CELULOIDE DIGITAL #133 - MARZO 2022 - BATMAN

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na década ha pasado desde que vimos por última vez al encapotado en la pantalla grande en una aventura en solitario. Y aunque el decente trabajo de Ben Affleck como el vigilante de Gotham tuvo la aceptación de cierto sector del público como su Batman favorito del celuloide bajo las órdenes de Zack Snyder, fue el trabajo del actor Christian Bale y el director Christopher Nolan lo que, aunque con sus altibajos, cambió el rostro del cine de superhéroes con la trilogía formada por “Batman Inicia” (2005), “Batman: El Caballero de la Noche” (2008) y “Batman: El Caballero de la Noche Asciende” (2012). Ahora, el cada vez más reconocido por su talento Robert Pattinson y el más que solvente cineasta Matt Reeves —responsable del decoroso remake de “Déjame Entrar” (2010) y de las secuelas “Dawn of the Planet of the Apes” (2014) y “War for the Planet of the Apes” (2017)— son las piezas clave en la nueva reinterpretación del murciélago en la gran pantalla con “The Batman”, un proyecto que busca formar su propio universo y distanciarse de lo que el DC Extended Universe está construyendo —y reconstruyendo— con sus próximas cintas como “The Flash”, “Black Adam” y “Aquaman: El Reino Perdido”. La premisa de “The Batman” tiene a Bruce Wayne (Pattinson) en su segundo año como vigilante enmascarado mientras ayuda al teniente James Gordon (Jeffrey Wright) a seguir la pista de un asesino serial que se hace llamar Enigma (Paul Dano), cuyas víctimas son políticos corruptos y cuyo rastro está compuesto por complejos acertijos dedicados al encapotado. Esta empresa detectivesca, para la cual necesitará la ayuda de una astuta ladrona llamada Selina Kyle (Zoë Kravitz), también le obligará a enfrentarse a la corrupción que corre por las venas de la ciudad de Gotham y que aparentemente alcanzó incluso a los miembros de su propia familia. El guion firmado por el propio Matt Reeves con Peter Craig —guionista de filmes que se aproximan al cine negro como “The Town” (2010)—, retoma elementos de varios cómics emblemáticos del Hombre Murciélago como por ejemplo “Batman: Year One” (1987), el legendario cómic escrito por Frank Miller e ilustrado por el excelente David Mazzucchelli, “Batman: Ego” (2000) de Darwyn Cooke y también de “Batman: The Long Halloween” (1996) de Jeph Loeb y Tim Sale, y a partir de estos recursos propone una historia neonoir que a cuentagotas nos va revelando sus secretos inspirándose en clásicos como “Contacto en Francia” (1971) de William Friedkin y “Chinatown” (1974) de Roman Polanski. Con una narración con base en la voz en off del protagonista que nos remite no sólo a Travis Bickle en “Taxi Driver” (1976) de Martin Scorsese, sino también a Rorschach en “Watchmen” (2009), de Zack Snyder, el ambiente sombrío y lúgubre con el score de Michael Giacchino y la estupenda fotografía de Graig Fraser —actualmente nominado a los premios Oscar por su labor en “Dune” (2021), de Denis Villeneuve— nos lleva de vuelta al sensacional thriller “Se7en” (1995), de David Fincher, un director cuyo espíritu también se hace presente en “The Batman” por la forma de presentar a su villano: The Riddler, encarnado por el siempre extraordinario Paul Dano como un escalofriante personaje que se aleja de la caricaturización ofrecida por Jim Carrey a finales del siglo pasado en “Batman Eternamente”, y que por el contrario construye una encarnación en la que se encuentran en la misma medida el asesino serial de “Zodiac” (2007) y el macabramente imaginativo Jigsaw de “Juego Macabro” (2004) de James Wan. Sin duda alguna la decisión de Warner Bros. de contratar a directores y concederles tanta libertad creativa como se pueda es el factor determinante para distinguirse no sólo frente a la competencia con Marvel sino también frente al forzado universo compartido de DC. Si bien sería arriesgado considerar a “The Batman” como la mejor película del personaje, sí se puede decir con absoluta certeza que estamos frente a la más sugestiva y asfixiante visión de un mundo con decadentes instituciones gubernamentales que necesita urgentemente al Hombre Murciélago. Con “The Batman” estamos frente a la más oscura y violenta versión del personaje vista en la pantalla grande y se ve coronada con la notable interpretación por parte de Robert Pattinson con esa juvenil aura grunge a lo Kurt Cobain —con “Something in the way” de Nirvana incluida— como un atormentado Bruce Wayne que no oculta su dolor y rabia bajo una máscara de playboy millonario y filántropo para distanciarse de su alter ego, sino que canaliza sus traumas siempre a través de la ira y que se muestra inexperto y con miedo, pero también demostrando las destrezas y habilidades que lo llevarán a convertirse en el mejor detective del mundo. De esta manera, el director Matt Reeves se distancia de las otras propuestas cinematográficas de Batman y consigue un equilibrio perfecto entre un estudio de personaje atormentado por la injusta muerte de sus padres, un thriller detectivesco muy al estilo de la vieja escuela sobre la corrupción política y un espectáculo de acción de primer nivel.





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elfast”, la película más reciente de Kenneth Branagh como director, está ambientada en 1969 y es presentada desde la perspectiva del joven protagonista llamado Buddy (la estupenda revelación de Jude Hill), el miembro menor de una familia protestante de clase obrera que, además de pasar las tardes jugando con sus mejores amigos en las tranquilas calles de la comunidad, también sueña con vivir en un mundo glamoroso y mágico como el de las películas que contempla. Sin embargo, durante el último y caluroso verano de los años 60, el descontento social se dispara, la lucha obrera se intensifica y la violencia hacia la minoría católica por parte de los protestantes escala hasta hacer inminente una guerra civil en la comunidad. Entonces, el pequeño soñador encuentra su único refugio frente a la atroz realidad y los problemas que aquejan a la sociedad de Irlanda del Norte, en esos universos maravillosos de las películas y en la compañía de sus jóvenes y carismáticos padres encarnados por Jamie Dornan y Caitríona Balfe, y en sus entrañables abuelos a quienes dan vida Ciarán Hinds y Judy Dench. Con esta premisa, el reconocido actor y director Kenneth Branagh presenta la que pretende ser la obra más personal de su carrera. “Belfast” es un drama familiar y social presentado bajo una sobria fotografía en blanco y negro a cargo de Haris Zambarloukos y con la música de Van Morrison; se trata de esta historia coming of age con tintes autobiográficos con la que el director busca homenajear a ese entrañable lugar que lo vio nacer y donde conoció el verdadero terror de la intolerancia. La carga emotiva y el valor sentimental y emocional vertido en la cinta por parte de su creador son incuestionables, pero uno no puede dejar de preguntarse cómo es que siendo la obra más personal del director es también la que menos refleja su personalidad en pantalla. Y es que la película, que resulta apenas notable en terrenos técnicos como su propuesta monocromática, no presenta en ningún momento la impronta de su artífice, las imágenes en ningún momento reflejan una propuesta autoral como sí lo hacen “Fue la Mano de Dios” (2021), de Paolo Sorrentino, “Roma” (2018) de Alfonso Cuarón, “Amarcord” (1973) de Federico Fellini o “Los 400 golpes” (1969) de François Truffaut; vaya, incluso la insufrible “La Danza de la Realidad” (2013) de Alejandro Jodorowsky es un reflejo perfecto de la provocación que caracteriza a su creador. En cambio, “Belfast” es tan impersonal que bien podría haber sido dirigida por cualquier otro director por encargo al servicio del cine genérico industrializado. No podemos negar que la película tiene momentos de gran inspiración, pero son sólo un par y quizá el más destacado sea la visita familiar al cine de la localidad para ver los ahora clásicos del cine cuyas imágenes se presentan en vibrante color como un oasis entre la monocromía y que resalta el carácter y el poder escapista del cine como espectáculo para las masas. Y como si la falta de personalidad de la cinta no fuera suficiente, además hay que soportar la superficial y hasta reduccionista visión con la que se acerca a los problemas politico-sociales de Irlanda del Norte. Y no, el hecho de que la cinta esté protagonizada por un niño no justifica para nada que la trama esté completamente despolitizada y se limite a presentar una guerra entre protestantes y católicos como un juego de buenos muy buenos sufriendo la violencia de los malos muy malos. Como exitosos ejemplos de filmes que, aunque están protagonizados por infantes tienen una mirada crítica al contexto sociopolítico podemos citar al clásico “Ven y mira” (1985) de Elem Klimov y la mucho más reciente “Jojo Rabbit” (2019) de Taika Waititi. Y es que la problemática social que enfrentó no sólo Belfast sino toda Irlanda del Norte fue mucho más compleja de lo que se retrata en el filme. El oscuro episodio histórico conocido como “The Troubles” iba más allá de una diferencia de religiones, fue un conflicto armado interétnico y nacionalista que enfrentó a los bandos de unionistas contra republicanos irlandeses durante casi 30 años, dejando un saldo de miles de muertos. En un raro fenómeno que se asemeja mucho al ocurrido con “Green Book” (2018), de Peter Farrelly, la nueva película de Kenneth Branagh pudo haber sido una interesante tesis sobre el entendimiento humano, pero desde el inicio se nos presenta como un panfleto elemental, reduccionista y aleccionador sobre la intolerancia que termina con una idealización burdamente sentimentalista de los recuerdos de la infancia y una moraleja pacifista inverosímil en la que todos los problemas se olvidan o solucionan cantando “Everlasting Love” de Love Affair y mudándose de ciudad. “Belfast”, en resumen, es un convencional y esquemático producto hollywoodense, una propuesta limitadísima en su lenguaje cinematográfico y descaradamente manufacturado para complacer a miembros rancios de la Academia.



