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a directora francesa Céline Sciama se traslada a los dramas de época para continuar con sus estudios sobre la feminidad, base principal sobre la que se sostienen sus primeros tres largometrajes: Naissance des pieuvres (2007); Tomboy (2011) y Bande de filles (2014). En Portrait de la Jeune Fille en feu, nos transporta a finales del siglo XVIII para acompañar a Marianne (Noémie Merlant), una talentosa pintora que es contratada por una Condesa (Valeria Golino) para viajar a una pequeña isla de la bretaña francesa con el fin de elaborar el retrato de bodas de su hija Héloïse (Adèle Haenel), una joven a la que han traído de regreso del convento en el que se encontraba para que cumpla con el desti-
no de su hermana recién fallecida: unirse en un matrimonio por conveniencia con su prometido italiano. Habiéndose Héloïse negado a posar para todos los artistas que ha contratado su madre para pintar el retrato, Marianne no revela su verdadera tarea y debe cazar furtivamente las expresiones de la enigmática prometida para descifrarla como si de un acertijo se tratase y plasmar de memoria en el lienzo los trazos y colores con los que capturará perpetuamente su esencia; sin embargo, la convivencia entre ambas va auspiciando una cercanía cada vez más íntima hasta que deviene en un intenso romance. Aunque con no pocas semejanzas con Call me by your name (2017) –su
inicio anecdótico que da pie a una tormenta emocional, el escenario campestre, el/la visitante que llega a una gran casa contratado/a por el padre/la madre, el intenso pero fugaz romance sumergido en el mundo del arte, el miedo que termina por provocar la pérdida de tiempo valioso y retrasa la confesión de sentimientos que a su vez demora el inicio de la relación, el inevitable desenlace y por supuesto la temida incertidumbre ante el futuro–, Sciamma supera el trabajo de Guadagnino al explorar más en el crecimiento personal de las protagonistas ante este breve pero incandescente romance y además funciona como retrato histórico-social. Con el trágico mito de Orfeo y Eurídice –narrado en la pantalla por Marienne a Héloïse– funcionando como alegoría de este amor, Sciamma ofrece un sensual retrato de lo femenino principalmente a través de las pareja protagónica, aunque ocasionalmente también lo hace mediante la sirvienta Sophie (Luàna Bajrami) y la Condesa. Necesario es aquí subrayar la impecable labor histriónica de la dupla Merlant-Haenel, pues tanto juntas como en solitario ofrecen interpretaciones inmejorables y que llegan a un clímax en su última escena juntas y en la fenomenal secuencia final con una hipnotizante Haenel en uno de los mejores planos de la década. Entretejiendo una serie de anécdotas, la directora captura no solo la esencia de la feminidad sino de toda
una sociedad y una época en la que dominaba la culpa y la represión por sobre la razón. La búsqueda de libertad –o por lo menos pequeños trozos de ella– en el dominio patriarcal de la Francia de 1770, es capturada en este sublime y sensual ejercicio de estilo presentado como un extenso flashback –Marienne, como profesora de pintura, rememora su romance con Héloïse cuando una de sus alumnas saca del almacén del taller el cuadro que bautiza al filme. La directora francesa demuestra un dominio formal sofisticado, especialmente cuando se apoya en la fotografía de Claire Mathon cuyas postales sacan el mayor provecho del extraordinario diseño de arte y evocan a otros clásicos de época como La Edad de la inocencia (1993) y particularmente Barry Lyndon (1975) por el uso exclusivo de velas como iluminación en ambientes cerrados, y gracias a su notable conocimiento del lenguaje cinematográfico consigue evadir los clichés y plagar al filme de símbolos de ese imbatible fuego interno que se aviva con las ansias de emancipación del subyugante mundo masculino. Retrato de una Mujer en llamas es un nostálgico relato de (auto) descubrimiento y amor lésbico de incandescente belleza estética y magistral contención emocional con el que su directora refrenda su compromiso personal con la representación y visibilización de la mirada femenina en el cine internacional.
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os reflectores se posaron sobre el cineasta canadiense Denis Villeneuve cuando su sexto largometraje, el devastador drama Incendies basado en la obra teatral homónima del dramaturgo libanés Wajdi Mouawad, fue nominado al Oscar como mejor película extranjera. Tres años después ya debutaba en el cine estadounidense con el inquietante thriller Prisoners y Enemy, una fenomenal adaptación de la novela El hombre duplicado del premio Nobel de Literatura José Saramago. Sicario, su último proyecto estrenado en cines el año pasado, es un emocionante thriller al que el talento, sensibilidad y maestría en la narrativa de Villeneuve dotó de un aura especial al filme que en manos de otro director seguramente hubiera sido un relato fronterizo del montón. Arrival, la película que llega ya a las salas mexicanas, representa la incursión del cineasta en el género de la ciencia ficción. Partiendo del relato corto Story of your life, de Tes Chiang, el guionista Eric Heisserer desarrolla un libreto que propone la llegada a la Tierra de doce naves espaciales con forma de capullo que se colocan casi de manera ceremoniosa en distintos puntos alrededor de nuestro globo. Y es desde la manera de plantear esta 'llegada' que podemos deducir que no estamos ante la típica película gringa de invasiones marcianas: los descomunales objetos no se colocan sobre las capitales o las ciudades más importantes de las potencias mundiales, por lo que no vemos emblemáticos símbolos arquitectónicos internacionales como la Casa Blanca, la estatua de la Libertad, el Big Ben, la torre Eiffel, el Opera Sydney House, o las pirámides egipcias. Los doce capullos, en cambio, están suspendidos ya sea en medio de algún océano, en un campo abierto, a la mitad de algún desierto o sobre alguna pequeña comunidad latina. Son puntos que no tienen relación ni conexión lógica alguna... aunque luego nos dejan ver que la ilimitada ociosidad e imaginación humana desarrolla unas hipótesis realmente hilarantes. Ante la incer-
tidumbre, cada potencia mundial busca la manera de comunicarse con la raza tripulante de las naves; Louise Banks (Amy Adams), una doctora en lingüística con una dolorosa historia personal, es la elegida por el gobierno estadounidense, y junto con el profesor de física Ian Donnelly (Jeremy Renner) y un equipo científico-militar, son enviados a contactar con la intergaláctica civilización y conocer de esta manera sus intenciones. Visualmente cautivadora al punto de lo hipnótico, Arrival se presenta como una de las películas más interesantes, inteligentes y emotivas que nos ha ofrecido el cine sci-fi de este siglo. Además de la excepcional actuación de Amy Adams –oigan, ¿y su Oscar para cuándo?–, cuyo personaje sirve para desarrollar un tratado sobre el amor y la pérdida muchísimo más profundo y en un tiempo mucho menor que el pretendido por Christopher Nolan en "Interstellar", el filme está sostenido por el extraordinario trabajo de guión de Heisserer, quien recurre como inspiración a un par de títulos clásicos de la ciencia ficción del siglo pasado como Close Encounters of the Third Kind (1977) y Contact (1997), para olvidarse muy pronto y de manera deliberada de las convencionales líneas rectas narrativas, y estructurar un ensayo fílmico fragmentado que se revela, luego, como una historia circular. Se trata de una historia que, entre otras tantas cosas más que yacen en el subtexto, pone en evidencia el estrecho pensamiento humano y las violentas reacciones a consecuencia de nuestra limitada lógica; y además de desarrollar la propuesta de cambiar nuestra forma de pensamiento, o al menos considerar la existencia de una forma diferente de pensar, el filme propone un discurso pacifista con una gran carga humanista que promueve un mensaje de tolerancia e inclusión que nos invita –como individuos y como sociedad local y global– a buscar el diálogo, a procurar la comunicación como camino al entendimiento.
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verardo González es uno de los realizadores mexicanos que es imprescindible tener en la mira, aunque el visionado de su material es más complicado, pues se ha enfocado más al documental, género por demás difícil en nuestro país -aunque los tiempos están cambiando-. De sus trabajos destaca Los Ladrones Viejos: Las Leyendas del Artegio, un documental que se enfoca en un grupo de ladrones mexicanos que tuvieron su máximo esplendor criminal en las décadas de los sesenta y setenta. Las figuras retratadas por González no son los cínicos Perros de Reserva de Tarantino (Reservoir Dogs, 1992) ni tampoco los carismáticos criminales de La Gran Estafa (Ocean's Eleven, 1960), son seis populares ladrones mexicanos que actualmente se encuentran pagando su deuda con la sociedad. Enfocándose especialmente a la figura del ladrón conocido como ‘El Ca-
rrizos’ (Efraín Alcaraz Montes de Oca) el documental ofrece una visión muy particular de la sociedad víctima de crímenes bastante ingenuos o inocentes si los comparamos con la realidad nacional actual. La relación de ‘El Carrizos’ con ‘El Drácula’, un miembro de las fuerzas policiacas que lo protegió y con quien creó una estrecha relación de profundo respeto y total cooperación, es un ejemplo de cómo se originaron las redes de corrupción que se fortalecerían años más tarde con el narcotráfico. ‘Xochi’, ‘Fantómas’, ‘Chacón’ y ‘El Burrero’, son los otros criminales que con sus testimonios refieren el estricto (y extinto) sentido de la ética, sus códigos morales por los que se guiaban y sus técnicas o métodos criminales que requerían más de astucia que de violencia. Desde carteristas hasta ladrones a mayor escala, todos son expuestos de manera desprovista de todo mensaje moralino.
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a opera prima de la cineasta franco-senegalesa Mari Diop propone una inusual mezcla de géneros. En primera instancia, Atlantique es la historia de amor entre Ada (Mame Bineta Sane), una chica de 17 años que se encuentra comprometida con el multimillonario Omar (Babacar Sylla) al que desprecia y repudia, y Souleiman (Traore), un albañil que trabaja en la construcción de una magnánima torre que se yergue en las costas de Dakar. Además, el filme es también un drama social en el que Souleiman, junto con muchos de sus compañeros, renuncia a su trabajo luego que la deuda de su salario supera los tres meses y decide, junto con muchos de sus amigos que también se unieron en su deserción laboral, buscar suerte aventurándose en mar abierto para llegar a Europa en busca de una vida digna tanto para él como para Ada. Pero la película es a la vez un ejercicio con elementos de terror sobrenatural que se ve marcado por el trágico naufragio del bote donde viajaba Souleiman con sus amigos, y el regreso de sus espíritus que, poseyendo los cuerpos de sus novias que dejaron en Dakar, comienzan a atormentar al dueño de la torre, amenazando con quemarla si no les pagan los meses de salarios atrasados. La aparición del detective Issa (Amadou Mbow) que busca a Souleiman por ser presunto responsable de un percance en la casa de Omar, ahora ya como esposo de Ada, es el elemento que termina por anclar al filme también a los terrenos del thriller. Diop no pierde la oportunidad de señalar cómo el capitalismo se expresa y se ejerce socialmente en más de un senti-
do. La propiedad privada también se extiende a las personas, como la protagonista que es obligada a casarse con Omar por conveniencia de su familia; y es que en Dakar la tradición lo es todo, incluso algunas de sus amigas le dicen que es el estatus social y la estabilidad económica lo que realmente importa, no el amor o la libertad. En esta combinación efectiva de drama social, romance y thriller de venganza paranormal destaca la hipnótica composición musical de Fatima Al Qadiri que, junto con una extraordinaria labor de fotografía de Claire Mathon que muestra la desigualdad social mediante el contraste entre una imponente torre que se alza en la playa y que está rodeada de un puñado de edificaciones inconclusas mucho más humildes, nos guían hacia una experiencia audiovisual que por momentos se asemejan a un trance, como una onírica odisea trágico-romántica que de pronto se ve amenazada por elementos sobrenaturales que se presentan de imprevisto. Atlantique, en su diestra combinación de elementos de varios géneros y audaz subversión de algunas de sus convenciones, resulta un sobresaliente ejercicio que da forma a un relato potente con aura seductora y lleno de sensualidad, a la vez que lo dota de un discurso socialmente pertinente y necesario; se trata de un documento fílmico que da fe del talento emergente de una nueva voz femenina en el panorama cinematográfico internacional.
Alex es una adolescente de 15 años que guarda el secreto de su condición hermafrodita (biológicamente nació con ambos sexos); poco después de haber nacido, sus padres decidieron mudarse de Buenos Aires y residir en una cabaña a las orillas del mar, alejados de prejuicios y del estúpido miedo/rechazo de la sociedad hacia lo diferente/desconocido. El momento en el que Álex debe decidir con cuál de los dos sexos quiere (¿debe?) continuar por el resto de su vida, ha llegado a la par que un médico cirujano (acompañado de su esposa y su hijo adolescente, Álvaro) al que han recurrido sus padres para ayudarles en el proceso de transición sexual. XXY es uno de los filmes más brutales que he visto, y no hablo de una brutalidad gráfica, pues la maestría y falta de prejuicios con la que la directora Lucía Puenzo pone en escena el relato que ella misma escribió, esquiva todas las posibilidades del morbo en el que pudo haber caído muy fácilmente; la brutalidad a la que me refiero es a la del mismo relato en sí, es una historia sobre la opresión a los seres distintos, diferentes. La protagonista Inés Efrón (a quien hemos visto en El Niño Pez -también de Puenzo- y Medianeras) entrega una interpretación desquiciante, perturbadora; su personaje, así como la historia, no llegan a una conclusión precisa, los sucesos en la anécdota hacen que todo se desmorone y la desesperanza se haga presente hacia el final de la película. XXY es un crudo relato sobre las atrocidades cometidas, bajo los prejuicios de la sociedad, hacia alguien que es completamente natural, aunque sus obtusas mentes aún no terminen por comprenderlo.
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unque el pleito entre el Festival Internacional de Cine de Cannes y Netflix continúa, esto no le impide al –todavía– gigante del streaming hacerse de los derechos de varias producciones que desfilan por el evento fílmico más importante del mundo para sumarlos a su catálogo global. Tal es el caso de la cinta animada Perdí mi cuerpo, opera prima del reconocido animador francés Jérémy Clapin que recibió el premio principal de la Semana de la Crítica en la pasada edición del festival –además de conseguir el galardón del Festival Internacional de Cine de Animación de Annecy, el más importante de su rubro a nivel internacional– y que cuenta con una premisa por demás original: una mano cercenada se escapa de un laboratorio con el imperioso objetivo de reencontrarse con su dueño. Poético y entrañable, el guion firmado por el mismo director junto a Guillaume Laurent –autor del relato Happy Hand en el que se basa el filme y reconocido por ser guionista del clásico romántico Amélie (2001), de JeanPierre Jeunet– entreteje dos odiseas paralelas: por un lado la de el miembro solitario en busca de su dueño, y por otro lado, la de Naoufel (Hakim Faris), el joven inmigrante en busca de su lugar en el mundo. En el trayecto, y mientras se escabulle por las calles y los rincones más inesperados de París, la mano amputada recuerda constantemente al joven al que alguna vez estuvo unido… hasta que conoció a una chica llamada Gabrielle; y así somos testigos de las memorias desde su infancia casi idílica en África donde soñaba con convertirse en cosmonauta y pianista, hasta la tragedia familiar que lo llevó a convertirse en refugiado inmigrante en París y trabajando como repartidor de pizzas. Acompañado por las composiciones de Dan Levy –miembro del dueto The Dø– que ayudan a crear la atmósfera melancólica que define al relato, la propuesta de Clapin se mantiene anclada a los postulados existencialistas que han caracterizado su filmografía con cortometrajes reconocidos por los amantes de la animación, explorando en esta ocasión desde la búsqueda de identidad hasta las relaciones interpersonales, pasando además por el sentido de pertenencia. Perdí mi cuerpo es un ejercicio formidable que combina animación tradicional con secuencias en 3D y que ratifica el talento mostrado por Clapin en sus sobresalientes minifilmes como el más reconocido, Skhizein (2008), en el que ya se dejaba ver esa aura imaginativa-filosófica muy al estilo Charlie Kaufman; de ahí que ahora podamos colocar al más reciente trabajo de Clapin como un filme de corte existencial en la línea de esa joya animada para adultos que es Anomalisa (2015). El debut en largometraje del cineasta francés se revela como una de las sorpresas del año y también como uno de los mejores filmes animados de la década.
