CHASQUI EL CORREO DEL PERÚ
Boletín Cultural del Ministerio de Relaciones Exteriores
2018
Depósito eucarístico. Lima, ca. 1740-1760. Plata en su color y oro. 83 × 91 cm. Congregación de Religiosas Agustinas.
Año 16, número 34
ACTUALIDAD DE VALLEJO / PLATA DE LOS ANDES / FIESTA DE PAUCARTAMBO / HISTORIA DEL HUÉRFANO
ACTUALIDAD DE VALLEJO
POR UNA POESÍA LIBRE E INCONDICIONADA Ina Salazar* Una lectura necesaria de César Vallejo a cien años de la publicación de Los heraldos negros, su primer libro de poemas.
C
uando César Vallejo muere el 15 de abril de 1938 en la clínica Arago, donde ingresó un mes antes en un estado comatoso, en España, los republicanos están perdiendo una guerra crucial para la época y que fue la razón de ser del poeta durante los últimos meses de su existencia. La muerte, que fue una de las preocupaciones mayores de su obra, no le llegó un jueves como lo cantaba el soneto «Piedra negra sobre una piedra blanca»: «Me moriré en París con aguacero / un día del cual tengo ya el recuerdo / me moriré en París —y no me corro— / quizás un jueves de otoño, como hoy / ...». Vallejo murió un viernes, pero no cualquier viernes, un viernes santo, día en que acaban los sufrimientos de Jesucristo, el hijo de dios hecho hombre, muy significativa casualidad, pues la figura crística habitó la lengua y el imaginario de la obra poética de nuestro autor, pero no en la manera esperada (religiosa o mística) sino al contrario para interrogar e interrogarse sobre la condición del hombre y el estado de la humanidad. En eso, por la intención y la urgencia de su poesía de interrogar e interrogarse sobre la condición del hombre y el estado de la humanidad, César Vallejo es nuestro contemporáneo, su obra sigue resonando poderosamente hoy. En cada una de las palabras de su poesía está esa preocupación, no de manera abstracta, sino como emanación y digestión de una presencia viva en el mundo, en la historia y su curso. Sobre todo si pensamos en los últimos años, los años parisinos, terribles años treinta, que hoy vuelven a atormentar nuestra conciencia, en el temor de una espantosa repetición. Los poemas de Vallejo traslucen ese tiempo que le toca vivir y que es de profunda «inquietud», tiempo de «grandes males de la historia» que «aturden y sumen al hombre en la estupefacción y en el caos», época como él dice «desaxée»1, en que se ha perdido el sentido a tal punto que «se ha roto la hebilla de la historia», que él percibe con lucidez no solo en su atenta lectura de la actualidad mundial sino en la toma del pulso de una humanidad enferma, omnipotente y huérfana a la vez, abandonada a su individualidad, en que la solidaridad no tiene cabida
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César Abraham Vallejo Mendoza (Santiago de Chuco, 1892 - París, 1938).
y solo es visible la mueca dolorida del explotado, del miserable. Pero la actualidad de Vallejo si es tal no radica en una simple posible semejanza de contextos ni solo en la constatación de una preocupación, el estado de nuestra humanidad, siempre vigente. Se halla sobre todo en una escritura capaz de seguir interpelándonos, que lo logra porque ha podido llegar a ser libre e incondicionada, en ese gran camino que Vallejo vio en el músico Erik Satie2, que consiste en matar el arte a fuerza de libertarlo, no en la imitación de la vida sino en la voluntad de ser ella, de borrar, luchar contra lo que la separa de la vida. José Ángel Valente, que con seguridad leyó ese bello artículo, expresó mejor que nadie por qué Vallejo es uno de los más grandes
poetas de habla hispana, retomando las palabras del peruano para explicar que la obra de este es una de esas pocas obras «particularmente libres o descondicionadas que suspenden la mecánica secuencia en que las modas y las épocas se alternan o se oponen», obras gracias a las cuales no solo las lenguas también se sobreviven a sí mismas sino que «generan nuevas y duraderas formas de imaginar o de sentir o, en definitiva, de ser»3. Esta reflexión se propone examinar la capacidad que tiene la poesía de Vallejo de seguir interpelándonos, emocionándonos, interrogando la naturaleza de esa actualidad gracias al estudio de ese «gran camino» que hace de Vallejo uno de los más grandes poetas de habla hispana.
Quizá no todos saben que Vallejo es, a su muerte, un autor desconocido en Francia, donde vivió, poco leído en España y en América Latina, olvidado o casi en su país natal del que se marchó en 1923, después de haber publicado Los heraldos negros en 1919, primer poemario aún tributario del modernismo y Trilce en 1922, libro este radical, identificado a posteriori como expresión inigualable de la revolución poética que produce el periodo de las vanguardias. Por estas circunstancias, en la ceremonia de su sepelio en el cementerio de Montrouge, al que acuden personalidades francesas como Louis Aragon, quien pronuncia uno de los discursos fúnebres, Tristan Tzara, Jean Cassou y André Malraux, así como los españoles Joan Miró o Rosa Chacel, el homenaje rendido es más al intelectual comprometido y al militante comunista que al gran poeta. Cuando fallece, nadie ha leído la obra que escribió en Europa, esta permanece inédita en su casi totalidad y solo en 1939 se publican el poemario España, aparta de mí este cáliz, en homenaje a la lucha del pueblo español por la defensa de la República, y un conjunto de un centenar de poemas, compuestos a lo largo de los años parisinos y que van a ser reunidos por su viuda, Georgette Philippart, bajo el título de Poemas humanos, en una edición francesa efectuada con el historiador y diplomático peruano Raúl Porras Barrenechea. Estas composiciones que reflejan la madurez expresiva de Vallejo como conquista de una escritura libre y descondicionada o incondicionada son el fruto de un trabajo y de un largo recorrido. Para entenderlo, hay que destacar como determinante la experiencia singular de un escritor nacido en una pequeña ciudad andina del norte del Perú, Santiago de Chuco, que deja ese medio rural original, en una migración progresiva hacia la gran ciudad y la modernidad —primero a Trujillo ciudad costeña, luego Lima capital y finalmente París, Ciudad Luz— migración que puede verse como forzosa para un creador o intelectual provinciano, en un país no solo periférico sino nacionalmente desarticulado como el
Perú. El itinerario de Vallejo marcado por esa condición parece dibujado por una búsqueda de modernidad semejante a la que describe Octavio Paz: «¿Qué es ser moderno? Es salir de su casa, su patria, su lengua, en busca de algo indefinible e inalcanzable pues se confunde con el cambio»4. Si bien el joven poeta que es César Vallejo responde al llamado moderno, su trayectoria vital y creativa muestra que no se deja llevar por ese adagio sino que lo problematiza, y esto se ve desde su primer libro. Cuando uno lee Los heraldos negros, constata que Vallejo aún está bajo el influjo del modernismo que en América es el movimiento que en las últimas décadas del siglo XIX permite a la poesía no solo hispanoamericana sino en lengua española el acceso a esa modernidad poética inaugurada por Baudelaire. Durante los años trujillanos de Vallejo (1915-1917), en que redacta buena parte de los poemas de Los heraldos negros, se empapa de las lecturas que para él son aún expresión mayor de lo moderno: lee con total devoción sobre todo a Rubén Darío y a Julio Herrera y Reissig y también a Baudelaire y a los simbolistas como Samain o Maeterlinck, a Rimbaud y Verlaine, autores todos estos que conforman esta lírica francesa que para los modernistas fue el summum de modernidad y que sigue siendo tal para el provinciano que la descubre en la Antología de la poesía francesa moderna, de Enrique Díez Canedo y Fernando Fortín. Sin embargo, en el proceso de escritura de Los heraldos negros que se da entre fines de 1915 y comienzos de 1919, Vallejo va encontrando un verbo personal con respecto a estos modelos y este proceso se ve claramente en el libro, en que cohabitan poemas tributarios de la estética modernista con imágenes lujosas, referencias mitológicas, sensualidad mundana, y, por otro lado, poemas en que se decantan los temas vitales del hombre que es Vallejo. Está presente, en ese sentido, la experiencia de desarraigo y de pérdida de la unidad original fundada en los lazos familiares y el apego al terruño, en poemas como «Los pasos lejanos», «A mi hermano Miguel» y «Enereida», de la sección justamente titulada «Canciones del hogar», textos poderosamente nostálgicos del hogar y el tiempo de la infancia, y está también «Idilio muerto», canto elegiaco a la tierra y a la amada de un sujeto sufriente en la urbe: «Qué estará haciendo esta hora mi andina y dulce / Rita de junco y capulí; / ahora que me asfixia Bizancio, y que dormita / la sangre, como flojo cognac, dentro de mí...». Este poema canta a través de la pérdida de la amada, la pérdida del centro, del espacio primero, lugar de origen; del que ha tenido que desarraigarse el Yo. La figura de Rita lo expresa con fuerza, en su intrínseca relación con la naturaleza del lugar y el contraste con la realidad desvitalizada, descentrada que vive el sujeto melancólico, agónico (fuera de la casa, la tierra y del amor) y que es la de la urbe inhóspita y refinada a la vez representada aquí por Bizancio a través de lo cual se acude al imagina-
rio típicamente modernista, en ese gusto de evasión espacio-temporal, gusto por lo mitológico y gusto por las formas lujosas. Vallejo señala así sus referentes estético-poéticos mayores, pero para emanciparse mejor de ellos gracias a un tono y una lengua familiar y rural. Estos lo emparentan con cierto nativismo, en el que se reconocen resonancias con la poesía y el imaginario de Abraham Valdelomar, autor de «Tristitia» y de «El Caballero Carmelo», fundador del grupo Colónida e introductor de modernidad en la Lima conservadora de esos años. «Idilio muerto» expresa, de una manera en apariencia simple, un quiebre existencial y estético poético, ya que
rrían, / oscuro sinsabor de féretro, / ...». La poetización del drama metafísico si bien traduce lo incógnito a través de cierto hermetismo y simbolismo de raigambre modernista va hacia lo personal y lo familiar a través de un idioma terrenal, ordinario, así como de una expresión en que el pathos y el humor no son incompatibles, como lo destaca el último verso: «...Yo nací un día / que Dios estuvo enfermo, / grave». El «vacío» en «su aire metafísico» ya está esbozando un estado de precariedad del hombre que ve sus antiguos puntos de referencia desmoronarse, y ese estado de la humanidad se acentúa en el segundo libro, Trilce,
«Hay que destacar como determinante la experiencia singular de un escritor nacido en una pequeña ciudad andina del norte del Perú».
