PORTADA 2/2
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uego de la sorpresiva cancelación de Hannibal tras su tercera temporada, su creador Bryan Fuller, junto con Michael Green, desarrolla la versión televisiva de la novela American Gods, de Neil Gaiman, logrando un retrato tan hermoso como grotesco de la condición humana y su relación con una entidad superior. La complejidad multicultural de los Estados Unidos, país en el que desde sus orígenes como nación convergieron esclavos, colonos, inmigrantes y nativos, sirve como telón de fondo para esta historia protagonizada por Shadow Moon (Ricky Whittle), un ex convicto al que le han adelantado su fecha de liberación oficial debido a una tragedia familiar, y al que la serie sigue en su descubrimiento de la infidelidad de su esposa Laura (Emily Browning) con su mejor amigo y en su encuentro, aparentemente fortuito, con Mr. Wednesday (Ian McShane), un enigmático y carismático hombre que lo contrata como guardaespaldas mientras realiza un peligroso viaje a través del país con el fin de reclutar mitológicas deidades y prepararlas para la gran batalla que se avecina contra los nuevos dioses, las modernas deidades paganas –como la tecnología– que buscan ahora imponer su dominio sobre sus creadores. El recorrido por los caminos de Estados Unidos irá mostrando el multicultural, místico y ancestral rostro de esa nación mediante una galería de personajes como Mad Sweeney (Pablo Schreiber), Media (una fenomenalmente andrógina Gilian Anderson), Mr. World (Crispin Glover), Salim (Omid Abtahi), Bilquis (Yetide Badaki) y The Jinn (Mousa Kraish). American Gods es una propuesta seductora y estimulante donde la mitología se enfrenta encarnizadamente contra las paganas creaciones humanas como la tecnología y su enfermiza obsesión con la popularidad. La serie parte de una estética visual similar a la utilizada en la serie Hannibal –en
la que no hay miedo a la sexualidad en sus múltiples variantes, a la violencia o al gore que acompaña el desarrollo de la historia– con el constante uso de secuencias oníricas y en cámara lenta. Sin tener que recurrir a un ritmo trepidante, la historia, los personajes y la lluvia de ideas filosófico-religiosas-existenciales aprehenden de manera instantánea al espectador, el cual se adentra en un viaje en el que también se encontrará con temas socialmente relevantes como la migración, la violencia y el racismo. En clave de road movie se presenta el viaje de Shadow Moon y Mr. Wednesday; el primero enfrentándose a la traición, el engaño, la pérdida y el duelo, mientras que el segundo busca aliados que lo ayuden en la batalla final para no perder su lugar en la memoria colectiva y su conexión espiritual con la humanidad. Fuller y Green logran con American Gods un inteligente y firme entramado narrativo que se convierte en un tratado sobre la fuerza de la fe y la fortaleza que se encuentra también ante la falta de ella (ya sea por decepción o convicción), sobre el sentido de la existencia a través de la religión o a través de caminos ajenos a alguna creencia espiritual; además, también explora la relación de co-dependencia que ha guardado la humanidad con sus deidades a lo largo de los siglos, relación que ahora han transmitido hacia los adelantos tecnológicos de uso personal como la televisión en línea, la web, los smartphones, las redes sociales, etc.. Mitología oscura, acción, filosofía, existencialismo y religión convergen en esta propuesta atrevida tanto en su concepto como en su diseño visual; toda una experimentación con el lenguaje televisivo en pos de una propuesta que, más allá de la búsqueda del éxito inmediato, está en pos de consagrarse como una alternativa caracterizada por la honestidad y la autenticidad con la que pueda honrar a su origen literario.
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uego de un versión fílmica que no vale la pena recordar, la novela distópica The Handmaid's Tale, firmada por la escritora canadiense Margaret Atwood, publicada en 1985 y convertida ya en una de las máximas representantes de la ficción especulativa, fue adaptada para la pantalla chica con la sensacional Elisabeth Moss como protagonista y bajo la producción de Hulu, la plataforma de streaming que se está consolidando de manera relativamente rápida y que, de mantener este tipo de calidad en sus historias y factura, podría pronto quitarle considerable público a otros servicios como el gigante Netflix o HBO Go. La historia transcurre en un futuro cercano, en una realidad sociopolítica distópica donde la tasa de natalidad ha decaído peligrosamente a causa de la contaminación ambiental y las enfermedades de transmisión sexual. El territorio de los Estados Unidos, por votación mayoritaria en el Senado, ha sufrido un fuerte revés político, transformándose en la República de Gilead, una nación teocrática gobernada por ultraconservadores fundamentalistas que, guiados por interpretaciones extremistas de la biblia, han despojado a las mujeres de todos sus derechos: no pueden trabajar, tener propiedades o dinero. Tampoco tienen permiso de leer; todo acceso al conocimiento o la recreación les ha sido restringido. Las “desviaciones sexuales” son castigadas con la muerte, mientras que las pocas mujeres fértiles son reclutadas para ser enviadas con familias de la élite gubernamental para servir como “criadas” con el fin de engendrar en sus vientres a los hijos de los mandatarios cuyas estériles esposas no pueden procrear. Pero el término «criadas» es un lamentable eufemismo para evitar utilizar el término descriptivo verdadero: «esclavas sexuales» que son abusadas en una denigrante ceremonia mensual. Las mujeres, aunque no lleven grilletes en los tobillos ni duerman en jaulas, son esclavas; y es que, además, las han despojado de su identidad, pues deben vestir ropa eclesiástica escarlata y no pueden tener ni siquiera un nombre propio, sino un título que las marca como pertenencia de un amo. En el caso de nuestra heroína, es enviada a la residencia del Comandante de Estado Fred Waterford (Joseph Fiennes) y su esposa Serena Waterford (Yvonne Strahovski), así que se ve obligada a adoptar el término Offred (Of Fred, es decir, De Fred). La odisea de Offredd en busca de supervivencia es la principal línea narrativa de los 10 capítulos que conforman esta primera temporada, pero constantemente hay inserciones de flashbacks a través de los cuales se nos va revelando su historia previa a la instauración del régimen totalitario y esos periodos narrativos sirven para que conozcamos a su esposo Luke Bankole (O-T Fagbenle), su pequeña hija Hanna (Jordana Blake) y su mejor amiga Moira (Samira Wiley).
