E
n 2016, el director chileno Pablo Larraín debutó en el cine angloparlante con “Jackie”, una propuesta especulativa sobre los momentos más íntimos de la legendaria primera dama Jacqueline Kennedy durante las horas previas y los días posteriores al asesinato de su esposo y presidente de los Estados Unidos, John Fitzgerald Kennedy. Aunque se trató hasta ese momento de su trabajo menos personal, pues no estaba directamente relacionada con el análisis de la historia y la sociedad de su país que hasta entonces había caracterizado su filmografía en donde sobresalen filmes como “No” (2012) y “El Club” (2016), el cineasta consiguió una íntima y dolorosa deconstrucción de una leyenda vital en la historia reciente de los Estados Unidos. Cinco años después, ahora con “Spencer”, el director continúa explorando vidas de personajes internacionales y en esta ocasión toma a la figura de la princesa Diana de Gales para bordar un sobrio drama intimista sobre una de las celebridades más queridas del siglo XX. “Spencer” es también una ficción especulativa que narra en 116 minutos la historia de un determinante fin de semana para Diana Frances Spencer a comienzos de los años 90. Abarcando los tres días de sus últimas vacaciones navideñas en la Casa de Windsor —muy cercana a Park House, la finca donde creció—, la cinta da cuenta del proceso que llevó a su protagonista a ese momento en el que tomó la decisión de que su matrimonio con con el príncipe Carlos no funcionaría nunca a causa no solo de sus traiciones amorosas, sino también debido a la exhaustiva presión que suponía formar parte de una realeza que nunca la aceptó de todo y de la que nunca se sintió parte. Pero la propuesta del director chileno va mucho más allá de ser un filme sobre chismes de la prensa rosa: si en “Jackie” el director jugaba con los códigos de la fábula y nos ofrecía una alegoría en la que se comparaba la presidencia de los Estados Unidos con
el mágico reino de Camelot, y al recién asesinado presidente con protagonista del mito artúrico, en “Spencer” acude a la figura de Ana Bolena para presentar paralelismos entre la vida de ambas mujeres: cómo fueron utilizadas por un hombre para después ser desechadas y cambiadas por otra mujer, y cómo ambas fueron enfrentadas al escarnio público con respecto a sus romances y traiciones, alcanzando las dos el estatus de mártires luego de sus muertes. “Spencer” es un estudio de personaje sobre una mujer atacada desde varios frentes y que se ve acorralada no sólo física sino emocionalmente, dando origen a un deterioro psicológico que le provoca episodios de ansiedad que la llevan a rozar la neurosis. Este desmoronamiento mental es retratado por la lente de Claire Mathon y musicalizado por Jonny Greenwood, creando secuencias oníricas que, aunque con un aura distinta, nos recuerdan a las escenas propuestas por el director Florian Zeller en su película “El Padre” en la que un octagenario encarnado por Anthony Hopkins se desconecta cada vez más de la realidad. Contando con la estupenda interpretación protagónica de Kristen Stewart, la película echa mano de simbolismos y metáforas como la de un ave en cautiverio para retratar cómo la siempre acosada protagonista busca un poco en libertad rompiendo los estrictos y rancios protocolos de la realeza como llegar a las reuniones después de la reina o conducir su propio coche. Y aunque por momentos el guion de Steven Knight resulta redundante, el talento de Larraín consigue un retrato intimista sobre la abrumadora soledad que acechó a una mujer que prefería abandonar una vida de lujos y la posibilidad de portar una corona, para buscar continuamente reencontrarse con sus orígenes y entregarse por completo a la sencillez del placer de disfrutar pollo frito en una banca junto con sus dos hijos.
L
a saga “Las Crónicas de Dune”, de Frank Herbert, es uno de los pilares de la ciencia ficción literaria del siglo XX. La primera novela publicada en 1965 conserva hasta hoy el título de la novela de ciencia ficción más vendida de la historia. Herbert decidió continuar con la historia a través dos novelas más —“El Hijo del Mesías de Dune” (1969) e “Hijos de Dune” (1976)— para así dar forma a una trilogía. Sin embargo, el demoledor éxito de los libros lo llevó a extender el proyecto a una tetralogía con “Dios emperador de Dune” (1981) con la que pretendía cerrar su historia, aunque pocos años después retomaría la saga y la expandiría dos volúmenes más: “Herejes de Dune” (1984) y “Casa Capitular Dune” (1985), aunque dejó un capítulo abierto para que la saga pudiera continuar; lo cual sucedió a manos de su hijo Brian Herbert junto con el escritor Kevin J. Anderson, quienes publicaron dos trilogías a manera de precuelas —“Preludio a Dune” (1999 - 2001)— y un par de novelas más que —“Cazadores de Dune” (2006) y “Gusanos de Arena” (2007)— con las que cerraban finalmente la saga original. La atracción de los estudios para trasladar las novelas al lenguaje audiovisual se ha suscitado desde el estreno de la primera entrega. De hecho, en 1975 el artista multidisciplinario de origen chileno Alejandro Jodorowsky se colocó al frente de la adaptación de “Dune” para la pantalla grande y durante la etapa de preproducción trabajó con el guionista y experto en efectos especiales Dan O'Bannon, el diseñador H.R. Giger –quien cuatro años después crearía al ya legendario xenomorfo para la cinta “Alien” (1979) de Ridley Scott– y el afamado artista Jean “Moebius” Giraud; además de sostener conversaciones con Salvador Dalí, Orson Welles, Mick Jagger y David Carradine para que protagonizaran la cinta. El ambicioso proyecto “Dune” de Jodorowsky, que no iba a ser completamente fiel al material original sino que usaría a la novela de Herbert sólo como la base para una libre interpretación de su historia y sus postulados, no prosperó, pero poco a poco fue migrando hasta llega a manos de David Lynch, quien estrenó su versión en 1984. Y aunque la mente maestra de este excéntrico cineasta fue capaz de crear una obra de culto para cierto sector de sus seguidores —quienes aceptan que el resultado es bastante desigual—, en su momento el filme protagonizado por estrellas como Kyle MacLachlan, Virginia Madsen, Max von Sydow, Dean Stockwell, Leonardo Cimino, Brad Dourif, José Ferrer, Linda Hunt, Kenneth McMillan y el cantante Sting, fue un estrepitoso fracaso taquillero y duramente tratado por la crítica especializada.