Vallejo se aleja de las riquezas artificiales, de un fasto de imágenes para ir a buscar «el núcleo emocional del poema» (Américo Ferrari), un verbo capaz de dar cuenta de la vivencia de un sujeto que sufre porque aspira a la unidad en el amor o la recuerda como bien perdido en la infancia y el hogar. El hombre que va tomando forma en Los heraldos negros no solo figura la condición del desarraigado y del migrante, la energía poética vallejiana se vuelca asimismo en deplorar el vacío metafísico, o sea, el desfallecimiento de lo divino como condición del sujeto moderno y lo hace no de manera abstracta sino en tanto que drama vivido en carne propia, como en «Espergesia», en que el nacimiento del sujeto se vincula de manera inextricable con la «enfermedad» de Dios: «Yo nací un día / que Dios estuvo enfermo. / [...] / Todos saben que vivo, / que mastico... y no saben / por qué en mi verso chi-
en que va a chirriar fuertemente el verso vallejiano. Este es redactado en diferentes momentos, entre fines de 1918 y 1922, por un Vallejo que vive experiencias que lo marcan profundamente: la muerte de su madre, en agosto de 1918 cuando él está en Lima, un encarcelamiento injusto de cerca de tres meses en la prisión de Trujillo entre noviembre de 1920 y febrero de 1921 a causa de sucesos violentos en Santiago de Chuco y el final brutal de una relación amorosa intensa. Estas vivencias no son tema de Trilce, sino el sustrato de la figuración de una humanidad más huérfana que nunca, que parece como a la intemperie, expuesta a una existencia sin sentido, lo cual se corresponde con una radicalidad de las opciones estéticas: «Murmurando en inquietud, cruzo, / el traje largo de sentir, los lunes / de la verdad. / Nadie me busca ni me reconoce, / y hasta yo he olvidado de quién seré.
/ ...» (XLIX). En Trilce, no hay punto de apoyo, no hay nadie, ninguna instancia que proteja, la realidad y la existencia son esas púas de la verja de las que habla el poema y el individuo aparece desconectado de los otros y de sí mismo. Los 77 poemas oscuros, dolorosos de Trilce en la radicalidad de sus opciones no surgen de la nada. Vallejo cuando redacta el libro está, gracias a las pocas revistas españolas (Grecia, Cervantes) que llegan a Lima, mal que bien al tanto de las propuestas vanguardistas, es ahí donde lee «Un golpe de dados no abolirá el azar», de Mallarmé, y se entera de la existencia del futurismo, del dadaísmo y del ultraísmo. O sea, toma conocimiento de toda esa efervescencia que revoluciona la poesía occidental, que fuerza los límites de las antiguas convenciones, proponiendo una renovación del lenguaje y una ruptura con respecto a los fines de la poesía tradicional —el culto a la belleza y las exigencias de la armonía estética—. Vallejo está atento a cómo se desecha la forma declamatoria y el legado musical (rima, métrica, moldes estróficos), cómo se pasa a dar primacía a las imágenes insólitas y visionarias, al asintactismo y a la simultaneidad, a la nueva disposición tipográfica y los efectos visuales. Vallejo está al tanto pero no se adhiere a ninguno de los movimientos ni se proclama vanguardista, como sí lo hace, por ejemplo Alberto Hidalgo, que publica Arenga lírica al emperador de Alemania y otros poemas (1916) y Panoplia lírica (1917), considerados como primeras manifestaciones poéticas de vanguardia del país, con una estética estridente que exalta la velocidad y el maquinismo así como un «yoísmo» ególatra, muy influenciada por el futurismo italiano. Vallejo no sigue ninguno de estos ismos. Probablemente por esa razón cuando aparece publicado Trilce, obra considerada hoy como la expresión más radical, más original del periodo de las vanguardias, siembra el desconcierto. Los lectores y la crítica no parecen estar preparados para su extrema modernidad. Salen muy pocas críticas y los que escriben, como Luis Alberto Sánchez, no entienden, no ven que es un terremoto verbal que va a cambiar el curso de la poesía. Trilce, como lo comenta Vallejo en carta a su amigo y cómplice intelectual Antenor Orrego, «ha rebotado en la costra vegetal, en la piel de reseca yesca de la sensibilidad literaria de Lima. No han comprendido nada. Para los más, no se trata sino del desvarío de una esquizofrenia poética o de un dislate literario que solo busca la estridencia callejera». No dejará nunca de sorprender que la experiencia vital de un poeta provinciano en una capital conservadora y cerrada como era la Lima de los años veinte haya podido producir una poesía tan radicalmente moderna como la de Trilce, en que resuenan los profundos quiebres del mundo occidental moderno y de ese individuo que se ha visto despojado de la antigua solidaridad orgánica. Trilce logra hacer del poema lugar de crisis, donde el
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sentido conductor de las palabras y de la existencia se pierde y se quiebra simultáneamente, eso nos dice el primer poema que se abre interrogante y cargado de un malestar inmediato «¿quién hace tanta bulla...?», que signa un tiempo de total incomunicación y se cierra apuntando que se está en «la línea mortal del equilibrio», o sea, en ese punto en que se quiebran vida y lenguaje. Trilce es el lugar de la terrible vulnerabilidad de lo humano y esa exposición a la violencia de la existencia toma forma en las violencias que Vallejo le inflige al lenguaje. Las audacias y transgresiones vanguardistas son un aliciente para extremar el propio discurso poético y producir una palabra cuyo impacto expresivo no tiene punto de comparación con las obras que le son contemporáneas. La experimentación, la búsqueda expresiva que emprende Vallejo con Trilce es más u otra cosa que una búsqueda estética, hace de la creación un acto riesgoso en que está en juego la conquista de la libertad, una experiencia de los límites posibles de la expresión, como lo formula después de la publicación, a Orrego, que es autor del prólogo del libro y uno de los pocos que entiende perfectamente lo que está haciendo Vallejo y el valor poético del poemario: «Asumo toda la responsabilidad de su estética. Hoy, y más que nunca quizá, siento gravitar sobre mí, una hasta ahora desconocida obligación sacratísima, de hombre y de artista: ¡La de ser libre! Si no he de ser libre hoy, no lo seré jamás. Siento que gana el arco de mi frente su más imperativa fuerza de heroicidad. Me doy en la forma más libre que puedo y esta es mi mayor cosecha artística. ¡Dios sabe hasta dónde es cierta y verdadera mi libertad! ¡Dios sabe cuánto he sufrido para que el ritmo no traspasara esa libertad y cayera en libertinaje! ¡Dios sabe hasta qué bordes espeluznantes me he asomado, colmado de miedo, temeroso de que todo se vaya a morir a fondo para mi pobre ánima viva!». La empresa de escritura vallejiana obliga al poeta a asomarse a lo que él llama «los bordes espeluznantes», a sacar la palabra poética de la esfera estética, a dar un paso fuera del arte como diría Paul Celan4, con quien Vallejo tiene muchos puntos en común, en lo que exigen a la palabra. Este paso fuera del arte no es mero gesto de transgresión de los usos o de la tradición sino acto vital ya que lo que está en juego es la integridad del ser, de la «pobre alma viviente». Por eso es obligación sacratísima, por eso el hombre y el artista hacen uno. Trilce funciona como una «contrapalabra» (Celan) que pone a prueba la función de representación y de comunicación del lenguaje, deshaciendo el tejido de la retórica, rompiendo «todos los hilos convencionales y mecánicos», matando concienzudamente lo que Orrego en el citado prólogo llama «el estilo», para conseguir una expresión como en bruto, capaz de traducir la experiencia de desmoronamiento de las creencias y certidumbres, de ese estado/existencia a la intemperie, en que la palabra parece tocar el goce y el
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dolor. La escritura radical que propone Vallejo en Trilce se ve animada por el deseo utópico de hallar una expresión de la experiencia vivida sin mediación, de una escritura que ansía dejar de ser escritura, dejar de ser un sistema de signos regido por la convención, lo que es imposible, por supuesto, pero en esa ansia se gesta una palabra inaudita, es decir, nunca antes oída. En ese sentido, ese afán conecta con una de las aspiraciones más profundas encarnadas por las vanguardias, en particular, la dadaísta, cuyas acciones apuntaban a destruir el arte como institución, a destruir lo que la sociedad burguesa había hecho del arte, para devolverle el carácter vital, como lo observó P. Burger5. Esta extraordinaria aspiración reivindicada en los manifiestos de Tristán Tzara, en las producciones de los dadaístas, como también luego en la de los surrealistas, fue también quizá la mayor expresión de las expectativas no cumplidas, no solo por la recuperación efectuada por la sociedad burguesa de las creaciones sobre todo plásticas sino también porque, si hablamos de poesía, no hubo obra de envergadura dadaísta o surrealista que se impusiera como tal. Trilce y luego Poemas humanos me parece que son las obras que más se acercan a esa aspiración. La poesía (y el arte) como praxis vital es una preocupación que va a ser consustancial al quehacer creativo de Vallejo hasta su muerte y en los años parisinos. Lo manifiesta explícitamente en sus artículos y no va a dejar pasar ocasión para distanciarse, por un lado, de los ismos en boga, denunciar el peligro de impostura y pose y, por el otro, reafirmar la meta vital del arte como se ve en su célebre escrito titulado «Poesía nueva», de 1926: «Poesía nueva ha dado en llamarse a los versos cuyo léxico está formado de las palabras
en Baudelaire, introductor de la modernidad poética, es que la poesía dé cuenta desde su ser mismo de las profundas transformaciones que la vida moderna produce en la humanidad. «Muchas veces las voces nuevas pueden faltar. Muchas veces un poema no dice ‘cinema’, poseyendo, no obstante, la emoción cinemática, de manera obscura y tácita, pero efectiva y humana». Lo esencial es el íntimo lazo entre expresión y vida. La una regenera a la otra y viceversa: «despertar nuevos temples nerviosos, profundas perspicacias sentimentales, amplificando videncias y comprensiones y densificando el amor: la inquietud entonces crece y se exaspera y el soplo de la vida, se aviva». La corriente vital circula entre el poeta y su poema: «el creador goza o padece allí una vida en que las nuevas relaciones y ritmos de las cosas se han hecho sangre, célula, algo, en fin, que ha sido incorporado vitalmente en la sensibilidad», el concepto de lo «nuevo» se despoja de su carácter ostensible de estandarte estético vanguardista, «la poesía nueva a base de sensibilidad nueva es, al contrario, simple y humana y a primera vista se la tomaría por antigua o no atrae la atención sobre si es o no moderna», lo hace en provecho de una concepción que arraiga la creación en el corazón mismo de su tiempo. No se trata ya de correr en pos de la modernidad sino de saber de qué está hecha, qué hombre se gesta en ella. La poesía que escribe Vallejo en París de 1923 a comienzos de 1938 explora ese estado de la humanidad, dibuja a ese hombre. Pero lo hace no desde la distancia del observador sino desde el ángulo que dibuja la propia pendiente de la existencia, si hablamos con palabras de Paul Celan. Lo registra así por ejemplo el conmove-
«La poesía (y el arte) como praxis vital es una preocupación que va a ser consustancial al quehacer creativo de Vallejo hasta su muerte».
