CELULOIDE DIGITAL - DIC2016 - THE CHILDHOOD OF A LEADER

Page 1



www.behance.net/Rekstar










L

a figura de la Bruja en la cinematografía, la pantalla chica y la literatura, ha sufrido un fenómeno similar a la de su primo el Vampiro. La deformación de su esencia folclórica primigenia la ha llevado casi al punto de lo irreconocible para explotarla como protagonista/antagonista de las más insulsas historias de pseudo terror y la fantasía light. La última vez que una pieza cinematográfica le hizo justicia a la Bruja como figura mítica fue hace casi dos décadas con El Proyecto de la Bruja de Blair (The Blair Witch Project; 1999. Daniel Myrick y Eduardo Sánchez), y por supuesto, esta representación está muy lejos de la imagen comúnmente se materializa en el cine y la televisión, como por ejemplo, las brujas diametralmente opuestas de El Mago de Oz (The Wizard of Oz; 1939); la cándida bruja de Hechizada (Bewitched; 1964-1972); la ñoñísima Sabrina: La Bruja adolescente (Sabrina: The Teenage Witch; 1996-2003); las darketas wannabe de Jóvenes Brujas (The Craft, 1996) –quienes, por cierto, ya nos amenazan con una tardía (e innecesaria, evitendemente) secueña–; las guapas pero histriónicamente incapaces chicas de Hechiceras (Charmed; 1998-2006); las intensas y pseudo intelectuales brujas que leen a Burroughs en Hermosas Criaturas (Beautiful Creatures; 2013); las pelirrojas villanas de las espantosas Hansel & Gretel: Cazadores de Brujas (Hansel & Gretel: Witch Hunters, 2013) y El Séptimo Hijo (Seventh Son; 2014); las bizarras mujeres de Las Brujas de Zugarramurdi (2013); y finalmente, las brujas que ha perpetuado la mitología edulcorada de Disney y su reciente salto a las versiones live-action como Maléfica (Maleficent; 2014) y en la pantalla chica, en la insufrible telenovela que quieren hacer pasar por serie Once Upon a Time (2011-).

La bruja antagonista del clásico noventero de culto ya mencionado, por el contrario, es una presencia siniestra imperceptible a la vista –tanto de los protagonistas como del público– pero que indudablemente pueden percibir hasta la médula los tres incautos protagonistas que quedan atrapados en un bosque de Maryland del que nunca logran salir. En un tono similar se presentó La Bruja en el Festival de Cine de Sundance en su edición de 2015, donde recibió el premio al Mejor Director para el debutante Robert Eggers; además, el boca a boca le hizo ganarse casi inmediatamente el estatus de clásico de culto y muchos la han nombrado como la mejor película de horror en lo que va del milenio. Pero a diferencia de "El Proyecto de la Bruja de Blair", presentada bajo las convenciones del ahora muy socorrido subgénero «found footage» (pietaje encontrado) la ópera prima de Eggers se distingue por recurrir a una "escrupulosa" recreación histórica de la Nueva Inglaterra durante la primera mitad del siglo XVII, época en la que se sitúa la historia de una familia expulsada de una de las colonias británicas tras una disputa con las autoridades de la iglesia cristiana de la comunidad. La familia se asienta a las orillas de un denso bosque donde una presencia extraña comienza a acecharlos y termina por robarles al bebé de la familia. Este trágico suceso es tan sólo el comienzo del calvario al que Eggers somete a esta familia cuyos pilares se van desmoronando por la incertidumbre y la paranoia que germina en las entrañas de la casa, comenzando una batalla de acusaciones unos a otros sobre la culpa de la situación.


No es fácil levantarse en un día gris. El diablo sujeta con fuerza los párpados.


La Bruja es un trabajo sobresaliente por donde se le mire: la historia, pese a lo sencilla –casi siempre esas son las mejores–, funciona porque sabe capturar la idiosincrasia y el fanatismo religioso de la época colonial respecto a los temas que involucran fenómenos sobrenaturales. Recordemos que esto ocurre tan sólo cincuenta años antes de los famosos juicios por brujería en Salem, cuando los colonos no sabían distinguir los sueños y/o alucinaciones de la realidad, pues para ellos todo era «real», una época en la que todos los sucesos desafortunados -la desaparición del recién nacido, las tierras estériles, etc.- eran adjudicados a un castigo divino por la carencia de pureza espiritual, y donde el miedo y la misoginia fueron factores decisivos para el origen y acrecentamiento del pánico colectivo que después se traducirían en la quema de las presuntas «brujas». La puesta en escena, a pesar de estar estilizada con sutiles pinceladas expresionistas, recrea los inicios del siglo XVII con una fidelidad tan asombrosa que, en ocasiones, la hace parecer un documental que registra la cotidianidad de esta familia caída en desgracia económica, familiar y religiosa. Por su parte, la exhaustiva investigación del director sobre los casos paranormales relacionados con brujas que se documentaron en la época, dan la suficiente solidez al guión para jugar -como buen thriller psicológico- con las ambigüedades en las situaciones, manteniendo así al público en una perpetua angustia extrema con macabras atmósferas, chirriantes violines y astutos juegos visuales de perturbadora belleza que crean sensaciones de incomodidad y ansiedad que se quedan bajo la piel por un buen tiempo tras haber finalizado el filme. Robert Eggers ha dado vida de esta forma a un clásico instantáneo del cine de terror contemporáneo, un filme muy bien logrado tanto en su forma como en su fondo que no sólo vuelve a colocar a las brujas en su lugar de culto y respeto como figuras escalofriantes y perturbadoras, sino que también desafía los convencionalismos que este género cinematográfico se ha encargado de sobre explotar en las últimas décadas, llevándolo al deplorable estado en el que se encuentra. La Bruja es la película de terror del año, y muy probablemente, la más original de la década.






E

l tercer largometraje en la carrera del colombiano Ciro Guerra representó no sólo su proyecto más ambicioso hasta la fecha, sino también su participación en la Quincena de Realizadores en Cannes y la primera nominación para Colombia en los premios Oscar en la categoría de Mejor Película Extranjera. Y aunque finalmente la ganadora de la estatuilla dorada fue la también extraordinaria Hijo de Saul, opera prima de László Nemes, El abrazo de la serpiente se consagró como una obra de arte cinematográfico latinoamericano. Narrada en dos líneas temporales de manera alternada a lo largo de sus poco más de dos horas de metraje, la película sigue a dos exploradores que, con varias décadas de diferencia –una historia se sitúa en 1909 y otra ocurre en 1940–, se internan en la selva amazónica para encontrar la Yakruna, una rara flor con poderosas propiedades curativas tanto físicas como emocionales. El etnólogo Theodor Koch-Grünberg (Jan Bijuoet) y el botánico Richard Evan Schultes (Brionne Davis) son los dos exploradores que son guiados respectivamente por el Karamakate joven (Nilbio Torres) y el Karamakate anciano (Antonio Bolivar), un otrora poderoso chamán que, tras presenciar el aniquilamiento de su pueblo, decidió internarse cada vez más en la selva en una suerte de exilio autoimpuesto, olvidando sus recuerdos y convirtiéndose en un «chullachaqui», un hombre hueco privado de toda emoción.

Con base en los diarios de Theodor Koch-Grünbarg, el guión del propio Guerra y Jacques Toulemone presenta una historia con múltiples capaz de lectura que van desde una eficaz cinta de aventuras amazónicas, pasando por un drama político-social sobre la voracidad del hombre y la barbarie del colonialismo, hasta una tesis filosóficosociológica de la cosmovisión de las tribus indígenas sobre la conexión hombre-naturaleza-universo en lo más profundo de la selva donde, contrariamente a la percepción occidental, la memoria y el tiempo fluyen de manera constante e infinita, como la serpiente que se come a sí misma. Sin embargo, el principal pilar de El abrazo de la serpiente es la relación interpersonal que se forja entre Karamakate y los exploradores; una conexión improbable e insospechada en la que terminan por acompañarse en sus soledades mientras se sumergen en un viaje de auto descubrimiento y lidian con sus demonios personales. Todo ello bajo una monocromática puesta en escena que permite que todo el exotismo abandone la propuesta y, en cambio, mantenga intacto el factor místico del relato, emparentándose así de manera íntima con Tabú (2013), de Miguel Gomes, y jugando con un tono casi documental de una brutal belleza que, con simbolismos, alto contraste y cuidadísimas composiciones, refuerzan los alcances de una hipnótica experiencia multisensorial.



E

s poco común que en México podamos ver cine chileno fuera de los ciclos especiales, foros o muestras internacionales de la Cineteca Nacional o en las secciones de Cine Iberoamericano o de Estrenos Internacionales de algunos festivales cinematográficos (Guadalajara y Morelia, por ejemplo). Sin embargo, si nos dejamos guiar por la filmografía de Pablo Larraín –uno de los mayores exponentes del cine chileno y que recientemente estrenó en el Festival Internacional de Cine de Cannes su más reciente cinta Neruda–, ésta arroja un poco de luz sobre el tema de la producción y calidad cinematográfica chilena, permitiéndonos concluir en un diagnóstico afortunado para la industria de este país. El director responsable de la extraordinaria No (2012) –protagonizada por Gael García Bernal y nominada al Oscar como Mejor Película Extranjera en 2013– presentó el año pasado El Club, un thriller que oportunamente pone sobre la mesa el tema de la pederastia en el clero católico y escarba en las entrañas de esta todavía influyente institución religiosa que intenta ocultar los casos de abuso por parte de sus sacerdotes a la vez que protege a estos criminales que profanaron la integridad de miles de menores alrededor del mundo, permitiendo que sus crímenes permanezcan impunes. Una casa rural en la provincia costera chilena es el lugar elegido por las altas esferas católicas para que cuatro sacerdotes –un pederasta, un ladrón de recién nacidos, un colaboracionista de la dictadura de Augusto Pinochet y un amnésico senil cuyos recuerdos se diluyen a cada momento en su brumosa memoria– convivan bajo la atenta mirada de una cuidadora –la hermana Mónica–, mientras purgan sus pecados/crímenes a través de la oración, la meditación, las caminatas por la playa, el imprescindible cafecito matutino y la correspondiente copita de vino por las tardes. Cuando se une al grupo un quinto sacerdote, profundamente perturbado y que desesperadamente clama ser inocente del crimen de pederastia que se le atribuye, aparece también un personaje fuera de la casa, un hombre autista que comienza a vociferar la manera en la que el recién llegado abusó de él cuando era monaguillo de la parroquia. Esto provoca no sólo que el cuarteto original de sacerdotes se vuelvan a enfrentar a los demonios que ya creían haber subyugado, sino

que deben hacerle frente a una nueva "amenaza" que desestabiliza su apacible existencia de tintes bucólicos: la burocrática llegada de un idealista jesuita enviado por el Vaticano como parte de un programa de renovación de los cimientos de la fe, y que debe evaluar ética, moral y psicológicamente a los clérigos excomulgados para determinar si el lugar debe ser o no cerrado de manera definitiva. Con El Club, Larraín continúa en la línea de denuncia social que ha mantenido a lo largo de su corta pero sustancial filmografía; pero aquí lo hace con mucho más arrojo y madurez cinematográfica. El director, junto con Guillermo Calderón y Daniel Villalobos, dan forma a un guión redondo que propone una profunda y reflexiva mirada hacia el tema de la pederastia y otros crímenes dentro del clero, pero sin echar mano de los manidos clichés ni tomando el camino fácil del melodrama o el discurso panfletario. Por el contrario, es una propuesta cáustica que exhibe sin concesiones el lado más degenerado de una institución religiosa –la católica, en este caso– a la vez que también lanza una feroz crítica a la doble moral social, por lo que resulta una cinta muy incómoda para la audiencia. Y es que la película no necesita en ningún momento de secuencias explícitas de violencia o agresiones sexuales para causar un gran impacto; por el contrario, son los personajes, las confesiones, sus intentos de justificación, sus silencios, lo que no nos dicen y sólo podemos intuir, y la viciada atmósfera que se respira lo que provoca un genuino escalofrío de terror puro que nos recorre la espalda. Sergio Armstrong, el director de fotografía, crea un ambiente pesadillesco a través de una visibilidad limitada por una bruma perpetua y una gélida paleta tonal con esporádicas irrupciones de luz solar, jugando continuamente con los cuerpos a contraluz como si los personajes quisieran mantenerse siempre bajo el amparo de las tinieblas dando la espalda al Sol; pero en otras ocasiones la cámara, implacable, busca a los personajes en condiciones más claras y los acosa con planos cerrados de una manera casi inquisidora, como si quisiera despojarlos de su privacidad y obligarlos a que confiesen de frente sus pecados/crímenes. Con este discurso visual, Larraín va construyendo el suspenso que magistralmente es sostenido a lo largo del metraje sin

caer en tiempos muertos –de verdad, no hay ninguno– y la tensión dramática va en aumento sin dar respiro hasta explotar, por supuesto, de manera violentísima. Sin embargo, la principal baza de El Club es el soberbio reparto que se ha dado cita para sostener el relato encarnando a estos complejísimos personajes trazados al detalle con múltiples capas psicológicas. El elenco es simplemente perfecto y no se le puede reprochar absolutamente nada a ningún actor; aunque es menester reconocer que el mejor desempeño es, sin duda alguna, el de la actriz Antonia Zegers junto al de los actores Alfredo Castro y Roberto Farías. La primera en el papel de la hermana Mónica, quien se revela servicial en el lugar de retiro no por un simple sentido vocacional sino porque también obtiene un beneficio de toda la situación; el segundo, como el Padre Vidal, clérigo semi arrepentido de haber cedido a la tentación carnal y que intenta justificarse con un discurso sobre el amor homosexual que eriza la piel; y el tercero, como el autista violentado durante su infancia que ahora pretende reclamar de frente a su agresor. Larraín ni crucifica ni exonera a los protagonistas de su relato, los humaniza; los sacerdotes han cometido errores (pecados/crímenes) como cualquier otro ser humano, pero eso vuelve aún más aterrador su discurso –la maldad no es un agente externo que nos seduce para caer en tentación, sino que viene de lo profundo del alma humana, es inherente a nuestra naturaleza– y que se opone radicalmente a la sentencia bíblica revelada en el Génesis 1:4 con la que nos da la bienvenida a la película: "Y vio Dios que la Luz era buena, y separó la Luz de las Tinieblas". Con su quinto largometraje Pablo Larraín se confirma lúcido narrador socialmente comprometido y se revela finalmente como un gran cineasta, propositivo y auténtico a través de una cinta elegante, pero a la vez sucia, filosa, perturbadora y valiente que no sólo pone el dedo en la herida, sino que lo introduce y lo retuerce para que el dolor no permita que la impunidad y el olvido se adueñen de la memoria colectiva chilena. El Club no sólo es un título imprescindible como obra cinematográfica dentro de la producción latinoamericana, es una excepcional tesis sobre los claroscuros de la naturaleza humana de gran relevancia social; una cinta necesaria hoy más que nunca.



C

on una gran expectativa, el siempre controversial director guanajuatense Amat Escalante presentó en México su nueva propuesta cinematográfica tras haber ganado el León de Plata al Mejor Director en la pasada edición del Festival de Cine de Venecia en donde también compitió por el León de Oro a la Mejor Película. Como era de esperarse, con La Región Salvaje el cineasta polariza la opinión de público y crítica al presentar un trabajo no apto para quienes acuden al cine en busca de entretenimiento escapista, pues se trata de una propuesta sin concesiones que, con una belleza y brutalidad apabullantes, retrata el barbárico México de hoy. Alejandra (Ruth Ramos) vive en una pequeña localidad provinciana del estado de Guanajuato al lado de Ángel (Jesús Meza), su esposo, y sus dos pequeños hijos. La aparente normalidad y tranquilidad de esta tradicional familia provinciana se fractura violentamente cuando sale a la luz la relación que mantiene Ángel con Fabián (Edén Villavicencio), el hermano de Alejandra que trabaja como enfermero en el hospital de la región, y en dónde éste ha conocido a una fascinante y enigmática chica llamada Verónica (Simone Bucio) que se ha presentado para ser atendida por unas graves y misteriosas heridas que parecen haber sido causadas por el ataque de un animal salvaje. Las historias de estos cuatro personajes se van entrelazando más estrechamente al grado que Verónica comienza a persuadir a Fabián, y luego a Alejandra, para que visiten una vieja cabaña en medio de un bosque donde habita una misteriosa criatura que, debido a su naturaleza fuera de este mundo, podría ser la solución a sus problemas.

Estamos ante una situación atípica en la aún breve filmografía de Escalante, pues aunque vuelve a echar mano de un estilo y tono realista, por primera vez inserta elementos de ciencia ficción y horror que, sorprendentemente, no parecen discordar en ningún momento con el drama familiar que impera en el relato; de hecho, parece ajustarse sobremanera a las características de la obra fílmica del mexicano. Con un oficio claramente más depurado –tan sólo hace falta observar los movimientos de cámara que se sienten más confiados y decididos que nunca–, el ganador de la Palma de Oro al Mejor Director en Cannes por su filme anterior Heli (2013), y con el apoyo en el guión de Gibrán Portela –también guionista colaborador de las merecidamente laureadas La jaula de oro (2013) y Güeros (2014)–, el cineasta presenta su filme más redondo, potente y equilibrado hasta la fecha. Las atmósferas realistas que construye mediante la puesta en escena de aletargado ritmo y extensas secuencias en las que evita la edición abrupta para permitirnos contemplar la vida cotidiana de los protagonistas en la provincia mexicana que se expresan con diálogos naturales –y sobre todo auténticos–, dota al filme de una resonancia emocional y un grado de verosimilitud que resultan imprescindibles para engancharse con la historia, para empatizar –o detestar, según sea el caso– con los personajes, y para que, al momento que entren en pantalla los nebulosos elementos de horror y ciencia ficción, los aceptemos como parte de una convención con la que inconscientemente hemos pactado dentro del universo que ha germinado en pantalla. La ciencia ficción lovecraftiana, el horror de serie b de Carpenter, el body

horror de Cronenberg y el terror de Zulawski son sólo algunas de las posibles influencias que podemos intuir en la apreciación de La Región Salvaje y de las cuales el director extrae simbologías y conceptos para metaforizar sobre el México violento, machista, sexista, racista, clasista... y una larga lista de actitudes discriminatorias; pero sobre todo, pone atención a la sexualidad y sus obsesiones, por lo que resulta imprescindible, entonces, prestar atención y no perderse la orgiástica secuencia de los animales en medio del bosque donde se encuentra la cabaña que representa un oasis ante la vida violenta de los personajes, un lugar en el que encuentran la liberación sexual, un refugio en el que no se deben restringir ante las reglas normalizadoras de la castrante doble moral que lleva a la insatisfacción sexual y a la represión de los deseos homoeróticos que lo único que provocan un miedo irracional que pronto deviene en odio y que, mucho más pronto, se transforma en violencia. La Región Salvaje es cine violento y desconcertante, un drama psicosexual que con la inteligencia y arrojo habitual en su filmografía, busca sacudir e incomodar emocional y psicológicamente lo más posible al espectador en pos de obtener una reacción catártica ante un tema vivo, una reacción que dé pie a un cambio radical en esta dolorosa realidad social en la que el mexicano, como bien lo señaló Escalante al recibir su premio en Cannes tres años atrás, peligrosamente se está acostumbrado al sufrimiento.



L

uego de incursionar en Hollywood con Stoker (2013), el cineasta coreano Chan-wook Park responsable de la trilogía de la venganza conformada por Sympathy for Mr. Vengeance (2002), Old boy (2003) y Sympathy for Lady Vengeance (2005), así como de la vampírica Thirst (2009), regresa a su país para presentar el primer drama de época de su filmografía; se trata de la adaptación de la novela Fingersmith de Sarah Waters, cuya trama originalmente transcurre en la Inglaterra Victoriana pero que Park –con el apoyo del guionista Seo-kyung Chung– traslada a Corea durante la ocupación japonesa en los años 30 del siglo pasado. En The Handmaiden un profesional falsificador de arte (Jungwoo Ha) se hace pasar por Conde con el fin de seducir a una joven aristócrata (Min-hee Kim) que está por recibir una cuantiosa herencia, pero para ello necesita contratar una experta ladrona (Tae-ri Kim) para que se infiltre en la corte de la futura millonaria como su doncella personal y le persuada de enamorarse de él para que acceda a casarse en el apócrifo aristócrata para que, acto seguido, éste pueda acusarla de padecer trastornos psicológicos e

internarla en un hospital psiquiátrico y quedarse así con la fortuna. Esta es la premisa central de la película cuyo audaz guión nos remite inmediatamente a Rashomon (1950) al echar mano de una narrativa similar donde tres distintas perspectivas correspondientes a los personajes centrales nos van revelando todos detalles, aunque aquí, a diferencia del clásico de Akira Kurosawa, son una tripleta de individuos movidos inicialmente por la avaricia y el rencor. Como en ninguna otra película del director, aquí se hace patente que nos encontramos ante la obra de un verdadero «auteur». Se trata de un sensacional rompecabezas lesbico-eróticovengativo en el que se van sucediendo engaño tras engaño y giro tras giro en un intrépido y cruel juego de intenciones que echa mano del amor como elemento clave dentro de la trampa amorosa; aquí el amor no es más que una ilusión que es aprovechada como arma de engaño para despertar un incauto deseo y obtener así lo dictado por la ambición. El guión está confeccionado a detalle para no dejar cabos sueltos en un relato que no da descanso en los 145 minutos de incomparable experiencia multisensorial desbordante

de intriga y erotismo con una gran carga de sexo explícito pero rodado con una elegancia y sofisticación que logra transformarlo en verdadera poesía erótica con la arrebatadora partitura del experimentado Yeong-wook Jo. El suntuoso y a la vez que delicado diseño de arte, los movimientos de cámara, los encuadres y la paleta de colores –esencialmente conformada por parcos tonos azules y verdes– crean en conjunción una serie de hermosas y sugerentes postales en movimiento de las que cada fotograma es una obra de arte, por lo que en lo que respecta a la parte formal, se consagra instantáneamente como la más sobresaliente en su filmografía alcanzando un excepcional nivel pictórico barroco. En The Handmaiden la versatilidad del cineasta hace que pueda con eficacia crear un híbrido de drama de época con el erotismo como excusa para hablar del deseo y sus muy distintas secuelas en hombres y mujeres, y rematar la historia con un sanguinolento epílogo en el que tiene lugar su ya acostumbrado estilo filosófico-violento-transgresor. Pieza apasionante y magistral de uno de los más grandes autores del cine contemporáneo.



D

ieciséis días después de iniciar el 2014, una modesta película tomó por sorpresa al público y crítica asistente al Festival Internacional de Cine de Sundance y terminó llevándose los dos reconocimientos más importantes que otorga este evento fílmico anual: el premio de la audiencia y el gran premio del Jurado. Ese fue tan sólo el inicio de la marejada de reconocimientos –ochenta y siete en total alrededor del globo– que recibió Whiplash, y su creador, el estadounidense Damien Chazelle, recibió la atención de todo Hollywood y del mundo entero cuando su filme compitió por el premio de la Academia como Mejor Película. Han pasado ya dos años desde aquel fenomenal drama musical que también impulsó la carrera de sus protagonistas, Miles Teller y J.K. Simmons, y las expectativas sobre el nuevo proyecto de Chazelle están por las nubes; pero no únicamente porque el público y la crítica quieren ver si puede igualar o incluso superar la calidad y éxito de Whiplash, sino porque representa la reunión en pantalla de Ryan Gosling y Emma Stone tras haber compartido créditos como pareja en la comedia romántica con desenlace moralino Crazy, Stupid, Love, de Glenn Ficarra y John Requa, y en la muy irregular Gangster Squad (2013), de Ruben Fleischer. Presentada en cinemascope –ojo al maravilloso y melancólico guiño que

nos da la bienvenida– la película nos coloca en medio de un intempestivo romance entre dos entusiasmados jóvenes que se han aventurado a un incierto camino en pos de conquistar sus sueños en la ciudad de Los Ángeles. Mia (Stone) quiere ser una famosa actriz; pero mientras lo intenta una y otra vez, trabaja en una cafetería dentro de unos célebres estudios de filmación. Sebastian (Gosling) quiere tener su propio bar de Jazz; pero mientras eso sucede vive de presentaciones en sucios bares, de tocar el piano en restaurantes donde nadie presta atención a los temas que el dueño le obliga a tocar –villancicos–, y como tecladista en una banda de «coverea» éxitos pop ochenteros en eventos de cualquier tipo. Y aunque parece que su relación será de desprecio y despedida tras un inicial altercado en la autopista y un orgulloso desplante en el ya mencionado restaurante de los villancicos, sus caminos se cruzan constantemente y tanto las situaciones en las que se ven envueltos como su gran ambición y perseverancia por lograr sus metas, van generando una conexión cada vez más fuerte hasta que el romance inicia y la pareja crece y se fortalece con apoyo mutuo para seguir luchando. Sin embargo, los esfuerzos individuales por conseguir lo que quieren comienzan a separarlos.


