CELULOIDE DIGITAL #132 - FEBRERO 2022 - EL CONTADOR DE CARTAS

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l nombre de Paul Schrader cada vez es más identificado por el cinéfilo promedio como el de un director renombrado y no sólo como el del guionista detrás de clásicos imprescindibles como “Taxi Driver”; “Raging Bull”, “The Last Temptation of Christ”y “Bringing Out the Dead”; todas ellas dirigidas por su gran amigo y genio neoyorquino Martin Scorsese. La constante en el cine firmado por Shrader son sus protagonistas atormentados en busca de redención, muchos de ellos incluso presentando comportamientos violentos y autodestructivos. “The Card Counter” se une a esta tradición. Producida por Martin Scorsese, la nueva película del experimentado Paul Schradder sigue los pasos de Oscar Isaac interpretando a William Tell, un ex carcelero y torturador militar, que además de ser acosado por los fantasmas del pasado y por la culpa de los horrores perpetrados contra prisioneros, padece un grave problema de ludopatía. Su vida ahora consiste en recorrer los casinos a lo largo y ancho de Estados Unidos para poner a prueba sus conocimientos de conteo de cartas aprendidos durante su condena de diez años en prisión por los crímenes cometidos. William se ha transformado en un hombre taciturno que viste siempre, incluso para dormir, con ropas sobrias de colores oscuros que nos recuerdan a su uniforme de prisión; además reviste cada día los objetos de su habitación de hotel de bajo costo con sábanas blancas para recrear una suerte de celda penitenciaria y continuar así con su vida como una condena perpetua que sigue purgando incluso en libertad. La rutinaria y expiatoria existencia de William se ve alterada por la llegada de dos personajes. El primero de ellos, encarnado por Tye Sheridan, es Cirk Bauford, el joven hijo de un compañero militar de William que, incapaz de soportar el peso de los horrores cometidos contra los prisioneros, ha terminado suicidándose. El chico pide su ayuda para vengarse del Mayor John Gordo, el militar al que da vida el gran Willem Defoe y que fue instructor de Will y su padre, y quien salió impune de las acusaciones de tortura contra los prisioneros. La simple propuesta de Cirk hará que su pasado regrese con mucha más fuerza de lo esperado, sin embargo ante él se presenta también La Linda, una representante de una compañía inversora que caza talentos como el de William para patrocinarlos en torneos de las grandes ligas y dividir después las ganancias; sin embargo, lo que esta chica interpretada por Tiffany Haddish puede ofrecerle a William, más allá de cantidades de dinero mucho mayores a las que gana con su bajo perfil, es la posibilidad de una relación sentimental que lo guíe hacia una vida menos lúgubre y más estable.


Con un Oscar Isaac que demuestra ser uno de los mejores actores de su generación con una interpretación sombría y melancólica, el director demuestra su total dominio cinematográfico y acude nuevamente al cine de Robert Bresson como fuente de inspiración —especialmente abrevando del clásico “Pickpocket” (1959)— para dar continuidad a su legado de personajes atormentados por los fantasmas de su pasado con una cinta dramáticamente contenida pero a la vez salvaje y angustiante por el trasfondo psicológico del taciturno y enigmático protagonista, quien se une a la lista donde ya se encuentran Travis Bickle (Robert DeNiro), John LeTour (Willem Dafoe), Frank Pierce (Nicolas Cage) y mas recientemente el reverendo Ernst Toller (Ethan Hawke). Estrenada en México en el Festival Internacional de Cine de Morelia, la enigmática “The Card Counter” es una propuesta impecable tanto en forma como en fondo, una cinta de lenta combustión que podría ahuyentar al público casual acostumbrado a una dieta a base de cine comercial, pero quienes le den una oportunidad se verán recompensados por una experiencia fascinante. Y aunque es verdad que no será recordada como una de las obras cumbres del director y que se aleja de las lecturas filosóficas que encumbraron a “First Reformed” como uno de los filmes más sobresalientes de la década pasada, el director sí consigue un hipnótico y arrebetador filme neonoir en donde además del peso de la moral del protagonista, también se hace presente una tensión que se mantiene durante toda la película, una ominosa presencia que representa a los pecados de su pasado y que en cualquier momento podría saltar y arrastrar al protagonista de vuelta a la oscuridad.






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a nueva película del director Pedro Almodóvar tiene como protagonistas a dos mujeres que pertenecen a distintas generaciones y que se conocen cuando tienen que compartir habitación en la sala de maternidad donde esperan la inminente llegada de las que se convertirán en sus primogénitas. Las vidas de ambas mujeres y las situaciones en las que se dieron sus embarazos, no podrían ser más radicalmente opuestas. Janis, encarnada por Penélope Cruz ofreciendo el que probablemente es el mejor desempeño histriónico de su carrera y merecidamente reconocida como mejor actriz en el Festival de Venecia, es una fotógrafa que ronda los 40 años de edad y que busca la ayuda de un antropólogo forense llamado Arturo para lograr que el gobierno apruebe la exhumación de una fosa común donde podría estar el cuerpo de su bisabuelo y el de otros tantos familiares de los habitantes de su pueblo natal desaparecidos forzosamente durante la guerra civil que dio paso al franquismo, periodo en el que desaparecieron aproximadamente cien mil personas, según las cifras oficiales. Del romance entre Janis y Arturo, un hombre casado al que da vida el actor Israel Elejalde, se da el embarazo de Janis quien decide tener al bebé a pesar de que Arturo piensa que no es el mejor momento para convertirse en padre. Ana, interpretada por la joven actriz Milena Smit que demuestra estar a la altura del talento de su coprotagonista y se revela como una gran promesa del cine español, es hija de padres divorciados que no sólo son ajenos al mundo de la política sino que incluso la aborrecen, y están más preocupados por sus propias vidas que por procurar las necesidades de su hija que apenas ha dejado atrás su adolescencia y cuyo embarazo se ha dado en circunstancias violentas sin poder saber con exactitud quién es el padre de la niña. Si bien el cineasta ya había deslizado comentarios sociopolíticos en su cine, ya sea mediante la inserción de personajes represores y abusivos como el policía violador en su opera prima “Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón” (1980) o señalando abiertamente la complicidad de la iglesia católica con el régimen franquista en “La Mala Educación” (2004), es la primera vez que hace una referencia tan directa a las heridas del franquismo luego de tratar de evitar que en su cine apareciera cualquier recuerdo de este amargo episodio histórico español. Y es que “Madres Paralelas” a la vez que es potente melodrama sobre dos mujeres se enfrentan por primera vez a la maternidad y a la incertidumbre que les depara la vida luego de esta experiencia que las transforma de formas que jamás imaginaron, es también la manera en la que el cineasta manchego da continuidad a su búsqueda de sanar las heridas de su pasado que ya inició con su cinta anterior “Dolor y Gloria”. Pero si en aquella cinta protagonizada por Antonio Banderas encarnando a Salvador Mallo como el alter ego del cineasta al que somete a un ejercicio autodeconstructivo de sanación espiritual que concilia el pasado personal y artístico del director, lo realizado en “Madres Paralelas” apunta hacia la sanación de las heridas personales y colectivas provocadas por un régimen autoritario que se extendió durante casi cuatro décadas y no duda en señalar a las políticas de Mariano Rajoy como las principales trabas para crear y fortalecer una memoria histórica española que reivindique la memoria y las vidas de todas las víctimas del franquismo. Aunque es verdad que no estamos ante una de las películas más destacadas de su filmografía, “Madres Paralelas” está muy lejos de ser un trabajo menor del cineasta; y es que aunque cuesta encontrar un pilar dramático/emocional sólido al cual asirse, es un ejercicio cinematográficamente muy bien logrado y que con una narrativa fragmentada por los saltos temporales, condensa todo el significado del término «almodovariano» y eleva su valor al representar el testimonio de una época. Entre maternidades inesperadas e historias de amor y sororidad, “Madres Paralelas” es una cinta que levanta la voz para negarse a olvidar ese doloroso pasado español que amenaza con regresar bajo las nuevas facciones de la ultraderecha. La subtrama del filme que acude a la memoria histórica española sobre los desaparecidos durante el periodo franquista y que deben ser buscados en fosas comunes clandestinas seguramente encontrará resonancia en la sociedad mexicana por los paralelismos con las madres que actualmente buscan incansablemente a sus familiares víctimas del crimen organizado, cuyas historias hemos conocido gracias a documentales como “Volverte a ver” (2020), de Carolina Corral, y “Te nombré en el silencio” (2021), de José María Espinosa de los Monteros. Y al igual que estos documentales mexicanos, la nueva película del autor de “Hable con ella” (2002) nos recuerda que lo mejor que se puede hacer para honrar la memoria de las víctimas es no olvidarlas, no rendirse jamás y seguir luchando por preservar la memoria histórica de la humanidad.