‘cinema, motor, caballos de fuerza, avión, radio. jazz-band, telegrafía sin hilos’, y, en general, de todas las voces de las ciencias e industrias contemporáneas; no importa que el léxico corresponda o no a una sensibilidad auténticamente nueva...».Vallejo afirma que lo esencial es la sensibilidad. Si le otorga importancia a la noción de «nuevo», que es el caso, esto debe atañer a la sensibilidad, regenerada en profundidad, «auténticamente» como lo dice él mismo. Lo que preocupa a Vallejo, como fuera también central
dor poema «Alfonso, estás mirándome lo veo...», que Vallejo escribe en 1937, en recuerdo de su entrañable amigo Alfonso de Silva, gran músico peruano que está ya en París a la llegada del poeta en 1923 y que en esos primeros meses se transforma en guía y cómplice de la vida de bohemia y de miseria en la Ciudad Luz: «Alfonso: estás mirándome, lo veo,/desde el plano implacable donde moran / lineales los siempres, lineales los jamases / (Esa noche, dormiste, entre tu sueño / y mi sueño, en la rue de Ribouté) /
Palpablemente, / tu inolvidable cholo te oye andar / en París, / ...». Dedicado y dirigido al amigo, este poema que evoca la difícil vida de los artistas hispanoamericanos, extranjeros marginales, sin medios, en la Francia de la posguerra y de los años treinta, está en continuidad con los otros textos de Poemas humanos, forma parte de ese diálogo, esa conversación que Vallejo entabla con los otros hombres que viven la experiencia urbana moderna enajenante. La muerte del amigo agudiza la intolerable existencia, pero, frente a la disyunción existencial, la palabra, gracias a su valor ritual y memorial, permite un reencuentro con la propia humanidad. En este poema y en muchos otros se ve ya una fractura entre la visión del Vallejo que como la mayoría de poetas, escritores y artistas latinoamericanos llega ilusionado a ese París, centro del mundo y de la modernidad y la del Vallejo que va a vivir en carne propia la profunda crisis moral y económica provocada por la Primera Guerra Mundial, «una de las experiencias más espantosas de la historia universal» que dejó expuesto «en un campo de fuerzas atravesado por tensiones y explosiones destructivas al minúsculo y frágil cuerpo humano» (Walter Benjamin). Vallejo verbaliza esa catástrofe en un artículo de fines de 1923 que empieza así: «Caminan por las calles de París, cruentos y numerosos, los mutilados. Ya es el padre sin brazos, el hermano con muslo de madera, o el hijo que, al hablar con la madre viejecita, para oirla [sic] tiene que inclinarse aún más que ella; o el esposo que, a su vuelta de las trincheras, una mañana luminosa, al abrazar a la esposa, ya no tuvo más ojos para verla, sino los del recuerdo... Caminan ellos movidos por los mismos humanos devaneos que los demás; pero yo no he visto nunca una sombra más densa e insegura, que la que ellos arrojan sobre el suelo»6. A lo largo de Poemas humanos va emergiendo el hombre como un ser reificado y explotado, se registra el impacto en el individuo de la violencia social y económica de un capitalismo despiadado. Cobran vida el desgraciado, el hombre que pasa con un pan al hombro, el parado en una piedra, mediante una palabra siempre empática, con respecto a ese prójimo olvidado, maltratado por la época. La vivencia que la poesía transmite de ese hombre nunca es abstracta ni puramente intelectual, el trabajo de la expresión apunta a que esta sea física y emotiva, a que «entre en el pecho» «con un palo en la mano» como lo dice uno de los versos de Vallejo. El sentimiento de solidaridad, compasión, amor e identificación con el otro, con el prójimo tiene un trasfondo político y Vallejo ante la inquietud de un porvenir amenazador, de una sociedad capitalista que desprecia la vida humana, quiere creer que «circula en nuestras entrañas más dolidas y en las más lóbregas desarticulaciones de nuestra conciencia un aliento nuevo, un nuevo germen vital»7. Este, a partir de 1927, después de sus lecturas y viajes a Rusia, se encarna en el marxismo y el modelo
colectivista soviético, única probable «salvación ante la barbarie de la época» según él y cuando estalla la guerra civil, esa esperanza la va a encarnar el pueblo español, actor protagónico de la defensa de la República. El pueblo que ha asumido y tomado a cargo su propia lucha se encuentra para Vallejo en «la vanguardia de la civilización», defendiendo con sangre jamás igualada en pureza y generoso ardor, la democracia universal en peligro. La guerra de España, así la llama Vallejo pues es guerra contra las fuerzas fascistas, posee un significado que supera lo nacional, es «palpitante, humano y universal desgarrón [...] en el que el mundo se inclina a mirarse, como en un espejo, sobrecogido, a un tiempo, de estupor, de pasión y de esperanza», como lo dice en uno de sus artículos en defensa de la República de 1937. Esa guerra terrible Vallejo la vive intensa y profundamente, va a habitar hasta sus últimas horas de agonía. Se compromete totalmente en acciones de apoyo y al mismo tiempo escribe febrilmente quizá el más grande e intenso poemario sobre ese conflicto bélico mayor. Lo es no por una supuesta fidelidad histórica sino porque parece escribirse en medio del fragor de una batalla, animado por el afán de extraer la creación de «los pliegues más hondos y calientes de la vida», como dice él, hablando de los poetas españoles que se comprometieron en esta lucha. España, aparta de mí este cáliz tiene también ese afán de que se genere el poema en las entrañas mismas del conflicto y de que se exalte a los hombres ordinarios que el gran relato de la Historia olvida: Pedro Rojas, Ramón Collar, Ernesto Zúñiga, en su humilde singularidad, construyen la imagen de lo humano: «Lo han matado, obligándole a morir / a Pedro, a Rojas, al obrero, al hombre, a aquel / que nació muy niñín, mirando al cielo, / y que luego creció, se puso rojo / y luchó con sus células, sus nos, sus todavías, sus hambres, sus pedazos. / ...» (III), «¡Ramón Collar, yuntero / y soldado hasta yerno de tu suegro, / marido, hijo limítrofe del viejo Hijo del Hombre! / ¡Ramón de pena, tú, Collar valiente, / paladín de Madrid y por cojones; Ramonete, aquí, / los tuyos piensan mucho en tu peinado!» (VIII). España, aparta de mí este cáliz genera una épica particular en la que libran batalla la esperanza y la agonía. Si bien se exalta poderosamente la lucha del pueblo, comunica también la profunda angustia generada por el avance ineluctable de las fuerzas destructoras del fascismo. La muerte se cierne omnipresente como una entidad inasible, amenazadora que hay que combatir, asediar: «¡Ahí pasa! ¡Llamadla! ¡Es su costado! / ¡Ahí pasa la muerte por Irún: / sus pasos de acordeón, su palabrota, / ...» («Imagen española de la muerte», V). Los poemas no narran, el verbo quiere ser visionario y la muerte como pobre y único destino (individual) del hombre se ve trascendida por el sacrificio de los combatientes republicanos en pro de un porvenir en que «se amarán y
comerán todos los hombres y solo la muerte morirá». Como lo muestran los manuscritos conservados de esta última etapa poética, Vallejo despliega un ritmo febril de escritura, las fechas, correcciones, tachaduras dan cuenta de una producción impactada por el curso de las acciones bélicas. Desde la palabra, con la palabra Vallejo lucha. Su gesto creativo es en el rescate de la esperanza, gesto vital. Se debate para no verse vencido por la agonía y el curso trágico que van tomando los acontecimientos. Eso lo consignan los manuscritos y más precisamente el cuaderno donde escribió sus últimos textos, que es en
ver que hace del poema un lugar de lucha y de trabajo. Es a la vez lucha en que la palabra quiere ser un arma contra las fuerzas mortíferas del fascismo y lucha con el lenguaje, o sea, trabajo verbal profundo. El último Vallejo, aunque habitado por la angustia de los acontecimientos y comprometido en ese combate, somete sin descanso su palabra a la experimentación más moderna, se interesa particularmente por ejemplo en las técnicas cinematográficas de Eisenstein y de Vertov, lo vemos en una nota de 1935 cuando escribe: «una estética nueva: poemas cortos, multiformes, sobre momentos evocativos o anticipaciones, como
de un ansía, de que entendamos la violencia de la realidad del mundo con el corazón y con nuestro cuerpo, siempre con la convicción de que se debe encontrar una significación vital, perdida: «se posee el conocimiento de los hechos pero no se posee su significación vital», dice en uno de sus artículos de 1928, definiendo al hombre de las sociedades modernas occidentales como aquel que «lo sabe todo pero no comprende nada», un pensamiento que no solo se aparta de la fe ciega en el progreso científico sino que considera esta como uno de los factores de la caída de la humanidad en la extrema barbarie, un poco como Walter Benjamin, quien veía el progreso como una tempestad cayendo sobre el ángel de la Historia. La poesía en Vallejo es lo otro de la fe ciega en el progreso científico y en la racionalidad. La palabra razonante es puesta en jaque, se ve atravesada permanentemente por la inextricable expresión de los afectos, las pulsiones, las contradicciones nunca resueltas y siempre con el objetivo de hacer vivir su palabra en el mundo, de que la poesía se vea atravesada por los traumatismos y las esperanzas de la época, por «el desastre cordial de la esperanza, la refriega directa del hombre con los hombres, el drama menudo e inmediato de las fuerzas y direcciones contrarias de la realidad», como él mismo lo dice, lejos de los poetas que él califica de «literatos a puerta cerrada» o «en pijama», y a distancia también de una poesía que se pliega a la transmisión de un mensaje ideológico, como la del Neruda de esos mismos años. ***
realidad una «Cartilla Escolar Antifascista», editada por el Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes de la República Española, y que Vallejo debió llevarse tras su último viaje en julio de 1937, con ocasión del Segundo Congreso de Escritores para la Defensa de la Cultura. En esa «cartilla» tan cargada simbólicamente compone / escribe los poemas de España aparta de mí este cáliz y las últimas versiones de Poemas humanos. En esta última fase de escritura poética más fecunda que nunca, Vallejo compone y / o corrige cerca de la mitad de los textos publicados póstumamente. Los manuscritos permiten
L'Opérateur en cinema de Vertov». Pero esta experimentación siempre se da con el fin de ajustarse a la realidad humana histórica y viviente. El trabajo del lenguaje es como el trabajo de los bailarines modernos que logran que los movimientos y torsiones nos parezcan naturales y cuando en realidad son el fruto de un ejercicio corporal titánico y extremadamente técnico. Puede asimismo compararse ese trabajo al del escultor, en esa voluntad como dice Juan Fló, de «extraer del lenguaje el poema mismo», más que «expresar con el lenguaje un poema presentido»8. La explotación de todos los estratos de la lengua está al servicio
La universalidad de la poesía de Vallejo se desprende, aunque parezca paradójico, de su profunda singularidad. Está en esa libertad asumida con respecto al culto de lo nuevo, al frenético afán de renovación de las vanguardias que le son contemporáneas y encarnan el espíritu de la época. Vallejo va más allá porque experimentación y experiencia no dejan nunca de ser solidarias, permite que oigamos y entendamos hoy la conmovedora inquietud con respecto al estado de la humanidad y a su porvenir en una vivificación de la poesía y la lengua. Gracias a ello viaja en el tiempo, no ha dejado de nutrir desde mediados del siglo XX hasta hoy la poesía en lengua española, de numerosas generaciones tanto del continente americano como de España y de estéticas muy diferentes. * Poeta, traductora y profesora de literatura en la Universidad de Caen, Francia. 1 Apreciaciones en el artículo «Una gran consulta internacional», del 31 de mayo de 1929. 2 «En Satie se ve cómo la música llega a ser un arte tan alto y puro, libre e incondicionado, que deja ya de ser arte. Y quizás éste es el gran camino: matar el arte a fuerza de libertarlo», en «El más grande músico de Francia», aparecido en Variedades, N° 960. Lima, 24 de julio de 1926. 3 José A. Valente,«César Vallejo o la proximidad». Obra poética de César Vallejo. A. Ferrari, Colección Archivos - Unesco, 1988. 4 Octavio Paz, Los hijos del limo, 1974. 5 Paul Celan en El meridiano. 6 En La teoría de la vanguardia, 1997, p. 104. 7 «Los mutilados», Claridad, diciembre de 1923. 8 Como lo dice en su artículo «Una gran consulta internacional». 9 En César Vallejo: autógrafos olvidados, Juan Fló y Stephen M. Hart, Ed. Tamesis y PUCP, 2003.