En La La Land, el director reitera su gran destreza narrativa –ya conocida por el mundo gracias a Whiplash–, pero aquí alcanza gloriosos niveles al mostrarnos también su habilidad en los terrenos visuales con una propuesta que no necesita, por ejemplo, de los efectos digitales alucinantes y caleidoscópicos de Doctor Strange (2016) para hipnotizar al público. Este romance musical presentado en cuatro actos –correspondientes a las estaciones del año– se ve revestido por la inconfundible paleta cromática de la obra fílmica del parisino Jaques Demy, particularmente de su filme Les parapluies de Cherbourg (1964), aunque aquí los colores se saturan digitalmente para generar una imagen mucho más vibrante, y que se conjuga a la perfección con muy inspiradas referencias a los grandes clásicos del cine musical de la época dorada de Hollywood como Top Hat (1935), de Mark Sandrich; Swing Time (1936), de George Stevens; y Singin' in the rain (1952) de Stanley Donen y Gene Kelly, aunque también se permite reimaginar esa famosa escena del clásico noventero Everyone Says I Love You (1996), de Woody Allen. Chazelle juega magistralmente con la narrativa cinematográfica desde el primer segundo de metraje. La película abre con un insólito plano secuencia musical en una congestionada autopista angelina con decenas de personajes bailando y cantando al unísono, lo cual se convierte en un titánico logro cinematográfico que indudablemente quedará grabado en los anales de la historia del cine contemporáneo. Y eso es tan sólo el inicio; el resto sólo mejora cada vez más. Chazelle es un habilidoso cineasta que, con planos y movimientos de cámara característicos del cine de antaño, va siguiendo paso a paso todas y cada una de las indicaciones en el manual de las cintas románticas y consigue que todos los clichés y estereotipos se cuelen como elementos orgánicos dentro de este filme y sean piezas de soporte y no puntos débiles. Bajo su mando –y con el apoyo de la excelsa fotografía de Linus Sandgren–, la imagen, el sonido y el factor humano de la historia se conjugan a la perfección; la impecable puesta en escena jamás queda por encima de la parte emocional del filme. En este sentido, los gigantescos logros formales de La La Land no serían tan eficaces si no fuera por los dos astros de Hollywood que sostienen la fas-


cinante puesta en escena. Gosling y Stone sacan chispas desde el primer minuto en que aparecen juntos en pantalla; su química –esa que ya habíamos atestiguado en la ya citada Crazy, Stupid, Love con la recreación de la ochenterísimo clímax de Dirty Dancing– es de tal impacto que es imposible pensar en alguno de ellos teniendo a otro compañero como protagonista. Y es que la dupla es inigualable: él, con ese aire «bogartiano»; y ella, como la Ingrid Bergman de nuestra generación –las gigantescas referencias a la leyenda de Hollywood no son gratuitas y la sustitución final mucho menos–, conforman la pareja cinematográfica ideal que se baila, canta, se enamora y sufre bajo las estrellas de la ciudad de Los Ángeles, la famosa «Meca del cine» que, como un personaje secundario pero crucial para la trama, se presenta de manera ambigua, tanto con una acogedora ternura y optimismo con el que da la bienvenida a los soñadores, como con la frivolidad y crueldad con la que les destroza sus esperanzas. Y es aquí cuando llega la advertencia: no hay que dejarse engañar, debajo de ese deslumbrante colorido con el que nos narra este dulce amorío, debajo de esa envoltura que protege un prometido caramelo, se esconde un drama emocionalmente violento; es sólo que el director, en su pesimismo característico –no olviden sus declaraciones sobre cómo se imaginaba la vida del personaje protagónico de Whiplash unos años después de que la historia en pantalla terminara– sabe esconderlo de manera muy astuta y lo va destapando poco a poco. El homenaje a su pasión por el Jazz y al séptimo arte que ya había rendido desde su opera prima –su prácticamente desconocida propuesta monocromática musical Guy and Madeline on a park bench (2009)– y Whiplash, ahora es llevado a otro nivel. Esta carta de amor que, mediante la actriz y el músico, rinde tributo al arte cinematográfico y a la creación musical rescatando el espíritu original del jazz y el romanticismo mágico del cine clásico hollywoodense, es el más arriesgado y ambicioso proyecto de Chazelle –hasta la fecha– con el que no sólo ha cumplido con las expectativas generadas y ha superado con creces su película anterior, sino que se ha convertido de manera instantánea en un clásico moderno del cine.



L

os reflectores se posaron sobre el cineasta canadiense Denis Villeneuve cuando su sexto largometraje, el devastador drama Incendies basado en la obra teatral homónima del dramaturgo libanés Wajdi Mouawad, fue nominado al Oscar como mejor película extranjera. Tres años después ya debutaba en el cine estadounidense con el inquietante thriller Prisoners y Enemy, una fenomenal adaptación de la novela El hombre duplicado del premio Nobel de Literatura José Saramago. Sicario, su último proyecto estrenado en cines el año pasado, es un emocionante thriller al que el talento, sensibilidad y maestría en la narrativa de Villeneuve dotó de un aura especial al filme que en manos de otro director seguramente hubiera sido un relato fronterizo del montón. Arrival, la película que llega ya a las salas mexicanas, representa la incursión del cineasta en el género de la ciencia ficción. Partiendo del relato corto Story of your life, de Tes Chiang, el guionista Eric Heisserer desarrolla un libreto que propone la llegada a la Tierra de doce naves espaciales con forma de capullo que se colocan casi de manera ceremoniosa en distintos puntos alrededor de nuestro globo. Y es desde la manera de plantear esta 'llegada' que podemos deducir que no estamos ante la típica película gringa de invasiones marcianas: los descomu-

nales objetos no se colocan sobre las capitales o las ciudades más importantes de las potencias mundiales, por lo que no vemos emblemáticos símbolos arquitectónicos internacionales como la Casa Blanca, la estatua de la Libertad, el Big Ben, la torre Eiffel, el Opera Sydney House, o las pirámides egipcias. Los doce capullos, en cambio, están suspendidos ya sea en medio de algún océano, en un campo abierto, a la mitad de algún desierto o sobre alguna pequeña comunidad latina. Son puntos que no tienen relación ni conexión lógica alguna... aunque luego nos dejan ver que la ilimitada ociosidad e imaginación humana desarrolla unas hipótesis realmente hilarantes. Ante la incertidumbre, cada potencia mundial busca la manera de comunicarse con la raza tripulante de las naves; Louise Banks (Amy Adams), una doctora en lingüística con una dolorosa historia personal, es la elegida por el gobierno estadounidense, y junto con el profesor de física Ian Donnelly (Jeremy Renner) y un equipo científico-militar, son enviados a contactar con la intergaláctica civilización y conocer de esta manera sus intenciones. Visualmente cautivadora al punto de lo hipnótico, Arrival se presenta como una de las películas más interesantes, inteligentes y emotivas que nos ha ofrecido el cine sci-fi de este siglo. Además de la excepcional actuación

de Amy Adams –oigan, ¿y su Oscar para cuándo?–, cuyo personaje sirve para desarrollar un tratado sobre el amor y la pérdida muchísimo más profundo y en un tiempo mucho menor que el pretendido por Christopher Nolan en "Interstellar", el filme está sostenido por el extraordinario trabajo de guión de Heisserer, quien recurre como inspiración a un par de títulos clásicos de la ciencia ficción del siglo pasado como Close Encounters of the Third Kind (1977) y Contact (1997), para olvidarse muy pronto y de manera deliberada de las convencionales líneas rectas narrativas, y estructurar un ensayo fílmico fragmentado que se revela, luego, como una historia circular. Se trata de una historia que, entre otras tantas cosas más que yacen en el subtexto, pone en evidencia el estrecho pensamiento humano y las violentas reacciones a consecuencia de nuestra limitada lógica; y además de desarrollar la propuesta de cambiar nuestra forma de pensamiento, o al menos considerar la existencia de una forma diferente de pensar, el filme propone un discurso pacifista con una gran carga humanista que promueve un mensaje de tolerancia e inclusión que nos invita –como individuos y como sociedad local y global– a buscar el diálogo, a procurar la comunicación como camino al entendimiento.



E

l actor estadounidense Brady Corbet debuta tras las cámaras con The Childhood of a Leader, una inquietante historia sobre el germen de la maldad durante la primera mitad del siglo XX. Si revisamos la filmografía de Corbet como actor podemos encontrar información interesante y reveladora de las causas que lo han llevado a hacer con su opera prima una disección de la violencia y la perversidad humana. Antes que nada sobresale el hecho de que su carrera no se haya desarrollado en películas al interior del fenómeno 'mainstream', sino en proyectos con modestos recursos económicos que no pueden –ni quieren– hacerle frente a las propuestas hollywoodenses, pero que por el contrario, poseen un alto grado de complejidad dramática bajo las órdenes de algunos de los más renombrados cineastas del cine internacional contemporáneo como Lars von Trier, Olivier Assayas, Noah Baumbach, Ruben Östlund y Mia Hansen-Love. Pero hay un nombre que destaca entre el de estos talentosos creadores: Michael Haneke. Este nombre en particular nos da pistas sobre la línea que Corbet sigue en su primer largometraje, pues trabajó con el cineasta alemán en Funny Games (2007), el remake que éste hizo de su propia cinta original producida una década atrás, y quien dos años después entregaría su obra maestra: El Listón Blanco (White Ri-bbon; 2009), un profundo y descarnado análisis de la siembra de semillas que dieron fruto al totalitarismo que llevó a la Primera Guerra Mundial. Lo hecho por Corbet en su opera prima podría considerarse una expansión del discurso de Haneke en la cinta ganadora de la Palma de Oro en Cannes y nominada al premio Oscar como Mejor Película Extranjera. Si aquella cinta se situaba varios años antes de la Primera Guerra Mundial, la trama de The Childhood of a Leader tiene lugar justo a finales de este episodio bélico, concretamente durante las negociacio-nes de paz que culminaron con la célebre firma del Tratado de Versalles. Corbet toma como materia prima el relato corto L'enfance d'un chef que Jean-Paul Sartre incluyó en su libro El Muro y escribe el guión junto a Mona Fastvold, dando forma así a la historia de Prescott (Tom Sweet), un pequeño que se ha mudado junto con sus padres a una

villa francesa cerca de la frontera franco-alemana. Su padre, encarnado por el actor irlandés Liam Cunningham (el honorable Ser Davos en Game of Thrones), es una diplomático estadounidense que se encuentra envuelto en las negociaciones de paz, por lo que está permanentemente ocupado en reuniones militares o de viaje. Por otro lado se encuentra su madre, una mujer fría y emocionalmente desapegada (encarnada por la actriz Bérénice Bejo a quien hemos visto en El Artista y El Pasado) que se desentiende del cuidado del pequeño delegando la responsabilidad de su crianza a una nana y una joven tutora; aunque esporádicamente recuerda que tiene un hijo tan sólo para imponerle su autoridad y hacerlo víctima de sus castigos ante sus cada vez más constantes y graves actos rebeldes. Estructurada de manera episódica –Obertura; Berrinche Número Uno; Berrinche Número Dos: Año Nuevo; Berrinche Número Tres: Es un Dragón; Epílogo– y con un ritmo pausado y denso que seguramente alejará a aquellos que se rigen por la ley del mínimo esfuerzo, The Childhood of a Leader es una sobresaliente opera prima que se aleja de las obviedades narrativas de otras propuestas que juegan con la perspectiva del infante y recurre, por el contrario, a una serie de gratas sutilezas y ambivalencias para ir desgranando poco a poco esta transformación casi imperceptible de un niño malcriado en una monstruosa criatura que repite los mismos enfermizos patrones de conducta de los autoritarios y a la vez patéticos adultos que lo rodean y que pretenden castigarlo por sus insubordinaciones cuando ellos mismos no tienen la calidad moral si quiera para juzgarlo por su conducta. Bajo una malsana atmósfera creada no sólo por los secretos y vicios de la familia –sutilmente sugeridos mediante una gran elegancia narrativa–, sino también por el diseño de arte basado en una luz naturalista que colorea las oscuras y opacas tonalidades de la tenebrosa paleta de colores, la astuta y arriesgada dirección de cámaras, la sofisticada fotografía de Lol Crawley y el fenomenal diseño sonoro de Scott Walker, el niño lentamente se va convirtiendo en el gobernante de la casona que, a su vez, va tornándose en un enigmático personaje más gracias a

unos ingeniosos –aunque breves– planos secuencia en los que podemos recorrerla a la vez que lo hace alguno de sus inquilinos o trabajadores. La larga cabellera de Prescott, aunque causante de que constantemente lo confundan con una niña y que aumenta cada vez más su enfado, odio y rencor, es una suerte de trofeo con el que comprueba –hacia otros pero sobre todo a sí mismo– que es poseedor de la facultad de hacer lo que le plazca y cuando le plazca, permaneciendo impune ante sus caprichos. Este poder ilimitado que poco a poco va reuniendo el niño en el retorcido microcosmos familiar es una gran metáfora del fascismo que alcanzará algunas décadas después. Con la clara influencia de Psicología de las masas del Fascismo, de Wilhelm Reich –irónicamente publicado en 1933 cuando Hitler tomó el poder–, Corbet ha utilizado al pequeño Prescott como elemento simbólico del nazismo alemán y el comunismo soviético, desarrollando un tratado sobre el totalitarismo como resultado del abuso de poder –con lo cual su obra se ve emparentada también con la tetralogía del poder del cineasta ruso Aleksandr Sokurov– y las carencias en la educación durante las etapas tempranas del desarrollo intelectual y, sobre todo, emocional. Si bien Corbet no ha encontrado el hilo negro sobre el origen del mal, pues es una tesis ya presentada por otros autores cinematográficos con mejores resultados, se perfila ya como uno de los cineastas más prometedores de su generación al presentar una propuesta fílmica plagada de autenticidad en los terrenos formales –con un toque de sensibilidad europea con lo que logra momentos de evocadora y crepuscular belleza– y de completa honestidad y ecuanimidad en su discurso antifascista. The Childhood of a Leader es un cerebral thriller alejado de toda complacencia temática tan común en el Hollywood actual; un debut arriesgado tanto en fondo como en forma –ojo a la obertura y al epílogo; muestras de un virtuosismo narrativo envidiable– que, posiblemente, lo alejará del público masivo pero que, por otra parte, seguramente lo acercará a un nicho más selecto que está en pos de jóvenes cineastas propositivos, de esos de los que necesitamos ahora más que nunca.



Y

te das cuenta que todos los escaparates brillantes, todas las modelos de los catálogos, todos los colores, las ofertas, las recetas de Martha Stewart, el Día de Acción de Gracias, las películas de Julia Roberts, las montañas de comida grasienta, intentan alejarnos de la muerte. Sin conseguirlo. La gente siempre lee atentamente la etiqueta de sus productos favoritos para ver cuántos productos químicos contienen, y después suspiran resignados mientras los meten en el carrito, mientras piensan: «es malo para mí; es malo para mi familia... pero nos gusta.» Nadie piensa en la muerte en un supermercado." Una reflexión un tanto similar a ésta –propuesta por la española Isabel Coixet en Mi vida sin mí (2003), un drama existencialista inspirado en el libro Pretending the Bed is a Raft de la escritora Nanci Kincaid– en la que habla de la manipulación del individuo, es la que sugiere la premisa del filme animado La Fiesta de Salchichas, la más reciente guarrada cinematográfica apadrinada por Seth Rogen quien, fungiendo además como guionista junto con Evan Goldberg, Kyle Hunter y Ariel Shaffir, juega a re-interpretar el relato orwelliano Rebelión en la granja, aunque olvidándose del fino estilo del texto firmado por el británico para, en cambio, inyectarle su característico «humor cannábico» y, ahora más que nunca, con una gran carga sexual. La Fiesta de salchichas es un ejercicio que propone un universo similar al de la saga Toy Story de Pixar, sólo que en esta ocasión son los productos de un supermercado de los Estados Uni-

dos los que «viven» en los estantes esperando con gran anhelo el momento en que los «dioses» –entiéndase «humanos»– los elijan para llevarlos al «más allá», una Tierra Prometida en la que vivirán eternamente en armonía y felicidad junto a las admiradas deidades. Sin embargo, el verdadero destino de los productos es revelado para un pequeño grupo que descubre la cruel naturaleza de esos seres todopoderosos, por lo que deberán avisar a todos los habitantes del supermercado sobre el verdadero propósito de su existencia e intentar luchar contra los planes de los dioses en la víspera del 4 de julio, fecha en que acostumbran llevarse a muchos «elegidos». Un extrañísimo pero muy eficaz maridaje entre existencialismo y porno-alimenticio (sí, leyeron bien, así de loca es la película) es lo que tándem Conrad Vernon y Greg Tiernan nos han preparado en la que se ha convertido en una de las sorpresas más inesperadas y satisfactorias del año. Y es que debajo de tanta guarrería gratuita –la mayoría cortesía de las alegorías entre salchichas (penes) y las famosas «medias noches» (vaginas) que viven esperando a que llegue el momento de «compenetrarse» en el «más allá»– está codificada una hilarante sátira político-social con un delirante humor políticamente incorrecto con el cual se permite presentar un paralelismo entre la vida en el supermercado y la vida tanto dentro de las fronteras norteamericanas, como a lo largo y ancho del globo. Así tenemos que el establecimiento es una amalgama cultural, un retablo enormemente diverso pero tam-

bién intolerante y racista –ojo a la referencia directa al nazismo y al conflicto radical entre las facciones político-religiosas entre Palestina e Israel–. Así, de manera inesperada, La Fiesta de las Salchichas abre un espacio para hablar del respeto y la tolerancia; lanza una invitación a encontrar puntos en común que nos unan y no centrarnos en lo que nos separa, a reconciliar nuestras diferencias que nos frenan no simplemente como sociedad, sino como una sola humanidad. Y como si eso fuera poco, cuando la segunda parte llega, un trasfondo teológico-existencialista se hace presente con uno de los más ácidos argumentos en contra de la existencia de Dios. La película hace patente la necesidad humana de creer en un ente superior o en la existencia de una vida más allá de la muerte; una visión miope que ha sido heredada de generación en generación por –ya demasiados– siglos y que ha servido a las religiones –no sólo la católica, hay que ser objetivos– como herramienta de manipulación del individuo para comportarse bajo ridículas, retrógradas y antinaturales normas so pena de negarles la celestial vida eterna de no acatar las órdenes. Las sentencias de la película son contundentes: todos somos iguales, ni nuestras creencias, ni nuestra raza nos hacen mejores o peores, no somos "los elegidos"; el más allá, las vidas eternas, las reemcarnaciones... son sólo invenciones teológicas. Todo lo que tenemos es el aquí y el ahora, y es fugaz. Ya dejémonos de tantas chingaderas.



O

livier Ducastel y Jacques Martineau, el tándem francés responsable de aquel filme fundacional Jeanne et le garçon formidable (1998) –una ópera prima musical que resultó ser heredera directa de Jacques Demy– presentan su sexto largometraje en el que nos ofrecen una lección de cine que se desmarca del común de las propuestas LGBT. Théo et Hugo dans le même bateau, título referencial a Celine and Julie go boating (1974) del sensacional Jacques Rivette, inicia a golpe de música electrónica y luces neon en contrastantes y complementarios rojos y azules para sublimar el sexual encuentro casual de dos extraños a las 4:27 a.m. en el club sexual L'impact, en París, donde decenas de anónimos se entregan a un frenesí de placer y donde, lentamente, los cuerpos de los protagonistas se van encontrando para, desde ese momento, no volverse a separar. Théo et Hugo dans le même bateau es un sobresaliente drama erótico/romántico presentado casi en tiempo real que lo mismo abreva del espíritu de Pasolini a la vez que evidencia sus influencias del cine de grandes directores contemporáneos que han resuelto tesis sobre las relaciones humanas como Andrew Haigh con Weekend (2011) y Richard Linklater con su im-

pecable trilogía Before sunrise (1995), Before sunset (2004) y Before midnight (2013). Y es que tras la apabullante secuencia inicial con dieciocho minutos de erotismo puro, da inicio un romántico relato sobre la posibilidad del amor que se encuentra siempre bajo la ominosa presencia del VIH cuando Hugo (Francois Nambot) revele ser seropositivo. Esta confesión casual da un giro a lo que inicialmente sería una velada en el departamento de uno de ellos y los lleva directamente a un cercano hospital para que Théo (Geoffrey Couët) inicie el tratamiento de emergencia pues no utilizó preservativo. Tras el incidente –que acarreó sustos y rencillas en la incipiente pareja– da inicio una sui generis velada en la que, aproximadamente por una hora, deambulan por Paris, conociéndose más a fondo; conversando sobre sus ilusiones y anhelos en la vida tanto en lo profesional como en lo personal. Ya sea sobre bicicletas, en metro o a pie, juntos van creando un íntimo microcosmos romántico en el cual también se presentan algunas pinceladas de realismo social, pues además de abordar el tema del VIH, también habla del tema de los refugiados inmigrantes o las personas mayores obligadas a trabajar por la insuficiente pensión. De esta manera tenemos en Théo et Hugo dans le mê-

me bateau no sólo un notable filme (homo) erótico/romántico, sino una pieza con carga política y social que no recurre al melodrama telenovelesco o al tremendismo, sino que crea un ambiente de normalización de la figura de la homosexualidad; además, sin resultar forzada, didáctica, moralina y mucho menos aleccionadora, pone bajo sobre la mesa el tema del SIDA. La elegante puesta en escena está basada en la interacción de los protagonistas por la ciudad vacía durante la madrugada; la lente de Manuel Marmier captura la sorprendente química emocional/romántica/sexual que logra la dupla histriónica conformada por actores enteramente comprometidos con la historia y con los personajes. Con silencios, miradas y diálogos naturales, honestos y auténticos, consiguen una química tan sensacional que nunca dejan ver su inexperiencia actoral. Théo et Hugo dans le même bateau es una lección de cine que retrata un fragmento de vida de una pareja de homosexuales mientras se descubren mutuamente y una conexión emocional se gesta entre estos dos amantes; es, al tiempo, un relato potente, delicado, complejo y maduro tanto cinematográfica como emocionalmente y con muchas capas que quedan pendientes por descubrir tras un sola apreciación.



E

l quinto largometraje de Mia Hansen-Løve llega a las salas mexicanas tras haber ganado el Oso de Plata a la Mejor Dirección en la pasada edición del Festival Internacional de Cine de Berlín. En El Porvenir, la ex actriz firma el guión en el que desarrolla una elegante tesis sobre las secuelas del tiempo en la vida de una mujer madura que creía tener la existencia resuelta por el resto de sus días; pero el arribo de los inevitables estragos del tiempo a su vida convierte su zona de confort en un entorno inhóspito que la obliga a replantearse sus decisiones, responsabilidades e identidad. La protagonista de El Porvenir, Nathalie Chazeaux (interpretada por la siempre extraordinaria Isabelle Huppert), es una profesora de filosofía casada y con dos hijos, que se desenvuelve sin contratiempos mayores a los que se enfrenta cualquier otra profesionista de su edad. Sin embargo, el futuro llega intempestivamente y se instala en su vida a través de una secuencia de tragedias –pérdidas familiares, traiciones sentimentales y declives laborales– que van demoliendo uno a uno los pilares que sostenían su vida. Si ya con su película anterior, Eden (2014), la directora había entregado un trabajo notable en el que, por cierto, tomaba como excusa la carrera como DJ de su hermano Sven para abordar el tema del paso del tiempo, la nostalgia por lo perdido y la idea de la vida que nunca tendremos, ahora con El Porvenir va mucho más allá y dedica su radiografía emocional a la antesala de la tercera edad a través de algunas de las experiencias de vida de su madre. Se trata de una pieza cinematográfica soberbia en todos los aspectos; un antes y después en la filmografía de una de las directoras más interesantes no sólo del cine francés, sino de toda Europa;

un trabajo de gran honestidad y madurez en el que permite a la cámara de Denis Lenoir abandonar a un lado toda clase de artificios narrativos y pretensiones formales para centrarse en llevar un registro con la mayor naturalidad posible de la vida de Nathalie, quien representa la encarnación de la máxima existencialista: «la existencia precede a la esencia». El Porvenir es un ejercicio nostálgico que voltea la mirada desencantada hacia el pasado para poder hacer un recuento de lo que se perdió y lo que fuimos, tan sólo para después regresar la vista al frente y obligarnos a sobreponernos ante la premonitoria visión de lo que nunca seremos. Sin embargo, Nathalie, pese a lo perdido, a lo que ya no es y jamás será, no guarda resentimiento alguno o se deja guiar por una actitud autoindulgente; sí, claramente se ve afectada emocionalmente, pero en medio de esta crisis, el reencuentro con Fabien (Roman Kolinka), un antiguo ex alumno con el que desarrolló una fuerte complicidad intelectual durante su etapa mentor-aprendíz, le permite darse cuenta de que ahora es poseedora de una libertad que jamás había tenido. En el resto la vida de Nathalie no hay ataduras ni compromisos de ningún tipo, por el contrario, ahora existe un infinito horizonte de oportunidades para comenzar de nuevo, de seguir adelante con mayor fortaleza, y tal vez, mucho mejor que nunca. Y es que las pérdidas, lejos de ser un desolador punto final, son un melancólico punto y aparte, tal como lo deja ver HansenLøve en el epílogo con el que cierra los cien minutos de concienzudo análisis del ser humano frente al paso del tiempo y el desconcierto que provoca el desconocimiento de lo que nos espera durante el tiempo que nos resta.



P

or segunda ocasión el canadiense Xavier Dolan recurre a un argumento teatral para transformarlo bajo el esquema visual y sonoro que ha caracterizado su filmografía y lo ha encumbrado como uno de los cineastas más importantes a nivel internacional. Juste la fin du monde, original de Jean-Luc Lagarce, sigue los pasos de Louis, un dramaturgo que, en una suerte de reinterpretación de la parábola del "Hijo Pródigo", regresa a casa tras doce años de ausencia para anunciar su inminente muerte a causa de una enfermedad terminal y se encuentra no sólo con los mismos problemas de comunicación que cuando decidió aventurarse fuera del nido, sino también con los resentimientos y las envidias de quienes nunca han podido atreverse a seguir sus pasos o, por lo menos, a intentarlo. Estructurada de manera capitular con un prólogo, cuatro episodios coronados con sobrecogedores monólogos de cada uno de los miembros de la familia y un crepuscular epílogo que se erige instantáneamente como uno de los más bellos desenlaces en los últimos años del cine norteamericano, el denominado «enfant terrible» del cine canadiense presenta un melodrama existencial de proporciones emocionales inesperadas en los momentos en los que doce años de obligatorio silencio salen a flote en el lapso de una tarde. Echando mano nuevamente de la preciosista fotografía de André Turpin, con quien ya había hecho mancuerna en sus dos películas anteriores –Tom á

la farme (2013) y Mommy (2014)– y en los dos videoclips que ha dirigido –College Boy de Indochine y Hello de Adele– y junto con la base sonora compuesta por Gabriel Yared y la ecléctica curaduría musical pop en la que destaca Home is where it hurts de Camille y Dragostea din tei de O-Zone, Dolan presenta el encuentro de Louis (encarnado por Gaspard Ulliel) con una infranqueable barrera comunicativa en su familia: una madre (Nathalie Baye vulgarizada bajo peluca, vestido, maquillaje y accesorios kitsch) que evita a toda costa enfrentarse a un funesto futuro cuyo instinto maternal ya percibe pero que decide mantener en la incertidumbre; Suzanne (Léa Seydoux), una hermana menor que sólo le conoce a través de los artículos que ha escrito en reconocidas publicaciones y con las que religiosamente decora su habitación, la cual ha transformado en un templo de idealización de la ausente figura fraterna y la añoranza de poder seguir sus pasos fuera del retrógrada entorno rural para dirigirse hacia un entorno cosmopolita, pero que también resiente la nula comunicación que Louis mantuvo con la familia desde su partida; Antoine (Vincent Cassel) un hermano mayor cuya aparente indiferencia ante la presencia de su hermano y la incansable diatriba hacia sus logros no son más que las gruesas capas de su impenetrable coraza que impiden se perciban su amor, admiración y envidia por haberse atrevido a no vivir de una manera tradicional con un trabajo monótono, una esposa sumisa

e hijos en un pequeño pueblo perdido; y finalmente, Catherine (Marion Cotillard), esposa de Antoine quien vive permanentemente bajo los maltratos emocionales de su esposo y quien le revela las verdaderas emociones de su hermano respecto a su vida lejos de casa. Juste la fin du monde es el trabajo más melodramático del cineasta y a la vez el más pesimista. Se trata de una disección de la institución familiar que, se dice, debe ser el principal pilar y último refugio de todo ser humano; sin embargo, el filme muestra a la familia como una entidad insoportable que enfrenta al protagonista a una encrucijada existencial: si vivir bajo ese opresivo techo representó en algún punto la muerte espiritual y la partida fue la única manera de «vivir», ¿por qué ahora se regresa a casa cuando lo que menos se tiene entre las manos es «la vida»? Con el constante uso de close ups que escudriñan los gestos y miradas que revelan aquello que resguardan los silencios y las verdades a medias, y en yuxtaposición con la hiperestilizada estridencia videoclipera que caracteriza su obra audiovisual, el quebequense presenta una sustanciosa y catártica pieza cinematográfica que, durante noventa y cinco minutos, escarba sin piedad en la culpa y los resentimientos que yacen entre en estas cuatro paredes que, en poco más de una década, han terminado por transformarse en los límites de un panteón de sueños rotos.