Casi cuatro décadas más tarde, y luego de algunas adaptaciones televisivas, llega a los cines la que pretende ser la versión fílmica definitiva de una obra literaria que se presume es inadaptable. A cargo del director Denis Villeneuve —uno de los mejores directores en activo de la industria y que nos ha regalado películas imprescindibles como “Incendies” (2011), “Sicario” (2016); “Arrival” (2017) y “Blade Runner 2049” (2018)—, la película “Dune” nos presenta a la Casa Atraides, quienes por orden imperial deben dejar su planeta natal Caladan para establecerse en el planeta Arrakis, donde además de gobernar deberán explotar el desierto para extraer la «especia», la sustancia más valiosa del universo que es producida por gigantescos gusanos que viven bajo tierra y que lo mismo funciona como droga psicotrópica con olor a canela que como el poderoso combustible que hace posible los viajes intergalácticos y la conquista del universo. El Duque Leto Atraides (Oscar Isaac), su esposa Lady Jessica (Rebecca Ferguson) y su hijo Paul (Timothée Chalmet), deberán conquistar este nuevo mundo para ellos y hacerle frente a las comunidades nómadas que viven en el desierto y que son conocidas como Fremen, y también a la familia Harkonnen, quienes hasta hace poco gobernaban Arrakis enriqueciéndose con la «especia» por más de 80 años y no piensan ceder el control de la extracción de la valiosa materia prima universal. Abrevando de las influencias de directores emblemáticos de la ciencia ficción cinematográfica del siglo XX como Stanley Kubrick, Luc Besson pero sobre todo de Ridley Scott, el director canadiense se apoya nuevamente de los diseños de producción de Patrice Vermette —con quien ya había trabajado en cintas como “Prisoners” (2013) y las ya mencionadas “Sicario” (2015) y “Arrival” (2016)— para crear un universo sofisticado que consigue explotar al máximo con la labor del director de fotografía Greig Fraser, quien se hizo cargo de la cinematografía de “Rogue One: A Star Wars Story” (2016) y en la serie “The Mandalorian” y que además se hizo cargo de la próxima cinta “The Batman” (2022), y también con las partituras originales del célebre compositor Hans Zimmer. Todo el conjunto funciona a la perfección para dar forma a un espectáculo visual especialmente diseñado para experimentarse en la pantalla de cine más grande a la que se pueda tener acceso. Pero la grandilocuencia de la cinta más ambiciosa de Villeneuve hasta la fecha no puede evitar que sean muy evidentes sus carencias narrativas y que su desarrollo resulte muy pobre. Porque aunque es verdad que se trata de una película que se mueve a contracorriente del cine industrializado donde prima la acción sobre la historia, el desarrollo de su trama resulta muy poco sustancioso. Y es que si bien está presente la alegoría al imperialismo con las guerras contra los pueblos para apoderarse de sus recursos, y también hay subtramas con intrigas palaciegas y traiciones políticas al estilo “Game of Thrones” pero en un ambiente intergaláctico, así como referencias a planteamientos religiosos/mesiánico, éstas solo se presentan como un bosquejo mal elaborado que no propone reflexión alguna, quedándose sencillamente en una anécdota narrada de forma esquemática y con personajes unidimensionales, provocando con ello que se haga muy difícil la conexión con los personajes; y si acaso hay intentos de matizar sus personalidades, pronto estos esfuerzos son dejados de lado para priorizar la majestuosidad de los fantásticos mundos que habitan. Buenos que son muy buenos y malos que son muy malos; así son los personajes que habitan el mundo de “Dune” que ha creado Denis Villeneuve en este su nuevo viaje del héroe que nos deja un regusto amargo y un tanto decepcionante, sobre todo luego de una filmografía casi impecable cuyo referente más reciente era la estupenda “Blade Runner 2049”, en la que además de presentarnos una digna secuela de una obra maestra, nos ofreció un muy inspirado ensayo sobre un replicante que busca su origen y destino, así como sobre el poder de las corporaciones tecnológicas capitalistas que alcanzan niveles cada vez más invasivos, y donde la manipulación genética no sólo se requiere para replicar humanos esclavos de mente, sino también como una herramienta para replicar el alimento que nos permitiría sobrevivir. Habrá que esperar ahora la secuela —que según Warner Bros. es prácticamente un hecho— para averiguar si la pretendida saga épica se eleva hacia otros mundos o si sucumbe definitivamente en las peligrosas arenas del fracaso y el olvido.
B
elfast”, la película más reciente de Kenneth Branagh como director, está ambientada en 1969 y es presentada desde la perspectiva del joven protagonista llamado Buddy (la estupenda revelación de Jude Hill), el miembro menor de una familia protestante de clase obrera que, además de pasar las tardes jugando con sus mejores amigos en las tranquilas calles de la comunidad, también sueña con vivir en un mundo glamoroso y mágico como el de las películas que contempla. Sin embargo, durante el último y caluroso verano de los años 60, el descontento social se dispara, la lucha obrera se intensifica y la violencia hacia la minoría católica por parte de los protestantes escala hasta hacer inminente una guerra civil en la comunidad. Entonces, el pequeño soñador encuentra su único refugio frente a la atroz realidad y los problemas que aquejan a la sociedad de Irlanda del Norte, en esos universos maravillosos de las películas y en la compañía de sus jóvenes y carismáticos padres encarnados por Jamie Dornan y Caitríona Balfe, y en sus entrañables abuelos a quienes dan vida Ciarán Hinds y Judy Dench. Con esta premisa, el reconocido actor y director Kenneth Branagh presenta la que pretende ser la obra más personal de su carrera. “Belfast” es un drama familiar y social presentado bajo una sobria fotografía en blanco y negro a cargo de Haris Zambarloukos y con la música de Van Morrison; se trata de esta historia coming of age con tintes autobiográficos con la que el director busca homenajear a ese entrañable lugar que lo vio nacer y donde conoció el verdadero terror de la intolerancia. La carga emotiva y el valor sentimental y emocional vertido en la cinta por parte de su creador son incuestionables, pero uno no puede dejar de preguntarse cómo es que siendo la obra más personal del director es también la que menos refleja su personalidad en pantalla. Y es que la película, que resulta apenas notable en terrenos técnicos como su propuesta monocromática, no presenta en ningún momento la impronta de su artífice, las imágenes en ningún momento reflejan una propuesta autoral como sí lo hacen “Fue la Mano de Dios” (2021), de Paolo Sorrentino, “Roma” (2018) de Alfonso Cuarón, “Amarcord” (1973) de Federico Fellini o “Los 400 golpes” (1969) de François Truffaut; vaya, incluso la insufrible “La Danza de la Realidad” (2013) de Alejandro Jodorowsky es un reflejo perfecto de la provocación que caracteriza a su creador. En cambio,
“Belfast” es tan impersonal que bien podría haber sido dirigida por cualquier otro director por encargo al servicio del cine genérico industrializado. No podemos negar que la película tiene momentos de gran inspiración, pero son sólo un par y quizá el más destacado sea la visita familiar al cine de la localidad para ver los ahora clásicos del cine cuyas imágenes se presentan en vibrante color como un oasis entre la monocromía y que resalta el carácter y el poder escapista del cine como espectáculo para las masas. Y como si la falta de personalidad de la cinta no fuera suficiente, además hay que soportar la superficial y hasta reduccionista visión con la que se acerca a los problemas politico-sociales de Irlanda del Norte. Y no, el hecho de que la cinta esté protagonizada por un niño no justifica para nada que la trama esté completamente despolitizada y se limite a presentar una guerra entre protestantes y católicos como un juego de buenos muy buenos sufriendo la violencia de los malos muy malos. Como exitosos ejemplos de filmes que, aunque están protagonizados por infantes tienen una mirada crítica al contexto sociopolítico podemos citar al clásico “Ven y mira” (1985) de Elem Klimov y la mucho más reciente “Jojo Rabbit” (2019) de Taika Waititi. Y es que la problemática social que enfrentó no sólo Belfast sino toda Irlanda del Norte fue mucho más compleja de lo que se retrata en el filme. El oscuro episodio histórico conocido como “The Troubles” iba más allá de una diferencia de religiones, fue un conflicto armado interétnico y nacionalista que enfrentó a los bandos de unionistas contra republicanos irlandeses durante casi 30 años, dejando un saldo de miles de muertos. En un raro fenómeno que se asemeja mucho al ocurrido con “Green Book” (2018), de Peter Farrelly, la nueva película de Kenneth Branagh pudo haber sido una interesante tesis sobre el entendimiento humano, pero desde el inicio se nos presenta como un panfleto elemental, reduccionista y aleccionador sobre la intolerancia que termina con una idealización burdamente sentimentalista de los recuerdos de la infancia y una moraleja pacifista inverosímil en la que todos los problemas se olvidan o solucionan cantando “Everlasting Love” de Love Affair y mudándose de ciudad. “Belfast”, en resumen, es un convencional y esquemático producto hollywoodense, una propuesta limitadísima en su lenguaje cinematográfico y descaradamente manufacturado para complacer a miembros rancios de la Academia.
