E
n 2016, la directora francesa Julia Ducournau presentó su opera prima en la Semana de la Crítica en el Festival de Cannes, y se alzó como la ganadora del premio FIPRESCI —entregado por la crítica internacional— a la vez que se reveló como una de las promesas de la industria fílmica. La capacidad de la directora para concebir el maridaje perfecto entre drama juvenil universitario y el canibalístico horror gore con ingeniosos diálogos inyectados de negrísimo humor y secuencias sanguinolentas, convirtieron instantáneamente a “Grave” en un clásico del género y en un título de culto. Luego de este poderoso e inteligente drama juvenil psicosexual y antropofágico, la directora regresó este año a la riviera francesa para presentar su segundo largometraje, pero ahora compitiendo en la sección principal y sorpresivamente llevándose la tan codiciada Palma de Oro. “Titane” nos coloca en su primera secuencia en el asiento trasero de un auto para acompañar a la pequeña Alexia quien viaja con su padre en el vehículo. Luego de un accidente donde ella sale gravemente herida, vemos cómo los médicos le implantan una placa de titanio en la cabeza, y justo cuando la pequeña va saliendo del hospital ya recuperada, abraza y besa al auto en el que sufrió el percance. Dando un salto en el tiempo, acompañamos a la ahora adulta Alexia quien se dedica a bailar lap dance sobre los cofres de automóviles en exhibiciones; si embargo, la danza sensual que lleva a cabo no sólo responde a cumplir con su trabajo, sino que es el resultado de una atracción por los vehículos que ha venido creciendo con el paso de los años y que, por cierto, es correspondida por los automóviles. En una de las secuencias más controversiales de la cinta, observamos a Alexia subirse desnuda a un Cadillac para tener relaciones sexuales con él, tan sólo para poco después descubrir que ha quedado embarazada. Pero como si esta anécdota no fuera suficiente para desarrollar un filme completo sobre la fetichización del metal y la carne, se nos revela su psicopatía asesina en una escena que nos remite al cine giallo y se confirma como una práctica serial en una secuencia que emula tanto al cine de Martin Scorsese como al de Quentin Tarantino. Cuando los crímenes cometidos comienzan a colocar la atención de la policía sobre Alexia como la responsable, ella se somete a un cambio radical en su aspecto y clama ser Adrien Legrand, uno de los tantos chicos desaparecidos desde hace ya varios años en Francia. Vincent, el padre del chico desaparecido, llega a la estación de policía para reconocer a quien dice ser su hijo y sorprendentemente la identifica como Adrien, llevándola a casa para cuidarla como su hijo y para que trabaje con él en el cuerpo de bomberos que dirige. Y es justo aquí cuando comienza realmente a desarrollarse la historia que realmente la realizadora quiere contar. En su premisa podemos encontrar paralelismos con la del documental “The Imposter” (2013), de Bart Layton, en donde un joven desaparecido años atrás en Texas, presuntamente aparece en España, afirmando haber sido torturado por quienes lo secuestraron. Sin embargo, la similitud es meramente anecdótica, pues la propuesta de la realizadora no pretende hablar sobre Alexia como impostora de Adrien, sino presentar un ensayo sobre la búsqueda de identidad, el inexorable paso del tiempo y los estragos de la soledad a través de los códigos del terror, la fantasía y la ciencia ficción. A lo largo de sus casi dos horas de duración, pero sobre todo en el primer tercio del metraje, encontramos varias referencias y homenajes a títulos como “Tetsuo: El Hombre de Hierro” (1989), de Shinya Tsukamoto, “Christine” (1983) de John Carpenter y “Crash: Extraños Placeres” (1996), de David Cronenberg; pero más allá de estas curiosidades, la realizadora que se convirtió en la segunda mujer en ganar la Palma de Oro, acude a metáforas para deslizar comentarios pertinentes sobre las identidades no binarias y para dinamitar las expectativas del público sobre lo que significan masculinidad y feminidad. Y es que debajo de esa pantalla de violencia explícita que resultará incómoda para una buena parte del público y que los desconcertará con sus sorprendentes giros, se encuentra agazapada una historia de necesidad de cariño y conexión emocional. “Titane” es la historia de un padre cegado por el dolor que quiere a toda costa recuperar a su hijo y de una mujer que necesita ayuda en esa terrorífica travesía que supone una maternidad súbita e insólita; es la historia de dos heridos parias sociales que inesperadamente encuentran, más que la compañía mutua, una manera de acompañar sus soledades.
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resentada en la Semana de la Crítica en Cannes, la opera prima de Lura Samani es una suerte de fábula con los códigos del road-movie que se ve emparentada con “Lazzaro Felice” de Alice Rohrwacher. “Piccolo Corpo” está ambientada en los comienzos del siglo XX y tiene como protagonista a Celeste Cescutti dando vida a Agata, una mujer a la que conocemos embarazada en la primera secuencia de la cinta en donde, acompañada de las mujeres de su comunidad en una remota isla pesquera italiana, lleva a cabo un ritual para que la bienaventuranza la acompañe en su próxima maternidad. Desafortunadamente, su pequeña hija muere al momento del parto, y debido a que el dogma católico a la que pertenece su comunidad tiene prohibido bautizar a niños que han muerto, el alma de la pequeña queda condenada al limbo para toda la eternidad. Pero uno de los miembros de la comunidad, Ignac, le habla a la desconsolada Agata sobre una iglesia, una suerte de santuario en las montañas del norte donde se despierta a los niños que nacieron muertos para darles un solo respiro de aliento, lo suficiente para que puedan ser bautizados y sus almas puedan ascender al paraíso. Ante el desentendimiento del padre (encarnado por Denis Corbatto), Agata entonces decide desenterrar el cuerpo de su hija y emprender el viaje hacia ese incierto destino. En el trayecto, la todavía delicada madre se encuentra con un chico llamado Lince al que da vida la andrógina actriz Ondina Quadri, con quien luego de escapar juntos de un atraco que sufrieron en el camino a manos de una banda de asaltantes liderada por una mujer interpretada por Giacomina Dereani, emprenden el viaje juntos hacia las montañas del Norte. Sin embargo, la relación entre Agata y Lince no comienza del todo cordial, pues él se ofrece a guiarla hacia las montañas pero a cambio de la mitad del contenido de la caja de madera que con tanto recelo cuida Agata. La premisa de “Piccolo Corpo” se originó a partir del descubrimiento de la existencia de estos sitios sagrados a lo largo de los Andes en donde se decía que podía resucitarse a los niños y que desaparecieron hacia finales del siglo XIX. A partir de estos sorprendentes datos históricos, la directora Laura Samani, junto con los guionistas Elisa Dondi y Marco Borromei, comenzaron a articular esta historia, que aunque en su tratamiento estético está anclada en el realismo, también presenta elementos místicos que responden a la tradición ancestral del folclor europeo. Es por ello que no resulta para nada extraño que la odisea de Agata y Lince pareciera por varios momentos la traslación de un tradicional cuento de hadas a la gran pantalla con la fotografía de Mitja Licen y la música de Fredrika Stahl; no obstante, el corazón del relato se encuentra anclado al mundo real, a un mundo que habla con los dialectos veneciano y friulano, un mundo en el que se muestra a mujeres fuertes y decididas que desafían las normas establecidas en las leyes de Dios y del Hombre y que pronto se reconocen como aliadas, un mundo donde una inesperada amistad surge durante el proceso de duelo de una madre. Presentada en México dentro de la programación del pasado Festival Internacional de Cine de Morelia, “Piccolo Corpo” es una obra que abreva de obras de cineastas como Bruno Dumont o los hermanos Dardenne, y con su sencillez abrumadora consigue articular en tan sólo 89 minutos un relato sobre una madre desesperada cuya esperanza es tan grande que trasciende tiempo, espacio, vida y muerte.