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Stanton Carlisle, el protagonista de la más reciente película de Guillermo del Toro, lo conocemos en la primera secuencia de la cinta mientras arroja lo que parece ser un cadáver envuelto en sábanas a un pozo dentro de una casa a la que después prende fuego y abandona sin mirar atrás llevándose muy pocas pertenencias, entre ellas, un radio y un reloj de pulsera con un valor sentimental. Esta sola secuencia no sólo marca el carácter criminal y el ominoso tono dramático de ”El Callejón de las Almas Perdidas”, quizá la más siniestra y cruel dentro de la carrera del director, sino que también representa una declaración de intenciones del cineasta mexicano con la que anuncia estar ya ante una nueva etapa en su filmografía. “El Callejón de las Almas Perdidas” es la segunda adaptación fílmica de la novela “Nightmare Alley” del escritor estadounidense William Lindsay Greshan, publicada en 1946 y llevada a la pantalla al año siguiente bajo la dirección del cineasta británico Edmund Goulding. La película fue protagonizada por Tyrone Power, la entonces estrella hollywoodense reconocida por sus papeles de héroe y galán en producciones de romance y aventuras. El actor quizo alejarse de la imagen de los virtuosos y atractivos personajes que había encarnado, pero el público no recibió bien su incursión como villano y el fracaso taquillero marcó el destino de este emblemático título del cine noir que ha quedado prácticamente en el olvido. Bradley Cooper, en la que bien podría ser la mejor interpretación de su carrera, es quien da vida ahora a Stanton Carlisle, ese ambicioso hombre que, en su plan de abrirse camino para cumplir el sueño americano, realiza una primera parada en un carnaval errante administrado por un empresario llamado Clem Hoatley, a quien da vida el extraordinario Willem Dafoe y a quien conocemos cuando presenta una de las atracciones de esta feria: un desagradable espectáculo sobre un personaje que navega entre ser considerado como un hombre o una bestia, y al que se le alimenta con pollos vivos frente a la morbosa mirada de los espectadores. Clem ofrece empleo a Stanton, quien acepta el trabajo de ayudante en la feria y poco después, por medio de una charla con el mismo Clem, conoceremos el secreto detrás de ese hombre/bestia de su espectáculo: aprovecharse de los borrachos vagabundos y de los pobres excombatientes que quedaron desamparados en su propio país tras su regreso de los campos de batalla en la Primera Guerra Mundial. Entre el resto de los protagonistas de las atracciones del carnaval, se encuentra la pareja formada por un hombre alcohólico llamado Pete y Madame Zeena, a quienes dan vida David Strathairn y Toni Collette respectivamente. Esta dupla, que lleva a cabo un entretenido acto de mentalismo, se convierten en sus primeros amigos en el lugar y son quienes le enseñan a Stanton el grave peligro que representa la mala praxis de estos trucos tanto para con el público como con el propio mentalista, aunque evidentemente se traten de meras ilusiones creadas a partir de la sagacidad mental y la sugestión. La cada vez más sobresaliente Rooney Mara, da vida a Molly Cahill, una hermosa chica que realiza un performance con electricidad y que inmediatamente llama la atención de Stanton, quien usa su intuición y carisma para conquistar a la ingenua chica, convenciéndola de que allá afuera en el mundo hay mucho más que sus actos en esa feria errante.




Luego de este turbio episodio que está fuertemente inspirado en el imprescindible clásico “Freaks” (1932) de Tod Browning, el director mexicano. nos transporta dos años hacia el futuro donde vemos a Stanton ya consolidado como un prestigioso mentalista que ofrece espectáculos en un lujoso hotel de una Nueva York decadente y con la hermosa Molly como su asistente. Bajo una atmósfera que remite a los clásicos de film noir de los años 30s y 40s del siglo pasado, aparece una noche la sofisticada y escéptica Dra Lilith Ritter encarnada por una estupenda Cate Blanchet, y desafía públicamente a Stanton a adivinar lo que ella lleva en su bolso personal. En una demostración impresionante de su capacidad intuitiva y con su conocido carisma, el mentalista describe con detalle el arma que la mujer lleva en la bolsa, y pecando incluso soberbia, Stanton se atreve a dejar en ridículo a la mujer al intuir sobre el doloroso pasado de la doctora y sus traumas materno filiales que la han hecho la mujer en la que se ha convertido. Esta osadía por parte de Stanton que agrega brillo a su renombre, llega a oídos de un importante personaje de las altas esferas políticas y pedirá los servicios privados del cada vez más reconocido mentalista para resolver un turbio asunto personal de su tormentoso pasado. Cadencioso y sensual, el guion adaptado por el mismo cineasta junto con su esposa Kim Morgan nos ofrece quizá la narrativa mejor lograda de Guillermo del Toro. Pero con “El Callejón de las Almas Perdidas”, también estamos quizá frente a su propuesta más hermosa visualmente. El sobresaliente y detallado diseño de arte a cargo de Tamara Deverell, las postales en movimiento de Dan Laustsen y las melodías compuestas por Nathan Johnson, dan forma a un mundo de contrastes entre la marginación y lo glamoroso que resucita en pantalla los oscuros rincones de los clásicos film noir. Pero la película no se queda en el homenaje a este género, sino que toma sus códigos narrativos y los aprovecha para construir un relato con la impronta de su artífice en cada una de sus secuencias. Y aunque es verdad que aquí se aparta de sus universos fantásticos, es congruente sin embargo con su filmografía previa, pues mantiene sus obsesiones temáticas y persiste la tradición de mostrar cómo la verdadera «monstruosidad» habita en todos y cada uno de los seres humanos y no necesariamente en aquellos personajes cuya estampa resulta atípica y socialmente inquietante. Quizá el reproche que muchos le pondrán a “El Callejón de las Almas Perdidas” será su extendido metraje que alcanza los 150 minutos, contrastando drásticamente con los 112 minutos que a Edmund Goulding le bastaron para narrar una historia redonda y sin cabos sueltos. Sin embargo, hay que tomar en cuenta que esto se debe a un gran aporte del realizador mexicano: dotar a su protagonista de una historia de origen, dándole con esto una complejidad psicológica y moral mucho mayor a la que poseía su versión interpretada por Tyrone Power. Esta audacia, además de hacer más interesante al personaje principal, provoca que las acciones del personaje lleven a la historia hasta sus últimas consecuencias, y de esta manera, la película no solo consigue merecidamente el título de su película más madura y menos complaciente, sino también la más trágica, salvaje y desesperanzadora de toda su filmografía.



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l director Banjong Pisanthanakun se ha convertido en uno de los referentes del cine de terror asiático del nuevo milenio desde el estreno de su opera prima “Shutter” (2004), codirigida junto al cineasta Parkpoom Wongpoom, con quien también dirigiría después la cinta “Alone” (2007). Luego de participar en las películas antológicas “See Prang (2008) y “Hae Phraeng” (2009), de forma inesperada incursionó en la dirección en solitario con la comedia romántica “Hello Stranger” (“Kuan meun ho”; 2010) para después regresar al género del terror con un segmento de la propuesta antológica “The ABCs of Death” (2012). En su siguiente cinta, “Pee Mak Phrakanong” (2013), decidió combinar drama, romance y terror y después regresar completamente a los terrenos de la comedia romántica con “One Day” (2016). Cinco años después, el experimentado director tailandés Banjong Pisanthanakun regresa al género en el que basado su carrera cinematográfica para ofrecernos uno de los más exitosos filmes de su país en los últimos años. “La Médium”, presentada bajo el formato del falso documental, tiene como protagonista a Nim (Sawanee Utoomma), una chamana de la región de Isan en Tailandia a la que un grupo de documentalistas se traslada para acompañarla durante gran parte del día y llevar un registro de la vida cotidiana de la más reciente heredera de una gran tradición familiar, en la que una mujer de cada generación alberga a una bondadosa deidad llamada Ba Yan y canaliza sus poderes para ayudar a personas de la comunidad rural. Como si se tratara de un documental antropológico, en el primer acto conocemos las tradiciones y costumbres de la región que tiene a las creencias y supersticiones religiosas como principal pilar; en este apartado, la misma Nim nos cuenta cómo fue que se convirtió en la heredera de Ba Yan luego de que su hermana Noi (Sirani Yankittikan) rechazara ser la depositaria del espíritu divino cuando era niña. Poco a poco la cinta va presentando los elementos sobrenaturales que harán que se transforme en una vertiginosa pesadilla. Luego de la inesperada muerte de su cuñado, Nim comienza a notar un comportamiento extraño en su guapa y joven sobrina Mink (Narilya Gulmongkolpech), como que percibe espíritus de gente que pronto morirá o que tiene conductas erráticas y que no van acorde a su edad. Esta situación, en un principio hace pensar a Nim que su sobrina podría ser la próxima heredera del espíritu de Ba Yan, sin embargo, el comportamiento de Mink se va volviendo más peligroso, descubriendo que quizá no sea Ba Yan quien esté intentando poseer el cuerpo de la chica, sino una entidad muy alejada de la benevolencia de la deidad que adoran.