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n su opera prima, “Reprise: Vivir de Nuevo” (2006) el director se aproximó a las crisis existenciales de la desencantada generación X. Luego, tanto en “Oslo, 31 August” (2011) como en su debut en el cine angloparlante con “Louder than bombs” (2015), no sólo desmitificó a la figura del suicida sino que lo reivindicó al presentarlo no como un acto egoísta y/o cobarde, sino quizá como la única posibilidad de validar la propia existencia. En “Thelma” (2017), su debut en el cine de género, el director noruego dio forma a una extraña pero fascinante mezcla de horror y existencialismo inspirado por Stephen King, Albert Camus, Andréi Tarkovski y Brian De Palma que dio como resultado un thriller lésbico-religioso-sobrenatural que se desmarcó de la filmografía previa del cineasta y se conviertió en toda una experiencia fílmica inscrita de manera instantánea en la lista de lo más destacado del cine de horror. Ahora con “The Worst Person in the World”, el director se aproxima a las crisis existenciales de los millenials a través de Julie, quien frente al mar de posibilidades que tiene frente a sí, le es difícil elegir y comprometerse con algo o alguien en concreto. A la chica interpretada por la fantástica Renate Reinsve, quien fue reconocida como mejor actriz en la pasada edición del Festival de Cannes, la conocemos en medio de un completo desastre existencial y cuando se sigue buscando a ella misma a punto de cumplir 30 años. Julie tiene un entusiasmo impresionante para emprender proyectos tanto académicos, como profesionales y románticos. El problema, nos cuenta una voz en off durante los primeros instantes de la cinta, es que nunca termina dichas empresas: en sus veintes ha ido pasando por inscribirse a la carrera de medicina para después dar el salto a la de psicología y finalmente decidir que lo que realmente le apasiona es la fotografía. Luego de terminar con su novio y sostener un breve romance con uno de sus profesores, Julia se encuentra saliendo con Aksel, un exitoso y provocador novelista gráfico underground de más de 40 años encarnado por Anders Danielsen Lie, que intenta terminar con ella porque conoce bien la personalidad de Julie y sabe que tarde o temprano él querrá tener hijos mientras que ella afirma nunca los tendrá. Sin embargo, este intento de ruptura genera en Julie una atracción más fuerte hacia Aksel y la relación continúa. Pero el tiempo pasa y una noche, justo después de asistir a la presentación de la más reciente novela gráfica de Aksel, la chica se cuela en la celebración privada de una boda y ahí conoce a Eivind, un joven y encantador chico interpretado por Herbert Nordrum, por el que terminará su relación con Aksel para aventurarse en una nueva relación esperando que este incipiente romance le brinde una nueva perspectiva sobre su vida; sin embargo pronto descubrirá que quizá ya no todo está a su alcance y ciertas opciones vitales ya se han escapado para siempre. El guion firmado por el propio cineasta junto con su habitual colaborador Eskil Vogt, está estructurado de manera capitular en una docena de episodios más un prólogo y un epílogo, en los cuales vamos acompañando a la protagonista en los saltos temporales que la trama utiliza para el estudio de su personaje y el autosabotaje que siempre le impide para alcanzar la plenitud y siempre como una consecuencia de sus indecisiones al momento de enfrentar la vida e intentar retrasar el compromiso que trae consigo la madurez. Este retrato generacional aborda, desde el particular enfoque del cineasta, la constante confusión del concepto libertad con evitar a toda costa la toma de decisiones que, pensamos, nos limitará el porvenir como terminar una carrera universitaria, obtener un trabajo serio, el matrimonio, la maternidad, etc. La capacidad académica y el privilegio de Julie para convertirse en lo que ella desee tiene un elemental punto ciego, y es que no puede ver que su toma de decisiones no sólo afectan su vida, sino también de todos aquellos que la rodean, quienes constantemente salen heridos por la constante búsqueda de lo que Julie considera que es lo mejor para ella. Sin dar respuestas fáciles sino más bien buscando plantear cuestionamientos que muevan a la reflexión y la discusión sobre el pensamiento de la generación millenial con un homenaje a la indecisión, el discurso inconfundible de “The Worst Person in the World” es que sin importar tanto el compromiso con algo o alguien, lo más importante es comprometerse siempre con uno mismo… para bien o para mal, pero sin arrepentimientos.


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entro de su ecléctica filmografía, el inclasificable Paul Thomas Anderson ha jugado y se ha apropiado de distintos géneros cinematográficos y de esta manera nos obsequió a principios de este milenio su propia visión de las comedias románticas con la extravagante “Embriagado de Amor” (2002) en la que su protagonista llamado Barry interpretado magistralmente por Adam Sandler, es un conflictivo y solitario hombre que está completamente dedicado a su trabajo y vive asfixiado por sus posesivas hermanas. Pero una mañana por casualidad conoce a Lena, una mujer interpretada por Emily Watson que lleva a reparar su auto al taller junto a su negocio, y que resulta ser amiga de una de sus hermanas. Barry lucha contra su timidez, se arma de valor e invita a salir a la chica, comenzando así una relación amorosa. Por otra parte, hace cinco años en “El Hilo Fantasma” (2017) el director se adentró en el cine romántico al abordar el ambiguo amorío de un célebre diseñador con su musa y amante, como una relación ambivalente que se vuelve impredecible por las acciones de los personajes: por un lado, un hombre fascinante pero quisquilloso al extremo que resulta exasperante hasta niveles insoportables, pero que ha sido formado así por un tormentoso dolor que ha reprimido por años; y por otro lado, una mujer tan sumisa como rebelde que soporta estoicamente el carácter de su amante, pero que también muestra una personalidad de dominio a través de la pasividad, la paciencia y la fortaleza adquiridas por un pasado marcado por las carencias. Su más reciente cinta, “Licorice Pizza” es la continuación lógica en su exploración de las relaciones románticas, pero a la vez resulta una película atípica dentro de su filmografía. Ambientada en el Valle de San Fernando en Los Ángeles, California durante el verano de 1973, en plena crisis del petróleo durante la administración de Nixon, la película no tiene nada que ver con comida italiana o los discos de vinil, aunque la música es parte fundamental del relato. “Licorice Pizza” es una inesperada e improbable historia de amor que nace entre un bonachón pero ambicioso chico de 15 años llamado Gary y una chica llamada Alana que es 10 años mayor que él. Gary, personaje inspirado por el productor Gary Goetzman que es amigo del cineasta, es encarnado por el debutante Cooper Hoffman, ni más ni menos que el hijo del finado Phillip Seymour Hoffman quien era habitual colaborador del cineasta, mientras que a ella le da vida Alana Haim, también debutante como actriz en el cine. El autor de “Boogie Nights” escribió el guion de la cinta con Alana en mente como actriz principal luego de dirigir varios videos musicales de la banda “Haim” que ésta tiene con sus dos hermanas, las cuales también aparecen en la cinta interpretando por supuesto a las hermanas de la chica. De hecho, Paul Thomas Anderson no se detuvo ahí y también consiguió que los padres de las chicas aparecieran en la cinta y así pudo tener a la familia completa en la pantalla grande.




Paul Thomas Anderson regresa al lugar que lo vio crecer y que ya exploró en su obra maestra “Magnolia” (1999), pero esta vez el Valle de San Fernando no es el sitio donde habitan personajes explotadores, envidiosos, abusadores y rencorosos; en esta ocasión propone una historia de amor divertida y desfachatada pero sin dejar de lado su sello particular tanto en forma como en fondo. Porque aunque los planos secuencia y los travelling son muy utilizados en la industria por distintos cineastas, los propuestos por Paul Thomas Anderson siempre se sienten frescos de alguna manera, y además de ser una forma de acompañamiento para el personaje en pantalla, funcionan también como un recurso a través del cual se puede llegar a desentrañar el perfil psicológico de la pareja junto con los veloces y audaces diálogos que nos recuerdan por momentos al cine de Quentin Tarantino. A su propuesta visual con la fotografía del propio cineasta junto con Michael Bauman con un estupendo uso de las luces, las sombras y los colores, hay que sumarle no sólo el estupendo score de Johnny Greenwood, sino también la curaduría musical que incluye nombres como Nina Simone, Sonny y Cher, Chuck Berry, The Doors, Paul McCartney, David Bowie, entre muchos más. Filmada en 35mm, la película que durante su rodaje llevó el nombre provisional de “Soggy Bottom” aparentemente no muestra un rumbo definido, sino sólo una sucesión de viñetas sobre las vivencias de los protagonistas, tanto juntos como por separado. De esta manera los acompañamos en sus aventuras juveniles como su incursión en el negocio de las camas de agua o como voluntarios en el mundo de la política, experiencias que los llevarán a cruzarse con celebridades inspiradas en personaje de la vida real de la época, como una reconocida actriz de teatro musical, un extravagante novio de Barbara Straisand y un egocentrico actor maduro obsesionado por impedir que se le escapen sus días de gloria; pero esta aparente falta de cohesión o de una dirección narrativa, es en realidad la forma de retratar magistralmente el caos de la vida adolescente, esa búsqueda de identidad, de validación y de lo que da significado a la existencia. De esta manera, con el cuidado obsesivo por los detalles que lo caracteriza y alejándose completamente de esa solemnidad que marcó a la muy celebrada “El Hilo Fantasma”, Paul Thomas Anderson continua con la exploración del hombre promedio estadounidense, de aquel que reside en los suburbios pero que también vive fascinantes historias; todo esto a la vez que también da continuidad a la tradición de personajes en constante búsqueda del amor, aunque se encuentren inmersos en el mundo de la pornografía, como en el caso de “Boogie Nights” (1997). Aunque el filme retrata particularmente una época en un espacio geográfico muy específico, el director consigue que la emoción nostálgica del primer amor trascienda todas las fronteras, y “Licorice Pizza”, pese a tratarse quizá de su propuesta más ligera y accesible, es evidentemente un trabajo hecho con puro corazón y sin la pretensión de complacer a las masas, es el trabajo de un autor con mayúsculas que vive por y para el cine.


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Stanton Carlisle, el protagonista de la más reciente película de Guillermo del Toro, lo conocemos en la primera secuencia de la cinta mientras arroja lo que parece ser un cadáver envuelto en sábanas a un pozo dentro de una casa a la que después prende fuego y abandona sin mirar atrás llevándose muy pocas pertenencias, entre ellas, un radio y un reloj de pulsera con un valor sentimental. Esta sola secuencia no sólo marca el carácter criminal y el ominoso tono dramático de ”El Callejón de las Almas Perdidas”, quizá la más siniestra y cruel dentro de la carrera del director, sino que también representa una declaración de intenciones del cineasta mexicano con la que anuncia estar ya ante una nueva etapa en su filmografía. “El Callejón de las Almas Perdidas” es la segunda adaptación fílmica de la novela “Nightmare Alley” del escritor estadounidense William Lindsay Greshan, publicada en 1946 y llevada a la pantalla al año siguiente bajo la dirección del cineasta británico Edmund Goulding. La película fue protagonizada por Tyrone Power, la entonces estrella hollywoodense reconocida por sus papeles de héroe y galán en producciones de romance y aventuras. El actor quizo alejarse de la imagen de los virtuosos y atractivos personajes que había encarnado, pero el público no recibió bien su incursión como villano y el fracaso taquillero marcó el destino de este emblemático título del cine noir que ha quedado prácticamente en el olvido. Bradley Cooper, en la que bien podría ser la mejor interpretación de su carrera, es quien da vida ahora a Stanton Carlisle, ese ambicioso hombre que, en su plan de abrirse camino para cumplir el sueño americano, realiza una primera parada en un carnaval errante administrado por un empresario llamado Clem Hoatley, a quien da vida el extraordinario Willem Dafoe y a quien conocemos cuando presenta una de las atracciones de esta feria: un desagradable espectáculo sobre un personaje que navega entre ser considerado como un hombre o una bestia, y al que se le alimenta con pollos vivos frente a la morbosa mirada de los espectadores. Clem ofrece empleo a Stanton, quien acepta el trabajo de ayudante en la feria y poco después, por medio de una charla con el mismo Clem, conoceremos el secreto detrás de ese hombre/bestia de su espectáculo: aprovecharse de los borrachos vagabundos y de los pobres excombatientes que quedaron desamparados en su propio país tras su regreso de los campos de batalla en la Primera Guerra Mundial. Entre el resto de los protagonistas de las atracciones del carnaval, se encuentra la pareja formada por un hombre alcohólico llamado Pete y Madame Zeena, a quienes dan vida David Strathairn y Toni Collette respectivamente. Esta dupla, que lleva a cabo un entretenido acto de mentalismo, se convierten en sus primeros amigos en el lugar y son quienes le enseñan a Stanton el grave peligro que representa la mala praxis de estos trucos tanto para con el público como con el propio mentalista, aunque evidentemente se traten de meras ilusiones creadas a partir de la sagacidad mental y la sugestión. La cada vez más sobresaliente Rooney Mara, da vida a Molly Cahill, una hermosa chica que realiza un performance con electricidad y que inmediatamente llama la atención de Stanton, quien usa su intuición y carisma para conquistar a la ingenua chica, convenciéndola de que allá afuera en el mundo hay mucho más que sus actos en esa feria errante.




