentado deslindar también las figuras borrosas e inéditas de una serie de miembros integrantes de ese linaje». Igualmente, fundó las cátedras de Instituciones e Historia de la Geografía, y prologó varios tomos de las compilaciones documentales que se publicaron a propósito del Sesquicentenario de la Independencia del Perú, destacando la participación popular en los movimientos sociales separatistas, pues «la Emancipación peruana no significó tan solo el resultado de la influencia del nuevo pensamiento foráneo [...], sino, fundamentalmente, la eclosión de una lenta y laboriosa preparación [...] de tendencias e ideas fuerzas emanadas del propio y secular fondo histórico peruano». En suma, una generación de mujeres que reconfiguró la historiografía peruana a partir del empleo de múltiples fuentes no solo documentales, sino también arqueológicas para una mejor reconstrucción e interpretación de la historia en el Perú. * Curadores de la muestra.
CHASQUI 13
LAS BANDAS POPULARES EN EL PERÚ Abraham Padilla Benavides* Foto: Rafael Meléndez
E
l Perú es un país que se ha construido mediante la superposición de capas históricas, culturales y sociales, de gran diversidad y riqueza ancestral. Este fenómeno es particularmente relevante en el aspecto musical. A la gran variedad de expresiones sonoras autóctonas se han ido sumando los aportes de los diferentes grupos humanos que vinieron al Perú, como conquistadores, esclavos o inmigrantes. Las bandas populares peruanas nacen de esta hibridación cultural que emplea instrumentos occidentales como medio de expresión de la subjetividad nacional, nutrida, para este caso, de lo andino y lo europeo, por un lado, y de lo ancestral, lo festivo, lo militar y lo actual, por el otro. Efectivamente, los instrumentos de las bandas populares tienen su origen en las bandas militares que transitaron por los territorios del Ande durante la gesta independentista. Los clarinetes, saxofones, trompetas, eufonios, trombones, tubas, tambores, platillos y bombos, que conforman mayoritariamente nuestras bandas, aun cuando algunos aparecieron en sus formas iniciales en Oriente, se desarrollaron principalmente en el mundo occidental y varios de ellos tuvieron como primera función acompañar las campañas de las Fuerzas Armadas. Pero estos instrumentos, al pasar por las montañas, se quedaron allí, en parte porque quienes los ejecutaban eran habitantes de aquellos parajes, reclutados a los diversos estamentos militares. Siendo estos músicos herede-
Banda tradicional en la peregrinación al santuario del Señor de Qoyllurit'i, 2019.
ros de largas y complejas tradiciones, adaptaron sin mayores problemas los nuevos instrumentos a su ethos interior, a su sentir. Por otro lado, las bandas tienen desde su origen una característica colectiva que es afín a los modos de producción del poblador peruano. Las tareas agrícolas y ganaderas, por ejemplo, se realizan conjuntamente por los miembros de la comunidad, quienes se apoyan mutuamente para que la faena sea más eficiente y agradable. Este valor de lo colectivo, sumado a la apropiación de los medios de expresión foráneos, se introdujo paulatinamente como parte de las festividades comunales, religiosas y sociales que, asociadas desde siempre
a la ritualización, la danza, la vestimenta y los comestibles, requerían de música y músicos para su realización. Los músicos habían aprendido a tocar nuevos instrumentos, con sonoridades interesantes y retos técnicos que los cautivaron. Si sumamos a ello el hecho de que, debido a la discriminación de que podrían ser objeto y, justamente por ello, se evitaron frecuentemente el uso del propio idioma y algunas costumbres sociales, podremos entender cómo se instauró un nuevo cuerpo expresivo, la banda, como elemento sustancial de la nueva identidad mestiza del peruano andino. Pero lo andino migró durante el siglo XX hacia las ciudades, espe-
cialmente a la costa, y se apoderó de grandes territorios culturales que fueron llenando con sus usos y, por supuesto, con su sonido. Por ello, actualmente las bandas populares en el Perú son parte del imaginario popular, rural y urbano, de muchos pueblos de la sierra y la costa. El sonido de las bandas, ya no militares sino mestizas, acompaña las fiestas, las procesiones, las inauguraciones, los eventos religiosos y toda ocasión que requiera celebración y ritual. Con la chicha y el neofolclor, las bandas populares expresan la nueva identidad mestiza de un sector importante y emergente de los peruanos. Con la aparición de nuevas escuelas de música a lo largo del país, estas bandas ahora son también un vehículo para la integración de lo popular con lo académico. La existencia y el amplio espectro que cubren las bandas populares peruanas nos demuestran que la música, como fenómeno humano, social y cultural, tiene la potencia de integrar lo nuestro con lo foráneo, lo ancestral con lo moderno, lo popular con lo académico, los unos con los otros y proyectar nuestra vida como sociedad hacia el futuro. Un futuro en el cual, a no dudarlo, aparecerán nuevos sonidos, nuevas formas de expresión y una nueva manera de enfrentar la diferencia y la identidad, como valiosas posibilidades de abrazar la unidad entre todos. * Musicólogo, compositor y director de orquesta.