La película viene acompañada no sólo de un gran éxito en cines de Tailandia y Corea del Sur donde fue de las más taquilleras del año, sino también por una promoción que asegura que en sus funciones en su país de origen fue necesario proyectarla con las luces encendidas para aminorar en el público el impacto de las escenas de horror. Esta campaña publicitaria habrá que tomarla con discreción, pues amén de ser una genialidad mercadotécnica, puede jugar en detrimento de la experiencia cinematográfica, ya que estos comentarios pueden elevar tanto las expectativas del público y lo más posible es que terminarán decepcionados al no ser cumplidas del todo. Recordemos que de la misma manera se promocionó a cintas como “Voraz” (2016), de la que se decía que en su presentación en el Festival de Toronto fue necesaria la llamada a una ambulancia para atender múltiples desmayos en la sala donde se proyectaba la opera prima de la realizadora Julia Ducournau, y aunque es una cinta que puede causar sensaciones molestas o incómodas en el espectador, están lejos de ser shocks aterradores. “La Médium”, que fue elegida por Tailanda como su representante en la carrera por el Oscar en la categoría a mejor película internacional, cuenta con un guion firmado por el propio director junto a Na Hong-jin, guionista y director surcoreano que hace cinco años nos ofreció “The Wailing” (2016), una de las mejores películas de terror de este milenio. La combinación de talentos de cineasta y guionista da como resultado no sólo una efectiva mezcla de subgéneros como el falso documental, el cine de posesiones demoniacas/exorcismos y el found footage, sino que eleva la cinta por encima de la media y la convierte en una propuesta atípica en el panorama del cine de terror internacional, pues no sólo es un efectivo ejercicio de horror sobrenatural sino que también se aproxima de forma cuidadosa a las complejidades que representan las creencias religiosas, a la importancia los rituales para la comunidad y a las constantes crisis de fe que enfrentan los seres humanos; además se adentra en las dinámicas familiares en donde van saliendo a la luz secretos inimaginables. En resumen, “La Médium” no es sólo un efectivo relato de terror, sino también un thriller salpicado de drama familiar y social que a fuego lento —quizá demasiado lento para aquellos cacostumbrados a ver sólo cine de terror industrializado— va combinando códigos narrativos de distintos subgéneros para hacer de su propuesta una cinta que si bien no resulta para nada original —se encontrarán ecos de la imprescindible “El Exorcista” (1973) del maestro William Friedkin, la legendaria “Holocausto Caníbal” (1980) de Ruggero Deodato, la emblemática “El Proyecto de la Bruja de Blair” (1999) de la dupla Daniel Myrick y Eduardo Sánchez, y de la ya desgastada saga “Actividad Paranormal” (2007-2023) de varios directores de calidad muy cuestionable—, sí posee bastante autenticidad y toma el riesgo de nunca tomar el camino fácil, y eso siempre es digno de reconocimiento, y mucho más en estos tiempos plagados de cine complaciente.




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an pasado cinco años desde que el experimentado cineasta Paul Verhoeven incomodó por última vez a la audiencia con su magnífica película “Elle”. La transgresora propuesta que el director presentó a sus 78 años de edad, partía de la violación sexual de su protagonista interpretada la siempre extraordinaria Isabelle Huppert, pero que utilizaba esta aberrante, violenta y traumática experiencia para desarrollar una tesis sobre el empoderamiento femenino tanto en lo sexual como en lo social. Ahora con la negrísima comedia “Benedetta”, el realizador holandés está de regreso para volver a causar escozor en los espectadores, pero sobre todo en las filas de la Iglesia Católica. Y es que su nueva producción —adaptada para la pantalla grande por el propio director junto a David Birke a partir de la novela “Actos Inmodestos: La vida de una monja lesbiana en la Italia renacentista” de la escritora Judith C. Brown—, gira en torno a la sexualidad dentro de un convento en la Toscana del siglo XVII. Benedetta Carlini, encarnada por una gran Virginie Efira con la que se reencuentra luego de colaborar en la ya mencionada “Elle”, es llevada por sus padres desde muy temprana edad al convento de Pescia que dirige la madre abadesa Sor Felicita, interpretada por la siempre extraordinaria Charlotte Rampling. Se trata de un lugar que, además recibir a las mujeres que han ingresado guiadas por su vocación religiosa, también ha dado refugio a aquellas que con un pasado tormentoso que buscan ahora una oportunidad para la paz y la expiación. La película particularmente da cuenta del deseo que tiene la protagonista por una nueva integrante de la comunidad religiosa llamada Bartolomea que es interpretada por una estupenda Daphne Patakia y que viene huyendo de la violencia de su padre y hermanos. La relación de complicidad va dando paso a la amistad y luego al romance prohibido. “Benedetta” es una película inclasificable que juega con tonos dramáticos que van desde el drama intimista entre dos monjas en busca de amor hasta la farsa de las extrañas visiones erótico-divinas de la protagonista en las que la vemos siempre rescatada por un Jesucristo salido de las más absurdas parodias del personaje que abundan en las redes sociales y que lo retratan como un héroe de acción de serie B. No obstante, quizá estas blasfemias no serán las que particularmente generen el rechazo del sector ultraconservador del público, así como tal vez tampoco lo serán las explícitas escenas de sexo lésbico con peculiar dildo incluido, sino aquella lectura que señala cómo la fe y los milagros fabricados son usados no sólo como un instrumento de manipulación de feligreses, sino también como un arma política para subir de rango dentro de la misma institución. La ambivalencia y la vaguedad de las intenciones de los actos de la protagonista son precisamente gran parte de lo que vuelve a esta cinta una propuesta con una complejidad psicológica que no se ve en el cine hollywoodense del que el realizador se alejó luego de diez años de probar suerte con clásicos como “Robocop” (1987), “El Vengador del Futuro” (1990), “Bajos Instintos” (1992), “Showgirls” (1995) y “Starship Troopers” (1997). Paul Verhoeven lo ha vuelto a hacer y con “Benedetta” demuestra encontrarse en plena forma; a diferencia de realizadores de su generación como Clint Eastwood, cuyos últimos trabajos demuestran ya una fatiga física y mental, la vitalidad intelectual que Verhoeven muestra que puede seguir la pauta de mujeres a las que no se les puede leer con claridad y nos hace morirnos de ganas por ver qué es lo que hará después.