L
uego de doce años de ausencia en el cine, la directora Jane Campion se coloca nuevamente tras la cámara para presentarnos este atípico western ambientado en el estado de Montana en 1925, en donde Phil Burbank (Benedict Cumberbatch) y George Burbank (Jesse Plemons), dos hermanos acaudalados, se hacen cargo de un enorme rancho donde crían ganado. Aunque los dos hermanos son copropietarios del rancho, son muy distintos entre sí: mientras que Phil es hosco, desaseado, impetuoso y se encarga del trabajo rudo, George es refinado, sensible, cariñoso y se encarga de los negocios de compraventa. Durante el traslado de decenas de cabezas de ganado, los hermanos y sus trabajadores se detienen a comer en un restaurante de la región que es propiedad de una mujer viuda llamada Rose Gordon (Kirsten Stewart) y atendido por su hijo Peter (Kodi Smit-McPhee), un chico un tanto amanerado que adora hacer flores de papel para decorar las mesas del restaurante y de quien Phil se burla maliciosamente desde el instante el que lo conoce. George se siente atraído inmediatamente hacia Rose, con quien pronto comienza una relación que los lleva contraer matrimonio casi secretamente, llevando después a su nueva esposa e hijo a vivir al rancho, despertando en Phil el desprecio por su nueva cuñada a la que acusa de arribista y comienza una campaña para hacerle la vida imposible. La propia directora neozelandesa —ganadora de la Palma de Oro en Cannes por su filme “El Piano” (1993)—, escribe el guion a partir de la novela “El Poder del Perro” de Thomas Savage, y con el apoyo de la fotografía de Ari Wegner y la música de Jonny Greenwood, consigue la narrativa cadenciosa y la habitual sutileza que caracteriza su cine para explorar qué hay detrás de la masculinidad tóxica y frágil del protagonista. Con planos largos, mesura interpretativa por parte de un reparto excepcional y con detalles colocados puntualmente a lo largo de la cinta, poco a poco descubrimos que los códigos del western dan cobijo a un intimista drama sobre la represión de los deseos más profundos, algo que la conecta también con la ya mencionada cinta “El Piano”, en la que nos traslada a mediados del siglo XIX para acompañar a Ada, una mujer viuda que es muda desde que pequeña y que ha concertado un nuevo matrimonio con un próspero granjero en Nueva Zelanda, por lo que debe abandonar su natal Escocia en compañía de su hija y con su pertenencia más preciada: su piano. Sin embargo, su futuro esposo se niega a llevar a casa el enorme instrumento, el cual es abandonado en la playa y luego rescatado por un vecino de la nueva pareja, y con quien Ada establece un inusual pacto: él permitirá que ella toque el piano a cambio que ella se deje tocar por él. Inevitables serán también las comparaciones con “Secreto en la Montaña” (2005), de Ang Lee, pero la cinta de Jane Campion supera y por mucho al celebrado filme protagonizado por Heath Ledger y Jake Gyllenhaal. Y es que la propuesta de la realizadora que recibió el premio a la mejor dirección en la pasada edición del Festival de Cine de Venecia, se presenta de una manera más sutil, elegante, sin concesiones de ningún tipo y mucho mejor narrada. Si se quieren hacer comparaciones, entonces la cinta de Jane Campion estaría más cerca de “Los Imperdonables” (1992), el último gran western del siglo XX a cargo de Clint Eastwood, un fascinante y sombrío filme poseído por la amargura y la melancolía que desmitifica por completo la figura del héroe. Estrenada de manera limitada en cines de México y globalmente a través de Netflix, “El Poder del Perro” también derriba los mitos sobre la figura del cowboy crepuscular, pero la cineasta lo hace no sólo por medio los detalles simbólicos —como por ejemplo el trenzado de la cuerda que hace Phil para Peter y que representa la relación de mentor y aprendiz que de manera inesperada comienzan a construir—, sino que también lo hace desde la empatía y la sensibilidad hacia aquellos que son víctimas del entorno, de aquellos que aún en campo abierto, son rehenes de las normas sociales gestadas por el sistema patriarcal que espera de ellos constantes desplantes de testosterona y demostraciones de masculinidad, lo que sea que eso signifique.
L
a breve pero contundente filmografía de Alonso Ruizpalacios se encuentra marcada por la experimentación con los límites que dividen la realidad de la ficción. Tanto en su notable opera prima “Güeros” (2014), como en su sobresaliente thriller “Museo” (2018), el artificio se ve revelado de forma deliberada. Su más reciente producción, “Una película de policías”, lleva este recurso a un nivel mucho más ambicioso y se presenta como un documental que es, a la vez, una obra de ficción. Narrada de forma capitular, los primeros tres episodios están dedicados a la pareja protagónica, explorando sus vidas primero por separado, y luego juntos cuando se conocieron y se hicieron pareja ya en las filas de la Academia de Policía. Luego de los tres capítulos en los que conocemos tanto a Teresa (Mónica del Carmen) como a 'Montoya' (Raúl Briones), así como sus motivaciones para formar parte de la institución, el artificio queda al descubierto cuando un aparente desperfecto técnico obliga a detener la filmación. Ese corte no sólo revela de golpe la realidad de la filmación de una ficción, sino que los intérpretes frente a la cámara estaban sincronizando sus gestos y diálogos con los de el audio pregrabado con las voces de los verdaderos Teresa y Montoya. Y es justo ahí donde podríamos decir que «el verdadero documental» entra en escena con los actores compartiendo sus experiencias previas a la filmación de la película. Las historias de policías no son un novedad para el director mexicano, pues ya en su cortometraje “Verde” (2016), en donde también participó Raúl Briones, se aproximó a un grupo de oficiales encargados de transportar valores en camiones blindados. Con la fotografía de Emilio Villanueva y la edición del experimentado y reconocido Yibrán Asuad —quien hace un par de años ganó el premio Ariel por su labor en la multigalardonada “Ya no estoy aquí” (2019), de Fernando Frías de la Parra—,
“Una película de policías” es una propuesta ambiciosa que posee una visión autoral bien definida. Despojada de todo mensaje moralino y proselitista a favor del cuerpo de policía en México, la película de Alonso Ruizpalacios busca exponer y desentrañar cuáles son las causas de la corrupción y la impunidad al interior de la corporación. Pero la película va más allá de ser una propuesta auténtica que explora los códigos del documental y de experimentar con los límites que separan la realidad de la ficción, sino que también consigue —probablemente sin proponérselo— una disección de la labor actoral durante su preparación para representar un rol frente a la cámara bajo el método de Stanislavski, aquel que llevó a estrellas como Marlon Brando o Robert de Niro a alcanzar el reconocimiento como histriones. Y es que las confesiones que hacen tanto Mónica del Carmen pero sobre todo Raúl Briones frente a sus propios celulares, revelan por un lado la demanda física y psicológica que puede alcanzar la preparación de un personaje, y también arrojan luz sobre la muy amarga experiencia que representa prepararse y desenvolverse como un policía en un país como México. Lo conseguido aquí por Alonso Ruizpalacios no se queda sólo en un arriesgado y sofisticado ejercicio de estilo, es la disección de dos oficios que no siempre valoramos en su justa medida. Y aunque podría parecer que Ruizpalacios se ha distanciado de lo que había propuesto en sus películas previas, la verdad es que mantiene sus intereses temáticos como la exploración de personajes urbanos que se enfrentan a la falta de rumbo en sus vidas. “Una película de policías”, por su audacia y autenticidad al echar mano de todos los recursos que posee el lenguaje cinematográfico para yuxtaponer distintos géneros y crear con ello una obra cinematográfica inclasificable, se gana a pulso su lugar entre lo más notable del año en el panorama nacional.