E
n una imprevisible decisión, el ya legendario cineasta Steven Spielberg anunció que se dedicaría a realizar un remake de “Amor sin Barreras” (1961), el clásico musical dirigido por Robert Wise y Jerome Robbins que trasladó a la pantalla grande la trama del montaje musical de Broadway que actualizó la historia de “Romeo y Julieta” de William Shakespeare. Y aunque Spielberg no era del todo ajeno al cine musical, pues ya había insertado una secuencia musical en “Indiana Jones en el Templo de la Perdición” (1984), muchos no pudimos levantamos evitar levantar las cejas ante la noticia de un filme enteramente musical dirigido por el artífice de “Tiburón” (1975) y “La Lista de Schindler” (1993). Con los jóvenes Ansel Elgort y Rachel Zegler como protagonistas, la película narra la historia de amor de Tony y María, quienes se enamoran a primera vista durante una noche de baile a pesar de tener afiliaciones con los Jets y los Sharks respectivamente, dos pandillas callejeras que pelean por territorios en la Nueva York de la década de los años 50; por supuesto, y como era de esperarse, las tensiones entre los grupos se intensifican hasta que la tragedia se hace presente. El primer gran acierto de esta propuesta es distanciarse completamente de lo ofrecido ya por Wise y Robbins en la primera adaptación fílmica que se llevó 10 premios de la Academia incluyendo Mejor Película, y por el contrario busca su propia identidad tanto con el guion firmado por Tony Kushner, quien ya había colaborado en “Munich” (2005) y “Lincoln” (2012), como con la impresionante fotografía de Janusz Kaminski, a quien podemos considerar ya como el cinematógrafo de cabecera del cineasta y las sensacionales coreografías a cargo de Justin Peck. “Amor sin Barreras”, consigue desde el minuto uno sumergirnos en una hipnótica e inmersiva experiencia que estimula los sentidos además de ofrecer un argumento en el que el contexto de las rivalidades de las pandillas por motivaciones raciales y desprecio hacia los inmigrantes está mucho mejor delineado y encuentra eco en la época actual. Las interpretaciones de Rachel Zegler y Ariana DeBose como María y su mejor amiga Anita, resultan de los mejores trabajos histriónicos de la cinta y DeBose hace honor a su nominación como mejor actriz de reparto en esta temporada de premios. Con 74 años de edad, y adentrándose por completo en los terrenos de un género prácticamente inexplorado en su filmografía, resulta impresionante la vitalidad que Spielberg demuestra con “Amor sin Barreras”, una propuesta que más allá de ser una reelaboración fílmica del montón, es una nueva integrante del corpus fílmico de uno de los pocos autores genuinos que quedan en Hollywood.
C
on “King Richard” el director Reinaldo Marcus Green ofrece la segunda biopic de su filmografía luego de entregarnos la sentimentalista “Good Joe Bell” (2020) que sigue los pasos de un hombre originario de un pequeño pueblo de los Estados Unidos que ha decidido cruzar el país a pie para ofrecer conferencias escolares sobre la atención que debe ponerse sobre el tema del bullying que llevó su hijo al suicidio luego de ser acosado por su orientación sexual. Ahora, en la propuesta protagonizada por Will Smith, la historia se centra en Richard Williams, padre y entrenador de las hermanas Venus y Serena Williams, grandes figuras del tenis a nivel internacional y quienes marcaron una época en el llamado deporte blanco. De acuerdo con la cinta, Richard Williams, guiado por la fe en el talento de sus hijas y su obstinación, desarrolló un detallado plan de 78 páginas con métodos poco ortodoxos para salir de su casa en Compton, en California, y alcanzar la gloria en el Campeonato de Wimbledon. La película es producida por las mismas hermanas Williams y a partir de este dato podemos comprender el por qué la película tiene la finalidad de encumbrar a la figura de su padre en lugar de contarnos una historia más interesante y menos complaciente durante un metraje que se extiende hasta los 138 minutos de duración. Y es que el guion a cargo del debutante Zach Baylin inserta comentarios sobre el racismo, la discriminación y la pobreza con el fin de disfrazar la condescendencia de su propuesta. La película se desvive por convertir a Richard Williams en una figura admirable que no sólo es un visionario que sabe mucho más de tenis que los entrenadores profesionales sino que además es un ingenioso motivador que lanza frases más rápido que Quentin Tarantino. Si algo se puede rescatar de este pretendido endiosamiento de la imagen de un personaje bastante cuestionable en sus tiránicos métodos y en su obsesión con la gloria deportiva de sus hijas –y por asociación, con la suya–, es que nunca permitió que éstas dejaran de ser deportistas humildes, sencillas y respetuosas. Pero más allá de eso, “King Richard”, más que una película cinematográficamente competente, es el producto en turno que Will Smith protagoniza cada vez que quiere alcanzar una estatuilla dorada. Y aunque el histrión ofrece un notable trabajo interpretativo que le da buenas posibilidades de alcanzar el Oscar que aparentemente le fue negado en “Ali” hace 20 años, ojalá fuera en un filme más arriesgado y menos hagiográfico y anodino.
A
Stanton Carlisle, el protagonista de la más reciente película de Guillermo del Toro, lo conocemos en la primera secuencia de la cinta mientras arroja lo que parece ser un cadáver envuelto en sábanas a un pozo dentro de una casa a la que después prende fuego y abandona sin mirar atrás llevándose muy pocas pertenencias, entre ellas, un radio y un reloj de pulsera con un valor sentimental. Esta sola secuencia no sólo marca el carácter criminal y el ominoso tono dramático de ”El Callejón de las Almas Perdidas”, quizá la más siniestra y cruel dentro de la carrera del director, sino que también representa una declaración de intenciones del cineasta mexicano con la que anuncia estar ya ante una nueva etapa en su filmografía. “El Callejón de las Almas Perdidas” es la segunda adaptación fílmica de la novela “Nightmare Alley” del escritor estadounidense William Lindsay Greshan, publicada en 1946 y llevada a la pantalla al año siguiente bajo la dirección del cineasta británico Edmund Goulding. La película fue protagonizada por Tyrone Power, la entonces estrella hollywoodense reconocida por sus papeles de héroe y galán en producciones de romance y aventuras. El actor quizo alejarse de la imagen de los virtuosos y atractivos personajes que había encarnado, pero el público no recibió bien su incursión como villano y el fracaso taquillero marcó el destino de este emblemático título del cine noir que ha quedado prácticamente en el olvido. Bradley Cooper, en la que bien podría ser la mejor interpretación de su carrera, es quien da vida ahora a Stanton Carlisle, ese ambicioso hombre que, en su plan de abrirse camino para cumplir el sueño americano, realiza una primera parada en un carnaval errante administrado por un empresario llamado Clem Hoatley, a quien da vida el extraordinario Willem Dafoe y a quien conocemos cuando presenta una de las atracciones de esta feria: un desagradable espectáculo sobre un personaje que navega entre ser considerado como un hombre o una bestia, y al que se le alimenta con pollos vivos frente a la morbosa mirada de los espectadores. Clem ofrece empleo a Stanton, quien acepta el trabajo de ayudante en la feria y poco después, por medio de una charla con el mismo Clem, conoceremos el secreto detrás de ese hombre/bestia de su espectáculo: aprovecharse de los borrachos vagabundos y de los pobres excombatientes que quedaron desamparados en su propio país tras su regreso de los campos de batalla en la Primera Guerra Mundial. Entre el resto de los protagonistas de las atracciones del carnaval, se encuentra la pareja formada por un hombre alcohólico llamado Pete y Madame Zeena, a quienes dan vida David Strathairn y Toni Collette respectivamente. Esta dupla, que lleva a cabo un entretenido acto de mentalismo, se convierten en sus primeros amigos en el lugar y son quienes le enseñan a Stanton el grave peligro que representa la mala praxis de estos trucos tanto para con el público como con el propio mentalista, aunque evidentemente se traten de meras ilusiones creadas a partir de la sagacidad mental y la sugestión. La cada vez más sobresaliente Rooney Mara, da vida a Molly Cahill, una hermosa chica que realiza un performance con electricidad y que inmediatamente llama la atención de Stanton, quien usa su intuición y carisma para conquistar a la ingenua chica, convenciéndola de que allá afuera en el mundo hay mucho más que sus actos en esa feria errante.