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n 2016, el director chileno Pablo Larraín debutó en el cine angloparlante con “Jackie”, una propuesta especulativa sobre los momentos más íntimos de la legendaria primera dama Jacqueline Kennedy durante las horas previas y los días posteriores al asesinato de su esposo y presidente de los Estados Unidos, John Fitzgerald Kennedy. Aunque se trató hasta ese momento de su trabajo menos personal, pues no estaba directamente relacionada con el análisis de la historia y la sociedad de su país que hasta entonces había caracterizado su filmografía en donde sobresalen filmes como “No” (2012) y “El Club” (2016), el cineasta consiguió una íntima y dolorosa deconstrucción de una leyenda vital en la historia reciente de los Estados Unidos. Cinco años después, ahora con “Spencer”, el director continúa explorando vidas de personajes internacionales y en esta ocasión toma a la figura de la princesa Diana de Gales para bordar un sobrio drama intimista sobre una de las celebridades más queridas del siglo XX. “Spencer” es también una ficción especulativa que narra en 116 minutos la historia de un determinante fin de semana para Diana Frances Spencer a comienzos de los años 90. Abarcando los tres días de sus últimas vacaciones navideñas en la Casa de Windsor —muy cercana a Park House, la finca donde creció—, la cinta da cuenta del proceso que llevó a su protagonista a ese momento en el que tomó la decisión de que su matrimonio con con el príncipe Carlos no funcionaría nunca a causa no solo de sus traiciones amorosas, sino también debido a la exhaustiva presión que suponía formar parte de una realeza que nunca la aceptó de todo y de la que nunca se sintió parte. Pero la propuesta del director chileno va mucho más allá de ser un filme sobre chismes de la prensa rosa: si en “Jackie” el director jugaba con los códigos de la fábula y nos ofrecía una alegoría en la que se comparaba la presidencia de los Estados Unidos con el mágico reino de Camelot, y al recién asesinado presidente con protagonista del mito artúrico, en “Spencer” acude a la figura de Ana Bolena para presentar paralelismos entre la vida de ambas mujeres: cómo fueron utilizadas por un hombre para después ser desechadas y cambiadas por otra mujer, y cómo ambas fueron enfrentadas al escarnio público con respecto a sus romances y traiciones, alcanzando las dos el estatus de mártires luego de sus muertes. “Spencer” es un estudio de personaje sobre una mujer atacada desde varios frentes y que se ve acorralada no sólo física sino emocionalmente, dando origen a un deterioro psicológico que le provoca episodios de ansiedad que la llevan a rozar la neurosis. Este desmoronamiento mental es retratado por la lente de Claire Mathon y musicalizado por Jonny Greenwood, creando secuencias oníricas que, aunque con un aura distinta, nos recuerdan a las escenas propuestas por el director Florian Zeller en su película “El Padre” en la que un octagenario encarnado por Anthony Hopkins se desconecta cada vez más de la realidad. Contando con la estupenda interpretación protagónica de Kristen Stewart, la película echa mano de simbolismos y metáforas como la de un ave en cautiverio para retratar cómo la siempre acosada protagonista busca un poco en libertad rompiendo los estrictos y rancios protocolos de la realeza como llegar a las reuniones después de la reina o conducir su propio coche. Y aunque por momentos el guion de Steven Knight resulta redundante, el talento de Larraín consigue un retrato intimista sobre la abrumadora soledad que acechó a una mujer que prefería abandonar una vida de lujos y la posibilidad de portar una corona, para buscar continuamente reencontrarse con sus orígenes y entregarse por completo a la sencillez del placer de disfrutar pollo frito en una banca junto con sus dos hijos.




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na tormenta de nieve nos da la bienvenida a la opera prima de Valdimar Jóhannsson. Entre las ventiscas, una tropilla de caballos huye despavorida de algo que la acecha. Ese algo llega a un establo donde los corderos miran atentos a lo recién llegado y poco después una borrega cae al suelo desmayada. A la mañana siguiente conocemos a los dueños del establo: Maria (Noomi Rapace) e Ingvar (Hilmir Snær Guðnason), una pareja que se dedica a la crianza de corderos en Islandia. Su relación parece limitarse a darse los buenos días y desayunar juntos, aunque sin conversar más allá de lo necesario para dejar claras cuales son las tareas que deberán cumplir durante el día y sostener así la granja; pronto descubrimos que la distancia emocional en la relación responde a la fractura marital causada por la muerte de su hija Ada al momento nacer. Sin embargo, algún tiempo después durante lo que parecía ser un día habitual de labor de parto de una oveja, ésta da a luz a una extraña corderita. Entre el desconcierto ante la extraña criatura y la esperanza que les brinda la oportunidad de formar nuevamente una familia, Maria e Ingvar adoptan a la corderita y la bautizan con el nombre de su difunta hija. Y aunque pareciera que las dinámicas familiares han vuelto a cobrar relevancia en la vida de la pareja, ambos se enfrentan a la inesperada y hasta cierto punto indeseada llegada de Pétur, el hermano incómodo de Ingvar, y también al constante acoso de la oveja que parió a Ada y que parece querer reclamar lo que le pertenece. Cuál es el significado de felicidad, hasta dónde estamos dispuestos a llegar con tal de alcanzarla y cuál es el límite permitido para cuestionar la dicha y bienestar ajenos, son algunas de las preguntas planteadas en “Lamb”, una cinta que más que inscribirse en la lista del cine de terror o horror folk como muchos la han catalogado, es una propuesta inclasificable que perturba no por mostrarnos secuencias explícitas de monstruos o criaturas nórdicas, sino por hacer patentes en pantalla los alcances del ser humano cuando se propone su propio bienestar y felicidad por encima de quien sea, incluso cuando es capaz de pasar por encima de las necesidades y deseos de sus propios hijos. Y es que tal vez no sea deliberado, pero en una de las posibles lecturas de la cinta, ésta abre la conversación sobre las maternidades/peternidades obsesivas/egoístas que son buscadas ya sea para intentar cubrir cierto vacío existencial o para validarse frente a otros (o frente a sí mismos) como seres humanos plenos. La cinta está llena de simbología cristiana, por lo que no es casualidad que la protagonista se llame Maria y que metafóricamente hablando una figura que nos remita al Diablo llegue para tentar con el pecado a los protagonistas para después reclamar violentamente lo que siempre ha sido suyo. Aunque resulta sobresaliente en su factura a partir de las postales en movimiento capturadas por la lente de Eli Arenson y las partituras de Þórarinn Toti Guðnason, el aspecto más sobresaliente del filme es el guion firmado por el propio director junto al artista multifacético Sjón Sigurdsson, que resalta principalmente por presentar matices en sus protagonistas, con virtudes, defectos y contradicciones, además de echar mano de una mixtura de códigos cinematográficos correspondientes a varios géneros que parecerían disímiles. La peculiaridad del argumento de “Lamb” le valió una Mención Especial como Premio a la Originalidad en la sección Una Cierta Mirada en el Festival de Cannes y fue galardonada con el premio a la mejor película en el Festival de Sitges. Y es que no es para menos que este audaz debut cinematográfico se destaque entre la numerosa producción del cine de género a nivel internacional, pues representa una de las más auténticas, ingeniosas e inquietantes propuestas del cine fantástico y de terror en años recientes y sin duda uno de los filmes imprescindibles de este 2021.


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l viaje de una persona hacia su trascendencia, su madurez o su perdición, es una constante eterna en el imaginario colectivo, su representación ha sido la mayor fuente de inspiración para la narrativa. De ahí las grandes comedias y tragedias han cogido no solo sus elementos básicos, también su verosimilitud. Y en esta misma noción existencial el director Rodrigo Fiallega busca inscribir su película “Ricochet”. Desarrollándose a lo largo de un día, Ricochet muestra la apacible vida de Martjin, un hombre ya entrado en años que habita en un idílico pueblo en algún lugar de México. Originario de Alemania presumiblemente, Martjin ha construido una vida llena de logros, como el tener una casa, una amorosa familia, y estar rodeado de amigos y un pueblo entero que lo conoce y estima. Y aun cuando ha sido recientemente diagnosticado con una condición que lo confronta con la inminencia de la muerte, su propia actitud ante la vida lo hace asimilar la adversidad. Hay sin embargo un suceso de su pasado que le impide vivir a plenitud su felicidad, y que eventualmente lo llevará a una decisión crítica. Es esta decisión la que otorga al relato su faceta de visión sobre la condición humana, pues si bien hay un contexto identificable en la realidad, se trata de una cinta que bien puede trasladarse a cualquier lugar o cualquier época, y la conformación de sus diálogos así como su fluir a manera de pequeños encuentros casuales pero trascendentes, la hacen semejante a un relato bíblico, donde las palabras provocan la meditación mientras su conclusión busca una lección, pero a veces solo se queda en el punto de partida de una reflexión mayor. En “Ricochet”, el mundo está en orden, tiene lógica y funciona como debe. Desde el punto de vista de Martjin, la sociedad y las circunstancias trabajan bajo la lógica de que cosas buenas le pasan a la gente buena, y aún cuando pasen cosas malas, superar el dolor y sobreponerse a la adversidad tiene también su propia recompensa. El único que no parece convencido de todo esto es el propio Martjin, quien parece ir de un lado a otro, de encuentro en encuentro con distintas personas, que parecen querer encaminarlo adecuadamente, para que su vida de hombre recto sea coronada con una última y determinante decisión que lo hará quedar en paz consigo mismo. Este argumento –si bien un tanto básico y hasta un poco reiterativo– es desarrollado con gran solvencia, solidez y organicidad, algo que el público apreciará como una narrativa agradable que se hace entretenida de ver. No obstante, su premisa queda en cierta forma traicionada por un giro final donde el director pareciera querer sacar un discurso que podría interpretarse como la inutilidad de la moral o de las posturas filosóficas, que se antojan banales cuando se vive con dolor o se es víctima de las injusticias. Tal ambición sin embargo no es tan convincente ante otros rasgos que Fiallega pone de manifiesto. Contando con una notable factura, la cinta hace gala desde su inicio de un enorme cuidado en las composiciones y una atención al detalle en la imagen sumamente inusual en el cine mexicano. Tales virtudes poco trascienden al terreno de la simple belleza; el mundo de Martjin, en su orden, también es bello, recordándole que la vida es algo por lo que vale la pena luchar. Esto junto con otras sutilezas en su guión, solo giran en torno al protagonista y la explicación de sus motivos. La de Martjin es finalmente otra cinta más sobre la forma en que una persona reacciona ante una situación de crisis. Ricochet se queda corta en su pretensión como un relato universal, y aunque alcanza a funcionar como el retrato de la convulsión de un ser humano, su universalidad y su belleza se quedan en lo anecdótico y visual, diluyendo su discurso.