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an pasado cinco años desde que el experimentado cineasta Paul Verhoeven incomodó por última vez a la audiencia con su magnífica película “Elle”. La transgresora propuesta que el director presentó a sus 78 años de edad, partía de la violación sexual de su protagonista interpretada la siempre extraordinaria Isabelle Huppert, pero que utilizaba esta aberrante, violenta y traumática experiencia para desarrollar una tesis sobre el empoderamiento femenino tanto en lo sexual como en lo social. Ahora con la negrísima comedia “Benedetta”, el realizador holandés está de regreso para volver a causar escozor en los espectadores, pero sobre todo en las filas de la Iglesia Católica. Y es que su nueva producción —adaptada para la pantalla grande por el propio director junto a David Birke a partir de la novela “Actos Inmodestos: La vida de una monja lesbiana en la Italia renacentista” de la escritora Judith C. Brown—, gira en torno a la sexualidad dentro de un convento en la Toscana del siglo XVII. Benedetta Carlini, encarnada por una gran Virginie Efira con la que se reencuentra luego de colaborar en la ya mencionada “Elle”, es llevada por sus padres desde muy temprana edad al convento de Pescia que dirige la madre abadesa Sor Felicita, interpretada por la siempre extraordinaria Charlotte Rampling. Se trata de un lugar que, además recibir a las mujeres que han ingresado guiadas por su vocación religiosa, también ha dado refugio a aquellas que con un pasado tormentoso que buscan ahora una oportunidad para la paz y la expiación. La película particularmente da cuenta del deseo que tiene la protagonista por una nueva integrante de la comunidad religiosa llamada Bartolomea que es interpretada por una estupenda Daphne Patakia y que viene huyendo de la violencia de su padre y hermanos. La relación de complicidad va dando paso a la amistad y luego al romance prohibido. “Benedetta” es una película inclasificable que juega con tonos dramáticos que van desde el drama intimista entre dos monjas en busca de amor hasta la farsa de las extrañas visiones erótico-divinas de la protagonista en las que la vemos siempre rescatada por un Jesucristo salido de las más absurdas parodias del personaje que abundan en las redes sociales y que lo retratan como un héroe de acción de serie B. No obstante, quizá estas blasfemias no serán las que particularmente generen el rechazo del sector ultraconservador del público, así como tal vez tampoco lo serán las explícitas escenas de sexo lésbico con peculiar dildo incluido, sino aquella lectura que señala cómo la fe y los milagros fabricados son usados no sólo como un instrumento de manipulación de feligreses, sino también como un arma política para subir de rango dentro de la misma institución. La ambivalencia y la vaguedad de las intenciones de los actos de la protagonista son precisamente gran parte de lo que vuelve a esta cinta una propuesta con una complejidad psicológica que no se ve en el cine hollywoodense del que el realizador se alejó luego de diez años de probar suerte con clásicos como “Robocop” (1987), “El Vengador del Futuro” (1990), “Bajos Instintos” (1992), “Showgirls” (1995) y “Starship Troopers” (1997). Paul Verhoeven lo ha vuelto a hacer y con “Benedetta” demuestra encontrarse en plena forma; a diferencia de realizadores de su generación como Clint Eastwood, cuyos últimos trabajos demuestran ya una fatiga física y mental, la vitalidad intelectual que Verhoeven muestra que puede seguir la pauta de mujeres a las que no se les puede leer con claridad y nos hace morirnos de ganas por ver qué es lo que hará después.
L
a cinta del estudio Pixar que era su apuesta veraniega para los cines el año pasado y que fue lanzada directamente en la plataforma Disney+ sin costo extra ante la crítica contingencia sanitaria global, ambienta su acción fuera de los límites estadounidenses como ya se está convirtiendo en una tradición para Pixar, luego de visitar culturas como la hawaiana en “Moana” (2016), la mexicana en “Coco” (2017) y la colombiana en “Encanto” (2021). Aquí nos transporta a la costa italiana donde vive nuestro protagonista, un monstruo marino adolescente que un día no puede evitar ceder ante la curiosidad de explorar el mundo de la superficie que, según las advertencias de sus padres, está dominado por los horribles monstruos. Su curiosidad lo lleva a encontrarse con Alberto, otro monstruo marino adolescente que, según sus propias palabras, es todo un experto en el mundo de los humanos. Entre ambos surge una relación de amistad que los lleva a pasar juntos la mayor parte del día imaginando vivir emocionantes aventuras sobre una motocicleta Vespa improvisada con chatarra. Su sueño de tener una motocicleta auténtica los motiva a adentrarse en la villa costera llamada La Riviera, en donde conocerán a Giulia, la hija de un pescador del pueblo con la que crean un vínculo inmediato y se unen a ella para competir en la próxima competencia cuyo premio en efectivo podría permitirles comprar una Vespa de segunda mano. Sin embargo, su emoción y alegría se ve amenazada cuando su verdadera identidad podría quedar expuesta, y es que en la Riviera tienen la tradición de asesinar salvajemente a los monstruos marinos que se atrevan a salir a la superficie. Con la confesa inspiración en la novela “The Body”, de Stephen King, que ya fue llevada al cine bajo el nombre “Cuenta conmigo” (1986), el director Enrico Casarosa escribió la historia de “Luca” en conjunto con Jesse Andrews y Simon Stephenson, y fue la base para el guión en el que participó también Mike Jones. Pero quedarse con la historia de amistad entre Luca y Alberto es conformarse con la premisa más elemental de la película; si estimulamos un poquito nuestra capacidad de abstracción nos encontramos que la película tiene un trasfondo más rico y complejo. La verdadera historia es la de un chico reprimido que, con ayuda de un amigo, se aleja del sobre protector seno familiar para aventurarse más allá de los límites hogareños y descubrir a personas maravillosas dentro de una sociedad que, haciendo alusión a los XMen, les odia y les teme por ser quienes son, e incluso podrían llegar a matarles.
De esta manera, las lecturas que han hecho los miembros la comunidad LGBT y la conexión que han encontrado más allá de la entrañable amistad entre los personajes y que ha llegado incluso a la identificación muy personal con la historia de Luca y Alberto, no son ninguna casualidad ni un terco afán de “homosexualizarlo todo”. Y es que pareciera que gran parte de la audiencia olvida que en una obra cinematográfica, todo lo que aparece o no en pantalla –y también cómo aparece o no en ella– tiene una razón de ser y nada es casualidad. Desde dónde está colocada la cámara, qué elementos juegan en la toma, qué se deja fuera de campo, qué iluminación se utiliza, qué estilo y color la ropa están usando los personajes en determinada secuencia… Todo tiene un por qué, es deliberado, y nada, absolutamente nada, es aleatorio. Los guiños nunca son accidentales, y siempre responden a un deseo específico del director. Y es que si bien es cierto que el discurso de “Luca” habla de una aceptación y respeto a la diversidad en general, hay muchísimos detalles que no podemos dejar pasar pues son claras referencia a la comunidad LGBT y que no podrían aplicarse a aquellos que viven bajo la heteronorma en su orientación sexual. Porque aunque por una parte también es verdad que en la película nunca se hace explícito que los protagonistas son dos personajes gay, tampoco se hace referencia a que sean heterosexuales, y son muchos los guiños que evocan a quienes pertenecen a la disidencia sexual, como que los personajes en su «verdadera naturaleza» sean coloridos y extravagantes, que en la secuencia final de despedida suene una canción que explícitamente hable de dos ‘amantes’ separados –ojo, no de dos ‘amigos’, de dos amantes–, e incluso hay una alegoría explícita sobre salir del clóset frente a la sociedad, los amigos y la familia, una situación a la que ningún heterosexual se tendrá que enfrentar jamás y es imposible que se identifiquen con ello. Y aquí quiero recalcar algo que ya se mencionó: en una obra cinematográfica nada es casualidad; y si tomamos en cuenta que Disney posee todos los millones del mundo que le permiten comprar los derechos musicales de la canción que se le antoje o que pueden pagarle sin problema a compositores para crear un tema ex profeso para una de sus películas, ¿no les parece extraño que hayan elegido un tema que habla sobre alguien que extraña profundamente a su amante en la distancia para ser el tema musical que cierre una película familiar sobre dos personajes adolescentes que se separan de forma agridulce? En fin, más allá de la polémica comenzada por el rechazo homofóbico a un discurso abiertamente inclusivo en el cine animado, “Luca” sobresale como una de las mejores películas de Pixar en los últimos diez años al partir de una premisa que en apariencia resulta ser sumamente elemental, pero que alcanza profundos niveles de humanidad en su historia sobre la amistad, el amor y la fidelidad a uno mismo.