Luego de este turbio episodio que está fuertemente inspirado en el imprescindible clásico “Freaks” (1932) de Tod Browning, el director mexicano. nos transporta dos años hacia el futuro donde vemos a Stanton ya consolidado como un prestigioso mentalista que ofrece espectáculos en un lujoso hotel de una Nueva York decadente y con la hermosa Molly como su asistente. Bajo una atmósfera que remite a los clásicos de film noir de los años 30s y 40s del siglo pasado, aparece una noche la sofisticada y escéptica Dra Lilith Ritter encarnada por una estupenda Cate Blanchet, y desafía públicamente a Stanton a adivinar lo que ella lleva en su bolso personal. En una demostración impresionante de su capacidad intuitiva y con su conocido carisma, el mentalista describe con detalle el arma que la mujer lleva en la bolsa, y pecando incluso soberbia, Stanton se atreve a dejar en ridículo a la mujer al intuir sobre el doloroso pasado de la doctora y sus traumas materno filiales que la han hecho la mujer en la que se ha convertido. Esta osadía por parte de Stanton que agrega brillo a su renombre, llega a oídos de un importante personaje de las altas esferas políticas y pedirá los servicios privados del cada vez más reconocido mentalista para resolver un turbio asunto personal de su tormentoso pasado. Cadencioso y sensual, el guion adaptado por el mismo cineasta junto con su esposa Kim Morgan nos ofrece quizá la narrativa mejor lograda de Guillermo del Toro. Pero con “El Callejón de las Almas Perdidas”, también estamos quizá frente a su propuesta más hermosa visualmente. El sobresaliente y detallado diseño de arte a cargo de Tamara Deverell, las postales en movimiento de Dan Laustsen y las melodías compuestas por Nathan Johnson, dan forma a un mundo de contrastes entre la marginación y lo glamoroso que resucita en pantalla los oscuros rincones de los clásicos film noir. Pero la película no se queda en el homenaje a este género, sino que toma sus códigos narrativos y los aprovecha para construir un relato con la impronta de su artífice en cada una de sus secuencias. Y aunque es verdad que aquí se aparta de sus universos fantásticos, es congruente sin embargo con su filmografía previa, pues mantiene sus obsesiones temáticas y persiste la tradición de mostrar cómo la verdadera «monstruosidad» habita en todos y cada uno de los seres humanos y no necesariamente en aquellos personajes cuya estampa resulta atípica y socialmente inquietante. Quizá el reproche que muchos le pondrán a “El Callejón de las Almas Perdidas” será su extendido metraje que alcanza los 150 minutos, contrastando drásticamente con los 112 minutos que a Edmund Goulding le bastaron para narrar una historia redonda y sin cabos sueltos. Sin embargo, hay que tomar en cuenta que esto se debe a un gran aporte del realizador mexicano: dotar a su protagonista de una historia de origen, dándole con esto una complejidad psicológica y moral mucho mayor a la que poseía su versión interpretada por Tyrone Power. Esta audacia, además de hacer más interesante al personaje principal, provoca que las acciones del personaje lleven a la historia hasta sus últimas consecuencias, y de esta manera, la película no solo consigue merecidamente el título de su película más madura y menos complaciente, sino también la más trágica, salvaje y desesperanzadora de toda su filmografía.
K
ate Dibiansky (Jennifer Lawrence), es una estudiante de Astronomía que descubre accidentalmente un enorme cometa con trayectoria fija hacia nuestro planeta. Con el apoyo de su profesor, el doctor Randall Mindy (Leonardo DiCaprio), comienzan una campaña para dar a conocer la noticia a nivel nacional, pero su empresa resulta infructífera porque a nadie parece importarle. Desde un programa matinal entregado a la chabacanería absoluta conducido por Brie Evantee (Cate Blanchett) y Jack (Tyler Perry), hasta la indiferente administración de la presidenta Orlean (Meryl Streep) y su asistente Jason (Jonah Hill), los científicos son ignorados y desdeñados una y otra vez. Cuando sólo quedan seis meses para el impacto del cometa y la frustración crece exponencialmente, ¿qué es lo que hay que hacer para que las personas miren arriba? La respuesta, según el director Adam McKay, puede ser muy divertida. Aprovechando los pandémicos tiempos que atraviesa el planeta entero, el director responsable de “La Gran Apuesta” (2015) propone una sátira que se presenta como una metáfora sobre la inacción del gobierno, los medios y la sociedad en general sobre el cambio climático; sin embargo, la trama de la película no puede eludir los evidentes paralelismos con la contingencia sanitaria provocada por la COVID-19 y el absurdo manejo de la pandemia en Estados Unidos por la ineficiente administración de Donald Trump que aseguraban que el coronavirus no era peligroso, por la irresponsabilidad de una buena parte de la población que prefiere seguir influencers y por otra parte que se deja llevar por las más estúpidas teorías de conspiración. Con ecos de “Dr. Strangelove or How I Learned to Stop Worrying and Love the Bomb“ (1964) de Stanley Kubrick, “¡Marcianos al Ataque!” (1996) de Tim Burton, “Escándalo en la Casa Blanca” (1997) de Barry Levinson y evidentemente “Armaggedon” (1998), de Michael Bay, la película echa mano de un elenco multiestelar del que también forma parte Timothée Chalamet, Mark Rylance, Ron Perlman y Ariana Grande para funcionar como un divertido entretenimiento pasajero, pero falla en su pretendida crítica social al consumismo y la banalidad no solo por pretender abordar demasiados temas en los 138 minutos de su metraje, sino también por ser ejecutada de una forma burda, sin conseguir nunca la inteligencia, agudeza y mordacidad necesaria para ser una comedia histórica, cultural y cinematográficamente trascendente.
E
n el extenso prólogo de “Drive my car”, se nos presenta a Yûsuke Kafuku (Hidetoshi Nishijima), un actor y director teatral que, además de estar viviendo ya un duelo por una tragedia familiar, repentinamente queda viudo. La inesperada muerte de su esposa Oto a causa de un derrame cerebral, sucede muy poco tiempo después de encontrarla en la sala de su propia casa teniendo sexo con otro hombre, y la charla sobre esta traición sentimental jamás pudo concretarse. En una elipsis y tras los créditos iniciales, nos encontramos ahora dos años después con Yûsuke todavía incapacitado emocionalmente para recuperarse de la tragedia y atormentado por el enigma en el que se convirtió su mujer y que ahora nunca podrá descifrar. En este contexto, acompañamos al protagonista en su traslado hasta Hiroshima para hacerse cargo del montaje teatral de “Tío Vania”, la célebre obra de Anton Chéjov que gracias a una beca de creación representarán en un festival. El proyecto se antoja por demás ambicioso, pues se trata de una propuesta que utilizará a actores que hablan distintos idiomas para hacer un montaje experimental multilingüe, incluyendo a una persona que se comunica con lengua de señas. En la ciudad aún marcada por el recuerdo de un ataque nuclear, además de realizar las rigurosas audiciones para encontrar a los histriones que encarnarán a los personajes de la obra, Yusuke se reencuentra con una figura de su pasado: Kôshi Takatsuki (Masaki Okada), un joven actor a quien su esposa le presentó poco antes de fallecer. El actor y director teatral también conoce a Misaki Watari (Tôko Miura), la eficiente chofer que ha sido contratada por la compañía para que lo traslade todas las mañanas desde su apartada residencia temporal hasta las instalaciones donde se realizan los ensayos y también en su trayecto de regreso durante las noches. Estos dos personajes se vuelven clave para que Yûsuke se enfrente a sí mismo y a su duelo no resuelto. “Drive my car” se presenta como una cinta coral que encuentra en su maestría narrativa, en su mesura interpretativa y en sus numerosas sutilezas, sus principales cualidades para dar forma a un retrato intimista y aletargado sobre los problemas de comunicación y sobre el duelo, pero no sólo el del protagonista sino también el de una ciudad que literalmente ha resurgido de sus cenizas, que ha curado sus heridas, se ha repuesto completamente frente a la tragedia e incluso ha albergado a personas en busca de redención y nuevos comienzos. La ciudad de Hiroshima es la viva representación del mensaje
«seguir viviendo» a pesar de todo que tanto se recalca en la obra de Chejov, y en ese lugar, a pesar de las diferencias lingüísticas y generacionales entre los personajes, consiguen encontrar puntos en común. La elegante y sobria fotografía de Hidetoshi Shinomiya recalca la incapacidad del protagonista para acercarse tanto física como emocionalmente, pero también acentúa el fuerte deseo de proximidad que, en cierto momento de la película, se revela cuando Yûsuke, luego de una reveladora y catártica charla con el joven actor que interpretará al protagonista de la obra teatral, toma la decisión de no seguir viajando como un pasajero en su propio auto sino como un copiloto, pasando de su acostumbrado asiento trasero al asiento junto al de la chofer para compartir anécdotas de vida y muerte y un par de cigarrillos. “Drive my car” es la nueva cinta del director Ryusuke Hamaguchi y tiene como base el cuento homónimo del escritor Haruki Murakami, el cual es adaptado libremente por el propio cineasta junto a Takamasa Oe y el cual fue reconocido en el pasado Festival De Cannes, donde también obtuvo el premio FIPRESCI otorgado por la prensa internacional. Como en “Burning” de Lee Chang-dong, también basada en un texto de Murakami, la historia va de menos a más en una lenta combustión, pero a diferencia de ésta, aquí no se acude a una gran catarsis como clímax del relato. Con su ritmo pausado y aletargado, la cinta no ofrece desplantes dramáticos, sus golpes a nuestros sentidos los hace a través de los diálogos y las revelaciones alejadas de efectismos y aspavientos. Si bien el cine Hamaguchi posee a la disección del amor como su común denominador, aquí aunque se mantiene ese aspecto lo hace desde la perspectiva de la pérdida de dicho amor y de cómo intentamos curar las heridas cuando la persona amada ya no se encuentra con nosotros y no podemos más que idealizar o estigmatizar su imagen frente a la incertidumbre de no haberla conocido verdadera y completamente. Nominada a cuatro premios Oscar —mejor película, mejor dirección, mejor guion adaptado y mejor película internacional— “Drive my car” es una obra maestra del cine contemporáneo sobre la importancia de contar historias y de sus propiedades sanadoras del espíritu, del poder curativo de un simple abrazo, de ese contacto humano que puede evitar que caigamos en el abismo; es un retrato íntimo de las necesidades humanas de conexión para sanar las heridas de un pasado trágico y encontrar la redención frente al insoportable peso de la culpa.