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l séptimo largometraje de la cineasta húngara Ildikó Enyedi presenta un improbable romance entre dos «outsiders» en un entorno frío y un tanto hostil, pero a partir de allí logra una cálida alegoría de la búsqueda del amor. On Body and Soul nos adentra a las instalaciones de un matadero de reces donde Mária (Alexandra Borbély) comienza a trabajar como supervisora de calidad de la carne que ahí producen; los chismes, rumores y bromas sobre ella aparecen casi de inmediato, pues por su padecimiento de síndrome de Asperger carece de habilidades sociales, es incapaz de establecer contacto físico y se enfoca solamente en llevar a cabo sus labores de la manera más eficaz, lo cual no le resulta difícil, pues tiene una capacidad de percepción, análisis y memoria casi sobrehumana. Por otro lado, Endre (Géza Morcsányi), su jefe, es un hombre con su brazo izquierdo incapacitado que, por razones personales y traumas de su pasado, se aísla en su oficina y evita cualquier interacción social, pese a los reclamos de sus trabajadores de no involucrarse con los problemas habituales de la empresa; sin embargo, ha comenzado a sentir cierta fascinación por Mária, y durante uno de los almuerzos, intenta acercarse a ella
para conocerla, aunque la movida resulta infructuosa por la personalidad de la chica. Un pequeño crimen dentro de la empresa obliga a Endre a realizar un examen psicológico a sus trabajadores y a él mismo; como resultado de este test se revela que tanto Mária como él han compartido sueños en más de una ocasión –son ciervos que se encuentran junto a un pequeño lago y practican rituales de seducción–; la extraña conexión emocional onírica hace que acerquen en la realidad e intenten transformar esa conexión en algo tangible. La premisa de On Body en Soul puede parecer extraña o incluso absurda, pero la cineasta sabe cómo aterrizar todos esos elementos sobrenaturales y metafísicos en un ambiente real. Enyedi sabe sacar el mayor provecho de las postales en movimiento capturadas por el lente de Máté Herbai y de las partituras del score compuesto por Adam Balazs, creando con ello una atmósfera intimista y de calidez a pesar de la frialdad tanto por la localización geográfica del escenario donde ocurre la trama como por las interacciones personales de los protagonistas; pero para ello también resultan esenciales los trabajos histriónicos de los protagonistas, pues tanto Borbély como Morcsányi
logran interpretar con naturalidad a dos marginados emocionales con carencias afectivas que emprenden, de manera personal y con su propia metodología, una odisea en busca del amor. Alejándose radicalmente de los derroteros que el cine romántico industrializado suele explorar, Enyedi crea un entramado romántico atípico con una profunda y dolorosa carga emocional pero sin recurrir en ningún momento a sensiblerías e incluso se atreve a presentar un momento de gran crudeza en el tercer acto del filme que sería impensable que apareciera en algún producto romántico genérico de Hollywood. Melancólica, poética, inquietante y seduc-tora, son sólo algunos de los adjetivos con los que podemos calificar a On Body and Soul, cinta ganadora del Oso de Oro a la Mejor Película en la pasada edición de la Berlinale y que es, por mucho, una de las propuestas más originales y auténticas del año al utilizar un improbable romance entre dos inadaptados y una sincronización onírica acompañada de un empalme emocional para hablar sobre la búsqueda del amor, la soledad patológica, la importancia de las conexiones emocionales y el cómo a veces sacrificamos éstas en pos de una unión en el plano físico.
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os hermanos Safdie lo han hecho de nuevo! Luego de ganar notoriedad en el circuito underground con su segundo largometraje, Heaven Knows What (2014), se colocaron bajo los reflectores internacionales cuando su tercer filme, Good Time (2017), se unió a último minuto a la competencia oficial por la Palma de Oro en Cannes. Protagonizado por Robert Pattinson y el propio Ben Safdie como su hermano menor en la historia, este histérico ejercicio de estilo representó una de las propuestas más auténticas y audaces del año. Dos años después, los hermanos repiten la hazaña con Uncut Gems; y si la baza principal en su anterior filme era contar con el otrora hermoso vampiro que brillaba con la luz del sol para poder llegar a una audiencia más amplia, en esta ocasión cuentan con la presencia del casi siempre insufrible Adam Sandler. Pero en un ejercicio similar al conseguido por Paul Thomas Anderson en Embriagado de Amor, por James L. Brooks en Spanglish o por Noah Baumbach en The Meyerowitz Stories (New and Selected), aquí Sandler entrega un papel que navega entre el patetismo y la desesperanza y demuestra ser poseedor de un talento dramático desperdiciado completamente en el cine basura. Ambientada en 2012 y a partir de un guion escrito por los hermanos Safdie junto con Ronald Bronstein, el filme sigue los pasos de Howard Ratner (Sandler), el dueño de una joyería en un barrio de Nueva York que vende exclusivamente a los ricos y famosos, y
nos presenta los mañosos tejes y manejes con los que embauca a sus clientes. Cuando una deuda de juego con su amigo gangsteril Arno (Eric Bogosian) se vuelve demasiado alta para poder pagarla, el carismático joyero se ve obligado a intentar lleva a cabo una muy arriesgada maniobra criminal para obtener algo de dinero; todo esto mientras intenta resolver los conflictos con su esposa Dinah (Idina Menzel) y debe también arreglárselas con los problemas sentimentales con su empleada y amante Julia (Julia Fox). Los hermanos Safdie aprovechan la vena neurótica de Sandler y obtienen la que es quizá la mejor interpretación de su carrera en este drama criminal que, como ya ocurrió con Good Time, conjura en pantalla el espíritu del más vertiginoso Martin Scorsese –quien aquí funge como productor y sólo tiene palabras grandiosas para los hermanos cineastas– y el anarquismo de Abel Ferrara para dar forma a este estimulante ejercicio fotografiado por la inquieta lente de Darius Khondji y acompañado por la frenética banda sonora de Daniel Lopatin. Con Uncut Gems la dupla de cineastas entregan su trabajo más sólido hasta la fecha; una pieza cinematográfica astuta que nos mantiene al borde del asiento al inyectarnos constantemente adrenalina pura. Sin duda estamos frente un insidioso thriller que se volverá de culto, sumergiéndonos en una experiencia cinematográfica tan cautivadora como angustiante.
Aunque la obra fílmica de Hayao Miyazaki –y de Studio Ghibli en general– ya contaba con una sólida y numerosa base de fanáticos alrededor del mundo, no fue sino hasta que El Viaje de Chihiro fue multigalardonada alrededor del mundo que el público masivo comenzó a acercarse al legado cinematográfico de este genio de la animación tradicional. La trama tiene como protagonista a una pequeña de diez años que está por mudarse con sus padres a una nueva casa, pero durante el trayecto, su padre toma el sendero equivocado y al cruzar por un túnel son transportados hacia un mundo de fantasía habitado por dioses y otros extraños personajes, y donde los humanos no tienen cabida. Esta alucinante experiencia 'coming of age' representa el culmen en la carrera de Miyazaki, conjugando no sólo la animación tradicional más sofisticada con una premisa sencilla en apariencia pero elaborada y compleja en su subtexto, examinando varias cuestiones existenciales con varios niveles de lectura y sin sacrificar ni un ápice de su capacidad de entretenimiento que le permiten ser disfrutada tanto por niños como por adultos. Una obra maestra de la cinematografía mundial.
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n la década de los 90, un suceso paranormal conmocionó a la comunidad madrileña: un caso de posesión satánica tuvo lugar en el barrio de Vallecas. La joven Estefanía Gutiérrez Lázaro comenzó a experimentar ataques y convulsiones luego de jugar a la Ouija con sus compañeras de escuela en el baño de su colegio, donde intentaban contactar con el recién difunto novio de una de ellas. Los ataques de Estefanía fueron empeorando y uno de ellos la sumergió en un coma del que ya nunca despertó. Sin embargo, tras la muerte de la chica, la familia comenzó a hacer acechada por inexplicables acontecimientos y la visita de una figura negra y alta. La diferencia principal entre este y los cientos de casos de posesiones que se reportan es que quedó registrado en un informe policial en el que las autoridades aseguran haber presenciado fenómenos inexplicables cuando atendieron una llamada de ayuda por parte de la familia tras la muerte de la chica: estruendos inexplicables, puertas que se abrían y se cerraban, paredes desgarradas, Cristos separados de sus cruces, sustancias oscuras en mesas y retratos que se incendiaban. El director Paco Plaza, uno de los responsables de reavivar el género de terror en el cine iberoamericano con la exitosa saga iniciada con [Rec] (2007), toma este fatídico e inexplicable caso y junto con el guionista Fernando Navarro adaptan libremente la anécdota para dar forma a Verónica, una pieza cinematográfica refrescante para el género de horror en español.
Con una sorprendente elegancia y sofisticación técnica apoyada en la impecable cinematografía de Pablo Rosso y la música compuesta por Chucky Namanera, el cineasta español logra trastocar profundamente lo conocido, lo habitual, sin recurrir a sobresaltos gratuitos, sino en el magistral uso del suspenso que va construyendo poco a poco y aumentando la tensión hasta el escalofriante clímax con su viciada y enrarecida atmósfera, que, junto con el cuidadoso diseño sonoro, hace que una placentera incomodidad recorra tu piel. Además, Paco Plaza consigue ir mucho más allá del relato escalofriante y aprovecha la magnética presencia de Sandra Escacena como protagonista y una impecable ambientación noventera –lograda gracias al trabajo de dirección de arte y una atinada selección musical– para darle la vuelta al relato de horror y transformarlo en una metáfora sobre la adolescencia como un proceso aterrador y doloroso. En una época en la que el cine de horror internacional se produce de manera genérica buscando parecerse cada vez más al cine industrializado de Hollywood, Verónica, además de ser una nueva muestra de la habilidad de su artífice para el género, deja ver su impronta orgullosamente española e indudablemente se consagrará pronto como uno de los nuevos clásicos del cine de horror iberoamericano.
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entro de la oferta fílmica para el cine de la comunidad LGBTTI –y anexas– es casi inexistente el retrato de la amistad entre un chico homosexual y otro heterosexual. Por lo general siempre vemos al chico gay protagonista acompañado de su mejor amiga –que en no pocas ocasiones sirve como novia ficticia para aparentar ser un chico heterosexual en un entorno homófobo como la preparatoria–, pero casi nunca vemos que el chico tenga un mejor amigo heterosexual; y es como si se quisiera perpetuar esa extraña idea de que no puede existir una verdadera amistad entre un hombre y una mujer –rol trasladado al personaje homosexual evidentemente por sus preferencias sexuales–, pues siempre habrá alguien que terminará enamorado del otro. La película del mexicano Chucho E. Quintero sobresale entre la cinematografía queer, entre otras cosas, por plasmar en pantalla de una forma fresca y honesta la relación fraternal de dos mejores amigos de orientaciones sexuales distintas: Alex (Pablo Mezz), el chico homosexual del relato, y Diego (Carlos Henrick Huber), su mejor amigo buga. Además, Velociraptor también sobresale por mostrar un personaje gay fuera del clóset; un chico que, como los personajes del también cineasta Julián Hernández, está total y absolutamente asumido como homosexual, viviendo sin complejos su sexualidad, sin importar el qué dirá la sociedad o la familia. Pero Quintero no solamente rompe con los paradigmas sexuales del cine queer, también se lanza a luchar contracorriente con el cine mexicano de ciencia ficción, pues su historia tiene lugar en una desértica Ciudad de México durante el último día de la Tierra. Y es que, alejándose de la típica estridencia del cine apocalíptico, las propuestas rebuscadas del cine sci-fi mexicano como El Incidente, y acercándose más al cine intimista como Perfect Sense de David Mackenzie, Melancholia de Lars von Trier o la pretenciosa y fallida 4:44: Last Day on
Earth de Abel Ferrara, el inminente Apocalipsis en Velociraptor no es más que una excusa para colocar en una situación límite a estos dos mejores amigos que se atreven a hacer cosas que ni siquiera se habían planteado, o por lo menos no habían verbalizado aunque sí habían cruzado por sus mentes tiempo atrás. Quintero opta por seguir una línea estética minimalista del fin del mundo, tomando la limitación presupuestaria para la producción de la cinta no como un obstáculo sino como una oportunidad de hacer un cine diferente, una propuesta alejada de convencionalismos temáticos, con gran originalidad, y sobre todo, con autenticidad. Velociraptor apuesta a las emociones humanas por sobre el paranoico espectáculo del desastre asociado con el fin de nuestros días; su director sabe que es más valiosa una buena historia que una producción costosa, por lo que aquí tenemos al Apocalipsis como una atmósfera que abraza la convivencia cotidiana de los protagonistas, como las charlas en el pesero vacío con la ominosa voz del locutor de la radio hablando sobre la llegada de el final de los tiempos, sus paseos a solas por el parque con sonidos de explosiones, disparos y ambulancias lejanas, las anécdotas de los encuentros sexuales fallidos de Alex o las de las conquistas de chicas de Diego –incluyendo su primera vez–, las confesiones mutuas que refuerzan aún más la amistad en los momentos del inminente final, como por ejemplo esa extraña petición de Alex a Diego para perder su virginidad, o la suerte de flirteo de Diego con el chico sordomudo (Roberto De Loera) de la tienda de cómics donde compran la historieta que da nombre a la cinta, y quien en cierto momento representó para él una suerte de sustituto afectivo de su mejor amigo entonces hospitalizado. Velociraptor es la historia de autodescubrimiento de dos mejores amigos a las puertas del Fin del Mundo.
on la intención de escribir sobre la realidad oculta de México y no sobre esa 'historia oficial' que día con día escriben los noticieros maquillando (en el mejor de los casos) o ignorando completamente la barbárica realidad en lo profundo de la nación, e inspirado por una novela del violonchelista Carlos Prieto, el cineasta Francisco Vargas comenzó la escritura de El Violín, la historia del anciano violinista manco Don Plutarco (Don Ángel Tavira), su hijo Genaro (Gerardo Taracena) y su nieto Lucio (Mario Garibaldi), quienes llevan una doble vida: se ganan la vida como humildes músicos rurales, pero también son miembros del movimiento campesino que ha comenzado el levantamiento armado en contra de la opresión militar gubernamental. Los tres personajes son obligados a huir de su pueblo ante la invasión del ejército sin la oportunidad de llevar consigo las municiones y secuestrando a la esposa e hija de Genaro; aprovechando su inofensiva apariencia de virtuoso violinista, Don Plutarco se acerca a su pueblo para pedirle al capitán del escuadrón militar (encarnado por Dagoberto Gama) que le permita revisar su siembra, pero en realidad busca recuperar las municiones escondidas entre el maizal. Con esta premisa, Francisco Vargas dio forma a un guión completamente redondo que presentó una estructura argumental y narrativa perfecta; y ayudado por la fenomenal fotografía monocromática de Martín Boege Paré -que inmediatamente nos remite a las postales de Gabriel Figueroa de la Época de Oro regalándolos poderosos planos, utilizó la cámara en mano para dotarla de un estilo casi documental que funcionó para rematar la viciada y corrompida atmósfera de violencia que se respira en cada fotograma de este filme que, además de ser un extraordinario drama rural, es también un thriller en toda regla.
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Despojándola de toda pretensión formal -aunque es en su sencillez en donde encuentra, quizás, su mayor virtud y poderío- Francisco Vargas logra con El Violín una obra maestra del cine mexicano que fue premiada en más de treinta ocasiones alrededor del mundo (incluyendo el premio a Mejor Actor para Don Ángel Tavira en Cannes y el Premio del Público en el Festival Internacional de Cine de Morelia) pero prácticamente aún se mantiene desconocida en México por el gran público. Se trata de un filme poderoso que, bajo una estética a veces poética y en otras ocasiones onírica, la música y la guerra (es decir, la vida y la muerte) comienzan un interesante juego dialéctico que, entre otras cosas, habla de la belleza del México profundo y su convivencia diaria con la barbarie, de la institucionalización de la represión a través de la violencia militar y de la lucha por los ideales y la disposición a morir por ellos, o de resignarse y vivir sin posibilidad alguna de cambio... por lo menos no un cambio para bien. El Violín es un trabajo fílmico que nos coloca de frente a lo que no nos gusta ver, un termómetro del México verdadero que resulta incómoda porque aquí no podemos apartar la mirada de lo que siempre hemos decidido evadir, y porque sin miedo señala el terror que el gobierno ha sembrado en las comunidades más apartadas a lo largo de la historia. Es tan 'reveladora' la película que para su exhibición (finalmente en abril de 2007) tuvo que esquivar los 'invisibles' obstáculos que la censura gubernamental y la falta de espacios de proyección. Ya la dejamos escapar cuando pasó por los cines, es momento de rescatarla del olvido en DVD.