U
n apocalipsis robótico pone en peligro el futuro de la familia Mitchell, aunque ya de por sí ella misma se estaba autodestruyendo. Con un estilo similar al de la animación que pudimos ver en “Spider-Man: into the spider-verse”, el debut como director de Michael Rianda nos presenta a una familia disfuncional que, aunque se aman profundamente unos a otros, sus diferencias han comenzado a mermar las dinámicas familiares y la distancia está ganando terreno. Con tal de que eso no suceda, organizan un último viaje familiar, pero éste repentinamente se ve interrumpido por la rebelión de las máquinas que afecta a todos y cada uno de los dispositivos tecnológicos del planeta: desde los teléfonos celulares hasta los autos robóticos, pasando además por los electrodomésticos inteligentes. Para salvar al mundo entero del control de las máquinas, la familia Mitchell, debe dejar sus diferencias atrás, comprender que hay más cosas que los unen que las que los separan, y encontrar en ello la fuerza y la confianza para trabajar en equipo. Aunque con una narrativa que avanza a un ritmo casi desenfrenado, “Los Mitchell vs. las Máquinas” consigue dar su propio peso y espacio al desarrollo dramático y emocional de los personajes, consiguiendo ser una película entretenida y divertida, además de entrañable.
L
a filmografía de la cineasta Tatiana Huezo se ha caracterizado por su labor documental y su compromiso con problemáticas sociales de sus dos hogares: El Salvador y México. Su primer largometraje documental “El lugar más pequeño” (2011), está dedicado a los sobrevivientes de la Guerra Civil salvadoreña que inició en 1979 y se extendió por doce años con un saldo de 80 mil muertos y otros tantos miles de desaparecidos. Su segundo largometraje, “Tempestad” (2016), presentó un nuevo retrato social, pero en esta ocasión se adentró en la violenta realidad mexicana a través de la historia de dos mujeres que se han enfrentado a la ineptitud de las autoridades que han provocado que la impunidad y la injusticia gobiernen a lo largo y ancho del país. “Noche de Fuego” (2021), representa su debut en la ficción, sin embargo, mantiene el contacto con sus trabajos previos y establece vasos comunicantes para dialogar con ellos a través de la historia basada en “Prayers for the stolen”, la novela de la escritora estadounidense de ascendencia mexicana Jennifer Clement ambientada en una zona rural montañosa del estado de Guerrero, donde Rita (Mayra Batalla) y su hija Ana (Ana Cristina Ordoñez), intentan sobrevivir en la región gobernada por el crimen organizado que les ha dejado sólo dos caminos: o trabajan para ellos en sus cultivos de amapola, o se marchan de la comunidad antes de ser asesinados. Presentada en la sección 'Una Cierta Mirada' en el Festival de Cannes —donde obtuvo una Mención Especial—, “Noche de Fuego” es presentada desde los ojos de Ana, una pequeña de ocho años que entre los juegos cotidianos con sus dos mejores amigas, es golpeada constantemente por la cruda realidad de estar en peligro simplemente por ser mujer. En este lugar, las niñas se han visto obligadas a modificar su apariencia para intentar pasar por niños y evitar con ello ser capturadas por el cartel que gobierna la región que las utiliza para su negocio de trata de mujeres. Pero la película no sólo dialoga con el cine previo de Tatiana Huezo por su temática social, sino también porque la directora acude nuevamente a recursos audiovisuales particulares como el diseño sonoro y la fotografía para crear un ambiente donde sólo se sugiere la pesadillesca realidad de sus protagonistas, pero jamás se presentan imágenes de violencia explícita. Desde la escena inicial, donde Rita escarba un hoyo en la tierra y calcula la profundidad y el diámetro necesarios para que quepa el cuerpo de su hija, la película nos deja claro que algo no va bien y que algo está acechándolas. Aquí, el diseño sonoro a cargo de Lena Esquenazi, las partituras de Leonardo Heiblum y Jacobo Lieberman y la fotografía de Dariela Ludlow, crean una atmósfera donde siempre hay una amenaza invisible pero palpable que amenaza la belleza y la tranquilidad de la región selvática donde (sobre)viven y juegan Ana y compañía. “Noche de Fuego” también dialoga con otras cintas del cine nacional reciente donde, cada una desde distintos géneros con sus respectivas convenciones, abordan el tema de las desapariciones forzadas de menores por parte del crimen organizado para su negocio de trata de blancas, tal es el caso de “La Jaula de Oro” (2013) de Diego Quemada-Díez o “Cómprame un revólver” (2018) de Julio Hernández Cordón. Seleccionada por México como su candidata en la carrera por el Oscar como Mejor Película Internacional, “Noche de Fuego” es un potente coming-of-age donde la pérdida de la inocencia es robada prematuramente por un entorno violento, y donde la sensible mirada documentalista de la cineasta y su gran talento para la dirección de actores no profesionales, permite un retrato entrañable de una relación materno-filial que se presenta siempre frágil y hasta cierto punto con un desapego causado por el constante temor de una madre de no volver a ver a su hija. La directora realiza un debut en la ficción con una soltura impresionante, tomando elementos de ambos formatos narrativos para elaborar un relato con un lirismo que parecería insospechado pero que abona para hacer de “Noche de Fuego” una de las más sobresalientes obras cinematográficas del México reciente.