Luego de este turbio episodio que está fuertemente inspirado en el imprescindible clásico “Freaks” (1932) de Tod Browning, el director mexicano. nos transporta dos años hacia el futuro donde vemos a Stanton ya consolidado como un prestigioso mentalista que ofrece espectáculos en un lujoso hotel de una Nueva York decadente y con la hermosa Molly como su asistente. Bajo una atmósfera que remite a los clásicos de film noir de los años 30s y 40s del siglo pasado, aparece una noche la sofisticada y escéptica Dra Lilith Ritter encarnada por una estupenda Cate Blanchet, y desafía públicamente a Stanton a adivinar lo que ella lleva en su bolso personal. En una demostración impresionante de su capacidad intuitiva y con su conocido carisma, el mentalista describe con detalle el arma que la mujer lleva en la bolsa, y pecando incluso soberbia, Stanton se atreve a dejar en ridículo a la mujer al intuir sobre el doloroso pasado de la doctora y sus traumas materno filiales que la han hecho la mujer en la que se ha convertido. Esta osadía por parte de Stanton que agrega brillo a su renombre, llega a oídos de un importante personaje de las altas esferas políticas y pedirá los servicios privados del cada vez más reconocido mentalista para resolver un turbio asunto personal de su tormentoso pasado. Cadencioso y sensual, el guion adaptado por el mismo cineasta junto con su esposa Kim Morgan nos ofrece quizá la narrativa mejor lograda de Guillermo del Toro. Pero con “El Callejón de las Almas Perdidas”, también estamos quizá frente a su propuesta más hermosa visualmente. El sobresaliente y detallado diseño de arte a cargo de Tamara Deverell, las postales en movimiento de Dan Laustsen y las melodías compuestas por Nathan Johnson, dan forma a un mundo de contrastes entre la marginación y lo glamoroso que resucita en pantalla los oscuros rincones de los clásicos film noir. Pero la película no se queda en el homenaje a este género, sino que toma sus códigos narrativos y los aprovecha para construir un relato con la impronta de su artífice en cada una de sus secuencias. Y aunque es verdad que aquí se aparta de sus universos fantásticos, es congruente sin embargo con su filmografía previa, pues mantiene sus obsesiones temáticas y persiste la tradición de mostrar cómo la verdadera «monstruosidad» habita en todos y cada uno de los seres humanos y no necesariamente en aquellos personajes cuya estampa resulta atípica y socialmente inquietante. Quizá el reproche que muchos le pondrán a “El Callejón de las Almas Perdidas” será su extendido metraje que alcanza los 150 minutos, contrastando drásticamente con los 112 minutos que a Edmund Goulding le bastaron para narrar una historia redonda y sin cabos sueltos. Sin embargo, hay que tomar en cuenta que esto se debe a un gran aporte del realizador mexicano: dotar a su protagonista de una historia de origen, dándole con esto una complejidad psicológica y moral mucho mayor a la que poseía su versión interpretada por Tyrone Power. Esta audacia, además de hacer más interesante al personaje principal, provoca que las acciones del personaje lleven a la historia hasta sus últimas consecuencias, y de esta manera, la película no solo consigue merecidamente el título de su película más madura y menos complaciente, sino también la más trágica, salvaje y desesperanzadora de toda su filmografía.



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l director Banjong Pisanthanakun se ha convertido en uno de los referentes del cine de terror asiático del nuevo milenio desde el estreno de su opera prima “Shutter” (2004), codirigida junto al cineasta Parkpoom Wongpoom, con quien también dirigiría después la cinta “Alone” (2007). Luego de participar en las películas antológicas “See Prang (2008) y “Hae Phraeng” (2009), de forma inesperada incursionó en la dirección en solitario con la comedia romántica “Hello Stranger” (“Kuan meun ho”; 2010) para después regresar al género del terror con un segmento de la propuesta antológica “The ABCs of Death” (2012). En su siguiente cinta, “Pee Mak Phrakanong” (2013), decidió combinar drama, romance y terror y después regresar completamente a los terrenos de la comedia romántica con “One Day” (2016). Cinco años después, el experimentado director tailandés Banjong Pisanthanakun regresa al género en el que basado su carrera cinematográfica para ofrecernos uno de los más exitosos filmes de su país en los últimos años. “La Médium”, presentada bajo el formato del falso documental, tiene como protagonista a Nim (Sawanee Utoomma), una chamana de la región de Isan en Tailandia a la que un grupo de documentalistas se traslada para acompañarla durante gran parte del día y llevar un registro de la vida cotidiana de la más reciente heredera de una gran tradición familiar, en la que una mujer de cada generación alberga a una bondadosa deidad llamada Ba Yan y canaliza sus poderes para ayudar a personas de la comunidad rural. Como si se tratara de un documental antropológico, en el primer acto conocemos las tradiciones y costumbres de la región que tiene a las creencias y supersticiones religiosas como principal pilar; en este apartado, la misma Nim nos cuenta cómo fue que se convirtió en la heredera de Ba Yan luego de que su hermana Noi (Sirani Yankittikan) rechazara ser la depositaria del espíritu divino cuando era niña. Poco a poco la cinta va presentando los elementos sobrenaturales que harán que se transforme en una vertiginosa pesadilla. Luego de la inesperada muerte de su cuñado, Nim comienza a notar un comportamiento extraño en su guapa y joven sobrina Mink (Narilya Gulmongkolpech), como que percibe espíritus de gente que pronto morirá o que tiene conductas erráticas y que no van acorde a su edad. Esta situación, en un principio hace pensar a Nim que su sobrina podría ser la próxima heredera del espíritu de Ba Yan, sin embargo, el comportamiento de Mink se va volviendo más peligroso, descubriendo que quizá no sea Ba Yan quien esté intentando poseer el cuerpo de la chica, sino una entidad muy alejada de la benevolencia de la deidad que adoran.


La película viene acompañada no sólo de un gran éxito en cines de Tailandia y Corea del Sur donde fue de las más taquilleras del año, sino también por una promoción que asegura que en sus funciones en su país de origen fue necesario proyectarla con las luces encendidas para aminorar en el público el impacto de las escenas de horror. Esta campaña publicitaria habrá que tomarla con discreción, pues amén de ser una genialidad mercadotécnica, puede jugar en detrimento de la experiencia cinematográfica, ya que estos comentarios pueden elevar tanto las expectativas del público y lo más posible es que terminarán decepcionados al no ser cumplidas del todo. Recordemos que de la misma manera se promocionó a cintas como “Voraz” (2016), de la que se decía que en su presentación en el Festival de Toronto fue necesaria la llamada a una ambulancia para atender múltiples desmayos en la sala donde se proyectaba la opera prima de la realizadora Julia Ducournau, y aunque es una cinta que puede causar sensaciones molestas o incómodas en el espectador, están lejos de ser shocks aterradores. “La Médium”, que fue elegida por Tailanda como su representante en la carrera por el Oscar en la categoría a mejor película internacional, cuenta con un guion firmado por el propio director junto a Na Hong-jin, guionista y director surcoreano que hace cinco años nos ofreció “The Wailing” (2016), una de las mejores películas de terror de este milenio. La combinación de talentos de cineasta y guionista da como resultado no sólo una efectiva mezcla de subgéneros como el falso documental, el cine de posesiones demoniacas/exorcismos y el found footage, sino que eleva la cinta por encima de la media y la convierte en una propuesta atípica en el panorama del cine de terror internacional, pues no sólo es un efectivo ejercicio de horror sobrenatural sino que también se aproxima de forma cuidadosa a las complejidades que representan las creencias religiosas, a la importancia los rituales para la comunidad y a las constantes crisis de fe que enfrentan los seres humanos; además se adentra en las dinámicas familiares en donde van saliendo a la luz secretos inimaginables. En resumen, “La Médium” no es sólo un efectivo relato de terror, sino también un thriller salpicado de drama familiar y social que a fuego lento —quizá demasiado lento para aquellos cacostumbrados a ver sólo cine de terror industrializado— va combinando códigos narrativos de distintos subgéneros para hacer de su propuesta una cinta que si bien no resulta para nada original —se encontrarán ecos de la imprescindible “El Exorcista” (1973) del maestro William Friedkin, la legendaria “Holocausto Caníbal” (1980) de Ruggero Deodato, la emblemática “El Proyecto de la Bruja de Blair” (1999) de la dupla Daniel Myrick y Eduardo Sánchez, y de la ya desgastada saga “Actividad Paranormal” (2007-2023) de varios directores de calidad muy cuestionable—, sí posee bastante autenticidad y toma el riesgo de nunca tomar el camino fácil, y eso siempre es digno de reconocimiento, y mucho más en estos tiempos plagados de cine complaciente.