SONIDOS DEL PERÚ COMPOSITORES PERUANOS, Vols. 1 y 2. Universidad Nacional de Música, 2018. La Universidad Nacional de Música (UNM), a través de su Centro de Investigación, Creación Musical y Publicaciones (Cicremp), viene realizando, desde su creación, importantes esfuerzos por estrechar la brecha de publicaciones, tanto discográficas como bibliográficas, que tenemos en el Perú. La institucionalización de esta actividad por parte de la primera escuela profesional de música de nuestro país es un aporte fundamental a la producción de textos y la publicación de partituras y discos, de autores nacionales o que han tenido su actividad principal en estas tierras. En esa línea de trabajo, la UNM ha producido la grabación y publicación de dos volúmenes de música para violín y piano de compositores peruanos,
cuya interpretación ha estado a cargo del violinista Carlos Johnson y de la pianista Katia Palacios. Se trata de un corpus unitario, por el medio instrumental y los intérpretes, que recorre un amplio espectro de compositores peruanos de los siglos XIX y XX. Las obras compiladas en el primer volumen corresponden a Manuel Aguirre de la Fuente, Federico Gerdes Muñoz, Carlos Valderrama Herrera, Renzo Bracesco Ratti, Ernesto López Mindreau, Alberto Díaz Robles y Andrés Sas. En el segundo volumen se incluyen obras de Teodoro Valcárcel Caballero, Alfonso de Silva Santisteban, Armando Guevara Ochoa y Roberto Carpio Valdés. Toda la música está interpretada con un elevado gusto y calidad musical. Asimismo, la grabación, realizada íntegramente en las instalaciones de la UNM, muestra un alto nivel técnico y artístico que hacen de estos discos un placer auditivo y un documento trascendente para la memoria histórica musical del Perú. OBRAS PARA FLAUTA TRAVERSA, COMPOSITORES PERUANOS. Siglos XIX-XXI. Universidad Nacional de Música, César Vivanco Sánchez, 2018. Como parte de su serie audiovisual, la UNM se ha hecho parte del trabajo de difusión de la música de
CHASQUI 14
compositores peruanos para flauta traversa que ha realizado a lo largo de su carrera el profesor César Vivanco Sánchez, quien ha realizado la investigación, compilación, edición de las partituras y la dirección de los intérpretes. La producción consiste en un estuche de lujo que incluye dos discos, con 16 obras, de los compositores Alejandro Vivanco Guerra, Aurelio Tello Malpartida, Seiji Asato Asato, David Aguilar Carbajal, César Vivanco Sánchez, Walter Casas Naupán, Alejandro Núñez Allauca, Enrique Pinilla Sánchez-Concha, Celso GarridoLecca, Enrique Pava Ninci (italiano que radicó en el Perú), David Aguilar Valdizán, Armando Guevara Ochoa, Edgar Esponoza Espinoza, José Sosaya Wekselman y Manuel Rivera Vera. Las interpretaciones han estado a cargo de los flautistas Pedro Alfaro Burgos, Yassmín Noel Bolivar, Juan Rodriguez Pomar, Hann Meléndez Carlessi, Jossecarlo Romo Bocanegra, Sini Rueda Cadillo, Andrea Espejo Beteta, David Rivas Isakowitz, Daniel Gonzales Vergara, Erland Díaz Reluz y María Vizcarra Giuglemina. Las obras fueron grabadas a lo largo de cuatro años, desde el 12 de abril de 2014 al 30 de enero de 2018, en Estudio Amigos. Sin duda, un aporte al cuerpo de música peruana para especialistas y público interesado.