U
na tormenta de nieve nos da la bienvenida a la opera prima de Valdimar Jóhannsson. Entre las ventiscas, una tropilla de caballos huye despavorida de algo que la acecha. Ese algo llega a un establo donde los corderos miran atentos a lo recién llegado y poco después una borrega cae al suelo desmayada. A la mañana siguiente conocemos a los dueños del establo: Maria (Noomi Rapace) e Ingvar (Hilmir Snær Guðnason), una pareja que se dedica a la crianza de corderos en Islandia. Su relación parece limitarse a darse los buenos días y desayunar juntos, aunque sin conversar más allá de lo necesario para dejar claras cuales son las tareas que deberán cumplir durante el día y sostener así la granja; pronto descubrimos que la distancia emocional en la relación responde a la fractura marital causada por la muerte de su hija Ada al momento nacer. Sin embargo, algún tiempo después durante lo que parecía ser un día habitual de labor de parto de una oveja, ésta da a luz a una extraña corderita. Entre el desconcierto ante la extraña criatura y la esperanza que les brinda la oportunidad de formar nuevamente una familia, Maria e Ingvar adoptan a la corderita y la bautizan con el nombre de su difunta hija. Y aunque pareciera que las dinámicas familiares han vuelto a cobrar relevancia en la vida de la pareja, ambos se enfrentan a la
inesperada y hasta cierto punto indeseada llegada de Pétur, el hermano incómodo de Ingvar, y también al constante acoso de la oveja que parió a Ada y que parece querer reclamar lo que le pertenece. Cuál es el significado de felicidad, hasta dónde estamos dispuestos a llegar con tal de alcanzarla y cuál es el límite permitido para cuestionar la dicha y bienestar ajenos, son algunas de las preguntas planteadas en “Lamb”, una cinta que más que inscribirse en la lista del cine de terror o horror folk como muchos la han catalogado, es una propuesta inclasificable que perturba no por mostrarnos secuencias explícitas de monstruos o criaturas nórdicas, sino por hacer patentes en pantalla los alcances del ser humano cuando se propone su propio bienestar y felicidad por encima de quien sea, incluso cuando es capaz de pasar por encima de las necesidades y deseos de sus propios hijos. Y es que tal vez no sea deliberado, pero en una de las posibles lecturas de la cinta, ésta abre la conversación sobre las maternidades/peternidades obsesivas/egoístas que son buscadas ya sea para intentar cubrir cierto vacío existencial o para validarse frente a otros (o frente a sí mismos) como seres humanos plenos. La cinta está llena de simbología cristiana, por lo que no es casualidad que la protagonista se llame Maria y que
metafóricamente hablando una figura que nos remita al Diablo llegue para tentar con el pecado a los protagonistas para después reclamar violentamente lo que siempre ha sido suyo. Aunque resulta sobresaliente en su factura a partir de las postales en movimiento capturadas por la lente de Eli Arenson y las partituras de Þórarinn Toti Guðnason, el aspecto más sobresaliente del filme es el guion firmado por el propio director junto al artista multifacético Sjón Sigurdsson, que resalta principalmente por presentar matices en sus protagonistas, con virtudes, defectos y contradicciones, además de echar mano de una mixtura de códigos cinematográficos correspondientes a varios géneros que parecerían disímiles. La peculiaridad del argumento de “Lamb” le valió una Mención Especial como Premio a la Originalidad en la sección Una Cierta Mirada en el Festival de Cannes y fue galardonada con el premio a la mejor película en el Festival de Sitges. Y es que no es para menos que este audaz debut cinematográfico se destaque entre la numerosa producción del cine de género a nivel internacional, pues representa una de las más auténticas, ingeniosas e inquietantes propuestas del cine fantástico y de terror en años recientes y sin duda uno de los filmes imprescindibles de este 2021.
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entro de la formidable filmografía de David Lowery, que alcanzó su punto álgido con la extraordinaria “A Ghost Story” (2018), hemos sido testigos de su refrescante manera de trabajar con distintos géneros. En “The Green Knight”, el cineasta incursiona en el cine fantástico con una re interpretación de la historia medieval de Sir Gawain y el Caballero Verde que muestra una complejidad no acostumbrada en este género, que por lo general se apoya sólo en el espectáculo condescendiente. El relato narra la historia de Sir Gawain (encarnado por Dev Patel), quien es el único que acepta el reto del Caballero Verde cuando éste irrumpe en la corte del Rey Arturo durante la celebración de la Navidad en Camelot, para desafiar a cualquier caballero a blandir su espada contra él y decapitarlo. Sin embargo, a cambio, exactamente un año después el caballero aceptará que se le regrese el mismo golpe mortal. Sir Gawain, uno de los más reconocidos caballeros de la Mesa Redonda e hijo de la hechicera Morgause —media hermana del Rey Arturo—, asesta una decapitación perfecta contra el Caballero Verde tan solo para ver cómo este recoge su propia cabeza y se marcha, no sin antes recordarle que deberá honrar su palabra dentro de un año en la capilla verde localizada al Norte del reino artúrico. El tiempo avanza veloz e implacable, y al cabo de un año acompañaremos a Sir Gawain en el que podría ser su último viaje. La historia de Sir Gawain y el Caballero Verde está contenida en un romance métrico de finales del Siglo XIV. Aunque es de autor desconocido, se hace referencia a él como el poeta Pearl, a quien el autor J.R.R. Tolkien admiró y estudió su obra durante años. El tema central del relato es la puesta a prueba del código de caballería de Sir Gawain mediante obstáculos que debe superar y tentaciones que debe resistir. Pero aunque estamos ante un relato que tiene su base en la estructura básica que Joseph Campbell denominó como «el viaje del héroe», la propuesta de Lowery es todo menos un relato tradicional, por lo menos no para los estándares hollywoodenses. “The Green Knight” evoca al espíritu de John Boorman en cuanto al nivel de madurez con el que reinterpretó el
mito artúrico en la estupenda “Excalibur” (1984); sin embargo, la propuesta de David Lowery transita derroteros distintos. Protagonizada por Dev Patel, a quien todos conocimos con la celebrada “Slumdog Millionaire” (2010) de Danny Boyle y que aquí se ve acompañado por reconocidos actores y actrices como Sean Harris, Kate Dickie, Alicia Vikander, Joel Edgerton, Sarita Choudhury, Ralph Ineson y Barry Keoghan, esta epopeya cinematográfica medieval avanza con un ritmo cadencioso pero firme, pues la propuesta del realizador posee gran convicción a pesar de ser su proyecto más ambicioso hasta ahora. Con el apoyo de la fotografía de Andrew Dros Palermo, con quien ya había colaborado en “A Ghost Story” (2018), y la música de Daniel Hart, con quien también ya había colaborado en la ya mencionada “A Ghost Story” (2018), “The Old Man and the Gun” y “Ain’t them body saints”, David Lowry consigue que la travesía de Sir Gawain hacia su hora final sea una experiencia alucinante y cautivadora a nivel visual con una extravagancia sombría, sobria y sofisticada. “The Green Knight” es una propuesta arriesgada, que navega a contracorriente de lo acostumbrado en el cine estadounidense y que seguramente dividirá opiniones entre quienes sepan apreciar una propuesta sumamente audaz y quienes la acusen de presentar una resolución que les resultará incluso anti climática. Y es que en una industria donde el cine fantástico acude a la espectacularidad de los efectos especiales para transportarnos a mundos maravillosos donde todo es posible y vivir emocionantes aventuras mientras el bien y el mal se juegan el destino del mundo, la película de David Lowery decide rendirse ante lo reflexivo, místico y espiritual no sólo en la pretendida búsqueda de gloria y fama que muchas veces responde a presiones sociales y/o familiares, sino también en cuestiones existenciales como la eterna búsqueda de la trascendencia personal en la que, ya sea por ambición o genuino deseo de superar los límites de la vida, se desafían los presuntos designios del destino.