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on “Adiós a la memoria”, el director Nicolás Prividera cierra su trilogía de documentales con los que repasa al tiempo su historia familiar y la de su país: Argentina. Iniciada por “M” (2007), centrado en la desaparición de su madre, Marta Sierra, luego del golpe militar de 1976, y seguida por “Tierra de los padres” (2011), donde se aproximó a las víctimas de la violencia política, la trilogía ahora termina tomando a la figura de su padre como excusa para divagar no sólo sobre la degradación paulatina e irrefrenable de su memoria a causa del Alzheimer, sino también para realizar un ensayo sobre la memoria colectiva en la era de la inmediatez, la sobre estimulación de los sentidos y la (des)información que generan un efecto de anestesia social. Su padre, Héctor Prividera, según las palabras del propio cineasta, vivió “en piloto automático” luego de la desaparición de su esposa; de esta forma, a través de la historia de retraimiento su padre y el posterior avance de su Alzheimer, el director propone no sólo un ejercicio ensayístico sobre la decadencia de la memoria individual, sino un repaso de la igualmente frágil memoria histórica colectiva, aproximándose al pasado “como un museo de espejismos”. Ganador del premio al mejor guion en el Festival de Mar del Plata, el documental “Adiós a la memoria” busca y consigue exitosamente alejarse de las convenciones del cine sobre enfermedades mentales y toma ventaja de una dolorosa enfermedad degenerativa para proponer un diálogo sobre la memoria que va y viene de lo personal y familiar hasta lo político y social. Para ello rescata las filmaciones de su padre con su cámara Bolex Paillard y se aboca a presentar una combinación de sustratos y formatos cinematográficos con referencias culturales, musicales, literarias y políticas. Estamos entonces ante un ejercicio que demanda la participación del espectador ofreciendo como recompensa una experiencia valiosa en muchos niveles. El ensayo supera la reflexión en torno la relación paternofilial que siempre estuvo marcada por el distanciamiento, el abandono y el profundo rencor, y consigue que ésta reflexión sea a la vez un tratado sobre la brecha generacional en la sociedad argentina y cómo éstas diferencias trastocan la forma de aproximarse a la vida política de un país en perpetua crisis de identidad. Así, además de un retrato sobre los fracturados lazos familiares y su imposibilidad de reconexión total, “Adiós a la memoria” es un potente y filoso ensayo crítico y de denuncia sobre la historia sociopolítica reciente de Argentina, y que termina, a través de una referencia a “La Peste” de Albert Camus, con una sentencia pesimista y casi funesta: “…que el bacilo de la peste no muere, ni jamás desaparece; que puede permanecer durante decenas de años dormida en los muebles, en la ropa; que espera pacientemente en las habitaciones, en las bodegas, en las maletas, en los pañuelos y los papeles, y que llegará un día que la peste, para desgracia y enseñanza de los hombres, despierte a sus ratas y las mande a morir en una ciudad dichosa”.




H

ace seis años, el director Justin Kurzel llevó a la gran pantalla “La Tragedia de Macbeth”, la obra teatral del dramaturgo William Shakespeare considerada como una pieza maldita entre quienes la interpretan sobre los escenarios. La propuesta del realizador australiano, protagonizada por Michael Fassbender y Marion Cotillard, era probablemente la versión cinematográfica más estilizada hasta ese momento. Uniéndose a otras grandes adaptaciones de la obra como la barroquísima “Macbeth” (1948), de Orson Welles; “Trono de Sangre” (1957), de Akira Kurosawa y “La Tragedia de Macbeth” (1971), de Roman Polanski, la versión de Kurzel destacó como un fenomenal ejercicio de estilo con mucho potencial para convertirse en un filme de culto del cine contemporáneo gracias a su propuesta dinámica, audaz y violenta; una pieza artística esculpida con cadencia y visceralidad. Ahora, el director Joel Coen en su primera incursión tras la cámara sin su hermano menor Ethan Coen, nos presenta la conocida historia medieval del general del ejército de Duncan, el rey de Escocia, y su ascenso al poder mediante la conspiración luego de serle revelada una profecía que vaticina su reinado, a través de una hiperestilizada con ecos del cine de Dreyer y Bergman. El director que junto con su hermano Ethan Coen nos obsequió emblemas de la historia del cine como “Fargo”, “The Big Lebowski” y “No country for old man”, adapta él mismo este relato sobre una corona de sangre que lleva a su portador directamente hacia el descenso a la locura y la tragedia. A diferencia de la belicosa versión de Justin Kurzel, que es una suerte de ‘actualización’ de la historia que echa mano de la tecnología cinematográfica más reciente para ponerla al servicio de la historia acercándola visualmente a propuestas como “Game of Thrones” (2011-2019), “La Tragedia de Macbeth” de Joel Coen, filmada en uno de los estudios más grandes de la ciudad de Los Angeles, busca capturar la densa atmósfera que se pretende en las representaciones teatrales mediante una sofisticada puesta en cámara que echa mano de códigos pictóricos y del expresionismo alemán con sets despojados de todo ornamento y efectos visuales que crean un ambiente asfixiante perpetuo con la ayuda del diseño de arte de Stefan Dechant, la monocromática fotografía de Bruno Delbonnel, el score a cargo de Carter Burwell y el fenomenal diseño sonoro que con maestría utiliza los sonidos incidentales para alterar la percepción del público.


Extendiendo un amplio espacio ante la literalidad de la obra y la reinterpretación y acudiendo a la decisión de mostrar sin temor el artificio de su propuesta, funciona cabalmente y convierte a su apartado audiovisual en su mayor virtud junto con las notables actuaciones de los experimentados Denzel Washington, Frances McDormand y Kathryn Hunter; los primeros en los roles estelares de Macbeth y Lady Macbeth respectivamente, y la última en un triple papel encarnando a las proféticas brujas con una rasposa voz y contorsiones que se antojan imposibles para un ser de este mundo. El actor neoyorquino es un Macbeth más mesurado y menos visceral y hace que su transformación de noble general a regicida y posterior tiránico gobernante sea de una sutileza apabullante, distanciándose con éxito de otras interpretaciones a cargo de leyendas como Orson Welles, Toshiro Mifune y Jon Finch en las versiones del mismo Welles, Kurosawa Polanski respectivamente. La actriz originaria de Illinois y esposa en la vida real del director de la cinta, entrega un trabajo como de costumbre contenido mientras se enfrenta al asedio del peso de sus decisiones, viéndose afectada en su inicial determinación implacable para dar paso a la voraz demencia que terminará por transformarla en un espectro en vida. Sin embargo, los aspectos más sobresalientes de esta versión podrían jugar en detrimento de la película misma; y es que para muchos su estilización excesivamente minimalista les podrá parecer un ambiente tan aséptico que les hará sentir que no hay emociones en pantalla. Y es que quizá el exceso de la solemnidad que caracteriza a la cinta podría provocar una distancia emocional casi infranqueable entre la película y el espectador, porque a diferencia de otras versiones, en particular la de Justin Kurzel donde Fassbender y Cotillard destilaban pasión y furia, aquí Washington y McDormand se sienten distantes y fríos, que aunque sí dotan de matices más pragmáticos a sus personajes para que resulten adecuados en esta visión de Joel Coen y que sus motivaciones tomen dimensiones distintas, también podrían resultar menos atractivos para el público que ya probablemente se sentirá dudoso en acercarse a una propuesta monocromática y con el atípico estilo idiomático que representa la obra shakespeariana. De cualquier manera, “La Tragedia de Macbeth” sobresale por su audacia de perpetrar un nuevo anacronismo audiovisual en este nuevo milenio, una propuesta arriesgada que se apodera del texto de Shakespeare para hacerlo propio y nos demuestra cuán bien pueden empatar las obras del dramaturgo con la filmografía de los Coen, ese corpus fílmico de espíritu revisionista que ha jugado con los códigos narrativos para reinterpretar prácticamente todos los géneros cinematográficos y que está sustentado también en la ambición de sus protagonistas, en sus absurdamente malas decisiones y en la inevitable tragedia que éstas traen consigo.