Aunque por momentos es evidente su austera producción si la comparamos con gigantes títulos como Game of Thrones, la serie destaca por su premisa escalofriante, la cual da pie a un estudio sociológico que se combina con un drama psicológico e introspectivo y donde resultan claros los paralelismos con la situación geopolítica global actual. Y es precisamente la potencia en su crítica social lo que hace que la austeridad en su factura sea un factor intrascendente, pues nos encontramos ante una propuesta formal elegante con un impecable y estilizado diseño de arte que sabe cómo crear atmósferas mediante los precisos encuadres y la cuidada iluminación para transportarnos a una realidad gobernada por la tristeza, la melancolía, la angustia, la impotencia, la desolación y la esterilidad. Pero su sobresaliente diseño visual es sólo el envoltorio que acompaña un oportuno discurso feminista que pone sobre la mesa el tema de las implicaciones tanto políticas como sociales -e incluso las culturalesdel completo dominio sobre alguien más, abriendo con ello la puerta a la reflexión y al debate sobre nuestra propia realidad social actual donde la moral se sigue utilizando como excusa para la opresión. The Handmaid's Tale expone el peligro que suponen el surgimiento y empoderamiento de los grupos religiosos extremistas, así como lo peligroso que resultan otras ideologías radicales aunque no sean de índole religioso, como el machismo y la discriminación racial y sexual. La serie plantea los argumentos iniciales del sistema represor y descubrimos que el matrimonio Waterford fue uno de los que propusieron ante el Senado la implementación del nuevo régimen gubernamental, pero en particular fue la misma Serena Waterford quien escribió la propuesta aunque luego fue relegada por su condición de género, convirtiéndose ella parcialmente en víctima del propio sistema que ayudó a crear... aunque eso no la detendrá en sus planes. The Handmaid's Tale es rica en matices y en complejidad psicológica de los personajes, no sólo de la protagonista fantásticamente encarnada por la ya mencionada Elisabeth Moss (quien hace un trabajo extraordinario como Offred, una joven mujer que nunca se rinde, que finge quebrarse y aunque a veces está a punto de hacerlo, se mantiene siempre crítica y lúdica ante la abrumadora situación), sino también de los personajes secundarios como el mismo Comandante Waterford, con quien inicia una relación personal muy particular; o el caso del ambiguo chofer Nick Blaine (Max Minghella), con quien se involucra sentimentalmente a pesar de descubrir que es uno de los espías de la República de Gilead. Y aunque no podemos negar que estamos ante una propuesta que no alcanza del todo su potencial y por momentos se vuelve reiterativa, la disección de la naturaleza humana junto con la energía de su discurso y su repercusión como reflejo distópico de nuestra decadente realidad donde aún se aplastan los derechos civiles de las minorías, convierten a este show creado por Bruce Miller en una de las mejores propuestas televisivas del año y nos deja con las ganas de poder revisar su segunda temporada, ya confirmada para estrenarse en abril de 2018.
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usto como nos lo prometieron en la temporada pasada, el matrimonio Underwood está dispuesto a acabar con los formalismos de su posición como el matrimonio presidencial y empezar a jugar sucio para mantenerse como tal. El miedo y la paranoia norteamericana es el vehículo que ven conveniente para seguir en el poder y nosotros como televidentes somos testigos de las movidas que ambos realizan, sin embargo en esta ocasión, no generan tanto impacto como en otras temporadas. La temporada está dividida en dos partes, las cuales no ocupan el mismo tiempo, ahí está el primer error. La primer parte nos habla sobre el proceso electoral en el que el gobernador Conway es el favorito para ganar debido a su gran carisma y a la fama que tiene de ser un político justo. Ante este desolador panorama, Frank hará y moverá todos los hilos (como lo sabe hacer) para comenzar a generar favoritismo en la sociedad, esto ante lo que parece ser una amenaza de un grupo islámico y sus constantes ataques terroristas, pero ¿de verdad serán ellos o se aprovechan de la paranoia generada para hacerles creer que así es?. Esta parte de la temporada inicia bastante bien, hay intriga, suspenso, y el sentimiento de que siempre los Underwood tienen todo bajo control, sin embargo todo este asunto de las elecciones se alarga tanto que comienza a ser tedioso y los personajes pierden un poco el interés
del espectador, al parecer a sabiendas de que esta línea no iba a dar para tanto, la detienen en seco cuando la trama ya no puede dar de sí, y el cambio en el tono es muy notorio, todo para dar paso a la siguiente parte de la temporada. La segunda parte gira en torno a una serie de demandas por fraudes electorales, asesinatos y mil y un crimenes de los que Francis es sospechoso (y que sabemos que es culpable, pero somos sus cómplices y lo defenderemos, ¿cierto?). Esta segunda parte resulta por demás interesante, hay mucho dinamismo e introducción de personajes muy buenos (soy fan de Patricia Clarkson y su personaje digno de ser el comic relief de película o serie de David Lynch), lo malo es que para cuando todo esto comienza a agarrar forma, a la serie solo le quedan 3 o 4 capítulos y todo se vuelve apresurado, al grado que algunos elementos terminan por exagerarse, por ejemplo, las muertes y los accidentes, son tantos que ni siquiera parecen naturales dentro de la trama. La serie sigue teniendo actuaciones de primera por parte de todo el elenco, esperemos que los sigan tomando en cuenta para los próximos EMMY porque, tan solo la pareja protagonista, no deja de sorprendernos con sus interpretaciones, siguen generando carisma a pesar de ser seres despreciables que hacen cosas horrendas, y eso es un logro que no cualquier serie alcanza.