U
n ermitaño cazador de trufas encarnado por Nicolas Cage, abandona su autoexilio en una zona remota de Oregon, para volver a Portland luego de 15 años con la ayuda de Amir, uno de sus clientes al que da vida Alex Wolff, luego de que su querida cerda trufera fuera secuestrada. De acuerdo a esta premisa, y dejándonos llevar por lo mostrado en el trailer, es fácil pensar que estamos ante una de las propuestas variantes que han devenido luego del estreno de John Wick (2014), de Chad Stahelski y David Leitch, como su versión femenina “Atomic Blonde” (2017), protagonizada por Charlize Theron y dirigida por el propio David Leitch, o la muy reciente “Nadie” (2021), de Ilya Naishuller, con Bob Odenkirk como ultraviolento protagonista. Sin embargo, no podríamos estar más lejos de la realidad. Esta opera prima del realizador Michael Sarnoski, que cuenta con una sobresaliente estética con la dirección de fotografía a cargo de Patrick Scola, toma un rumbo distinto al de la violencia desenfrenada y secuencias insólitas. “Pig” es un drama conmovedor aunque muy a su propia y extraña manera, con la excentricidad que ha caracterizado la carrera de Nicolas Cage, pero de una forma mesurada, aprovechando a un protagonista contenido para demostrar el talento de su intérprete como un histrión con variados registros actorales y recordándonos por qué era considerado uno de los mejores actores de su generación por películas como “Raising Arizona” (1987) y “Leaving las Vegas” (1995). Con una combinación de thriller y drama, a cuenta gotas nos va revelando sutiles pistas sobre el pasado de su protagonista, como su nombre, profesión y la trágica razón de su decisión de apartarse a vivir de manera precaria en una cabaña remota; de esta manera, nosotros como espectador debemos comenzar a ensamblar el rompecabezas que nos permita ver el panorama completo de un hombre al que su fama y reputación lo preceden como una suerte de leyenda en los elitistas círculos del arte culinario de Portland, y cuya vida ha sido marcada por el egoísmo, la ambición y la tragedia. “Pig” es un elegante estudio de personaje a la vez que también explora el tema de las conflictivas relaciones paterno filiales, y a la par que conocemos más de la vida del protagonista, apreciamos también el deseo de Amir de desenvolverse en el negocio lejos de la sombra de su padre. Presentado mediante una narrativa austera y cadenciosa, quizá este laberíntico, emocional y melancólico camino a la redención sea demasiado lento para aquellos que busquen algo similar a John Wick; sin embargo, aquellos que se atrevan a dejarse llevar y le den una oportunidad a la cinta, serán recompensados con una tesis sobre el dolor de la pérdida y las etapas del duelo con toques metafísicos e inclusive existenciales.
K
ato es un joven japonés propietario del Café Phalam, ubicado en la planta baja del mismo edificio en el que vive. Una noche, cuando regresa a su departamento luego de terminar el día de trabajo, se ve a sí mismo en el monitor de su computadora que está enlazado a una pantalla ubicada en la recepción de la cafetería. «Soy tu yo del futuro», le anuncia el personaje que le habla desde el monitor. Kato baja rápidamente al establecimiento para averiguar lo que está pasando pero se encuentra en la pantalla del lugar a su versión del pasado que está entrando a su departamento y con el que repetirá la misma conversación que tuvo un par de minutos atrás. Así es como da inicio la odisea de Kato, quien junto con sus mejores amigos y algunos clientes regulares comenzarán a explorar el fenómeno aunque se toparán con consecuencias inesperadas. “Más allá de los dos minutos infinitos” es uno de los trabajos más originales y ambiciosos argumentalmente hablando en años recientes. Con ecos de “Primer” (2004) de Shane Carrut y “Los Cronocrímenes” (2007), de Nacho Vigalondo, la opera prima de Junta Yamaguchi es una pieza brillante de ciencia ficción y comedia cuyo guion firmado por Makoto Ueda demuestra que el entretenimiento puro no está peleado con el intelecto.
F
rente a la ineptitud de un gobierno que en algun ì momento ni siquiera queria ì reconocer que existia ì n las desapariciones forzadas y su complicidad con el crimen organizado, las madres y esposas de los desaparecidos en El Fuerte, Sinaloa, decidieron en 2014 salir a las calles a buscar los restos de sus familiares, a los que se refieren como sus «tesoros». Entre los documentales que dan cuenta de la critì ica situacion ì del paisì con respecto a las desapariciones vinculadas con el crimen organizado, sobresale “Te nombreì en el silencio”, la opera prima documental de Joseì Maria ì Espinosa de los Monteros, por no caer en el juego del morbo que lo podria ì acercar masì hacia el tono de cualquier nota roja. Entre las madres que se han organizado para formar los grupos de busì queda destaca Mirna Nereida Medina Quino Þ nes, una mujer ingobernable, coqueta y brutalmente honesta cuya alegria ì , fortaleza y tenacidad frente a la tragedia inevitablemente la convirtieron en la lid ì er de uno de los grupos de Las Rastreadoras de El Fuerte. Y es que la personalidad de Mirna es tan magnetì ica que incluso por momentos toma el absoluto control del documental al ordenarle al camarog ì rafo que
no baje la cam ì ara y que siga grabando cuando en medio del desierto se encuentran con una camioneta que podria ì pertenecer a los peritos de la fiscalia ì o bien a los sicarios del algun ì grupo criminal. El documental toma la historia de Mirna como el hilo conductor, pero tambien ì da voz a otras madres y esposas a los que les han arrebatado a sus hijos, hijas o esposos. Maria ì Cleofas, por ejemplo, comparte casi como una confesion ì sentirse muchas veces sin energia ì para si quiera levantarse de su cama por las mana Þ nas desde la desaparicion ì de su hijo, pero tambien ì revela que al ponerse su camiseta personalizada con la identidad de Las Rastreadoras, se siente revitalizada para unirse a las otras mujeres en la busì queda de masì «tesoros». Mientras tanto, Irma Lisbeth, quien habloì por telefì ono con su hija Kumiko tan solì o unos instantes antes de ser asesinada y logroì escuchar la sirena de una patrulla, jura no descansar hasta encontrar el cuerpo de su hija. Si bien el documental inicia de manera dramatì ica con el descubrimiento de una parte del cuerpo de Roberto Corrales, el hijo Mirna al que estuvo buscando durante tres ano Þ s, pronto se aleja de esa lin ì ea trag ì ica para
E mostrarnos un relato que destaca por los momentos de alegria ì , amor y hermandad que viven Las Rastreadoras, a las que no se les ha olvidado reirì . Y es que por supuesto que no existe tal cosa como un tabulador con el que pueda medirse e interpretarse el dolor y el sufrimiento que han padecido estas mujeres; sin embargo, lo que el director propone es un ejercicio de acercamiento a las vicì timas desde una perspectiva poco explorada, una desde la alegria ì y el amor que sigue existiendo en sus vidas, en las que no solì o la resiliencia sino tambien ì la alegria ì funcionan como una suerte de escape momentan ì eo para no romperse por completo ante la pesadillesca realidad que se ha apoderado del Mexì ico que tanto aman y del que se sienten orgullosas, pero del que tambien ì sienten vergue ?nza al verlo convertido en un paisì que camina sobre sus muertos. Y aunque “Te nombreì en silencio” no deja de ser un documento de denuncia de un estado fallido con una absurda guerra contra el narco y un desamparo absoluto por las vicì timas, es antes que todo un canto a la solidaridad, fortaleza y valentia ì de Las Rastreadoras de El Fuerte que siguen viviendo por y para sus hijos.
l director texano Wes Anderson había alcanzado la cumbre de su filmografía con “El gran Hotel Budapest”, pero con “The French Dispatch” se supera a sí mismo y nos ofrece su trabajo mejor logrado en todo sentido. La cinta presenta un breve prólogo y tres historias más extensas que se ven unidas por “The French Dispatch”, una publicación estadounidense cuyas oficinas de redacción se encuentran en una ficticia ciudad francesa. La revista está por publicar su último número y las tres historias que se presentan en la cinta —la de un genio artista plástico condenado a muerte por doble homicidio; la de un joven idealista que participa en los movimientos estudiantiles de 1968; y la de un insólito secuestro donde un chef queda involucrado— forman parte de los artículos que serán publicados en las secciones de política, artes e interés humano. La melancolía, que es el sello de la casa Anderson, no podía quedar fuera de este compendio de anécdotas que, por primera vez en la carrera del director, se ven acompañadas de un trasfondo político/social que, aunque con inexactitudes, elevan a la cinta por sobre el resto de su filmografía. Las viñetas cuidadas obsesivamente tanto en su composición como en su nivel de detalle, presentan datos históricos que enriquecen el tableaux vivant que representa “The French Dispatch” en donde encontramos a los habituales protagonistas de su cine: Bill Murray, Owen Wilson, Adrien Brody, Bob Balaban, Tilda Swinton y Frances McDormand, a quienes se les unen en esta ocasión Timothée Chalamet, Benicio del Toro, Lea Seydoux, entre varios más.