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JOHANNA HAMANN: EXPANSIÓN DEL CUERPO Guillermo Niño de Guzmán* EL Centro Cultural Inca Garcilaso del Ministerio de Relaciones Exteriores rinde homenaje a la memoria de Johanna Hamann, una de las escultoras peruanas más destacadas de las últimas décadas.
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El arte para mí es un camino hacia la libertad, un proceso de autoconocimiento», fue la respuesta que dio Johanna Hamann cuando un entrevistador le preguntó cómo asumía su oficio. Y, ciertamente, cada uno de sus dibujos, grabados y esculturas era la expresión más libre y genuina de un espíritu sensible que luchaba sin cesar por encontrar su lugar en el mundo. Así, su vuelo imaginativo estaba impregnado de aquellas preguntas celestes que nunca terminamos de hacernos y que perturban nuestra existencia desde tiempos inmemoriales. Lo que nos recuerda que Gauguin, mientras batallaba con sus demonios en su exilio polinésico, pintó un cuadro que tituló ¿De dónde venimos? ¿Quién somos? ¿Adónde vamos? Johanna Hamann irrumpió como una tromba en el ambiente plástico antes de cumplir 30 años. Su primera exposición (galería Fórum, 1983) suscitó una inevitable conmoción por su arrojo y visceralidad. Allí presentó un conjunto escultórico denominado Barrigas (1978-1983), constituido por tres piezas que representaban el vientre de una mujer embarazada y que pendían de una barra de metal, atravesadas por ganchos similares a los que se utilizan en las carnicerías. Hechas con alambre, tela, yeso y resina, sus formas impresionaban porque mostraban un paulatino desgarramiento, de tal manera que la secuencia concluía con un tercer vientre destrozado, como si el embarazo hubiera sido interrumpido por un brutal aborto. Era una propuesta atrevida y descarnada, que irradiaba una belleza estremecedora. Hamann parecía arremeter contra una de las instituciones más respetadas e incluso sacralizadas como es la maternidad. Sin embargo, no pretendía escandalizar. Su obra era el resultado de una ardua confrontación íntima. En buena cuenta, se trataba de una autoindagación, ya que la artista —quien, por cierto, había sido madre— había experimentado en carne propia los cambios que ocasiona la gestación en el cuerpo femenino. Por tanto, su trabajo escultórico respondía a un interés por adentrarse en el misterio de la existencia, aunque ello implicara darnos una visión cruda y poco complaciente de una
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Johanna Hamann (Lima, 1954 - 2017).
etapa crucial del ciclo vital de la mujer. «Desde mis primeras esculturas, he estado más cerca de mí físicamente —explicó ella—. Mis reacciones eran corporales, emocionales y espirituales, toda una sola cosa. Era una violencia a través de mi materialidad, era necesario ‘reventar’ desde mi cuerpo, que se imponía e irrumpía en el espacio con esta forma particular. Barrigas, por ejemplo, son una pregunta: ¿es un nacimiento, un aborto, qué es? Todas las materializaciones artísticas son siempre, por lo menos las que yo hago, preguntas; preguntas que me he hecho y que manifiesto y que se quedan como preguntas ahí».
Su siguiente muestra (galería Camino Brent, 1985) corroboró que aquella incursión no había sido un mero tanteo, sino la puesta en marcha de un sólido proyecto creativo. Hamann proseguía su exploración del cuerpo y llegaba más lejos en su afán por desnudar el organismo hasta las últimas consecuencias. Es decir, persistía en su proceso de desgarramiento y dejaba al descubierto la osamenta que estructura el cuerpo, como se aprecia en Esqueleto (1985). Esta obra capital impacta por su sorda violencia, por la exposición casi obscena de un ser que ha sido despojado de su carne —tal vez desollado, devorado por un depredador o, simplemente, corroído y
degradado por el tiempo—, lo que nos lleva a calibrar las motivaciones existenciales de la escultora, pero también las circunstancias en que creaba. Porque está claro que sus piezas no son una celebración de la vida y de la naturaleza, sino la constatación de su precariedad y de nuestra indefensión. De ahí esos cuerpos tasajeados y sacrificados, desprovistos de humanidad. No obstante, ante esa mirada de pesadilla, es difícil determinar cuánto pesaban los conflictos interiores que acosaban a la artista y cuánto se debía a la opresión del entorno. Después de todo, era una época aciaga en la que el Perú se debatía entre el caos político y la violencia terrorista. Los
aquellos otros que acabarían despedazados por el estallido de los coches bomba? «Mi trabajo oscila entre lo completo y lo incompleto, entre la vida y la muerte, entre el Eros y el Tánatos —aclaró en una oportunidad—. Creo que de lo incompletos que somos, viene justamente la contradicción constante entre la vida y la muerte, porque aquí estamos… transcurriendo». Sin duda, esta pugna existencial es el motor que impulsaba a la escultora,
quien se rebelaba contra las limitaciones de la condición humana al empeñarse en transformar la materia y moldearla a su antojo. En ese aspecto, se asemejaba al demiurgo que al insuflarle su aliento a una figura de barro le concedía el don de vivir. En los años noventa, Hamann depuró su peculiar estilo, probando con diversos materiales y texturas. A ese periodo pertenece una serie de obras en las que combina piedras y maderas con unas
Foto: JP Murrugarra
atentados se hicieron frecuentes y la muerte acechaba a la vuelta de cualquier esquina. En ese sentido, resulta comprensible que la visión de Hamann se tornara más oscura y desencantada. Y, aunque no fuera su propósito esencial, creemos que su expresión del horror supera el ámbito de lo personal y refleja la brutalidad y desesperanza de aquellos tiempos infaustos. ¿Cómo desvincular los cuerpos agostados y mutilados que retratan sus esculturas de
Cuerpo II (Libertad). 1994-1997. Madera de olivo, 250 × 190 × 90 cm. Colección Alicia Benavides.
sierras de hierro cuyos dientes afilados denotan una ferocidad extrema. A pesar de la obviedad de su significado, la propuesta atraía por la conjunción de elementos disímiles, lo que generaba una tensión inquietante. Después, con la llegada del nuevo milenio, se dedicó a articular unos cuerpos ingrávidos de metal que fascinaban por su sutileza y levedad. Esa muestra, que tituló Cuerpo, frágil refugio (Sala Luis Miró Quesada Garland, 2002), fue un giro muy interesante porque Hamann contuvo su habitual agresividad y consiguió pergeñar un tipo de escultura más sugestiva, en la que reverberaba una insospechada ternura. Una década más tarde, dio un nuevo vuelco con los trabajos en metal y piedra que reunió en Ese nudo sutil (galería Cecilia González, 2013), concebidos a partir de dibujos de tipologías de neuronas hechos por Santiago Ramón y Cajal, médico español que fue galardonado con el Nobel en 1906. Si antes incidió en la carne y las entrañas, ahora se atrevía a diseccionar el cerebro. Hamann quiso establecer asociaciones con los pliegues y sinuosidades propios de este órgano, algunas tan extrañas como las de la col. Es una fase de su carrera donde predomina la sensualidad y el enigma de unas formas que guardan el secreto de la vida. En 2016, un año antes de su fallecimiento a causa del cáncer que padecía, el Instituto Cultural Peruano Norteamericano organizó una exposición retrospectiva que abarcaba su producción de 1977 a 2015. Sin duda, fue una ocasión inmejorable para cotejar la evolución de una escultora mayor que, desde muy joven, vislumbró cuál era su camino y se comprometió a seguirlo con una entrega y coherencia admirables. Su versatilidad saltaba a la vista, como lo prueban aquellas piezas menos conocidas en las que sobresale por su destreza y exquisitez para modelar la figura humana. También debemos recordar que fue una alumna notable en la Escuela de Artes Plásticas de la Universidad Católica, donde asimiló las enseñanzas de la escultora Anna Maccagno. Más adelante, ella misma asumiría el rol de maestra, que desempeñó con una energía y generosidad sin par. Asimismo, destacó como investigadora, lo que le permitió obtener su doctorado en la Universidad de Barcelona y publicar dos libros sobre el espacio urbano limeño y sus monumentos. Johanna Hamann murió en 2017, cuando aún tenía mucho que expresar. Dueña de una personalidad intensa, compleja e indómita, era una mujer de temple que no se inhibía ante ningún reto. Apasionada en sumo grado, poseía una fuerza arrasadora, que a veces encubría su terrible lucidez. * Periodista y escritor.
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PLATA DE L
Ricardo Kusunoki y Lui
Una notable exposición realizada por el Museo de Arte de Lima muestra el esplendor de la platería durante el Virreinato que anima también el celebrado art
Sahumador. Lima, ca. 1850-1900. Plata en su color, 27 × 14,2 × 20,3 cm. Colección particular, Lima.