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a segunda tanda de episodios del exitoso serial de Netflix creado por los hermanos Duffer nos transporta nuevamente al poblado Hawkins en plena celebración de Halloween. Will Byers (Noah Schnapp), intenta llevar una vida normal con sus amigos, pero las pesadillas no han desaparecido del todo, y los episodios con aterradoras visiones son cada vez más frecuentes mientras se acerca el primer aniversario de su abducción hacia la oscura dimensión paralela sobre la cual giró la primera temporada y que seguirá acechando a los habitantes del pueblo de Indiana en esta nueva temporada. Mike (Finn Wolfhard), por su parte, no ha perdido la esperanza de encontrar a Eleven (Millie Bobby Brown), y todos los días intenta contactarla a través de las señales de radio. Stranger Things 2 -conformada por nueve episodios– continúa homenajeando a la década ochentera por medio de las referencias cinematográficas y musicales, así como con la inclusión de nuevas subtramas para personajes como Dustin (Gaten Matarazzo) y Lucas (Sinclair), y la presentación de nuevos personajes como Bob (Sean Astin), el entrañable nuevo interés romántico de Joyce (Winona Ryder) cuyo personaje hace constantes referencias a la obra de Stephen King –incluso proponiendo la idea de mudar-se a Maine– y a clásicos de aventuras de los '80 como The Goonies; Max (Sadie Sink), la nueva alumna del colegio y compañera de clases de los protagonistas; y Billy (Dacre Montgomery), medio hermano de Max y una suerte de contraparte a Steve (Joe Kerry). Luego de su primera temporada, la serie ya no guarda sorpresas, pues se apega demasiado a la fórmula narrativa hasta volverse completamente pre-
decible –¿o acaso nadie adivinó el destino final de Bob desde su primera aparición en pantalla?–. Sin embargo, la producción de Netflix sigue funcionando con la audiencia porque continúa con las aventuras infantiles/pre-adolescentes como eje central, desarrollando acertadamente a todos y cada uno de sus personajes (excepto al personaje de Joyce, a la que siguen limitando a poner sus caras extrañas), quienes van forjando relaciones sin traicionar su propia esencia o la de la serie. De esta manera nos encontramos con la relación paterno-filial que ha nacido entre Jim Hopper (David Harbour) y la cada vez más rebelde Eleven, quien además tiene su propio «viaje del héroe» al más puro estilo de Luke Skywalker y su tentación hacia el lado oscuro en el séptimo capítulo; por otro lado tenemos la evolución de Steve y su intervención como una suerte de niñero en las aventuras de los pre-adolescentes y como cierta clase de mentor para Dustin y sus intereses románticos; así como también evoluciona la muy postergada pero inevitable transición que sufre la relación entre Jonathan (Charlie Heaton) y Nancy (Natalia Dyer). En Stranger Things 2, además de una trama más oscura y una factura impecable que apunta un mayor presupuesto en comparación con la primera temporada, sobresale su exitoso esfuerzo por construir una mitología propia a través de las múltiples referencias y sentidos homenajes a los productos de la cultura popular en la que crecieron sus artífices. Estamos ante una propuesta televisiva de primer nivel que, esperemos, pueda mantener en futuras entregas su frescura estética y su variopinta galería de personajes entrañables, pues sin duda alguna son el corazón y el gancho del programa.
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10 años de la llegada de Mad Men a la televisión, vale la pena hacer notar una cualidad que hasta hoy, es rara en las producciones para televisión: su inteligente y complejo desarrollo mediante niveles dramáticos y aristas emocionales. Siendo un producto de consumo masivo, es común percibir la televisión como algo que se limita a ofrecer y no exigir. Lo típico es ver historias donde los conflictos se desarrollan en una sola línea argumental que concluye esclareciendo sus ideas y objetivos de manera textual. Pero desde que algunas productoras apostaron por acortar la distancia de complejidad artística y dramática entre cine y televisión, se han podido apreciar argumentos que exigen más reflexión y amplitud de apreciación. Fue así que Mad Men pudo ser llevada a cabo. Matthew Weiner, también escritor de una de las mayores piezas de arte televisivo, The Sopranos, tenía la intención de hacer ciencia ficción en el pasado; así como las historias futuristas emplean tecnologías controvertidas para reflejar problemas de nuestro tiempo, Mad Men recurre al pasado para rescatar de él los temas que hoy nos atañen.
La serie retrata el mundo de la publicidad en los años 60’s, concretamente las agencias ubicadas en la avenida Madison de Nueva York (de ahí ‘mad[1]’ men), las dinámicas en el ambiente laboral y las dinámicas de los agentes en su vida personal y social, mostrando a través de ellos el sentir de la época y la mentalidad de la clase media norteamericana con un enfoque hacia temas como el sexismo y el racismo, así como aspectos de la vida urbana. Se trata de un detallado cuadro social cuyos matices son tan variados como realistas. Weiner fue casi obsesivo en el uso de modas, decoraciones, noticias y costumbres de cada año en que la historia se desenvuelve, desde 1960 hasta 1970. La ambientación es un brillante trabajo de precisión histórica así como de sutileza. No hay fastuosidad pero sí una discreta elegancia. No hay sofisticados planos ni la moderna cámara en mano sino tomas cerradas casi siempre en interiores. Esta sutileza se extiende también al argumento, y es lo que vuelve a Mad Men un reto a la inteligencia y a la vez una nutrida composición temática. Hay un elaborado diseño de personajes que
funcionan en tres niveles: su relación consigo mismos, sus propios temores e impulsos; la relación con los demás, su trabajo y evolución profesional; y su relación con el contexto histórico, los eventos de actualidad y cómo los afectan. Es brillante la forma en que en ocasiones estos tres aspectos se combinan en el mismo momento y algunos funcionan como metáforas de otros, pero manteniendo su importancia real. Así vemos por ejemplo, una pelea entre dos empleados acusándose, de no tener experiencia ni haber logrado nada por sí mismo, por un lado, y de ser alguien deshonesto y falso por el otro, precisamente el día de las elecciones que se disputaban Richard Nixon y J. F. Kennedy. El subtexto de la serie funciona a veces con un críptico código, con diálogos veloces y astutos, llenos de elipsis y sugerencias implícitas.
[1] El juego de palabras “Mad Men” hace referencia tanto a la avenida Madison como al apelativo que se les da a los agentes de publicidad “ad men“; ad <-> abreviatura informal de advertising (publicidad).
Don Draper, el personaje principal, es el mejor ejemplo de esa densidad de guión. Es un ser enigmático, cerrado a todo el mundo, y a la vez, es un genio de la creatividad comercial, un total mujeriego y un trágico cúmulo de incomprendidos y destructivos traumas. Él es tanto una síntesis de la serie, como un drama humano particular. Es alguien cuya identidad es un producto de marketing, su imagen solo una etiqueta, y su genio, algo que sirve para vender ideas, fantasías y esperanzas. Él es por sí mismo, una extrapolación humana del mundo en el que vive, de esa industria que no produce realmente nada y aún así se llena los bolsillos. A lo largo de la serie se van descubriendo detalles del duro pasado de Draper, mientras sus tropiezos con los vicios, las mujeres y los negocios lo carcomen poco a poco. En Mad Men, los negocios se consiguen con sobornos de bebidas y clubes nocturnos, la atención del cliente se gana con el trasero de la secretaria y los tratos se cierran mediante adulación y farsantes fachadas de amistad. De manera que el mundo de la publicidad así como la vida urbana, se miran con un ojo algo pesimista, al llevar a los personajes por una evolución destructiva, en la que cada vez ascienden más, ganan más dinero y obtienen más prestigio, pero se vuelven más infelices, vacíos y solos. Don es una consciencia hipersensible a los mecanismos que penetran las emociones, pero ciego ante su propio conflicto interior. Así, cada personaje es una isla, no ajenas a las marejadas que su entorno les arroja, pero inmersos en su burbuja de éxito, ensimismados y a la vez desconectados de las verdaderas raíces que absurdamente construyen su –emocionalmente– infructuosa ambición. La crisis existencial, el vicio y hasta el suicidio son las consecuencias de esta jungla de egos e ideas comerciales. El precio es a veces el declive moral y la integridad. El ejemplo del personaje de Joan obteniendo un ascenso a través de –prácticamente– un servicio sexual, es una representación de esa mentalidad corporativa para la que el fin justifica los medios.