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a nueva película del director Pedro Almodóvar tiene como protagonistas a dos mujeres que pertenecen a distintas generaciones y que se conocen cuando tienen que compartir habitación en la sala de maternidad donde esperan la inminente llegada de las que se convertirán en sus primogénitas. Las vidas de ambas mujeres y las situaciones en las que se dieron sus embarazos, no podrían ser más radicalmente opuestas. Janis, encarnada por Penélope Cruz ofreciendo el que probablemente es el mejor desempeño histriónico de su carrera y merecidamente reconocida como mejor actriz en el Festival de Venecia, es una fotógrafa que ronda los 40 años de edad y que busca la ayuda de un antropólogo forense llamado Arturo para lograr que el gobierno apruebe la exhumación de una fosa común donde podría estar el cuerpo de su bisabuelo y el de otros tantos familiares de los habitantes de su pueblo natal desaparecidos forzosamente durante la guerra civil que dio paso al franquismo, periodo en el que desaparecieron aproximadamente cien mil personas, según las cifras oficiales. Del romance entre Janis y Arturo, un hombre casado al que da vida el actor Israel Elejalde, se da el embarazo de Janis quien decide tener al bebé a pesar de que Arturo piensa que no es el mejor momento para convertirse en padre. Ana, interpretada por la joven actriz Milena Smit que demuestra estar a la altura del talento de su coprotagonista y se revela como una gran promesa del cine español, es hija de padres divorciados que no sólo son ajenos al mundo de la política sino que incluso la aborrecen, y están más preocupados por sus propias vidas que por procurar las necesidades de su hija que apenas ha dejado atrás su adolescencia y cuyo embarazo se ha dado en circunstancias violentas sin poder saber con exactitud quién es el padre de la niña. Si bien el cineasta ya había deslizado comentarios sociopolíticos en su cine, ya sea mediante la inserción de personajes represores y abusivos como el policía violador en su opera prima “Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón” (1980) o señalando abiertamente la complicidad de la iglesia católica con el régimen franquista en “La Mala Educación” (2004), es la primera vez que hace una referencia tan directa a las heridas del franquismo luego de tratar de evitar que en su cine apareciera cualquier recuerdo de este amargo episodio histórico español. Y es que “Madres Paralelas” a la vez que es potente melodrama sobre dos mujeres se enfrentan por primera vez a la maternidad y a la incertidumbre que les depara la vida luego de esta experiencia que las transforma de formas que jamás imaginaron, es también la manera en la que el cineasta manchego da continuidad a su búsqueda de sanar las heridas de su pasado que ya inició con su cinta anterior “Dolor y Gloria”. Pero si en aquella cinta protagonizada por Antonio Banderas encarnando a Salvador Mallo como el alter ego del cineasta al que somete a un ejercicio autodeconstructivo de sanación espiritual que concilia el pasado personal y artístico del director, lo realizado en “Madres Paralelas” apunta hacia la sanación de las heridas personales y colectivas provocadas por un régimen autoritario que se extendió durante casi cuatro décadas y no duda en señalar a las políticas de Mariano Rajoy como las principales trabas para crear y fortalecer una memoria histórica española que reivindique la memoria y las vidas de todas las víctimas del franquismo. Aunque es verdad que no estamos ante una de las películas más destacadas de su filmografía, “Madres Paralelas” está muy lejos de ser un trabajo menor del cineasta; y es que aunque cuesta encontrar un pilar dramático/emocional sólido al cual asirse, es un ejercicio cinematográficamente muy bien logrado y que con una narrativa fragmentada por los saltos temporales, condensa todo el significado del término «almodovariano» y eleva su valor al representar el testimonio de una época. Entre maternidades inesperadas e historias de amor y sororidad, “Madres Paralelas” es una cinta que levanta la voz para negarse a olvidar ese doloroso pasado español que amenaza con regresar bajo las nuevas facciones de la ultraderecha. La subtrama del filme que acude a la memoria histórica española sobre los desaparecidos durante el periodo franquista y que deben ser buscados en fosas comunes clandestinas seguramente encontrará resonancia en la sociedad mexicana por los paralelismos con las madres que actualmente buscan incansablemente a sus familiares víctimas del crimen organizado, cuyas historias hemos conocido gracias a documentales como “Volverte a ver” (2020), de Carolina Corral, y “Te nombré en el silencio” (2021), de José María Espinosa de los Monteros. Y al igual que estos documentales mexicanos, la nueva película del autor de “Hable con ella” (2002) nos recuerda que lo mejor que se puede hacer para honrar la memoria de las víctimas es no olvidarlas, no rendirse jamás y seguir luchando por preservar la memoria histórica de la humanidad.


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n 2016, el director chileno Pablo Larraín debutó en el cine angloparlante con “Jackie”, una propuesta especulativa sobre los momentos más íntimos de la legendaria primera dama Jacqueline Kennedy durante las horas previas y los días posteriores al asesinato de su esposo y presidente de los Estados Unidos, John Fitzgerald Kennedy. Aunque se trató hasta ese momento de su trabajo menos personal, pues no estaba directamente relacionada con el análisis de la historia y la sociedad de su país que hasta entonces había caracterizado su filmografía en donde sobresalen filmes como “No” (2012) y “El Club” (2016), el cineasta consiguió una íntima y dolorosa deconstrucción de una leyenda vital en la historia reciente de los Estados Unidos. Cinco años después, ahora con “Spencer”, el director continúa explorando vidas de personajes internacionales y en esta ocasión toma a la figura de la princesa Diana de Gales para bordar un sobrio drama intimista sobre una de las celebridades más queridas del siglo XX. “Spencer” es también una ficción especulativa que narra en 116 minutos la historia de un determinante fin de semana para Diana Frances Spencer a comienzos de los años 90. Abarcando los tres días de sus últimas vacaciones navideñas en la Casa de Windsor —muy cercana a Park House, la finca donde creció—, la cinta da cuenta del proceso que llevó a su protagonista a ese momento en el que tomó la decisión de que su matrimonio con con el príncipe Carlos no funcionaría nunca a causa no solo de sus traiciones amorosas, sino también debido a la exhaustiva presión que suponía formar parte de una realeza que nunca la aceptó de todo y de la que nunca se sintió parte. Pero la propuesta del director chileno va mucho más allá de ser un filme sobre chismes de la prensa rosa: si en “Jackie” el director jugaba con los códigos de la fábula y nos ofrecía una alegoría en la que se comparaba la presidencia de los Estados Unidos con el mágico reino de Camelot, y al recién asesinado presidente con protagonista del mito artúrico, en “Spencer” acude a la figura de Ana Bolena para presentar paralelismos entre la vida de ambas mujeres: cómo fueron utilizadas por un hombre para después ser desechadas y cambiadas por otra mujer, y cómo ambas fueron enfrentadas al escarnio público con respecto a sus romances y traiciones, alcanzando las dos el estatus de mártires luego de sus muertes. “Spencer” es un estudio de personaje sobre una mujer atacada desde varios frentes y que se ve acorralada no sólo física sino emocionalmente, dando origen a un deterioro psicológico que le provoca episodios de ansiedad que la llevan a rozar la neurosis. Este desmoronamiento mental es retratado por la lente de Claire Mathon y musicalizado por Jonny Greenwood, creando secuencias oníricas que, aunque con un aura distinta, nos recuerdan a las escenas propuestas por el director Florian Zeller en su película “El Padre” en la que un octagenario encarnado por Anthony Hopkins se desconecta cada vez más de la realidad. Contando con la estupenda interpretación protagónica de Kristen Stewart, la película echa mano de simbolismos y metáforas como la de un ave en cautiverio para retratar cómo la siempre acosada protagonista busca un poco en libertad rompiendo los estrictos y rancios protocolos de la realeza como llegar a las reuniones después de la reina o conducir su propio coche. Y aunque por momentos el guion de Steven Knight resulta redundante, el talento de Larraín consigue un retrato intimista sobre la abrumadora soledad que acechó a una mujer que prefería abandonar una vida de lujos y la posibilidad de portar una corona, para buscar continuamente reencontrarse con sus orígenes y entregarse por completo a la sencillez del placer de disfrutar pollo frito en una banca junto con sus dos hijos.




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na tormenta de nieve nos da la bienvenida a la opera prima de Valdimar Jóhannsson. Entre las ventiscas, una tropilla de caballos huye despavorida de algo que la acecha. Ese algo llega a un establo donde los corderos miran atentos a lo recién llegado y poco después una borrega cae al suelo desmayada. A la mañana siguiente conocemos a los dueños del establo: Maria (Noomi Rapace) e Ingvar (Hilmir Snær Guðnason), una pareja que se dedica a la crianza de corderos en Islandia. Su relación parece limitarse a darse los buenos días y desayunar juntos, aunque sin conversar más allá de lo necesario para dejar claras cuales son las tareas que deberán cumplir durante el día y sostener así la granja; pronto descubrimos que la distancia emocional en la relación responde a la fractura marital causada por la muerte de su hija Ada al momento nacer. Sin embargo, algún tiempo después durante lo que parecía ser un día habitual de labor de parto de una oveja, ésta da a luz a una extraña corderita. Entre el desconcierto ante la extraña criatura y la esperanza que les brinda la oportunidad de formar nuevamente una familia, Maria e Ingvar adoptan a la corderita y la bautizan con el nombre de su difunta hija. Y aunque pareciera que las dinámicas familiares han vuelto a cobrar relevancia en la vida de la pareja, ambos se enfrentan a la inesperada y hasta cierto punto indeseada llegada de Pétur, el hermano incómodo de Ingvar, y también al constante acoso de la oveja que parió a Ada y que parece querer reclamar lo que le pertenece. Cuál es el significado de felicidad, hasta dónde estamos dispuestos a llegar con tal de alcanzarla y cuál es el límite permitido para cuestionar la dicha y bienestar ajenos, son algunas de las preguntas planteadas en “Lamb”, una cinta que más que inscribirse en la lista del cine de terror o horror folk como muchos la han catalogado, es una propuesta inclasificable que perturba no por mostrarnos secuencias explícitas de monstruos o criaturas nórdicas, sino por hacer patentes en pantalla los alcances del ser humano cuando se propone su propio bienestar y felicidad por encima de quien sea, incluso cuando es capaz de pasar por encima de las necesidades y deseos de sus propios hijos. Y es que tal vez no sea deliberado, pero en una de las posibles lecturas de la cinta, ésta abre la conversación sobre las maternidades/peternidades obsesivas/egoístas que son buscadas ya sea para intentar cubrir cierto vacío existencial o para validarse frente a otros (o frente a sí mismos) como seres humanos plenos. La cinta está llena de simbología cristiana, por lo que no es casualidad que la protagonista se llame Maria y que metafóricamente hablando una figura que nos remita al Diablo llegue para tentar con el pecado a los protagonistas para después reclamar violentamente lo que siempre ha sido suyo. Aunque resulta sobresaliente en su factura a partir de las postales en movimiento capturadas por la lente de Eli Arenson y las partituras de Þórarinn Toti Guðnason, el aspecto más sobresaliente del filme es el guion firmado por el propio director junto al artista multifacético Sjón Sigurdsson, que resalta principalmente por presentar matices en sus protagonistas, con virtudes, defectos y contradicciones, además de echar mano de una mixtura de códigos cinematográficos correspondientes a varios géneros que parecerían disímiles. La peculiaridad del argumento de “Lamb” le valió una Mención Especial como Premio a la Originalidad en la sección Una Cierta Mirada en el Festival de Cannes y fue galardonada con el premio a la mejor película en el Festival de Sitges. Y es que no es para menos que este audaz debut cinematográfico se destaque entre la numerosa producción del cine de género a nivel internacional, pues representa una de las más auténticas, ingeniosas e inquietantes propuestas del cine fantástico y de terror en años recientes y sin duda uno de los filmes imprescindibles de este 2021.