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esde el siglo XVI el nombre del Perú ingresó a la imaginación universal asociado con la abundancia de metales preciosos y, en particular, con la plata. A los fabulosos tesoros del Imperio inca conquistado por Pizarro y sus huestes se sumó el descubrimiento de las minas de Potosí —en la actual Bolivia— hacia 1545, el más rico yacimiento conocido, cuya producción revolucionó la economía mundial. Ello supuso el nacimiento de una sociedad marcada por situaciones extremas, como el trabajo forzado de los mitayos y la opulencia de las grandes ciudades del virreinato. En un contexto en que la omnipresencia de aquel metal determinaba el ritmo de la vida colonial, surgiría una vigorosa tradición de platería que impuso un evidente quiebre con relación al tiempo anterior a la conquista, pero también propició la reconversión paulatina de los artífices indígenas y sus técnicas tradicionales. Esta exposición intenta ofrecer un panorama amplio de la historia de la platería a lo largo del virreinato y del primer siglo republicano, centrándose en la evolución del
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oficio mismo y en las múltiples funciones que cumplió el metal labrado dentro de la vida religiosa, cotidiana y festiva de distintos sectores de la sociedad local. Se trata, sin embargo, de un relato que enfrenta inevitables vacíos debido a la fragilidad de gran parte de la cultura material del periodo, lo que incluye la destrucción masiva y periódica de numerosos ajuares de plata, ya sea por los cambios de gusto o por las difíciles circunstancias que han signado hasta hoy la vida en los Andes. Pero también debido a la propia dinámica del metal, destinado a reciclarse constantemente y a circular por el mundo, portando una diversidad de significados que apenas empezamos a desentrañar. La conquista frente al pasado indígena En 1532, las huestes españolas llegaban a la costa de Tumbes, atraídas por las noticias que circulaban en Panamá acerca de un rico imperio situado al sur del istmo. Punto culminante de este relato inicial fue el rescate que el inca Atahualpa ofreció tras ser
Sahumador en forma de armadillo, ca. 1825-1830. Plata en su color, 38,7 × 31,3 × 20 cm. Colección Ferrand, Lima.
capturado en la plaza de Cajamarca el 16 de noviembre de ese año. Procedente de todo el Tahuantinsuyo, el tesoro estaba compuesto por miles de piezas de plata y oro labradas por artífices incas, cuya habilidad asombró a los españoles. Pero los cánones tan diferentes de la estética inca y el carácter «idolátrico» atribuido a muchas de estas obras contribuyeron a su masiva destrucción. En efecto, con la condena a muerte del inca, se impuso el valor material de estos objetos, cuya circulación mundial en forma de lingotes y monedas marcó un punto de quiebre en la economía de Occidente. Economía y espiritualidad: las rutas de la plata Un acontecimiento inesperado consolidó la leyenda dorada del Perú y dio impulso definitivo al desarrollo de la platería colonial. Se trata del descubrimiento del «cerro rico» de Potosí, en el Alto Perú —actual Bolivia— hacia 1545, que pronto fue reconocido como el yacimiento argentífero más grande del mundo. Desde aquel momento, la extracción y distribución
del metal estructuraron circuitos comerciales que hoy conocemos como rutas de la plata. Aunque el mineral destinado a la Corona viajaba a lomo de llamas de Potosí a Arica, para luego enviarse por mar hasta Lima, generaba un entramado que incluía el camino desde la capital virreinal hasta el cerro rico, atravesando los Andes. A estas redes comerciales se superponían iglesias y santuarios que otorgaban un marco sacralizado al desplazamiento de personas y bienes. Ello parecía confirmar las argumentaciones de algunos tratadistas españoles sobre el sentido providencial de la conquista del Perú, cuyas riquezas estaban llamadas a sustentar la expansión del catolicismo. El esplendor eclesiástico La platería peruana alcanzó su momento de mayor esplendor y originalidad de 1650 a 1780 aproximadamente, en coincidencia con el florecimiento de las artes denominadas «mayores», como la arquitectura y la pintura. En un medio social tan impregnado de religiosidad, las piezas de carácter
LOS ANDES
is Eduardo Wuffarden*
del Perú y en la primera centuria de la República. La conocida explotación de la riqueza minera figura como el trasfondo te y oficio de los orfebres peruanos.
Sahumador en forma de león. Lima, ca. 1760-1800. Plata en su color, 19 × 27 cm. Colección particular, Lima.
eclesiástico fueron, con gran ventaja, las más abundantes y ricas, tanto por su valor intrínseco como por la calidad de su desarrollo ornamental. Las tipologías más recurrentes giran en torno al ritual de la misa y al arreglo de la mesa de altar, de los que aún forman parte esencial, como los cálices usados en la consagración del pan y el vino, los atriles para sostener el misal o libro de la liturgia, y las vinajeras, que contienen agua y vino. Otros objetos resultan menos familiares al espectador moderno, como los portapaces u osculatorios, llamados así porque eran besados ritualmente en el momento en que el sacerdote daba la paz a los fieles. Complementaban lo anterior el acetre —recipientes de agua bendita que se esparcía por medio de un aspersor o hisopo—, incensarios y navetas, estas últimas destinadas a guardar incienso. El oficio del platero De acuerdo con una práctica social común entre sus colegas europeos, los plateros virreinales solían agruparse alrededor de cofradías dedicadas al culto de su patrono
Jarra chocolatera con pelícano y grifo. Sierra sur, ca. 1800-1840. Plata en su color, 22 × 19 × 10 cm. Museo de Arte de Lima.
San Eloy, legendario obispo de la Edad Media que habría ejercido el oficio en sus años de juventud. Al poco tiempo de constituirse, los miembros de este poderoso gremio ya disponían de calles enteras en Lima, Cusco y Huamanga para el desarrollo de un conjunto de actividades artesanales, económicas y financieras, que ejercerían un papel crucial, pues estaban relacionadas con todas las esferas de la vida civil y eclesiástica. Sobre todo en Lima, los grandes maestros plateros lograron articularse rápida y hábilmente con la élite criolla y con las autoridades virreinales, que constituían los ejes de la economía colonial, a través de múltiples lazos que generaron una sólida comunidad de intereses. Precisamente fue gracias a ese complejo entramado que los plateros virreinales pudieron eludir durante siglos el marcaje oficial de la plata y el pago del impuesto del quinto real, circunstancia que ha dificultado tradicionalmente la identificación de piezas peruanas.
cotidiana entre las élites locales, fue el empleo de costosos menajes domésticos íntegramente confeccionados en plata. Como se desprende de los testamentos e inventarios de bienes, existió una terminología muy especializada para describir los objetos de metal precioso repartidos en las casas principales. Dentro de la vida señorial urbana, la platería había generado tipologías características del país que, según todos los indicios, ya se encontraban plenamente fijadas a principios del siglo XVIII. Sus rasgos peculiares hacían pensar a muchos viajeros en una suntuosidad de aire oriental. Los aposentos interiores atesoraban una diversidad de piezas, que van desde el servicio de mesa hasta las dedicadas al aseo personal. De hecho, numerosos viajeros europeos hicieron notar su asombro ante el uso de la plata en la elaboración de objetos que en Europa se hacían normalmente de materiales menos costosos.
Plata y vida cotidiana Expresión cabal del «lujo indiano», que definía el tono la vida
El primer siglo republicano La elaboración del menaje doméstico en plata empezará a declinar
durante el último cuarto del siglo XVIII, a consecuencia del gradual descenso de la producción argentífera y el consiguiente desplazamiento de los servicios de este metal por otros de materiales menos costosos. Sin embargo, el uso del blanco metal se mantuvo a través del uso continuado de objetos de propiedad familiar, o con la eventual elaboración de nuevas piezas a cargo de talleres y maestros plateros continuadores de la tradición colonial, cuyo trabajo fue alentado por quienes defendían la preservación de las «costumbres nacionales». En el interior andino, la platería tendrá como uno de sus escenarios principales el mundo ceremonial y festivo heredado del virreinato, que había contribuido a modelar las identidades colectivas en torno a determinados cultos religiosos o efemérides civiles. Todo ello deja entrever la renovada vitalidad de un oficio artístico que, en muchos casos, se prolonga hasta nuestros días. * Curadores de la exposición «Plata de los Andes. Tesoros del Perú».
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FIESTA DE PAUCARTAMBO Miguel Rubio* Inmersión visual de la fotógrafa Pilar Pedraza en una de las celebraciones anuales más vistosas e intensas del sur andino1
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a fiesta en honor a la Mamacha Carmen, celebrada del 15 al 18 de julio en Paucartambo, Cusco, es una de las más importantes del sur andino. La Virgen del Carmen es una representación simbólica de la memoria social que comparte el pueblo de Paucartambo. Su culto supone jerarquías y preserva mitos de origen, determina vínculos y articula la trama social de la comunidad. Participan en esta fiesta alrededor de veinte grupos de danzantes enmascarados; los cuerpos de los danzantes conservan memorias y narrativas diferentes, de acuerdo a su historia y al segmento social al que pertenecen. Estos cuerpos expuestos aluden a conmemoraciones de origen ancestral: el conflicto entre los Q’hapaq Qolla y Q’hapaq Ch’unchu, protagonistas de la fiesta, se remonta al ciclo mítico de la creación del Tahuantinsuyo. Pilar Pedraza, enmascarada con su cámara, pone el cuerpo, captura el hecho efímero y nos devuelve en papel la imagen escrita con luz. Así, podemos acceder a los momentos más importantes de la fiesta de un pueblo apacible durante casi todo el año, que altera su cotidianeidad durante los tres días y tres noches que dura la fiesta. En ese contexto, la interacción entre actores, pobladores y visitantes se produce una convivencia performática de gran estímulo para los sentidos. Durante esos días, la vida cotidiana transcurre impresionada por la presencia y la actividad de actores danzantes enmascarados que recorren el pueblo en grupos, o fuera de ellos, caminando, generando «relaciones» entre la gente. Es esa la relación efímera que caracteriza el vínculo. Las fotografías expuestas son testimonio de casi una década de trabajo consecutivo de la artista en esta fiesta. Ahora, casi una década después, su danzar fotográfico es parte de la fiesta. Máscaras en Paucartambo Muchos personajes que vemos hoy en las danzas tienen un antiguo origen. Son cientos de danzas las que se bailan en el Perú, donde conversan los hombres con los dioses, un universo mágico poblado de personajes y de movimiento, una maravillosa diversidad contenida en las máscaras, siempre a la espera del danzante. El danzante enmascarado es el principal ani-
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mador de los contextos de celebración que, a lo largo de los tiempos, se vinculan a su comunidad. Son parte de una concepción de la vida articulada a los ciclos de la tierra y su calendario. Allí, de manera indispensable se integran la música, el canto, la danza, y los diferentes niveles de simbolización que contiene el comportamiento del cuerpo en los diferentes tipos
de danzas, desde las que celebran la vida hasta las que acompañan a quienes parten. Las imágenes que proponen las máscaras en Paucartambo han sido creadas y recreadas a través del tiempo, varían tanto por los personajes que representan (rostros humanos, animales, diablos), como por los materiales con los que han sido elaboradas (yeso, cartón prensado,
lana, malla de alambre, fieltro, fibra de vidrio). La construcción iconográfica de los personajes representados por los danzantes enmascarados constituye una tarea colectiva de la que participa la comunidad. No es una decisión solitaria, tiene que ver con la tradición, la memoria y sobre todo cómo el imaginario colectivo los percibe. Por lo tanto, hay
Pilar Pedraza (Lima, 1965) estudió fotografía y arte, obtuvo el Máster Latinoamericano de Fotografía Contemporánea Maldefoco (2016) y el diplomado de Gestión Cultural Comunitaria en la Universidad Antonio Ruiz de Montoya de Lima. Trabaja con técnicas fotográficas artesanales y lleva, desde hace ocho años, el proyecto de fotografía participativa «Verte-MirArte» con niños y jóvenes de una zona en la periferia de Lima, proyecto reconocido como un Punto de Cultura por el Ministerio de Cultura del Perú. Ha sido invitada a compartir esta experiencia en distintas universidades y colegios del Perú, así como en España, Chile y Colombia. Ha participado en varios proyectos colectivos y ha realizado exposiciones individuales, en el Perú, México, Colombia, Austria, Estados Unidos, Argentina y Chile.
un marco de representación que toma en cuenta la reproducción y la innovación. Q’onoy, la noche del fuego En esta fiesta escénica podemos reconocer un amplio tejido de teatralidades originarias, donde se establece una compleja relación entre acontecimiento, historia oral y lo que constituye la ritualidad
sagrada y la ritualidad profana de los danzantes. La noche del fuego se inicia en la víspera de la fiesta. Durante el Q’onoy, los Q’hapaq Qolla llegan a Paucartambo y encienden fogatas y fuegos artificiales; este es el primer «ataque», con el propósito estratégico de llevarse a la Virgen, quien —sostienen— les pertenece. A través de acciones desesperadas y atrevidas
«incendian» el pueblo, como demostración de fuerza y una forma de intimidación. Frente a esto, los Q’hapaq Ch’unchu reaccionan rápidamente: salen a defender al pueblo y consiguen repelerlos. El rey Ch’unchu al mando de su ejército impone el orden. Cuando ya han controlado la situación, apagan el fuego y hacen retroceder a los Q’hapaq Qolla, frustrando
su acometida y conservando a la Virgen. * Fundador y director del Grupo Cultural Yuyachkani. Ha publicado los libros Guerrilla en Paucartambo (2013), El teatro y nuestra América (2012), Raíces y semillas. Maestros y caminos del teatro en América Latina (2011), El cuerpo ausente, primera edición (2006), Notas sobre teatro (2001) y Allpa Rayku, una experiencia de teatro popular (1983). 1 Exposición itinerante organizada por el Centro Cultural Inca Garcilaso del Ministerio de Relaciones Exteriores y presentada en Lima, de agosto a octubre de 2018.