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entro de su ecléctica filmografía, el inclasificable Paul Thomas Anderson ha jugado y se ha apropiado de distintos géneros cinematográficos y de esta manera nos obsequió a principios de este milenio su propia visión de las comedias románticas con la extravagante “Embriagado de Amor” (2002) en la que su protagonista llamado Barry interpretado magistralmente por Adam Sandler, es un conflictivo y solitario hombre que está completamente dedicado a su trabajo y vive asfixiado por sus posesivas hermanas. Pero una mañana por casualidad conoce a Lena, una mujer interpretada por Emily Watson que lleva a reparar su auto al taller junto a su negocio, y que resulta ser amiga de una de sus hermanas. Barry lucha contra su timidez, se arma de valor e invita a salir a la chica, comenzando así una relación amorosa. Por otra parte, hace cinco años en “El Hilo Fantasma” (2017) el director se adentró en el cine romántico al abordar el ambiguo amorío de un célebre diseñador con su musa y amante, como una relación ambivalente que se vuelve impredecible por las acciones de los personajes: por un lado, un hombre fascinante pero quisquilloso al extremo que resulta exasperante hasta niveles insoportables, pero que ha sido formado así por un tormentoso dolor que ha reprimido por años; y por otro lado, una mujer tan sumisa como rebelde que soporta estoicamente el carácter de su amante, pero que también muestra una personalidad de dominio a través de la pasividad, la paciencia y la fortaleza adquiridas por un pasado marcado por las carencias. Su más reciente cinta, “Licorice Pizza” es la continuación lógica en su exploración de las relaciones románticas, pero a la vez resulta una película atípica dentro de su filmografía. Ambientada en el Valle de San Fernando en Los Ángeles, California durante el verano de 1973, en plena crisis del petróleo durante la administración de Nixon, la película no tiene nada que ver con comida italiana o los discos de vinil, aunque la música es parte fundamental del relato. “Licorice Pizza” es una inesperada e improbable historia de amor que nace entre un bonachón pero ambicioso chico de 15 años llamado Gary y una chica llamada Alana que es 10 años mayor que él. Gary, personaje inspirado por el productor Gary Goetzman que es amigo del cineasta, es encarnado por el debutante Cooper Hoffman, ni más ni menos que el hijo del finado Phillip Seymour Hoffman quien era habitual colaborador del cineasta, mientras que a ella le da vida Alana Haim, también debutante como actriz en el cine. El autor de “Boogie Nights” escribió el guion de la cinta con Alana en mente como actriz principal luego de dirigir varios videos musicales de la banda “Haim” que ésta tiene con sus dos hermanas, las cuales también aparecen en la cinta interpretando por supuesto a las hermanas de la chica. De hecho, Paul Thomas Anderson no se detuvo ahí y también consiguió que los padres de las chicas aparecieran en la cinta y así pudo tener a la familia completa en la pantalla grande.
Paul Thomas Anderson regresa al lugar que lo vio crecer y que ya exploró en su obra maestra “Magnolia” (1999), pero esta vez el Valle de San Fernando no es el sitio donde habitan personajes explotadores, envidiosos, abusadores y rencorosos; en esta ocasión propone una historia de amor divertida y desfachatada pero sin dejar de lado su sello particular tanto en forma como en fondo. Porque aunque los planos secuencia y los travelling son muy utilizados en la industria por distintos cineastas, los propuestos por Paul Thomas Anderson siempre se sienten frescos de alguna manera, y además de ser una forma de acompañamiento para el personaje en pantalla, funcionan también como un recurso a través del cual se puede llegar a desentrañar el perfil psicológico de la pareja junto con los veloces y audaces diálogos que nos recuerdan por momentos al cine de Quentin Tarantino. A su propuesta visual con la fotografía del propio cineasta junto con Michael Bauman con un estupendo uso de las luces, las sombras y los colores, hay que sumarle no sólo el estupendo score de Johnny Greenwood, sino también la curaduría musical que incluye nombres como Nina Simone, Sonny y Cher, Chuck Berry, The Doors, Paul McCartney, David Bowie, entre muchos más. Filmada en 35mm, la película que durante su rodaje llevó el nombre provisional de “Soggy Bottom” aparentemente no muestra un rumbo definido, sino sólo una sucesión de viñetas sobre las vivencias de los protagonistas, tanto juntos como por separado. De esta manera los acompañamos en sus aventuras juveniles como su incursión en el negocio de las camas de agua o como voluntarios en el mundo de la política, experiencias que los llevarán a cruzarse con celebridades inspiradas en personaje de la vida real de la época, como una reconocida actriz de teatro musical, un extravagante novio de Barbara Straisand y un egocentrico actor maduro obsesionado por impedir que se le escapen sus días de gloria; pero esta aparente falta de cohesión o de una dirección narrativa, es en realidad la forma de retratar magistralmente el caos de la vida adolescente, esa búsqueda de identidad, de validación y de lo que da significado a la existencia. De esta manera, con el cuidado obsesivo por los detalles que lo caracteriza y alejándose completamente de esa solemnidad que marcó a la muy celebrada “El Hilo Fantasma”, Paul Thomas Anderson continua con la exploración del hombre promedio estadounidense, de aquel que reside en los suburbios pero que también vive fascinantes historias; todo esto a la vez que también da continuidad a la tradición de personajes en constante búsqueda del amor, aunque se encuentren inmersos en el mundo de la pornografía, como en el caso de “Boogie Nights” (1997). Aunque el filme retrata particularmente una época en un espacio geográfico muy específico, el director consigue que la emoción nostálgica del primer amor trascienda todas las fronteras, y “Licorice Pizza”, pese a tratarse quizá de su propuesta más ligera y accesible, es evidentemente un trabajo hecho con puro corazón y sin la pretensión de complacer a las masas, es el trabajo de un autor con mayúsculas que vive por y para el cine.