E

strenado internacionalmente al margen del concurso en el Festival Internacional de Cine de Venecia el año pasado, el más reciente documental de Amy Berg –reconocida por sus trabajos de denuncia social como Deliver us from Evil (2006), West of Memphis, (2012), An open secret, (2014) y Prophet's Pray (2015)– propone un íntimo acercamiento a la figura de uno de los estandartes del contracultural movimiento hippie en la década de los 60: Janis Joplin. Como sucede habitualmente con las celebridades que han alcanzado el estatus de leyendas, prácticamente ya se ha dicho todo sobre ellas; sin embargo, el mito a su alrededor ha sido erigido por terceras personas que, evidentemente, lo han hecho desde un punto de vista enteramente subjetivo. Pero Janis: Little Girl Blue es una propuesta un tanto diferente a los típicos documentales en los que unas cabezas flotantes ofrecen su testimonio sobre alguna celebridad al tiempo que en pantalla se intercalan fotografías y videos de archivo que, de manera redundante, nos muestran lo que las voces en off nos están narrando. Y es que si bien el documental no escapa de los convencionalismos formales al presentar entrevistas testimoniales de familiares, amigos y amores perdidos de «la Reina Blanca del Blues»

mientras se proyectan en pantalla fotografías y videos de archivo, son las hasta ahora inéditas cartas que la cantante escribió para sus seres queridos las que convierten al trabajo de Amy Berg en un trascendente documento cinematográfico que va más allá de un sentido homenaje a esta emblemática figura del Rock and Roll. Bajo una estructura muy similar a la utilizada por Stevan Riley en su documental Listen to me, Marlon (2015) –en el que cientos de horas de grabaciones de audio inéditas de Marlon Brando marcaron la pauta de la cinta–, la cineasta angelina da forma a los cien minutos de su filme de una manera audaz, dinámica e íntima de la cantante que, incluso ya convertida en leyenda musical, jamás logró superar las inseguridades emocionales que el rechazo y el acoso escolar le marcaron con fuego en el alma. Las cartas –aquí leídas por la cantante conocida como Cat Power, poseedora de un timbre vocal similar al de la figura de estudio del documental– dan forma a una narración en primera persona y son íntimo testimonio de que, pese a su talento, ambición y éxito avasallador, era al tiempo insegura, frágil, ingenua y perpetuamente insatisfecha; evidentes secuelas emocionales de la educación y presión social de su natal y aún ultraconservadora Texas. Los

estigmas de marginación y rechazo –incluso por parte de sus padres quienes nunca aceptaron su estilo de vida y anhelaban que se convirtiera en profesora en el infame pueblo de Port Arthur– la acompañaron en todo momento. Su necesidad de aceptación nunca desapareció, estuvo con ella incluso a la hora de subir a los escenarios, en esos esporádicos instantes en los que su angustiado espíritu tomaba el dolor como materia prima para transformarlo en desgarradores cantos de rebeldía y libertad, en codificados mensajes de ayuda que, lamentablemente, fueron mucho más claros tras su prematura partida el 4 de octubre de 1970 con tan sólo 27 años. Janis: Little Girl Blue es un trabajo imprescindible que, pese a no descubrir el hilo negro del género biográfico documental y a no presentar datos realmente reveladores –una búsqueda rigurosa por la red hubiera arrojado los mismos datos presentados en el filme–, sobresale por dejar de lado el amarillismo y la curiosidad mórbida que inevitablemente despiertan las figuras rodeadas de excesos como la de «la Bruja Cósmica», y por el contrario, centrarse en los claroscuros episodios de este maravilloso aunque fugaz astro que, con una precipitada carrera de menos de diez años, se volvió eterno.


E

l cineasta iraní Jafar Panahi no tiene permitido hacer cine, escribir guiones, abandonar su país y ni siquiera dar entrevistas hasta el 2013. Así lo dictaminó el régimen islámico tras su detención en 2010 cuando fue acusado de realizar filmes en contra del gobierno y por protestar pacíficamente en contra de los resultados de las votaciones que arrojaron como presidente electo a Mahmoud Ahmadinejad. Sin embargo, sabemos que Panahi -tras haber sido liberado bajo fianza- ha hecho todo menos dejar de hacer cine, y con gran ingenio y el incondicional apoyo de amigos y familiares, ha logrado estrenar sus películas alrededor del mundo en los más grandes festivales. Legendaria es ya su hazaña que le permitió estrenar en Cannes su filme irónicamente titulado This is not a movie: fue almacenada en una USB escondida dentro de un pastel y así llegó hasta la costa francesa donde comenzaría su recorrido por el mundo. Luego, Panahi se las arregló para realizar junto con su compañero Kambozia Partovi otra película: Closed curtain (Pardé; 2013), un trabajo de ficción que fue presentado en el Festival de Cine de Berlín donde obtuvo el Oso de Plata como Mejor

Guión. Su nueva película, Taxi Teherán, también ha logrado ser estrenada en la Berlinale, llevándose incluso el Oso de Oro y el premio FIPRESCI otorgado por la prensa internacional-, y ahora finalmente la podemos ver en México gracias a la 60 Muestra Internacional de Cine de la Cineteca Nacional. Desafiando nuevamente al régimen y su veto cinematográfico, Panahi se hace pasar por taxista, y con sólo un par de cámaras colocadas en el tablero del vehículo, ofrece una lección de cine no sólo por la estupenda puesta en escena que juega inteligentemente a mezclar la realidad con la ficción con los limitados recursos narrativos y de producción, sino porque logra crear un retrato social que deja expuesto no sólo al absurdo régimen que gobierna Irán, sino que también se aventura a evidenciar la crisis moral y la hipocresía de la sociedad a través de una galería de personajes como una maestra, un cínico ladrón, una mujer inconsolable con su esposo inconsciente en las piernas que ha resultado herido en un accidente, un enano que vende películas pirata a domicilio, el cliente de este comerciante, un par de mujeres que tienen urgencia por llegar a una fuente antes del mediodía, así como la pequeña so-

brina del cineasta a la que debe recoger a la salida del colegio. En este claro homenaje a su colega y maestro Abbas Kiarostami -que utilizó este mismo recurso en su película Ten (2002)-, Panahi mantiene su característico humor ligero y vuelve a maquillar con tragicomedia la más mordaz de las críticas; de esta manera nos mueve hacia una profunda reflexión sobre el poder revolucionario del arte. El director de El Globo Blanco (Badkonake sefid; 1995), no duda ni un instante en manifestar -aunque con gran elegancia y sutileza- su indignación sobre el sistema regente; para Panahi, filmar es su acto más trasgresor, y así él sigue luchando de manera inteligente desde su limitada trinchera contra el régimen opresor que le prohíbe hacer películas. Taxi Teherán es su nuevo y poderoso acto de desacato -de los más revolucionarios dentro del cine moderno- con el que hace una invitación a no rendirse ante las posturas políticas radicales y opresoras como la censura; una invitación a la lucha desde el interior, tomando como herramientas las posibilidades que actualmente ofrece la tecnología.


L

a opera prima del italiano Jonas Carpignano aborda la terrible problemática de los inmigrantes y refugiados en Europa, pero particularmente en Italia, país que ha reemplazado a Grecia como principal punto de entrada de migrantes tanto de África como del Medio Oriente. Mediterránea es en realidad la expansión de la premisa presentada en su cortometraje A Chjàna (2012), el cual se centra se centra un par de jóvenes inmigrantes en Italia que se ven envueltos en los disturbios raciales ocurridos en 2010 que se convirtieron en los más sonados en la historia de aquel país y en los más violentos actos considerados como una literal «cacería de inmigrantes». La trama se centra en la odisea de dos migrantes: Ayiva (Koudous Seihon) y su mejor amigo Abas (Alassane Sy); ambos parten de la capital Ouagadougou, atraviesan el desierto donde son atacados por saqueadores para después aventurarse en el Mar Mediterráneo con miras a llegar a Sicilia sobre una destartalada lancha neumática que zozobra y tiene que ser rescatados por las autoridades italianas y obligados a tener que trabajar largas jornadas por tan sólo unos cuantos euros.

Con un estilo asentado en el cine documental, Carpignano retrata la vida de estos migrantes que han decidido escapar de la insostenible situación en su natal Burkina Faso –localizado en África Oriental–. Enfocándose principalmente en el personaje de Ayiva, el primer largometraje del italiano apuesta por una propuesta formal con cámara al hombro y el uso constante de close ups que escudriñan la mirada y los gestos de un hombre que busca adaptarse a la nueva vida que se ha visto obligado a elegir para cumplir, a su pequeña hija y su hermana, la promesa de enviar dinero para que puedan subsistir y conseguir un permiso especial para su estadía definitiva en Europa. Mediterranea posee un discurso potente que se centra en el factor humano y social de los hechos de denigración, explotación y odio que llevaron al violentísimo choque racial ocurrido en 2010 en Rosarno (Calabria); dicho discurso encuentra sólidos puntos de apoyo en la habilidad narrativa y el diestro manejo de la oratoria visual de su artífice, quien logra dar forma de una manera tan descarnada como elegante a un desolador drama humano irreprochable. Pero pese a que Carpignano ha en-

samblado con pericia las piezas de un poderoso drama social, es imposible ignorar que ha dejado de lado hablar del problema migratorio como una cuestión política y ha evitado señalar la ironía de cómo el continente que se ha convertido en la última esperanza para millones de inmigrantes engendrados en lugares ahogados en la miseria que el mismo continente ha provocado con los siglos de colonización, explotación humana y saqueo de recursos. Sí, Mediterranea pertenece a ese cine socialmente pertinente, pero sobre todo, necesario, que permite al mundo tener acceso a la realidad social de Europa, aunque carece del contexto político para comprender a cabalidad las complejidades de un problema que pese a ser evidentemente político, no se ha querido atender de manera directa y responsable, por lo que se sigue queriendo minimizar atildándolo de ser una situación grave pero meramente circunstancial de los países «tercermundistas».


E

l cineasta italiano Gianfranco Rosi pone bajo su experimentada lente el tema de la migración y los refugiados en Europa, particularmente centrándose en la diminuta isla siciliana de Lampedusa, meridional zona italiana que desde hace 25 años se convirtió en un punto de masiva llegada de inmigrantes africanos que vienen escapando de la violenta situación en el continente vecino. Con el documental Fuocoammare, Rosi propone un estudio geopolítico a través de un retrato costumbrista de la cotidianidad de tres habitantes de la isla pertenecientes a una misma familia pero principalmente centrándose en Samuel, un preadolescente de doce años con problemas de visión y respiratorios –éstos últimos a causa de una ansiedad completamente anómala para su edad– que disfruta practicar con su resortera y una pistola imaginaria mientras anhela a la vez algún día acompañar a su padre en su bote pesquero.

El resultado del documental –cuyo título hace referencia a una canción del mismo nombre que forma parte de una íntima y breve anécdota que una de las protagonistas del filme comparte a la cámara– es una sobrecogedora experiencia cinematográfica que se coloca más allá de la nota periodística de corte sociopolítico; Rosi, quien pasó más de un año capturando material, presenta un tratado sobre la migración europea y logra plasmar con sobriedad y sofisticación, pero a la vez sin quitar un gramo de crudeza, la desesperación y el horror de la situación migrante en Europa que, en veinticinco años, ha cobrado la vida de más de 20,000 indocumentados que han sucumbido a la implacable travesía en busca de un futuro digno. Ganador del Oso de Oro en la pasada edición de la Berlinale, Fuocoammare" es un poderoso y oportuno documento histórico a la vez que una poética y evocadora pieza cinematográfica.



E

l título de la primera pieza documental de María José Cuevas hace referencia a la película homónima de 1975 que, bajo la dirección de Miguel M. Delgado y con Sasha Montenegro y Jorge Rivero como protagonistas, adaptó cinematográficamente la puesta teatral Las Ficheras (1971), de Víctor Manuel «El Güero» Castro, pero que tuvo que cambiar su nombre debido a la censura de la época. Sin embargo, Bellas de Noche, el documental de la hija menor del pintor mexicano José Luis Cuevas, es un homenaje a cinco mujeres que, como vedettes durante las décadas de los '70 y '80, fueron símbolos sexuales emblemáticos de la vida nocturna en distintos cabarets de la Ciudad de México y de la producción cinematográfica nacional del llamado «cine de ficheras» –inaugurado precisamente con el filme setentero de M. Delgado que se mantuvo por veintiséis semanas en la cartelera. Wanda Seux, Lyn May, Olga Breeskin, Rossy Mendoza y Princesa Yamal son las integrantes del quinteto femenino que, sin pudor alguno –faltaba más–, brevemente testifican ante la cámara sus logros alcanzados cuatro décadas atrás, pero sobre todo, dan fe de la fama como un cruel espejismo, de los inexorables estragos del paso del tiempo y del olvido del público que éste trajo consigo. Con una labor de filmación que se extendió durante siete años y reuniendo casi doscientas horas de material –además de la relación casi familiar que logró construir con sus protagonistas–, María José Cuevas logra en tan sólo noventa y tres minutos presentar un sensible retrato de cinco mujeres que, tras haber estado en los cuernos de la Luna con los personajes que crearon para enfrentarse a la titánica labor que representaba su trabajo frente a las cámaras o sobre los escenarios al estar expuestas al más difícil de los públicos, ahora viven olvidadas por una sociedad que, practicando el culto a la juventud y la belleza, jamás les ha perdonado el pecado de envejecer.

Bellas de Noche le da voz a cinco vedettes multifacéticas que, aunque ahora son ignoradas por la industria del entretenimiento, en su momento representaron un grito en contra de la represión moralina que satanizó la belleza como parte de un espectáculo, que se pronunció en contra de ejercer con libertad su sexualidad y también en contra del uso de su cuerpo como instrumento de trabajo –para los que creen que Gloria Trevi fue transgresora, échenle un ojo al video de Wanda Seux en un programa de televisión y presten atención a su interacción con el público masculino–, y que ahora finalmente nos dejan espiar su aspecto menos conocido, el de las mujeres detrás de los reflectores. Las historias personales de este explosivo quinteto –entre las que podemos encontrar matrimonios fallidos, fallecimientos de parejas, injustos encarcelamientos, diagnósticos de violentas enfermedades, adicciones a las drogas, radicales transformaciones religiosas y un larguísimo etcétera– se muestran sin amarillismo ni juicios mo-rales condenatorios, pero sí con una gran carga melancólica aunque también desde una perspectiva de vida en plenitud; y de esta manera va adquiriendo forma un potente discurso de dignidad, felicidad, fortaleza y reinvención femenina. Se trata de una carta de amor escrita con un elegante lenguaje cinematográfico –la fotografía de la misma directora junto con la de Mark Powell y la curaduría musical en la que no podía faltar La Sonora Santanera– que reivindica no sólo a estas mujeres que sobre los escenarios o frente a las cámaras ofrecieron su lozana belleza al México de finales del siglo pasado, sino también a todas aquellas mujeres que, por su edad y apariencia actual, sobreviven el día a día en una cruel sociedad que las castiga con la indiferencia, el rechazo e inclusive el desprecio que provoca el permanente culto a la juventud y la belleza de las nuevas generaciones.



R

ecordemos ese ya clásico monólogo citado en la cinta de Todo sobre mi madre (1999): "Cuesta mucho ser auténtica, y en estas cosas no hay que ser rácana, porque una es más auténtica cuanto más se parece a lo que ha soñado de sí misma". Y nuestra entrañable 'Agrado' no podría tener más razón: nos esforzamos tanto por impresionar que olvidamos que nuestra esencia es lo que nos hace únicos y distinguirnos del montón. El ámbito laboral actual se encarga de crear máquinas perfectas dedicadas exclusivamente a velar por el beneficio de una empresa, la cual poco a poco nos va extirpando todo rastro de humanidad posible, creando a la vez un equivocado concepto de lo que es el éxito y la felicidad. En el mundo abundan las personas como Ines Conradi, quien trabaja en una importante empresa alemana de consultoría internacional con sede en la ciudad de Bucarest. Es una mujer muy dedicada en su trabajo, bastante competitiva y enfocada en lograr un mayor crecimiento laboral, pero sólo ocasionalmente mantiene contacto con su padre Winfried, un hombre sencillo y bonachón, no muy refinado pero con un enorme carisma que lo convierte en una persona que difícilmente puede pasar desapercibida. Él es de los que disfruta el momento y de los simples placeres de la vida, todo lo contrario a su hija, una "workaholic" determinada a lograr un mejor puesto en su empleo y que trabaja día y noche para conseguirlo. Winfred, en cambio, decidió tomarse unos días para visitar a su hija, después de la pérdida de su único compañero, su perro, que lo había acompañado desde el fallecimiento de

su esposa. Creyendo que podría hallar un poco de consuelo al lado de su hija, lo que en realidad encuentra es a una mujer demasiado ocupada incluso para su propio padre, y que aunque intenta incluirlo en sus actividades, tal pareciera que lo hace más por obligación que por el gusto de estar con él. Y es que a pesar del éxito profesional y una solvencia económica envidiable, Winfried cuestiona a Inés sobre si de verdaderamente es feliz. Se trata de una sencilla pregunta que sacude fuertemente el aparentemente perfecto mundo de Ines. Su padre regresa a casa días después, por lo que Ines planea volver a su cotidianidad, sin imaginarse que un excéntrico personaje comenzará a inmiscuirse en todos sus asuntos. Se trata de Tonni Erdmann, el alter ego de Winfried pero con un gracioso peluquín, dentadura postiza y ropa "elegante", que se presenta como un influyente hombre que seguirá a Ines por todas partes con el fin de ayudar a su ahora fría hija a abandonar ese frívolo entorno en el que se encuentra sumergida. La directora y guionista de esta cinta es Maren Ade -originaria de Karlsruhe, al oeste de Alemania-, quien ya contaba con unos cuantos títulos que circularon por festivales del mundo teniendo bastantes reconocimientos; pero con Toni Erdmann -estrenada en la 69a edición del Festival Internaciona de Cine de Cannes- se colocó bajo los reflectores al obtener el premio FIPRESCI de la prensa internacional, lo que convirtió en una de las cintas imperdibles de este año y la más fuerte contendiente, hasta el momento, en la carrera por el Oscar como Mejor Película Extranjera. Los protagonistas son los hasta ahora desconocidos de este lado

del mundo Peter Simonischek y Sandra Hüller, quienes encarnan con maestría y gracia los roles del hombre excéntrico pero divertido y de la hija seria, estirada y petulante. Y aunque Winfried/Tonni erdman es el corazón de la cinta, Inés es la verdadera protagonista al reflejar la realidad de nuestra cultura laboral actual, que moldea seres que sólo buscan el poder, el prestigio y aumento de sus cifras bancarias por sobre la verdadera felicidad. La cinta también expone el evidente machismo laboral que aún existe en nuestros tiempos y en entornos progresistas, y que en cierta forma nos hace comprender el porqué del obsesivo comportamiento de Ines. Con casi tres horas de duración y un audaz guión que no deja ni un segundo desperdiciado al plagarlo de situaciones altamente divertidas e impredecibles que resultaran "raras" para muchos pero para nada inverosímiles mención especial para la más original fiesta de cumpleaños en los últimos años que se han plasmado en pantalla grande-, Tonni Erdmann logra movernos a la reflexión de una manera tan orgánica, que en ningún momento resulta aleccionadora, y sí, en cambio, emociona y conmueve profundamente. Y aunque lamentablemente no todos tenemos a alguien con peluca y dientes postizos que nos jale las orejas para hacernos ver que estamos por el camino equivocado, afortunadamente existe el cine y los filmes deliciosamente absurdos como este que nos recuerdan que la sencillez, la autenticidad y el nunca perder el humor son las mayores armas para encontrar la felicidad... la verdadera felicidad.



E

l siempre controversial Paul Verhoeven y la siempre extraordinaria Isabelle Huppert hacen mancuerna por primera vez en sus carreras para crear la película feminista más genuina en lo que va de esta década. Inicialmente la cinta estaba pensada para filmarse en Estados Unidos, pero la producción tuvo que trasladarse a Europa pues ninguna actriz hollywoodense quiso protagonizarla. Ésta anécdota no sólo nos habla de la mojigatería y doble moral que impera en la industria estadounidense, sino de la transgresión propuesta por Verhoeven a sus 78 años de edad en Elle, un filme que parte de la violación sexual de su protagonista, pero que utiliza esta violenta y traumática experiencia para desarrollar una tesis sobre el empoderamiento femenino tanto en lo sexual como en lo social. Como se enunció en los renglones superiores, Elle –una adaptación de la novela Oh... de Philippe Djian– detona con una violación. La secuencia inicial es apabullante: Michèle Leblanc (Huppert) es atacada sexualmente en la sala de su casa por un desconocido enmascarado; el episodio es breve pero shockeante para el espectador, pero lo es más la inesperada reacción de la protagonista, pues contrario a lo que comúnmente ocurre en estos casos –buscar ayuda, denunciar al agresor, recurrir a terapia para superar el abuso, etc.–, Michèle decide continuar su vida sin victimizarse, como si nada hubiera sucedido, hablando del tema con toda naturalidad y, sobre todo, sin culpas; y cuando revela el episodio duran-

te una cena casual con colegas, amigos y su ex esposo, lo hace como si estuviera relatando sus actividades cotidianas. La fortaleza para continuar con su vida cotidiana, la asimilación del violento ataque sexual y la resignación ante el aberrante hecho sorprenden a todos los enterados del suceso; sin embargo, nosotros como espectadores –aunque sin problema podríamos reemplazar éste último término por el de «voyeurs»– resultamos aún más asombrados al descubrir que una de las secuelas emocionales de Michèle no es la venganza o el castigo para su agresor, sino la estimulante idea de volver a experimentar un encuentro de esa naturaleza. La película, como tantas otras del realizador neerlandés, ha resultado altamente controversial al ser acusada de «minimizar» el monstruoso acto de la violación; pero es que en realidad no se trata de la «frivolización» del asalto sexual, sino de un caso excepcional en el que la mujer toma la experiencia y la transforma, con un aplomo sorprendente, en un arma de dominación masculina; se trata de un juego del gato y el ratón, un juego de poder en el que ella no está dispuesta a perder, no está dispuesta a ser la víctima. Michèle es una mujer de carácter frío, emocionalmente distante, e incluso a veces podríamos considerarla como un ser humano perverso –la travesura que le juega a la novia de su ex esposo y la manera de tratar a su hijo (por mucho que se lo merezca por ser tan pusilánime) podrían ser suficientes razones para ganarse ese adjetivo–

pero esa personalidad se ha ido forjando con años de combate contra un mundo machista, patético, ignorante y prejuicioso: como exitosa profesionista ha tenido que lidiar con quienes desaprueban que una mujer se encuentre en la cima de un negocio que «debería ser» exclusivo del género masculino –es directora de una empresa que desarrolla videojuegos con cierto nivel de contenido erótico y violento– y en lo personal se ha tenido que enfrentar al escrutinio social desde la infancia cuando su padre fue enjuiciado por múltiple asesinato infantil, y su nombre se vio ligado con el infame crimen, padeciendo todavía las secuelas de ese escándanlo a través de rumores o ataques físicos de aquellos que no han sabido –o querido– ver que los pecados paternos no tienen necesariamente que repetirse en su linaje. Elle es un excepcional filme que demuestra que las capacidades artísticas de su septuagenario artífice siguen completamente en forma y que son mucho más efectivas que las de muchos cineastas que apenas están entrando a la madurez; se trata de un filme que con inteligencia busca la provocación, que incomoda al público –particularmente al femenino–, que le obliga a experimentar una suerte de epifanía sexual y moral mediante un elegante, mordaz, impetuoso y arriesgado tratado sobre los retorcidos detonantes del deseo humano, de los juegos de poder a través del sexo y de la habilidad de transformar traumáticas experiencias en femeninas armas de dominio masculino.



E

n la muy reciente tradición de Disney de reelaborar/reinterpretar sus grandes clásicos animados en filmes live-action –recordemos que el año pasado estrenó la dignísima Cenicienta bajo la batuta del británico Kenneth Branagh con una carismática Lily James como protagonista–, la nueva versión de El Libro de la Selva se erige como un gran logro cinematográfico que no sólo consigue rescatar el espíritu de aquella emblemática cinta animada y musical de los años 60, sino que, además, logra ser una película de gran valor y trascendencia por sí misma, por lo cual seguramente se convertirá en una gran favorita para el sector más joven de la audiencia masiva que nunca haya visto la cinta original. Pese a que han sido relativamente pocas las veces que la novela El Libro de la Selva (The Jungle Book) de Rudyard Kipling ha recibido tratamiento cinematográfico, ésta no es la primera vez que se realiza una versión live-action de la colección de cuentos folklóricos de la cultura hindú editados en 1984 –también conocida como El libro de las tierras vírgenes– que dan forma a la aventura del niño huérfano que es encontrado por una pantera llamada Bagheera que lo lleva con la colonia de lobos para que lo críen al cuidado del líder Akela y la loba Raksha. La primera vez que un humano dio vida a Mowgli fue en la versión de 1942 bajo la dirección de Zoltan Korda que se regía bajo la estética hindú propia de la historia original y con una producción notablemente artesanal. Sin embargo, el envejecimiento de esta versión ha dado como resultado que la cinta animada de Disney sea la que se mantenga como la más entrañable adaptación de la novela de Kipling, pese a que la occidentalización de la historia borró todo rastro del contexto cultural en el que se desarrolla la trama. Ya en la década de los 90 Disney lanzó una suerte de reinterpretación de las aventuras de Mowgli ya como adulto con Jason Scott Lee como un Mowgli muy musculoso y Lena Headey –sí, la mismísima Cersei Lannister– como el interés romántico de éste, pero el intento de renovación

de la historia resultó realmente lamentable –¿esperaban otra cosa con Stephen Sommers como director?– y con unas nuevas reinterpretaciones de la historia que se lanzaron directamente a video y fueron verdaderamente insufribles. Es así como hemos llegado a la nueva versión de El Libro de la Selva a casi 50 años de la cinta animada de Disney que ahora reimagina el director Jon Favreau, responsable de la primera entrega de Iron-Man y de Zathura –ese descarado aunque efectivo "remake espacial" de Jumanji. Favreau es un probado cineasta con talento para el cine familiar, y aunque una nueva versión suponía una difícil empresa, el director saca adelante el proyecto y entrega una de las mejores cintas de cine familiar que podamos recordar en lo que llevamos de esta década. Principalmente, esto se debe a que cuenta con un estupendo guión –firmado por Justin Marks– que retoma el planteamiento de la cinta original manteniendo la esencia y corazón de la historia, pero que complementa la personalidad de los ya entrañables personajes al dotarlos de una complejidad dramática y emocional inexistente en la versión animada que resultó ser un tanto unidimensional en sus personajes. En este sentido es sensato señalar el gran trabajo en el bosquejo de la personalidad de todos los personajes, sobresaliendo el villano Shere Khan, quien recuerda mucho a otro villano felino de los 90s en el universo animado Disney: Scar, con quien guarda gran parecido por tratarse de un maquiavélico felino con una cicatriz en el rostro, pero del cual se aleja diametralmente puesto que aquí las motivaciones del villano no obedecen a la simple avaricia de conquistar la sabana/la jungla, sino al miedo y desprecio por el hombre colonialista que destruye todo a su paso mediante el uso de la llamada 'flor roja' (el fuego). Así tenemos que esta reelaboración de la historia da un paso más hacia la fidelidad de la historia de Kipling y la dota cierto grado de complejidad y oscuridad, pero nunca deja de lado ese espíritu de aventuras y tono

ligero para el cine familiar, incluso rescata dos de las canciones del filme sesentero: "Busca lo más vital" –inmortal para Latinoamérica con la voz de Tin Tan como Baloo, y ahora reemplazado por el correcto Hector Bonilla– y "Quiero ser como tú" –versionada en esta ocasión por Francisco Céspedes. Pero por supuesto que el aspecto formal no lo podemos pasar por alto, y es necesario señalar el encomiable trabajo que han hecho con los efectos especiales que, como pocas veces visto en Hollywood, éstos funcionan al servicio de una buena historia, y no como cortinas de humo que pretenden ocultar los grandes baches de las historias mediocres que sobresalen sólo por su magnífica estética. Y es precisamente en el aspecto formal de la cinta donde tampoco es justo dejar de señalar lo perfecto de la creación de los animales fotorrealistas a través de lo más actual en el terreno de la tecnología CGI y las mejores voces elegidas a través de un casting por demás excelente: Ben Kingsley (Bagheera), Bill Murray (Baloo), Idris Elba (Shere Khan), Scarlett Johansson (Kaan), Lupita Nyong'o (Kaa) y Christopher Walken (Louie), todos ellos brindando un excelente soporte vocal a las creaciones digitales que acompañan al debutante Neel Sethi –el joven revelación que interpreta a Mowgli– mientras se desenvuelve con gran carisma, naturalidad y frescura rodeado de un ambiente y personajes recreados casi en su totalidad de manera digital. El Libro de la Selva es un ejemplo de lo que debería ser el cine familiar contemporáneo, un cine cuidadoso con su producción, pero mucho más escrupuloso con el trasfondo de la historia que nos quiere contar. Favreau no sólo ha logrado una cinta impecable en su factura, sino también ha hecho una 'reinterpretación' de un clásico bastante digna, y más allá de eso, la ha fortalecido haciéndola más compleja y acorde a lo que merece el gran público: espectáculo y entretenimiento de alta calidad.