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oy feliz, si no fuera feliz no hubiera hecho las tonterías que hice, no me hubiera puesto chichis”, cuenta una actriz transgénero que después de tener una carrera fructífera como actor infantil, y como bailarín e imitador en la adolescencia, actualmente se encuentra en el olvido, pero con la certeza de haber hecho lo correcto. Quebranto es un largometraje documental dirigido por Roberto Fiesco que plasma la transición vivida por un hombre que a una edad madura se dio cuenta que quería ser mujer, el éxito a una edad en la que él no comprendía la dimensión de las cosas, confusión por su sexualidad en la adolescencia, temor por cambiar de género a una edad adulta, y las puertas que le fueron cerradas por ser una mujer y actriz trans. Fernando García, actualmente Coral Bonelli, fue actor infantil en los años setenta, mejor conocido como Pinolito, inició su carrera imitando al cantante Raphael, después incursionó en el cine en películas como Los hijos de los pobres de Rubén Galindo y Fe, esperanza y caridad junto a Jorge Fons, Katy Jurado y Julio Aldama. Años después fue bailarín en el Teatro Blanquita, donde experimentó y des-
cubrió su orientación sexual, pero no fue hasta su edad adulta, cercana a los 50 años, que después de una presentación en la que imitaba a Lucha Villa se fue vestida así hasta su hogar, donde decidió y anunció a su madre que a partir de ese momento iba a ser mujer. Coral narra que de no haberlo hecho probablemente hubiera llegado al suicidio. “Me preocupaba que entrara a un charco de lodo que no conocía; no sabía lo que era ser mujer” relata la madre de Coral. Y lo que vino después, ya como mujer, fue el rechazo, el estigma y la falta de oportunidades laborales, orillada por algunos años a ejercer como trabajadora sexual. Sin embargo, el retrato que hace Fiesco de Coral, es el de una vida plena y feliz a pesar de las circunstancias y pesares que ha vivido, ella sigue tocando puertas para volver a actuar, da clases de baile, continúa imitando a Lucha Villa y a Lupita D'Alessio, y vive tranquilamente con su madre. “No me arrepiento… hay que seguir viviendo” dice en un momento la actriz cuando se le cuestiona si ha valido la pena cambiar por completo una vida de más de treinta años, “ahora puedo ser yo, yo, yo”.
Ganadora de tres premios Ariel –Mejor Película, Mejor Director y Mejor Actor–, esta aclamada cinta del maestro Hermosillo en la que explora el universo femenino relata un apasionado romance protagoniza-do por Berenice Bejarano (Martha Navarro), una joven con un misterioso pasado –se sospecha que asesinó a su esposo– que vive con su frágil madrina Doña Josefina (Emma Roldán) en una tranquila ciudad provinciana de México y bajo una perpetua reclusión en su casa que sólo abandonan para ir a misa los domingos por la mañana. Cuando el médico de su madrina muere y ésta le pide asistir al velorio, Berenice conoce a su atractivo hijo, el también doctor Rodrigo Robles (Pedro Armendáriz Jr.) que provocará en su vida una profunda, radical e insólita transformación al quedar enamorada.
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on este diálogo extraído de la obra Doctor Fausto, del dramaturgo Christopher Marlowe, el maestro Arturo Ripstein nos introduce de lleno al infierno cotidiano de un México doloroso y sórdido: en un pequeño y decadente pueblo de la provincia mexicana llamado El Olivo –las locaciones son en realidad en Querétaro– sobreviven en un pequeño prostíbulo la Manuela (Roberto Cobo), un travesti entrado en años, y la Japonesita (Ana Martin), su joven hija prostituta y fruto de un desliz de la Manuela con la Japonesa (Lucha Villa), quien regenteaba el negocio antes de su muerte. Don Alejo (Fernando Soler) es un viejo cacique que es prácticamente dueño de todo el pueblo –y de sus habitantes–, y entre sus planes está comprar el prostíbulo y vender todo el territorio a un consorcio inmobiliario. Pero el regreso de Pancho (Gonzalo Vega), un joven camionero que en su momento fue protegido y ahijado de don Alejo y que ahora se ha convertido en su despreciado deudor, desata las tensiones sexuales de un triángulo amoroso con la Manuela y la Japonesita. He aquí el que –quizá– sea el primer acercamiento comprometido y serio a la homosexualidad en la historia del cine nacional. Basada en la novela del célebre escritor chileno José Donoso, la adaptación para la gran pantalla corrió a cargo del dramaturgo Manuel Puig, pero después se rehusó a que su nombre apareciera en los créditos del filme, un tanto temeroso por la forma en que Ripstein abordaría la homosexualidad en pantalla, fue así que Ripstein y José Emilio Pacheco se encargaron del nuevo tratamiento del guion de la entonces transgresora cinta que nos sumerge en un ambiente de violencia contenida y de relaciones de poder económico-sexual. En este retrato de la idiosincracia nacional, Ripstein utiliza a la figura de Pancho para explorar y exponer el machismo, ese miedo a la aceptación de las pulsiones homosexuales del que emerge la homofobia y la mi-
soginia; sin embargo, este personaje se nos muestra con una mayor complejidad más allá de su fuerte y genuino deseo por la Manuela mediante su historia pasada con don Alejo. Y es que Pancho también carga con un pasado de miseria y humillaciones por parte del cacique hacia él y hacia su padre –también ex empleado de don Alejo–; de esas experiencias podemos comprender que sus traumas infantiles, sus rencores personales, sus frustraciones económicas y su represión sexual exploten violentamente cuando las intenta diluir en alcohol. Como es habitual en el trabajo del maestro Ripstein, el melodrama deviene en sórdida tragedia; estamos ante un cine que se niega a dar concesiones, un cine que nace desde las visceras desafiando a las buenas conciencias y a su hipócrita doble moral, y también a todos aquellos que desprecian ver a su país mísero, grotesco y gobernado por la corrupción y la impunidad. El impecable desempeño histriónico de todo el reparto brilla aún más gracias a su puesta en escena sostenida en una serie de planos fijos que exaltan no sólo la cotidianidad, sino también la sordidez, pero que a diferencia de otras filmografías, ésta representa aquí su principal cualidad estética. El siempre magnífico Roberto Cobo deslumbra como nunca antes con su interpretación de la Manuela –obtuvo el premio Ariel como mejor actor– y se consagra con la secuencia del ya legendario vestido rojo –no podía ser de otro color, igual que el camión de Pancho– y del baile de seducción que detona la tragedia en el último acto. El Lugar sin Límites es una obra sublime que obtuvo el Ariel de Oro como mejor película del año, mientras que Arturo Ripstein recibió en el Festival Internacional de Cine de San Sebastián el Premio Especial del Jurado, un merecidísimo reconocimiento para el creador de uno de los títulos imprescindibles de la historia del cine nacional.
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l color es el opio de los seres humanos', 'El aspecto humano no se aprende en los libros', 'Él capturó toda la esencia mexicana', 'Era como un arquitecto azteca, todo su trabajo lo construyó de su propia sociedad', 'Contó todos los aspectos de su país: cultura, arte, tradiciones, política, sociedad, etc.'. Gabriel Figueroa es considerado como uno de los mejores cinematógrafos de la historia del cine, de nacionalidad mexicana, trabajó ardua y activamente durante la 'Época de Oro del Cine Mexicano', al lado de grandes directores como Emilio 'El Indio' Fernández, Roberto Gavaldón, Luis Buñuel, Julio Bracho, entre otros. Su legado es reconocido a nivel mundial, y el documental permite escuchar de viva voz a diferentes cinematógrafos de distintas partes del mundo, cada uno detallando la influencia de Figueroa en el séptimo arte y en la cinematografía misma. Este documental me hizo sentir mucha dicha y placer, pues como amante de la 'Época de Oro del Cine Mexicano', mi mente se llenó de emoción con cada 'fotograma' que mostraban de al-
gunas de las películas en las que el Sr. Figueroa participó; durante todo el documental siempre se resaltó lo fundamental de su trabajo y pieza clave para conseguir secuencias, planos, tomas, etc. simplemente excelentes. Cinematógrafos como Anthony Dod Mantle, Vittorio Storaro, Darius Khondji, Javier Aguirresarobe, Ricardo Aronovich, Larry Smith, Raoul Coutard, Janusz Kaminski, Shoji Ueda, Haskell Wexler, entre otros, hablan acerca de la importancia e influencia que tiene la cinematografía actual gracias a los trabajos de Gabriel Figueroa; el resultado es todo un oasis de puntos de vista, que englobados se complementan y resaltan la belleza y proeza que representa el trabajo de quien es uno de los mejores de todos los tiempos -en su ramo-. Un excelente documental donde podemos ver joyas del cine mexicano como: María Candelaría, El Ángel Exterminador, La Perla, Enamorada, Macario, Días de Otoño, Los Olvidados, La Malquerida, Salón México, Distinto Amanecer, Las Abandonadas, Pueblerina, etc., un deleite total.
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on estas palabras en pantalla inicia esta obra maestra seminal de la Época de Oro en México llamada ¡Vámonos con Pancho Villa!, de Fernando De Fuentes, la cual traslada la historia de la novela homónima de Rafael F. Muñoz centrada en «Los Leones de San Pablo», un variopinto grupo de valientes campesinos que deciden unirse al ejército de la poderosa División del Norte de Pancho Villa durante la Revolución Mexicana. Con el paso de los meses y las batallas victoriosas o perdidas, los ascensos y condecoraciones, los actos de heroísmo y las inesperadas fatalidades, el grupo original de campesinos devenido a grupo revolucionario se va reduciendo, guiándolos hacia el desencanto del movimiento villista y obligándolos a replantear sus motivaciones y su posición en la lucha armada. Finalmente, Tiburcio Maya (interpretado por el fenomenal Antonio R. Fausto), abandona a las fuerzas armadas de Villa luego de un enorme sacrificio. La película fue producida desde 1934, pero fue lanzada hasta dos años después luego del exitoso estreno –sobre todo en el extranjero– de Allá en el Rancho Grande (1936), la idílica y melodramática visión del campo mexicano con la que Fernando De Fuentes daba continuidad a su filmografía luego a su Trilogía de la Revolución que había iniciado con lo filmes El compadre Mendoza (1933) y El Prisionero 13 (1933). En ¡Vámonos con Pancho Villa! tenemos el ambiente revolucionario bajo la maravillosa fotografía de Gabriel Figueroa junto a la de Jack Draper y la música
del maestro Silvestre Revueltas –quien tiene un original y divertido cameo como pianista en una cantina–, y en este ambiente sobresale una particular escena en torno a una fogata donde cada uno de «Los Leones de San Pablo» confiesa cómo les gustaría morir y el significado de la muerte para cada uno de ellos. Pero contrario a lo ocurrido con las concesiones con el público que el director tuvo en Allá en el Rancho Grande y con el insólito final feliz de El Prisionero 13, el cineasta veracruzano no ofrece aquí condescendencias, y por el contrario, erige un retrato crítico, y sobre todo, analítico del conflicto; por ello la película está cubierta con un halo trágico y desgarrador tanto en lo político como en lo social y en lo íntimo de sus protagonistas. El llamado «padre del arte cinematográfico mexicano» ofreció una mirada lúcida y crítica del movimiento revolucionario, desmitificando el conflicto y, aunque la película no se centra en la figura de Pancho Villa (interpretado aquí por el gran Domingo Soler), la cinta no hace concesiones con la memoria histórica y rehuye del retrato del general como el mito heroico revolucionario; en cambio, se presenta un José Doroteo Arango Arámbula de amplia variedad psicológica, con contradicciones; en ocasiones como un general bonachón y carismático, y en otras como un hombre cruel y despreciable con aires dictatoriales y que no siempre toma las mejores decisiones éticas y morales. Pero esa dualidad del célebre general es una parte fundamental en la decisión final del pro-
tagonista. De Fuentes pone de manifiesto su talento para moverse con soltura, seguridad y sutileza para capturar esa idealización del movimiento villista por parte de los protagonistas, así como sus anhelos personales de gloria y victoria; pero el desarrollo y el desenlace de la cinta transforma todo de golpe: la gran hazaña de Máximo Perea (Raúl de Anda), la heroica muerte en batalla de Martín Espinoza (Rafael F. Muñoz), la fatalidad de Rodrigo Perea (Carlos Lopez 'Chaflan'), la insólita pero finalmente valiente muerte en la cantina de Melitón Botello (Manuel Tamés) y la enfermedad de Miguel Ángel del Toro 'Becerrillo' (Ramón Vallarino). Finalmente, la figura de Tiburcio Maya alejándose de un modo profundamente desencantado representa la materialización en pantalla de la impotencia y la frustración de los revolucionarios que vieron cómo sus esfuerzos y sacrificios por la Revolución fueron insignificantes. Existe sin embargo un final alternativo que, por su importancia, permite una revaloración no sólo del filme, sino de su aproximación crítica de la figura del revolucionario: un decadente Francisco Villa llega con su ejército al rancho de Tiburcio Maya para volverlo a reclutar en sus filas, pero éste se niega a abandonar a su familia. El general, entonces, asesina a su familia para obligarlo a unirse nuevamente a las fuerzas villistas. La secuencia, rescatada por la Filmoteca de la UNAM en 1973 a partir de una copia muy deteriorada en 16mm, puede encontrarse sin problemas en la internet.
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stamos ante la primera ficción escrita y dirigida por el cineasta Federico Cecchetti pero no es el primer acercamiento a la cultura y tradición del México indígena. El director nacido en la Ciudad de México ya había presentado hace algunos años Raíces, un brevísimo documental centrado en un grupo de mujeres que sanan a través de plantas y métodos tradicionales de su comunidad, y Tres cantos, otro cortometraje documental –aunque ya no tan breve como el anterior– que registra tres ceremonias wixárika en Jalisco. Ahora con El sueño del Mara'akame –la decimoprimera película ganadora del Programa de Óperas Primas para egresados del CUEC– se aproxima nuevamente a la cultura y tradiciones de los wixárika –o huicholes– desde una perspectiva antropológica, un relato sensible sobre las relaciones entre padres e hijos. El protagonista de la historia es Nieri (Luciano Bautista Maxa), un adolescente huichol que anhela tocar, junto con sus amigos, en un concierto en la Ciudad de México; sin embargo, estos sueños se ven constantemente truncados por su padre (Antonio Parra Haka Temai), quien perseverante busca la manera en la que su hijo logre conectarse con su lado espiritual para convertirse, al igual que él, en el próximo Mara'akme de la comunidad. Cecchetti, maravillado por el mágico mundo de los huicholes desde años
atrás luego de su primer encuentro al ser invitado por el mismo Mara'akame Antonio Parra para registrar algunas ceremonias de la comunidad, se acerca a través de su opera prima con un profundo respeto hacia las tradiciones milenarias del pueblo wixárika y a su muy particular cosmovisión que les brinda una manera única de comprender el mundo. Tomando como ejemplo otras importantes propuestas cinematográficas que han colocado su lente sobre esta ancestral cultura –como el reciente extraordinario documental Eco de la Montaña, de Nicolás Echevarría–, Cecchetti no se centra en las amenazas que ha padecido y continúa padeciendo la comunidad en medio de la batalla –misteriosamente silenciada en los medios masivos– entre la industria minera extranjera y la región indígena sagrada Wirikuta, sino que toma ésto como un elemento de apoyo en la narración para dotar de una fuerza mayor a la historia central que habla tanto de los choques generacionales, como de la tradición y su inevitable enfrentamiento con la modernidad –y que al final terminarán en una, también inevitable, hibridación–, e incluso se sumerge en el análisis de la otredad a través de la relación paterno-filial entre Nieri y su padre; además, presenta como nudo principal la encrucijada a la que se enfrenta el adolescente: abandonar el legado cultural de su estirpe para perseguir su sueño adolescente de tocar
con la banda 'Peligro Sierreño' en la gran capital y convertirse en una suerte de 'rockstar', o sumergirse en un viaje iniciático para descubrirse o no poseedor de «el don» que lo guiará a través de los sueños hacia el venado azul que le permitirá acceder a su despertar espiritual y convertirse, al igual que su padre, en el próximo Mara'akame –chamán cantador y sanador– que perpetuará las ancestrales costumbres wixárikas. Confeccionado con honestidad y respeto, y sin caer en clichés, estereotipos o demagogias al momento de retratar al indígena, El Sueño del Mara'akame es un relato con un poderoso discurso sobre la importancia y la riqueza de las culturas indígenas, y que hace uso de un lenguaje cinematográfico un tanto experimental en el que las imágenes –con un gran trabajo del cinefotógrafo Iván Hernández– poco a poco van dejando su inicial tono y estilo realista –aprovechando al máximo las hermosas locaciones del México profundo– para comenzar a presentarse bajo una narrativa onírica y surreal –ojo a la secuencia reveladora en el metro de la Ciudad de México–, terminando por brindarnos una experiencia sensorial sobrecogedora que pocas veces ofrece el cine nacional.