Las problemáticas del género femenino son preponderantes. Una de las principales dinámicas retratadas es el ascenso mediante el toleramiento del acoso. Todas las mujeres en Mad Men usan los recursos que tienen a su alcance, ya sea su talento, esfuerzo, su físico o personalidad, pero siempre obtienen el éxito solo gracias a la aprobación de otro hombre, y sin llegar nunca a la cúspide. Algo a considerar es que el tratamiento de los temas es tan real y poco explícito que incluso se le ha tildado de ser apológico de ciertos roles negativos. Hay muy poca presencia de personajes de color, o étnicos en general, como un reflejo de cómo eran las cosas en ese tiempo. Sin embargo, el a veces enfatizado realce de la estética le da a la época un sentido entrañable. La línea entre el llamado de atención y la romantización del pasado, se define dependiendo del criterio personal; quien se encuentra ya ubicado en una perspectiva limitada y superficial, puede sin duda apreciar ciertas conductas y costumbres como vigilantes de la inocencia en una época de aparente orden y progreso. En otras palabras, cada quien ve lo que quiere ver. Pero una visión objetiva ve con toda claridad un drama principalmente humano, que ocurre en una época de inconsciencia, de una sociedad deslumbrada con el estilo y ciega al problema bajo la superficie, dentro de ellos o en el medio que los rodea. No podría decir que Mad Men no es una serie para todos, creo que la existencia de productos cuyo disfrute depende del ejercicio de la inteligencia son siempre necesarios en el mundo del entretenimiento, y su éxito o fracaso, sus premios o críticas, más allá de decir algo sobre el producto en sí, dice mucho sobre la sociedad que lo juzga. Mad Men es la respuesta anticipada a esta era Trump en que la sociedad observa de manera heterogénea y polarizada la realidad, en que el pasado es un horror o un paraíso, dependiendo de a quién le preguntes.
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odos sabemos la euforia que ha causado año con año la serie Game of Thrones, todos los fans que se ha ganado y el culto que de seguro perdurará por generaciones. Sin embargo HBO estaba necesitado de otra serie que fuera así de grande porque, como sabemos, GoT está por terminar y el canal que lo transmite nunca ha sido sinónimo de mediocridad, afortunadamente encontraron en Westworld una superproducción lo suficientemente exitosa, intrigante y compleja como para seguir manteniéndose en la posición que se han ganado en cuanto a series originales se refiere. Westworld trata sobre un parque temático del viejo oeste en el que se es atendido por robots, todos caracterizados como personajes de los western clásicos que están ahí no solo para servir a los huéspedes, sino también para embarcarlos en aventuras que hagan la experiencia única. Por supuesto que no todos puede darse el lujo de entrar al parque y solo las personas con muchos recursos económicos lo hacen, pero ¿Qué es lo que ha vuelto a este parque tan atractivo y popular? ¿Por qué la gente no se sigue conformando con ir a Disneyland? Esto se debe a que los robots están diseñados lo más parecido posible a los humanos y están a entera disposición de servirles a los huéspedes, ya sea para servirles un trago en un bar, tener relaciones sexuales con ellos, o ser asesinados brutalmente (porque incluso pueden sangrar), por lo que los deseos instintivos de quienes pagan, son satisfechos en su totalidad.
En dicho contexto conoceremos a algunos de los huéspedes, muchos de ellos acostumbrados a visitar el parque y hacer un alboroto a la menor provocación, a sabiendas de que los robots que ahí sirven son solo objetos imposibilitados para hacerles daño, se aprovechan y cometen cuantos actos vandálicos les sea posible. Existen otros huéspedes que, al ser nuevos en estas actividades, empatizan bastante con los robots e incluso los defienden, crean vínculos con los personajes y pasan por situaciones intensas con ellos como si de verdaderos humanos se tratara. ¿Y son como humanos o de verdad podemos catalogar a los robots como objetos? El otro punto de vista en la serie es el de estos androides que día a día son reconstruidos para interpretar una y otra vez sin cansancio al mismo personaje, que posiblemente muera, posiblemente se salve, posiblemente abusen sexualmente de él pero que, al ser dotados de ciertas características que vuelvan su procesamiento a algo similar a la cognición en los humanos, estos comienzan a tomar conciencia de lo que les está pasando, y con uno solo que se haya dado cuenta de lo que le sucedió el día anterior, comienza a correr entre ellos esa sensación de sufrimiento y de sentirse objetos al servicio de otros, lo que les hace creer que se pueden rebelar.