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uby (Emilia Jones) es una adolescente de 17 años y el único miembro oyente de una familia de sordos. La chica, junto con su hermano mayor y su padre, intentan mantener a flote su negocio familiar trabajando por las mañanas en un barco pesquero en Gloucester, Massachusetts, antes de ir a la escuela. Motivada inicialmente por su atracción por un chico, Ruby se inscribe al coro de la escuela, donde con la ayuda de su entusiasta profesor Bernardo (Eugenio Derbez), descubrirá su latente pasión por el canto y se presentará ante ella la posibilidad de entrar a una prestigiosa escuela de música lejos de su ciudad natal. Sin embargo, esta oportunidad la colocará en una disyuntiva: al ser la intérprete de sus padres frente al resto del pueblo, debe elegir entre seguir su sueño o quedarse para apoyar a su familia. “Coda: Señales del Corazón”, la película que inauguró el Festival de Cine de Sundance en 2021 en donde obtuvo cuatro reconocimientos, retoma la premisa de la cinta francesa “La Familia Bélier” (2014) y aunque la calca casi al carbón, propone algunas adaptaciones al contexto estadounidense. Bajo la batuta de la directora Sian Heder, la película intenta explorar la vida bilingüe de los Hijos de Padres Sordos, o «Children Of Deaf Adults», de donde surge el acrónimo en inglés que da nombre a la cinta. Y es que aunque no podemos reclamarle que apoye a la representación en pantalla de las personas sordas no sólo contando sus historias en la gran pantalla sino contando con actores que realmente tienen esta condición, sí le podemos reprochar que se preocupe demasiado por ser una feel good movie, que siga la fórmula y que ni siquiera pueda ejecutarla de una manera competente. Por una parte, el guion adaptado por la propia realizadora aligera el tema de la sexualidad que estaba presente y era fundamental en la cinta original desde el despertar sexual de la protagonista y su atracción por un chico, hasta las constantes dinámicas sexuales de sus padres, pasando por las subidas letras de las canciones que interpreta el coro escolar. Aquí este aspecto es completamente rebajado y edulcorado con un tono simplón y hasta mojigato que parece querer complacer a todos y cuidar de las buenas conciencias… lo que sea que eso signifique. Por otra parte, el guion también recurre en exceso a los lugares comunes de un coming of age, y en pos de complacer a las masas con un relato moralmente gratificante, propone conflictos que se resuelven de la forma más absolutamente predecible, risible y condescendiente, tanto con los personajes como con el público.
E
n su opera prima, “Reprise: Vivir de Nuevo” (2006) el director se aproximó a las crisis existenciales de la desencantada generación X. Luego, tanto en “Oslo, 31 August” (2011) como en su debut en el cine angloparlante con “Louder than bombs” (2015), no sólo desmitificó a la figura del suicida sino que lo reivindicó al presentarlo no como un acto egoísta y/o cobarde, sino quizá como la única posibilidad de validar la propia existencia. En “Thelma” (2017), su debut en el cine de género, el director noruego dio forma a una extraña pero fascinante mezcla de horror y existencialismo inspirado por Stephen King, Albert Camus, Andréi Tarkovski y Brian De Palma que dio como resultado un thriller lésbico-religioso-sobrenatural que se desmarcó de la filmografía previa del cineasta y se conviertió en toda una experiencia fílmica inscrita de manera instantánea en la lista de lo más destacado del cine de horror. Ahora con “The Worst Person in the World”, el director se aproxima a las crisis existenciales de los millenials a través de Julie, quien frente al mar de posibilidades que tiene frente a sí, le es difícil elegir y comprometerse con algo o alguien en concreto. A la chica interpretada por la fantástica Renate Reinsve, quien fue reconocida como mejor actriz en la pasada edición del Festival de Cannes, la conocemos en medio de un completo desastre existencial y cuando se sigue buscando a ella misma a punto de cumplir 30 años. Julie tiene un entusiasmo impresionante para emprender proyectos tanto académicos, como profesionales y románticos. El problema, nos cuenta una voz en off durante los primeros instantes de la cinta, es que nunca termina dichas empresas: en sus veintes ha ido pasando por inscribirse a la carrera de medicina para después dar el salto a la de psicología y finalmente decidir que lo que realmente le apasiona es la fotografía. Luego de terminar con su novio y sostener un breve romance con uno de sus profesores, Julia se encuentra saliendo con Aksel, un exitoso y provocador novelista gráfico underground de más de 40 años encarnado por Anders Danielsen Lie, que intenta terminar con ella porque conoce bien la personalidad de Julie y sabe que tarde o temprano él querrá tener hijos mientras que ella afirma nunca los tendrá. Sin embargo, este intento de ruptura genera en Julie una atracción más fuerte hacia Aksel y la relación continúa. Pero el tiempo pasa y una noche, justo después de asistir a la presentación de la más reciente novela gráfica de Aksel, la chica se cuela en la celebración privada de una boda y ahí conoce a Eivind, un joven y encantador chico interpretado por Herbert Nordrum, por el que terminará su relación con Aksel para aventurarse en una nueva relación esperando que este incipiente romance le brinde una nueva perspectiva sobre su vida; sin embargo pronto descubrirá que quizá ya no todo está a su alcance y ciertas opciones vitales ya se han escapado para siempre. El guion firmado por el propio cineasta junto con su habitual colaborador Eskil Vogt, está estructurado de manera capitular en una docena de episodios más un prólogo y un epílogo, en los cuales vamos acompañando a la protagonista en los saltos temporales que la trama utiliza para el estudio de su personaje y el autosabotaje que siempre le impide para alcanzar la plenitud y siempre como una consecuencia de sus indecisiones al momento de enfrentar la vida e intentar retrasar el compromiso que trae consigo la madurez. Este retrato generacional aborda, desde el particular enfoque del cineasta, la constante confusión del concepto libertad con evitar a toda costa la toma de decisiones que, pensamos, nos limitará el porvenir como terminar una carrera universitaria, obtener un trabajo serio, el matrimonio, la maternidad, etc. La capacidad académica y el privilegio de Julie para convertirse en lo que ella desee tiene un elemental punto ciego, y es que no puede ver que su toma de decisiones no sólo afectan su vida, sino también de todos aquellos que la rodean, quienes constantemente salen heridos por la constante búsqueda de lo que Julie considera que es lo mejor para ella. Sin dar respuestas fáciles sino más bien buscando plantear cuestionamientos que muevan a la reflexión y la discusión sobre el pensamiento de la generación millenial con un homenaje a la indecisión, el discurso inconfundible de “The Worst Person in the World” es que sin importar tanto el compromiso con algo o alguien, lo más importante es comprometerse siempre con uno mismo… para bien o para mal, pero sin arrepentimientos.