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uiénes son los que jalan los gatillos?» es una de las preguntas que el cineasta Everardo González busca responder en su nuevo esfuerzo documental: La Libertad del Diablo, un trabajo cinematográfico que busca alejarse del retrato manido de la víctima de la violencia en nuestro país. Lo que el director pretende –y logra– es no sólo escuchar la voz de aquellos que han sufrido en carne propia las consecuencias de la infame «guerra contra el narco» iniciada en la administración de Felipe Calderón, sino también la de aquellos quienes violentan al país, quienes crean el terror pero que también son una forma de víctimas del sistema, de la impunidad y la corrupción. Premiado en la Berlinale, La Libertad del Diablo es un documento fílmico que crea su entramado a base de testimoniales directos a la cámara tanto de víctimas como de victimarios. Sin embargo, nunca somos capaces de verles el rostro, pues todos usan
máscaras color carne que se asemejan a las que usan quienes han sufrido de quemaduras en el rostro. La máscara, más allá de ser un audaz ejercicio estético, es también un símbolo de dolor y vergüenza, pero también de libertad. «Si se ve los ojos de la víctima no se jala el gatillo», se revela en el documental; por eso aquí los ojos –cristalinos, esquivos, vacíos...– son las ventanas que nos permiten asomarnos al interior de quienes han perdido a familiares y de quienes se los arrebataron, de quienes confiesan en ocasiones haber matado a personas «por sólo $200 pesos». Y aunque nos es negado el rostro de quienes presentan sus testimonios, la empatía es generada mediante los constantes close ups que escudriñan la mirada y las aterradoras vivencias, anécdotas y confesiones que nos comparten a detalle y con absoluta sinceridad gracias a la protección que brinda el anonimato. «¿Se merece el perdón una persona que ha quitado tantas vidas y ha
causado tanto dolor a sus seres queridos y familiares». Esta pregunta planteada en el último tramo del documental abre la puerta a un diálogo con el espectador, lo obliga a enfrentarse con su realidad y lo somete a una catarsis. Son las voces sin rostro las protagonistas de este nuevo ejercicio en el que se percibe la madurez de un cineasta que, ahora con el pulso más firme que nunca, nos ha entregado un material de urgente necesidad y gran relevancia social. La Libertad del Diablo confronta a la indiferencia que se ha convertido en la nueva arma letal en la atroz situación social actual; nos habla de cómo el contacto cotidiano con la violencia nos ha transformado en meros espectadores acostumbrados o indiferentes, pero también deja claro el rol de la sociedad como factor determinante para el cambio, como pieza clave para comenzar a construir un país diferente, una sociedad exigente que abandone toda indiferencia ante el sufrimiento del otro.
L
uego de su sorprendente debut cinematográfico con el imprescindible documental El lugar más pequeño (2011) –centrado en un pueblo salvadoreño que renace de las cenizas luego de ser arrasado por la Guerra Civil–, la documentalista mexico-salvadoreña Tatiana Huezo presenta un nuevo retrato social, pero en esta ocasión se adentra en la violenta realidad mexicana a través de la historia de dos mujeres que se han enfrentado a la ineptitud de las autoridades que han provocado que la impunidad gobierne a lo largo y ancho del país. Miriam Carbajal es una mujer encarcelada injustamente tras ser acusada de tráfico de personas. Fue utilizada como chivo expiatorio para purgar una condena que le correspondía al verdadero culpable que, evidentemente y para no perder la mexicanísima costumbre legal, sigue en libertad. Adela Alvarado, por otra parte, es una mujer payaso en un circo ambulante y que ha pasado más de diez años buscando a su hija desapareci-
da. Ante la exasperante ineptitud de las autoridades que no han movido un solo dedo para dar con el paradero de la chica, Adela ha iniciado la única investigación real para dar encontrar a su hija, quien presumiblemente fue víctima de la trata de blancas. Frente a la aberrante situación de inseguridad e impunidad que cubre todo el país, y ante las descarnadas historias particulares de estas dos mujeres, Tatiana Huezo opta por una propuesta formal que contrasta con la tempestad en la que viven atrapadas sus protagonistas. La cineasta no sólo nos regala un audaz ejercicio narrativo en el que entreteje los viajes personales de Miriam y Adela, sino que además utiliza las hermosas postales capturadas por la prodigiosa lente de Ernesto Pardo para brindarnos estimulantes y reveladoras secuencias cargadas de metáforas, un fenómeno por demás inusual en nuestro cine, especialmente dentro del género documental. De esta manera acompañamos a Miriam tras su salida de un penal ta-
maulipeco gobernado por el narcotráfico y en su recorrido de miles de kilómetros para regresar a su casa en Tulum; por otro lado, también viajamos con Adela, acompañándola en sus espectáculos circenses que le han servido como un refugio ante la terrorífica adversidad, y que ha encontrado en su perpetuo deambular un poco de protección ante las amenazas de muerte que ha recibido tan sólo por demandar justicia. “Tempestad" es un trabajo profundamente doloroso que, aunque se ciñe a las normas más elementales del cine documental para reflejar la sordidez de la realidad nacional, escapa siempre del alarmismo y la morbosidad, logrando por el contrario dar forma a una pieza visual de gran valor estético gracias a una sensibilidad y talento cinematográfico apabullante, una virtuosa manufactura y una enorme belleza lírica. Cine mexicano esencial de una talentosa cineasta a la que vale la pena seguirle la pista y estar atentos a sus prometedora incursión en el cine de ficción.
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l director Ari Aster el reconocimiento le llegó desde el estreno de su primera película en el Festival Internacional de Cine de Sundance en enero del año pasado. El Legado del Diablo (Hereditary; 2018) se presentó como un trágico drama familiar que, poco a poco, se va transformando en una perturbadora historia de violencia y horror puro, y poco a poco se fue ganando un merecido lugar como un clásico de culto instantáneo del cine de género. Con su segundo largometraje, Midsommar: el Terror no espera la Noche (Midsommar; 2019), se arriesga con una propuesta mucho más ambiciosa y rigurosa, pero manteniendo sus obsesiones temáticas como la familia, la pérdida y el duelo. Midsommar tiene a la talentosa actriz Florence Pugh al frente del reparto interpretando a Dani, una chica que está atravesando una crisis en su relación con su novio Christian (Jack Reynor), quien lleva meses intentando dejar la relación pero sigue con ella por lástima, pues ella parece siempre necesitarlo cuando su hermana –diagnosticada con bipolaridad– entra en crisis. Durante una noche invernal, Dani recibe oscuros mensajes de su hermana, y poco después recibe la noticia de que la chica asesinó a sus padres mientras dormían y luego terminó con su propia vida. Varios meses después, Dani y Christian, junto con un par de amigos más, son invitados a festejar el Midsommar, un festival folclórico celebrado cada 90 años en Hågar, una remota localidad sueca donde el sol nunca se oculta durante la temporada veraniega. El viaje inicialmente se presenta como la oportunidad ideal para la sanación emocional de Dani, pero cuando las festividades inician el viaje se transforma en una alucinante pesadilla bajo la luz del sol de medianoche. Hace un par de años con su sobresaliente opera prima, Un lugar en silencio (A Quiet Place; 2018), John Krazinsky recurrió al silencio y a la amenaza de su interrupción para construir y sostener la tensión a niveles insoportables, de esta manera dio forma a un sólido ejercicio cinematográfico que, al mismo tiempo que homeneajaba al cine clásico de suspenso, desafiaba los convencionalismos del cine de horror genérico producido en Hollywood y que se sustenta en el ordinario recurso de los sonidos estridentes e inesperados para provocar el sobresalto del espectador –la
escandalosa It: Chapter Two (2019), de Andy Muschietti, sería el ejemplo más reciente que hemos tenido en cartelera. Con Midsommar Ari Aster hace lo propio y, apoyándose nuevamente en la fotografía por el polaco Pawel Pogorzelski, el director hace que la enrarecida y claustrofóbica residencia de la familia Graham en El Legado del Diablo dé paso aquí al campo abierto y a la perpetua luminosidad, no sólo funcionando como la cara opuesta en los terrenos formales de la su ópera prima sino también desafiando a las convenciones del cine de horror con un estilo pictórico. Y aunque formalmente es radicalmente distinta a su opera prima, la temática y las inquietudes que Aster plantea son exactamente las mismas y podríamos considerar a Midsommar como una muy libre adaptación de su filme anterior, pues ambas narran una historia de duelo irresuelto ante una trágica pérdida familiar y cómo esta situación es propicia para que unos personajes enigmáticos –Joan (Ann Dowd) en El Legado del Diablo y Pelle (Vilhelm Blomgren) en Midsommar– aprovechen estas fisuras emocionales como estrechos pasadizos hacia su voluntad para doblegarla y apoderarse de ella. Con fuertes y claros ecos de The Wicker Man (1973), de Robin Hardy, y plagada de simbolismos que evocan al misticismo esotérico de Alejandro Jodorowsky en títulos como El Topo (1970) y La Montaña Sagrada (1973), el cineasta acude, al igual que en el resto de su filmografía inscrita en el cine de género donde encontramos algunos cortometrajes sobresalientes, a un terror más psicológico sin echar mano de ordinarios recursos como los «jumpscares»; y pese a que la película tiene escenas de violencia y ‘gore’ que resultan perturbadoras, lo más brutal del filme son las extremas situaciones emocionales por las que atraviesa la protagonista, a través de la cual Aster lanza comentarios sobre la soledad, la codependencia y el sentido de pertenencia. Con Midsommar, su artífice depura su estilo y repite la hazaña de facturar un clásico de culto instantáneo, continuando así con su camino hacia la cumbre como uno de los cineastas más sobresalientes y propositivos del cine de terror del nuevo milenio.
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orgos Lanthimos está de regreso; así que ya pueden empezar a temblar. Y es que no importan todas las advertencias que les podamos dar, su nueva película volará la cabeza de todo aquel que se atreva a ponerse frente a ella. The killing of a sacred deer tiene como protagonista a Steven Murphy (Colin Farrell), un eminente cirujano de Cincinnati casado con Anna (Nicole Kidman), una oftalmóloga con una excelente reputación. La felicidad de la familia Murphy –completada por sus hijos Kim (Raffey Cassidy) y Bob (Sunny Suljic)– se ve amenazada por Martin (Barry Keoghan), un adolescente de dieciséis años al que Steven ha decidido tomar bajo su protección luego de que su padre falleciera mientras le practicaban una cirugía. La relación entre el médico y el chico ha ido tornándose incómoda ante la insistencia de Martin de pasar más tiempo juntos; y la negativa de Steven ante las cada vez más extrañas peticiones de su protegido –como que comience a salir con su viuda madre interpretada
por Alicia Silverstone– causa que su vida se venga abajo cuando su familia comienza a padecer extraños trastornos que les impide caminar y comer, lo que inevitablemente los guiará a la muerte. Partiendo de esta premisa, Lanthimos y su recurrente compañero guionista Efthymis Filippou echan mano de elementos de la tragedia griega –Ifigenia en Áulide, de Eurípides– y de pasajes del antiguo testamento –«Abraham, ¡sacrifica a tu hijo!»– para ir desarrollando una serie de situaciones cada vez más absurdas, bizarras y perturbadoras que, bajo la maestría del cineasta griego, nos llevaran hasta el límite de la tensión con una narrativa de precisión quirúrgica y con un estilo que emula al maestro Stanley Kubrick, no sólo por su puesta en escena con elegantes travelings, acercamientos casi imperceptibles e insidiosa música incidental, sino porque retoma la idea de una pareja de médicos –como en su última película, Eyes Wide Shut (1999), donde no es casualidad que también haya participado Nicole Kid-
man– que se enfrenta a una crisis matrimonial causada por una extraña fuerza o motivación externa. «¿Qué hacer cuando descubres que tu vida no te pertenece?» Es la pregunta que proyecta su larga y ominosa sombra sobre el protagonista y su familia; burgueses que ven cómo su perfecto sueño americano se desmorona a consecuencia de las imprudentes decisiones y acciones del padre que se han materializado en la figura de Martin. Así nos encontramos con que Lanthimos presenta su tesis sobre el sacrificio, la redención y la justicia bajo la forma de una macabra fábula que recupera las enrarecidas atmósferas del más salvaje Haneke y sus originales Juegos Sádicos (Funny Games; 1997) con todo y la familia a merced de una escopeta en su preciosa sala. En The killing of a sacred deer, el cineasta griego continúa con su tradición fílmica de llevarnos al punto límite de nuestra ansiedad y logra que al final agradezcamos por una experiencia cinematográfica tan desagradable como placentera.
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l segundo largometraje de Daniel Castro Zimbrón –tras su opera prima Táu (2012)– se presenta como una cinta de horror salpicada de elementos de ciencia ficción de la vieja escuela que utiliza las convenciones de éstos géneros para metaforizar sobre la paranoia social que se vive en todo el mundo y que se sustenta en el irracional miedo al otro. Planteada en una realidad donde el planeta se ha detenido y los días se han transformado en un ocaso perpetuo debido a una densa y tóxica neblina causada por un incierto evento apocalíptico que parece haber diezmado a la población que, además, ahora se ve acechada por una extraña y feroz criatura a la que han denominado como «la Bestia». En este contexto, una familia fracturada conformada por el padre (Brontis Jodorowsky en su segundo trabajo con el director) y sus tres hijos –Marcos (Fernando Álvarez Rebeil, también en su segunda colaboración con Zimbrón), Argel (Aliocha Sotnikoff Ramos) y su hermana pequeña (Camila Robertson Glennie) siempre en grave estado convaleciente– vive encerrada en el sótano de una vieja cabaña en medio de un bosque. El conflicto en el filme detona cuando, durante una de sus expediciones habituales en busca de alimento, Marcos desaparece tras un ataque de «la Bestia»; Argel, entonces, inicia una personal búsqueda de su hermano pero en su lugar descubrirá los misterios que guardan la bruma y los infinitos árboles del bosque, así como los macabros secretos que esconde su mismo padre.
El inteligente y audaz guión escrito por el mismo director junto con David Pablos (responsable de la laureada Las Elegidas) y Denis Languerand, hace patente una habilidad narrativa sorprendente que encuentra su principal apoyo en una factura técnica impresionante –el elegante movimiento de cámara, la fotografía que exclusivamente empleó luz natural, la música de notas añejas y el sensacional diseño sonoro que, al momento de combinarse, crean impresionantes y sombrías secuencias oníricas–, con la que el cineasta capitalino nos va guiando a través de atmósferas agobiantes que se acercan a las de la ciencia ficción tarkovskiana –en más de una ocasión nos viene a la mente su Stalker– que se funden constantemente con las del cósmico, estremecedor y apocalíptico horror lovecraftiano. En Las Tinieblas, la historia de esta familia aislada que se refugia del presunto fin del mundo y de «la Bestia» que los acosa, no es más que un mero pretexto para hablar de las dolorosas relaciones paternofiliales –tópico que ya había abordado, aunque desde una perspectiva muy distinta, en su cortometraje Negro hace un par de años– y de la grave situación que se vive alrededor del globo donde sociedades enteras buscan refugiarse del miedo al otro, al «extraño»; buscan resguardarse de esa violencia que acorrala desde distintos frentes –el gobierno represor, el crimen organizado, el narco, el terrorismo, etc.– y que incapacita la posibilidad de seguir adelante.
Inspirada -que no basada- en la novela científica homónima de Carl Sagan en la que se plantea un posible contacto con inteligencia intergaláctica, la película que sigue a Eleanor Arroway (Jodie Foster), una mujer en la soledad y el vacío tras la muerte de su padre, que está decidida a encontrar mensajes extraterrestres y que, un buen día, recibe una señal que podría cambiar la concepción del mundo y el universo para siempre. Zemeckis presenta una propuesta llena de ambigüedades que abren el debate sobre la existencia de vida inteligente en otros puntos de la galaxia, y precisamente es esta ambigüedad una de sus mayores virtudes como obra cinematográfica.