A

na, la protagonista del relato, es una mujer que vive en Belgrado y que, dieciocho años atrás, fue informada de que su bebé recién nacido falleció de forma súbita. Debido a que nunca le entregaron el cuerpo y a otras irregularidades en los procedimientos médicos postparto, ella cree que en realidad su hijo fue robado, por lo que desde hace casi dos décadas ha tenido que padecer los juicios y señalamientos que la tachan de loca o paranoica cuando exige justicia y resultados en las investigaciones policiales. El cineasta Miroslav Terzic se inspira en hechos reales para abordar una sensible realidad social: la mafia criminal dedicada al rapto y venta de recién nacidos, así como la impunidad que impera en estos cientos de delitos no resueltos. La propuesta de corte intimista es sostenida por la impresionante interpretación de la actriz Snezana Bogdanovic, cuya labor frente a la cámara consigue entretejer con astucia los hilos de un sofisticado thriller con los de un entrañable y doloroso drama materno-filial.




L

uego de doce años de ausencia en el cine, la directora Jane Campion se coloca nuevamente tras la cámara para presentarnos este atípico western ambientado en el estado de Montana en 1925, en donde Phil Burbank (Benedict Cumberbatch) y George Burbank (Jesse Plemons), dos hermanos acaudalados, se hacen cargo de un enorme rancho donde crían ganado. Aunque los dos hermanos son copropietarios del rancho, son muy distintos entre sí: mientras que Phil es hosco, desaseado, impetuoso y se encarga del trabajo rudo, George es refinado, sensible, cariñoso y se encarga de los negocios de compraventa. Durante el traslado de decenas de cabezas de ganado, los hermanos y sus trabajadores se detienen a comer en un restaurante de la región que es propiedad de una mujer viuda llamada Rose Gordon (Kirsten Stewart) y atendido por su hijo Peter (Kodi Smit-McPhee), un chico un tanto amanerado que adora hacer flores de papel para decorar las mesas del restaurante y de quien Phil se burla maliciosamente desde el instante el que lo conoce. George se siente atraído inmediatamente hacia Rose, con quien pronto comienza una relación que los lleva contraer matrimonio casi secretamente, llevando después a su nueva esposa e hijo a vivir al rancho, despertando en Phil el desprecio por su nueva cuñada a la que acusa de arribista y comienza una campaña para hacerle la vida imposible. La propia directora neozelandesa —ganadora de la Palma de Oro en Cannes por su filme “El Piano” (1993)—, escribe el guion a partir de la novela “El Poder del Perro” de Thomas Savage, y con el apoyo de la fotografía de Ari Wegner y la música de Jonny Greenwood, consigue la narrativa cadenciosa y la habitual sutileza que caracteriza su cine para explorar qué hay detrás de la masculinidad tóxica y frágil del protagonista. Con planos largos, mesura interpretativa por parte de un reparto excepcional y con detalles colocados puntualmente a lo largo de la cinta, poco a poco descubrimos que los códigos del western dan cobijo a un intimista drama sobre la represión de los deseos más profundos, algo que la conecta también con la ya mencionada cinta “El Piano”, en la que nos traslada a mediados del siglo XIX para acompañar a Ada, una mujer viuda que es muda desde que pequeña y que ha concertado un nuevo matrimonio con un próspero granjero en Nueva Zelanda, por lo que debe abandonar su natal Escocia en compañía de su hija y con su pertenencia más preciada: su piano. Sin embargo, su futuro esposo se niega a llevar a casa el enorme instrumento, el cual es abandonado en la playa y luego rescatado por un vecino de la nueva pareja, y con quien Ada establece un inusual pacto: él permitirá que ella toque el piano a cambio que ella se deje tocar por él. Inevitables serán también las comparaciones con “Secreto en la Montaña” (2005), de Ang Lee, pero la cinta de Jane Campion supera y por mucho al celebrado filme protagonizado por Heath Ledger y Jake Gyllenhaal. Y es que la propuesta de la realizadora que recibió el premio a la mejor dirección en la pasada edición del Festival de Cine de Venecia, se presenta de una manera más sutil, elegante, sin concesiones de ningún tipo y mucho mejor narrada. Si se quieren hacer comparaciones, entonces la cinta de Jane Campion estaría más cerca de “Los Imperdonables” (1992), el último gran western del siglo XX a cargo de Clint Eastwood, un fascinante y sombrío filme poseído por la amargura y la melancolía que desmitifica por completo la figura del héroe. Estrenada de manera limitada en cines de México y globalmente a través de Netflix, “El Poder del Perro” también derriba los mitos sobre la figura del cowboy crepuscular, pero la cineasta lo hace no sólo por medio los detalles simbólicos —como por ejemplo el trenzado de la cuerda que hace Phil para Peter y que representa la relación de mentor y aprendiz que de manera inesperada comienzan a construir—, sino que también lo hace desde la empatía y la sensibilidad hacia aquellos que son víctimas del entorno, de aquellos que aún en campo abierto, son rehenes de las normas sociales gestadas por el sistema patriarcal que espera de ellos constantes desplantes de testosterona y demostraciones de masculinidad, lo que sea que eso signifique.



D

entro de la formidable filmografía de David Lowery, que alcanzó su punto álgido con la extraordinaria “A Ghost Story” (2018), hemos sido testigos de su refrescante manera de trabajar con distintos géneros. En “The Green Knight”, el cineasta incursiona en el cine fantástico con una re interpretación de la historia medieval de Sir Gawain y el Caballero Verde que muestra una complejidad no acostumbrada en este género, que por lo general se apoya sólo en el espectáculo condescendiente. El relato narra la historia de Sir Gawain (encarnado por Dev Patel), quien es el único que acepta el reto del Caballero Verde cuando éste irrumpe en la corte del Rey Arturo durante la celebración de la Navidad en Camelot, para desafiar a cualquier caballero a blandir su espada contra él y decapitarlo. Sin embargo, a cambio, exactamente un año después el caballero aceptará que se le regrese el mismo golpe mortal. Sir Gawain, uno de los más reconocidos caballeros de la Mesa Redonda e hijo de la hechicera Morgause —media hermana del Rey Arturo—, asesta una decapitación perfecta contra el Caballero Verde tan solo para ver cómo este recoge su propia cabeza y se marcha, no sin antes recordarle que deberá honrar su palabra dentro de un año en la capilla verde localizada al Norte del reino artúrico. El tiempo avanza veloz e implacable, y al cabo de un año acompañaremos a Sir Gawain en el que podría ser su último viaje. La historia de Sir Gawain y el Caballero Verde está contenida en un romance métrico de finales del Siglo XIV. Aunque es de autor desconocido, se hace referencia a él como el poeta Pearl, a quien el autor J.R.R. Tolkien admiró y estudió su obra durante años. El tema central del relato es la puesta a prueba del código de caballería de Sir Gawain mediante obstáculos que debe superar y tentaciones que debe resistir. Pero aunque estamos ante un relato que tiene su base en la estructura básica que Joseph Campbell denominó como «el viaje del héroe», la propuesta de Lowery es todo menos un relato tradicional, por lo menos no para los estándares hollywoodenses. “The Green Knight” evoca al espíritu de John Boorman en cuanto al nivel de madurez con el que reinterpretó el mito artúrico en la estupenda “Excalibur” (1984); sin embargo, la propuesta de David Lowery transita derroteros distintos. Protagonizada por Dev Patel, a quien todos conocimos con la celebrada “Slumdog Millionaire” (2010) de Danny Boyle y que aquí se ve acompañado por reconocidos actores y actrices como Sean Harris, Kate Dickie, Alicia Vikander, Joel Edgerton, Sarita Choudhury, Ralph Ineson y Barry Keoghan, esta epopeya cinematográfica medieval avanza con un ritmo cadencioso pero firme, pues la propuesta del realizador posee gran convicción a pesar de ser su proyecto más ambicioso hasta ahora. Con el apoyo de la fotografía de Andrew Dros Palermo, con quien ya había colaborado en “A Ghost Story” (2018), y la música de Daniel Hart, con quien también ya había colaborado en la ya mencionada “A Ghost Story” (2018), “The Old Man and the Gun” y “Ain’t them body saints”, David Lowry consigue que la travesía de Sir Gawain hacia su hora final sea una experiencia alucinante y cautivadora a nivel visual con una extravagancia sombría, sobria y sofisticada. “The Green Knight” es una propuesta arriesgada, que navega a contracorriente de lo acostumbrado en el cine estadounidense y que seguramente dividirá opiniones entre quienes sepan apreciar una propuesta sumamente audaz y quienes la acusen de presentar una resolución que les resultará incluso anti climática. Y es que en una industria donde el cine fantástico acude a la espectacularidad de los efectos especiales para transportarnos a mundos maravillosos donde todo es posible y vivir emocionantes aventuras mientras el bien y el mal se juegan el destino del mundo, la película de David Lowery decide rendirse ante lo reflexivo, místico y espiritual no sólo en la pretendida búsqueda de gloria y fama que muchas veces responde a presiones sociales y/o familiares, sino también en cuestiones existenciales como la eterna búsqueda de la trascendencia personal en la que, ya sea por ambición o genuino deseo de superar los límites de la vida, se desafían los presuntos designios del destino.