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l viaje de una persona hacia su trascendencia, su madurez o su perdición, es una constante eterna en el imaginario colectivo, su representación ha sido la mayor fuente de inspiración para la narrativa. De ahí las grandes comedias y tragedias han cogido no solo sus elementos básicos, también su verosimilitud. Y en esta misma noción existencial el director Rodrigo Fiallega busca inscribir su película “Ricochet”. Desarrollándose a lo largo de un día, Ricochet muestra la apacible vida de Martjin, un hombre ya entrado en años que habita en un idílico pueblo en algún lugar de México. Originario de Alemania presumiblemente, Martjin ha construido una vida llena de logros, como el tener una casa, una amorosa familia, y estar rodeado de amigos y un pueblo entero que lo conoce y estima. Y aun cuando ha sido recientemente diagnosticado con una condición que lo confronta con la inminencia de la muerte, su propia actitud ante la vida lo hace asimilar la adversidad. Hay sin embargo un suceso de su pasado que le impide vivir a plenitud su felicidad, y que eventualmente lo llevará a una decisión crítica. Es esta decisión la que otorga al relato su faceta de visión sobre la condición humana, pues si bien hay un contexto identificable en la realidad, se trata de una cinta que bien puede trasladarse a cualquier lugar o cualquier época, y la conformación de sus diálogos así como su fluir a manera de pequeños encuentros casuales pero trascendentes, la hacen semejante a un relato bíblico, donde las palabras provocan la meditación mientras su conclusión busca una lección, pero a veces solo se queda en el punto de partida de una reflexión mayor. En “Ricochet”, el mundo está en orden, tiene lógica y funciona como debe. Desde el punto de vista de Martjin, la sociedad y las circunstancias trabajan bajo la lógica de que cosas buenas le pasan a la gente buena, y aún cuando pasen cosas malas, superar el dolor y sobreponerse a la adversidad tiene también su propia recompensa. El único que no parece convencido de todo esto es el propio Martjin, quien parece ir de un lado a otro, de encuentro en encuentro con distintas personas, que parecen querer encaminarlo adecuadamente, para que su vida de hombre recto sea coronada con una última y determinante decisión que lo hará quedar en paz consigo mismo. Este argumento –si bien un tanto básico y hasta un poco reiterativo– es desarrollado con gran solvencia, solidez y organicidad, algo que el público apreciará como una narrativa agradable que se hace entretenida de ver. No obstante, su premisa queda en cierta forma traicionada por un giro final donde el director pareciera querer sacar un discurso que podría interpretarse como la inutilidad de la moral o de las posturas filosóficas, que se antojan banales cuando se vive con dolor o se es víctima de las injusticias. Tal ambición sin embargo no es tan convincente ante otros rasgos que Fiallega pone de manifiesto. Contando con una notable factura, la cinta hace gala desde su inicio de un enorme cuidado en las composiciones y una atención al detalle en la imagen sumamente inusual en el cine mexicano. Tales virtudes poco trascienden al terreno de la simple belleza; el mundo de Martjin, en su orden, también es bello, recordándole que la vida es algo por lo que vale la pena luchar. Esto junto con otras sutilezas en su guión, solo giran en torno al protagonista y la explicación de sus motivos. La de Martjin es finalmente otra cinta más sobre la forma en que una persona reacciona ante una situación de crisis. Ricochet se queda corta en su pretensión como un relato universal, y aunque alcanza a funcionar como el retrato de la convulsión de un ser humano, su universalidad y su belleza se quedan en lo anecdótico y visual, diluyendo su discurso.



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on “Adiós a la memoria”, el director Nicolás Prividera cierra su trilogía de documentales con los que repasa al tiempo su historia familiar y la de su país: Argentina. Iniciada por “M” (2007), centrado en la desaparición de su madre, Marta Sierra, luego del golpe militar de 1976, y seguida por “Tierra de los padres” (2011), donde se aproximó a las víctimas de la violencia política, la trilogía ahora termina tomando a la figura de su padre como excusa para divagar no sólo sobre la degradación paulatina e irrefrenable de su memoria a causa del Alzheimer, sino también para realizar un ensayo sobre la memoria colectiva en la era de la inmediatez, la sobre estimulación de los sentidos y la (des)información que generan un efecto de anestesia social. Su padre, Héctor Prividera, según las palabras del propio cineasta, vivió “en piloto automático” luego de la desaparición de su esposa; de esta forma, a través de la historia de retraimiento su padre y el posterior avance de su Alzheimer, el director propone no sólo un ejercicio ensayístico sobre la decadencia de la memoria individual, sino un repaso de la igualmente frágil memoria histórica colectiva, aproximándose al pasado “como un museo de espejismos”. Ganador del premio al mejor guion en el Festival de Mar del Plata, el documental “Adiós a la memoria” busca y consigue exitosamente alejarse de las convenciones del cine sobre enfermedades mentales y toma ventaja de una dolorosa enfermedad degenerativa para proponer un diálogo sobre la memoria que va y viene de lo personal y familiar hasta lo político y social. Para ello rescata las filmaciones de su padre con su cámara Bolex Paillard y se aboca a presentar una combinación de sustratos y formatos cinematográficos con referencias culturales, musicales, literarias y políticas. Estamos entonces ante un ejercicio que demanda la participación del espectador ofreciendo como recompensa una experiencia valiosa en muchos niveles. El ensayo supera la reflexión en torno la relación paternofilial que siempre estuvo marcada por el distanciamiento, el abandono y el profundo rencor, y consigue que ésta reflexión sea a la vez un tratado sobre la brecha generacional en la sociedad argentina y cómo éstas diferencias trastocan la forma de aproximarse a la vida política de un país en perpetua crisis de identidad. Así, además de un retrato sobre los fracturados lazos familiares y su imposibilidad de reconexión total, “Adiós a la memoria” es un potente y filoso ensayo crítico y de denuncia sobre la historia sociopolítica reciente de Argentina, y que termina, a través de una referencia a “La Peste” de Albert Camus, con una sentencia pesimista y casi funesta: “…que el bacilo de la peste no muere, ni jamás desaparece; que puede permanecer durante decenas de años dormida en los muebles, en la ropa; que espera pacientemente en las habitaciones, en las bodegas, en las maletas, en los pañuelos y los papeles, y que llegará un día que la peste, para desgracia y enseñanza de los hombres, despierte a sus ratas y las mande a morir en una ciudad dichosa”.




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ace seis años, el director Justin Kurzel llevó a la gran pantalla “La Tragedia de Macbeth”, la obra teatral del dramaturgo William Shakespeare considerada como una pieza maldita entre quienes la interpretan sobre los escenarios. La propuesta del realizador australiano, protagonizada por Michael Fassbender y Marion Cotillard, era probablemente la versión cinematográfica más estilizada hasta ese momento. Uniéndose a otras grandes adaptaciones de la obra como la barroquísima “Macbeth” (1948), de Orson Welles; “Trono de Sangre” (1957), de Akira Kurosawa y “La Tragedia de Macbeth” (1971), de Roman Polanski, la versión de Kurzel destacó como un fenomenal ejercicio de estilo con mucho potencial para convertirse en un filme de culto del cine contemporáneo gracias a su propuesta dinámica, audaz y violenta; una pieza artística esculpida con cadencia y visceralidad. Ahora, el director Joel Coen en su primera incursión tras la cámara sin su hermano menor Ethan Coen, nos presenta la conocida historia medieval del general del ejército de Duncan, el rey de Escocia, y su ascenso al poder mediante la conspiración luego de serle revelada una profecía que vaticina su reinado, a través de una hiperestilizada con ecos del cine de Dreyer y Bergman. El director que junto con su hermano Ethan Coen nos obsequió emblemas de la historia del cine como “Fargo”, “The Big Lebowski” y “No country for old man”, adapta él mismo este relato sobre una corona de sangre que lleva a su portador directamente hacia el descenso a la locura y la tragedia. A diferencia de la belicosa versión de Justin Kurzel, que es una suerte de ‘actualización’ de la historia que echa mano de la tecnología cinematográfica más reciente para ponerla al servicio de la historia acercándola visualmente a propuestas como “Game of Thrones” (2011-2019), “La Tragedia de Macbeth” de Joel Coen, filmada en uno de los estudios más grandes de la ciudad de Los Angeles, busca capturar la densa atmósfera que se pretende en las representaciones teatrales mediante una sofisticada puesta en cámara que echa mano de códigos pictóricos y del expresionismo alemán con sets despojados de todo ornamento y efectos visuales que crean un ambiente asfixiante perpetuo con la ayuda del diseño de arte de Stefan Dechant, la monocromática fotografía de Bruno Delbonnel, el score a cargo de Carter Burwell y el fenomenal diseño sonoro que con maestría utiliza los sonidos incidentales para alterar la percepción del público.


Extendiendo un amplio espacio ante la literalidad de la obra y la reinterpretación y acudiendo a la decisión de mostrar sin temor el artificio de su propuesta, funciona cabalmente y convierte a su apartado audiovisual en su mayor virtud junto con las notables actuaciones de los experimentados Denzel Washington, Frances McDormand y Kathryn Hunter; los primeros en los roles estelares de Macbeth y Lady Macbeth respectivamente, y la última en un triple papel encarnando a las proféticas brujas con una rasposa voz y contorsiones que se antojan imposibles para un ser de este mundo. El actor neoyorquino es un Macbeth más mesurado y menos visceral y hace que su transformación de noble general a regicida y posterior tiránico gobernante sea de una sutileza apabullante, distanciándose con éxito de otras interpretaciones a cargo de leyendas como Orson Welles, Toshiro Mifune y Jon Finch en las versiones del mismo Welles, Kurosawa Polanski respectivamente. La actriz originaria de Illinois y esposa en la vida real del director de la cinta, entrega un trabajo como de costumbre contenido mientras se enfrenta al asedio del peso de sus decisiones, viéndose afectada en su inicial determinación implacable para dar paso a la voraz demencia que terminará por transformarla en un espectro en vida. Sin embargo, los aspectos más sobresalientes de esta versión podrían jugar en detrimento de la película misma; y es que para muchos su estilización excesivamente minimalista les podrá parecer un ambiente tan aséptico que les hará sentir que no hay emociones en pantalla. Y es que quizá el exceso de la solemnidad que caracteriza a la cinta podría provocar una distancia emocional casi infranqueable entre la película y el espectador, porque a diferencia de otras versiones, en particular la de Justin Kurzel donde Fassbender y Cotillard destilaban pasión y furia, aquí Washington y McDormand se sienten distantes y fríos, que aunque sí dotan de matices más pragmáticos a sus personajes para que resulten adecuados en esta visión de Joel Coen y que sus motivaciones tomen dimensiones distintas, también podrían resultar menos atractivos para el público que ya probablemente se sentirá dudoso en acercarse a una propuesta monocromática y con el atípico estilo idiomático que representa la obra shakespeariana. De cualquier manera, “La Tragedia de Macbeth” sobresale por su audacia de perpetrar un nuevo anacronismo audiovisual en este nuevo milenio, una propuesta arriesgada que se apodera del texto de Shakespeare para hacerlo propio y nos demuestra cuán bien pueden empatar las obras del dramaturgo con la filmografía de los Coen, ese corpus fílmico de espíritu revisionista que ha jugado con los códigos narrativos para reinterpretar prácticamente todos los géneros cinematográficos y que está sustentado también en la ambición de sus protagonistas, en sus absurdamente malas decisiones y en la inevitable tragedia que éstas traen consigo.