El segundo largometraje de Amenábar tras su fantástico de-but, Tesis (1996), es una modesta cinta sci-fi que renuncia a los convencionalistmos del género y se muestra más como un thriller centrado en un atractivo joven llamado César (Eduardo Noriega) que ha heredado una gran fortuna de sus padres -que murieron tiempo atrás en un accidente- y vive en una espléndida casa organizando lujosas fiestas. Durante su fiesta de cumpleaños, su mejor amigo Pelayo (Chete Lera) le presenta a Sofía (Penélope Cruz) y se enamora de ella. Nuria (Najwa Nimri), antigua amante de César ronda en la fiesta sin haber sido invitada y se muere de celos de la nueva pareja. César y Sofía dejan la fiesta y van al departamento de esta última. A la mañana siguiente, Nuria está esperando a César fuera del apartamento de Sofía y se ofrece a llevarlo a casa; la insistencia es tanta que él no puede negarse y termina por subirse al auto con Nuria, quien unos instantes después intenta suicidarse. César despierta en un hospital tan sólo para descubrir que su rostro ha quedado horriblemente desfigurado.
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ublicado por primera vez en 1959 en la revista Fantasy and Science Fiction, el relato corto All you zombies del autor estadounidense Robert A. Heinlein, es una provocadora historia de ciencia ficción que parte de una historia en extremo sencilla, para ir desgranando poco a poco una tesis sobre la identidad del ser humano, la imposibilidad de los viajes en el tiempo (o por lo menos no como los concebimos) y la inalterabilidad del destino (que tampoco resulta ser tal y como lo concebimos). Un hombre al que todos llaman 'la Madre Soltera' entra a un bar, y tras unos minutos de iniciar una conversación casual con el barman, comienza a relatarle la trágica historia de su vida arruinada por otro hombre, aunque el barman parece saber más de su vida de lo que alguna vez se hubiera imaginado. Esta es la premisa que plantea Heinlein en All you zombies, un relato que finalmente ha sido llevado a la pantalla grande de la mano de dos directores australianos, los
mano de dos directores australianos, los hermanos gemelos Michael y Peter Spierig; la actriz Sara Snook es la encargada de representar a 'la Madre Soltera' e Ethan Hawke hace lo correspondiente como el barman. La película, Predestinación (Predestination; 2014), así como el texto original, está principalmente sostenido por el relato en primera persona del personaje encarnado por Snook (quien resulta una verdadera actriz revelación), y el trabajo de los hermanos Spierig no es menos que extraordinario, puesto que su guion adaptado del relato de Heinlein no únicamente conquista la traslación de texto a imágenes con gran fidelidad, sino que también logra expandir el universo que en el papel apenas alcanza algunas breves páginas, llenándolo de detalles que enriquecen la anécdota y añadiendo una subtrama de thriller de acción que vuelve más compleja la historia y la transforma en una propuesta verdaderamente emocionante.
Predestinación es una sofisticada apuesta de cine sci-fi verdaderamente propositiva en la que, como buena cinta que aborde los viajes en el tiempo, no pueden faltar las paradojas de causaefecto y las teorías sobre el tiempo cíclico que escapa de las propuestas sobre su linealidad inexorable, y en donde también hacen acto de presencia los postulados como el de el eterno retorno. El filme que los gemelos australianos han preparado se desarrolla por momentos a manera de tragedia griega (Edipo es la referencia más clara), es un desesperanzador uróboro fílmico como no habíamos presenciado desde la aparición de Looper (2012), un fascinante, reflexivo y cerebral thriller sci-fi que mantiene latente la intriga de una forma precisa durante la hora y media de metraje, y cuyos giros en la trama tomarán por sorpresa a la mayoría de los espectadores, dejándolos con las ganas de volverla a ver.
La ciudad de San Francisco está siendo transformada por una espectacular y exótica raza de flores. Pero esta explosión vegetal tiene unos terribles planes para la humanidad que la admira: clonar poco a poco a seres humanos y eliminar a los originales. Así, el terror comienza a extenderse por la ciudad de San Francisco, donde sus ciudadanos van perdiendo su personalidad y convirtiéndose en esclavos de una invasión extraterrestre. La particularidad de este remake de la cinta original homónima de 1956 es que evita el 'happy ending' de aquella dirigida por Don Siegel; este es un claustrofóbico y paranoico clásico de la ciencia ficción.
La protagonista de la cinta, la Mayor Motoko Kusanagi -una agente cyborg-, debe investigar y detener las actividades de un hacker criminal que ha estado invadiendo las autopistas de la información. Partiendo de esta premisa, esta adaptación del manga original de Masamune Shirow es un título emblemático del subgénero de ciencia ficción conocido como cyberpunk en la gran pantalla. El filme sobresale más allá de su impacto visual por la anécdota que da pie a una profunda disertación sobre la tecnología sublevada en un escenario apocalíptico donde la esencia humana se ha diluido lentamente. ¿Qué tanto se puede ser humano si se vive en un cuerpo artificial o, más extremo, sin un cuerpo material sino en el mismo ciberespacio?
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ras ofrecernos una bestial ópera prima cargada de humor negro con la soberbia actuación de Ben Kingsley (Sexy Beast; 2000), una joyita incomprendida protagonizada contenidamente por la mega estrella hollywoodense Nicole Kidman (Birth; 2004), y tras una ausencia de diez años tras las cámaras, el cineasta londinense Jonathan Glazer regresa con Under the skin (2013), la libre adaptación de la novela homónima del autor neerlandés Michel Faber, la cual gira en torno a una hermosa alienígena que llega a la tierra con la exclusiva tarea de seducir hombres solitarios para ser abducidos y transformados en alimento por la corporación que la ha enviado a nuestro planeta. Al igual que ya lo hiciera en su trabajo anterior, Glazer recurre a una superestrella del la meca del cine para estelarizar su más reciente obra, y en esta ocasión toca turno a Scarlett Johansson ponerse bajo las órdenes de Glazer y encarnar a la impasible protagonista de este hipnótico y trágico cuento intergaláctico. El prólogo de Under the Skin se nos presenta como una psicodélica secuencia audiovisual que nos remite al clásico espacial de Stanley Kubrick, 2001: Una Odisea del Espacio (2001: A Space Oddyssey; 1968); en él se contextualiza la anécdota y nos es presentada la protagonista: una figura femenina completamente oscura revestida con materiales que emulan la piel y cabello de un ser humano común, para
después recibir capacitación lingüística intensiva y ser ella misma quien desnuda a una mujer inconsciente que ha sido abducida y se viste con las prendas de las que la ha despojado. Así emprende la cacería en las frías tierras de Glasgow, Escocia, donde la predadora comienza a recorrer sus caminos a bordo de una blanca furgoneta un tanto destartalada, pidiendo indicaciones a los incautos peatones sobre cómo llegar a algún lugar al azar, un destino cualquiera sin importancia, indicaciones que sólo son un pretexto para comenzar una charla con los humanos para tratar de averiguar si viven solos o en casa hay alguien esperando por ellos, puesto que con el tiempo se nos va revelando que sólo busca hombres solitarios, personajes deslucidos cuya desaparición no tendría impacto alguno en familiares o parejas, hombres que a quienes nadie extrañaría. Uno a uno, la atractiva mujer va embelesando a los hombres para guiarlos a una casa donde, después de un brevísimo y bizarro ritual de apareamiento perturbadoramente fotografiado por Daniel Landin y sonorizado por el extraño score de Mica Levi, son abducidos y posteriormente devorados de manera fulminante. Pero lo interesante de la cinta se presenta en su segunda mitad, cuando la protagonista, continuando con su cacería humana, conoce a un peculiar hombre al que, como sus instrucciones le ordenan, lo seduce y lo guía hacia el lugar donde será capturado, pero el
hombre provoca en ella un proceso de humanización que pone en peligro su misión y su vida misma. Glazer formula una reflexión existencialista a través de la catarsis interna de la protagonista, quien por primera vez es confrontada con las sensaciones propias de nuestra naturaleza: empatía, compasión, miedo, injusticia, amor, decepción, etc.; Under the Skin es un ejercicio magnético y onírico sustentado por la excelente interpretación de Scarlett Johansson, una actriz que ya en algunas ocasiones ha mostrado su talento histriónico, pero que muy recientemente sorprendió con su elegante interpretación vocal en la fantástica Ella (Her; 2013) de Spike Jonze; la estrella de Los Vengadores (Avengers; 2012) resulta perfecta para el papel y sostiene con gran aplomo el que se convierte en el papel de su carrera, pues sobre sus hombros recae todo el peso de la cinta al aparecer prácticamente en cada una de las escenas de la cinta donde ofrece un trabajo fenomenal. Under the skin es ciencia ficción elegante, un cine minimalista en su estilo visual pero oscuro, complejo y profundo en su disertación sobre eso que nos hace humanos, un trabajo que, como en Birth, retoma la figura femenina principal para someterla a la mayor de las barbaries emocionales y concluir con una impresionante y devastadora tragedia.
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n 1977, inspirado por Suspiria de Profundis de Thomas Quincy, el director Dario Argento dio inicio a su «Trilogía de las Madres» con el que se convertiría en el filme más reconocido de su carrera y la máxima exponente del subgénero giallo: Suspiria. Pero la obra maestra del cineasta romano nunca sobresalió por su sorpresivo argumento, sino por su potente discurso audiovisual. La vibrante colorimetría y el uso de los estridentes acordes compuestos por la banda Goblin convirtieron a la obra cumbre de Argento en un título de culto inigualable y cuyas influencias estilísticas pueden ser rastreadas hasta el día de hoy en la obra fílmica de directores como Nicolas Winding Refn –Drive, Only God Forgives y The Neon Demon–. Y como ocurre con los grandes clásicos, la sola idea de perpetrar un remake suena a crimen imperdonable; pero el italiano Luca Guadagnino –uno de los cineastas más sobresalientes de la actualidad que cobró relevancia con su muy comentada Call me by your name (2017)– lleva a cabo esta reelaboración fílmica como deberían hacerse todas las nuevas versiones de los clásicos: ofreciendo una visión propia y personal del relato sin tratar de emular a la cinta original. Y es que las Suspiria de Argento y Guadagnino no podrían ser más distintas entre sí tanto en forma como en fondo; cada una recorre un sendero distinto y consiguen llegar también a destinos radicalmente diferentes. En la película setentera, la joven estadounidense Suzy Bannion (encarnada por Jessica Harper) llega a la prestigiada academia de danza Tanz en Friburgo, Alemania durante una tormentosa noche en la que ha sido asesinada una de las alumnas expulsadas de dicha
institución; poco a poco un ambiente pesadillesco va consumiendo la institución hasta dejar al descubierto que la escuela no es más que una fachada para la operación de una hermandad de brujas regida por la perversa bruja Helena Markos. En la visión de Guadagnino es la violenta, oscura y dividida Berlín de la posguerra en 1977 –un guiño al año en que se estrenó la película original de Argento– la que funciona como el escenario al que llega Susie (ahora encarnada por Dakota Johnson), una chica proveniente de una comunidad menonita en Ohio, Estados Unidos, para incorporarse a la reconocida academia de danza al mando de Madame Blanc (Tilda Swinton), quien se encuentra en una disputa contra la enigmática rectora Helena Markos por el poder del instituto. La nueva Suspiria también posee un potente discurso audiovisual pero deja la estética expresionista de lado y se concentra en ambientes opacos donde dominan los grises, verdes y cafés; el relato es sustraído casi de forma absoluta del género giallo y es trasladado a un sobrio drama sobrenatural de la posguerra sonorizado por las melancólicas composiciones de Thom Yorke que se alejan drásticamente de la estridencia del filme original. El guion de David Lajganich mantiene la anecdótica premisa original pero hace del contexto histórico uno de los pilares para del tratado feminista que propone Guadagnino, pues además de las varias alegorías al nazismo, la cinta aprovecha la radicalización del feminismo de la época para presentar a la danza no sólo como un medio de expresión artística de contracultura, sino también como un acto/ritual místico-erótico que permite la reconceptualización de la femini-
dad como una forma de lucha contra la represión. La denuncia de la violencia de género, y sobre todo, la oposición al dominio del patriarcado adopta muchas formas en pantalla pero llama la atención la escena de las brujas 'jugando' con los genitales de los oficiales de policía que investigan la desaparición de Patricia (Chloe Grace Möretz) que sucede en los primeros minutos de la cinta y que después será investigada por su psiquiatra el Dr. Jozef Klemperer, el único rol masculino relevante dentro de la historia y que resulta de la fusión a los personajes originales del Dr. Frank Mandel (Udo Kier) y el Profesor Milius (Rudolf Schündler); al ser el único hombre con peso sustancial en la cinta con una sólida subtrama que indaga en su pasado y al ser encarnado por la misma Tilda Swinton (bajo el pseudónimo artístico de Lutz Ebersdorf), su presencia se convierte en la máxima de una serie de estrategias que el filme utiliza para ir en contra de la misoginia. Y es que Guadagnino no busca que su obra se compare con la original, sino dotarla de un significado distinto y logra que en su relato las brujas funcionen como símbolo de la búsqueda de la libertad femenina. La cinta de Argento se presentaba como un éxtasis pesadillesco y surrealista, pero la película de Guadagnino es cerebral y lúcida, aunque en su delirante acto final –completamente distinto al de la cinta original– dejará complacidos a los más acérrimos seguidores del cine gore. La nueva Suspiria se gana a pulso un lugar de culto entre lo más destacado del cine de horror que en los últimos años nos ha obsequiado joyas como The Babadook, It Follows, The Witch y Hereditary.
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urante el rodaje de su bien recibida opera prima, Songs my brothers taught me (2015), la cineasta china-estadounidense Chloé Zhao conoció al joven jinete Brady Jandreau y éste le inspiró para su segundo largometraje: The Rider, un ejercicio en el que se diluyen las líneas que delimitan la realidad y la ficción. La película, que recogió excelentes críticas en la Quincena de Realizadores en Cannes en 2017, deja ver la nueva vida que Brady Blackburn (Brady Jandreau) debe enfrentar luego de sufrir un incapacitante accidente durante un espectáculo de jinetes. El chico alguna vez fue una de las más famosas estrellas del rodeo en su comunidad y un experimentado entrenador de caballos, pero las secuelas de su grave herida en la cabeza le han imposibilitado para montar. Ahora, en casa con un padre seco y una hermana menor con síndrome de Asperger, se enfrenta como mejor puede a la frustración de no poder continuar con lo que más le apasiona; así comienza a intentar tomar las riendas de una vida no deseada, reconstruyendo su trastocada identidad a la vez que se enfrenta al replanteamiento de lo que significa ser hombre en una sociedad remota de la Norteamérica profunda. El guion de The Rider se formó a partir de la experiencia real de Brady, de su familia y amigos; y es que prácticamente todos los personajes de la cinta se interpretan a sí mismos y recrean en pantalla sus propias experiencias de vida. Al tratarse de actores no profesionales con la única tarea de interpretarse a sí mismos, no atestiguamos aquí los vicios de la dramatización exagerada en la que ocasionalmente caen mu-
chos de los actores de renombre; esta carga de honestidad, naturalismo y espontaneidad en las interpretaciones es una cualidad que exalta la valía cinta y se vuelve uno de sus puntos más fuertes, especialmente en lo que respecta a la ternura y la bravura que se combinan gracias a la sensible interpretación del joven Brady Jandreau. Pero aunque los sucesos relatados en la cinta estén basados en hechos reales, la película no se limita al trabajo de ficcionalización de la realidad, sino que la transforma en toda una experiencia sensorial de primerísima calidad cinematográfica. La conjunción de la melancólica música compuesta por Nathan Halpern –además de un diseño sonoro que nos transporta a ese ambiente rural– y las postales de gran belleza que captura el lente de Joshua James Richards, consigue un trabajo de gran lirismo. La gramática cinematográfica es aprovechada por Zhao para conseguir secuencias profundamente bellas pero así mismo emocionalmente desgarradoras, y con ellas ensamblar un ejercicio sofisticado que sirve como un homenaje al mundo del rodeo, a los sacrificios, a la familia, a los amigos, a las viejas glorias, a los sueños rotos y a las nuevas oportunidades. The Rider es un filme sobre la pérdida en muchos sentidos: en la vida actual de Brady rondan la muerte de su madre, el trágico accidente de su mejor amigo, la difícil relación con su padre, la inesperada venta de su caballo para poder saldar las deudas económicas, y la pérdida de habilidades que lo incapacitan para seguir con lo que le apasiona. Por supuesto esto provoca en él enojo y frustración que se convierten
en esporádicos brotes de violencia incluso hacia sus mejores amigos; su sentimiento se agrava además ante el miedo de volverse como su padre y al sentirse degradado cuando, para pagar la renta de su casa, se ve obligado a trabajar en un supermercado donde frecuentemente es reconocido por algunos miembros de la comunidad y le recuerdan sus días de gloria como jinete. La mirada femenina de Zhao disecciona la figura masculina en la Norteamérica profunda con sensibilidad y comprensión de sus detonantes emocionales –«lo malo de los chicos es que no les gusta que hieras su orgullo», dice una de las amigas de Brady–; y es que aunque nos encontramos con un retrato profundamente intimista y personal, también resuena en su carácter universal. Sobresalen aquí dos tipos de relaciones entre hombres: la relación padre-hijo con una aparente rivalidad y la rebeldía, pero con un cariño demostrado de maneras que sólo la masculinidad del entorno rural lo permite; y la relación con su mejor amigo Lane Scott –al que considera como su hermano mayor y quien en la realidad sufrió un trágico accidente automovilístico–, de quien se hace un tatuaje en la espalda como un homenaje a ese fraterno compañero al que visita continuamente para devolverle un poco de las alegrías de una vida pasada llena de gloria. The Rider es cine en estado puro; un western contemporáneo sobre las caídas y ascensos de un vaquero moderno en el que la realidad y la ficción se funden en una sola experiencia tan devastadora como inspiradora.