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NOVELA DE UNA NOVELA EN EL PERÚ
HISTORIA DEL HUÉRFANO Aparece una obra inédita del siglo XVII que tiene al Perú como uno de sus escenarios principales. Aquí, fragmentos del prólogo de Belinda Palacios, editora del valioso manuscrito.
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a obra que lleva por título Historia del Huérfano, por Andrés de León, vecino de la ínclita y nobilísima ciudad de Granda (1621) es una curiosa ficción escrita a modo de biografía, firmada bajo seudónimo probablemente por el agustino Martín de León y Cárdenas, que ha permanecido inédita hasta ahora, a pesar de su indudable interés. Narra las aventuras del «Huérfano», un joven fraile agustino que recorre los diferentes territorios españoles de América del Sur y el Caribe, pero también las Cortes de España e Italia, antes de retirarse a vivir su fe en un monasterio de la ciudad de Lima. Historia del manuscrito El manuscrito original de la Historia del Huérfano se encuentra en posesión de Hispanic Society of America (Nueva York), bajo la signatura B2519 y está bastante bien conservado. Es el único ejemplar que se conoce hasta la fecha y pensamos que se trata de una copia en limpio lista para mandar a la imprenta, preparada por un amanuense profesional. La letra data del siglo XVII, es bastante regular y se lee con facilidad […]. El manuscrito nos procura algunas fechas sobre su historia. Como se puede leer en la portada, la Historia del Huérfano está dirigida a Juan de López de Hernani, tesorero de la Real Hacienda de Lima. Según Juan Bautista Muñoz, este individuo, que el autor habría conocido en Lima, se encontraba en agosto de 1621 en la Corte de España, fecha con la que firma Andrés de León su dedicatoria desde Granada [Madrigal, 1996: 156]. No obstante, encontramos una fecha aún más temprana en el interior del manuscrito: la que aparece en la carta que le dedica Juan de Lucio, vecino de la Ciudad de los Reyes, al autor «en alabanza del asumpto», en la que leemos «De los Reyes y abril 3 de 1620 años». La cubierta, por su parte, aparece fechada «En Sevilla por fulano, año de 1621 años», lo que nos lleva a suponer que este era el año previsto para su publicación […]. En el interior del texto, en el folio iiiv, debajo de la firma de Juan de Lucio, encontramos un dibujo hecho en un tono de tinta más claro: una cara en forma de corazón con una suerte de sombrero, en el que se ve la fecha de 1705. En la página siguiente (y en la propia cubierta del manuscrito), advertimos un nombre: Juan de Esquivel y Medina, quien probablemente tuvo en aquellas fechas el manuscrito en su posesión […]. A finales del siglo XVII, el manuscrito pasó a manos del conde del Águila, don Miguel Espinosa Maldonado Saavedra y Tello de Guzmán
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Iglesia de San Agustín, Lima, 1868. Library of Congress Prints and Photographs Division Washington, D. C.
(1715-1784), un erudito y bibliófilo poseedor de una vasta biblioteca, a la que tuvo acceso el americanista, cosmógrafo e historiador Juan Bautista Muñoz (1745-1799) […]. En la Hispanic Society of America, por su parte, se sabe que el manuscrito pasó a inicios del siglo XIX de la Biblioteca Colombiana a las manos de José María de Álava (1815-1872), bibliófilo y catedrático de la Facultad de Derecho de Sevilla, y, finalmente, al marqués de Jerez de los Caballeros, antes de ser adquirido por el bibliófilo americano y fundador de la Hispanic Society, Archer Milton Huntington (18701955), donde se mantiene hasta hoy. El autor Martín de León y Cárdenas nació en Archidona, Málaga, en 1584. Fue hijo de Alonso Ortiz de León y Juana de Morales y tuvo tres hermanos: Inés, Francisco y Pedro. En 1600, a los 16 años, ingresó en el noviciado agustino en Sevilla, donde pronunció sus votos un año más tarde. Sabemos por Rafael Lazcano que De León estudió artes y teología en el Colegio de San Acacio de Sevilla y que luego estuvo en la Universidad de Salamanca. Entre 1610-1611 se ordenó sacerdote y, poco tiempo después, partió a las Indias, donde fue recibido en el monasterio agustino de Lima. Aunque no se conoce hasta ahora la fecha exacta de su partida para el virreinato peruano, sabemos que presenció las honras que se hicieron en Lima a la reina Margarita en 1612. Para ese entonces había sido nombrado virrey del Perú (desde 1607) Juan de Mendoza y Luna, marqués de Montesclaros, el cual entabló una profunda amistad con fray Martín de León, al punto de nombrarlo uno de
su albaceas ante la inminencia de su muerte en 1628 […]. Martín de León y Cárdenas falleció en Palermo en noviembre de 1655, luego de una larga vida dedicada tanto a la Iglesia como a la defensa de los intereses de la Corona en la Italia española. Fue tanto un hombre religioso como un verdadero político y ambos aspectos de su vida se encuentran actualmente muy bien documentados. Sin embargo, poco se sabe sobre su faceta de poeta y escritor. Su Relación de las exequias y la Historia del Huérfano son las únicas obras literarias que se le conocen. La fecha Queda, entonces, por elucidar un asunto no menos importante: la fecha de composición de nuestro texto. Si tomamos en cuenta la cronología interna del manuscrito, vemos que el Huérfano regresa a las Indias después de su periplo europeo en el año 1600, y se instala en Santafé de Bogotá para retomar sus actividades de fraile (nótese que se trata del mismo año en que toma el hábito por primera vez el joven Martín de León), para recién volver al monasterio agustino en Lima en 1607, año que coincide en la realidad extraliteraria con la llegada del marqués de Montesclaros al Perú. De 1608 a 1612, el Huérfano se ve obligado por su orden a servir en Chuquisaca y Guayaquil, lo que le permite viajar a conocer las minas de Huancavelica y Potosí, y luego vuelve a Lima, donde se le nombra prior de Chile. El Huérfano dice estar demasiado cansado y rechaza la proposición, prefiriendo pasar sus últimos días viviendo tranquilo en el monasterio. La acción en el texto, por lo tanto, termina entre 1612 y 1613,
aunque el proceso de escritura debe haber comenzado más tarde […]. En todo caso, como podemos ver, las fechas aproximativas de composición de nuestro texto coinciden con los años en los que estuvo fray Martín de León viviendo en el monasterio agustino de Lima, frecuentando los grupos poéticos de la ciudad y, especialmente, al marqués de Montesclaros, el «primer virrey poeta». Vale la pena detenerse un momento en esto. Pilar Latasa explica cómo desde el siglo XVI se pone de moda entre la alta aristocracia española un nuevo concepto de nobleza ligado a «la virtud y las letras»; y cómo este concepto humanista de la nobleza viaja a América junto con los virreyes y sus Cortes. Es en este contexto cultural donde va a formarse en Lima la llamada Academia Antártica, cuyos miembros podemos considerar como la primera generación literaria del Perú. La ideología y el quehacer de la Academia, así como los nombres de sus miembros, se encuentran reflejados en el Discurso en loor de la poesía (1608), un largo poema en tercetos de influencia clasicista compuesto por una anónima criolla «señora principal de este reino». La actividad de la Academia Antártica se desarrolló especialmente durante la última década del siglo XVI y la primera del XVII y, siguiendo a Tauro, su ocaso habría coincidido con los gobiernos del marqués de Montesclaros y el príncipe de Esquilache. Sin embargo, la disolución de la Academia no significó una pérdida del ímpetu literario, sino todo lo contrario: el cultivo de las letras pasó a desarrollarse en torno a la figura del virrey […]. Podemos suponer, además, que Martín de León no tardó demasiado en familiarizarse con este ambiente de fervor literario y sentirse a gusto en él, como lo prueba su temprana participación en un evento tan importante para la ciudad de Lima como lo fue la celebración de las exequias de la reina Margarita. Sobre todo, esto explica la profusión de poesías que acompañan el manuscrito de la Historia del Huérfano, así como la importante concentración de ideas procriollas que ofrece el texto y la incipiente pero clara protesta frente a algunas prácticas de gobierno de la Corona con respecto a los indígenas, especialmente abundantes en los capítulos finales del libro: ideas que, muy probablemente, debían comentarse en los círculos literarios que comenzó a frecuentar el joven Martín de León. Andrés de León. Historia del Huérfano. Biblioteca Castro, Madrid, 2018. Edición e introducción de Belinda Palacios.