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an pasado cinco años desde que el experimentado cineasta Paul Verhoeven incomodó por última vez a la audiencia con su magnífica película “Elle”. La transgresora propuesta que el director presentó a sus 78 años de edad, partía de la violación sexual de su protagonista interpretada la siempre extraordinaria Isabelle Huppert, pero que utilizaba esta aberrante, violenta y traumática experiencia para desarrollar una tesis sobre el empoderamiento femenino tanto en lo sexual como en lo social. Ahora con la negrísima comedia “Benedetta”, el realizador holandés está de regreso para volver a causar escozor en los espectadores, pero sobre todo en las filas de la Iglesia Católica. Y es que su nueva producción —adaptada para la pantalla grande por el propio director junto a David Birke a partir de la novela “Actos Inmodestos: La vida de una monja lesbiana en la Italia renacentista” de la escritora Judith C. Brown—, gira en torno a la sexualidad dentro de un convento en la Toscana del siglo XVII. Benedetta Carlini, encarnada por una gran Virginie Efira con la que se reencuentra luego de colaborar en la ya mencionada “Elle”, es llevada por sus padres desde muy temprana edad al convento de Pescia que dirige la madre abadesa Sor Felicita, interpretada por la siempre extraordinaria Charlotte Rampling. Se trata de un lugar que, además recibir a las mujeres que han ingresado guiadas por su vocación religiosa, también ha dado refugio a aquellas que con un pasado tormentoso que buscan ahora una oportunidad para la paz y la expiación. La película particularmente da cuenta del deseo que tiene la protagonista por una nueva integrante de la comunidad religiosa llamada Bartolomea que es interpretada por una estupenda Daphne Patakia y que viene huyendo de la violencia de su padre y hermanos. La relación de complicidad va dando paso a la amistad y luego al romance prohibido. “Benedetta” es una película inclasificable que juega con tonos dramáticos que van desde el drama intimista entre dos monjas en busca de amor hasta la farsa de las extrañas visiones erótico-divinas de la protagonista en las que la vemos siempre rescatada por un Jesucristo salido de las más absurdas parodias del personaje que abundan en las redes sociales y que lo retratan como un héroe de acción de serie B. No obstante, quizá estas blasfemias no serán las que particularmente generen el rechazo del sector ultraconservador del público, así como tal vez tampoco lo serán las explícitas escenas de sexo lésbico con peculiar dildo incluido, sino aquella lectura que señala cómo la fe y los milagros fabricados son usados no sólo como un instrumento de manipulación de feligreses, sino también como un arma política para subir de rango dentro de la misma institución. La ambivalencia y la vaguedad de las intenciones de los actos de la protagonista son precisamente gran parte de lo que vuelve a esta cinta una propuesta con una complejidad psicológica que no se ve en el cine hollywoodense del que el realizador se alejó luego de diez años de probar suerte con clásicos como “Robocop” (1987), “El Vengador del Futuro” (1990), “Bajos Instintos” (1992), “Showgirls” (1995) y “Starship Troopers” (1997). Paul Verhoeven lo ha vuelto a hacer y con “Benedetta” demuestra encontrarse en plena forma; a diferencia de realizadores de su generación como Clint Eastwood, cuyos últimos trabajos demuestran ya una fatiga física y mental, la vitalidad intelectual que Verhoeven muestra que puede seguir la pauta de mujeres a las que no se les puede leer con claridad y nos hace morirnos de ganas por ver qué es lo que hará después.



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l nombre de Paul Schrader cada vez es más identificado por el cinéfilo promedio como el de un director renombrado y no sólo como el del guionista detrás de clásicos imprescindibles como “Taxi Driver”; “Raging Bull”, “The Last Temptation of Christ”y “Bringing Out the Dead”; todas ellas dirigidas por su gran amigo y genio neoyorquino Martin Scorsese. La constante en el cine firmado por Shrader son sus protagonistas atormentados en busca de redención, muchos de ellos incluso presentando comportamientos violentos y autodestructivos. “The Card Counter” se une a esta tradición. Producida por Martin Scorsese, la nueva película del experimentado Paul Schradder sigue los pasos de Oscar Isaac interpretando a William Tell, un ex carcelero y torturador militar, que además de ser acosado por los fantasmas del pasado y por la culpa de los horrores perpetrados contra prisioneros, padece un grave problema de ludopatía. Su vida ahora consiste en recorrer los casinos a lo largo y ancho de Estados Unidos para poner a prueba sus conocimientos de conteo de cartas aprendidos durante su condena de diez años en prisión por los crímenes cometidos. William se ha transformado en un hombre taciturno que viste siempre, incluso para dormir, con ropas sobrias de colores oscuros que nos recuerdan a su uniforme de prisión; además reviste cada día los objetos de su habitación de hotel de bajo costo con sábanas blancas para recrear una suerte de celda penitenciaria y continuar así con su vida como una condena perpetua que sigue purgando incluso en libertad. La rutinaria y expiatoria existencia de William se ve alterada por la llegada de dos personajes. El primero de ellos, encarnado por Tye Sheridan, es Cirk Bauford, el joven hijo de un compañero militar de William que, incapaz de soportar el peso de los horrores cometidos contra los prisioneros, ha terminado suicidándose. El chico pide su ayuda para vengarse del Mayor John Gordo, el militar al que da vida el gran Willem Defoe y que fue instructor de Will y su padre, y quien salió impune de las acusaciones de tortura contra los prisioneros. La simple propuesta de Cirk hará que su pasado regrese con mucha más fuerza de lo esperado, sin embargo ante él se presenta también La Linda, una representante de una compañía inversora que caza talentos como el de William para patrocinarlos en torneos de las grandes ligas y dividir después las ganancias; sin embargo, lo que esta chica interpretada por Tiffany Haddish puede ofrecerle a William, más allá de cantidades de dinero mucho mayores a las que gana con su bajo perfil, es la posibilidad de una relación sentimental que lo guíe hacia una vida menos lúgubre y más estable.



Con un Oscar Isaac que demuestra ser uno de los mejores actores de su generación con una interpretación sombría y melancólica, el director demuestra su total dominio cinematográfico y acude nuevamente al cine de Robert Bresson como fuente de inspiración —especialmente abrevando del clásico “Pickpocket” (1959)— para dar continuidad a su legado de personajes atormentados por los fantasmas de su pasado con una cinta dramáticamente contenida pero a la vez salvaje y angustiante por el trasfondo psicológico del taciturno y enigmático protagonista, quien se une a la lista donde ya se encuentran Travis Bickle (Robert DeNiro), John LeTour (Willem Dafoe), Frank Pierce (Nicolas Cage) y mas recientemente el reverendo Ernst Toller (Ethan Hawke). Estrenada en México en el Festival Internacional de Cine de Morelia, la enigmática “The Card Counter” es una propuesta impecable tanto en forma como en fondo, una cinta de lenta combustión que podría ahuyentar al público casual acostumbrado a una dieta a base de cine comercial, pero quienes le den una oportunidad se verán recompensados por una experiencia fascinante. Y aunque es verdad que no será recordada como una de las obras cumbres del director y que se aleja de las lecturas filosóficas que encumbraron a “First Reformed” como uno de los filmes más sobresalientes de la década pasada, el director sí consigue un hipnótico y arrebetador filme neonoir en donde además del peso de la moral del protagonista, también se hace presente una tensión que se mantiene durante toda la película, una ominosa presencia que representa a los pecados de su pasado y que en cualquier momento podría saltar y arrastrar al protagonista de vuelta a la oscuridad.


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na, la protagonista del relato, es una mujer que vive en Belgrado y que, dieciocho años atrás, fue informada de que su bebé recién nacido falleció de forma súbita. Debido a que nunca le entregaron el cuerpo y a otras irregularidades en los procedimientos médicos postparto, ella cree que en realidad su hijo fue robado, por lo que desde hace casi dos décadas ha tenido que padecer los juicios y señalamientos que la tachan de loca o paranoica cuando exige justicia y resultados en las investigaciones policiales. El cineasta Miroslav Terzic se inspira en hechos reales para abordar una sensible realidad social: la mafia criminal dedicada al rapto y venta de recién nacidos, así como la impunidad que impera en estos cientos de delitos no resueltos. La propuesta de corte intimista es sostenida por la impresionante interpretación de la actriz Snezana Bogdanovic, cuya labor frente a la cámara consigue entretejer con astucia los hilos de un sofisticado thriller con los de un entrañable y doloroso drama materno-filial.




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a opera prima de la cineasta franco-senegalesa Maïmouna Doucouré se vio envuelta en un escándalo desde antes de su llegada a Netflix debido a la muy desafortunada decisión de publicidad con la que la plataforma. La hipersexualización de las niñas de once años en el cartel promocional y una sinopsis alejada completamente del espíritu del filme, provocaron que una turba iracunda arremetiera con demandas contra Netflix para que cancelara el estreno de la cinta, y con insultos y amenazas hacia la directora que, en la pasada edición del Festival de Sundance, se alzó con el premio a la mejor dirección por esta misma cinta. Tanto Netflix como el gobierno de Francia –donde se anunció que será usada como material académico en las escuelas para hablar sobre la sexualización de menores–, e incluso varias estrellas de la industria –incluyendo a la estrella hollywoodense Tessa Thompson–, apoyaron a la realizadora para que la cinta se estrenara sin problemas de censura. Sin embargo, tras el estreno global del filme en la plataforma, la película ha seguido recibiendo ataques e intentos de censura por personas que están lejos de entender el mensaje del filme. Pero para entender a cabalidad el mensaje del filme, hay que saber de qué va. “Cuties” nos cuenta la historia de Amy (Fathia Youssouf), una niña senegalesa de once años que acaba de mudarse a los suburbios de París con su madre y sus dos hermanos menores, mientras que su padre se ha quedado en Senegal para desposar a una nueva mujer, aunque pronto se trasladarán al mismo departamento donde vivirá también con su nueva esposa. Agobiada por los códigos musulmanes con los que a la mujer se le acusa de pescadora por naturaleza por una religión misógina que demanda la obediencia absoluta a los hombres, y además sintiéndose asfixiada por lo que se espera de ella durante los preparativos de la nueva boda de su padre, Amy se ve deslumbrada por un grupo de niñas que bailan twerking imitando a mujeres de las redes sociales y aspirando a convertirse en ganadoras en un concurso de baile. La pequeña, que se está enfrentando a una nueva cultura y en plena etapa de necesidad de pertenencia, inevitablemente se ve atraída por el baile, la aceptación y camaradería con sus nuevas amigas, y esto le da un respiro, una suerte de escape de su aprensiva realidad. Amy y sus amigas van aprendiendo que mientras más sensual y sexual se comporte –aun sin entender a cabalidad esos conceptos–, obtiene beneficios del sexo opuesto, de ahí que en la escena donde son atrapadas por unos guardias de

seguridad al interior de un negocio al que entraron sin pagar, ellas puedan irse libres de consecuencias al bailar de manera sugerente para ellos. El mensaje de “Cuties” está clarísimo: las niñas deben tener tiempo para ser niñas. Es verdad que en la película se hace énfasis en los movimientos sexuales que las niñas llevan a cabo durante sus bailes, pero en ningún momento se hace una apología de la hipersexualización infantil, y la cámara nunca se regodea en el morbo. Lo que sí hace la cinta es señalar a una sociedad doblemoralina que sexualiza niños y adolescentes en los medios de comunicación masivos y en las redes sociales, pero para conseguir este discurso en pantalla jamás explota sexualmente el cuerpo de las actrices menores. Por el contrario, la directora echa mano de estas y otras secuencias para mostrar cómo las redes sociales afectan la idea y el concepto de feminidad, así como sus expectativas, en niñas y adolescentes, y también de cómo el autoestima se ve trastocado por la validación tanto en las redes, como entre los vínculos afectivos en la vida cotidiana como la familia y la escuela; esto la emparenta con otro coming of age, “Girlhood” (Bande de filles”, 2014), de la directora Céline Sciama, que también transcurre en los suburbios franceses. Las acusaciones moralinas hacia la cinta son francamente absurdas, para constatarlo sólo hace falta ver que el clímax de la cinta –el tan anhelado concurso para las niñas–, pues resulta extremadamente incómodo... ¡porque así debe ser la hipersexualización de la niñez! Tanto la forma en la que está filmada y editada esta secuencia –mostrando los sugerentes movimientos e intercalándose la reacción del público– ratifica el mensaje que busca transmitir la directora. Son niñas que no tienen idea de lo que están imitando, ni de las consecuencias de sus actos; y como ejemplo está la tan criticada escena del condón que demuestra que son niñas pensando como niñas, jugando como niñas a ser mujeres cuando no tienen ni idea de lo que el mundo les depara, y si por casualidad las niñas intentan concebir dichas ideas, estas están completamente erróneas. La película presenta un desenlace conciliador entre la infancia, la adolescencia y la madurez de no tener que someterse cumplir con ciertas tradiciones o expectativas sociales, religiosas o familiares; la denuncia social de Doucouré es muy clara, pero en un mundo donde las masas carecen de la capacidad de abstracción para analizar una obra, cada quien termina viendo lo que quiere ver. Lástima.