CHASQUI Boletín Cultural MINISTERIO DE RELACIONES EXTERIORES
Dirección General para Asuntos Culturales Jr. Ucayali 337, Lima 1, Perú Telefono: (511) 204-2656 boletinculturalchasqui@rree.gob.pe www.rree.gob.pe Los artículos son responsabilidad de sus autores. Este boletín es distribuido gratuitamente por las misiones del Perú en el exterior. Impresión: Inversiones Iakob S. A. C.
RETABLO Ricardo Bedoya* El primer largometraje de Álvaro Delgado Aparicio es una de las películas peruanas más premiadas de los últimos tiempos.
R
etablo (2017) es una de las películas peruanas más notorias de los últimos años. En setiembre de 2019 fue designada como la representante peruana en los concursos de las academias de cine de España y Estados Unidos, que entregan los premios Goya y Oscar, respectivamente. Filmada en la región de Ayacucho y dialogada en quechua, Retablo es el primer largometraje dirigido por Álvaro Delgado Aparicio. Si en ciertas películas del género musical los escenarios condensan al mundo, en Retablo el mundo luce como un escenario. La disposición de las figuras en los espacios interiores de los retablos marca el tratamiento formal de la película. Como en esos bellos objetos creados por los artistas andinos, la simetría y la frontalidad son los ejes que organizan los lugares ocupados por los personajes. En la primera escena de la película vemos a un grupo familiar posando, en alineamiento horizontal, para un registro fotográfico. Desde un lugar exterior al campo visual llega una voz que describe las posiciones de las personas que vemos. Menciona también el color de sus vestidos y la gestualidad de cada miembro de esa familia. La imagen siguiente nos descubre a Noé (Amiel Cayo), un creador de retablos en Ayacucho, entrenando a su hijo, Segundo (Junior Béjar Roca), en los ejercicios de observación y de memoria que resultan indispensables para la práctica de su arte y del oficio que el padre le dejará como legado principal. Pero esa situación inicial, en la que el hombre mayor cubre los ojos del hijo para obligarlo a memorizar lo que antes vio, encuentra una correspondencia con otra, que es antagónica. La mirada del muchacho, ejercitando con libertad la capacidad de observación que aprendió, descubre una acción de su padre que le provoca un trauma, propio de su adolescencia, colocándolo en una
Amiel Cayo y Junior Béjar Roca.
posición difícil. La admiración por la figura tutelar se transforma en decepción; el aprendiz deja de confiar en el maestro. La adolescencia de Segundo lo ubica en una posición fronteriza. Su incertidumbre es constante. En medio de la turbación, debe discernir entre dos concepciones de la masculinidad aceptadas en su medio rural y andino y ponerlas a prueba. Una es agresiva y competitiva, y se dilucida en la confrontación física y en la destreza en los deportes. La otra es depredadora, se ejerce contra las mujeres y corona una manifestación de poder viril y superioridad. Segundo no reconoce como suyas a ninguna de esas masculinidades. Eso lo ubica en el umbral. En un lugar intermedio entre la penumbra de la habitación de la joven que duerme, a la que se niega a convertir en víctima de un asalto sexual, y la luminosidad de esos exteriores donde los muchachos juegan al fútbol o celebran un combate a latigazos. Luminosidad que resalta los cuerpos semidesnudos de los jóvenes, orgullosos de su hombría, que la cámara, en largos trávelin, observa como si remitiese a la fruición del cine de Pier Paolo Pasolini frente a los «muchachos
de vida», aunque atenuando la áspera sensualidad de las imágenes del cineasta italiano. Esa condición del estar «entre» dos inquietudes, dos tentaciones, dos fantasías, encuentra una expresión formal. En Retablo, imágenes de las puertas, los corredores y los accesos se convierten en motivos visuales recurrentes. Grafican los impulsos contradictorios del avanzar o retroceder, del querer entrar y no atreverse a salir. De asumir una herencia o de quebrarla. Por eso, el personaje de Segundo es seguido por la cámara en su tránsito por un corredor que lo conduce hasta donde se compite a latigazos, en manifestación exacerbada de masculinidad. O es descubierto oyendo una conversación de su madre (Magaly Solier), al cabo de un movimiento de cámara que atraviesa una ventana, como alejándose de una intimidad adolorida que ha quedado expuesta. O vemos su perfil expectante, a contraluz, en la silueta de la entrada de una cueva. El muchacho se mantiene en el umbral; ni dentro ni fuera. Las imágenes finales dan cuenta de la superación de esas mediaciones y de la posibilidad de franquear los espacios intermedios.