L

uego de “Somos Mari Pepa”, su sobresaliente opera prima, el director tapatío Samuel Kishi presenta su segundo largometraje de ficción y pasa de la angustia adolescente retratada en su primer largometraje, a la frustrante búsqueda del sueño americano por parte de Lucía, una madre mexicana que, junto a sus pequeños hijos Max y Leo de 8 y 5 años, ha cruzado la frontera ilegalmente buscando hacer una nueva vida instalándose en Albuquerque, Nuevo México, donde ella debe trabajar en dos empleos de medio tiempo para poder pagar la renta de un deteriorado departamento en un condominio que es propiedad de una pareja de ancianos chinos, y donde los pequeños «lobos» –como los llama su madre– pasan el día encerrados entre cuatro paredes. A veces, con juegos imaginativos donde son lobos ninjas que viven emocionantes aventuras, y en otras ocasiones, pasan largas horas frente a la ventana viendo a los niños vecinos jugar futbol o a su casera sacar a pasear a su perro; su compañía son canciones y lecciones básicas de inglés mientras esperan la llegada de su madre al final de la tarde para repetir la rutina al día siguiente hasta que llegue el prometido día de visitar Disneylandia. Inspirado por sus propias vivencias de cuando, junto con su madre y hermano, cruzó la frontera para vivir en Santa Ana, California, el director utiliza sus recuerdos como materia prima para dar forma a un drama social sobre el anhelo de una vida mejor en la llamada «tierra de las oportunidades». Por su evidente similitud temática, es imposible no pensar en “The Florida Project” (2016), de Sean Baker; pero la propuesta del director mexicano se separa de la sordidez que mostraba por momentos la cinta del neoyorquino, y aunque no duda en mostrar rasgos de crueldad y crudeza en la situación de los inmigrantes, apuesta más hacia la melancolía por un pasado que, aunque difícil de recordar para los menores protagonistas, logran apreciarlo como una época un tanto mejor que la actual gracias al apoyo de las historias de su madre y de una cinta musical grabada por su abuelo. De esta manera, “Los Lobos” se centra más en el proceso de abandonar el lugar de origen y adaptarse al nuevo entorno intentando no dejar que mueran las raíces mientras se aferran a un sueño que alcanzar. El trabajo actoral conseguido por Martha Reyes Arias como Lucía resulta impresionante, abordado su personaje desde la complejidad de compaginar rasgos como fortaleza, vulnerabilidad y creatividad, y transmitirlo principalmente a través de su mirada. Mientras tanto, los hermanos en la vida real Maximiliano y Leonardo Nájar Márquez son parte fundamental de la eficacia emocional de la cinta como un relato sobre las lecciones de la vida pero desde la perspectiva de la niñez. Por ello, más que emparentada más con la mencionada “The Florida Project”, establece diálogo con propuestas como la de la realizadora Paula Markovitch y su destacada cinta “El Premio” (2011), la cual también está basada en experiencias autobiográficas; o incluso se podrían establecer vasos comunicantes con “Temporada de Patos” (2004), aquella sobresaliente opera prima de Fernando Eimbcke que también giraba en torno a la soledad y los anhelos entre las cuatro paredes de un departamento. Luchando a contracorriente de lo que colectivamente se cree como única forma de migración, Samuel Kishi apuesta por la ternura de su relato, por evocar la mirada infantil para apelar a la empatía con su historia en la que se materializan las que ahora se convierten en constantes temáticas y que ya había explorado en su opera prima como la figura paterna ausente y la memoria sonora como apoyo para el crecimiento personal y para la construcción de la identidad. “Los Lobos” es un coming of age con una mirada esperanzadora sobre las oportunidades de encontrar personas solidarias que nos puedan ayudar mientras trabajamos arduamente para lograr nuestros sueños.



E

n 2016, la directora francesa Julia Ducournau presentó su opera prima en la Semana de la Crítica en el Festival de Cannes, y se alzó como la ganadora del premio FIPRESCI —entregado por la crítica internacional— a la vez que se reveló como una de las promesas de la industria fílmica. La capacidad de la directora para concebir el maridaje perfecto entre drama juvenil universitario y el canibalístico horror gore con ingeniosos diálogos inyectados de negrísimo humor y secuencias sanguinolentas, convirtieron instantáneamente a “Grave” en un clásico del género y en un título de culto. Luego de este poderoso e inteligente drama juvenil psicosexual y antropofágico, la directora regresó este año a la riviera francesa para presentar su segundo largometraje, pero ahora compitiendo en la sección principal y sorpresivamente llevándose la tan codiciada Palma de Oro. “Titane” nos coloca en su primera secuencia en el asiento trasero de un auto para acompañar a la pequeña Alexia quien viaja con su padre en el vehículo. Luego de un accidente donde ella sale gravemente herida, vemos cómo los médicos le implantan una placa de titanio en la cabeza, y justo cuando la pequeña va saliendo del hospital ya recuperada, abraza y besa al auto en el que sufrió el percance. Dando un salto en el tiempo, acompañamos a la ahora adulta Alexia quien se dedica a bailar lap dance sobre los cofres de automóviles en exhibiciones; si embargo, la danza sensual que lleva a cabo no sólo responde a cumplir con su trabajo, sino que es el resultado de una atracción por los vehículos que ha venido creciendo con el paso de los años y que, por cierto, es correspondida por los automóviles. En una de las secuencias más controversiales de la cinta, observamos a Alexia subirse desnuda a un Cadillac para tener relaciones sexuales con él, tan sólo para poco después descubrir que ha quedado embarazada. Pero como si esta anécdota no fuera suficiente para desarrollar un filme completo sobre la fetichización del metal y la carne, se nos revela su psicopatía asesina en una escena que nos remite al cine giallo y se confirma como una práctica serial en una secuencia que emula tanto al cine de Martin Scorsese como al de Quentin Tarantino. Cuando los crímenes cometidos comienzan a colocar la atención de la policía sobre Alexia como la responsable, ella se somete a un cambio radical en su aspecto y clama ser Adrien Legrand, uno de los tantos chicos desaparecidos desde hace ya varios años en Francia. Vincent, el padre del chico desaparecido, llega a la estación de policía para reconocer a quien dice ser su hijo y sorprendentemente la identifica como Adrien, llevándola a casa para cuidarla como su hijo y para que trabaje con él en el cuerpo de bomberos que dirige. Y es justo aquí cuando comienza realmente a desarrollarse la historia que realmente la realizadora quiere contar. En su premisa podemos encontrar paralelismos con la del documental “The Imposter” (2013), de Bart Layton, en donde un joven desaparecido años atrás en Texas, presuntamente aparece en España, afirmando haber sido torturado por quienes lo secuestraron. Sin embargo, la similitud es meramente anecdótica, pues la propuesta de la realizadora no pretende hablar sobre Alexia como impostora de Adrien, sino presentar un ensayo sobre la búsqueda de identidad, el inexorable paso del tiempo y los estragos de la soledad a través de los códigos del terror, la fantasía y la ciencia ficción. A lo largo de sus casi dos horas de duración, pero sobre todo en el primer tercio del metraje, encontramos varias referencias y homenajes a títulos como “Tetsuo: El Hombre de Hierro” (1989), de Shinya Tsukamoto, “Christine” (1983) de John Carpenter y “Crash: Extraños Placeres” (1996), de David Cronenberg; pero más allá de estas curiosidades, la realizadora que se convirtió en la segunda mujer en ganar la Palma de Oro, acude a metáforas para deslizar comentarios pertinentes sobre las identidades no binarias y para dinamitar las expectativas del público sobre lo que significan masculinidad y feminidad. Y es que debajo de esa pantalla de violencia explícita que resultará incómoda para una buena parte del público y que los desconcertará con sus sorprendentes giros, se encuentra agazapada una historia de necesidad de cariño y conexión emocional. “Titane” es la historia de un padre cegado por el dolor que quiere a toda costa recuperar a su hijo y de una mujer que necesita ayuda en esa terrorífica travesía que supone una maternidad súbita e insólita; es la historia de dos heridos parias sociales que inesperadamente encuentran, más que la compañía mutua, una manera de acompañar sus soledades.