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roducida por Martin Scorsese, la nueva película del experimentado Paul Schradder sigue los pasos de Oscar Isaac interpretando a William Tell, un ex torturador militar retirado que padece un grave problema de ludopatía. Un día, su rutinaria existencia en los casinos donde pone a prueba sus conocimientos aprendidos en la cárcel para ganar partidas contando cartas, se ve interrumpida por Cirk Bauford, el joven hijo de un compañero militar de William que, incapaz de soportar el peso de los horrores cometidos en la guerra, ha terminado suicidándose. El chico, interpretado por un estupendo Tye Sheridan, pide su ayuda para vengarse del Mayor John Gordo, el militar al que da vida el gran Willem Defoe y que fue instructor y torturador de Will y su padre durante la guerra. La simple propuesta hará que su pasado regrese con mucha más fuerza de lo esperado. Acudiendo nuevamente al cine de Robert Bresson como fuente de inspiración, recurriendo especialmente al clásico “Pickpocket” (1959) y con un Oscar Isaac que demuestra ser uno de los mejores actores de su generación, el guionista y director Paul Schradder da continuidad a su legado de personajes atormentados por los fantasmas de su pasado. “The Card Counter” es un filme neonoir dramáticamente contenido pero a la vez salvaje y angustiante por el trasfondo psicológico del taciturno y enigmático William Tell, quien se une a la lista donde ya se encuentran Travis Bickle (Robert DeNiro), John LeTour (Willem Dafoe), Frank Pierce (Nicolas Cage) y el reverendo Ernst Toller (Ethan Hawke).
E
n 2018, la escritora Laura Santullo publicó su “El Otro Tom”, una novela centrada en Lena, una madre que tiene que enfrentarse al hecho de que su hijo es diagnosticado con Trastorno de Déficit de Atención e Hiperactividad (TDAH). Santullo adapta su propia novela para la pantalla grande y debuta en la dirección colaborando con el realizador Rodrigo Plá, con quien ya había colaborado como guionista en sus películas previas desde su opera prima “La Zona” (2007), una oscura fábula social en la que el juego de los buenos contra los malos y el repentino intercambio de los roles sobresalen en lo que resulta ser también un gran homenaje a 'Los Olvidados' de Luis Buñuel. La versión fílmica de “El Otro Tom” es protagonizada por Julia Chávez como Elena, la madre soltera mexicana pero radicada en El Paso, Texas que se sostiene gracias a un modesto empleo y con la ayuda de los servicios sociales. Su vida, que parece ir siempre cuesta arriba, se ve afectada cuando Tom, su pequeño hijo de 9 años que es encarnado por Israel Rodriguez, es diagnosticado con TDAH luego de que
su comportamiento en la escuela se agravara y se le señalara como «niño problema». Frente a su disfuncionalidad social y algunos episodios que resultan incluso violentos, Tom es llevado de forma inmediata a terapia y es sometido a tratamiento médico. Las cosas parecen mejorar: el niño comienza a sacar muy buenas notas y su comportamiento con compañeros y profesores es ejemplar; sin embargo, durante una discusión con su madre, Tom se cae (¿o acaso se deja caer?) del auto en movimiento. La culpa inicialmente consume a Elena porque piensa que fue un accidente, que el pequeño se cayó porque no llevaba el cinturón de seguridad y la puerta no estaba cerrada correctamente. Sin embargo, comenzará a cuestionarse que el tratamiento que le recomiendan los especialistas no es tan milagroso como aparentaba, y que algunos menores han presentado cuadros graves de depresión e intentos de suicidio. Como ya lo hicieran en “Un Monstruo de Mil Cabezas”, Santullo y Plá exponen la insensibilidad de la burocracia institucional, pero en esta ocasión lo hacen tanto con la del sector médico como con la del
educativo, además de señalar la poca empatía de la sociedad frente a estos temas. Por una parte, se manifiestan los intereses de las grandes empresas farmacéuticas en seguir vendiendo medicamentos sin importarles realmente sus efectos secundarios en los niños; y por otra parte está el sector educativo que de forma absolutamente insensible se lava las manos de su responsabilidad en las aulas y rechazan tajantemente a los infantes que presentan comportamientos disruptivos o «fuera de la norma», sin interesarse en la integración al colectivo académico de todo individuo, provocando con ello una marginación de estas minorías infantiles. Con “El otro Tom” lo que bien podría haber resultado en un drama telenovelesco, en las talentosas y hábiles manos del tándem Plá-Santullo se presenta como un filme sólido que rehúye de los artificios melodramáticos y aunque no evita la dureza del tema, sí da prioridad los factores humano del relato, subrayando aspectos como la empatía y el amor, convirtiéndose con ello en una de las propuestas imprescindibles del año en el cine nacional.
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urante la presentación en Festival de Cannes del imprescindible clásico “Muerte en Venecia” (1971) —basada en la obra de Thomas Mann—, su director Luchino Visconti proclamó a su protagonista Tadzio como «el chico más hermoso del mundo». Medio siglo después, la sombra de este mote sigue cubriendo la vida de su intérprete, el actor sueco Björn Andrésen. Los directores Kristina Lindströn y Kristian Petri elaboran un retrato íntimo de un personaje que ha estando siempre huyendo de la cosificación de su estampa juvenil, y por el contrario, el documental huye del morbo y hace énfasis en el hombre que es ahora, un sexagenario atormentado por su pesadillesca adolescencia, por la pérdida de su control emocional y por una dolorosa tragedia familiar.