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Todas las mujeres tienen eso que llaman 'instinto maternal'? Tal vez Necesitamos hablar de Kevin no ofrezca una resolución concreta a este cuestionamiento, de hecho, lo más probable es que nos deje con la duda o con más dudas sobre la 'maternidad' porque, para empezar, la cinta no busca ofrecer respuestas, todo lo contrario, busca debatir sobre esa parte de la condición humana femenina. Basándose en el libro homónimo de Lionel Shriver, la directora Lynne Ramsay (quien ya ha abordado exitosamente a las familias disfuncionales en su filme Ratcatcher) nos presenta la historia de Eva, una mujer independiente, madura y de un más que buen nivel socioeconómico, que deja de lado las cosas en las que ella creía para darle paso a la maternidad sin estar plenamente convencida de que sus ganas por traer un hijo al mundo son genuinas. El filme va del presente al pasado sin advertirnos, engarzando los momentos que (dicen) deberían ser los más felices para una mujer, hasta los momentos más terroríficos por los que una progenitora podría atravesar; es un retrato familiar punzante que puede resultar doloroso, especialmente para quienes tienen una forma idílica de ver la maternidad. Y es que ver en pantalla grande el hecho de que una madre no tiene ninguna conexión con su hijo adolescente Kevin (que desde su nacimiento ha sido un ser sumamente problemático y ha llegado a convertirse en un sociópata) puede ser intensamente incómodo. La ya de por si densa trama de Necesitamos hablar de Kevin se ve reforzada aún más con las actuaciones de Tilda Swinton como Eva, Ezra Miller como Kevin y John C. Reilly como el esposo de Eva y padre de Kevin, al que siempre ha visto como el hijo perfecto hasta que éste hace algo imperdonable. Un filme que seguramente hará pensar más de una vez a las mujeres sobre si sus deseos de ser madres son genuinos o meramente consecuencia de la presión social.



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oney Boy narra en dos líneas temporales la historia de Otis. Durante su infancia, a los 12 años encarnado por Noah Jupe–, el chico descubre una cara oculta y oscura del ambiente hollywoodense; Otis trabaja como doble en escenas de riesgo en producciones de presupuestos moderados y, cuando no está en el set, pasa el tiempo con su padre James Lort, un ex payaso de rodeo interpretado por Shia LaBeouf, en paupérrimos hoteles en las afueras de las ciudades donde filman. El chico se enfrenta a una dura realidad con una convivencia paterno-filial que está lejos de ser la ideal y que muchas veces da paso al desamparo emocional y hasta la violencia física; la esperanza del niño de que su padre se comporte como tal, parece inalcanzable. La segunda línea temporal nos presenta a Otis como un joven de 22 años encarnado por Lucas Hedges que se ha entregado a una vida al límite llena de excesos que, tras un accidente automovilístico que puso en riesgo su propia vida así como la de su acompañante, es internado en una clínica de rehabilitación y control de salud mental; en ese lugar le hace frente a sus frustraciones como estrella hollywoodense y a la pesada y ominosa presencia de la sombra paterna de la que no ha podido alejarse. Con un guion firmado por el propio Shia LaBeouf con base en sus dolorosas experiencias como estrella infantil/juvenil bajo el cuidado de su padre, este íntimo relato pretende despojar de todo romanticismo a la industria hollywoodense, y para ello la película hace uso de las anécdotas visuales para hacer referencias a sus más grandes éxitos comerciales –la primera escena es una secuencia que nos remite a la filmación de la primera entrega de la

franquicia Transformers que inició en 2007 con LaBeouf interpretando a Sam Witwicky–, de esta forma el actor habla sobre el vacío en su vida con una honestidad tan brutal que consigue que el proyecto se transforme en algo más que un filme dramático: en un exorcismo de sus más oscuros demonios como hombre y estrella. LaBeouf se aproxima a la figura de su padre sin satanizarlo, sino que por el contrario, en su acercamiento lo muestra con su lucha interna con sus luces y sus sombras, sus múltiples defectos, pero también con sus innegables virtudes. Honey Boy, como proyecto personal para LaBeouf, es la película que le permitió canalizar sus sentimientos para llevarlos a una resolución emocional de años de frustraciones: el dar vida en pantalla a su propio padre brinda al actor la posibilidad de forjar ese afectivo vínculo paterno-filial que nunca tuvo en su infancia. Pero la película es lo que es gracias al talento de la directora Alma Har’el, su nivel de empatía con el relato personal de LaBeouf dota al filme de una calidez, ternura y humanidad que sería poco probable imaginar un resultado mejor en manos de cualquier otro cineasta. El impresionante talento de Jupe, Hedges y LaBeouf sostienen el entrañable a la vez que doloroso relato sobre el amor, el perdón y la redención con el que éste último disecciona su pasado para curar sus heridas espirituales; pero es gracias a la sensibilidad de la cineasta Alma Har’el que esta sobresaliente opera prima se coloca, sin artificios ni regodeos melodramáticos, por encima de otros dramas biográficos que exploran las peores pesadillas infantiles que, nunca mejor dicho de manera irónica, se produjeron en la llamada Tierra de los Sueños.



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n 2016, la directora francesa Julia Ducournau presentó su opera prima en la Semana de la Crítica en el Festival de Cannes, y se alzó como la ganadora del premio FIPRESCI —entregado por la crítica internacional— a la vez que se reveló como una de las promesas de la industria fílmica. La capacidad de la directora para concebir el maridaje perfecto entre drama juvenil universitario y el canibalístico horror gore con ingeniosos diálogos inyectados de negrísimo humor y secuencias sanguinolentas, convirtieron instantáneamente a “Grave” en un clásico del género y en un título de culto. Luego de este poderoso e inteligente drama juvenil psicosexual y antropofágico, la directora regresó este año a la riviera francesa para presentar su segundo largometraje, pero ahora compitiendo en la sección principal y sorpresivamente llevándose la tan codiciada Palma de Oro. “Titane” nos coloca en su primera secuencia en el asiento trasero de un auto para acompañar a la pequeña Alexia quien viaja con su padre en el vehículo. Luego de un accidente donde ella sale gravemente herida, vemos cómo los médicos le implantan una placa de titanio en la cabeza, y justo cuando la pequeña va saliendo del hospital ya recuperada, abraza y besa al auto en el que sufrió el percance. Dando un salto en el tiempo, acompañamos a la ahora adulta Alexia quien se dedica a bailar lap dance sobre los cofres de automóviles en exhibiciones; si embargo, la danza sensual que lleva a cabo no sólo responde a cumplir con su trabajo, sino que es el resultado de una atracción por los vehículos que ha venido creciendo con el paso de los años y que, por cierto, es correspondida por los automóviles. En una de las secuencias más controversiales de la cinta, observamos a Alexia subirse desnuda a un Cadillac para tener relaciones sexuales con él, tan sólo para poco después descubrir que ha quedado embarazada. Pero como si esta anécdota no fuera suficiente para desarrollar un filme completo sobre la fetichización del metal y la carne, se nos revela su psicopatía asesina en una escena que nos remite al cine giallo y se confirma como una práctica serial en una secuencia que emula tanto al cine de Martin Scorsese como al de Quentin Tarantino. Cuando los crímenes cometidos comienzan a colocar la atención de la policía sobre Alexia como la responsable, ella se somete a un cambio radical en su aspecto y clama ser Adrien Legrand, uno de los tantos chicos desaparecidos desde hace ya varios años en Francia. Vincent, el padre del chico desaparecido, llega a la estación de policía para reconocer a quien dice ser su hijo y sorprendentemente la identifica como Adrien, llevándola a casa para cuidarla como su hijo y para que trabaje con él en el cuerpo de bomberos que dirige. Y es justo aquí cuando comienza realmente a desarrollarse la historia que realmente la realizadora quiere contar. En su premisa podemos encontrar paralelismos con la del documental “The Imposter” (2013), de Bart Layton, en donde un joven desaparecido años atrás en Texas, presuntamente aparece en España, afirmando haber sido torturado por quienes lo secuestraron. Sin embargo, la similitud es meramente anecdótica, pues la propuesta de la realizadora no pretende hablar sobre Alexia como impostora de Adrien, sino presentar un ensayo sobre la búsqueda de identidad, el inexorable paso del tiempo y los estragos de la soledad a través de los códigos del terror, la fantasía y la ciencia ficción. A lo largo de sus casi dos horas de duración, pero sobre todo en el primer tercio del metraje, encontramos varias referencias y homenajes a títulos como “Tetsuo: El Hombre de Hierro” (1989), de Shinya Tsukamoto, “Christine” (1983) de John Carpenter y “Crash: Extraños Placeres” (1996), de David Cronenberg; pero más allá de estas curiosidades, la realizadora que se convirtió en la segunda mujer en ganar la Palma de Oro, acude a metáforas para deslizar comentarios pertinentes sobre las identidades no binarias y para dinamitar las expectativas del público sobre lo que significan masculinidad y feminidad. Y es que debajo de esa pantalla de violencia explícita que resultará incómoda para una buena parte del público y que los desconcertará con sus sorprendentes giros, se encuentra agazapada una historia de necesidad de cariño y conexión emocional. “Titane” es la historia de un padre cegado por el dolor que quiere a toda costa recuperar a su hijo y de una mujer que necesita ayuda en esa terrorífica travesía que supone una maternidad súbita e insólita; es la historia de dos heridos parias sociales que inesperadamente encuentran, más que la compañía mutua, una manera de acompañar sus soledades.