EL SONIDO DE LA MIGRACIÓN Abraham Padilla Benavides* Foto: El Peruano
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uando el 14 de febrero de 1981 Julio Simeón y Jaime Moreyra tocaron juntos por primera vez en Lima, eran dos jóvenes que venían del centro del Perú, con inciertas aspiraciones de compartir su talento musical con la gente de la capital. Esa amistad fue creciendo con cada presentación y Los Shapis, el nombre que le pusieron a su nuevo grupo musical, también, al punto que no han parado de tocar y cantar. Los asistentes a sus presentaciones se cuentan por millones y su discografía es extensa. No es casual que tomaran el nombre de la danza tradicional más importante del pueblo de Chupaca, los Shapish. Este baile colectivo, declarado patrimonio cultural de la nación en 2006, hunde sus raíces en situaciones ancestrales relacionadas con el traslado de personajes ilustres y guerreros a las zonas de la selva y su retorno transformado. Se han perdido los rastros históricos que pudieran darnos datos precisos respecto a su origen y simbolismo. Sin embargo, lo importante de esta celebración es que muestra, incluso en la actualidad, la movilización y el gran mestizaje que han operado día tras día entre los pueblos del interior del Perú y refleja la increíble capacidad de sus pobladores de adaptarse y recrearse a sí mismos en expresiones multidimensionales de
Los Shapis.
música y danza, que incluyen un complejo sistema, perfectamente engranado, de aspectos místicos, religiosos, históricos, de fiesta, comidas, trajes, etcétera, y que se ha ido configurando en capas superpuestas que se evidencian en sus expresiones externas. No es para nada casual, porque la música de Los Shapis, el grupo de los dos amigos de Huancayo que buscaban éxito en Lima, encarna en sus ritmos, escalas y sonidos, el sentir, no solo de los migrantes del área de Junín, sino el proceso mismo de movilización y mestizaje que parece ser la característica principal de la conformación de la
identidad, de las identidades, del poblador peruano. Porque cuando uno parte a vivir en un lugar distinto y distante, en realidad nunca se va del todo. El alma de cada migrante vibra todos los días en consonancia con sus sentimientos de arraigo y desarraigo. Y surge en esa melancolía el sonido de la tierra propia, de aquella que nos vio nacer, que se funde poco a poco con el del lugar que nos recibe. Los Shapis, siendo ellos mismos migrantes, han puesto de manifiesto todo ello en cada letra y música de sus temas, con un sonido propio y característico. Es la «chicha», de la cual no son los
creadores o únicos representantes, pero sin duda sí sus más actuales y exitosos cultores. Esa música está conformada por nuevos modos de combinar aquellos sonidos que los han nutrido desde siempre con aquellos que fueron apareciendo en escena día a día, en su nuevo andar. Este particular sonido acompaña al migrante, especialmente andino, en el nuevo barrio, en el nuevo trabajo, en la nueva familia. Un sonido que manifiesta hacia afuera aquello que íntimamente tiene mucho de encubierto, de soledad, de secreto, como muchas veces pasa con el huaino del cual de cierta manera deviene. Al migrante se le pide acomodarse rápidamente, dejar un poco de ser quien uno es para ser también un poco quien se espera que sea. En el fondo, ambos, la sociedad que le recibe y el nuevo miembro, están destinados a crecer en el intento. Ambos fomentan la creatividad en el otro y ambos se ponen retos mutuamente. La música de Los Shapis, ha sido fecundada por estos sentimientos profundos y se expresa con estos nuevos elementos rítmicos, instrumentos y formas musicales. La chicha y Los Shapis son sin duda parte fundamental del sonido de la migración y el mestizaje en el Perú. * Musicólogo, compositor y director de orquesta.
SONIDOS DEL PERÚ SYLVIA FALCÓN Qori Coya, 2017. sylviafalcon.com Con esta producción discográfica de título en quechua, idioma tradicional de los pueblos andinos del Perú, Qori Coya (Dama de Oro), la cantante limeña Sylvia Falcón presenta su cuarta producción discográfica, que incluye diez temas conocidos del repertorio popular tradicional peruano, en este caso en formato de voz y piano. Este disco se centra en el área andina e incluye también el vals «Melgar», de Beningno Ballón Farfán, y el «Himno Nacional del Perú», de José Bernardo Alzedo. Otros temas del disco son el emble-
mático huaino «Valicha», de Miguel Ángel Hurtado; «La pampa y la puna», de Carlos Valderrama; y «El picaflor», de Rosendo Huirse. Falcón sigue la ruta que emprendió en sus primeras producciones. Así, pretende continuar la estética musical de la desaparecida artista peruana de renombre internacional Zoila Augusta Emperatriz Chávarri del Castillo, más conocida por su nombre artístico: «Yma Sumac», cuya actividad se desarrolló principalmente en la década de 1950 y que hacía gala de un amplio registro vocal con diversos timbres y sonoridades. El disco emplea una cuidada imagen artística plena de iconografía que revela su adscripción a la identidad andina. Fue grabado el 8, 9 y 13 de marzo de 2017. La interpretación del piano está a cargo de Pepe Céspedes. RUBY PALOMINO, Tributo a Flor Pucarina, 2018. El auge comercial de la música tradicional andina del Perú se inicia en la década de 1960, coincidiendo con las olas migratorias hacia la capital. Fueron Víctor Gil Mallma (1930-1975), «Picaflor de los Andes», Leonor Chávez Rojas (1935-1987), «Flor Pucarina», dos de sus más exitosos representantes. A esta última, la intérprete Ruby Palo-
mundo, del migrante que busca tener éxito fuera de casa y que custodia en su corazón un espacio para las raíces de la identidad más profunda, inculcada probablemente desde la más tierna infancia por sus padres, a quienes siempre se extraña mientras se recorren los senderos que nos llevarán al éxito, es el que nos entrega Ruby Palomino que, no será coincidencia, cuenta con la producción y la dirección vocal de sus propios padres, el músico Polo Palomino y la cantante Gloria Ramos. Un tributo digno de escuchar. mino dedica su última producción discográfica, incluidos los temas que hicieron popular a la homenajeada, en versiones cercanas a la tradición y apartándose por un momento de las fusiones que ya desarrolló en su anterior disco, ¡Chola soy, y que! En este apreciamos una «orquesta típica del centro», conjunto que ha acompañado desde casi mediados del siglo XX las interpretaciones de la zona del valle del Mantaro y que contiene varios saxofones, clarinetes, violín(es) y arpa. La «orquesta típica» ha sufrido variaciones a lo largo del tiempo y hoy puede incluir instrumentos electrónicos u otros. Y es que la música es vital y sus cultores se valen de los medios a su alcance para expresar el mundo propio, personal o comunitario. Ese
CHASQUI Boletín Cultural MINISTERIO DE RELACIONES EXTERIORES
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COCINA IMPERIAL Teresina Muñoz-Nájar* Es sin duda en picanterías, quintas, recreos, chicherías, mercados —y durante las fiestas paganas y religiosas— donde se encuentran los mejores y más tradicionales potajes del Cusco. Pero la ciudad ofrece mucho más. Por ejemplo, una experiencia gastronómica de altura es Mil Centro, el restaurante que el premiado chef Virgilio Martínez ha abierto en Moray.
Impronta culinaria Si bien algunos platos representativos de la cocina cusqueña tienen un notable parecido con los que se preparan en otras ciudades del sur del país (adobo, chairo, tamal, rocoto relleno, pesque de quinua, chicharrones, cuyes, chupes, etcétera), estos poseen un toque peculiar —puede ser un ingrediente distinto o una variante en su elaboración— que les otorga originalidad. Dependen, además, de los caprichos del clima o de la celebración de determinada festividad. Los potajes cusqueños son estacionales y solemnes. Están, por ejemplo, los que se preparan con setas. Estas son pequeñitas —«sabrosísimas», dice la investigadora Rosario Olivas en su libro Cusco. El imperio de la cocina (Fondo Editorial de la Universidad
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Foto: Mil Centro
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a gastronomía cusqueña, de reconocido abolengo, se ha nutrido a través de los siglos de las técnicas y costumbres de sociedades tan diversas como la inca, española, republicana y contemporánea. También de una despensa privilegiada ubicada a lo largo del Valle Sagrado, donde se produce, entre otros productos, el maíz gigante más rico del mundo (Urubamba), y desde donde se ingresa al Parque de la Papa, espacio conformado por 9.000 hectáreas —que van desde 3.400 a 4.900 metros de altitud— pertenecientes a seis comunidades: Sacaca, Kuyo Grande, Chahuaytire, Pampallacta, Paru Paru y Amaru. Allí se conservan 700 tipos de papa y se recibe, casi a diario, a turistas que no solo recorren y admiran los cultivos sino que saborean deliciosas huatias (ver recuadro) de papa que, eventualmente, también llevan camote, oca y hasta haba.
Restaurante Mil Centro en Moray, Cusco.
San Martín de Porres, 2008)—, silvestres y delicadas como cualquier otro fruto que crece sin más cuidados que los que le brinda el entorno. Suelen aparecer con las lluvias, a partir de diciembre, y cualquier hijo de vecino con un poco de curiosidad puede recogerlas. Su permanencia en esta tierra dura lo que un suspiro, por lo que hay que prepararlas casi inmediatamente. Son dos las recetas a base de setas que se repiten en las picanterías cusqueñas: el qapchi y el revuelto. La primera, realmente sublime,
además de su insumo principal, las setas, se prepara con ají colorado (panca), haba, papa, queso, leche, huacatay y hierbabuena. La segunda lleva papa frita picada en cuadraditos, cebolla, perejil y huevo revuelto. El rocoto relleno, por su parte, adquiere, en la ciudad imperial, otra dimensión. En vez de horneado, se sirve emponchado y crujiente, mientras que el adobo de chancho toma de aliada a la peculiar chicha de jora de la región. El soltero de queso cusqueño tam-
LA HUATIA La huatia, como bien señala la investigadora Rosario Olivas, es una técnica prehispánica de asar las papas entremezclándolas con adobes calientes. Para ello se requiere armar un horno como el que se construye para cocinar la pachamanca pero al revés, cuya puerta deberá tener la dirección del viento. Según Olivas, hay que escoger un lugar en el que la tierra esté seca y cavar una circunferencia de aproximadamente 20 centímetros de profundidad. «Alrededor —explica la investigadora— formar un círculo de adobes grandes dejando un espacio libre donde se armará una puerta, parando dos adobes largos y colocando uno encima horizontalmente». Luego se arma el horno dándole una forma muy parecida a la de un iglú. Enseguida, a través de la puerta se introduce un poco de paja y leña y se le prende fuego. «Una vez que el horno esté caliente (en 45 minutos más o menos) sacar las brasas, desarmarlo, mezclar los adobes con los alimentos (papas, ocas, habas, etcétera) y cubrir todo con dos papeles humedecidos y con una capa de tierra hasta que no salga vapor por ninguna parte». El banquete estará listo en menos de una hora.