L
a cinta del estudio Pixar que era su apuesta veraniega para los cines el año pasado y que fue lanzada directamente en la plataforma Disney+ sin costo extra ante la crítica contingencia sanitaria global, ambienta su acción fuera de los límites estadounidenses como ya se está convirtiendo en una tradición para Pixar, luego de visitar culturas como la hawaiana en “Moana” (2016), la mexicana en “Coco” (2017) y la colombiana en “Encanto” (2021). Aquí nos transporta a la costa italiana donde vive nuestro protagonista, un monstruo marino adolescente que un día no puede evitar ceder ante la curiosidad de explorar el mundo de la superficie que, según las advertencias de sus padres, está dominado por los horribles monstruos. Su curiosidad lo lleva a encontrarse con Alberto, otro monstruo marino adolescente que, según sus propias palabras, es todo un experto en el mundo de los humanos. Entre ambos surge una relación de amistad que los lleva a pasar juntos la mayor parte del día imaginando vivir emocionantes aventuras sobre una motocicleta Vespa improvisada con chatarra. Su sueño de tener una motocicleta auténtica los motiva a adentrarse en la villa costera llamada La Riviera, en donde conocerán a Giulia, la hija de un pescador del pueblo con la que crean un vínculo inmediato y se unen a ella para competir en la próxima competencia cuyo premio en efectivo podría permitirles comprar una Vespa de segunda mano. Sin embargo, su emoción y alegría se ve amenazada cuando su verdadera identidad podría quedar expuesta, y es que en la Riviera tienen la tradición de asesinar salvajemente a los monstruos marinos que se atrevan a salir a la superficie. Con la confesa inspiración en la novela “The Body”, de Stephen King, que ya fue llevada al cine bajo el nombre “Cuenta conmigo” (1986), el director Enrico Casarosa escribió la historia de “Luca” en conjunto con Jesse Andrews y Simon Stephenson, y fue la base para el guión en el que participó también Mike Jones. Pero quedarse con la historia de amistad entre Luca y Alberto es conformarse con la premisa más elemental de la película; si estimulamos un poquito nuestra capacidad de abstracción nos encontramos que la película tiene un trasfondo más rico y complejo. La verdadera historia es la de un chico reprimido que, con ayuda de un amigo, se aleja del sobre protector seno familiar para aventurarse más allá de los límites hogareños y descubrir a personas maravillosas dentro de una sociedad que, haciendo alusión a los X-Men, les odia y les teme por ser quienes son, e incluso podrían llegar a matarles. De esta manera, las lecturas que han hecho los miembros la comunidad LGBT y la conexión que han encontrado más allá de la entrañable amistad entre los personajes y que ha llegado incluso a la
identificación muy personal con la historia de Luca y Alberto, no son ninguna casualidad ni un terco afán de “homosexualizarlo todo”. Y es que pareciera que gran parte de la audiencia olvida que en una obra cinematográfica, todo lo que aparece o no en pantalla –y también cómo aparece o no en ella– tiene una razón de ser y nada es casualidad. Desde dónde está colocada la cámara, qué elementos juegan en la toma, qué se deja fuera de campo, qué iluminación se utiliza, qué estilo y color la ropa están usando los personajes en determinada secuencia… Todo tiene un por qué, es deliberado, y nada, absolutamente nada, es aleatorio. Los guiños nunca son accidentales, y siempre responden a un deseo específico del director. Y es que si bien es cierto que el discurso de “Luca” habla de una aceptación y respeto a la diversidad en general, hay muchísimos detalles que no podemos dejar pasar pues son claras referencia a la comunidad LGBT y que no podrían aplicarse a aquellos que viven bajo la heteronorma en su orientación sexual. Porque aunque por una parte también es verdad que en la película nunca se hace explícito que los protagonistas son dos personajes gay, tampoco se hace referencia a que sean heterosexuales, y son muchos los guiños que evocan a quienes pertenecen a la disidencia sexual, como que los personajes en su «verdadera naturaleza» sean coloridos y extravagantes, que en la secuencia final de despedida suene una canción que explícitamente hable de dos ‘amantes’ separados –ojo, no de dos ‘amigos’, de dos amantes–, e incluso hay una alegoría explícita sobre salir del clóset frente a la sociedad, los amigos y la familia, una situación a la que ningún heterosexual se tendrá que enfrentar jamás y es imposible que se identifiquen con ello. Y aquí quiero recalcar algo que ya se mencionó: en una obra cinematográfica nada es casualidad; y si tomamos en cuenta que Disney posee todos los millones del mundo que le permiten comprar los derechos musicales de la canción que se le antoje o que pueden pagarle sin problema a compositores para crear un tema ex profeso para una de sus películas, ¿no les parece extraño que hayan elegido un tema que habla sobre alguien que extraña profundamente a su amante en la distancia para ser el tema musical que cierre una película familiar sobre dos personajes adolescentes que se separan de forma agridulce? En fin, más allá de la polémica comenzada por el rechazo homofóbico a un discurso abiertamente inclusivo en el cine animado, “Luca” sobresale como una de las mejores películas de Pixar en los últimos diez años al partir de una premisa que en apariencia resulta ser sumamente elemental, pero que alcanza profundos niveles de humanidad en su historia sobre la amistad, el amor y la fidelidad a uno mismo.
L
a nueva película del director Pedro Almodóvar tiene como protagonistas a dos mujeres que pertenecen a distintas generaciones y que se conocen cuando tienen que compartir habitación en la sala de maternidad donde esperan la inminente llegada de las que se convertirán en sus primogénitas. Las vidas de ambas mujeres y las situaciones en las que se dieron sus embarazos, no podrían ser más radicalmente opuestas. Janis, encarnada por Penélope Cruz ofreciendo el que probablemente es el mejor desempeño histriónico de su carrera y merecidamente reconocida como mejor actriz en el Festival de Venecia, es una fotógrafa que ronda los 40 años de edad y que busca la ayuda de un antropólogo forense llamado Arturo para lograr que el gobierno apruebe la exhumación de una fosa común donde podría estar el cuerpo de su bisabuelo y el de otros tantos familiares de los habitantes de su pueblo natal desaparecidos forzosamente durante la guerra civil que dio paso al franquismo, periodo en el que desaparecieron aproximadamente cien mil personas, según las cifras oficiales. Del romance entre Janis y Arturo, un hombre casado al que da vida el actor Israel Elejalde, se da el embarazo de Janis quien decide tener al bebé a pesar de que Arturo piensa que no es el mejor momento para convertirse en padre. Ana, interpretada por la joven actriz Milena Smit que demuestra estar a la altura del talento de su coprotagonista y se revela como una gran promesa del cine español, es hija de padres divorciados que no sólo son ajenos al mundo de la política sino que incluso la aborrecen, y están más preocupados por sus propias vidas que por procurar las necesidades de su hija que apenas ha dejado atrás su adolescencia y cuyo embarazo se ha dado en circunstancias violentas sin poder saber con exactitud quién es el padre de la niña. Si bien el cineasta ya había deslizado comentarios sociopolíticos en su cine, ya sea mediante la inserción de personajes represores y abusivos como el policía violador en su opera prima “Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón” (1980) o señalando abiertamente la complicidad de la iglesia católica con el régimen franquista en “La Mala Educación” (2004), es la primera vez que hace una referencia tan directa a las heridas del franquismo luego de tratar de evitar que en su cine apareciera cualquier recuerdo de este amargo episodio histórico español. Y es que “Madres Paralelas” a la vez que es potente melodrama sobre dos mujeres se enfrentan por primera vez a la maternidad y a la incertidumbre que les depara la vida luego de esta experiencia que las transforma de formas que jamás imaginaron, es también la manera en la que el cineasta manchego da continuidad a su búsqueda de sanar las heridas de su pasado que ya inició con su cinta anterior “Dolor y Gloria”. Pero si en aquella cinta protagonizada por Antonio Banderas encarnando a Salvador Mallo como el alter ego del cineasta al que somete a un ejercicio autodeconstructivo de sanación espiritual que concilia el pasado personal y artístico del director, lo realizado en “Madres Paralelas” apunta hacia la sanación de las heridas personales y colectivas provocadas por un régimen autoritario que se extendió durante casi cuatro décadas y no duda en señalar a las políticas de Mariano Rajoy como las principales trabas para crear y fortalecer una memoria histórica española que reivindique la memoria y las vidas de todas las víctimas del franquismo. Aunque es verdad que no estamos ante una de las películas más destacadas de su filmografía, “Madres Paralelas” está muy lejos de ser un trabajo menor del cineasta; y es que aunque cuesta encontrar un pilar dramático/emocional sólido al cual asirse, es un ejercicio cinematográficamente muy bien logrado y que con una narrativa fragmentada por los saltos temporales, condensa todo el significado del término «almodovariano» y eleva su valor al representar el testimonio de una época. Entre maternidades inesperadas e historias de amor y sororidad, “Madres Paralelas” es una cinta que levanta la voz para negarse a olvidar ese doloroso pasado español que amenaza con regresar bajo las nuevas facciones de la ultraderecha. La subtrama del filme que acude a la memoria histórica española sobre los desaparecidos durante el periodo franquista y que deben ser buscados en fosas comunes clandestinas seguramente encontrará resonancia en la sociedad mexicana por los paralelismos con las madres que actualmente buscan incansablemente a sus familiares víctimas del crimen organizado, cuyas historias hemos conocido gracias a documentales como “Volverte a ver” (2020), de Carolina Corral, y “Te nombré en el silencio” (2021), de José María Espinosa de los Monteros. Y al igual que estos documentales mexicanos, la nueva película del autor de “Hable con ella” (2002) nos recuerda que lo mejor que se puede hacer para honrar la memoria de las víctimas es no olvidarlas, no rendirse jamás y seguir luchando por preservar la memoria histórica de la humanidad.