En la interacción cotidiana con los robots, los humanos encargados del mantenimiento del parque y de crear las historias que generen atractivas aventuras para los huéspedes, hay varios a quienes también les fue inevitable crear un vínculo, son ellos la principal herramienta en la que verán los robots su forma de revelarse, ahora los papeles se invierten y el sirviente se convierte en amo. Lo mismo pasa con los huéspedes que llegan a enamorarse o encariñarse con los personajes del parque, es en medio de todo este caos en donde muchos misterios respecto al parque, sus creadores y una extraña subtrama que parece un laberinto sin salida salen a la luz. Estamos hablando de una serie con una producción muy cuidada, los actores están estupendos y es muy justo que reciban nominaciones a todos los premios en los que los han mencionado Evan Rachel Wood y Thandie Newton entregan su mejor trabajo a la fecha, resaltan bastante las escenas en las que les piden recordar pero desactivando el componente emocional del recuerdo. Anthony Hopkins y Ed Harris están increíbles con sus personajes de ambigüedad moral super intrigante, Harris realmente da miedo cada que aparece a cuadro porque sabes que lo que hará su personaje solo será bueno para él. Jeffrey Wright y Jimmi Simpson también sobresalen al interpretar a los papeles con mayores enfrentamientos contra su propia moral y lo que consideran correcto. Otro aspecto muy importante en la serie es el diseño de producción, si bien retomando los elementos clásicos del western para el parque, es muy innovador y propositivo en los interiores de las salas de control del mismo, con paredes de cristal que dejan ver lo que se hace en otras salas que también están en funciones, es una puesta de escena en la que todos los detalles roban la atención. En esto es meritorio el trabajo de los directores que participan en cada episodio, en donde todos hacen un trabajo que le da consistencia a la serie y no hace ver capítulos dispares en cuanto a calidad o contenido de estos. Y si algo tiene que compartir la serie con la ya mencionada Game of Thrones, entre muchas cosas, es a su compositor, Ramin Djawadi, a quien el tema principal le quedó excelente y que trabaja con la música en toda la serie de forma a veces muy sutil (como cuando la pianola toca canciones indispensables de la cultura pop y sin darte cuenta sabes qué canción es y que ya lleva buen rato sonando) así como de forma más evidente con la música incidental. Y hablando del tema principal, el intro de la serie tenía que estar a la altura, con una estética muy cuidada y una animación extraordinaria. Es así cómo podemos asegurar que el trono que GoT dejará vacío una vez que termine, habrá quedado en buenas manos, y no podía ser menos en una época en la que las series con más éxito son precisamente las de fantasía y ciencia ficción. Si sirve como advertencia para quien no la ha visto, presten mucha atención a todo porque cada capítulo retoma asuntos que no necesariamente aparecieron en el anterior, y para no estar como el meme de Zach Galifianakis haciendo cuentas, traten de ver las escenas de “previously on…”.
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ientras un partido de liberales llora por los resultados de la elección del 8 de Noviembre de 2016, un hombre joven mira el televisor y dice: “The Revolution has begun”. Puede estar hablando de una revolución creativa para un show que ha estado un poco mal planteado los últimos años. La séptima parte del mega hit American Horror Story ya está en línea y el creador Ryan Murphy ha encontrado un propósito y pasión que ha estado ausente las últimas temporadas, en el lugar menos esperado: la Casa Blanca. La última entrega de la serie de FX tal vez se llame culto, y ese título se hace más claro mientras la temporada progresa, pero pudo haber sido también llamado fácilmente: American Horror Story: MAGA, o American Horror Story: ansiedad. Tal vez lo más interesante, creo que incluso los fans del líder más controversial de la última generación, encontraran algo que te atrapa en la manera que Murphy aborda la era de ansiedad en la que estamos. Es sobre la inestabilidad que se abrió en el suelo desde que Donald Trump fue elegido, uno que alimenta nuestros peores miedos, desde cualquier lado del pasillo, y mientras que a veces muestra un poco de inconsistencia de carácter y estilo, también compensa con televisión fascinante. La razón principal por esa fascinación es tal vez la manera en que juega Ryan Murphy con problemas actuales, pero todo el show se cae sin la actuación siempre fantástica de Sarah Paulson. Una veterana que interpreta a Ally MayfairRichards, una mujer de Michigan que se convierte básicamente un poco des-
quiciada después de que Trump gana, por lo menos parcialmente en parte por la culpa del hecho que votó por Jill Stein. Su ansiedad añade combustible al temor más grande: payasos. Ally está tan paralizada por el miedo, como a Twisty de American Horror Story: Freak Show (quien tiene un regreso rápido), que es a veces paralizante. Después que Trump gana, comienza a ver payasos en todos lados. Criaturas que incluso Pennywise rechazaría de su club de amigos, ¿está Ally imaginándose cosas? ¿O está alguien tratando de volverla loca? Un grupo de payasos asesinos comienza a moverse por Michigan, empieza a parecer que el miedo de Ally es genuino. Paulson vende cada pedazo de locura, permitiéndonos preguntar qué tan mal está o si de verdad está en peligro. Otra gran actuación de una gran actriz. Al mismo tiempo miramos a un hombre joven de cabello azul que vio la victoria de Trump como el comienzo de una revolución con fuerza. Kai Anderson es interpretado con una determinación perfecta por Evan Peters, es claramente el líder del culto, el título del show, alguien que sabe que el miedo y ansiedad son bienes valiosos. “El miedo es un pago”. Tiene valor, dice. Comienza a colectar ese pago, construyendo una atmosfera de terror. Por ejemplo, acosa a un grupo de inmigrantes, solo para que puedan grabar la golpiza que le dan y alimentar el miedo anti-inmigrante. Su meta no es totalmente clara después de los primeros 4 episodios. ¿Solo quiere ver el mundo arder? Alrededor de Ally y Kai como satélites esta un fascinante gru-
po de actores de apoyo. La esposa frustrada de Ally Ivy (Alison Pill); una reportera cansada de ser interrumpida en transmisiones en vivo por hombres gritando “Grab her by the pussy!”; la nueva niñera (Billie Lourd), que resulta ser la hermana de Kai; el terapeuta sospechoso, Dr. Vincent (Cheyenne Jackson) y Billy Eichner como un hombre que sigue a Kai. Lo mejor de American Horror Story: Cult es la manera en la que Ryan Murphy usa la victoria de Trump como el comienzo de algo más que el final. Es sobre la justicia social, protestas, inmigración y nuestras más profundas fobias, siempre enseñándonos con la idea de que su victoria trajo otros problemas a la superficie. Alguien dice: “There's a lot of crazy right now”, una declaración que es algo imposible de discutir en 2017, no importa tu afiliación política. American Horror Story tiene el hábito de comenzar fuerte, las temporadas son siempre conceptos interesantes, con la excepción de la muy mala Roanoke—y luego se cae porque los escritores se dan cuenta que no saben a dónde llevar esa idea. Lo mismo pudo haber pasado aquí, pero honestamente puedo decir que esta temporada ha tenido uno de los finales más satisfactorios en la historia de la televisión, y miro mucha. Cuando Trump ganó, hubo una ola que pensaba que el arte triunfa en una cultura de miedo, quién iba a pensar que American Horror Story sería uno de los primeros ejemplos.