bién tiene su impronta: cuando se degusta, amén de los ingredientes habituales, como son el queso, la haba y el choclo, uno se tropieza con agradables pedacitos de cabeza o patita de cerdo. Y qué decir del cuy. La forma de prepararlo distingue a un poblado de otro y es diferente en cada fiesta. Acá apostamos por el cuy relleno de hierbas que, inserto en un alambre grueso, va directo al horno de piedra o gira y gira (como el pollo a la brasa) sobre el fuego vivo. El choclo con queso, plato tan sencillo como inigualable, es memorable, sobre todo, durante febrero y marzo, que es cuando se inicia la cosecha del antes nombrado maíz gigante de Urubamba, mientras que la singular frutillada (ver recuadro) se bebe de noviembre a enero, cuando las frutillas están en su punto. Imposible dejar de hablar de los panes que se producen en Oropesa como la chuta, el pan rejilla y el mollete, compañeros inseparables de desayunos y adobos. O las wawas de bizcocho que se fabrican en la fiesta de Todos los Santos. Celebración gastronómica Entre los platos más destacados de las festividades, cabe resaltar el chiri uchu (frío y picante) que se sirve durante la fiesta del Corpus Christi, según Rosario Olivas, la celebración religiosa más importante del Cusco. «Ninguna otra ciudad del continente americano —apunta Olivas en su libro sobre la cocina cusqueña— festeja con tanto recogimiento al Santísimo Sacramento. Los santos, santas y vírgenes que salen en procesión —quince en total— superan en número a las del Corpus de Sevilla (España), donde se originó la tradición…». Y sigue: «En la víspera se lleva a
cabo la procesión de entrada de todas las imágenes a la catedral. Las hermandades se ubican en el atrio y los mayordomos agasajan a los cargadores, devotos, bailarines, músicos, amigos y parientes dándoles de comer y beber. Todos bailan muy alegremente hasta la noche». Una de las mejores descripciones del chiri ucho se encuentra en la obra de Luis Huayhuaca Villasante (antropólogo y actor cusqueño): La festividad del Corpus Christi en el Cusco (1988). Según el autor, comprende «una mixtura completa de múltiples comestibles: presas de gallina sancochada, chorizos de cerdo, queso tierno, qochayuyo [alga marina], hueveras de pescado lacustre (kau kau), tortillas de verduras, maíz tostado, trozos de cecina (ch’arki)», además de cuy al horno. Se acompaña —como bien escribe Sergio Zapata en su Diccionario de gastronomía peruana tradicional (Fondo Editorial de la Universidad San Martín de Porres,
FRUTILLADA O CHICHA CUSQUEÑA Los cusqueños beben chicha por costumbre y necesidad. Lo hacen mientras almuerzan en una picantería, o al finalizar el día, en la chichería más cercana a su trabajo u hogar. Y si bien los españoles bautizaron con el nombre de «chicha» a todas las bebidas fermentadas que encontraron en el continente americano, la más popular es la chicha de maíz y en el Cusco, la de «jora», que es como se denomina a los granos de maíz germinado. «En las chicherías cusqueñas —escribe Rosario Olivas— se anuncia la chicha con una bandera, una lata de flores, un cartel o una pizarra en la puerta». Los vasos de vidrio para beberla se llaman «caporales» y su capacidad es de medio litro. La chicha de fresas o frutillada es sin duda asaz original.
MIL CENTRO (ocho momentos) El chef peruano más galardonado de los últimos tiempos no tuvo mejor idea que abrir un nuevo restaurante (que también es laboratorio) en el mismo lugar en el que los incas construyeron una andenería que, a medida que asciende del fondo de una suerte de pozo gigante, va cambiando de sembríos, temperatura y altura. Allí, en Mil Centro, Virgilio Ramírez le rinde culto y homenaje a los Andes, la cordillera y la altura. La cocina solo involucra productos del entorno que se elaboran y sirven en un menú compuesto por ocho momentos, los que equivalen a ocho ecosistemas de altura.
2009)— del «compuesto, que es aguardiente de caña con una serie de hierbas y especias». De acuerdo a Olivas, el chiri ucho se come con las manos, «intercalando bocados de uno y otro alimento». La investigadora también sostiene que tanto las algas como la huevera de pescado provienen de Arequipa y el queso de Puno y que el plato es asimismo la comida de fiesta de los campesinos cusqueños: «En algunos lugares se le conoce como merienda, merienday o andasmastay y se suele servir para celebrar los bautizos, matrimonios, cumpleaños, el final de las cosechas y otros eventos significativos de la vida del campo». La verdad es que en el Cusco todo es significativo, tanto en la ciudad como el campo, y así como las festividades son inagotables, los potajes también. * Periodista e investigadora gastronómica.
RECETAS Tomadas del libro de Rosario Oliva, Cusco. El imperio de la cocina. REVUELTO DE SETAS Ingredientes: 3 tazas de setas frescas 2 cucharadas de aceite 1 cucharadita de ajos molidos ½ cucharadita de comino molido ½ cucharadita de pimienta molida ½ taza de cebolla picada 3 huevos ¼ taza de arvejas cocidas ½ kilo de papas fritas en cuadraditos 4 cucharadas de perejil picado Sal al gusto Preparación: Raspar la tierra de las setas antes de limpiarlas con un paño húmedo. Calentar el aceite y rehogar los ajos, comino, sal, pimienta y cebolla. Dejar cocinar. Agregar las setas y cocinar moviendo constantemente, luego los huevos ligeramente batidos y las arvejas cocidas. Al momento de servir, mezclar con las papas fritas y espolvorear con perejil picado. CAPCHI DE SETAS Ingredientes: 500 gramos de setas frescas 3 cucharadas de aceite 50 gramos de cebolla picada 1 cucharadita de ajo molido 1 cucharada de ají colorado molido Una pizca de comino Sal y pimienta al gusto 250 gramos de habas frescas cocidas 500 gramos de papas medianas cocidas 250 gramos de crema de leche 1 ramita de huacatay 1 ramita de hierbabuena 150 gramos de queso fresco 2 huevos Preparación: Las setas deben rasparse delicadamente con la ayuda de un cuchillo para eliminar los restos de tierra y luego se procede a lavarlas. Rehogar en el aceite la cebolla, los ajos, el ají colorado, comino, sal y pimienta al gusto. Añadir las habas verdes cocidas, las papas cocidas y partidas en dos, la crema de leche, el huacatay y la hierbabuena y dejar que dé un hervor. Agregar las setas, el queso fresco en trocitos y los huevos ligeramente batidos. Dejar que termine de cocinar y servir.
FRUTILLADA Ingredientes: 1 ½ litros de agua 2 ramas de canela 3 clavos de olor ½ atado de hierbas aromáticas (hinojo, hierba luisa, apio) 150 gramos de harina de trigo 1 litro de chicha de maíz amarillo 250 gramos de azúcar 1 kilo de frutillas menudas ½ copa de pisco 1 cucharada de semillas de culantro tostadas y molidas Preparación: Llevar a ebullición el agua con la canela, el clavo de olor y el atado de hierbas aromáticas. Aparte disolver la harina en un poco de agua y añadir a la preparación anterior moviendo con una cuchara. Dejar hervir hasta que la harina esté cocida. Retirar del fuego y dejar entibiar. Pasar la preparación por un colador a un recipiente hondo (de cerámica o enlozado), agregar la chicha y el azúcar. Mezclar bien. Lavar las frutillas y licuar la mitad. Reservar las que estén enteras. Añadir a la chicha las frutillas licuadas y las enteras. Tapar con un lienzo y llevar a un lugar caliente para que fermente, de preferencia al sol. Cuando la chicha haya fermentado al gusto de quien la elabora, añadir una copa de pisco, servir en vasos grandes de vidrio, con dos o tres frutillas enteras. Espolvorear con las semillas de culantro tostadas y molidas. CORDERO ASADO Ingredientes: 1 corderito pequeño o 1 pierna de cordero 2 cucharadas de ají panca molido ½ cucharada de ajos molidos 1 cucharadita de comino molido 1 cucharada de orégano 1 cucharada de hierbabuena picada ½ cucharadita de pimienta 250 ml de vino o 100 ml de vinagre 200 ml de aceite 1-2 cucharadas de sal Preparación: Mezclar el ají panca, los ajos, el comino, el orégano, la hierbabuena, la pimienta, el vinagre o vino, el aceite y la sal. Untar el cordero y dejarlo marinar toda la noche en la refrigeradora. Al día siguiente acomodar el cordero en un una rejilla dispuesta sobre una fuente de hornear. Llevar al horno muy caliente (230 °C). Asar hasta que la carne esté bien cocida. Se sirve con papas asadas.
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WIÑAYPACHA Ricardo Bedoya* Realizada en las alturas de Puno y en lengua aimara, Wiñaypacha se ha convertido en una de las películas peruanas más importantes de los últimos años.
Rosa Nina y Vicente Catacora, protagonistas de la película.
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asta 1996, la producción cinematográfica en el Perú se concentró en su capital. Los proyectos fílmicos se desarrollaban en la ciudad de Lima y ahí se rodaba la mayoría de filmes. El panorama ha cambiado en las dos últimas décadas. Hoy, el número de las películas «regionales» excede a las limeñas. Provienen de Ayacucho, Puno, Cajamarca, Cusco, La Libertad, Lambayeque, Loreto y otras regiones. Uno de los títulos más notorios del cine peruano de los últimos años es Wiñaypacha (2017), realizada en las alturas de Puno, y en lengua aimara, por el cineasta puneño Óscar Catacora. Los personajes de la película son dos ancianos que esperan. Phaxsi (Rosa Nina) y Willka (Vicente Catacora), aimaras que viven en las alturas de los Andes del sur del Perú, desean ver la llegada de tiempos mejores, pero también el retorno del hijo que partió hacia la ciudad lejana. Mientras tanto,
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trabajan, pastorean, cocinan, interrogan a las hojas de coca y rinden tributos a los apus, que anuncian la llegada de contrariedades. Actores naturales, sin ninguna experiencia previa, Nina y Catacora ofrecen sus cuerpos rugosos, sus entonaciones vocales y sus presencias, que son permanentes en el campo visual. Contribuyen al tratamiento despojado y realista que elige el realizador. Con la cámara siempre fija y estable, el tratamiento visual privilegia el registro de los espacios físicos. Ahí están los paisajes amplios que se transforman con la llegada del viento y con los cambios atmosféricos, pero también aquellos interiores que forman el entorno más próximo de los personajes y sus cuerpos ajados. La acción de los elementos de la naturaleza es fundamental en la estructuración dramática de Wiñaypacha. Son factores bienhechores y destructivos a la vez. El viento, la nieve, el fuego y el agua que corre mantienen la
armonía y traen el desequilibrio. Permiten la continuidad de la vida de los personajes y provocan el accidente que destruye la vivienda. El Altiplano convertido en localización cinematográfica no solo es un «sitio» de ambientación. Es un espacio existencial. Por eso, la película propone, por un lado, una percepción distanciada y analítica de esos ancianos y de su mundo; pero, por otro lado, induce al afecto por los personajes y suscita la expectación ante su destino. Este empleo de los espacios liga a Wiñaypacha con una línea de cine geopoético de radical modernidad, como el de Werner Herzog, Béla Tarr, Lisandro Alonso, o la Paz Encina de Hamaca paraguaya1. La banda sonora tiene una riqueza particular. En ella, todo resuena. El contenido de los diálogos puede ser importante, pero no es esencial. Interesa sobre todo la materialidad de los tonos y los acentos con los que se dicen pero también los ruidos del trabajo, los
pasos y los movimientos, el silbido del viento. Hasta que algunos silencios prolongados se convierten en presencias poderosas. El país oficial está en la periferia. Es un mundo no representado. Mejor, es el marco fantasmal de esa atmósfera de abandono y soledad que se instala en las imágenes. Wiñaypacha es una película singular. Si en sus primeros minutos de proyección pareciera remitir a Kukuli (Luis Figueroa, César Villanueva y Eulogio Nishiyama, 1961), la semejanza se diluye pronto. Al dejar de lado la mirada deslumbrada ante el descubrimiento de una iconografía hasta entonces inédita para el cine, Wiñaypacha remonta su filiación indigenista, pero sin renegar de ella. La convierte en el punto de partida para proponer una experiencia de inmersión sensorial y de búsqueda cinematográfica. * Crítico de cine. 1 Ver al respecto L’espace cinématografique (2015), de Antoine Gaudin. París: Armand Colin, p. 29.