E

l vigésimo largometraje en la filmografía del internacionalmente célebre cineasta manchego, estrenado en Cannes donde compitió por la Palma de Oro bajo un gran revuelo por su mención en el escándalo 'Panama Papers', marca su regreso al melodrama. Tres relatos de Alice Munro –Chance, Soon y Silence– sirven de inspiración para que el ganador del Oscar a la Mejor Película Extranjera por Todo sobre mi Madre trabaje un guión tan 'almodovariano' como nos tiene acostumbrados, pero también como es costumbre, a la vez que nos comparte la historia de su protagonista que da nombre al filme, hace un paralelismo con la vida ésta y nos permite adentrarnos en la etapa actual de la vida de Almodóvar, tanto en lo personal como en lo profesional. El encuentro casual de Julieta (Emma Suárez) con Bea (Michelle Jenner), la mejor amiga de la infancia de su hija Antía (Priscilla Delgado) a la que no ve desde hace más de una década, detona una serie de recuerdos que ponen en perspectiva sus actuales planes de dejar Madrid para vivir con

su pareja Lorenzo (Darío Grandinetti) en Portugal. Súbitamente Julieta cambia de parecer, y en lugar de marcharse a otro país con Lorenzo, decide quedarse en la ciudad con amargos recuerdos e instalarse en el edificio departamental que habitó en su juventud para esperar que su hija vuelva a ponerse en contacto con ella. Mientras tanto, entre trabajos esporádicos de corrección de textos, Julieta escribe de manera imparable como actividad catártica para deshacerse de la culpa, la tristeza y el dolor. Así da inicio Julieta, una cinta anómala en la filmografía del cineasta español. Y es que si bien se trata de una obra completamente 'almodovariana' tanto en continente como en contenido –tenemos, por ejemplo, la estructura fragmentada con saltos en el tiempo hacia una incipiente Movida Española (donde conocemos a una Julieta joven encarnada por Adriana Ugarte), las hermosas y muy inspiradas elipsis narrativas, su habitual paleta de colores con el contraste del rojo y el azul para hablar de dos épocas en el tiempo distintas pero también de dos estados de

ánimo opuestos; tenemos también la exploración del mundo femenino, y específicamente, el aspecto de la maternidad–, el manchego deja a un lado los elementos exagerados tan representativos de su estilo visual para centrarse en la potente historia de amor maternofilial con una narrativa mucho más mesurada, depurada y elegante, pero manteniendo siempre la frescura a la que su cine nos tiene acostumbrados. Julieta es una película que, mediante su protagonista, nos habla mucho de su artífice en este punto específico de su vida y de su carrera. Almodóvar se encuentra en un momento de creación artística sosegada sin recurrir a la extravagancia y la presunta transgresión –como en la fallida Los Amantes Pasajeros (2013)– y más bien se ha dejado llevar hacia una etapa de ensimismamiento, soledad, madurez y reflexión que ha dado como resultado una melancólica, sofisticada, emocionalmente demoledora y, aunque no lo parezca, muy arriesgada pieza cinematográfica imprescindible para todos los amantes de su cine.


E

s víspera de Navidad y Sin-Dee está de vuelta. Ella es una prostituta transexual que estuvo un mes en prisión, pero su condena terminó y regresa a las calles de Los Ángeles donde se reúne con su amiga y compañera de profesión Alexandra, quien además de dedicarse a la prostitución también está probando suerte en el mundo del espectáculo. Al estar conversando sobre lo que ha sucedido en ausencia de Sin-Dee, Alexandra le informa, por error, que Chester, su proxeneta y novio, le ha sido infiel con una "mujer biológica" y blanca. Esta accidental confesión desata la furia de SinDee, quien enardecida emprende una búsqueda por los barrios bajos de Los Ángeles, para dar con la mujer con la que la han engañado, darle su merecido y confrontarla con su novio infiel. Paralelo a esta frenética búsqueda, acompañamos también a Alexandra quien esa noche se presentará por primera vez en vivo en un bar de la ciudad, y en su camino se cruza con una serie de curiosas personalidades, entre ellos un cliente y amigo taxista que está pasando unas complicados momentos por la visita de su entrometida suegra.

Con Tangerine: Chicas Fabulosas (Tangerine, 2015), su quinto largometraje, el director Sean Baker, se encarga de mostrarnos la otra cara de Los Ángeles, un mundo cruel lleno de carencias donde la gente se las ve difícil pero de alguna manera logran sobrellevarlo. El hecho de que los personajes principales sean transexuales, situación que para mucha gente aún le es difícil digerir en pantalla, aquí pasa a segundo plano, en gran parte por lo estrepitoso del la trama, el delirante ritmo (sobre todo de la primera hora) y por el excelente trabajo de las actrices principales. Y es que Kitana "Kiki" Rodriguez y Mya Taylor, quien son transexuales en la vida real y ahora están en la mira de Hollywood, nos entregan dos fascinantes interpretaciones muy humanas; de lo más realistas, divertidas y conmovedoras. Sus personajes están tan bien escritos, desarrollados y actuados que terminas por aceptar que, más allá de su condición transgénero son sólo seres humanos solitarios, con una vida difícil, sueños pero no se amedrentan aprecian el significado del amor y la amistad y con gran valor no dejar que el mundo acabe con ellas.

La cinta causó sensación en el pasado festival de Sundance y creo aún más expectativa después que el director confesó la manera en la que fue filmada. Todos los que alguna vez han intentado hacer cine se han encontrado con mucha dificultades por los costos que conlleva filmar, para el director de Tangerine: Chicas Fabulosas esto no fue un impedimento, ya que filmó esta cinta con sólo 3 iPhones 5s y una app llamada "Film pro", logrando un resultado mucho más que aceptable en cuanto a la calidad de imagen y que se coloca al nivel de cualquier cinta filmada de forma tradicional. Pero Tangerine: Chicas Fabulosas no sólo es destacable por la peculiar forma en la que está filmada, la cinta es verdaderamente original e hilarante, inesperadamente divertida y una gran muestra de que para hacer algo de calidad no se necesita un numeroso presupuesto ni el más costoso equipo de filmación, sólo se necesita el talento y el esfuerzo, un ingenioso guión y la pasión a la hora de querer compartirnos una historia.



E

xisten infinidad de películas que abordan el tema de las enfermedades terminales, pero realmente pocas deciden no seguir las pautas del drama lacrimógeno más ramplón, y por el contrario, colocan ante nuestra mirada los aspectos más crudos y menos sublimados de los enfermos o de quienes los asisten en el desgastante (por decir lo menos) día a día hasta el final de su tiempo en este plano. Mis Últimos Días: Las Invasiones Bárbaras (Les invasions barbares, 2003; Denys Arcand), Mi vida sin mí (My Life Without Me; 2003; Isabel Coixet), El Gran Pez (Big Fish, 2004; Tim Burton), Dallas Buyers Club: El Club de los Desahuciados (Dallas Buyers Club, 2013; Jean-Marc Vallée), The Normal Heart (2014; Ryan Murphy) y Los Insólitos Peces Gato (2014; Claudia Sainte Luce), son sólo algunos títulos que han decidido acercarse a la temática desde una perspectiva mucho más humana, sin condescendencias para los enfermos (o sus allegados), ni complacencias para la audiencia. James White, la ópera prima de Josh Mond –productor, entre otras, de Martha Marcy May Marlene (2011) y Simon Killer (2012)–, es el título más reciente que se cuela en esta categoría. Estrenado en el Festival Internacional de Cine de Sundance donde recibió el premio de la audiencia de la sección NEXT, James White es un drama intimista que sigue al personaje epónimo, un inadaptado joven que en la violencia y los comportamientos autodestructivos encuentra una suerte de válvula de escape para sus problemas familiares como el amargo distanciamiento con su padre, su reciente fallecimiento que se presenta, además, con la novedad de que se había vuelto a casar, así como la repentina recaída de su madre que ahora se encuentra en etapa terminal de cáncer. Christopher Abbott (del serial Girls) y Cynthia Nixon (de Sex and the City, otro show de la cadena HBO) dan vida al dúo materno-filial Gail y James que representa el motor para la historia con ecos al mejor cine de Cassavettes personajes ordinarios que transpiran humanidad y se encuentran desprovistos de esos diálogos artificiosos que no

entran ni con calzador pero que al Hollywood industrial le chifla-. Mond nos pone frente a personas ordinarias que intentan sobrellevar su vida y que son encarnados por esta pareja de histriones que ofrecen un trabajo más visceral que metódico. Nixon personifica a la madre que recorre los dolorosos momentos finales de la enfermedad como las abruptas, violentas y agudas recaídas, los episodios depresivos, los delirios –en ocasiones cree que vive en el año 2000 y que George Bush aún es presidente– y algunos cuantos momentos de lucidez fugaz en los que se preocupa por vivir la vida al máximo. Pero en el terreno actoral es ni más ni menos que Christopher Abbot quien sorprende al revelarse como toda una promesa del celuloide al cincelar con sensibilidad y energía su personaje, dotándolo de infinidad de matices; un chico de coraza dura e insensible que no duda en callar a un par de chicas que se están divirtiendo contando anécdotas en un bar o comenzar una pelea en el mismo lugar. No obstante, es evidente que James es sólo un chico temeroso que no sabe cómo lidiar con las tragedias de su vida, por lo que frecuentemente visita antros, consume alcohol entre otras drogas-, se escapa para vacacionar en alguna playa mexicana, tiene ligues ocasionales, etc. Y es que pese a los excesos y la antipatía que pueda generar el personaje central, Abbot puede dotarlo de cierta ternura y carisma para lograr que se genere una conexión emocional con el espectador. James White es una propuesta que se aleja completamente de los clichés del género dramático, no intenta maquillar una realidad para hacerla menos cruda. La historia, presentada de manera fragmentada en episodios mensuales, apenas da pistas de lo que sucede a través de los diálogos, por lo que el espectador tiene que colocar las piezas en sus respectivos lugares para que el relato vaya tomando forma a medida que éste avanza con una cámara que se comporta inquieta y por lo general de manera muy próxima a los protagonistas, quienes por supuesto que no recitan a la perfección una retahíla de diálogos ingeniosos ni aforis-

mos pseudo intelectualoides. No, esta es una historia de gente común, hablando como gente común, tratando de hacerle frente de la manera que mejor saben -o pueden- a la violenta experiencia que es perder familiares y perderse a sí mismos en las condiciones tan atroces como las de una enfermedad como el cáncer. Tanto se rehúsa la película a visitar los lugares comunes del género, que incluso se niega a cerrar con un desenlace complaciente; por el contrario, su final es, aunque ligeramente esperanzador, un tanto ambiguo: los conflictos existenciales del protagonista no se resuelven con la muerte de su madre, esta experiencia no trae consigo una experiencia catártica ni una reveladora epifanía que milagrosamente lo hará cambiar su comportamiento y enderezar el camino. Aquí no se verá un radical cambio de conciencia, tampoco encontraremos moralejas moralinas aleccionadoras, ni mucho menos tantas otras extravagancias que predican los materiales de autoayuda para personas con muertes cercanas –como ese consejero tanatológico con el que James se cruza en la salida del edificio tras el deceso de Gail. James, quizá, estará bien tras la muerte de su madre –tal como le promete entre lágrimas en su lecho–; pero, también quizá, no logre superar la pérdida y el sentimiento aunado al de su resentimiento de rencor hacia su padre, sean los detonantes de una aún más profunda depresión de la que ya no pueda escapar. Tal vez comience, finalmente, a escribir constantemente y consiga un buen puesto en la revista que en una ocasión le negó el trabajo; posiblemente edite su primera novela poco tiempo después, se case y tenga hijos como en el ilusorio relato que comparte con su madre en el baño mientras se recupera de un molesto episodio. Pero también es posible que James muera alcoholizado en un accidente vial donde también perezca una familia entera en el otro vehículo implicado en el fatídico incidente; o posiblemente, caiga víctima de alguna sobredosis. No lo sabemos, y nunca lo sabremos. La vida es así.



E

l jovensísimo cineasta estadounidense Mickey Keating se ha convertido en uno de los talentos emergentes más prometedores del cine de horror indie estadounidense. Su breve filmografía –apenas cuatro largometrajes: Ritual (2013); POD (2015); Darling (2015) y Carnage Park (2016)– presenta trabajos completamente distintos entre sí tanto en fondo como en forma, pero todos ellos con la peculiaridad de haber sido levantados con bajísimos presupuestos y poseedores de una la desbordante creatividad con la que superaron esa carencia económica logrando una excelente calidad técnica, y sobre todo, un sobresaliente ingenio argumental. Filmada en digital y presentada en blanco y negro, Darling es el filme que colocó a Keating bajo los reflectores. Se trata de una historia sencilla: una chica de la que nunca conocemos su nombre –pero que es magistralmente encarnada por Lauren Ashley Carter en un trabajo que recuerda a otros grandes papeles que descienden hacia la locura como el de Baby Jane Hudson (Bette Davis) y Rosemary Woodhouse (Mia Farrow)– es contratada por Madame –Sean Young, sí, la mítica actriz de Blade Runner– para que cuide una decimonónica casona neoyorquina de macabra fama en la que la última chica contratada para la misma tarea terminó arrojándose por el balcón del último piso; lentamente la mansión –presentada de tal forma que comienza a ser la segunda protagonista del relato– comienza a jugar con ella aprovechándose de

su desequilibrado estado anímico y psicológico –carga con una serie de fuertes traumas y perdones no concedidos– comenzando a ejercer influencia sobre ella y dirigiéndola hacia una vorágine demencial de la cual ya no tendrá escapatoria. Keating presenta la cinta en clave mumblegore, lo cual es el resultado de la unión del mumblecore –género caracterizado por producciones de ínfimo presupuesto y actuaciones naturalistas de actores no profesionales con reconocidos exponentes como los hermanos Duplass, Lynn Shelton y, por supuesto, Andrew Bujalski– con algunos de los elementos de las variantes del cine de horror como la sanguinolencia del cine gore. La audacia del director hace que los géneros confluyan de una manera inesperadamente sorpresiva, y como parte de su discurso visual añade a este híbrido numerosas referencias estéticas del cine de los años '60, '70 y comienzos de los '80; de esta manera nos encontramos con homenajes a clásicos de culto de Roman Polanski –principalmente a sus primeros trabajos como El Cuchillo en el Agua, Repulsión e incluso El bebé de Rosemary y El Inquilino– y de Stanley Kubrick –por supuesto El Resplandor. Pero pese a todas las referencias recién señaladas, Keating sabe dejar su impronta en cada secuencia de la cinta, demostrando ser poseedor de un estilo auténtico y un talento para acuñar imágenes perturbadoras pero también con cierto aire poético. Estamos ante un ejercicio de estilo que recurre a

la osadía estética para reforzar la sencilla pero eficaz anécdota, por lo tanto, es necesario señalar el sobresaliente trabajo en conjunto con la estupenda fotografía de Mac Fisken –quien encuentra en la arquitectura de la casa los recovecos ideales para elevar la riqueza estética y sensorial de la historia–, el diseño sonoro con el score original de Giona Ostinelli y el riguroso y certero trabajo edición de Valerie Krulfeifer –pareja del director en la vida real–. La conjunción atinada de estos elementos dan como resultado que el tercer largometraje del director sea mucho más que un simple filme de horror psicológico, y que se transforme en toda una violenta experiencia sensorial profundamente perturbadora que anida por un largo tiempo en la psique del espectador tras su visionado; se trata de un trabajo osado, despojado de complejos y que jamás intenta ser complaciente con la audiencia, y por el contrario, la reta a soportar su aletargado y angustiante ritmo con el mínimo de diálogos y desembocando en un maniático sanguinolento clímax con el que incluso los fans del gore quedarán satisfechos. Darling es un casi desconocido filme experimental que poco a poco está reclamando su merecido lugar como clásico de culto del cine de horror contemporáneo junto a otras joyitas como The Babadook, Está detrás de ti, Dulces sueños, Mamá y La Bruja, y nos advierte no dejar de seguir la prometedora carrera de su artífice.



E

l estadounidense Jeff Nichols es uno de los directores más interesantes en el actual panorama de la industria 'indie' de Hollywood. Ya desde su ópera prima, el prácticamente desconocido drama familiar en clave de thriller Shotgun Stories (2007), demostró tener madera narrativa, un estilo propio –aunque sin ocultar sus referentes a los que homenajea sin el menor reparo–, un talento envidiable para mezclar géneros de manera eficaz, y una potente carga social en sus historias –porque, además, él es quien firma sus guiones, transformando de esta manera sus películas en auténtico 'cine de autor'– que siempre tienen a la familia como núcleo. Su segundo largometraje fue el que lo puso en la mira del público tras estrenarse en la Berlinale; Take Shelter (2011), un humilde drama rural con elementos de thriller y ciertos toques sobrenaturales y apocalípticos protagonizado por el siempre excelente Michael Shannon –su actor fetiche que ha protagonizado tres de sus cinco filmes– y la no menos talentosa Jessica Chastain. En Mud (2012), su tercer filme, dirigió a Matthew McConaughey, Reese Witherspoon y los jóvenes Jacob Lofland y Tye Sheridan –quien ahora encarna a Scott Summers (a.k.a. Cyclops) en X-Men: Apocalypse– para compartirnos la historia de una amistad improbable entre un prófugo y dos adolescentes. Situada también en la Norteamérica profunda, Nichols nos ofreció aquí un tratado sobre la lealtad, el amor, las traiciones y la pérdida de la inocencia. Sin embargo, es en este su cuarto largometraje que el cineasta se consolida como uno de los talentos emergentes de Hollywood más prometedores y con una gran ambición artística. En Midnight Special nuevamente nos coloca un entorno rural como telón de fondo, pero en esta ocasión decide explorar los peligrosos terrenos de la ciencia ficción, saliendo bien librado de esta arriesgada incursión. La cinta inicia de golpe con dos nerviosos hombres (Michael Shannon y Joel Edgerton) hospedados en un ho-

tel de carretera mientras que Alton (el prometedor Jaeden Lieberher a quien vimos el año pasado en St. Vincent al lado de Bill Murray), el pequeño de 8 años que los acompaña, lee cómics bajo las sábanas con la ayuda de una lámpara; a la par, la televisión nos informa que los dos sujetos son buscados por el robo del infante. Cuando los sujetos salen del hotel muy apresurados al salir el Sol, da inicio este thriller sci-fi en el que Nichols inteligentemente va dosificando la información sobre la identidad de los hombres y su relación con el niño al que tan desesperadamente buscan el gobierno estadounidense y un misterioso culto religioso. El guión –que se nota trabajado a conciencia– va tejiendo subtramas con gran astucia y coloca elementos que hablan de la familia, la lealtad, la intrusión del gobierno y hasta el fanatismo religioso y el origen de la fe. En Midnight Special son evidentes las influencias de Steven Spielberg –Encuentros cercanos del tercer tipo y E.T.–, John Carpenter –Starman: El Hombre de las Estrellas y hasta Stanley Kubrick –2001: Odisea del Espacio–, tres legendarios directores con características casi opuestas entre sí pero que aquí encuentran un punto de convergencia gracias al talento de un director que sabe cómo marcar su impronta personal en cada secuencia reuniendo las mejores cualidades del cine de ambos cineastas. Por un lado tenemos un enigmático, fascinante y casi místico thriller narrado con oficio y filmada con una seguridad inusual para un director relativamente novel. Se trata de un trabajo cocinado a fuego lento, que mantiene al espectador en el desconcierto y a la expectativa de lo que sucederá a continuación durante toda la película; además es protagonizada por personajes complejos, bien trazados, y estupendamente encarnados por el acertado casting. Y por el otro lado, tenemos una entrañable historia de un padres que incansablemente busca poner a salvo a su hijo, una premisa sencilla que resulta muy personal para el director, pues se inspiró en su

amarga experiencia particular cuando su pequeño hijo enfermó gravemente; pero por fortuna, Nichols no cae en el error del Rey Midas de Hollywood de convertir sus cintas en productos cursis que recurren al chantajismo emocional, por el contrario, busca generar emociones y sensaciones en el público de una manera más honesta, a través de las atmósferas, las situaciones, los diálogos y el sobresaliente trabajo de cámaras. En su primera película para un gran estudio –aunque mantiene un presupuesto modesto comparado con las superproducciones veraniegas–, Nichols ha realizado una cinta atípica, tanto como thriller como cine de ciencia ficción; y es que es una película que se toma su tiempo para contarnos una buena historia y siempre trata de tomar senderos poco comunes en las historias sci-fi. Nichols no tiene problemas es mantener una trama pausada durante la primera mitad de la cinta –lo cual no quiere decir que sea aburrida, simplemente es un ritmo no habitual para los thrillers–, construyendo una intriga gubernamental bastante oscura; por otro lado, tampoco se priva en ningún momento de insertar momentos de gran emotividad. Midnight Special es una carta de amor al cine de ciencia ficción que desborda imaginería, una pequeña joya del cine sci fi destinada a convertirse en un título de culto. Una vez más, Nichols demuestra su talento y se coloca como uno de los directores estadounidenses que no debemos perder de vista; su próxima película, Loving, es un drama de época que competirá por la Palma de Oro en la próxima edición del Festival de Cine de Cannes y que se centra en la historia real de Mildred y Richard Loving, una pareja interracial a finales de la década de los 50 que fue arrestada, encarcelada y exiliada por el simple y sencillo hecho de contraer matrimonio. Sin duda una cinta que generará gran polémica y de la que ya estamos ansiosos por recibir las primeras impresiones. Mientras tanto, queda aquí la recomendación de este sobresaliente trabajo sci-fi.


E

l segundo largometraje de Daniel Castro Zimbrón –tras su opera prima Táu (2012)– se presenta como una cinta de horror salpicada de elementos de ciencia ficción de la vieja escuela que utiliza las convenciones de éstos géneros para metaforizar sobre la paranoia social que se vive en todo el mundo y que se sustenta en el irracional miedo al otro. Planteada en una realidad donde el planeta se ha detenido y los días se han transformado en un ocaso perpetuo debido a una densa y tóxica neblina causada por un incierto evento apocalíptico que parece haber diezmado a la población que, además, ahora se ve acechada por una extraña y feroz criatura a la que han denominado como «la Bestia». En este contexto, una familia fracturada conformada por el padre (Brontis Jodorowsky en su segundo trabajo con el director) y sus tres hijos –Marcos (Fernando Álvarez Rebeil, también en su segunda colaboración con Zimbrón), Argel (Aliocha Sotnikoff Ramos) y su hermana pequeña (Cami-

la Robertson Glennie) siempre en grave estado convaleciente– vive encerrada en el sótano de una vieja cabaña en medio de un bosque. El conflicto en el filme detona cuando, durante una de sus expediciones habituales en busca de alimento, Marcos desaparece tras un ataque de «la Bestia»; Argel, entonces, inicia una personal búsqueda de su hermano pero en su lugar descubrirá los misterios que guardan la bruma y los infinitos árboles del bosque, así como los macabros secretos que esconde su mismo padre. El inteligente y audaz guión escrito por el mismo director junto con David Pablos (responsable de la laureada Las Elegidas) y Denis Languerand, hace patente una habilidad narrativa sorprendente que encuentra su principal apoyo en una factura técnica impresionante –el elegante movimiento de cámara, la fotografía que exclusivamente empleó luz natural, la música de notas añejas y el sensacional diseño sonoro que, al momento de combinarse, crean impresionantes y sombrías

secuencias oníricas–, con la que el cineasta capitalino nos va guiando a través de atmósferas agobiantes que se acercan a las de la ciencia ficción tarkovskiana –en más de una ocasión nos viene a la mente su Stalker– que se funden constantemente con las del cósmico, estremecedor y apocalíptico horror lovecraftiano. En Las Tinieblas, la historia de esta familia aislada que se refugia del presunto fin del mundo y de «la Bestia» que los acosa, no es más que un mero pretexto para hablar de las dolorosas relaciones paternofiliales –tópico que ya había abordado, aunque desde una perspectiva muy distinta, en su cortometraje Negro hace un par de años– y de la grave situación que se vive alrededor del globo donde sociedades enteras buscan refugiarse del miedo al otro, al «extraño»; buscan resguardarse de esa violencia que acorrala desde distintos frentes –el gobierno represor, el crimen organizado, el narco, el terrorismo, etc.– y que incapacita la posibilidad de seguir adelante.