L

a cinta del estudio Pixar que era su apuesta veraniega para los cines el año pasado y que fue lanzada directamente en la plataforma Disney+ sin costo extra ante la crítica contingencia sanitaria global, ambienta su acción fuera de los límites estadounidenses como ya se está convirtiendo en una tradición para Pixar, luego de visitar culturas como la hawaiana en “Moana” (2016), la mexicana en “Coco” (2017) y la colombiana en “Encanto” (2021). Aquí nos transporta a la costa italiana donde vive nuestro protagonista, un monstruo marino adolescente que un día no puede evitar ceder ante la curiosidad de explorar el mundo de la superficie que, según las advertencias de sus padres, está dominado por los horribles monstruos. Su curiosidad lo lleva a encontrarse con Alberto, otro monstruo marino adolescente que, según sus propias palabras, es todo un experto en el mundo de los humanos. Entre ambos surge una relación de amistad que los lleva a pasar juntos la mayor parte del día imaginando vivir emocionantes aventuras sobre una motocicleta Vespa improvisada con chatarra. Su sueño de tener una motocicleta auténtica los motiva a adentrarse en la villa costera llamada La Riviera, en donde conocerán a Giulia, la hija de un pescador del pueblo con la que crean un vínculo inmediato y se unen a ella para competir en la próxima competencia cuyo premio en efectivo podría permitirles comprar una Vespa de segunda mano. Sin embargo, su emoción y alegría se ve amenazada cuando su verdadera identidad podría quedar expuesta, y es que en la Riviera tienen la tradición de asesinar salvajemente a los monstruos marinos que se atrevan a salir a la superficie. Con la confesa inspiración en la novela “The Body”, de Stephen King, que ya fue llevada al cine bajo el nombre “Cuenta conmigo” (1986), el director Enrico Casarosa escribió la historia de “Luca” en conjunto con Jesse Andrews y Simon Stephenson, y fue la base para el guión en el que participó también Mike Jones. Pero quedarse con la historia de amistad entre Luca y Alberto es conformarse con la premisa más elemental de la película; si estimulamos un poquito nuestra capacidad de abstracción nos encontramos que la película tiene un trasfondo más rico y complejo. La verdadera historia es la de un chico reprimido que, con ayuda de un amigo, se aleja del sobre protector seno familiar para aventurarse más allá de los límites hogareños y descubrir a personas maravillosas dentro de una sociedad que, haciendo alusión a los X-Men, les odia y les teme por ser quienes son, e incluso podrían llegar a matarles. De esta manera, las lecturas que han hecho los miembros la comunidad LGBT y la conexión que han encontrado más allá de la entrañable amistad entre los personajes y que ha llegado incluso a la

identificación muy personal con la historia de Luca y Alberto, no son ninguna casualidad ni un terco afán de “homosexualizarlo todo”. Y es que pareciera que gran parte de la audiencia olvida que en una obra cinematográfica, todo lo que aparece o no en pantalla –y también cómo aparece o no en ella– tiene una razón de ser y nada es casualidad. Desde dónde está colocada la cámara, qué elementos juegan en la toma, qué se deja fuera de campo, qué iluminación se utiliza, qué estilo y color la ropa están usando los personajes en determinada secuencia… Todo tiene un por qué, es deliberado, y nada, absolutamente nada, es aleatorio. Los guiños nunca son accidentales, y siempre responden a un deseo específico del director. Y es que si bien es cierto que el discurso de “Luca” habla de una aceptación y respeto a la diversidad en general, hay muchísimos detalles que no podemos dejar pasar pues son claras referencia a la comunidad LGBT y que no podrían aplicarse a aquellos que viven bajo la heteronorma en su orientación sexual. Porque aunque por una parte también es verdad que en la película nunca se hace explícito que los protagonistas son dos personajes gay, tampoco se hace referencia a que sean heterosexuales, y son muchos los guiños que evocan a quienes pertenecen a la disidencia sexual, como que los personajes en su «verdadera naturaleza» sean coloridos y extravagantes, que en la secuencia final de despedida suene una canción que explícitamente hable de dos ‘amantes’ separados –ojo, no de dos ‘amigos’, de dos amantes–, e incluso hay una alegoría explícita sobre salir del clóset frente a la sociedad, los amigos y la familia, una situación a la que ningún heterosexual se tendrá que enfrentar jamás y es imposible que se identifiquen con ello. Y aquí quiero recalcar algo que ya se mencionó: en una obra cinematográfica nada es casualidad; y si tomamos en cuenta que Disney posee todos los millones del mundo que le permiten comprar los derechos musicales de la canción que se le antoje o que pueden pagarle sin problema a compositores para crear un tema ex profeso para una de sus películas, ¿no les parece extraño que hayan elegido un tema que habla sobre alguien que extraña profundamente a su amante en la distancia para ser el tema musical que cierre una película familiar sobre dos personajes adolescentes que se separan de forma agridulce? En fin, más allá de la polémica comenzada por el rechazo homofóbico a un discurso abiertamente inclusivo en el cine animado, “Luca” sobresale como una de las mejores películas de Pixar en los últimos diez años al partir de una premisa que en apariencia resulta ser sumamente elemental, pero que alcanza profundos niveles de humanidad en su historia sobre la amistad, el amor y la fidelidad a uno mismo.



L

a definición de la palabra «sicario» nos da la bienvenida al regreso protagónico de los personajes femeninos en la filmografía de Villeneuve luego de los formidables thrillers Prisioners (2014) y Enemy (2014). Contando con Taylor Sheridan en el guión, Sicario nos traslada a la zona fronte-riza entre Estados Unidos y México, donde la joven e idealista agente del FBI, Kate Macer (fantástica Emily Blunt), es reclutada por un equipo de fuerza de élite para luchar contra el narcotráfico en ambos lados de la frontera bajo el mando del frío Matt Graver (Josh Brolin) y el enigmático asesor Alejandro (Benicio del Toro); las peligrosas misiones harán que Macer se cuestione constantemente sus convic-ciones y reconsidere los límites de la ley. Apoyado por la prodigiosa lente del siempre extraordinario Roger Deakins, un formidable diseño so-noro acompañando al score de Jóhann Jóhannsson, y la precisa edición de Joe Walker, el director canadiense nos introduce hasta el fondo de ese oscuro mundo de las drogas y expone sin maniqueís-mos ese violento infierno que no conoce de ética y moral. Villeneuve vuelve a demostrar sensibilidad en el tema de la violencia social de ambigüedades morales con este emocionante thriller que nos man-tiene adheridos a la butaca mientras experimentamos, junto con su protagonista, esta amarga y brutal pesadilla.



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