A
typical es una serie producida por Netflix que tuvo una campaña publicitaria muy discreta, de hecho es desconocido si tuvo éxito entre el público, sin embargo es muy buena, y creo que dependerá de como le vaya en la próxima temporada de premios (no en el Emmy, ya que no alcanzó a entrar a la contienda) para saber si Netflix no la cancelará, y espero que no lo haga porque este show puede dar mucho de sí por lo menos para otras dos temporadas mas. Es una serie que tiene todo el feeling de las películas indie que fueron exitosas no solo con la crítica, sino que les fue muy bien con el público en las décadas de los 90's y 00's, películas que contaban una historia sencilla y que tenían la capacidad de generar empatía con el espectador y que tenían una forma muy peculiar de ser optimistas y hacer sentir bien al público. La serie tiene como protagonista a Sam, un adolescente que tiene trastorno del espectro autista, que cursa la preparatoria, trabaja en una tienda de artículos electrónicos y le interesa mucho el tema de las aves y la antártida. Un día le confiesa a su psicóloga que quiere comenzar a relacionarse afectivamente con chicas y ella ve en esto un gran avance en cuanto a las habilidades sociales de su paciente, por lo que lo alienta y orienta para tener citas exitosas que puedan asegurarle un noviazgo. Cada uno de los familiares de Sam verán de forma distinta este gran paso que el chico quiere dar, su manipuladora madre reprueba estas conductas debido al temor de cómo reaccionará su hijo ante las decepciones amorosas,
su padre comienza a relacionarse como nunca antes con él y le cuenta como fue el noviazgo con su madre par que esto le sirva a Sam como guía, su hermana es quien tiene el punto de vista más maduro (en parte porque es la persona mas cercana a él) y lo apoya para que las relaciones sean exitosas pero no se entromete mucho, ella sabe que es algo que su hermano tiene que experimentar por si mismo. Conforme cada uno de los 8 episodios nos vamos adentrando a la cotidianidad de esta familia y el cómo la peculiaridad de Sam les representa no solo una dificultad sino una ayuda para varias ocasiones. Los enredos ocasionados no solo por las citas de Sam, sino por el reciente interés de su madre en reanudar sus relaciones sociales, van llevando la serie a un punto en el que ya no es tan sencillo resolver los problemas que se enfrentan, y lo que tenía de feel good se va difuminando hasta un final de temporada que nos deja deseando ver más. El ritmo de esta comedia es bastante ligero, la poca cantidad de capitulos y la reducida duración de estos ayuda a que podamos verla a cualquier hora del día sin cansarnos, aunque es tan cautivadora que dudo que se puedan resistir a ver solo un episodio. El guión también tiene como acierto el desarrollo de sus personajes, cada uno interactúa de forma muy diferente con el protagonista, lo que hace que apreciemos también de forma diferente los problemas personales de cada uno de ellos. Si bien hay personajes bastante odiosos, como Zahid, Paige y Sharice, esto no demerita la calidad de la serie, sino que al contrario, tienen momentos en
los que es mejor dejarnos llevar y reir con lo que hacen. Los personajes mejor interpretados y desarrollados son el del protagonista (Keir Gilchrist) de quien al principio muchos tratarán de compararlo con el Sheldon Cooper de Jim Parsons, pero pronto nos demuestra que al personaje que interpreta en esta serie va por una línea muy diferente, el personaje de Casey, la hermana de Sam, es bastante bueno, es una chica que sabe que tiene que cuidar de su hermano mayor y que éste va a robar la atención de sus padres gran parte del tiempo pero no nos viene con escenas melodramáticas de celos, sino que sabe como salir adelante por su propia cuenta, el carisma que le imprime Brigette Lundy-Paine ayuda mucho a que apreciemos al personaje, por último pero no menos importante, Jennifer Jason Leigh actúa de maravilla, si esta serie va a obtener reconocimiento por sus actuaciones, va a ser la de ella como la madre de Sam, quien puede llevarse nominaciones a premios. El otro aspecto sobresaliente de la serie es su soundtrack, muy buenas canciones que podrían hacer un tracklist perfecto de música indie alternativa. Finalizaré con el aspecto negativo de la serie, es que, con tanta complejidad que vemos hoy en día en la televisión, palidece bastante y puede que no llame la atención de muchas personas, pero de verdad vale la pena si lo que se quiere es pasar un rato agradable con una comedia con muchos toques dramáticos que se disfruta a cada minuto.
E
ste primero de abril, mientras todas las compañías hacían bromas obvias de April Fool's a sus seguidores por redes sociales, la de Adult Swim fue la que, irónicamente, le tomó el pelo a más personas al darles lo que querían y no esperaban: la premier de la tercera temporada de Rick and Morty. “The Rickshank Rickdemption” solucionó en veinte minutos el cliffhanger en el que terminó la segunda temporada, pero también tiró a la basura todo el desarrollo del personaje de Rick hacia ser un verdadero héroe. De hecho, redujo toda su misión en la vida a obtener una salsa promocional de McDonald's de 1998. Ello nos dejó en claro lo que se supone debimos haber entendido desde el principio, cuando Rick llevó a su nieto Morty a su primera aventura y vimos que la infinidad que el protagonista de Doctor Who anuncia a sus acompañantes de manera tan teatral podría ser en realidad aterradora. Rick and Morty no es una serie científica en el sentido de
que intente adherirse al realismo, pero sí toma esa sensación de vacío que deja el aprender que no eres nada en el gran orden de las cosas, y las envuelve en comedia cruda y referencias pop. Las licencias que la serie se toma con sus conceptos científicos (universos de popó y papel de baño, o donde las personas son asientos para las sillas) son una hipérbole surreal del absurdo de la existencia. Entonces, esperar aquí una redención para Rick y una trama heroica está fuera de lugar. Eso ocurriría en una historia que intenta encontrar luz desde su oscuridad. Vayan a ver BoJack Horseman en tal caso, porque Rick and Morty pasó toda la temporada en una hilarante oscuridad. En un avance del episodio “Vindicators 3”, Justin Roiland nos habló sobre que Worldender sería el gran villano de turno, un mastodonte musculoso como de película de DC. ¿Qué pasó en realidad? Rick lo mata en un dos por tres y luego procede a torturar psicológicamente a una
cruel parodia del equipo de superhéroes “carismático” tipo Avengers/Guardianes de la galaxia, quizá la crítica más dura que se ha visto hacia este tipo de personajes desde que Iñárritu abrió la boca al respecto en 2014. En estos episodios Rick es un monstruo más que nunca. Este personaje marca todas las casillas para ser un Mary Sue (o Gary Stu, como quieran), pero aquí es un agente de omnipotencia no para concluir fácil las historias con un final feliz, sino para demostrar que detrás de cada capa de engaño hay otra más. Tanto la audiencia como los personajes estamos a la merced de este dios, esta autoinserción de los guionistas y creadores de la serie, un personaje que parece estar incluso consciente de que vive en una caricatura, hablándole a la cámara y declarándose a sí mismo “el Doctor Who de este universo” (“The Rickchurian Mortydate”).