E

strenada en el Festival Internacional de Cine de Toronto donde obtuvo el premio a la Mejor Película Canadiense, la opera prima de Stephen Dunn retrata el despertar homosexual de un adolescente que, a la vez, sueña con salir de su pequeño pueblo natal para trabajar en la industria cinematográfica como un artista del maquillaje. Nuestro protagonista es Oscar Madly (Connor Jessup), un chico retraído que vive con su padre Peter (Aaron Abrams) y pasa la mayor parte del tiempo con su mejor amiga Gemma (Sofia Banzhaf). Juntos sueñan con mudarse a Nueva York; él busca entrar a una universidad de arte creando un creativo portafolio de trabajo con su extenso e imaginativo repertorio de maquillaje fantástico-horrorífico y poder algún día trabajar en películas de ciencia ficción, fantasía y terror; ella quiere probar suerte como actriz y también prepara un portafolio especial con las fotografías que su mejor amigo le toma. Pero mientras intenta alcanzar su sueño, Oscar trabaja en una tienda estilo Home Depot en donde un día conoce a un nuevo compañero, Wilder (Aliocha Schneider), un adonis originario de Montreal que estará sólo unas semanas en el pueblo y por el que siente una fuerte atracción desde el primer momento; Wilder le envía señales

sexualmente ambiguas, pero Oscar intenta reprimirse a causa de un trauma de la infancia. Closet Monster es una historia coming of age en la que el cineasta canadiense explora en los primeros minutos la difícil niñez del protagonista al enfrentarse a su infancia idílica destrozada tras presenciar accidentalmente un violento crimen de odio contra un chico del colegio y que se vio reforzado por los comentarios machistas y homofóbicos de su padre; además, tuvo que encarar la ruptura familiar con el abandono de su madre y el paulatino distanciamiento emocional con su padre. Estos eventos marcaron profundamente el carácter de Oscar, quien ahora como adolescente intenta a toda costa reprimir sus deseos sexuales porque «aprendió» que eso era un comportamiento reprochable. Stephen Dunn firma el guión que, aunque se desarrolla con una narrativa convencional y con numerosos clichés, su propuesta estética –una rara pero efectiva mezcla del estilo videoclipero de su compatriota Xavier Dolan con música de corte electrónico compuesta por Todor Kobakov y Maya Postepski (además de la curaduría musical con temas de Light Asylum, Bishop Morocco, Tei Shei, Allie X, Austra, Beta Frontiers, Nils Frahn y Ladytron), el surrealismo

desconcertante de David Lynch y el body-horror de David Cronenberg– la convierten en una refrescante propuesta dentro del cine de diversidad sexual. Dunn reviste su opera prima con una gran carga imaginativa y una profunda melancolía, repleta además de simbolismos y elementos fantásticos –la mascota y conciencia de Oscar es un hámster llamado Buffy con la voz de la incomparable Isabella Rossellini: «soy tu espíritu animal»– a los que la fotografía de Bobby Shore captura bajo atmósferas aprensivas y secuencias oníricas que le ayudan al cineasta a diseccionar con sensibilidad una turbulenta infancia desencantada de una familia rota que se anhelaba perfecta y feliz, y la dolorosa etapa de la adolescencia homosexual en un entorno de rechazo, marginación y soledad; ese momento en el que las hormonas están en el punto de ebullición y surge el primer sentimiento de amor, pero que interiormente se agita con la rabia, la frustración y los reproches hacia una madre ausente y un padre represor. Closet Monster es un vibrante, fresco y emotivo debut cinematográfico; un sincero y profundo tratado sobre el significado de ser adolescente.



C

omo una expansión de Milo (2014), su cortometraje filmado aunque nunca estrenado, la opera prima de Micheal O'Shea se presenta como una terrorífica postal en los guetos de Nueva York donde un adolescente afroamericano se entrega a las tendencias vampíricas durante las noches. Milo (Eric Ruffin), un huérfano de 14 años, es el protagonista del relato; su personalidad retraída y sus peculiares intereses por el tema de la muerte, los vampiros y los videos de depredadores cazando a sus presas, lo ha llevado a ser considerado un freak tanto en la escuela como en el bajo barrio de Queens donde vive únicamente con su hermano mayor, un ex pandillero ahora reformado y ex combatiente en las absurdas guerras de Estados Unidos en Medio Oriente. Presentada en el Festival de Cine de Cannes dentro de la sección 'Un certain regard', The Transfiguration supone una bocanada de aire fresco dentro del mancillado subgénero vampírico. Consciente de que la marginación y el vampirismo han ido siempre de la mano, el debutante Michael O'Shea construye un sobresaliente filme a través de la hibridación entre cine vampírico y drama social en el que no hay cabida para la fantasía o el romanticismo que ha rodeado a la figura del no muerto tanto en la literatura como en el celuloide. De esta manera el director presenta a esta solitaria víctima del acoso escolar y pandilleril que encuentra en una peculiar relación que inicia con Sophie (Chloe Levine) –una chica también huérfana que se acaba de mudar a su edificio para vivir con su abuelo– un refugio alterno a la común práctica del

vampirismo –bebe su sangre y roba el dinero de las víctimas– y a su habitación inundada de clásicos e imprescindibles títulos vampíricos grabados en VHS como la seminal Nosferatu (1922), la ochenterísima The Lost Boys (1987) y, por supuesto, el clásico de culto contemporáneo Let the Right one in (2008), a la cual no sólo hace múltiples referencias a lo largo del metraje, sino que deliberadamente toma ciertos elementos para construir la relación que surge entre los adolescentes, con la diferencia que en la opera prima de O'Shea, es él el personaje vampírico y ella quien, de alguna manera, necesita cierto grado de protección, tanto por el hostil entorno como por su violento abuelo. El director tampoco oculta sus influencias de clásicos de culto menos conocidos por las masas como The Hunger (1983), el imprescindible título de Tony Scott donde el vampiro (ni más ni menos que David Bowie) está envejeciendo e incluso al borde de la muerte, o la prácticamente desconocida Martin (1978), de George A. Romero, en donde el vampirismo es en realidad un trastorno psicológico y la práctica vampírica pone a un lado los colmillos para dejar libre el paso a una jeringa hipodérmica. The Transfiguration es una película discursivamente más progresista de lo que podría pensarse; y es que no sólo posee el elemento social con la presencia del tráfico de drogas y armas, además por supuesto el tema de la tensión racial, la marginación y la discriminación dentro de la trama vampírica urbana, sino que se planta de frente en contra del cine vampírico edulcorado que ha reinado en las últimas déca-

das, ese cine con mensaje retrógrada propuesto por la literatura y el cine de género ramplón con títulos como Crepúsculo, esa serie de libros/películas en la que la autora envía un mensaje moralino digno de las normas sociales siglo XV sobre la importancia de no tener sexo antes del matrimonio. Pero The Transfiguration no sólo es el reverso moral de las ideas de la ultraconservadora Stephenie Meyer, sino que es a través de la relación romántico/sexual que su protagonista finalmente encuentra el sendero hacia la redención con un último sacrificio y, de paso, un acto de justicia. O'Shea no sólo propone un vampirismo más «realista», sino que también se proclama contra la "idealización del vampiro", y para ello propone la tesis de la muerte como un proceso natural inherente a la vida y que, si nos proclamamos antinatura y obtenemos la vida eterna, invariablemente ésta terminará por convertirnos en monstruos; se trata así de una tesis que se contrapone a ese fenómeno que se ha propagado para hacer "sexys" a los vampiros hasta el punto de volverlo un símbolo aspiracional; todos quieren ser como él y todas quieren un Edward Cullen que las convierta en vampiras y vivir felices eternamente al más puro estilo Disney. The Transfiguration, por el contrario, es una suerte de variante vampírica del ochentero título de culto Henry: portrait of a serial killer (1986) de John McNaughton, una historia de amor y empatía entre marginados que desafortunadamente no tendrá estreno comercial en cines mexicanos, pero que muy pronto entrará al catálogo de Netflix.


E

l inglés J.G. Ballard fue un escritor referencial de la llamada "nueva ola de ciencia ficción británica" y se caracterizó por abordar principalmente en textos los tópicos sci-fi como las catástrofes ambientales y los efectos de la avanzada evolución tecnológica en la sociedad. Siendo considerado como uno de los autores de culto más influyentes del siglo XX, resulta extraño que el cine haya recurrido a su obra literaria para producir adaptaciones tan sólo en cuatro ocasiones: Empire of the Sun, novela semiautobiográfica llevada al cine por Steven Spielberg en 1987; Crash, trasladada a la pantalla grande por el reconocido director de culto canadiense David Cronenberg en 1996; La exhibición de las atrocidades, adaptada por Jonathan Weiss en el año 2000; y High-Rise, la adaptación más reciente que llega bajo la batuta de su coterráneo Ben Wheatley, ya considerado un director de culto con apenas cuatro largometrajes previos: Down Terrace (2009); Kill List (2011); Sightseers (2012) y A Field in England (2013). El doctor Robert Laing (Tom Hiddleston) es el protagonista de High-Rise, y su llegada a la torre residencial Elysium –la primera de un total de cinco que su megalómano creador Anthony Royal (Jeremy Irons) desea construir para emular los dedos de una mano que surge de la tierra para alcanzar el cielo– es el detonante de este delirante y atemporal retrato social en

el que una esperpéntica galería de personajes –los inquilinos del sofisticado inmueble– sirven como representación de la eterna lucha de clases sociales en el sistema económico capitalista: mientras más arriba de la torre se encuentre un departamento, se tiene mayor categoría y privilegios. Los cinéfilos avezados notarán que la premisa de las clases sociales ordenadas de manera ascendente recuerda mucho a Snowpiercer (2013), el relativamente reciente debut en cine angloparlante del director sudcoreano Bong Joon-ho en el que –basándose en el cómic homónimo de Jacques Lob, Benjamin Legrand y Jean-Marc Rochette– presentaba su tesis sobre el avance de la tecnología, su papel decisivo en el destino de la humanidad, el inmovilismo socio-político y las revoluciones proletarias como eventos necesarios –siempre manipulados y contenidos desde luego por la clase alta de manera imperceptible para las masas– para el correcto funcionamiento de los bien engrasados engranes de la maquinaria capitalista y su naturaleza cíclica. Pero a diferencia de Snowpiercer, la película de Wheatley desarrolla su tesis distópica a través de un discurso visual completamente distinto; el director inglés se apoya en los directores de arte Nigel Pollock y Frank Walsh y en la fotografía de Laurie Rose para crear un mundo claramente futurista pero anacrónico en el que la evolución tecnológica se ve contrapunteada con la

involución del hombre que vuelve a su naturaleza más primitiva en medio de la anarquía, la violencia –psicológica y física– y el sexo. Sin embargo, el discurso pronto se vuelve reiterativo, y cuando la cinta apenas va superando la mitad de su metraje, ésta pierde fuerza en el mensaje que parece extraviarse entre tanto caos y locura, sosteniéndose gracias al impecable estilo visual de su puesta en escena que por momentos alcanza momentos de gran lirismo que nos remiten al maestro Kubrick y su obra maestra 2001: A Space Odyssey (1968). HighRise es una mordaz aproximación al lado más voraz y vil del ser humano, un delirante y orgiástico espectáculo que, pese a que se tambalea durante su segunda mitad –en la que comienza a tomar más importancia la estética de su continente que lo sustancial de su contenido–, vale la pena experimentarse por ser un trabajo arriesgado que mezcla hábilmente horror, surrealismo y psicodelia sin ofrecer concesiones de ningún tipo en pos de alcanzar un público más amplio; por el contrario, se mantiene siempre fiel a su esencia y será de difícil digestión para el público promedio que asista tan sólo por ver a su popular protagonista. Un título que no dejará indiferente a nadie e indudablemente se volverá un filme de culto indispensable dentro del género sci-fi distópico.


E

n su primer largometraje como director, Travis Knight, el actual presidente y CEO del estudio de animación especializada en la técnica stop-motion, Laika, donde se había desarrollado como miembro clave al fungir previamente como vicepresidente y animador principal en las cintas Coraline, Paranorman y Boxtrolls, ofrece un relato coming of age en el Japón feudal con una alucinante imaginería visual y un entrañable viaje de autodescubrimiento. Kubo (con la voz de Art Parkinson, es decir, el ya finado Rickon Stark en Game of Thrones) es un preadolescente que vive junto a su madre en una villa costera donde se gana la vida como juglar relatando fantásticas historias con figuras de origami que parecen cobrar vida propia gracias a las melodías de su «shamisen», un bello y mágico instrumento de cuerdas con el que manipula a sus personajes de papel y asombra a todos los aldeanos. Durante un día de fiesta, cuando se olvida de regresar a casa antes del anochecer –como siempre se lo ha indicado copiosamente su madre–, Kubo se ve obligado a enfrentarse a demonios y fan-

tasmas del pasado que ponen en peligro su vida y la de su madre. El adolescente, entonces, emprende una peligrosa misión para encontrar una mítica armadura perdida que pertenecía a su padre, un legendario Samurai. Knight conscientemente se centra en crear un trabajo de elegante terminado y utiliza elaborados diseños para crear composiciones de gran belleza que, junto con los acordes del score de Dario Marianelli y la fotografía de Frank Passingham, bordan en la pantalla poderosas metáforas visuales sobre el doloroso proceso de crecimiento. Kubo and the two strings es un clásico instantáneo del cine animado que evoca sensiblemente las tradiciones milenarias de la cultura japonesa –como la de su riquísima tradición oral y sus legendarios samuráis, etc.– a la cual retrata con la misma épica característica del cine de Kurosawa a la vez que lo conjuga con las entrañables historias de crecimiento espiritual enmarcado por lo fantástico/mitológico al más puro estilo del mejor Miyazaki. Knight ha creado una impecable tesis sobre los inquebrantables lazos familiares y el reverencial respeto a las tradiciones y los antepasados. Imprescindible.



E

l diseñador de modas texano Tom Ford nos sorprendió a finales de la década pasada al revelarse multifacético cuando volteó su mirada hacia el quehacer cinematográfico y presentó A single man (2009), su sensacional opera prima en la que demostró que su talento estético no sólo tiene lugar sobre las más prestigiosas pasarelas del mundo de la moda sino que también en el universo del celuloide donde nos obsequió una de las mejores experiencias audiovisuales de ese año, pero que además, demostró poseer la habilidad de adaptar –entonces con la ayuda del guionista David Scearce– obras literarias al lenguaje cinematográfico sin demeritar la complejidad y el aura melancólica del material original, y por el contrario, ofrecernos una sofisticada pieza fílmica. Siete años después vuelve a colocarse tras la cámara para presentar Nocturnal Animals, una adaptación firmada por él mismo de la novela Tony and Susan de Austin Wright que sigue los pasos de la mujer del título, Susan Morrow (Amy Adams), una exitosa mujer inmersa en el mundo de la exposición de piezas artísticas y que está casada con un respetado médico, Hutton Mo-

rrow (Armie Hammer), tras haber dado por terminado su matrimonio anterior con Edward Sheffield (Jake Gyllenhaal), entonces un escritor inédito que recién ha terminado su primera novela con una publicación ya inminente. Una mañana Susan recibe un misterioso paquete que contiene un manuscrito: «Nocturnal Animals», y junto a él una nota en la que Edward le pide por favor leerla, ya que siempre la ha considerado su mejor crítica personal; ella accede e inesperadamente se ve sumergida en una historia de tragedias y venganzas protagonizada por un hombre llamado Tony al que Susan no puede evitar imaginarlo físicamente idéntico a su ex esposo, por lo que la fábula comienza a sacudir los recuerdos y las emociones de tal manera que trastoca violentamente su vida cotidiana. Tom Ford presenta esta historia con una narrativa fragmentada extraordinariamente planeada al detalle, y mediante el eslabonamiento orgánico de los sucesos paralelos resuelve al tiempo un estimulante thriller de venganza (la historia del manuscrito) dentro de una historia de arrepentimiento (la historia de Susan). El elegante score de Abel Korzeniowski –esencialmente com-

puesto por unas afligidas y melancólicas cuerdas de violín– en su segunda mancuerna con Ford tras su debut con la ya mencionada A single man, acompaña esta muy afortunada adaptación del lúcido juego de la metatextualidad empleado en la novela y con el cual aquí se da forma en la gran pantalla a una suerte de rompecabezas melodramático-neo-noir sensacionalmente interpretado por una contenida Amy Adams y un formidable Jake Gyllenhaal en el papel dual como el romántico soñador Edward y el devastado y vengativo padre de familia Tony. Con este violento y sofisticado thriller Ford vuelve a exponer a las esferas burguesas como una clase hedonista y prejuiciosa; se trata de un sector social que conoce tan bien –pues forma parte de él– que no duda ni por un instante en representar fielmente ese perpetuo vacío existencial que no puede ser llenado con dinero. Nocturnal Animals representa para el aún novato cineasta su proyecto más ambicioso y arriesgado hasta ahora; el resultado sobrepasa cualquier expectativa y demuestra nuevamente que su talento como narrador es equiparable al de su capacidad artística visual.


A

casi un año de su estreno mundial en Cannes, llega con el premio principal de la sección 'Un certain regard' bajo el brazo la cinta islandesa Carneros (Rams / Hrútar), del realizador Grímur Hákonarson, quien nos sitúa en un remoto valle de Islandia cuya única sustentabilidad económica depende de la crianza de los tozudos ovinos que bautizan al filme. En este minúsculo pueblo conviven –entre otros– Gummi y Kiddi, dos hermanos septuagenarios que se encargan de granjas vecinas pero que, por una razón que nunca nos es revelada aunque se intuye trágica, no se han dirigido la palabra durante las últimas cuatro décadas. Durante uno de los torneos anuales que se realizan para elegir al mejor ejemplar del ganado, la ya conflictiva situación entre los hermanos se agrava cuando Kiddi obtiene el primer lugar del concurso, mientras Gummi se tiene que conformar con la segunda posición. Sin embargo, el punto de inflexión en la trama sucede cuando una plaga comienza a diezmar a los carneros de distintas granjas, por lo que las autoridades sanitarias ordenan el sacrificio de todos los animales criados en el valle para poder erradicar el proble-

ma de manera efectiva, además de dar un plazo de dos años para volver a practicar la crianza de los rebaños o se corre el riesgo de la reaparición de la plaga. Hákonarson –también autor del guión– retrata las rutinarias existencias rurales de los habitantes de esta Islandia profunda que no concibe la vida sin la crianza de carneros, y desde las primeras secuencias de la cinta, el realizador islandés pone de manifiesto la importancia que tendrán estos animales en la historia, no sólo desde el punto de vista socioeconómico –sin la crianza de los carneros muchas familias no tienen la oportunidad de salir adelante y deberán mudarse a otro lugar para comenzar su vida de nuevo– sino también desde un punto de vista metafórico del vínculo familiar de Kiddi y Gummi y la desaparición de su linaje –los carneros que están a punto de ser sacrificados son los últimos de una particular casta, mientras que los hermanos son también los últimos vestigios de su estirpe–. Narrada con habilidad sorprendente con más silencios que diálogos, Carneros se puede colocar en ese peculiar rubro conocido como 'historias míni-

mas' –recordemos aquella maravilla (también islandesa, por cierto) igualmente coprotagonizada por animales de granja: Historias de caballos y de hombres (Hross í oss, 2013; Benedikt Erlingsson)– pero destaca por el humanismo que refleja la historia que, tan sólo en apariencia, está sustentada por los carneros del título, pero que en realidad son sólo un pretexto para hablar de esta peculiar relación fraternal retratada por la lente de Sturla Brandth Grøvlen, quien aprovecha el paisaje gélido para contrastarlo con la naturaleza de la relación inicialmente irreconciliable de los hermanos que se va volviendo cada vez más cordial y afable –aunque esté motivada principalmente por la necesidad de ayuda que por iniciativa–, mientras las inclemencias climáticas se van volviendo más feroces hasta el punto de la completa desolación. "Carneros" es una película cubierta de postales metafóricas y sobresale la última secuencia del abrazo desnudo que se queda impregnada en la retina y que seguramente pasará a los anales de la historia del cine como una de las más bellas postales sobre la reconciliación y la solidaridad humana.


N

o es fácil hablar de la más reciente película del cineasta francocanadiense responsable, entre otras, de Dallas Buyers Club (2013). Y es que el visionado del filme producido por John Malkovich no es una experiencia que podríamos describir como sencilla, pues la premisa de un hombre que pierde a su esposa en un accidente automovilístico y que no parece sufrir pena alguna ante la tragedia es, por lo menos, catártica y desconcertante al tratarse de una historia dramática pero que posee también cuantiosas pinceladas de humor negro en lo que respecta a la muerte, la pérdida y el duelo –o la ausencia de éste–, lo que provoca en ocasiones nerviosismo e incomodidad en el espectador. Tomando como punto de partida el guión original de Bryan Sipe, e impulsado por la propia experiencia de su reciente divorcio, el director de C.R.A.Z.Y. (2007) da forma a un tratado sobre la pérdida, el duelo y las ventajas de ser uno mismo a través del personaje central del relato: Davis Mitchell (Jake Gyllenhaal), un exitoso banquero que, junto a su esposa Julia (Heather Lind), sufre un accidente automovilístico en el que él sale prácticamente ileso pero ella pierde la vida. Sin embargo, el comportamiento de Davis se vuelve inquietante; y es que inmediatamente después del accidente, comienza a padecer una pérdida de identidad y la noción de la realidad. No parece sufrir el más mínimo dolor emocional por la muerte de su esposa y, por el

contrario, dedica sus energías a dos actividades específicas que desconciertan. Por una parte, hace constantes reclamos epistolares a la compañía de la máquina expendedora de dulces del hospital de la que no obtuvo una bolsa de chocolates por la que ya había pagado, estableciendo con ello una extraña pero cada vez más cercana relación de complicidad y apoyo con Karen (Naomi Watts), la encargada de atención a clientes de la compañía responsable del aparato expendedor de golosinas, y con su hijo preadolescente Chris (encarnado por Judah Lewis); esta relación no-amorosa y de cuidado mutuo que mantiene con Karen, y la figura de un extraño guía que representa para su hijo, se convierten en una suerte de energía sinérgica que perpetua el movimiento de cada uno de los miembros del peculiar trío. Y por otra parte, Davis se obsesiona con desarmar objetos para conocerlos y comprender de esa manera tanto su estructura, su funcionamiento y su función; así comienza desensamblando un reloj, una lámpara, un refrigerador... y una casa completa. Y como toda película de Jean-Marc Vallée, su propuesta formalmente impecable va muchísimo más allá de un simple ejercicio de estilo; así que no podía faltar su carga de crítica social, la cual encausa en parte a través de personajes secundarios y en una suerte de reivindicación de los oficios humildes –la encargada de atención a clientes y los trabajadores de demolición a

los que Davis les paga para poder unírseles en el trabajo–, pero principalmente lo hace a través del personaje protagónico que, a consecuencia del estrés postraumático, ha perdido todo filtro doblemoralino, por lo que cuestiona mordaz y constantemente al sistema de "valores adultos" que se sustenta en el fariseísmo, poniendo a prueba el hipócrita constructo en que se ha convertido la vida civilizada en las sociedades occidentales. Y es que para Davis la «demolición» aquí no refleja aniquilación o muerte, sino que se refiere a un proceso necesario para llegar a una renovación, una remodelación a partir de nuevos y mejores materiales; porque la imperiosa curiosidad de estar consciente de la manera en la que están estructurados, cómo funcionan y cuál es la finalidad de los objetos no es otra cosa que la necesidad de conocerse y entenderse a sí mismo; es la deconstrucción de la vida para reconstruirla y experimentarla de una manera más funcional, es tan sólo la máxima metáfora de la película que nos guía hacia el autoconocimiento, a desmontar las piezas que nos conforman para examinarnos, conocernos, y en consecuencia, reconstruirnos con materias primas de mucho mejor calidad, con mejores relaciones humanas que, sin bien son más humildes, son también mucho más trascendentales que una aséptica residencia en Wenchester County, en Nueva York.



C

uatro décadas atrás, el asalto de Darth Vader a la nave de la princesa Leia en busca de unos planos robados marcaba el inicio de una saga que, inesperadamente, alcanzó el nobiliario título de «leyenda». Ahora, finalmente el primer spin-off de la franquicia Star Wars nos revela los detalles de la estrategia que consiguió dichos planos. Bajo la batuta de Gareth Edwards –quien hace un par de años revitalizó al rey de los monstruos (Godzilla)–, Rogue One: A Star Wars Story relata la misión de altísimo riesgo en la que un pequeño grupo de rebeldes se infiltran en las instalaciones del Imperio Galáctico en el planeta Scarif para extraer los secretos de su mortífera arma secreta, y con ello brindarle a la Alianza Rebelde una nueva esperanza en el combate. Jyn Erso (Felicity Jones), es una delincuente que es buscada por la Alianza Rebelde para que los conduzca a su padre, Galen Erso (Mads Mikkelsen), la mente maestra detrás de la construcción de la Estrella de la Muerte, sin embargo, ella no ha tenido contacto con él desde que fue secuestrado por el Imperio para que concluyera el mortífero proyecto; el Capitán Cassian Andor (Diego Luna), un rebelde desde pequeña edad que ahora es el oficial al mando de la misión de inteligencia para localizar a Galen Erso con la ayuda de su hija y para infiltrarse en las instalaciones del enemigo y robar los planos de la poderosa arma del legendario Sith; Bodhi Rook (Riz Ahmed) es un experimentado y disidente piloto del Imperio que ayuda a Erso a transmitir un importante mensaje para los rebeldes y forma parte de la alineación en la misión del planeta Scarif; Chirrut Îmwe (Donnie Yen) es un monje cuya cercanía a la Fuerza –y a pesar de ser invidente– le ha otorgado una fortaleza espiritual que, al combinarse con sus habilidades de combate cuerpo a cuerpo, lo convierten en un "mortal elemen-

to" en la misión; Baze Malbus (Jiang Wen), es un asesino a sueldo y experto en armases, es también el mejor amigo y prácticamente guardaespaldas personal de Chirrut aunque él es escéptico respecto a la Fuerza; K-2SO (voz de Alan Tudyk), un androide del Imperio brutalmente honesto a causa de su reprogramación por parte de Cassian, y que ahora ayuda a los rebeldes debido a que su inalterada apariencia le permite infiltrarse en terreno enemigo sin ser detectado... a menos que tenga que hablar. Este sui generis ensamble –que recuerda mucho al quinteto protagonista de Guardians of the Galaxy por la química que logran a pesar de sus personalidades radicalmente distintas y que resulta en un sagaz movimiento progresista sobre la representación de las sociedades diversas en la pantalla grande– lideran la misión central de Rogue One, un excepcional filme en el que Gareth Edwards logra una sobresaliente conjunción de cine de ciencia ficción de aventuras espaciales y cine bélico cuyo resultado es todo lo que Star Wars: Episode VII - The Force Awakens nunca fue: una aventura original, auténtica, adulta, inteligente... y humana. Se trata de una pieza más del universo originalmente imaginado por George Lucas, pero aún cuando ahora la franquicia pertenece al emporio de Mickey Mouse, en ningún momento se siente un eslabón forzado, y por el contrario, se conecta de manera orgánica con el inicio de aquel clásico filme setentero. Edwards, al igual que J.J. Abrams, sabe cómo dejar su impronta en cada uno de sus filmes, y aquí se nota el toque autoral de su artífice, ese conocido estilo ahora ya depurado desde su opera prima Monsters y pulido en la ya mencionada Godzilla. La historia es presentada con cámara en mano y primordialmente expone el punto de vista de los protagonistas enfrentados a la titánica misión en la que

las posibilidades de sobrevivir son ínfimas, y con el uso de efectos especiales prácticos que sólo son retocados de manera digital en lo estrictamente necesario, el director nos pone directamente en medio de las secuencias de acción más viscerales y realistas de toda la saga, al punto en que podemos sentir la arena y las ondas expansivas de las explosiones. Pese a contar con un presupuesto de $45 millones de dólares menos que The Force Awakens, Edwards astutamente administra los recursos y presenta secuencias rodadas con diestra maestría –las extensas secuencias rodadas en el clima tropical que representa al planeta Scarif son un verdadero prodigio del cine hollywoodense–, borrando así todo rastro de un presupuesto menor, y por el contrario, presenta una propuesta visualmente impecable con melancólica y detallada emulación del espíritu de la trilogía original salpicada de elementos del cine bélico que notoriamente se revisó a conciencia. The Dirty Dozen (1967), de Robert Aldritch o Saving Private Ryan (1988), de Steven Spielberg, son sólo algunos de los títulos que se pueden intuir mientras nos acompañan también las emocionantes composiciones de Michael Giacchino con su score en sustitución heroica de Alexandre Desplat. Y es que Rogue One no sólo es una película entretenida y nostálgica con los suficientes guiños y cameos de viejos conocidos a la saga original como para volverla realmente entrañable; es también un emocionante e inspirador relato visualmente poético y evocador sobre la redención, los sacrificios, la valentía y la unión de pequeñas fuerzas para lograr demoledores impactos. Imprescindible para los warsies, recomendable además para el resto de los mortales en busca de emocionantes aventuras dentro de la caja oscura.