La segunda ópera-rock de Pete Townshend para la banda The Who fue trasladada a la gran pantalla y transformada en esta obra de culto por el director Franc Roddam y los guionistas Dave Humphries y Martin Stellman. La trama de Quadrophenia se centra en el progresivo desencanto juvenil de Jimmy (Phil Daniels), un chico perteneciente al movimiento 'Mod', conformada por miembros de origen proletario y en eterna rivalidad con los 'rockers'. Entre los encuentros con sus mejores amigos -Dave, Chalky y Spider-,sus paseos en su scooter italiana y los constantes enfrentamientos con los 'rockers', Jimmy busca escapar de sus irritantes padres y su agobiante empleo en una agencia publicitaria. Con una acertada ambientación, la potente música de The Who, y una pesada carga de sexo, violencia y drogas -para la época-, Quadrophenia es una radiografía de la juventud británica en la era pre-Margaret Thatcher, se convirtió en un hito generacional de los jóvenes y muestra el germen que daría origen a los punks.
Joel y Clementine tienen una relación amorosa intensa y a la vez tóxica, hasta que optan por separarse. Joel trata de buscar a Clementine pero por alguna razón cada vez que la encuentra ella actúa como si no lo conociera, hasta que él descubre el motivo de tal indiferencia: Clementine, literalmente, lo ha borrado de su mente. Desconsolado y enfurecido, Joel acude a Lacuna Inc., donde se someterá al mismo tratamiento para borrarla de su memoria para siempre. Sin embargo, conforme va avanzando el procedimiento, va recorriendo los rincones de su psique y volviendo a vivir agridulces anécdotas de cuando eran pareja, por lo que Joel se arrepiente y trata de salvar a Clementine, ocultándola en lo más recóndito de sus recuerdos. Gracias al genio visual de Michel Gondry, el original guión Charlie Kaufman y la química y buenas actuaciones de Jim Carrey y Kate Winslet, la cinta nos lleva a un alucinante viaje dentro de la mente humana. "Eterno resplandor de una mente sin recuerdos" nos habla del amor y demuestra que todas las personas que marcan tu vida se quedan ahí por alguna razón, por más que trates de olvidarlas... o borrarlas.
E
stamos ante la primera película oficial del Universo Cinematográfico de Monstruos de Universal Pictures, aunque ya se habían producido The Hunchback of Notre Dame y The Phantom of the Opera con resultados de taquilla espectaculares. Se trata de la adaptación de la novela homónima del escritor Bram Stoker -ya llevada al cine de manera no oficial por F.W. Murnau bajo el nombre Nosferatu en 1922- y en ella acompañamos al abogado Reinfield (Dwight Frye) en su viaje hacia Transilvania, en los Cárpatos, para visitar al conde Dracula (Béla Lugosi) por una cuestión de negocios, pues el aristócrata desea arrendar una residencia en Londres, a donde viajará al día siguiente. Luego de una afable plática, el conde hipnotiza y ataca a Reinfield, convirtién-dolo en su fiel esclavo. Al día siguiente, a bordo de la goleta Vesta, el conde viaja -siempre bajo cubierta- hacia Inglaterra, donde al llegar asesina a toda la tripulación de la nave, dejando solo con vida a su fiel vasallo que, delirante, es enviado al sanatorio del doctor Seward (Herbert Bunston). Ya instalado en Londres, el conde se enamora de Mina (Helen Chandler) una bella joven comprometida con John Harker (David Manners), así que comienza a visitarla por las noches, bebiendo lentamente su sangre y su vida con el fin de convertirla en su nueva esposa no-muerta, al igual que él. El estado alterado de Mina alerta a su padre, el doctor Seward, y éste busca la ayuda del doctor especialista Van Helsing (Edward Van Sloan) para impedir que el vampiro posea completamente a Mina. Como suponía la piedra angular de su serie cinematográfica de Monstruos en la que se basaría su gran imperio, Universal Pictures quería que la película fuera protagonizada por el reconocido Lon Chaney, pero el hombre de las mil caras falleció a casusa de cáncer. Béla Lugosi, ya experimentado sobre las tablas en la interpretación del conde, se quedó con el rol estelar de esta legendaria producción que sobresalió por el impactante diseño de arte creado por Charles D. Hall y la impecable fotografía del siempre innovador director y cinefotógrafo austro-húngaro Karl Freund. Un castillo pintado sobre un cristal y luego estratégicamente montado frente a la cámara, creó el efecto visual que representó la lúgubre y emblemática estampa de los dominios del conde; éste sencillo ejemplo demuestra claramente el talen-
to y el ingenio de los diseñadores, quienes consiguieron un impacto de tal magnitud que el filme se convirtió en todo un referente para el posterior cine vampírico, un influjo del que no han podido escapar ni siquiera las propuestas más mediocres y edulcoradas como la franquicia Twilight. Pero la influencia no se ciñe a los terrenos cinematográficos, pues el autor Richard Matheson reveló que la trama de su célebre novela I am Legend la concibió luego de ver esta película: "Mi mente divagó por completo y pensé: 'si un vampiro es aterrador... ¿qué pasaría si el mundo estuviera lleno de vampiros?'" Pero nada resultó más legendario en este filme que la encarnación del vampiro a cargo de Béla Lugosi. El actor austro-húngaro Béla Ferenc Dezsõ Blaskó se mudó a Alemania antes de migrar ilegalmente a los Estados Unidos donde trabajó como obrero antes de entrar al mundo de la actuación en el filme The Silent Command (1923), de Gordon J. Edwards. Su enigmática personalidad impulsada por su asombrosa delgadez, sus ciento ochenta y cinco centímetros de altura y su marcado acento húngaro, le ayudaron a cambiar los escenarios teatrales por un trabajo frente a las cámaras bajo las órdenes de Tod Browning -considerado como el Edgar Allan Poe del cine-, consiguiendo con ello su definitivo lanzamiento a la fama internacional. Sin embargo, todas las características que lo impulsaron como icono del cine de terror, terminaron por condenarlo a su encasillamiento dentro del cine de serie b. El director de culto Ed Wood, recordado principalmente por ser considerado como el peor director de cine del mundo, era fanático declarado del trabajo del actor, por lo que le invitó a formar parte de sus producciones que, aunque resultaron todas fallidas, son ahora consideradas legendarias y valiosas piezas de culto, como la mítica Plan 9 from Outer Space -considerada como la peor película del mundo-, cuyo rodaje no pudo finalizar pues murió antes de que terminara su constantemente retrasada producción. Durante sus últimos años, la carrera de Lugosi se fue en picada, participando en producciones que jamás alcanzaron la relevancia de su mítico vampiro y su vida terminó en 1956. Cumpliendo con la voluntad de su esposa Lillian Arch y su hijo George, fue sepultado usando el mítico vestuario negro del vampiro.
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uego del fracaso taquillero que resultó la fascinante Barry Lyndon, y tras haber rechazado la dirección de la mítica cinta El Exorcista (1973) que se volvió un fenómeno taquillero, Kubrick quiso arriesgarse en el género de terror y aceptó trabajar en la adaptación de El Resplandor, la novela del ya entonces exitoso Stephen King, aunque bajo la condición de poder cambiar a voluntad la historia en lo que le pareciera prudente. De esta manera el maestro neoyorquino junto con la guionista Diane Johnson comenzaron a trabajar en la historia de Jack Torrance (Jack Nicholson), un ex profesor y escritor de poca monta en plena crisis creativa que lleva a su mujer Wendy (Shelley Duvall) y a su pequeño hijo Danny (Danny Lloyd) a que lo acompañen al majestuoso Hotel Overlook, lugar en el que se encargará del mantenimiento de las instalaciones durante el invierno mientras quedará cerrado y aislado del mundo debido a la nieve, mientras que en sus ratos libres buscará la inspiración que le permita dar rienda suelta a su imaginación frente a las teclas de su máquina Adler para trabajar en su nueva novela. Pero con el paso de los días y afrontando las condiciones de su confinamiento, Jack comienza a perder el control de su personalidad mientras que sucesos cada vez más extraños y violentos comienzan a suceder en el hotel, poniendo en peligro la vida de la familia. Kubrick decidió eliminar completamente el componente sobrenatural del relato, pues eso supondría aceptar la existencia de un «más allá», una creencia que iba en contra de su ateísmo, por lo tanto, la trama se presenta desde una perspectiva completamente psicológica; con un obsesivo plan de filmación, una portentosa puesta en escena y un minucioso diseño sonoro, Kubrick crea una atmósfera inquietante y neurótica. La filmación, que extendió por catorce meses y se realizó en orden cronológico, se volvió legendaria debido a la obsesión del cineasta por repetir las secuencias decenas de veces, llevando de esta manera a los actores a un estado de neurosis muy cercano al de sus personajes; además, se sabe que para «entrar en ambiente» el director les mostraba escenas de filmes como El bebé de Rosemary, Eraserhead y El Exorcista. La portentosa propuesta visual corrió a cargo del cinefotógrafo John Alcott, quien trabajó de la mano con el cineasta para dar forma a sus características secuencias simétricas; además, Kubrick contrató a Garrett Brown, el inventor de la Steadicam cuatro años atrás, para que operara su propio
sistema estabilizador de imagen y lograr difíciles secuencias que suponían un reto por la posición y el movimiento de la cámara, como por ejemplo las escenas que siguen al pequeño Danny mientras recorre en su triciclo los pasillos del majestuoso palacete construido sobre un antiguo cementerio indio; y aunque la Steadicam llevaba ya un tiempo en la industria, fue hasta ese momento que Kubrick reveló todas las posibilidades narrativas que tenía el invento. El diseño sonoro, por su parte, se presentó como el complemento ideal para la propuesta visual del filme: Kubrick encargó el trabajo de la composición de la música original a Wendy Carlos y Rachel Elkind, aunque sólo fueron utilizadas algunas de sus piezas sonoras como el tema principal de la película –una composición basada en "Dies Irae", un himno fúnebre latino de la Edad Media que remezclaron con algunas voces y sintetizadores– y la pieza titulada "Rocky Mountains"; como complemento para la ambientación sonora, el director decidió recurrir a las composiciones de autores europeos de música clásica, como Krysztof Penderecki, Gyorgy Ligeti, Hector Berlioz y Béla Bartók, cuyas notas encajaron a la perfección al momento de crear los ambientes angustiantes y opresivos del relato. El Resplandor es una película que nos somete a un alucinante y escalofriante viaje psicológico; Kubrick reescribe, transforma y reinventa la historia original de King y escribe con imágenes en movimiento un relato visualmente luminoso pero psíquicamente oscuro que nos obliga a echarle una mirada al vacío del abismo psicológico del ser humano y a resistir la mirada que éste nos devuelve. En su momento, la película fue duramente criticada y recibió dos nominaciones a los premios Razzies -los anti-Oscars–, y aunque Stephen King quedó bastante molesto con esta adaptación fílmica de su obra por las licencias que se tomó Kubrick –al grado de acusarlo de desconocer completamente las reglas del género de horror–, es innegable que el cineasta nos regaló, como con todos los títulos de su linaje fílmico, una lección de cómo hacer buen cine. El Resplandor es una pieza fílmica imprescindible no sólo del cine de terror norteamericano sino de la cinematografía mundial. Como dato curioso, vale la pena señalar la existencia del documental Room 237 (2012), que se centra en los presuntos simbolismos ocultos a la vista en la cinta El Resplandor; algunos de ellos siendo realmente interesantes, pero otros, la gran mayoría, son simplemente irrisorios.
En una sociedad futurista en la que la mayor parte de los niños son concebidos in vitro bajo técnicas de selección genética, uno de los últimos hombres concebidos naturalmente, Vincent (interpretado por Ethan Hawke), padece una deficiencia cardíaca por lo que no le auguran más de treinta años de vida. Considerado como inválido, está condenado a realizar los trabajos más desagradables, mientras que Anton, su hermano, heredero de una genética envidiable, tiene garantizadas múltiples oportunidades laborales. Vincent siempre ha soñado con convertirse en cosmonauta, aunque sabe que jamás será seleccionado, aunque un día conoce a un hombre que posee la clave para formar parte de la élite: suplantar en Gattaca -una corporación aeroespacial- a un deportista llamado Jerome (encarnado por Jude Law) quien quedó paralítico tras un accidente. Eficazmente interpretada y con una sofisticada puesta en escena, la película de Niccol se hizo de un lugarcito en el Olimpo de la ciencia ficción con una historia sobre el mortal conformismo, la intolerancia y la discriminación genética; un relato ubicado en un futuro muy similar a nuestro contexto actual pero con un fanatismo llevado a los terrenos de la genética. Niccol nos comparte una historia sobre la parte oscura de nuestra naturaleza, pero también sobre la grandeza y luminosidad de nuestro espíritu.
T
odd Bowden (Brad Renfro) es un inteligente pero hastiado adolescente con peculiar fascinación sobre el Holocausto; un día se topa con un anciano en el transporte público y comienza a sentir un extraño interés por él al ser muy parecido a un miembro del ejército nazi. El antisocial y anciano hombre que vive cerca de su vecindario resulta ser Kurt Dussander (Ian McKellen) un alemán que estuvo bajo las órdenes de Hitler y que ahora intenta pasar de incógnito sus últimos años en los suburbios estadounidenses. Pero en lugar de denunciarlo a las autoridades, Todd comienza a chantajearlo con revelar su identidad si no accede a contarle todas sus historias; así se gesta una extraña relación entre los dos, la cual va seduciendo al chico, siempre hambriento de nuevas y macabras anécdotas de su nuevo «amigo», acercándose cada vez más al lado oscuro de su naturaleza. El tercer largometraje de Singer es
una tesis sobre la maldad como un aspecto inherente al ser humano que sólo espera el detonante adecuado para ser liberada; esta idea es reforzada por las composiciones a cargo de John Ottman, quien utiliza música de orquesta para emular musicalmente la atmósfera bélica teutona con ritmos que remiten al sector militar; en este aspecto sobresalen el tema inicial de la cinta cuya melodía evoca a un macabro vals con piano y violín, así como la inclusión de "Das ist Berlin", una típica pieza alemana. El aprendiz, que es una de las películas basadas en la obra literaria de Stephen King menos conocidas por las masas, pues está alejada de los terrenos del horror, no estuvo exenta de polémica, pues las protestas de los sectores más conservadores de la audiencia no se hicieron esperan ante ciertos momentos que revelan aspectos tanto de promiscuidad como de homosexualidad, generándose una controversia aún mayor por el hecho de
que tanto el director Bryan Singer como el coprotagonista Sir Ian McKellen fueran activistas abiertamente gays. Pero más allá de la polémica detrás de ella, la película se convirtió en una de las más sobresalientes adaptaciones de la literatura de King gracias a que Bryan Singer supo capturar la esencia del relato original y explorar de manera psicológica el origen de la maldad. Es un logro nada fácil pero para el que obtuvo la ayuda de un sensacional trabajo histriónico de los protagonistas, quienes nos regalan un par de legendarios duelos de actuaciones y un tour de force que quedó entre lo mejor del cine de los 90s y que recalcó el ya entonces reconocido talento de Ian McKellen –generando una química particular con Singer con quien dos años después iniciaría su serie de colaboraciones en tres futuras entregas de la saga X-Men– y reafirmó el prometedor talento del malogrado Brad Renfro.