Es tan fácil para él saltar entre universos, remplazar personajes, y torcer la trama, que Rick and Morty se vuelve una deconstrucción de los tropos y clichés a los que ya estamos muy apegados en nuestras series y películas. El octavo episodio, “Morty's Mind Blowers”, es uno de los grandes clipshows de la historia, con puro material original, con un Rick estableciéndose como la figura creadora, capaz de resetear las cosas en caso de que salgan mal, paralelo de un guionista retconeando o reiniciando un universo para continuar con su historia. Al final de los créditos de “The ABC's of Beth”, hay un mensaje en la contestadora que dice que ya nadie usa contestadoras más que para diálogo de exposición. En “Pickle Rick”, conocemos a Jaguar (Danny Trejo), un matón de película de acción, y Rick se burla de lo trillado de sus frases mientras lo combate. En el mismo episodio, el Rick pepinillo lucha con una rata, y hace énfasis en que no le pondrá un nombre como “Scar” a pesar de su imponencia física, pues para él no es nada. No satisfechos con constantemente atacar la unicidad del espectador (¿recuerdan el videojuego de Roy en “Mortynight Run”?), Harmon y Roiland también despedazan nuestro consuelo y distracción, la ficción (la del show incluido), a un mero conglomerado de recursos ilógicos, puro efectismo estilizado. Entonces, ¿es Rick and Morty una serie misántropa? Creo que es más acertado decir que es algo así como el chiste autodespreciativo pero irónico de alguien bastante consciente de su imperfección y de la del mundo que lo rodea. La prueba de esto es el episodio “Rest and Ricklaxation”, donde Rick y
Morty son purificados por un spa alienígena y las “toxinas” que son extraídas de ellos (las partes negativas de sus personalidades) pronto les comienzan a hacer falta, su pureza convirtiéndolos incluso en seres más banales y socialmente dañinos (en caso de Morty, quien se convierte en una parodia del Jordan Belfort de Scorsese). De ser Rick and Morty totalmente un concepto negativo, no habrían sido posibles episodios como “The Ricklantis Mixup”, una obra maestra que es quizá el mejor episodio de la serie, un conjunto de tramas hiladas en la Citadela de los Ricks y los Mortys, con distintos tipos de opresión manifestados en cada una: la del capitalismo, la del policía ético contra la corrupción, la racial, y la del individuo ante la ausencia de fuerzas divinas. La primera es particularmente fuerte, con una broma pesada sobre momentos de alegría (que creemos que nos pertenecen) siendo también manipulación de un sistema. Es el tipo de trama que veríamos en una distopía seria, y que haya sido empleada en algo que se toma tan poco en serio es prueba de por qué Rick and Morty es tan única. Pero el mayor contrapeso a la negatividad en Rick and Morty está en, irónicamente, la trama más común, pedestre, y a menudo poco valorada: la familiar, la de Beth, Jerry, y los niños que, a fin de cuentas, han decidido que las versiones infinitas de cada uno de ellos no importan y que solo quieren estar unidos otra vez. Una lúcida indiferencia, como la de Camus. Después de todo, parece que Rick and Morty sí se permite buscar cierta luz en la oscuridad, aunque sepa que la luz es igual de absurda.
E
l 10 de junio del presente año, Los Soprano cumplieron 10 años de la emisión del último episodio de la serie, una serie que dio inicio en 1999, la cual en su episodio piloto pasó por todas las grandes cadenas de la época, ABC, NBC y FOX. Emitir una serie como esta era dar un paso muy grande en la televisión abierta: el lenguaje y narración no era a lo que apostaban las cadenas en su tiempo, hasta que el guion fue enviado a la HBO, y con ello, la historia de la cadena y el mundo de las series cambió. Son 10 años de una de las mejores series de la historia: Los Soprano no es una serie más sobre mafiosos, violencia, drogas o sexo, es la serie que trajo todo ese argumento a la televisión. Si bien en HBO series como Sex and the City y Oz tocaban algunos de estos temas, Los Soprano lo llevaron al máximo nivel: la dirección, actuaciones y guion estaban realizados de forma artesanal. En pocas series la música ha logrado fusionarse de mejor forma, y el ejemplo lo observamos con el intro de “Woke Up this Morning” de Alabama 3.
El guion, a cargo de David Chase, es otro de los puntos por lo cual debemos agradecer a HBO la existencia de la misma: a partir de este momento los guionistas eran dueños de su trabajo, tomaron el peso para poder decidir sobre sus series y, en el caso de Los Soprano, crear una historia sobre New Jersey tomando como pretexto la vida de Tony Soprano. Los Soprano siempre fueron mucho más que una serie sobre la mafia: tocaba temas sobre la existencia, la muerte, el amor, la familia, la lealtad, el bien y el mal. Cada personaje tenía un mundo lejos de la mafia, con sus propios problemas, depresiones, anhelos y metas. En algún momento, lograrás fácilmente empatizar con alguno de ellos o alguna situación; lejos de ser mafiosos, eran personas como cualquier otra, algo que podemos ver en series como Six Feet Under. Los Soprano son lo que directores como Scorsese y Coppola con películas como El Padrino, Goodfellas, Mean Streets o Casino aportaron al mundo del cine pero ahora en la televisión.
Los Soprano llegaron revolucionar la televisión, a incursionar en otros mercados como la venta de VHS/DVD o en servicios como Tivo, los cuales permitían grabar tus programas para verlos después. Gracias a esta serie es que las demás cadenas empezaron a tomar riesgos y aventurarse a contarnos otras historias, como Mad Men, Breaking Bad, The Wire, Dexter, The Shield. En esta pequeña nota no trato de descubrir el hilo negro ni de reseñar los 8 años de historia que tuvo en la televisión: hay libros dedicados solo a la serie, documentales y entrevistas que sirven para explicar el vasto mundo de Los Soprano. Hace diez años, 11.9 millones de personas se dieron tiempo para ver el final de nuestros personajes favoritos, de escuchar sus últimos diálogos y de crear miles de teorías acerca del final, de relacionar sucesos, personajes y música con los últimos segundos de una serie cuyo mejor final es no tenerlo.