L

a mañana del 15 de enero de 2009, el avión de US Airways pilotado por Chesley «Sully» Sullenberger y el copiloto Jeff Skiles salió del aeropuerto de La Guardia en Nueva York con 150 pasajeros y 5 miembros de la tripulación a bordo; instantes después del despegue, una parvada se estrelló con la nave averiando completamente ambos motores, obligando al experimentado capitán de la nave a realizar un acuatizaje de emergencia sobre el Río Hudson ante la imposibilidad de aterrizar en alguna de las pistas cercanas por la poca altura del avión. Absolutamente todos a bordo de la aeronave resultaron prácticamente ilesos y fueron auxiliados rápidamente. Esta hazaña fue relatada en la autobiografía Highest Duty, de Sullenberger en colaboración con el periodista Jeffrey Zaslow y que ahora el veterano cineasta Clint Eastwood se pone al frente del proyecto –por encargo– de llevar a la gran pantalla con un guión firmado por Todd Komarnicki. Y es gracias a la mano maestra de Eastwood –y al talento histriónico superior de Tom Hanks como el personaje central– que Sully es mucho más que una típica película de desastres y épicas supervivencias. Con una sobria puesta en escena, mediante encuadres precisos y ni una sola escena gratuita, Eastwood nos cuenta la historia mediante una narrativa fragmentada y no lineal, recurriendo además a la presentación de la tragedia desde distintos puntos de vista al darle breves momentos protagónicos a

algunos de los pasajeros del vuelo. Se trata, entonces, de una suerte de rompecabezas detectivesco que emociona como el mejor de los thrillers y que, poco a poco, nos va obsequiando los elementos para la cabal apreciación del suceso, así como de las implicaciones psicológicas que tuvo el evento en el protagonista y las repercusiones económicas para la compañía aérea que busca desacreditar la decisión del experimentado piloto de acuatizar en el río debido a que, según algunos algoritmos y los simulacros virtuales realizados con previo entrenamiento e indicaciones específicas, «demuestran» que era mucho más seguro aterrizar en algunas de las pistas aéreas localizada en algunas millas a la redonda. Pese a ser conocidas sus radicales posturas políticas –abiertamente se declaró a favor del partido republicano y su candidato y finalmente presidente electo Donald Trump– y sus valores ultraconservadores, Eastwood es un nacionalista que, en este caso, no tapiza la película con un discurso «patriotero», aunque por supuesto que están presentes algunas secuencias en las que Eastwood expresa abiertamente el orgullo de ser estadounidense y el amor a su país, como aquella en la que el protagonista, ante la imposibilidad de descansar en el hotel tras la traumática experiencia, sale a trotar por Times Square donde una gran bandera aparece en una de las enormes pantallas; además, en otra de las secuencias que también tienen lugar en la famosa intersección de Manhattan, podemos

apreciar un anuncio de Gran Torino, película dirigida y protagonizada por el mismo Eastwood y que se encontraba en la cartelera en aquel cada vez más lejano inicio de 2009, presentando de esta manera un guiño –¿o autohomenaje?– a su carrera cinematográfica como cineasta y su despedida del mundo de la actuación. Con Sully, el veterano cineasta vuelve a exponer el lado sombrío del «american dream»; sin ironías baratas pero sí con una crítica certera a la burocracia, Eastwood señala a las compañías que no les importó que las vidas de los pasajeros hayan estado en riesgo, sino el daño monetario que les costó la pérdida de la nave. La figura de autoridad corrupta, presente en prácticamente toda su filmografía como cineasta, vuelve a hacer acto de presencia en esta biopic mediante los investigadores de la compañía aérea, un sistema corrupto al que el «héroe», también como en la gran mayoría de su linaje cinematográfico como realizador, deberá hacerle frente. Lo que en manos de otro cineasta menos experimentado hubiera sido una cinta de desastres genérica, en las curtidas manos de Eastwood se convierte en una excepcional historia de determinación y fortaleza humana en situaciones límite, además de una notable parábola fílmica sobre el halo de romanticismo y tragedia que invariablemente envuelve a la figura heroica, en este caso, la de un hombre que salvó la vida de un centenar y medio de personas en las heladas aguas del Hudson.


E

n la segunda película de Matt Ross como director, Viggo Mortensen encarna a Ben, un bienintencionado padre que, en ausencia de la matriarca del clan Cash –internada en una clínica por trastornos bipolares y depresivos– se encarga de la crianza de sus seis hijos en un bosque remoto de Estados Unidos al resguardo de los vicios de la civilización capitalista pero no aislados de la esencial educación que incluye literatura, filosofía, música y hasta tácticas de supervivencia en la salvaje naturaleza. Sin embargo, el fallecimiento de su madre los obliga a salir de la utopía selvática –cimentada en la propuesta de sociedad alternativa planteada por la filosofía anarquista de Noam Chumsky– para evitar que sus muy acomodados padres la sepulten con religiosa ceremonia y, en cambio, que sus restos sean tratados de acuerdo a su voluntad mientras vivía. Pero cuando se encuentran en territorio urbano y se hace presente la discriminación de la sociedad capitalista hacia estos «freaks», detonan violentos cuestionamientos de la familia sobre la educación y la autoridad del patriarca. Captain Fantastic resultará hasta cierto punto provocadora para el público masivo, aunque particularmente para todos aquellos directamente ligados

con la paternidad y la crianza de los hijos, pues se trata de una película que pone sobre la mesa el tema de las sociedades alternativas al margen tanto de las bondades como de los vicios del modelo capitalista que varios filósofos han propuesto a lo largo de la historia; pero a la vez muestra que ningún sistema social y económico está exento de fallas puesto que han sido creados por el Hombre y, tomando en cuenta que entre muchas de nuestras inconsistencias como especie la contradicción es parte inherente de nuestra naturaleza humana, es imposible que un gobierno alcance el éxito total y quede únicamente como un románticamente idealizado anhelo utópico. ¿Hasta dónde la búsqueda de la libertad se convierte en un atentado contra la misma? El fantástico capitán al que hace referencia el título es el mejor ejemplo; tenemos a un amoroso padre de familia que, en aras de proteger a sus hijos del voraz capitalismo –metafóricamente encarnado por el gran Frank Langella como Jack, el abuelo paterno de los niños del clan–, comienza a ejercer un autoritarismo digno de cualquier infame dictador, mientras se enfrenta no sólo a un choque ideológico con su hijo mayor Bo (George MacKay), sino también con los choques generacionales con el adolescente Rellian (Nicholas Hamil-

ton) rebelándose ante la figura de autoridad a la que ha ido perdiendo respeto y admiración por sus radicales y contradictorias posturas. Estrenada en Sundance, Cannes –donde recibió el premio al Mejor Director en la sección 'Un certain regard'– y con una premier especial en el pasado Festival Internacional de Cine de Los Cabos, Captain Fantastic se presenta en clave de fábula utópica y con una galería de personajes entrañables desarrolla su crítica al sistema capitalista que incita al hiperconsumismo; además de lanzar comentarios ácidos hacia la política estadounidense actual. Aunque edulcorada y sin poder evitar caer en los lugares comunes, termina por ser un reflexivo y tragicómico drama familiar de profundidades insospechadas bajo la apariencia de comedia ligera que, con giros inesperados y un humor muy peculiar, explora con audacia las contradicciones de los sistemas económico-sociales con sus ideologías radicales y sus tiránicas libertades. Y este tema, viniendo directamente desde el corazón de Hollywood, a pesar de su complejidad notablemente diluida y plasmada con preciosista fotografía, es ya un logro digno de aplaudir.



E

n el año 2007 el director irlandés John Carney sorprendió a la industria del cine con una pequeña cinta independiente llamada Once. Esta cinta nos presentó la historia de dos músicos (Glen Hansard y Markéta Irglová) sobreponiéndose de una decepción amorosa y nos contaron su historia a través de magníficas canciones de autoría de ambos protagonistas. Fue una producción bastante austera, con el uso de unas sencillas cámaras digitales pero también con mucho corazón. La cinta tuvo un inesperado éxito que culminó ganando el premio Oscar a la mejor canción original (Falling slowly) y posteriormente en una puesta en escena en Broadway. Seis años espués Carney regresó con Begin again; ahora con actores más reconocidos al frente del reparto (Keira Knightley y Mark Ruffalo), un mayor presupuesto y una historia que gira en torno a un productor musical en crisis (Ruffalo) que quiere lanzar a una nueva cantante (Knightley) para así salvarse ambos. Ahora en su nueva cinta, Sing street, el director nos transporta a la época de los 80s con una historia escrita por él mismo y basada en sus años de adolescente en su natal Dublín, hablándonos, entre otras cosas, sobre el primer amor y el despertar musical. Y es justamente ese el común denominador de estas tres cintas: Amor y Música (así con mayúsculas), temas que el director ha demostrado dominar a la perfección, pues ha encontrado la manera de hacer cintas musicales en un contexto más humano, realista e intimista que conquista incluso a la gente que no es fanática del género. El protagonista de esta nueva historia es Connor (el novel actor y músico Ferdia Walsh-Peelo) un joven cuya familia está pasando por situación complicada: el matrimonio de sus padres está a punto de terminarse por diversos problemas en la pareja. A Conor y a sus hermanos les afecta tremendamente la situación pero el adolescente busca refugio en la música, encerrándose en su habitación y usando todos estos problemas como inspiración para sus letras. Una de las principales causas del caos en la familia es la difícil recesión financiera que se vive en Irlanda a mediados de los 80s y que evidentemente los afecta de manera directa, por lo que Conor se verá obligado a cambiar de escuela, a una conservador colegio católico con un estricto y tradicionalista director con el que tendrá bastantes diferencias debido a su rebelde naturaleza. Una ma-

ñana, Conor conoce a Raphina (Lucy Boynton), una chica algo mayor de la que queda fascinado; se trata de una chica sumamente interesante, es aspirante a modelo y posee una enigmática mirada. Él, por supuesto, queda prendado de su belleza e inmediatamente busca la manera de impresionarla. Pero ¿qué podría hacer un chico como él para llamar la atención de una chica tan "cool" como Raphina? A las modelos les encantan los rockstars, así que le dice que tiene una banda y que le gustaría que ella apareciera en un video musical. De manera sorprendente... ¡el plan funciona! Raphina acepta. El único inconveniente es que en realidad no existe tal banda, por lo que ahora será esencial formar una banda... y de manera aún más sorprendente, es que no será tan difícil cómo podríamos creer. Y es que Connor tiene un enorme potencial aletargado dentro de sí para la música y comienza a reclutar compañeros de su colegio para así comenzar a tocar. Brendan (Jack Reynor), su hermano mayor, se convierte en una suerte de mentor y en un gran apoyo. Y es que Brendan se siente frustrado por no haber logrado materializar sus anhelos, no haber logrado todo lo que quería y no quiere que su hermano vuelva a cometer el mismo error que él; así que le comparte sus experiencias, le aconseja y contagia su excelente gusto musical por las grandes leyendas del rock para que su banda encuentre inspiración y un estilo propio. Es así que "Cosmo" (nombre artístico de Conor) y su banda Sing Street (el nombre es un homenaje a Synge Street CB, colegio donde estudió) se sumergen a las tendencias del rock de los años 80 -la vestimenta extravagante, los peinados "a la moda" y el maquillaje característico del glam rock- y graban videoclips caseros que en la época se convirtieron en algo igual de importante que la música que acompañaban. El personaje principal de la cinta es la música, guardando similitudes con las anteriores cintas de Carney pero ahora con un panorama más esperanzador, inocente y divertido. Y es que esas melodías reflejan perfectamente los sentimientos de un adolescente que se quiere comer el mundo. El elenco juvenil es uno de sus múltiples y grandes acierto, ya que todos los personajes son interpretados por adolescentes con gran carisma, destacando en particular el protagonista, el ya mencionado Ferdia Walsh-Peelo, quien con poca experiencia en la actuación pero sí en

la música, hace de Cosmo el chico que todos queríamos ser en la juventud, el chico valeroso y soñador que lucha por sus metas y por la chica de sus sueños, por Raphina, por esa musa que inconscientemente hace explotar todo su talento con su simple presencia, pero que detrás tanta perfección nos muestra también su vulnerabilidad. En el apartado actoral merece una mención especial Jack Reynor, quien encarna a Brendan el hermano mayor y "fracasado" de Cosmo, su contraparte: él encarna a ese adulto en quien la gran mayoría de los chicos soñadores se convierten, ese que por falta de coraje termina con las alas rotas. En Sing Street es un deleite ver a Cosmo y su pandilla en el proceso creativo de escribir sus temas, Carney sabe capturar y transmitir la pasión musical que se experimenta a la hora de ensayar y la completa entrega al presentarse frente a los chicos de su escuela. ¿Qué amante de la música no soñó con formar una banda alguna vez durante su juventud? Incluso el gran Bono, líder de la banda U2, declaró sentirse identificado con todos los aspectos de la cinta, con la pequeña diferencia, de acuerdo con sus palabras, que su banda no era tan buena como los chicos de Sing Street a esa edad. Es difícil hacer esto, pero si tuviéramos que reprocharle algo a la película, es que en su segunda mitad el romance se apodera de la trama y relega a algunos personajes que tenían más que ofrecer -todos nos quedamos con ganas de ver más a ese estupendo chico pelirrojo-; pero para esos que odian las películas se cubran de melaza, no teman, créanme que ese adolescente romántico que todos alguna vez fueron hará que terminen por enternecerse con la pareja de Cosmo y Raphina. Y es que Estamos ante una cinta genuinamente inspiradora y cautivadora que, como era de esperarse, cuenta con uno de los mejores soundtracks que escucharemos este año; se trata de un filme lleno de nostalgia no sólo para los que vivieron y añoran esa fascinante década de los 80s, sino para todo los jóvenes de corazón que desearon hacer algo grande pero creen que ya han dejado pasar la oportunidad. Posiblemente para unos sea precipitado querer arriesgarse a lograr sus sueños y para otros ya sea demasiado tarde, todos viven bajo su propio ritmo, a todos les llega su momento ... y puede ser que este sea tu momento.



M

ientras algunos cineastas intentan permanecer a la vanguardia en la producción y proyección cinematográfica –los famosos 48 cuadros por segundo de Peter Jackson en la trilogía de El Hobbit o el megaegocéntrico proyecto 3D de Avatar de James Cameron, por mencionar sólo un par de ejemplos–, otros de sus colegas saben que el «cine convencional» aún no ha alcanzado la plenitud de sus posibilidades y se han aventurado a desarrollar sus proyectos bajo esquemas que muchos consideran arcaicos, aunque irónicamente, esto los vuelven mucho más arriesgados que los de aquellos que buscan permanecer vigentes mediante los últimos avances tecnológicos. El director Guy Maddin pertenece al reducido grupo de aquellos que continúan explorando las posibilidades del cine de antaño y se ha convertido en una de las voces más propositivas dentro de la escena fílmica no sólo en su natal Canadá sino a nivel internacional, pues desde su ópera prima, Tales from the Gimli Hospital (1988), ha procurado rescatar antiguas técnicas de filmación y montaje, privilegiando el continente por sobre el contenido, aunque nunca descuidando éste último por completo. Su estilo remite a la estética del cine silente y monocromático, así como a las primeras experiencias de pigmentación de fotogramas – Georges Méliès es un referente recurrente durante el visionado de sus obras– y los inicios del cine sonoro. Hablando temáticamente, su cine es una mezcla del horror psicológico de Lynch y el surrealismo de Buñuel; una mezcla bizarra pero muy efectiva en la que varios géneros aparentemente incompatibles confluyen de una manera orgánica; por ejemplo, en Keyhole (2011) reelaboró la historia de La Odisea bajo los parámetros del film noir. Entre los títulos de su filmografía podemos destacar Dracula: Páginas del Diario de una Virgen (2002), en la que

hace una libérrima adaptación de Dracula, de Bram Stoker, pero tomando como personaje principal a Lucy Westenra, la mejor amiga de Mina Harker y primera víctima del vampiro dentro del relato. Pero además de privilegiar el punto de vista de un personaje originalmente secundario, la propuesta de Maddin sobresale por transformar la historia epistolar en una puesta en escena narrada mediante un extenso espectáculo de ballet. Por supuesto todo ello enmarcado bajo una estética de principios de siglo pasado donde la imagen resulta deliberadamente dañada o quemada y los cortes en la edición se caracterizan por ser todo limpios, certeros e imperceptibles. En su más reciente proyecto, El Cuarto Prohibido (The Forbidden Room; 2015), Maddin se enfoca al rescate de fragmentos de películas perdidas de grandes autores cinematográficos con el fin de darles cierta continuidad mediante la imaginación de una trama "nueva". Filmada en los estudios del Centro PHI de Canadá y el Centro Georges Pompidou en París con la presencia de público en vivo, la película presenta una serie de historias que suceden de manera aleatoria y sin sentido, pero bajo esta caótica presentación se esconde el discurso del cineasta. Tras una suerte de prólogo a manera de video tutorial sobre cómo darse un correcto baño de tina, es la historia de unos hombres encerrados en un submarino al que sólo le queda oxigeno suficiente para que puedan sobrevivir un par de días más y la inexplicable llegada de un leñador que podría ser su salvación, sirve como hilo conductor de esta suerte de pastiche oníricosurrealista-filosófico que representa El Cuarto Prohibido, el proyecto más ambicioso de su artífice –acompañado aquí en la dirección por el también cineasta canadiense Evan Johnson– y en el que lleva su característico estilo hasta niveles insospechados. Con ac-

tuaciones de grandes estrellas internacionales –como Charlotte Rampling, Geraldine Chaplin, Maria de Medeiros, Udo Kier y Mathieu Amalric– acompañando a otros histriones prácticamente desconocidos, Maddin desarrolla una cinta que funciona bajo un mecanismo similar al de las muñecas rusas: historias dentro de historias dentro de más historias. De esta manera, entre hombres acosados por mujeres esqueleto y bigotes impostores, recorremos los 130 minutos de delirantes secuencias bajo una estética que deambula entre el sueño celestial y la pesadilla dantesca creada a partir de trucos de cámara y efectos de postproducción como la saturación cromática, el grano reventado, las texturas marcadas, la vibración de la imagen, la y la variación en la iluminación, así como la implementación de varias corrientes como el expresionismo alemán y las vanguardias francesas combinándolas al mismo tiempo tanto con cine silente como con cine sonoro dentro de una misma escena. A El Cuarto Prohibido podríamos definirla como «una cápsula del tiempo del lenguaje cinematográfico»; un trabajo artesanal audaz, un experimento audiovisual psicodélico en el que se dan cita desde la comedia hasta la tragedia, pasando por supuesto por el suspenso y el terror, creándose así una experiencia que resulta imprescindible para comprender las posibilidades de la gramática fílmica y pone en evidencia la carencia del conocimiento de este lenguaje en la gran mayoría de la producción cinematográfica actual. Se trata de un nuevo clásico de culto dentro de la extensa filmografía del canadiense en el que, una vez más, lleva a cabo una revitalización del cine clásico y, también una vez más, da una muestra de que el cine es un terreno aún ampliamente inexplorado y tiene mucho que ofrecer.



E

stamos ante la primera ficción escrita y dirigida por el cineasta Federico Cecchetti pero no es el primer acercamiento a la cultura y tradición del México indígena. El director nacido en la Ciudad de México ya había presentado hace algunos años Raíces, un brevísimo documental centrado en un grupo de mujeres que sanan a través de plantas y métodos tradicionales de su comunidad, y Tres cantos, otro cortometraje documental –aunque ya no tan breve como el anterior– que registra tres ceremonias wixárika en Jalisco. Ahora con El sueño del Mara'akame –la decimoprimera película ganadora del Programa de Óperas Primas para egresados del CUEC– se aproxima nuevamente a la cultura y tradiciones de los wixárika –o huicholes– desde una perspectiva antropológica, un relato sensible sobre las relaciones entre padres e hijos. El protagonista de la historia es Nieri (Luciano Bautista Maxa), un adolescente huichol que anhela tocar, junto con sus amigos, en un concierto en la Ciudad de México; sin embargo, estos sueños se ven constantemente truncados por su padre (Antonio Parra Haka Temai), quien perseverante busca la manera en la que su hijo logre conectarse con su lado espiritual para convertirse, al igual que él, en el próximo Mara'akme de la comunidad. Cecchetti, maravillado por el mágico mundo de los huicholes desde años

atrás luego de su primer encuentro al ser invitado por el mismo Mara'akame Antonio Parra para registrar algunas ceremonias de la comunidad, se acerca a través de su opera prima con un profundo respeto hacia las tradiciones milenarias del pueblo wixárika y a su muy particular cosmovisión que les brinda una manera única de comprender el mundo. Tomando como ejemplo otras importantes propuestas cinematográficas que han colocado su lente sobre esta ancestral cultura –como el reciente extraordinario documental Eco de la Montaña, de Nicolás Echevarría–, Cecchetti no se centra en las amenazas que ha padecido y continúa padeciendo la comunidad en medio de la batalla –misteriosamente silenciada en los medios masivos– entre la industria minera extranjera y la región indígena sagrada Wirikuta, sino que toma ésto como un elemento de apoyo en la narración para dotar de una fuerza mayor a la historia central que habla tanto de los choques generacionales, como de la tradición y su inevitable enfrentamiento con la modernidad –y que al final terminarán en una, también inevitable, hibridación–, e incluso se sumerge en el análisis de la otredad a través de la relación paterno-filial entre Nieri y su padre; además, presenta como nudo principal la encrucijada a la que se enfrenta el adolescente: abandonar el legado cultural de su estirpe para perseguir su sueño adolescente de tocar

con la banda 'Peligro Sierreño' en la gran capital y convertirse en una suerte de 'rockstar', o sumergirse en un viaje iniciático para descubrirse o no poseedor de «el don» que lo guiará a través de los sueños hacia el venado azul que le permitirá acceder a su despertar espiritual y convertirse, al igual que su padre, en el próximo Mara'akame –chamán cantador y sanador– que perpetuará las ancestrales costumbres wixárikas. Confeccionado con honestidad y respeto, y sin caer en clichés, estereotipos o demagogias al momento de retratar al indígena, El Sueño del Mara'akame es un relato con un poderoso discurso sobre la importancia y la riqueza de las culturas indígenas, y que hace uso de un lenguaje cinematográfico un tanto experimental en el que las imágenes –con un gran trabajo del cinefotógrafo Iván Hernández– poco a poco van dejando su inicial tono y estilo realista –aprovechando al máximo las hermosas locaciones del México profundo– para comenzar a presentarse bajo una narrativa onírica y surreal –ojo a la secuencia reveladora en el metro de la Ciudad de México–, terminando por brindarnos una experiencia sensorial sobrecogedora que pocas veces ofrece el cine nacional.



E

l siempre combativo Oliver Stone está de regreso y lo hace a lo grande con una nueva película histórico-biográfica que, afortunadamente, está emparentada íntimamente con su «opus magnum», aquella mítica JFK (1991) y que, también afortunadamente, se encuentra lejos de sus últimos documentales que, bajo un evidente encandilamiento causado por su convicción revolucionaria, siguieron los pasos de un par de fantoches líderes dictatoriales latinoamericanos que, al igual que sus homólogos estadounidenses, son altamente cuestionables en lo ético de sus gobiernos: Fidel Castro en las muy erradas Comandante (2003) y Looking for Fidel (2004), y Hugo Chavez en la realmente vergonzosa Mi amigo Hugo (2014). Su más reciente producción es una efectiva dramatización de los años decisivos en la vida del ahora ex informante de la CIA, Edward Snowden, personaje que desde 2013 vive en Moscú tras ser acusado de traición por el gobierno de los Estados Unidos luego de hacer pública la existencia de un secreto programa de «vigilancia» –para seguir con el juego de los eufemismos que evitan a toda cosa el término «espionaje»– que la Agencia de Seguridad Nacional (NSA) puso en marcha para tener acceso a toda la información web -correos electrónicos, redes sociales, mensajes de texto, conversaciones por Skype... ¡todo!– no sólo de otros países del mundo, sino principalmente de la población estadounidense. Esta historia, además de ser replicada por cada cadena televisiva a nivel mundial hace un par de años, ya había sido mostrada en cines en Citizenfour, película de Laura Poitras que recibió el premio de la Academia al Mejor Documental el año pasado. Snowden, por

su parte, se basa en los libros The Snowden files: The inside story of the world's most wanted man, de Luke Harding, y The time of the Octupus, de Anatoly Kucherena, el abogado ruso de Edward Snowden; ambos textos sirvieron como fuente para que el mismo Stone y el guionista Kieran Fitzgerald entretejieran un eficiente thriller político con una gran carga de cuestionamientos éticos hacia el gobierno estadounidense y las acciones de recolección y uso de información privada de toda la unión norteamericana con la excusa de ser una medida de seguridad contra el terrorismo y el miedo de la población como respaldo a sus acciones: «la mayoría del pueblo estadounidense no quiere libertad, quiere seguridad», dice en algún momento Corbin O'Brien, reclutador e instructor de Edward Snowden en la CIA. ¿Hasta qué punto es «vigilancia» y cuándo se convierte en «crimen»? Ésta es la interrogante que se mantiene de principio a fin en Snowden, película que tiene como principal pilar el fenomenal trabajo histriónico de un Joseph Gordon-Levitt comprometidísimo que no sólo fascina por su estudiada gesticulación sino también por lograr un registro vocal caso idéntico al de el verdadero ex miembro de la CIA, y además, entregarnos una transformación de valores e ideales similar a la que sufre el desencantado –y destrozado– Ron Kovic (Tom Cruise) en la también emblemática Born on the Fourth of July (1989). Stone propone un inteligente e intrigante thriller político con una voz mucho más mesurada y menos vociferante e incendiaria que en otras de sus cintas de corte político; estamos también ante una película más sobria en su propuesta narrativa, una soberbia puesta en escena siempre característi-

ca de su linaje fílmico colmado de mixtura de géneros y formatos cinematográficos, intercalando escenas dramatizadas con invaluable material de archivo. Se trata de una película que posee una profundidad que había permanecido ausente en su obra desde hace prácticamente dos décadas –su última gran película fue Nixon (1995), un drama político electrizante–, y el tema de «vigilancia» totalitaria es tan cercano y con un futuro geopolítico tan incierto, que estremece. Si con el documental de Laura Poitras no se decidieron a cubrir sus webcams, con Snowden seguramente pondrán un parche permanente en las cámaras de todos sus dispositivos. La situación es alarmante pero, paradójicamente, las revelaciones de Edward Snowden no causaron una gran repercusión en la web; las redes sociales siguen siendo el vertedero de nuestras «vidas privadas». Estamos ante una historia que nos demuestra que la humanidad está a sólo unos cuantos años de alcanzar y rebasar la distopía orwelliana antagonizada por «el gran hermano». Con un alto grado crítico, el cineasta vuelve a arremeter contra las mentiras y traiciones de su gobierno, y aunque es verdad que carece de la mordacidad de aquella cinta que indagaba en las conspiraciones del asesinato de John F. Kennedy, se trata de un fallo que no le impide ser una experiencia reveladora para todos aquellos que se perdieron el ya citado documental Citizenfour. Stone, con este documento histórico sobre uno de los episodios más escabrosos de la historia política no sólo de los Estados Unidos sino del mundo entero en lo que va del siglo XXI, nos regala una nueva tesis sobre los excesos del poder.