E
l nombre de Leos Carax es sinónimo de un fenómeno de culto entre la cinefilia alternativa, y desde su fama internacional alcanzada con “Holy Motors” en el año 2013, se antojaba ya su siguiente producción cinematográfica. Siete años tuvieron que pasar para que finalmente llegara a las pantallas “Annette”, un musical trágico-romántico protagonizado por Adam Driver y Marion Cotillard en el que nuevamente coloca a un romance como el eje de su trama, remitiéndonos de inmediato a sus primeros trabajos y particularmente a “Les Amants du Pont-Neuf” (1991). El protagonista Henry McHenry (Driver) es un comediante de stand-up que sostiene una relación sentimental con Ann (Cotillard), una cantante de opera con reconocimiento internacional. La relación, rodeada de glamour, es el centro de atención de la prensa rosa a nivel mundial. Sin embargo, la pareja ideal tendrá que enfrentarse a dos sucesos, el nacimiento de su hija Annette y el surgimiento a la luz de un lado oscuro y violento por parte de Henry. ¿Hasta qué punto el personaje encarnado por Driver es un alter ego del cineasta? La verdad, sería imposible de conocer, pero hay que recordar que el cineasta ya estuvo bajo los reflectores cuando, diez años atrás, la actriz rusa Yekaterina Goluveba, su
pareja sentimental y madre de su hija, cometió suicidio luego de un episodio de depresión. Y es que no es casualidad que el maquillaje de Adam Driver juegue con sus rasgos para acercarlo a la imagen que Leos Carax tenía en aquel entonces. Pero dejando eso de lado, la crítica/burla hacia el estrellato que ofrece el director en “Annette” ya había tenido mejor ejecución y resultados en la ya mencionada “Holy Motors”, en la que Carax proponía una mirada al fenómeno de la extravagante existencia de los famosos y de la vida mimetizándose con el arte en una suerte de ritual simbiótico. Pero aquí, además de acudir nuevamente al recurso de presentar a la vida como un acto performático, el director se aventura en su propuesta en donde la hija de los protagonistas es representada como un muñeco o marioneta que bien podría representar una figura metafórica sobre las parejas sentimentales que ven a los hijos como objetos a los que se puede poseer y utilizar para fines económicos o de chantaje emocional, y no es sino hasta que éstos hijos asimilan su realidad y se apropian de su identidad y su destino, que se convierten en seres humanos de verdad. A nivel técnico y artístico, esta suerte de mezcla entre sombría opera rock —compuesta por Russell Mael y Ron Mael del grupo “Sparks”— y musical
deslavado de Broadway de 140 minutos de duración se presenta impecable en su factura y no ofrece concesiones al espectador, refrescando algunos conceptos que el director ha heredado de la Nouvelle Vague y a los que el director ha recurrido a lo largo de su filmografía y otros aspectos estéticos que provienen de maestros franceses como Jean Cocteau o Jean Vigo. Rabiosa y auténtica, “Annette” es, cinematográficamente hablando, una propuesta de autor de altos vuelos; sin embargo, es en su discurso sobre las naturaleza humana donde la propuesta flaquea y el director peca de tibieza al momento de abordar las relaciones de pareja marcadas por la masculinidad tóxica y la explotación infantil, pues no solo evita a toda costa problematizar estos temas, sino que se atreve a plantear que las violentas y mortales conductas misóginas del protagonista son tan sólo el resultado de su severa propensión a mirar de frente a la oscuridad del abismo y ser engullido por ésta, quitando con esta decisión toda la responsabilidad a la podrida estructura de un sistema sociocultural que no sólo le ha privilegiado durante toda su vida sino que además le ha brindado todas las oportunidades para salir impune de sus actos.
E
l director y guionista italiano Paolo Sorrentino alcanzó la cúspide de su carrera con la brillante “La Gran Belleza” (2013), y luego de los tropiezos que significaron sus dos largometrajes posteriores —“Youth” (2015) y “Loro” (2018)—, ahora parece rozar la cima nuevamente con “Fue la Mano de Dios”, un coming of age inspirado por su juventud y las experiencias que lo guiaron por el camino del cine. Recuperando la inspiración y el sentimiento mostrados en “La Gran Belleza”, y dejando un poco de lado su característica extravagancia, el director nos comparte su trabajo más personal y quizá doloroso hasta la fecha a través del personaje de Fabietto Schisa (encarnado por un estupendo Filippo Scotti), un joven que nos lleva por una serie de intimistas anécdotas en la Nápoles de los años 80, donde el futbol, la familia, el amor, el sexo y la tragedia se dan cita para marcar el destino de su alter ego protagonista como narrador cinematográfico.
E
n 2016, el director chileno Pablo Larraín debutó en el cine angloparlante con “Jackie”, una propuesta especulativa sobre los momentos más íntimos de la legendaria primera dama Jacqueline Kennedy durante las horas previas y los días posteriores al asesinato de su esposo y presidente de los Estados Unidos, John Fitzgerald Kennedy. Aunque se trató hasta ese momento de su trabajo menos personal, pues no estaba directamente relacionada con el análisis de la historia y la sociedad de su país que hasta entonces había caracterizado su filmografía en donde sobresalen filmes como “No” (2012) y “El Club” (2016), el cineasta consiguió una íntima y dolorosa deconstrucción de una leyenda vital en la historia reciente de los Estados Unidos. Cinco años después, ahora con “Spencer”, el director continúa explorando vidas de personajes internacionales y en esta ocasión toma a la figura de la princesa Diana de Gales para bordar un sobrio drama intimista sobre una de las celebridades más queridas del siglo XX. “Spencer” es también una ficción especulativa que narra en 116 minutos la historia de un determinante fin de semana para Diana Frances Spencer a comienzos de los años 90. Abarcando los tres días de sus últimas vacaciones navideñas en la Casa de Windsor —muy cercana a Park House, la finca donde creció—, la cinta
da cuenta del proceso que llevó a su protagonista a ese momento en el que tomó la decisión de que su matrimonio con con el príncipe Carlos no funcionaría nunca a causa no solo de sus traiciones amorosas, sino también debido a la exhaustiva presión que suponía formar parte de una realeza que nunca la aceptó de todo y de la que nunca se sintió parte. Pero la propuesta del director chileno va mucho más allá de ser un filme sobre chismes de la prensa rosa: si en “Jackie” el director jugaba con los códigos de la fábula y nos ofrecía una alegoría en la que se comparaba la presidencia de los Estados Unidos con el mágico reino de Camelot, y al recién asesinado presidente con protagonista del mito artúrico, en “Spencer” acude a la figura de Ana Bolena para presentar paralelismos entre la vida de ambas mujeres: cómo fueron utilizadas por un hombre para después ser desechadas y cambiadas por otra mujer, y cómo ambas fueron enfrentadas al escarnio público con respecto a sus romances y traiciones, alcanzando las dos el estatus de mártires luego de sus muertes. “Spencer” es un estudio de personaje sobre una mujer atacada desde varios frentes y que se ve acorralada no sólo física sino emocionalmente, dando origen a un deterioro psicológico que le provoca episodios de ansiedad que la llevan a rozar la
neurosis. Este desmoronamiento mental es retratado por la lente de Claire Mathon y musicalizado por Jonny Greenwood, creando secuencias oníricas que, aunque con un aura distinta, nos recuerdan a las escenas propuestas por el director Florian Zeller en su película “El Padre” en la que un octagenario encarnado por Anthony Hopkins se desconecta cada vez más de la realidad. Contando con la estupenda interpretación protagónica de Kristen Stewart, la película echa mano de simbolismos y metáforas como la de un ave en cautiverio para retratar cómo la siempre acosada protagonista busca un poco en libertad rompiendo los estrictos y rancios protocolos de la realeza como llegar a las reuniones después de la reina o conducir su propio coche. Y aunque por momentos el guion de Steven Knight resulta redundante, el talento de Larraín consigue un retrato intimista sobre la abrumadora soledad que acechó a una mujer que prefería abandonar una vida de lujos y la posibilidad de portar una corona, para buscar continuamente reencontrarse con sus orígenes y entregarse por completo a la sencillez del placer de disfrutar pollo frito en una banca junto con sus dos hijos.
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l actor y director Kenneth Branagh presenta la obra más personal de su carrera: “Belfast”, un drama social ambientado en 1969 que gira en torno a un pequeño niño llamado Buddy (la estupenda revelación de Jude Hill), quien sueña con vivir en un mundo glamoroso como el de las películas que contempla, un universo maravilloso que pueda alejarlo de los problemas que aquejan a la sociedad de Irlanda del Norte como la lucha obrera y la violencia sectaria que está a punto de iniciar una guerra civil entre católicos y protestantes. El soñador pequeño encuentra una suerte de refugio frente a la atroz realidad en la compañía de sus jóvenes y carismáticos padres encarnados por Jamie Dornan y Caitríona Balfe, y en sus entrañables abuelos a quienes dan vida Ciarán Hinds y Judy Dench. Presentada con una maravillosa fotografía en blanco y negro a cargo de Haris Zambarloukos y con la música de Van Morrison, esta historia coming of age es una propuesta que homenajea a ese entrañable lugar que vio nacer al director y donde conoció el verdadero terror de la intolerancia.