E
n 2016, el director chileno Pablo Larraín debutó en el cine angloparlante con “Jackie”, una propuesta especulativa sobre los momentos más íntimos de la legendaria primera dama Jacqueline Kennedy durante las horas previas y los días posteriores al asesinato de su esposo y presidente de los Estados Unidos, John Fitzgerald Kennedy. Aunque se trató hasta ese momento de su trabajo menos personal, pues no estaba directamente relacionada con el análisis de la historia y la sociedad de su país que hasta entonces había caracterizado su filmografía en donde sobresalen filmes como “No” (2012) y “El Club” (2016), el cineasta consiguió una íntima y dolorosa deconstrucción de una leyenda vital en la historia reciente de los Estados Unidos. Cinco años después, ahora con “Spencer”, el director continúa explorando vidas de personajes internacionales y en esta ocasión toma a la figura de la princesa Diana de Gales para bordar un sobrio drama intimista sobre una de las celebridades más queridas del siglo XX. “Spencer” es también una ficción especulativa que narra en 116 minutos la historia de un determinante fin de semana para Diana Frances Spencer a comienzos de los años 90. Abarcando los tres días de sus últimas vacaciones navideñas en la Casa de Windsor —muy cercana a Park House, la finca donde creció—, la cinta da cuenta del proceso que llevó a su protagonista a ese momento en el que tomó la decisión de que su matrimonio con con el príncipe Carlos no funcionaría nunca a causa no solo de sus traiciones amorosas, sino también debido a la exhaustiva presión que suponía formar parte de una realeza que nunca la aceptó de todo y de la que nunca se sintió parte. Pero la propuesta del director chileno va mucho más allá de ser un filme sobre chismes de la prensa rosa: si en “Jackie” el director jugaba con los códigos de la fábula y nos ofrecía una alegoría en la que se comparaba la presidencia de los Estados Unidos con el mágico reino de Camelot, y al recién asesinado presidente con protagonista del mito artúrico, en “Spencer” acude a la figura de Ana Bolena para presentar paralelismos entre la vida de ambas mujeres: cómo fueron utilizadas por un hombre para después ser desechadas y cambiadas por otra mujer, y cómo ambas fueron enfrentadas al escarnio público con respecto a sus romances y traiciones, alcanzando las dos el estatus de mártires luego de sus muertes. “Spencer” es un estudio de personaje sobre una mujer atacada desde varios frentes y que se ve acorralada no sólo física sino emocionalmente, dando origen a un deterioro psicológico que le provoca episodios de ansiedad que la llevan a rozar la neurosis. Este desmoronamiento mental es retratado por la lente de Claire Mathon y musicalizado por Jonny Greenwood, creando secuencias oníricas que, aunque con un aura distinta, nos recuerdan a las escenas propuestas por el director Florian Zeller en su película “El Padre” en la que un octagenario encarnado por Anthony Hopkins se desconecta cada vez más de la realidad. Contando con la estupenda interpretación protagónica de Kristen Stewart, la película echa mano de simbolismos y metáforas como la de un ave en cautiverio para retratar cómo la siempre acosada protagonista busca un poco en libertad rompiendo los estrictos y rancios protocolos de la realeza como llegar a las reuniones después de la reina o conducir su propio coche. Y aunque por momentos el guion de Steven Knight resulta redundante, el talento de Larraín consigue un retrato intimista sobre la abrumadora soledad que acechó a una mujer que prefería abandonar una vida de lujos y la posibilidad de portar una corona, para buscar continuamente reencontrarse con sus orígenes y entregarse por completo a la sencillez del placer de disfrutar pollo frito en una banca junto con sus dos hijos.
H
ace seis años, el director Justin Kurzel llevó a la gran pantalla “La Tragedia de Macbeth”, la obra teatral del dramaturgo William Shakespeare considerada como una pieza maldita entre quienes la interpretan sobre los escenarios. La propuesta del realizador australiano, protagonizada por Michael Fassbender y Marion Cotillard, era probablemente la versión cinematográfica más estilizada hasta ese momento. Uniéndose a otras grandes adaptaciones de la obra como la barroquísima “Macbeth” (1948), de Orson Welles; “Trono de Sangre” (1957), de Akira Kurosawa y “La Tragedia de Macbeth” (1971), de Roman Polanski, la versión de Kurzel destacó como un fenomenal ejercicio de estilo con mucho potencial para convertirse en un filme de culto del cine contemporáneo gracias a su propuesta dinámica, audaz y violenta; una pieza artística esculpida con cadencia y visceralidad. Ahora, el director Joel Coen en su primera incursión tras la cámara sin su hermano menor Ethan Coen, nos presenta la conocida historia medieval del general del ejército de Duncan, el rey de Escocia, y su ascenso al poder mediante la conspiración luego de serle revelada una profecía que vaticina su reinado, a través de una hiperestilizada con ecos del cine de Dreyer y Bergman. El director que junto con su hermano Ethan Coen nos obsequió emblemas de la historia del cine como “Fargo”, “The Big Lebowski” y “No country for old man”, adapta él mismo este relato sobre una corona de sangre que lleva a su portador directamente hacia el descenso a la locura y la tragedia. A diferencia de la belicosa versión de Justin Kurzel, que es una suerte de ‘actualización’ de la historia que echa mano de la tecnología cinematográfica más reciente para ponerla al servicio de la historia acercándola visualmente a propuestas como “Game of Thrones” (2011-2019), “La Tragedia de Macbeth” de Joel Coen, filmada en uno de los estudios más grandes de la ciudad de Los Angeles, busca capturar la densa atmósfera que se pretende en las representaciones teatrales mediante una sofisticada puesta en cámara que echa mano de códigos pictóricos y del expresionismo alemán con sets despojados de todo ornamento y efectos visuales que crean un ambiente asfixiante perpetuo con la ayuda del diseño de arte de Stefan Dechant, la monocromática fotografía de Bruno Delbonnel, el score a cargo de Carter Burwell y el fenomenal diseño sonoro que con maestría utiliza los sonidos incidentales para alterar la percepción del público. Extendiendo un amplio espacio ante la literalidad de la obra y la reinterpretación y acudiendo a la decisión de mostrar sin temor el artificio de su propuesta, funciona cabalmente y convierte a su apartado audiovisual en su mayor virtud junto con las notables actuaciones de los experimentados Denzel
Washington, Frances McDormand y Kathryn Hunter; los primeros en los roles estelares de Macbeth y Lady Macbeth respectivamente, y la última en un triple papel encarnando a las proféticas brujas con una rasposa voz y contorsiones que se antojan imposibles para un ser de este mundo. El actor neoyorquino es un Macbeth más mesurado y menos visceral y hace que su transformación de noble general a regicida y posterior tiránico gobernante sea de una sutileza apabullante, distanciándose con éxito de otras interpretaciones a cargo de leyendas como Orson Welles, Toshiro Mifune y Jon Finch en las versiones del mismo Welles, Kurosawa Polanski respectivamente. La actriz originaria de Illinois y esposa en la vida real del director de la cinta, entrega un trabajo como de costumbre contenido mientras se enfrenta al asedio del peso de sus decisiones, viéndose afectada en su inicial determinación implacable para dar paso a la voraz demencia que terminará por transformarla en un espectro en vida. Sin embargo, los aspectos más sobresalientes de esta versión podrían jugar en detrimento de la película misma; y es que para muchos su estilización excesivamente minimalista les podrá parecer un ambiente tan aséptico que les hará sentir que no hay emociones en pantalla. Y es que quizá el exceso de la solemnidad que caracteriza a la cinta podría provocar una distancia emocional casi infranqueable entre la película y el espectador, porque a diferencia de otras versiones, en particular la de Justin Kurzel donde Fassbender y Cotillard destilaban pasión y furia, aquí Washington y McDormand se sienten distantes y fríos, que aunque sí dotan de matices más pragmáticos a sus personajes para que resulten adecuados en esta visión de Joel Coen y que sus motivaciones tomen dimensiones distintas, también podrían resultar menos atractivos para el público que ya probablemente se sentirá dudoso en acercarse a una propuesta monocromática y con el atípico estilo idiomático que representa la obra shakespeariana. De cualquier manera, “La Tragedia de Macbeth” sobresale por su audacia de perpetrar un nuevo anacronismo audiovisual en este nuevo milenio, una propuesta arriesgada que se apodera del texto de Shakespeare para hacerlo propio y nos demuestra cuán bien pueden empatar las obras del dramaturgo con la filmografía de los Coen, ese corpus fílmico de espíritu revisionista que ha jugado con los códigos narrativos para reinterpretar prácticamente todos los géneros cinematográficos y que está sustentado también en la ambición de sus protagonistas, en sus absurdamente malas decisiones y en la inevitable tragedia que éstas traen consigo.