H

ace ocho años, J.J. Abrams dio un nuevo aire al socorrido subgénero "found footage" con la producción de Cloverfield -me niego rotundamente a utilizar el título en español- que dirigió el entonces debutante Matt Reeves -quien luego se encargaría de la reelaboración del filme vampírico de culto Let the right one in (2007), de Tomas Alfredson- cuya labor dio como resultado un emblemático título de la ciencia ficción cinematográfica contemporánea. Y hasta hace unos meses, no teníamos ni idea que se estaba cocinando una secuela, vaya, ni los actores que la protagonizan tuvieron ni la más mínima sospecha de que estaban filmando una nueva entrega de Cloverfield hasta poco antes de ver los avances oficiales -el guión que ellos leyeron tenía por título The Cellar, aunque cuando comenzó la producción se le cambió el nombre a Valencia puesto que, como se desarrollaba la producción bajo el sello 'Bad Robot' (que produjo Cloverfield), no querían que se vinculara con tanta anticipación el proyecto y se mantuviera la sorpresa hasta el último momento; lo cual funcionó a la perfección. Y es que, para ser más precisos, 10 Cloverfield Lane -dirigida por el también debutante Dan Trachtenberg- no es una secuela directa del filme original; no esperen ver Cloverfield 2 ni en historia ni en estilo narrativo. Aquí estamos frente a una narrativa más tradicional y una historia independiente a la del alienígena que asola Nueva York, aunque sí se desarrolla en el mismo universo propuesto en aquella cinta. Se trata de una de esas cintas a las que ahora les ha dado por bautizar como 'secuela espiritual', como el caso de Everybody Wants Some!! (2016), de Richard Linklater, la cual es una 'secuela espiritual' de su cinta de culto Dazed and Confused (1993).

La trama de la película comienza cuando Michelle (Mary Elizabeth Winstead en el papel más recordado desde Scott Pilgrim vs The World) tiene un accidente en carretera y despierta al cuidado de un hombre desconocido llamado Howard (John Goodman) quien la tiene encerrada por su propio bien en una especie de búnker que los resguarda de lo que él asegura ser una invasión alienígena que ha dejado al mundo inhabitable. En el lugar también se encuentra Emmet (John Gallagher Jr.) un chico que ayudó a Howard a construir el búnker en su granja y que también fue rescatado del exterminio. Sin embargo, Michelle aún desconfía de la palabra de su salvador/captor y comienza a analizar la conducta y puntos vulnerables de su captor para intentar escapar del confinamiento y sobrevivir en el exterior. Los guionistas -Damien Chazelle, Josh Campbell y Matthew Stueckenparten de esa clásica idea anecdótica "presa/captor" y desde ahí desarrollan un inteligente thriller lo suficientemente sólido que podría dar forma a una rentable franquicia de ciencia ficción. Y es que, haciendo justicia a la verdad, 10 Cloverfield Lane va mucho más allá de ser una cinta de ciencia ficción puesto que, en esencia, se trata de una perspicaz cinta de suspenso que recuerda en ocasiones a Hitchcock y su discípulo De Palma durante los primeros dos tercios de metraje girando en torno a las poco claras intenciones del captor y los juegos de poder que se presentan con la víctima en el reducido espacio del búnker -para lo cual la solvencia histriónica de los actores resultó imprescindible. Trachtenberg realiza un ejercicio soberbio -en el más noble de los sentidos-, manteniendo un ritmo preciso y evitando los tiempos muertos mientras dejaba escapar información cuenta gotas para que el espectador

comience a armar el rompecabezas sobre los motivos de Howard; de esta manera nos mantiene absortos de principio a fin sin que podamos prever lo que va a suceder a continuación -a menos que hayamos visto el maldito póster del filme que fue lanzado hace un par de semanas por la misma distribuidora (Paramount) para su estreno internacional. Por su parte, mancuerna del director con Jeff Cutter -director de fotografía- logra un trabajo de cámaras sobresaliente que construye una atmósfera de tensión y claustrofobia de principio a fin, incluso en los momentos iniciales de la película en los que vemos a Michelle en su departamento, los encuadres y el movimiento de la cámara denotan una molestia causada por un tipo de encierro, aunque más psicológico que físico. Ya en el tercer acto, el suspenso se disipa y se dispara la avalancha de adrenalina que no se detendrá hasta que los créditos finales comiencen a correr. En definitiva, 10 Cloverfield Lane es uno de los mejores thrillers del año -y de años recientes; una 'heredera espiritual' de Cloverfield muy inspirada y efectiva que sobresale por darle la vuelta a la película original tomando un rumbo completamente distinto en todos los sentidos. 'Bad Robot' ha entregado un producto veraniego de alta calidad del cual es imposible despegar la mirada y tiene el camino libre para construir una de las más interesantes franquicias del cine-espectáculo moderno; mientras que su director primerizo se coloca como uno de los talentos emergentes en la Meca del Cine al cual no hay que perder de vista, esperemos que no le ocurra lo mismo que a Neill Blomkamp con su decepcionante Elysium (2013).


E

n menos de una década Pablo Larraín se ha convertido en una de las voces contestatarias más importantes de Chile y toda Latinoamérica. Cada título de su aún breve pero contundente filmografía guarda relación en mayor o menor medida con el Chile dictatorial; sus tres primeros largometrajes –que conforman la conocida «trilogía de la dictadura»: Tony Manero (2008), Post Mortem (2010) y No (2012)– se mueven bajo la larga sobra de Pinochet; mientras que El Club (2015), la primera tras esta trilogía, se sitúa en tiempos actuales pero aún con las supurantes heridas que dejó el régimen militar. Finalmente, el director presentará este año dos largometrajes biográficos; uno de ellos marca su debut en el cine angloparlante y tiene como protagonista a –ni más ni menos– Natalie Portman, la ganadora del Oscar que encarna a Jacqueline Kennedy Onassis tras el asesinato de su esposo y presidente de los Estados Unidos, John Fitzgerald Kennedy. Pero mientras ese momento llega, centrémonos en el otro biopic que nos tiene preparado y que ya se presentó en México como película inaugural en la decimocuarta edición del Festival Internacional de Cine de Morelia: Neruda. Se trata de una atípica biopic que sigue al poeta y político chileno (sorprendente Luis Gnecco) durante la época en la que, como senador, acusó fervientemente al gobierno de traicionar a sus camaradas comunistas en el congreso, para luego verse obligado a huir del país cuando el presidente González Videla (Alfredo Castro) le arrebató el fuero ordenando, a la vez, su captura, y poniendo al frente de la «cacería» al inspector Óscar

Peluchonneau (un Gael García Bernal muy certero en tono y ritmo). Larraín no se olvida de retratar la memoria histórica chilena, aunque de manera deliberada se olvida de mantener una legitimidad histórica –el personaje al que da vida Gael García Bernal nunca existió en la vida real, por lo que podemos considerar a Neruda como un apócrifo biopic–; no obstante, este recurso no sólo no le representa ningún contratiempo sino todo lo contrario, le permite trazar con mayor libertad un retrato del convulso Chile en lo político, social e intelectual con una sofisticada mezcla de géneros y estilos narrativos. La película comienza como un solemne drama histórico-político, pero conforme los minutos van pasando y la persecución se agiliza, la narrativa evoluciona hasta alcanzar niveles de osadía y lírica poética nunca antes vistos en la obra del chileno. Neruda es un atrevido y ambicioso filme, un juego lúdico del gato y el ratón en el que cine surrealista, film noir y drama existencialista se mezclan con elegancia a lo largo de esta cacería en la que el personaje del poeta va perdiendo presencia y es su «cazador» quien inesperadamente toma el control del relato y se revela como el personaje más detallado, complejo y humano al verse enfrentado –tras una epifánica conversación con la esposa de Neruda– con la realidad de una existencia que sólo puede ser validada por el exiliado al que busca cada vez con mayor desesperación, pero sobre todo, movido una imperiosa necesidad, porque sólo puede «vivir» en relación a la existencia del poeta; de su «padre creador».


D

os años después de haber sorprendido a la crítica con su segundo largometraje –ese fenomenal tratado sobre la venganza en clave 'neonoir' estrenado en México el año pasado bajo el título Cenizas del pasado (Blue Ruin; 2013)–, el director Jeremy Saulnier presenta Green Room, una angustiante cinta cuya premisa parte de la típica anécdota de encontrarse en el lugar y momento equivocado, pero que poco a poco se va transformando en una analogía del fenómeno nazi. Green Room sigue a los 'Ain't rights', una banda de punk rock que de manera itinerante recorren la profundidad rural de Oregon, Estados Unidos, para tocar en distintos bares de muy dudosa reputación –y remuneración–; en uno de sus últimas presentaciones fallidas, su más reciente promotor los canaliza con un bar alejado de la civilización en donde al llegar se dan cuenta que es un lugar de reunión para neonazis. Tras una exitosa presentación en el escenario, la banda regresa por sus cosas a la habitación del título que les han designado como camerino, pero inesperadamente son testigos de un asesinato. Inmediatamente los supremacistas que manejan el lugar –liderados por Darcy (un Patrick Stewart como nunca se le había visto en pantalla), el dueño del bar y una suerte de gurú social de la supremacía aria– les

impide que abandonen el lugar por miedo a su indiscreción con las autoridades. Pat (el recién finado Anton Yelchin), Tiger (Callum Turner), Sam (Alia Shawkat) y Reece (Joe Cole), los miembros de la banda, junto a Amber (Imogen Poots), una amiga de la víctima y también testigo del crimen, se encuentran ahora en la peor de sus pesadillas. Con un presupuesto considerablemente más elevado, Saulnier recurre a una puesta en escena mucho más sofisticada pero en la que sigue siendo vital una peculiar paleta de colores –las azuladas atmósferas melancólicas de Blue Ruin aquí dan paso a unas enfermizas tonalidades esmeraldas– ahora bajo un estilo mucho más elegante y depurado bajo el cual lleva a cabo una eficaz mezcla de géneros donde lo mismo tiene lugar el más intimidante terror, el gore más desconcertante y el humor más negro e irreverente –la frase con la que cierran la película es fenomenal. Green Room no alcanza el nivel de su trabajo previo, carece de su profundidad y sutileza; sin embargo, sí es un claustrofóbico y asfixiante thriller con elementos narrativos del western cuya carga de violencia explícita forma parte de un lúdico y denso ejercicio de analogía sobre nazismo y una cáustica crítica socio política a las ideologías supremacistas y las estructuras del poder.


E

l largometraje debut de Julia Ducourneau se alzó con el premio FIPRESCI –entregado por la prensa internacional– en la Semana de la Crítica de la pasada edición del Festival Internacional de Cine de Cannes. Y es que la película, que recurre al tema del canibalismo como la excusa perfecta para tomar algunos elementos del cine de terror para con ellos dar forma a una salvaje historia de corte coming of age sobre el despertar sexual, el miedo a la soledad y el violento proceso que supone la entrada a una universidad, es una las más inteligentemente provocadoras propuestas del cine de terror de la década pasada. Justine (Garance Marillier), nuestra protagonista, es una chica de 16 años que ha sido educada bajo un estricto y casi radical estilo de vida vegetariano y con valores sobre el amor a los animales, de ahí que en su familia también se encuentre con una recientemente inaugurada tradición de estudiar veterinaria. Pero cuando entra a la Universidad, y pese a que allí está acompañada por su hermana mayor Alexia (Ella Rumpf) ya con algunos grados por encima de ella, es víctima de las crueles pero tradicionales novatadas

que incluyen una serie de rituales iniciáticos, como por ejemplo, comer hígado de conejo. El hecho no sólo golpea emocionalmente a la chica y fracturan sus convicciones sobre el vegetarianismo, sino que le provoca un apetito voraz por la carne... carne cruda... carne fresca... carne humana. Julia Ducourneau se sirve de una sofisticada fotografía y potente banda sonora para configurar este hipnótico drama juvenil y, con el uso constante de primeros planos –que atienden cuidadosamente a la muy particular mirada de Justine–, va retratando su paulatina transformación de inicial chica ingenua a mujer devorahombres... literalmente hablando. Abrevando directamente de títulos clásicos como Carrie (1966) –con todo y un homenaje del baño de sangre de cerdo– y Suspiria (1977), así como de propuestas más recientes como la canadiense Ginger Snaps (2000) y el brutal drama social The Tribe (2014) en lo que respecta a la vida dentro de las instituciones educativas, además dportar la escatología y lo grotesco como estandartes, la cineasta habla del apetitoso despertar sexual y del violento proceso que supone la entrada a la Universidad, ese

nuevo estrato que es al mismo tiempo social y educativo, y que de igual manera que la industria del modelaje profesional a la que inocentemente se adentra Jessie (Elle Fanning) en la reciente The Neon Demon, o devoras o te devoran... también literalmente hablando. Con su capacidad de concebir el maridaje perfecto entre drama juvenil universitario y el canibalístico horror gore con ingeniosos diálogos inyectados de negrísimo humor y secuencias sanguinolentas, Julia Ducourneau convierte al instante su opera prima en un clásico del género, y seguramente, también será a partir de los próximos meses en un título de culto. Ganador de tres premios en el festival de SITGES –Premio Citizen Kane a la mejor revelación de director; Premio del Jurado del Carnet Jove a la Mejor Película y el premio Méliès d'Argent a la Mejor Película Europea– este poderoso e inteligente drama juvenil psicosexual y antropofágico con un giro de antología en la secuencia final, será referente en la venidera producción de cine de género a nivel mundial.


M

ax Records, aquel encantador niño incomprendido que protagonizó la maravillosa Donde viven los Monstruos, de Spike Jonze, encarna en esta ocasión a John Wayne Cleaver, personaje central de I am not a serial killer, la adaptación cinematográfica de la novela firmada por Dan Wells que se sitúa en un pequeño y frío pueblo de los Estados Unidos que repentinamente se ve asolado por una oleada de extrañas y sangrientas muertes; en ese hostil entorno, el homónimo del gran actor de westerns norteamericanos es un adolescente con una inusual fascinación por los asesinos seriales que, al tiempo, lucha diariamente contra sus instintos sociopáticos para no convertirse en uno de ellos. John decide poner en marcha la búsqueda personal del responsable de las muertes en el pueblo, pero en el camino se encuentra con la posibilidad de descubrir que él podría ser mucho peor que el enemigo que está buscando. La adaptación del guión corrió a cargo del mismo director junto con Christopher Hyde y ambos logran dar

forma un fascinante híbrido de thriller, terror y ciencia ficción con un ritmo narrativo pausado pero confiando en la calidad de la historia para cautivar y anclar al espectador al asiento. El director de las opresivas cintas Isolation (2005) y Scintilla (2014) crea con I am not a serial killer un homenaje al cine de terror y ciencia ficción de serie b valiéndose de la creación de siniestros y tensos ambientes para que sean habitados por los personajes principales del relato y a través del uso de un humor macabro para hacer transformar al cliché del adolescente atormentado como el elemento principal de planteamiento de una tesis sobre el desequilibrio mental y la proyección en otro ente de nuestras propias obsesiones. I am not a serial killer está protagonizada por personajes complejos que se presentan trazados a detalle y con matices, especialmente el «héroe» y el villano. El primero es un chico que en todo momento se encuentra a punto de cruzar la línea de la insanidad mental; se trata de un personaje obsesionado con las motivaciones y modus operandi

de los asesinos seriales y que proyecta sus impulsos sociopáticos en la figura del asesino, por lo que en su cacería personal no sólo obtiene una manera de detener la oleada de muertes en la localidad, sino terminar de una vez por todas con su instinto homicida. Por otra parte, el antagonista también posee una complejidad psicológica y emocional que pocas veces se muestra en el cine de terror y ciencia ficción; y aunque no podemos evidenciar sus motivaciones a riesgo de cometer 'spoilers', al momento de que estas son reveladas en el clímax de la película sólo podemos catalogarlas como «legítimas». Estamos, entonces, ante una humilde joya del cine 'indie' norteamericano protagonizada por personajes psicológicamente bien trazados que refrescan el género del terror y la ciencia ficción estadounidense que, aunque desafortunadamente ya está confirmado que no llegará a los cines mexicanos, aún tenemos la esperanza de que podrá ser vista muy pronto en Netflix.



L

a película Swiss Army Man tuvo un polémico estreno en la pasada edición de Sundance: casi la mitad de los asistentes a la proyección abandonaron la sala entre reproches hacia el debut cinematográfico del tándem Daniel Kwan y Daniel Scheinert, ex directores de videoclips que firman sus trabajos bajo el seudónimo «Daniels». ¿Fue exagerada la reacción del público que se alejó de la pantalla al sentirse indignado? Sí, lo fue; y es que la incomodidad que provocó en cierto sector de la audiencia puso en evidencia su esnobismo, su doble moral y su limitado criterio. Si el papel de los festivales de cine es –o debería ser– dar cabida a propuestas de gran originalidad –o por lo menos con una gran carga de autenticidad– que se alejen de los convencionalismos tanto formales como temáticos del cine comercial que inundan las salas, ¿no es, entonces, contradictorio que el público asistente a estos eventos fílmicos anuales reaccione de esta manera al ver una película como la de estos cineastas que, si bien no descubren el hilo negro del cine, sí ofrecen un trabajo autentico y honesto? No podemos negar que en la película prima un humor escatológico y absurdo, pero se trata simplemente de un mecanismo humorístico que lentamente va dando paso hacia una historia de corte existencialista que nos recuerda gratamente a las historias escritas por los sagaces Charlie Kauffman –Eternal sunshine of the spotless mind (2004) y Anomalisa (2015)– y Spike Jonze –Where the wild things are (2009), Her (2013) y el cortometraje I'm here (2010)– y que además se nota visualmente inspirada por el genio francés Michel Gondry –The science of sleep o Mood Indigo. La película narra el encuentro entre Hank (Paul Dano), un naufrago que lleva un largo tiempo varado en una diminuta isla desierta en el Océano Pacífico, y Manny (Daniel Radcliffe), un

cadáver que llega a las costas de la isla cuando el primero está a punto de intentar quitarse la vida. La descomposición del cuerpo de Manny ha hecho que su cuerpo se llene de gases y Hank toma la oportunidad de usarlos como flatulentas propulsiones y usar el cuerpo como un jet ski humano que lo lleva de regreso a la civilización. Esta absurda anécdota es sólo el inicio de la igualmente delirante travesía de Hank en su largo camino de regreso a casa en compañía de su salvador, quien no sólo parece haber cobrado cierto grado de conciencia sobre su existencia y la capacidad de sostener conversaciones bastante lúcidas, sino que además posee habilidades que le permiten a su nuevo amigo sobrevivir en la salvaje naturaleza: su cuerpo se convierte en dispensador de agua potable, su pene erecto sirve como una suerte de brújula que los guía hacia la civilización, su potente brazo es capaz de cortar madera, su poderoso tracto digestivo es capaz de dispara cosas como si de una escopeta se tratase, etc. Pero esta especie de navaja suiza humana que resulta ser Manny, no sólo sirve como herramienta de supervivencia para Hank, sino que también funciona como el alter ego en el cual se refleja como un muerto en vida, un ser humano hueco, sin sentimientos y emociones evidentes; de esta manera, y de forma contraria a Joel Barish (Jim Carrey) en Eternal sunshine of the sotless mind buscando eliminar todo rastro de recuerdos y experiencias con Clementine Kruczynski (Kate Winslet), Hank busca colmar la mente y cuerpo de Manny con ideas, conceptos, emociones, sensaciones y sentimientos para que asimile el significado de estar vivo y lo que es ser un humano. Hank comienza entonces un proceso de replanteamiento existencial en el que analiza las elecciones de vida que ha hecho durante los últimos años. Y es así como, bajo esa etiqueta de «cine

de mal gusto» que injustamente le han colgado a esta opera prima, se esconde una película profundamente humana que cuestiona la manera en la que la sociedad contemporánea nos despoja de nuestra individualidad y nos trata de imponer una manera de pensar, incluyendo la implantación de una idea estrictamente egoísta de cómo debería ser el amor. Swiss Army Man es un trabajo cinematográfico que, pese a sus bemoles en el tercer acto –sobre todo en su desenlace que no es tan arriesgado y contundente–, resulta bastante afortunado; se trata de un ejercicio que toma muchos riesgos para transmitir su discurso existencialista. Su peculiar humor es sólo uno de esos numerosos riesgos, entre los cuales también merece ser mencionado el "bromance" que surge entre los protagonistas y que, contrariamente a lo que sucede en otras películas y series en las que se hace patente este fenómeno (Sherlock y Watson tanto en la serie de la BBC como en las películas protagonizadas por Robert Downey Jr. y Jude Law; Steve Rogers y Bucky Barnes en Captain America: Civil War; Scott y Stiles en el serial licántropo Teen Wolf, entre otros tantos ejemplos claros), no tratan de mostrarlo de una manera velada o tímida, sino que se lanzan con todo y agregan ciertas secuencias de homoerotismo desfachatado. Hace unos meses nadie podía intuir que entre flatulencias, erecciones, momentos homoeróticos y una serie interminable de gags escatológicos, se asomarían diálogos con niveles poéticoexistencialistas que harían que la película terminara por ser una road movie a pie que ofreciera un eficaz estudio sobre la vida, la muerte, el amor, la amistad y la familia. Un muy afortunado debut de dos cineastas que seguramente nos seguirán sorprendiendo con propuestas arriesgadas... o por lo menos eso esperamos.