La Jetée (1962), de Chris Marker, inspiró la realización de esta cinta de Terry Gilliam, en la que una pandemia pro-vocada por un misterioso virus, ha acabado casi con el total de la población mundial y ha obligado a los pocos sobre-vivientes a refugiarse en comunidades bajo tierra; en este apocalíptico contexto, el prisionero James Cole (Bruce Wi-llis) es enviado al pasado para conseguir una muestra del virus para que en el futuro se pueda crear un antídoto que evite el total exterminio de la raza humana. Entre guapas psiquiatras (Madeleine Stowe) y no menos atractivos en-fermos mentales (Brad Pitt) sucede esta cíclica aventura con el siempre pesimista tono de Gilliam en la que la huma-nidad se ve enfrentada a la inalterabilidad del destino.
Ganadora de la Palma de Oro, la obra maestra del multidisciplinario Gus Van Sant se inspira en las distintas masacres ocurridas en distintas escuelas estadounidenses, pero particularmente en la perpetrada por dos adolescentes de la preparatoria Columbine, y a partir de esta recreación nos deja echar un vistazo al contexto en el que se cocinan los hechos de violencia entre adolescentes. A diferencia de otras cintas juveniles panfletarias que exponen las consecuencias de la violencia, “Elephant” no muestra concesiones al introducirnos a las causas que la engendran mediante una narrativa atípica que en tono casi documental parece no tener un arco dramático o un conflicto en la historia, pero que en realidad nos muestra la cotidianidad de los jóvenes en sus deficientes ambientes educativos y familiares.
Inspirándose en la biografía del mafioso Henry Hill, Scorse-se inicia la década de los 90 regresando a sus raíces con una historia que conjuga equilibradamente la sangre, la vio-lencia y mucho humor negro con las magníficas actuaciones de Robert DeNiro, Joe Pesci y Ray Liotta. Una obra más de culto del genio neoyorquino que marcó un nuevo estilo (imitadísimo después) para el cine en el subgénero de la mafia, tanto así, que ha sido referencia obligada en otras cintas gansteriles como en la reciente Una familia peligrosa (Malavita; 2013), protagonizada también por DeNiro.
que ocurren en el planeta rojo de la mano de Ray Bradbury o fábulas sobre los temores del siglo XX provenientes de los cuestionamientos políticos y sociales de Rod Serling al atraparnos en su dimensión desconocida, todos profundizan en el peligro que estos descubrimientos pueden hacer a la humanidad. Pero un autor sobresale de la mayoría, pues él concibió el horror en donde antes existió un amor benigno por la ciencia y cómo una familia suburbana puede quedar destruida en el proceso. George Langelaan, periodista francés, que durante la Segunda Guerra Mundial fungió como espía para los aliados, al concluir su servicio militar, se enfocó en la escritura de relatos que ofrecía a diversas revistas americanas en la década de los cincuenta. Fue en este periodo cuando creó su más notable obra: la mosca, un cuento corto que la revista Playboy aceptó comprar para su posterior publicación en 1957. Meses después, la editorial del conejito le otorgó el premio del “mejor cuento publicado en el año”. Y no estaba exagerando, pues la estructura del relato es ingeniosa: el suspense de la historia no radica en descubrir lo que ocurrió al final, sino que el autor nos presenta el resultado al inicio y el lector ansiará conocer que fue lo que ocurrió. Este camino nos conducirá a un macabro resultado. Tal fue el éxito del relato, que el 11 de julio de 1958 se estrenó su primera versión cinematográfica, a cargo del director Kurt Neuman, quien realizó una rareza dentro del género de la adaptación: el cuento se mantiene intacto, trasladándolo tal y como lo imaginó George Langelaan. Una familia vivirá el horror y la ruptura, cuando el hijo y la esposa del matrimonio, ignoren que el bondadoso marido y padre de familia se a convertido en un hombre con cabeza de mosca, al ocurrir un accidente al usar los teletransportadores con forma de cabina telefónica. Sostenida casi en su totalidad por un destacado Vincent Price, fungiendo como el hermano desconcertado que a toda costa intentará encontrar la verdad de lo ocurrido al buscar liberar de los cargos de asesinato a su cuñada (pues asesinó a su marido). Aquella vertiginosa historia concluye con un final esperanzador para las partes involucradas (incluso para el hombre convertido en mosca, quien encuentra su redención al destruir la máquina que le ofrecería a la humanidad una solución al trasporte universal). Quizá el mayor cambio se encuentre en el nombre de los personajes, pues tomaron tal fuerza en la mente del espectador, que el cuento se reeditó con los nombres de su contraparte cinematográfica, en un intento esperanzador para hacernos olvidar el final original del cuento: la viuda del científico se suicida, después de revelar lo sucedido al hermano de su esposo.
A esta historia le siguieron dos secuelas, El Regreso de la Mosca de 1959 y La Maldición de la Mosca, estrenada en 1965. Aunque no mantienen el brillo del producto original, aprovechan con esfuerzo ser continuación directa de la primera cinta. En El Regreso de la Mosca, nos encontramos con un hecho que salta a la vista: el esperanzador final que antes vimos solo existe en aquella ultima escena. La madre a muerto, el niño, ahora adulto, siguió la investigación de su padre, acompañado de nuevo por Vincent Price, siendo este último, el único recuerdo al espectador de que, en efecto, estamos viendo una secuela. En ocasiones es imposible preguntarse que clase de historia habría sido de haber contado con la participación del escritor francés. No hay mesura en las segundas partes: hay más muertes como personajes y en esta aventura, la mosca, una vez que el hijo sufre la terrible transformación derivado ya no de un accidente, sino de un acto de venganza, acampara la pantalla con una cabeza el doble de grande. Siguiendo la ruta de las películas de aquella época, los malos son detenidos y tenemos la sorpresa de que la transformación que sufrió el hijo (ya sin involucrar los problemas éticos al jugar con la genética)se logra revertir. En lo que respecta a La Maldición de la Mosca, tenemos un curioso caso de tercera parte, que bien podría ser el episodio perdido de esta trilogía. Los descendientes del hijo del científico utilizan el trabajo de este último no para teletransportarse, sino como un medio para encontrar la fuente de la
eterna juventud. Esta tercera parte involucra elementos inexplorados en las cintas anteriores: el terror es más atenuante, mientras que el misterio se va develando lentamente, al descubrir una serie de criaturas ocultas en aquella casa en donde alguna vez existió una familia amorosa. A pesar de contener todos estos elementos, el trabajo final funciona igual que un auto de carreras sin mantenimiento. Sin embargo, hay un detalle que destaca, y que, sin duda, marca la película: no hay mosca. No existe ninguna transformación. Y, por si fuera poco, la clásica cabina de teléfono que fungía como maquina desintegradora, a sido modificada, alejándose del diseño original. El maestro de las transformaciones, David Cronenberg, en 1986 nos presentó una nueva reformulación del relato, contando con la participación de las estrellas de Hollywood: Jeff Goldblum, Geena Davis y John Getz. Entre Charles Edward y David Cronenberg, logran actualizar el relato, manteniendo la profundidad ideológica y humanidad del cuento. Ya no nos encontramos con una agradable familia suburbana, sino con Seth Brundle, un científico solitario, cuya relación con su invento (los telepods) nace no de cambiar el mundo, sino el suyo, al negarse a utilizar cualquier transporte durante toda su vida. Por su parte, la tradicional ama de casa es ahora Veronica Quaife, una reportera que representa la búsqueda de la feminidad libre y que encuentra en Seth Brundle una oportunidad laboral y pasional que podrían ayudarla a superar el bache en donde se encuentra su vida.
Tras el fatídico accidente, es aquí donde presenciamos la innovación cinematográfica que nos mantiene atentos al resto de la historia: Seth Brundle, quien había mejorado la máquina con ayuda de Veronica, tras un ataque de celos, se teletransporta sin advertir la presencia de una mosca. La teletransportación ocurre, pero la transformación no. La máquina, de potenciar falsamente las aptitudes del cuerpo y mente humana, Brundle vivirá en si mismo la caída paulatina hacía un agujero filosófico (mientras se transforma en una mosca gigante de 100 kilos) que nos permitirá reflexionar sobre ya no solo los riesgos que implica intentar manejar la genética, sino el considerarse un eslabón más en la evolución humana. Con un tratamiento influido por La Metamorfosis de Kafka, el monstruo, que en algún momento fue la epítome del cuerpo humano, tras una serie de reveses, encontrará la redención, ya no solo destruyendo su invento como en la cinta original, sino acabando con su vida con la ayuda de Veronica, abrigado por la destacable música de Howard Shore, que adereza un final abierto. La mosca, un insecto que consideramos desagradable y de facil aniquilación, logró lo que muchos personajes no consiguen: una secuela. La Mosca 2, ya sin la participación de Cronenberg, pero sí con la de Chris Walas y Eric Stoltz, llegó a los cines en 1989 para demostrarnos que los pecados del padre regresan al hijo. En esta ocasión, el primo-
génito de Seth Brundle y Veronica Quaife ha caído en las manos de la inescrupulosa empresa misteriosa que financió a Seth, y que ahora reclaman su derecho sobre los inservibles telepods. Valiéndose de una curiosa mezcla de dos cintas ya mencionadas (El Regreso de la Mosca y La Maldición de la Mosca), termina ofreciendo un producto inferior, que cautiva al presentarnos el doloroso camino que debe recorrer el hijo, Martin Brundle, para encontrar su lugar en el mundo, en un intento por alejarse del trabajo de su padre. Aunque virtualmente sea imposible al verse infectado con el código genético de la mosca, trayendo al mundo una mezcla humanomosca nunca antes vista ni creada por la naturaleza. En esta carrera contra el tiempo, la solución es una: usar aquellas máquinas que han causado mas estragos que alivios a la humanidad. Lo que alguna ves fue el relato de terror más ambicioso de su tiempo, pues presentó una tragedia citadina con asombroso ingenio, encontró mayor presencia en la gran pantalla, pero no por ello, más desarrollo. Sin duda, La Mosca, quedará en nuestras mentes como una moraleja humana que encierra en su interior el mayor temor del conocimiento humano. Ten cuidado con lo que deseas, porque se puede volver realidad. O como diría Seth Brundle: “Soy un insecto que soñó que era un hombre y le fascinó, pero el sueño terminó y el insecto despertó.”
E
n este documental, la directora Dalia R. Reyes realizó un trabajo asiduo de confianza, y esto se ve reflejado en el resultado del documental: sus personajes se muestran al natural sin filtros, realizando una catarsis de sus vidas al estar limpiando sus cuerpos. Felipe es el encargado de los baños desde 1984. Es una persona alegre pero a la vez solitaria, su vida son los baños pues aparte de trabajar, vive en uno de los cuartos de la finca, sus días transcurren entre limpiar y cantar, éste es su hobby. Él se sabe muchas historias de tanta gente que ha pasado por el lugar, ellos le confían lo felices o tristes que están. Juana es barrendera del centro de la ciudad de México. Vive sola y es una mujer muy fuerte que lucha por salir adelante ante la intempestiva vida que le ha tocado, desde la dolorosa perdida de seres queridos hasta abusos sexuales. Pese a todo esto, ella está en pie, luchando por tener una vida mejor. La Sra. José es clienta de los baños desde hace más de 40 años.
Su vida es menos trágica que la de Juana, pues ella vive en familia, pero en algún momento de su historia, descubrió infidelidades de su pareja. Ella sigue con la tradición y hace lo posible por que sus hijas y nietos compartan esta experiencia: el baño, aparte de limpieza, es de convivencia, pues en los baños comunales puede entrar toda la familia. El documental Baño de Vida tiene puntos dramáticos, pero sus protagonistas, a través de sus historias, nos hacen reír con la filosofía con la que ven la vida, aceptando lo que les tocó pero no decayendo, al contrario buscan ser más felices aceptando su pasado y aprendiendo de él. Se trata de un relato que nos muestra la vida de tres personajes muy peculiares, su directora logra un estupendo juego metafórico cuando éstos escarban en sus más hondos recuerdos de lo que ha sido su vida y que comparten lo mucho que les ha ayudado el cuarto de vapor; quizás para limpiar, además de sus cuerpos, sus almas.
L
a aún breve filmografía del veracruzano Chucho E. Quintero tiene como núcleo la amistad. Ya desde su opera prima –Six Pack (2011)– estableció la constante de los amigos enfrentados a sus miedos y deseos más profundos entre pizza, chelas, mota, su inminente separación luego de terminar la preparatoria y la oportunidad de asistir al último concierto de su banda favorita: Inspection 12. Con su segundo largometraje –Velociraptor (2014)– no solo se reafirmó temáticamente sino que, al apostar por una historia de amistad entre un chico gay y su mejor amigo buga durante los momentos previos al Apocalipsis en una semidesértica Ciudad de Médico, se aventuró a luchar a contracorriente tanto con el cine mexicano enviciado con la producción de comedias románticas, como con el cine LGBT estancado en interminables historias melodramáticas sobre salidas del closet. En Los días particulares la amistad y la sexualidad son nuevamente los pilares que sostienen la trama, pero adquieren una mayor profundidad y complejidad a través de las distintas personalidades de un abanico de personajes. Román (Gerardo del Razo), Isabel (Sofía Sylwin), Óscar (Carlos Hendrick Huber), Renata (Carolina Lecuona), Valentina (Ana Lourdes Zamarrón), Hugo (Max Thomsen), Imanol (Axel Arenas) y Roco (Christopher Aguilasocho), son ocho amigos que viajan a una cabaña en un paraje boscoso como celebración de su graduación de preparatoria, y desde el primer instante se nos presenta una convivencia entrañable pero también plagada de roces, secretos, deseos y frustraciones, sobre todo desde la llegada de los involucrados en un triángulo
amoroso: Román, Isabel y Óscar. Pero esta historia de (des)amor se presenta desprovista de todo prejuicio cuando llega el reclamo de Isabel a Román, pues la recriminación no va en el sentido de haberse acostado con otro hombre, sino por romper los acuerdos de su relación monógama. Y es que, al igual que en su filme anterior, aquí los prejuicios se encuentran ausentes y no se hace en ningún momento una referencia a las orientaciones sexuales de los personajes, por lo que aquí no encontramos personajes gays, lésbicos, bisexuales o pansexuales, sólo existen adolescentes explorando y conquistando facetas desconocidas tanto de su sexualidad como de sus sentimientos, y si los jóvenes se mantienen al principio reacios a indagar en dichas facetas, no es por miedo a un juicio moral familiar o social sino que sus inseguridades responden a factores emocionales propios de su naturaleza adolescente y de su inexperta visión del mundo. De esta forma, y al igual que los personajes, la película pasa por encima de las etiquetas del acrónimo LGBTTTI para asumir su naturaleza «queer» en la que prima su fluidez sexual. Y si bien el triangulo amoroso/sexual es el que cobra protagonismo desde el inicio, el guion acude a los otros personajes para presentarlos a través de una serie de viñetas y explorar así otros aspectos de la adolescencia como el primer amor no correspondido, la desilusión, las frustraciones, la eterna búsqueda del sentido de pertenencia y la incertidumbre sobre el futuro. Apoyado en la fotografía de Diego Cilveti y el sobresaliente diseño sonoro a cargo de la compañía Sounder donde los sonidos de la naturaleza –las
aves, el viento, el agua, los insectos– se mezclan con las partituras compuestas por Fores Basura para dar forma al ambiente nostálgico en el que los protagonistas experimentan, de una forma similar a los protagonistas de Velociraptor, una serie de Apocalipsis tanto en lo colectivo como en lo íntimo: se revela el destino de un personaje desaparecido cuya ausencia rondó e incidió anímicamente todo el tiempo hasta finalmente cambiar el tono del filme; el término de sus estudios de preparatoria que llega tajante para marcar un punto y aparte que los obligará hacerle frente a sus futuros particulares; y también se presenta el fin de las relaciones personales de esos compañeros a los que quizá no vuelvan a ver nunca. “I won't forget you. I won't forget the summer. I'll remember who I was when I met you. I'll remember who you were and how we've both changed and stayed the same." es un fragmento de la carta abierta publicada por el cantante Frank Ocean en la que habla sobre su sexualidad, y esta hermosa cita encuentra eco en una línea de la protagonista femenina dentro del relato: “Yo creo que a los 18 ya eres la persona que vas a ser por el resto de tu vida. Vamos a cambiar un poco pero... sobre esto mismo que ya somos”. Justo en este diálogo que se da entre las frases de Ocean e Isabel podemos encontrar la más pura esencia de este «fluid coming of age». Chucho E. Quintero ha vuelto a ofrecernos un ejercicio fílmico sólido, un trabajo facturado con mucha dedicación y cariño, un homenaje a la que, quizá, sea la etapa más importante de nuestras vidas: a nuestros días particulares.