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a decimosexta edición del Festival Internacional de Cine de Morelia inauguró su sección de largometraje de ficción viene con la nueva obra de la directora iraní Bani Khoshnoudi, quien luego de meses trabajando en su guión ambientado en la ciudad de Veracruz interseccionando el tema migrante y el drama homosexual, ha plasmado un lienzo compuesto de cicatrices, lazos y fronteras. La historia sigue a Ramin, un inmigrante que huyendo de irán por la condena hacia su homosexualidad, por azares de la travesía migrante terminó en el puerto de Veracruz cuando su objetivo era llevar a Turquía o Grecia. Trabajando en empleos eventuales junta dinero para continuar el viaje, enfrentándose a la barrera del lenguaje y al desapego con el lugar y las personas. Ramin no tiene nada ni nada en México, ni un hogar ni un amor. Pero al conocer a Guillermo, otro suspirante de las oportunidades, encuentra una motivación para franquear los obstáculos que lo han vuelto un preso de la desconexión. Melancólica y sobria, la cinta describe experiencias que fluyen y confluyen; la de Ramin y su soledad física y emocional; la de su arrendadora y su amorodio no resuelto con el exnovio; la de Guillermo y su duro transitar por las pandillas, la traición y las internas inseguridades. Todos con cicatrices, que cuentan historias pero también los definen y los guían. Los personajes se acercan y se alejan, encuentran refle-

jos en los otros y a veces complementos. Por momentos la necesidad de contacto humano es más importante que cualquier sueño terrenal, que cualquier aspiración transfronteriza; algunas fronteras son traspasables, otras inexpugnables. Aunque las circunstancias en esta historia catalizan ciertos dramas, el retrato que Khoshnoudi hace de sus personajes es totalmente humano y humanista. Sus dignidades salen a flote aun cuando esto significa restarle a la historia riesgo o desarrollos de gran calibre. Es una película contenida al servicio de llevar el relato a un punto que para la directora es suficiente pero quizá no para un público más empapado de planteamientos similares. Si el aporte a los temas es flojo, esto no afecta a otros elementos de la obra, que cuenta con una correcta realización, un bien documentado guión y excelentes actuaciones, entre las que destaca Luis Alberti que aunque no siempre convenza con su acento de cholo centromericano, se roba cada escena dotándola de energía y magnetismo. “Es una película sobre experiencia homosexual, no sobre migración”, explicó en la conferencia de prensa la realizadora del largometraje, aclarando sus prioridades en este proyecto, dejando sin embargo un testimonio más que necesario en estos tiempos, sobre la necesidad que tenemos de acercarnos, de tener más lazos y menos fronteras.



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n el espacio profundo, Monte y la pequeña niña Willow viajan solos a bordo de una nave espacial con destino a un agujero negro. Pero padre e hija no estuvieron solos desde el inicio de la misión intergaláctica: él era parte del grupo de reos –unos condenados a muerte; otros con cadenas perpetuas– que intercambiaron cumplir sus sentencias sobre la Tierra por un galáctico viaje experimental para alcanzar el agujero negro más cercano a nuestra galaxia con el fin de capturar su poder y así proporcionarle a la humanidad una fuente de energía ilimitada; ella fue concebida artificialmente durante la misión por la obsesión de la científica al mando, Dibs. Así es como podríamos describir la premisa de la incursión en el cine de ciencia ficción de la gran cineasta Claire Denis acompañada en los estelares por un Robert Pattinson cada vez más sofisticado en sus interpretaciones, la siempre fantástica Juliette Binoche, la promisoria Mia Goth, el talentoso André Benjamin y la revelación de Jessie Ross. High Life tiene un pilar narrativo cronológicamente dislocado con constantes saltos que nos revelan los tres tiempos medulares que dan forma al relato escrito por la misma directora junto a Jean-Pol Fargeau y Geoff Cox: los primeros meses de la misión/experimento; los trágicos sucesos que acabaron con casi todos los tripulantes de la nave; y finalmente la llegada de Monte y Willow a su destino. Alejándose del recurso de la «nave generacional» recurrente en lo relatos de la ciencia ficción espacial, Denis toma a los tripulantes de esta prisión estelar para diseccionar, a través de este puñado de marginados, a toda la raza

humana a través de dos aspectos inherentes a nuestra condición: la violencia y la sexualidad. Con un sugerente diseño sonoro creado por Stuart Staples (líder de la agrupación Tindersticks), la propuesta audiovisual del filme se completa por el uso de una paleta de colores que contrastan hipnóticamente entre la frialdad del azul y la calidez del dorado, y que no es más que la inequívoca evocación de los claroscuros que conforman nuestra naturaleza. De hecho, esta dualidad queda de manifiesto desde que se decide anunciar el vitalista título de la película con una escena que muestra a un puñado de cadáveres ser expulsados de la nave con sus escafandras espaciales y envueltos en improvisados sudarios. El amor y el odio; la vida y la muerte; lo orgánico y lo mecánico; el pecado y la expiación. Todos estos binomios se ven constantemente dispuestos en pantalla, pero dicha representación alcanza su clímax cuando se expone el deseo híbrido de lo carnal y lo robótico representado por una alucinante secuencia erótica a cargo de una impresionante Juliette Binoche en clave de bruja cósmica de largo cabello –de hecho los tripulantes le apodan «Vultura»– como la científica Dibs que, en su incansable búsqueda de redención por sus crímenes, está obsesionada con la creación de vida, aunque por otro lado prohíbe los encuentros sexuales entre los tripulantes de la nave. Con High Life, la maestra francesa ha dado forma no sólo a una de las mejores películas del año, sino a una de las propuestas más auténticas de la ciencia ficción del nuevo milenio y a un relato filosófico esencial sobre la búsqueda de redención y el anhelo de trascendencia.



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a revelación llega de golpe: no hay que sacrificar la diversión para poder obtener buenas calificaciones y lugares en reconocidas universidades. La sorpresa enoja, deprime y anima a dos mejores amigas, Molly (Beanie Feldstein) y Amy (Kaitlyn Dever), a intentar recuperar los años de diversión perdidos... pero en el lapso de una sola noche. La dupla se aventura así fuera de sus casas para recorrer la ciudad de Los Ángeles y vivir una serie de experiencias –sexo, alcohol y otras drogas por supuesto están presentes– que las marcarán de por vida antes de enfrentarse al mundo real en el ambiente universitario. Esta es la premisa de La noche de las nerds, la opera prima de la actriz Olivia Wilde en la que mezcla la comedia adolescente guarra con las road movies para dar forma a un viaje iniciático de dos chicas que apenas se dan cuenta que muy posiblemente dejaron pasar los mejores años de su adolescencia por complacer a un sistema que prometía premiar casi divinamente sólo a los más esforzados y sacrificados, y castigar al resto con la mediocridad. El carisma, la empatía, la espontaneidad y el excelente timing cómico de las jóvenes actrices protagonistas que trabajan bajo el inteligente a la vez que desmadrozo guion de Emily Helpern, Sarah Haskins, Katie Silberman y Susanna Fogel, es uno de los pilares del filme que refresca el género de la comedia de adolescentes al darle la vuelta a la convención y eliminar la mirada masculina sobre las mujeres; algo parecido a lo logrado por Paul Feig y su extraordi-naria troupe –Kristen Wiig, Maya Rudolph, Rose Byrne y Melissa McCarthy– en el ya clásico de la comedia guarra del nuevo milenio Damas en Guerra (Bridesmaids; 2011) o a lo conseguido por Will Gluck con una sensacional Emma Stone en Se dice de mí (Easy A; 2010). Y es que La noche de las nerds no sólo funciona como un lúdico ejercicio que revela el talento como directora de Wilde y de su fenomenal veta cómica, sino también como una subversión al género que lo actualiza y reivindica la mirada femenina en el mundo que había sido casi exclusivamente masculino.



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acía tiempo que no escuchábamos la palabra "naco" en el cine. El término clasista está en vías de desuso gracias a la suma de voces que claman por una sociedad más igualitaria y sensible. Si el efecto se traslada o no hasta nuestra dinámica cotidiana es asunto del examen moral de cada quien, el arte por su parte cumple con lanzar la provocación, colocarnos el espejo y ajustar la luz, y esto es lo que Alejandra Márquez Abella hace en su su película, la cual hace más que lanzar una crítica o una burla a las élites: las disecciona. El planteamiento lo hemos visto antes: familia burguesa de las Lomas de Chapultepec, pedante y desconectada, con una personalidad dictada por el estatus y las apariencias. El castillo de naipes comienza a derrumbarse cuando los negocios van mal. La burguesía exhibe su miseria oculta. ¿Alguien dijo Nosotros Los Nobles? Afortunadamente, el riesgo de ser una burla más a los ricos para complacer al gran público, o el de ser otro melodrama inofensivo de carácter neo-telenovelesco, quedan cancelados gracias a la incisiva mirada de este drama hacia la condición privilegiada, que trasciende el escarnio personalista y pone los ojos en el sistema mismo. La trama gira en torno a Sofía (Ilse Salas), una socialité en los años ochentas enajenada con el perfumado ambiente de los clubes, las tiendas exclusivas y las fiestas a la europea. Ella sueña con la realeza española, compra su ropa en Nueva York y desprecia a la nueva-rica morena y "naca" que pretende entrar a su círculo. Sus amigas, son más bien competidoras, presumidas pasivo-agresivas que no dudan en pisar sobre el defecto ajeno para elevar

su virtud social. Todas mujeres cuyo oficio es el ornato, piezas de lucimiento sin valor ni responsabilidad por sí mismas. "Niñas", como se les suele llamar condescendientemente, pues no tienen que pensar, decidir o trabajar. "Bien", porque son de buena familia, porque su chequera, sus gustos y accesos VIP dan cuenta de un fiel apego al manual de etiqueta. Son el estereotipo aspiracional que el wannabismo mexicano ha construído para separar las castas. Pero Sofía tiene un secreto, fantasea íntimamente con Julio Iglesias, un affaire platónico que de confesarlo la volvería la comidilla pública: es de mal gusto admirar cantantes. Basada en las memorias de Soledad Loaeza, la cinta no viene a revelar nada que no sepamos sobre esa élite que con las crisis económicas como telón de fondo, seguía destapando champagne y comiendo caviar. Sin embargo, cuando se decide introducir el factor de la gran devaluación del '82 precedida por la nacionalización de la banca por José López Portillo, se revela la condición humana tras el clasismo. Los ricos también lloran, pero ¿por qué lloran, en el fondo? Las actuaciones logran algo más que credibilidad. Salas demuestra control y conexión perfecta con su personaje, sin dejar de expresar —quizá hasta la reiteración— los condicionamientos de época, contexto y género, en un trabajo de guión más fidedigno que creativo, pero innegablemente divertido. A esto se suman los referentes populares; Jacobo Zabludovsky tiene la verdad mientras Rebeca de Alba tiene la clase. La Maldita Primavera ameniza y la ropa marca FILA distingue. Todos elementos que pueden ser de horror o nostalgia, pero igualmente resultan

simpáticos, aunque poco sutiles. A la par está el vestuario de las actrices, el cual conforma un ente propio; refleja la época, el estatus y personalidad de cada personaje. Aquellas hombreras que hoy resultan ridículas y absurdas, antes daban personalidad y figura. Los rosetones y los holanes que las artistas lucían, tenían antes el carácter populachero que toda respetuosa de la elegancia europea despreciaba, aunque hoy sean vintage. Cinematográficamente, el vestuario es el ingrediente que aporta estética y brillo a una cinta que aunque se defiende suficientemente en ambientación, no puede presumir de una gran producción. Accesible y disfrutable, Las Niñas Bien es también importante para la conversación actual. Al igual que otras películas mexicanas del 2018, intenta mirar al pasado para comprender el presente, un presente confuso y de destino incierto, al cual, si queremos usar como punto de partida, primero hay que evaluar. Y así como algunos ensayos analizan el machismo para estudiar las inseguridades en los propios hombres, esta tragedia de tintes cómicos pone luz en los mecanismos de estratificación social para mirar hacia ese frágil orgullo disfrazado de superioridad. Márquez Abella y su elenco casi enteramente femenino han logrado delinear una parte de la identidad mexicana: la clasista y aspiracional, esa que aunque ha dejado de decir naco (algunos la han cambiado por 'chairo'), sigue ahí en nuestro historial, para algunos, tan horrible como unas puntiagudas hombreras; para otros, tan entrañable como una canción de Marisela.



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