H

ace un lustro, el cineasta danés Nicolas Winding Refn sorprendió con Drive, un impecable thriller protagonizado por Ryan Gosling con un estilo visual muy particular que pronto se convertiría en impronta de su creador: secuencias en cámara lenta y violencia gráfica hiperestilizada bajo las luces neón. El éxito inmediato lo catapultó a la fama internacional pero ganando tanto admiradores como detractores –sus películas, como las de otros cineastas como Quentin Tarantino, se caracterizan por polarizar la posición de los espectadores: o se les ama, o se les odia, pero nunca dejan indiferente a nadie–. Su siguiente proyecto, Only God Forgives, no fue la excepción al dividir opiniones, y mientras unos catalogaron a la película –un thriller de venganzas nuevamente con Gosling al frente del reparto– como una pieza cinematográfica de culto inmediato, otros simplemente vieron un muy buen ejercicio estilístico pero de vacuo contenido. The Neon Demon, su más reciente producción que en un inicio llevaba por título I walk with the dead, mantiene la tradición de radicalizar opiniones. Abucheada en el Festival de Cannes, la película se centra en Jesse (una fenomenal Elle Fanning), una chica pueblerina que, con tan sólo 16 años, llega a la ciudad de Los Ángeles para probar suerte en el mundo del modelaje; conociendo primero a Dean (Karl Glusman), un joven fotógrafo que ha quedado locamente enamorado de ella, Jesse va subiendo posiciones rápidamente dentro de la industria gracias a su belleza inocente y natural, lo cual provoca la envidia de Gigi (Bella

Heathcote) y Sarah (Abbey Lee), dos modelos con una amplia trayectoria y experiencia, pero cuya edad hace cada vez más evidente su retiro de las pasarelas alrededor de las cuales han estructurado su vida. En esta suerte de radical reinvención de la historia de El valle de las muñecas, de Jacqueline Susann, el danés abreva de múltiples fuentes para sumar elementos a su obra como el misticismo de su gurú Jodorowsky, lo delirante y surrealista del maestro Lynch, las inmaculadas imágenes de Kubrick, e incluso salpicando su propuesta con el sanguinolento horror y erotismo de Argento o Bava –principales exponentes del subgénero 'giallo'–, y a partir de ello crea un onírico cuento de hadas que paulatinamente se va transformando en una pesadilla macabra musicalizada por los potentes sintetizadores del talentoso y experimentado Cliff Martinez, incrementando con ello el impacto de la sofisticada fotografía de Natasha Braier quien logra secuencias tan bellas y deliciosas, como repugnantes y perturbadoras. Nicolas Winding Refn utiliza alegorías como la del canibalismo para mostrar la ferocidad del mundo de la moda, y mediante juegos visuales metafóricos, como el de Jesse en una toma abierta caminando por un mirador con la ciudad de Los Ángeles a sus pies –en la que no sólo se representa el sueño alcanzado por la chica sino que es a la vez una de las postales más bellas que veremos este año en pantalla grande–, replantea el concepto de belleza que se ha corporativizado para utilizarlo como un simple negocio y que corrompen la belleza natural para dar paso a la plastificación

de los cuerpos en pos de retener la juventud. The Neon Demon es una de las experiencias audiovisuales con las que cada vez es más raro encontrarnos en el cine contemporáneo; sin embargo, durante su visionado llega muy pronto el momento en que queda en evidencia el engolosinamiento del director por el aspecto estético de su obra y se olvida de la mordacidad en la crítica hacia el superficial mundo del modelaje. Sí, se trata de un sofisticado juego de imágenes y sonidos con el que el director intenta cimbrar los pilares que sostienen la industria de la moda, pero no lo logra porque decide tomar el camino de provocar al espectador mediante escenas shockeantes gratuitas, como la escena necrofílica que protagoniza Jena Malone en uno de sus mejores roles secundarios de su carrera o la de Keanu Reeves irrumpiendo en la habitación de Jesse para obligarla a una peculiar felación a una navaja. Al tomarse demasiado en serio su papel de provocador –maña que probablemente le aprendió a su coterráneo Lars von Trier–, Winding Refn se olvida, al igual que el director del mamotreto que representa Nymphomaniac, que es más eficaz estimular la mente del público con ideas inteligentes, punzantes y transgresoras que con un imágenes de sexo y violencia explícitas. Y es que aunque hayamos experimentado un éxtasis visual durante dos horas, al final, sentimos que hemos pasado demasiado tiempo frente a la pantalla para que el director nos contara una anécdota elemental que pudo haber funcionado mejor en un cortometraje o con una edición con veinte minutos



U

n quinteto de policías turcos se reúne para tomar unas cervezas justo antes de terminar su turno de servicio; pero cuando están a punto de irse a casa reciben una solicitud de apoyo en una cercana zona rural conocida por ser protagonista de numerosas leyendas que involucran un sinfín de sucesos paranormales. A su llegada al lugar son arrastrados hacia el interior de unas laberínticas ruinas donde tiene lugar un ritual de misa negra. El cineasta turco Can Evrenol presenta con esta sencilla premisa su opera prima, Baskin, que es en realidad la ampliación de la trama de su cortometraje homónimo original de 2013 y que eleva de once a noventa y siete minutos la infernal pesadilla de este reducido escuadrón echando mano de una perturbadora puesta en escena muy al estilo del cine de terror de la vieja escuela. Baskin es un sobresaliente ejercicio de suspenso y horror gore que deleitará a los acérrimos fans del género; sin embargo, contrariamente a lo que sucede en este tipo de cine, aquí su creador no descuida la historia o sus personajes, ni se deja llevar por la violencia gratuita a lo largo del relato. Con un pausado primer acto llevado, sin embargo, con un gran desparpajo –lo cual lo convierte en un prólogo ligero y

atractivo que mantiene al espectador siempre interesado en los personajes y expectante respecto a su destino–, Evrenol presenta a sus protagonistas: un policía veterano, tres agentes ya experimentados, y un joven novato. Todos ellos en una acalorada y chabacana conversación en la que comparten chistes, comentarios futboleros y anécdotas (trans)sexuales al más puro estilo de Reservoir Dogs, de Quentin Tarantino –incluso hay un suceso que involucra al mesero que los atiende, igual que aquel episodio de la mesera y su propina–. Esta secuencia aparentemente banal sirve para dejar bien marcados los trazos que definen las personalidades de quienes están a punto de cruzar el umbral hacia el mismo infierno. Guardando las distancias en cuanto a violencia gráfica se refiere, Evrenol lleva a cabo un ejercicio similar al de David Robert Mitchell en su fenomenal It Follows; el director turco también coloca a sus personajes bajo una perpetua atmósfera opresiva casi al punto de lo irrespirable. Como parte de su propuesta formal, la cinta toma elementos y emula el estilo estético, sonoro y narrativo de varios legendarios directores del género como Barker, Carpenter, Argento, Fulci, Polselli o

incluso el delirante Lynch. Sobre este aspecto vale la pena señalar los ásperos riffs setenteros y los ochenterísimos sintetizadores que el score original de Ulas Pakkan nos brinda y que, aunado al fenomenal diseño sonoro que se combina con las macabras imágenes capturadas por el cinefotógrafo Alp Korfali, éstas alcanzan el deseado impacto realmente perturbador en todos aquellos que decidan acompañar a los policías en esta variante del dantesco infierno con torturas, desmembramientos, sacrificios humanos y orgías entre sanguinolencia y suciedad. Baskin funciona tanto como un inteligente y visceral thriller policiaco, como una escalofriante y satánica fantasía mórbida de espíritu lovecraftiano a la que el desconocimiento absoluto de los actores que aparecen en pantalla por parte del público occidental le confiere una verosimilitud mayor. Evrenol nos ha puesto frente a nuestros ojos una de las mejores piezas del género del año (pasado), y de manera coyuntural se ha colocado a sí mismo como uno de los talentos emergentes de la cinematografía en medio oriente al que debemos seguir la pista y del que ya ansiamos ver su secuela Baskin: Karabasan.



E

n 1915, el actor teatral, dramaturgo, magnate y cineasta David W. Griffith creó una de las piedras angulares de la gramática cinematográfica: The Birth of a Nation, película que marcó la llegada del cine a la edad adulta, pues ya no se trataba únicamente de un espectáculo en movimiento o una forma novedosa de contar historias entretenidas, ahora se transformaba en una plataforma para transmitir mensajes con una narrativa fílmica compleja, con imágenes, edición y montaje con el fin de guiar al espectador hacia el ritmo y carácter sugerente y evocador de la obra; aunque en este caso, el mensaje transmitido fue aberrante: la supremacía blanca en los albores de la nación norteamericana. La película de Griffith –de tres horas de duración– se centra en la Guerra de Secesión y en ella no sólo se justifican las acciones del Ku Klux Klan –organización racista, homofóbica, antisemita y anticomunista–, sino que se glorifica su postura al colocarlos como los «héroes» de la epopeya, mientras que los miembros de la población negra son presentados como los «villanos» a vencer. Como una suerte de respuesta, un siglo después llega una ópera prima que deliberadamente toma el nombre de aquella emblemática cinta para narrar la historia de Nat Turner, una heroica figura para algunos sectores de la comunidad afroamericana. El actor Nate Parker levantó desde cero este proyecto sacrificando tres años de su carrera histriónica para debutar como

guionista, productor y director en este abrasador relato en la Virginia esclava durante la primera mitad del siglo XIX. The Birth of a Nation sigue los pasos del futuro líder de la rebelión desde su infancia cuando su ama Elizabeth Turner (Penelope Anne Miller) descubre que sabe leer, por lo que convence su madre que le permita desarrollar esa habilidad que finalmente termina convirtiéndolo en un predicador, un talento oratorio que luego su amo Samuel Turner (Armie Hammer) decide aprovechar al rentarlo para que predique la palabra y calme las llamas de un ya percibido levantamiento en varios plantíos de algodón de la región. Es entonces que Nat atestigua el barbárico nivel de abuso, crueldad y horror perpetrado en contra de los esclavos; sin embargo, no es sino hasta que su esposa es víctima de un feroz ataque físico que culmina con una violación sexual por parte de un grupo de hombres blancos, que la chispa enciende el fuego de la rebelión con el orador rebelde al frente. The Birth of a Nation, película que llega no sólo con los dos premios principales del Festival Internacional de Cine de Sundance –Premio del Público y Gran Premio del Jurado– sino también con la sombra de la acusación de abuso sexual por parte de una mujer –que terminó suicidándose en 2012– en contra de Nate Parker junto con su productor, es un debut lejos de ser una película perfecta; no obstante, es lo suficientemente solvente para considerarla una propuesta imprescindible. Al revisarla, no podemos evitar las com-

paraciones con 12 years a slave (2013), tanto por la temática como por la cercanía con la que se han estrenado. Sin embargo, la opera prima de Nate Parker toma derroteros muy distintos; mientras la película ganadora del Oscar y dirigida por Steve McQueen se centra en el espíritu de supervivencia del protagonista es secuestrado y vendido como esclavo, The Birth of a Nation se enfoca en recrear la gestación y estallido de una rebelión esclava que, aunque sólo duró dos días tras ser anulada por el evidente privilegio armamentista de los blancos, fue tiempo suficiente para plantar el germen de una leyenda injustamente ignorada en las lecciones de historia de los Estados Unidos. Sin centrarse en la polémica que rodeó al personaje histórico lleno de claroscuros –y es que una parte de la comunidad afroamericana no lo consideran un héroe, sino un fanático religioso que se levantó en armas por creerse un iluminado y elegido por Dios y por una legítima preocupación por horrores de la esclavitud–, Parker logra un debut provocador y radical que, gracias a la excelsa banda sonora, alcanza momentos de gran intensidad dramática –aunque en ocasiones resulta evidente que todo es impostado–. La tensión racial y los asesinatos ocurridos en los últimos meses en Estados Unidos, lamentablemente vuelven el discurso de The birth of a nation tan vigente como hace casi dos siglos; es una clara y devastadora muestra de que casi no se ha avanzado como humanidad.



E

n el mundo de las viñetas hemos visto cómo los superhéroes protagonizan versiones alternas a sus historias canónicas, como aquella en la que el pequeño Bruce Wayne es asesinado frente a sus progenitores, haciendo que su padre, Thomas Wayne, se convierta en el vigilante nocturno que combate el crimen en Gotham, mientras que su madre, Martha Wayne, enloquecida de dolor, se convierte enel Joker (Flashpoint); o aquella variante de la historia de Superman que plantea lo que habría sucedido si la nave que resguardaba al pequeño Kal-El tras la destrucción de Krypton hubiera aterrizado en la Unión Soviética y no en Kansas (Superman: Red Son). En un ejercicio lúdico similar a estas reinterpretaciones de la mitología superheroica se presentó en 2011 la novela Kryptonita de Leonardo Oyola, una suerte de híbrido cultural pop anglosajón con el realismo sucio de las sociedades marginadas en Latinoamérica, en el que retoma famosos personajes de las tiras cómicas –particularmente del universo de DC Comics como los héroes Superman, Batman, Flash, La Mujer Maravilla, Martian Manhunter, y villanos como el Joker, Lex Luthor y Doomsday– para colocarlos en entornos radicalmente diferentes a los que habitualmente los han acogido en las viñetas. El autor argentino echó mano de algunas anécdotas autobiográficas en el oeste del Conurbano Bonaerense para moldear la historia de estos «héroes» a los que transforma en marginados miembros de la banda criminal liderada por Pinino –al que apodan Nafta Súper (evidente referencia a Superman)–, quien gravemente herido es ingresado por sus amigos al Hospital Paroissien de Isidro Casanova donde el Dr. González, un médico que está a punto de terminar su turno de tres días que ha aguantado a base de pastillas, se verá obligado a intentar salvar la vida del famoso líder criminal, mientras el resto

de la banda se atrinchera en la clínica para hacer frente a los ataques de la policía y de otros crimínales que buscan exterminarlos. En una época saturada de cine de superhéroes, la adaptación de la novela a cargo del director Nicanor Loreti no sólo se presenta como una bocanada de aire fresco para el popular género, sino también como una propuesta revolucionaria e inteligente que permite una relectura mucho más compleja y humana de los personajes de las viñetas, replanteando la figura del superhéroe en una sociedad mucho más cercana a la realidad mundial y resignificando su mundo a través de estos seres que usualmente son plasmados como perfectos e incorruptibles. En el universo propuesto por Kryptonita, la cosmopolita Metropolis, la cálida Smallville de Kansas o la elegante y lúgubre Gotham, no tienen cabida, pues todo transcurre en la castigada periferia bonaerense donde no existe autoridad que no esté corrompida y donde el mundo pertenece a los criminales que se disputan territorios. Aquí sobreviven los miembros de la banda de Nafta Súper, personajes riquísimos en matices que replantean los conceptos del bien y del mal, y que por supuesto están alejados de los galanes prototípicos del cine de superhéroes, dejando paso a protagonistas criminales feos, sucios, extravagantes y groseros. Echando mano de actores reconocidos en Argentina –Juan Palomino (Nafta Súper / El hombre de hierro, un Superman criminal); Nico Vázquez (Faisán, contraparte de Linterna Verde); Diego Cremonesi (Ráfaga, versión alterna de Flash); Pablo Rago (El Federico o también Señor de la Noche, es decir, un Batman tercermundista); Diego Capusotto Corona (un sádico negociador de la policía que representa a la versión bizarra de el Joker); Lautaro Delgado (Lady Di, o La Mujer Maravilla transexual); Sofía Palomino (La Cuñataí Güirá, versión alterna de la

Mujer Halcón y novia de Faisán); Carca (Juan Raro, el Martian Manhunter alterno); Daniel Valenzuela (El Pelado, reverso latino de Lex Luthor); Pablo Pinto (Cabeza de Tortuga, un Doomsday de Latinoamérica); Mariana Anghileri (Lu, la Lois Lane bonaerense e infiel), entre otros–, la propuesta cinematográfica de Loreti mantiene el estilo desenfadado de la novela de Oyola y presenta personajes tridimensionales como el líder de la banda criminal que se enfrenta al abandono de Lu para irse con El Pelado por lo que debe criar solo a su pequeño hijo; por su parte, el Señor de la Noche es un policía federal que vive atormentado por el recuerdo del asesinato a sangre fría de sus padres (doctor y enfermera); mientras que Lady Di Woman es una aguerrida mujer transexual que siempre ha estado enamorada platónicamente de Nafta Super. La película establece una relación de los superhéroes con los más desprotegidos, así como una postura radical ante la distribución de la riqueza en una ambiente injusto y corrupto; este es un contraste muy interesante con respecto a los superhéroes tradicionales de Estados Unidos, una particularidad que se ve aún más evidenciada por la estética de la película cuyo presupuesto –evidentemente muy alejado de los blockbusters yanquis– limitó las escenas de acción y los efectos especiales, pero que gracias a la pericia de sus artífices se logra un resultado más que aceptable y coherente con una estética de cine de serie B. Olvídense de las majaderías de Deadpool (2016), de su humor desfachatado y presuntamente irreverente, así como de su presunta transgresión con el asunto de la cuarta pared –que no es más que un ornamento en su narrativa–; la película realmente transgresora que revoluciona al cine de superhéroes dura tan sólo ochenta minutos, se llama Kryptonita y es latinoamericana.




E

l escritor/director John Carney, quien dirigió el premiado musical irlandés Once, regresa a territorio familiar con Sing Street, llena de números musicales y enamorada con lo que la música puede desencadenar en sus personajes y el público. Una canción puede llevarte a momentos específicos en el tiempo, que conecta con una versión más joven de ti mismo, recuerdos y sueños en un mismo espacio. Sing Street se lleva a cabo en Dublín, 1985. En las secuencias de apertura, los irlandeses se muestran emigrando a Londres en masa, en busca de trabajo y un futuro esperanzador. Ese contexto en el tiempo es esencial para Sing Street, una película sobre el escape, la identidad, los sueños frente a la realidad, el amor joven, y la música (y porque se trata de 1985, se trata también de una innovación llamada "video musical".) John Carney tiene un ojo para el humor y los detalles, una oreja intuitiva para el diálogo, y la película es extremadamente personal de una manera que es universal. Hay clichés por todas partes en un “coming of age” como éste, pero Carney los evita con facilidad, manteniendo la película en su pista adecuada. Es muy segura: sabe lo que quiere ser, la historia que quiere decir. A pesar de que es graciosa (en una manera irlandesa oscura) está también llena de corazón, tanto que al final ves un film en el que los sueños significan algo, donde existen las salidas, solo tienes que ser valiente y atreverte. Atreverse en esta película significa varias cosas: empezar una banda, a

pesar de que no sabes tocar ningún instrumento, ponerse maquillaje a pesar de ser un niño, cruzar la calle y hablar con esa hermosa chica denim al otro lado. La película, nunca se entrega a los anhelos y dolor de su personaje principal, el chico adolescente Conor (interpretado por Ferdia WalshPeelo, con tanto talento que es difícil creer, Sing Street es su debut) sino algo mejor: cree en los sueños de cada personaje, incluso los menores. La vida de casa de Conor y sus dos hermanos es vista como una pequeña prisión por las peleas de sus padres (Aidan Gillen y Maria Doyle Kennedy). Cada hermano busca escapar de su realidad a su manera, el mayor, Brendan (Jack Reynor) se encierra en su cuarto con weed y una colección de discos impresionante. La hermana Ann, (Kelly Thornton) se entrega a sus estudios. Conor se ve perdido después de ser sacado de su escuela privada y arrojado a Synge Street, escuela pública, que es como carne fresca arrojada a los leones. Sing Street es demasiado precisa sobre la relación entre hermanos cercanos. Conor, inspirado, decide empezar una banda, toca la guitarra, y es lo suficientemente inocente para creer que su música lo puede llevar a Inglaterra como Duran Duran. También piensa que lo hará verse bien frente a Raphina (Lucy Boynton) la ya mencionada misteriosa chica denim al otro lado de la calle. Y después de formar su pequeña banda, la película despega, los sueños no siempre se apegan a la realidad y todos (padres, hermanos, la hermosa y complicada Raphina) apren-

den la dura lección. Pero a veces, la realidad Es el sueño: cuando un escritor colapsa al escribir una canción, cuando la chica que amas te mira y te muestra quien es, cuando una banda hecha de extraños y raros encaja tan bien, los sueños se van alejando, pero no somos nada sin la sustancia de las cosas que esperamos. A pesar de lo gracioso que es el film, John Carney pone escenas que tocan la melancolía, que es ayudado gracias a la sensible interpretación de WalshPeelo, con emociones como: dolor, miedo, ambición, el primer amor, el sentido de que el mundo es más doloroso de lo que se había dado cuenta, es hermoso mirar la manera en que piensa, sus ojos y su cara callada cuando escucha. Muy buen actor. Los actores secundarios son perfectos, tanto como los estereotipos, como los raros excéntricos en la banda. La adolescencia es una de las etapas más personales en la vida, y así es como debe ser. Uno de los elementos esenciales de la adolescencia es encontrar amigos con una mente parecida a uno mismo, personas que se obsesionen con las mismas cosas, personas que te entiendan, siempre es la misma meta: encuentra tu grupo, encuentra tu tribu. La película funciona tan bien por la dedicación de Carney en la pantalla antes de los créditos, libera una emoción profunda porque es sobre lo que ha sido durante el tiempo que dura.




P

ara mí, el decidirme de cuál película hablar, o bueno, que considere como la mejor de este 2016, fue muy difícil. Creo que fueron varias las que me gustaron este año, desde las de acción, las de comedia y hasta las animadas. Pero bueno, el patrón me pidió que escribiera sobre la que más me gustó. Noches sin dormir, y en los pocos momentos que pegaba el ojo, muchos de los personajes de todas las películas que vi en este año me acosaban, me gritaban que ellos habían participado en la mejor película del año. Sigo escribiendo este artículo y no logro poner mis ideas en orden. Hay voces en mi cabeza y sé que son ellos, así como salieron de las películas para meterse en mis sueños lo están haciendo ahora y no me dejan decidirme. Espero no herir a nadie pero creo que algo de lo que más me gusto fue… (música de bombo y platillos) Doctor Strange. Creo que Marvel nos sigue sorprendiendo con películas en las que hay superhéroes no tan conocidos dentro de las películas o series de este género; se trata de una película bien lograda tanto en historia como en actuación... Y es que yo soy fan de todo lo que filme Benedict Cumberbatch y me encantó su actuación aquí. Marvel nos sorprende adentrándonos en los inicios de este poderoso y no tan conocido superhéroe, haciéndolo muy interesante y no tan tedioso como llega a suceder con películas en las que nos

muestran los inicios de los superhéroes y cómo adquirieron sus súper poderes, como el caso de la olvidable Los Cuatro Fantásticos (2015). Creo que a estas alturas la mayoría de los aficionados al cine y a las películas de superhéroes ya la habrán visto. Una película que bien vale la pena verla en 3D en la que se disfruta mucho de los psicodélicos efectos especiales, mucha acción, buena historia, y buenas actuaciones, que de manera muy interesante empezaran a integrar a este superhéroe dentro del universo cinematográfico de Marvel, una pieza clave, pienso yo, en las siguientes películas en la que los villanos cada vez son más difíciles de vencer. Si la manera de calificar esta película fuera dentro de una escala del uno al diez, yo le concedería un 8.5. Quizá en artículos de los próximos números de la revista podré por lo menos mencionar y no dejar a muchas películas que me gustaron este año. No faltará el refinado cinéfilo que, haciendo alarde de su cultura, no escogería una película tan comercial como esta, pero para mí el cine es salir y divertirse un rato en el que una buena película, del género que sea o tenga millones que la respalden o tres pesos para su realización, le dejen un buen sabor de boca, que su dinero gastado en ver cualquier película, se sienta invertido de muy buena manera.


P

ocos sabemos lo que hay detrás de la realización de una película. Es sabido que sin los elementos básicos no puede ser filmada. Las personas que crean cada uno de estos elementos son fantasma en la diversión colectiva de millones de personas que, sin saber quiénes son los creadores de estas historias, pagan su boleto de entrada con la plena confianza de que verán algo increíble en la gran pantalla. Uno de estos fantasmas trascendió a la historia americana y cinematográfica en general al protagonizar una historia digna de una buena película. Dalton Trumbo es el héroe que se enfrentó a una cortina de poder valiéndose de su única arma: sus historias que convertía en guiones. La vida de Trumbo, que si bien es un ejemplo de valentía y lucha por conservar los ideales que cada uno (muy respetablemente) tiene, muestra una cara del cine que casi hemos olvidado pero no por ello ha desaparecido: el cine como medio subversivo y manipulador

para concretar los planes de una minoría. Esta es la verdadera cara oscura del cine. Sin embargo no todos creían esto, el cine no puede ser un medio manipulador de ideas subversivas y Trumbo junto con diez de los mejores guionistas de la época se mantuvieron firmes lo más que pudieron para lograr derrocar a este sistema que los acusaba de fascismo y difusor de sus ideales mediante los guiones que ellos escribían. El Comité de Actividades Antiestadounidenses se mantuvo implacable con las acusaciones que arremetía a todo aquel ciudadano americano que no acudiera a declarar. Dalton Trumbo no fue a testificar cuando se le notificó, al igual que sus compañeros. Este evento corrió como pólvora y fue de este modo que nacieron "Los Diez de Hollywood", el equipo liderado por Trumbo para no sucumbir ante la presión mediática. Pero cuando la situación se salió de control, el gobierno ganó la partida (aparentemente) cuando Trumbo llegó

a rozar los fríos barrotes de la cárcel por sublevación patriótica. El nombre que se manejó para todo aquel que se resistiera a acudir al comité fue otro menos decoroso, y los diez de Hollywood pasaron a formar parte de la lista negra de la Meca del Cine. Todos los que estuvieran dentro de la lista irían a la cárcel sin apelación alguna. El mundo estaba sobre los hombros de Trumbo. Sus amigos actores y guionistas lo abandonaron en su lucha, ya que temían ya no ser contratados. La vida idílica y soñada del escritor ganador del Premio Nacional del Libro en 1939 por Johnny cargó su fusil, al considerar el jurado, ser un libro bastante original y que, un par de años atrás había sido el mejor guionista pagado de Hollywood en 1944 (y eso se traducía como el mejor guionista pagado del mundo), no tuvo otra salida que tocar la cárcel durante once meses para poder calmar la situación que enérgicamente había llevado a un punto sin retorno. Su carrera perfecta había llegado a un final aparente.




En este tiempo ausente del medio cinematográfico, la crítica y actriz de cine Hedda Hopper, quien fungía como líder, junto con John Wayne, del grupo mediático para la producción cinematográfica, llegaron a controlar todo lo relacionado con la producción de cine al tener bajo su control a los estudios de cine más importantes. Los líderes jefes de los estudios no podían hacer nada debido a que la crítica de cine era precisamente eso, una audaz crítica de cine con la capacidad de manipular a toda una masa de seguidores que intensamente leían su columna. Lo que ella escribía es lo que su público creía. Oponerse a su sistema significaba pérdidas millonarias para los estudios de cine. Pero luego de la tormenta viene la calma. Esto fue cuando Trumbo salió de la cárcel y el panorama ya había se había controlado; pero su carrera como guionista había desaparecido. Pobre, con una familia por mantener y sin posibilidad de contratación en los estudios, tuvo que valerse de su ingenio para dedicarse a lo que mejor sabía hacer: escribir. Curiosamente, bajo el anonimato y la presión económica, fue cuando escribió sus mejores películas que, gracias al talento de Trumbo, fueron ganadoras del máximo galardón que una película puede tener. Vacaciones en Roma (1953) y El niño y el toro (1956) fueron ganadoras del premio Oscar a mejor argumento original. Pero todo este éxito no lo estaba teniendo Dalton Trumbo, él seguía siendo el fantasma de la máquina de escribir. Estos trabajos tuvo que venderlos a sus amigos para que ellos vendieran el guion con su nombre a los estudios y posteriormente dar una parte de la paga a Dalton. Esto ocasionó muchos sentimientos encontrados entre ellos cuando las películas, gracias al guión, fueron un enorme éxito. La fama entre las sombras que Trumbo estaba teniendo le permitió ser contratado por un pequeño estudio que filmaba películas baratas cada semana con guiones malos y sencillos. Sin embargo los guiones malos se transformaban en películas decentes si eran pilotados por el mejor guionista del mundo. Claro estaba, cuando Trumbo volvió a escribir para el estudio, aunque se encontraba en el anonimato, la meca del cine comenzó a saber entre bambalinas que Dalton

Trumbo era el verdadero autor de las películas ganadores del premio Oscar a mejor guión y como era de esperarse, todos quieren trabajar con el mejor. Aunque eso implicará romper una vieja ley de control y censura que el viejo Hollywood había impuesto. Con la llegada de Espartaco, filme dirigido por Stanley Kubrick y protagonizado por Kirk Douglas, quien llevó el control casi total de la película, fue nuevamente Trumbo el encargado de realizar el guión con la esperanza de derogar la ley que impedía su trabajo formal. Claro estaba el panorama no era nada alentador y parecía repetirse el mismo ciclo de siempre: Trumbo escribiendo en las sombras para ganar un poco de dinero a cambio, sin importar qué tanto éxito llegara a tener la película. Stanley Kubrick pensaba llevarse el crédito del guión pero fue gracias a Kirk Douglas quien se opuso a toda costa a mantener nuevamente a Trumbo en las sombras, y fue gracias a su enérgico proceder que cuando Espartaco vio la luz en las salas de cine en 1960, toda la nación americana vio en la gran pantalla el nombre de Dalton Trumbo como guionista de la película. El filme fue un éxito y el último clavo en la tumba del lado oscuro de Hollywood terminó cuando el presidente John F. Kennedy declaró abiertamente su gusto por la película y la proeza de la historia. Dichas estás palabras, la lista negra de Hollywood había llegado a su fin. Trumbo había ganado una lucha, más que de poder, había ganado su libertad nuevamente. La cinta biográfica estrenada a principios de 2016 invita a la reflexión, mostrando de manera detallada la historia de este notable escritor, representando una de las múltiples historias enigmáticas que la Meca del cine guarda para sí misma. Dalton Trumbo fue un hombre que, a pesar de tener todo en contra, ganó lo que parecía imposible de ganar. Ganó la libertad de escribir y que, curiosamente, en la odisea de su vida, accidentalmente escribió la que quizá fuera la mejor historia que alguna vez pudo escribir: su vida.


Por: Siniestro Sexual | @Siniestro Sexual Por: Finbar | @FinbarFlynnXY Por: Amaro Bautista Por: Silvia Ruvalcaba | @SilviaRMx Por: Rafael Mejia | @rumboalososcar Por: Jorge Luis García

RE SE ÑAS Revisamos la oferta fílmica del mes.


Turn static files into dynamic content formats.

Create a flipbook
Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.