E
l cine de Wes Anderson es un micro universo muy particular en el que la gramática cinematográfica es utilizada con gran maestría para narrar fantásticos relatos que hablan sobre nuestra naturaleza y nuestras relaciones humanas, dicha gramática es perfeccionada en su nueva película y logra su obra maestra: El Gran Hotel Budapest, la cual narra la historia de amistad del joven botones Zero Mustafa (Tony Revolori) con el famoso concierge del hotel al que alude el título, Monsieur Gustave H. (Ralph Fiennes), y de la gran aventura que vivieron, a principios de la década de los 30s, al verse obligados a robar una pintura renacentista de valor incalculable que le fue heredada a Monsieur Gustave por parte de la anciana Madame D. (Tilda Swinton), pero que le es negada por su egoísta nieto Dimitri (Adrien Brody); a la par de esto, también se desarrolla una pugna familiar por una millonaria herencia y el nacimiento de una historia de amor entre Zero y una chica llamada Agatha (Saoirse Ronan), quien como seña particular, tiene un enorme lunar con la forma de México en la mejilla derecha. Con El Gran Hotel Budapest, Wes Anderson nos pone frente a cien minutos de un sofisticado delirio estilístico, ese
con el que ha creado su propio universo cinematográfico desde aquella ya muy lejana Bottle Rocket (1996), ese microcosmos que, aún con su tono fársico a cuestas, es poseedor de una elegancia y sofisticación incomparables. Con su clásico uso de una paleta de colores pastel y su reparto coral -donde en esta ocasión encontramos nombres como los de Jude Law, F. Murray Abraham, Willem Dafoe, Jeff Goldblum, Edward Norton, Bob Balaban, Bill Murray, Léa Seydoux, Jason Schwartzman, Tom Wilkinson, Owen Wilson, Harvey Keitel y Mathieu Amalric-, el director de origen texano nos entrega el más portentoso de sus filmes, uno que alcanza una complejidad narrativa como nunca lo había logrado en ninguno de sus filmes previos. A través de los numerosos capítulos que conforman esta peculiar antología, somos testigos -nuevamente- del gran ingenio que posee el realizador para contarnos una historia donde forma y fondo no solo se complementan a la perfección y se concilian, sino que se convierten en uno solo, un único elemento que sostiene esta melancólica, siniestra, tragicómica y perfectamente manufacturada anécdota de intrigas, asesinatos, herencias multimillonarias, amor y amistad.
T
odos hemos tenido ese empleo de oficina donde más de una o uno se ha sentido acosado sexualmente por su jefe o compañeros de trabajo; sin embargo las mujeres son más propensas al tener que lidiar día tras día en ese ambiente de sexismo, vanidad y actitud de “enseña más las piernas, baja ese escote, usa un vestido más corto”. Bombshell es esa cinta que no sólo muestra esa atmósfera de acoso sexual que se desató en 2016 en los pasillos de Fox News por Roger Ailes, sino que también da una conciencia al espectador de que las cosas no han cambiado mucho a la actualidad y que aún el silencio por parte de las mujeres forma parte de esa cultura laboral aceptada. La película comienza con un ligero tono alegre y rompiendo paradójicamente el ambiente laboral aceptado, esta historia se cuenta a través de la percepción de las mujeres, principalmente por la conductora de celebridades Megyn Kelly (Charlize Theron), la señorita americana convertida en presentadora Gretchen Carlson (Nicole Kidman) y una joven ficticia que se identifica como la milenaria evangélica que lleva por nombre Kayla Pospisil (Margot Robbie). Mientras Megyn y Gretchen son muy poderosas pero al mismo tiempo problemáticas, Kayla se muestra como la “victima”, asumiendo
la escena más inquebrantable de abuso sexual de toda la película. Sin embargo Kayla alza su voz e impotencia contra Megyn por ser esa “típica mujer” que considera que los hombres son intocables y poderos, y es por ello que cree que guardar el silencio por muchos años y normalizar el abuso sexual en los espacios grises de la oficina es totalmente valido cuando tienes una carrera en ascenso. Mientras sigue avanzando la película fácilmente recrea con mucho éxito la atmósfera laboral misógina antes de que el movimiento #MeToo rompiera a Estados Unidos, y posteriormente la renuncia y jubilación de esas mujeres que lograron liberarse de Fox News. El mensaje de la cinta es mostrar cómo cualquier negocio se encuentra divido con el poder político y la misoginia, pero esto no se lograr explorar profundamente en toda la película. Bombshell es una cinta digna de Oscar gracias a su reparto de actores. Nicole Kidman, será recordada por esa escena sin maquillaje donde sus líneas cobran vida, mientras Charlize Theron muestra esa mujer ambiciosa que quiere tenerlo todo sin importar el cómo lo consiguió; sin embargo tu corazón se volverá loco por esa Margot Robbie frágil, y todo el odio e impotencia se lo ganará John Lithgow.
H
ace tres años, la dupla formada por Chad Stahelski y David Leitch dio forma a un frenético filme de acción que se convirtió en objeto de culto pese a su absurda premisa: John Wick. Protagonizada por Keanu Reeves, la cinta sobresalió del resto de las producciones del género por sus impresionantes secuencias llenas de adrenalina y testosterona bajo una estética neon-noir, uniéndose a la lista de títulos que han acudido a esta particular estética para crear los mundos donde habitan sus personajes como Nightcrawler (2014), Drive (2011) y por supuesto la emblemática Blade Runner (1982). Luego del gran éxito de John Wick, su tándem creador siguió caminos separados, y mientras Stahelski se enfocó en la preparación de la secuela John Wick 2 –estrenada hace unos meses– y en la actual producción de Deadpool 2, Leitch canalizó su creatividad a la preparación de un nuevo filme de acción pero ahora con una mujer como protagonista. Así es como llegamos a Atomic Blonde, adaptación a cargo de Kurt Johnstad de la novela gráfica The Coldest City, escrita por Anthony Johnston, ilustrada por Sam Hart y publicada en 2012 con la ciudad de Berlín aún dividida por el vergonzoso muro durante la Guerra Fría como telón de fondo. En este contexto se mueve Lorraine Broughton (Charlize Theron), una agente del MI6 con la misión de encontrar una lista que otro agente recién asesinado intentaba hacer llegar al lado oeste de la capital alemana, y que contiene nombres clave de los agentes encubiertos que trabajan en la parte este. Pero la misión se complica cuando nadie es quien di-
ce ser y las traiciones y dobles identidades se manifiestan. Sí, es verdad que estamos ante una propuesta con más estilo que sustancia –si la analizas un poco más a fondo veras que la trama apenas está sostenida con pinzas–; pero lo principal aquí son las sensacionales peleas hiperestilizadas con el estridente soundtrack sonando al fondo. No obstante, es importante señalar que pocas veces hemos visto una protagonista como Lorraine. Se trata de una mujer ruda y sin concesiones con sus enemigos; estamos frente a una agente que podría enfrentarse sin ningún problema a colegas como James Bond, Jason Bourne o Ethan Hunt, y seguramente podría vencerlos fácilmente. Pero lo importante es la otra parte de Lorraine, la que explota su feminidad a diferencia de otras heroínas representadas en la gran pantalla que son obligadas a dejar de lado ya sea su feminidad o sus emociones para convertirse en figuras empoderadas –recordemos sólo a una andrógina Sigourney Weaver rapándose en Alien 3 o a Angelina Jolie con sus atuendos masculinizados en Tomb Raider–. El caso de Lorraine es distinto, y en un caso muy similar al de la reciente Wonder Woman, de Patty Jenkins, la heroína se muestra vulnerable emocionalmente... aunque sea por breves instantes; el personaje interpretado de manera fantástica por la actriz sudafricana no sólo resalta su feminidad con ajustados y sensuales atuendos y accesorios que combinan con su platinada cabellera, sino que se le permite mostrarse vulnerable también en lo físico mediante las escenas donde atiende las heridas causadas por los
gajes del oficio. Atomic Blonde se presenta como una eficiente combinación de la hiperestilización visual neon-noir con las brutales escenas de acción que hicieron sobresaliente a la saga de Jason Bourne –donde Leitch trabajó como asesor profesional de las secuencias de pelea–; de esta manera nos encontramos con largas tomas en las escenas de acción –característica poco común en el género–, sobresaliendo dos secuencias memorables: la primera es una pelea a puño limpio detrás de la pantalla de un cine donde se proyecta la mítica Stalker (1979), del maestro Tarkovski –sin duda un homenaje que todo cinéfilo sabrá apreciar–; y la segunda, una de las secuencias climáticas que, mediante el impecable uso de cortes invisibles, emula un frenético plano secuencia de más de quince minutos y una de las mejores peleas del cine en el nuevo milenio. Además, el filme suma puntos gracias a la curaduría que conforma el fantástico soundtrack repleto de los éxitos que entonces dominaban la programación de MTV como 99 Luftballons, Hungry Like the Wolf, Just Like Heaven, Father Figure, Cat People, I Ran (So Far Away), Killer Queen, Under Pressure y un largo etcétera. Hay tal cantidad de música en el filme que podríamos considerarlo como un extenso –e hiperviolento– videoclip ochentero. Y si el público de John Wick la volvió una película de culto, entonces Atomic Blonde se merece un lugar en el olimpo del cine de género del nuevo milenio, pues es igual de dinámica y visualmente atractiva... y no tiene una trama ridícula.
La cinta bien podemos partirla en los actos que la componen y cada uno de ellos tiene una calidad distinta que, a la hora de valorar a la película en su totalidad sí se llega a tener algo de conflicto. El planteamiento de la cinta mantiene un halo de suspenso inusual en Coppola, una chica descubre a un soldado herido en el bosque que está junto a la escuela de señoritas en la que ella es alumna, el soldado tiene puesto un uniforme del ejército del norte, es la guerra civil norteamericana y el norte con sus ideas liberales se enfrenta a los conservadores estados del sur, en donde se ubica geográficamente la ya mencionada escuela. La chica decide llevar al soldado con su maestra para que ella vea que puede hacer con él, al principio las alumnas y las maestras se escandalizan al ver no solo el cuerpo de un hombre, sino de uno que pertenece al ejército contrario y con el que se sienten indefensas al estar solo ellas sin nadie que les pueda ayudar en caso de que el extraño resulte ser hostil. Deciden tomar el riesgo y lo alojan en la escuela hasta que se recupere, a lo que él les promete que en cuanto lo haga se irá de ahí. Esta primera parte comienza muy bien, sabe darse su tiempo para poder presentarnos a los personajes de una forma más natural que no los muestra nadamás porque sí ante la cámara, sin embargo después de un rato comienza a ser muy tediosa, la cotidianeidad de las chicas es presentada con la intención de que el espectador se introduzca en una atmósfera de un muy sutil erotismo, pero falla al no darle consistencia a esto hasta que no llegamos al nudo de la trama. Las cosas se complican cuando las chicas, todas ellas adolescentes, comienzan a insinuarse al desconocido que ha llegado a su entorno, las dos maestras de la escuela también hacen lo propio, una con más prisa que la otra pero todo se convierte en un caos cuando todas ellas compiten por llamar la atención del sujeto y hacerlo sentir cómodo para cortejarlo de la forma doblemoralista que siempre impera en los lugares rurales. La postura del soldado no ayuda a esclarecer sus intenciones, tiene un comportamiento ambiguo, que no sabemos si sus respuestas hacia el cortejo son honestas, se hace el difícil para tenerlas a todas comiendo aún más de la palma de su mano o es alguien inocente que ni siquiera se da cuenta que todas se mueren por él.
En ésta parte es donde el lucimiento histriónico de las actrices que dan vida a las alumnas llega a su punto más sobresaliente, todas aprovechan esas pequeñas o largas escenas para seducir, no solo a Colin Farrell, sino al espectador que no hace más que apreciar el buen trabajo que hacen todas en su papel, con personajes que no dejan de ser inocentes pero que saben que han llegado a una edad en la que, si lo desean, pueden usar sus encantos para atraer a personas del sexo opuesto. Debido a lo desinteresado que nos deja el primer acto, la entrada a este segundo acto no termina de encantar hasta que los personajes llegan a grados tales de acción que nos es imposible reír y soltar exclamaciones sobre lo que las protagonistas hacen o están dispuestas a hacer para obtener la atención del otro, incluso la competencia entre todas ellas es un buen ejemplo de lo excelente que puede ser Sofia Coppola como guionista, con diálogos punzantes, sutiles y directos dependiendo el personaje que los recite. El desenlace abandona cualquier sutileza y lleva a los personajes a momentos de verdadera tensión y locura, explota muy bien las emociones contenidas durante toda la cinta y atrapa completamente al espectador, una vez que las chicas han comenzado a convivir con el soldado, se vuelven cada vez más sustanciosas sus interacciones con él, una maestra logra enamorarse de él y planea irse con él una vez que se recupere completamente, sin embargo las demás y él mismo no quieren que se vaya, un desafortunado encuentro nocturno desata un sinfín de enredos en los que nadie sale bien librado, para ello las chicas deben decidir si se unen y dejan de lado su competencia o si quieren seguir con la inseguridad que ahora les inspira este nuevo inquilino. Para esta última parte, Kidman, Dunst y Farrell entregan sus mejores momentos, con una carga dramática necesaria para el lucimiento de sus personajes, nos dejan en claro su talento y hacen que se nos olvide (por lo menos hasta que la película finaliza) de los ratos aburridos que contiene el filme. Es un muy buen desenlace, satisfactorio para el rumbo al que la cinta nos estaba llevando, y se agradece que no se tome ninguna especie de solemnidad hacia ningún personaje. Como la gran mayoría de las cintas de época, cuenta con un diseño de
producción impecable, los interiores monocromáticos con uno que otro detalle en colores nada llamativos y las paredes abarrotadas de velas hacen un entorno que puede resultar tétrico, sacado de alguna cinta de terror gótico. El vestuario con predominantes colores pastel nos recuerda más a las cintas de época actuales que a las clásicas, no son vestuarios exuberantes sino piezas más conservadoras que aún así generan un muy buen contraste con el ya mencionado decorado de la escuela. La fotografía es magnífica, la iluminación de velas hace que las tomas nocturnas sean maravillosas, enfocando con la luz siempre al centro del cuadro y dejando lo demás en una oscuridad casi completa hacen sentir una especie de entorno de calidez que poco a poco se va perdiendo conforme avanza la trama, no hay tomas arriesgadas, todo está muy bien cuidado y sigue la línea conservadora que tienen muchos otros aspectos de la cinta. El único aspecto técnico que me quedó a deber es el de la música, es demasiado sutil, tanto que preferiría que no hubiera, más que las piezas que las alumnas interpretan dentro de la misma película, los demás tracks aparecen en muy contadas escenas y no aportan nada a las mismas, ya es el segundo trabajo que la banda Phoenix compone para Sofia Coppola y en ambas ocasiones resultan completamente desperdiciados (la anterior es Somewhere, una película en la que absolutamente todo es desperdiciado), esperemos que esta mancuerna por fin llegue a algo sustancioso y que se pueda apreciar de buena manera. Podemos concluir diciendo que es una cinta que retrata el deseo, el erotismo y la sutileza no solo en su argumento sino en su ritmo, no me parece en absoluto la mejor película de su directora y difícilmente la veo compitiendo en alguna entrega de premios.