Pero las ventanas y las puertas no solo dan cuenta de la liminalidad de Segundo. Son parte de un tratamiento formal que asimila las líneas del encuadre a las de un escenario. Mejor, que convierte la simetría en un principio de la composición visual. Ese dispositivo ajusta las imágenes del entorno a la disposición geométrica del retablo, como ocurre con la representación de bailarines saliendo de una caja de colores en la secuencia del carnaval. O ubica la imagen central del abigeo azotado por el pueblo en una escenografía de adornos laterales que equivale a las puertas de un retablo. Y homologa la forma del ataúd con la de la «caja» que contiene al cadáver del padre en una imagen que resume el postulado reconciliatorio o redentor de la película. Incluso el «acto nefando» del padre es visto por Segundo a través de unas líneas verticales que suprimen partes del campo visual, haciendo las veces de un reencuadre. Esa recurrencia en la simetría impone un determinismo dramático a esta fábula sobre el martirio, la pervivencia de la tradición artística y el amor filial. * Crítico de cine.
CHASQUI 15
DEL CAJÓN DE SAN MARCOS AL RETABLO AYACUCHANO Continuidad e innovación en una de las expresiones más representativas del arte popular del Perú.
Retablo de Joaquín López Antay.
Retablo de Jesús Urbano (arriba y abajo). Colección J. A. Benavides.
E
l retablo ayacuchano tiene su origen en el llamado cajón de San Marcos, que contenía representaciones de santos y animales y que presidía el ritual de la herranza del ganado entre los criadores del sur andino. Su presencia tenía una función mágico-religiosa, que era propiciar la fertilidad del ganado. Los santos patronos que originalmente incluía eran el propio San Marcos, San Lucas, Santa Inés, San Juan Bautista y San Antonio. A mediados de la década de 1940, llegó a Huamanga una comisión de Lima integrada por artistas CHASQUI 16
de la corriente indigenista que, entusiasmada por estas piezas de arte popular, sugirió a Joaquín López Antay incluir temas relativos a las costumbres ayacuchanas, y las denominó retablos. El maestro Jesús Urbano, hermano de Julio Urbano, acepta la sugerencia con poco entusiasmo, motivado sobre todo por ampliar su mercado, debido a la falta de incentivos que tenían los artistas populares en ese entonces. Se refería a ellos como los «costumbristas». Los moldes para las figuras de los santos, otros personajes y animales no se podían seguir utilizando para este tipo
Víctor Urbano. Retablo (detalle, sin puertas).
de retablos, ya que los personajes debían ser modelados a mano. Esto significaba un mayor trabajo, que no era suficientemente reconocido ni remunerado. Los nuevos temas incluyeron las fiestas religiosas y patronales, celebraciones, danza de tijeras; talleres de confección de sombreros, mantas, máscaras; cortamonte o yunsa, cosecha de tunas, corridas de toros, entre otras costumbres, de las cuales varias incorporaron los terribles acontecimientos de esa época a los temas de sus retablos, y muchos se vieron obligados a emigrar. También variaron los materiales originales
y se reemplazaron las anilinas por las pinturas industriales. Casi podríamos decir que el cajón de San Marcos, con el tiempo y la nueva clientela, pasó de ser un objeto ritual a ser un objeto artístico. Actualmente son varias las familias que trabajan el arte del retablo, muchas de ellas asentadas ahora en Lima o en el extranjero, incorporando nuevos temas y estilos, aunque siempre se intenta mantener la esencia tradicional ayacuchana. Las familias Urbano, Jiménez, Blanco y Ataucusi son las que mantienen vigente este arte singular.