L
a divergencia entre la serie impresa de George R.R. Martin con su versión televisiva creada por David Benioff y D.B. Weiss ha afectado a la serie desde su quinta temporada –considerada por muchos como la menos afortunada de todas– y la más reciente tanda de episodios no fue la excepción de este padecimiento, enfrentándose no sólo a los cambios en la trama con respecto a las desconocidas líneas narrativas que propondrá su autor en los dos libros que aún le quedan por publicar, sino también a un recorte de número total de capítulos, pues de los diez habituales episodios por temporada que mantuvo la serie desde sus inicios, la séptima temporada sólo contó con siete capítulos, mientras que la temporada final –aún sin fecha de estreno confirmada– estará compuesta por tan sólo seis episodios. En la séptima temporada de Game Of Thrones, la tragedia griega y el drama shakesperiano con intrigas palaciegas que caracterizó a la serie en sus primeras temporadas dio paso a la épica, pero perdió fuerza en sus personajes y en el desarrollo de la trama. La serie se transformó en un descarado «fan service» para el público masivo. Ya no estamos ante nada sorpresivo a nivel argumental –aunque formalmente
es otra historia: jamás habíamos presenciado tal espectacularidad en la pantalla chica– y se nota la previsibilidad en la trama; así que desde ya se puede apostar a que cierto bastardo pronto será reconocido como legítimo heredero al Hierro junto con su tía/amante. La serie que fue muy poco convencional y rompió esquemas narrativos en sus primeras temporadas se ha ido decantando cada vez más por un final convencional y completamente académico. La reducción de capítulos alteraron para mal su habitual narrativa pausada; en esta temporada, la apresurada colocación de las piezas para las previsibles batallas finales hicieron que los eventos se agolparan en la pantalla al intentar –con mayor o menor éxito– ensamblarse dentro del tiempo recortado del total de capítulos. Los diálogos son cada vez más acartonados, se sienten forzados y son sobre explicativos; las personalidades de los personajes más importantes se han diluido –y es en Tyrion Lannister en quien más evidente es este cambio– y sus motivaciones se ven claramente alteradas, pues los llevan a tomar decisiones absurdas que evidentemente son sólo excusas del guion para colocarlos en medio de escenas de acción que quitan el aliento. Nos encontramos en-
tonces con que los efectos ya no están al servicio de la historia, sino todo lo contrario, las decisiones sin sentido de los personajes responden a la terquedad de los artífices del show para proveer a la audiencia un entretenimiento casero épico. Y es que, ¿a quién, en su sano juicio, le parece buena la idea de la expedición de Jon Snow y compañía más allá del muro con el fin de capturar a un solo espectro y tratar de convencer a Cersei que, aunque sea por el momento, la guerra no es entre casas reales sino entre vivos y muertos? Con Cersei Lannister convertida en la gran villana de la serie y Jon Snow junto a Daenerys Targaryen de frente al ejército de los muertos, la octava y última temporada de Game of Thrones será indudablemente la más grande de todas en este suceso televisivo que traspasó las fronteras de su formato para convertirse en el fenómeno pop cultural de la década. Un tanto decepcionados de los derroteros que sus artífices han decidido explorar, esperamos ansiosos el último regreso de la serie con la esperanza de que superen sus inconsistencias narrativas y retomen, aunque sea un poco, ese amor por compartir historias sobre el poder, la justicia y la venganza.
C
on el paso de los años, la criminalidad se ha desarrollado de cierta forma que ya no podía abordarse con respecto a los estudios realizados con anterioridad. Las acciones de los criminales han evolucionado, y las teorías establecidas no ofrecían una respuesta; las corporaciones y la sociedad creían que los criminales nacían siendo eso, criminales. Ello se veía influenciado por teorías como las establecidas por Bertillon y Lombroso en sus estudios de antropología criminal, donde establecían ciertas medidas corporales de los delincuentes. En la serie, Holden Ford (inspirado en el agente real John Douglas) es un negociador de rehenes, quien se vuelve el primer investigador en darse cuenta de que se necesitaban nuevos estudios que se adecuaran a su tiempo, para indagar en la psique del criminal e investigar el pasado de los mismos, algo que llegara a hacernos entender el porqué de sus actos. La violencia infantil de la que fueron víctimas,
problemas con la madre, abandono de familiares y demás situaciones traumáticas durante su desarrollo. El otro detective, Bill Tench —quien ya es parte de un área la cual estudia las conductas criminales— posee experiencia estudiando a criminales y capacitando a distintas corporaciones policiacas para que lleven a cabo nuevos métodos a sus investigaciones. Al juntarse estos 2 detectives empieza la historia a desarrollarse. Establecen una amistad que nos hace recordar a lo visto en la primera temporada de True Detective, solo que sin la acción de la serie de HBO, pues Mindhunter y sus protagonistas buscan profundizar en los asesinos y su mente, ayudados por la psicóloga Wendy Carr (Anna Torv), quien aporta el contenido intelectual de la psicología y sociología de la serie. Otra serie que sigue la temática de Mindhunter es Manhunt: Unabomber, serie producida por Discovery donde un criminólogo ayuda a la localización de un criminal.
Conforme avanza la serie van recorriendo cárceles para entrevistar a asesinos seriales y crear un nuevo manual, basado en la sociología de Durkheim y así entender el hecho social, el motivo, el medio, el fin, la voluntad e intención de la misma, entender el comportamiento humano como un producto social. En este recorrido conocen a Ed Kemper —una magnífica interpretación de Cameron Britton—, quien es el primero en hablar y confesar varios de sus actos a Holden, los cuales iban desde el asesinato de sus abuelos, mascotas, madre y seis mujeres estudiantes de Santa Cruz, hasta el haber tenido relaciones sexuales con los cuerpos. Conocen también a Richard Speck, quien asesinó a ocho estudiantes de enfermería, y a Denis Rader “BTK”, quien aparece en el inicio de cada episodio y quien posee una historia similar a la ya hecha por David Fincher en Zodiac. Esta primera temporada es un primer contacto: nos pone los pies sobre la tierra y nos lleva lenta y cuidadosamente al desarrollo de los protagonistas, su vida familiar, laboral y sus paralelismos. Crea atmósferas y todo funciona de una manera totalmente organizada, tal y como lo hacen muchos de estos sociópatas y psicópatas. Mindhunter es terror puro y duro, terror psicológico y político. Terror que no necesita ser explicito, terror que no vemos pero sabemos que existe. La serie es solida en todos sus aspectos: Fincher es quien dirige 4 de los 10 episodios, así que ya sabes la calidad que se muestra, pero si aún tienes dudas, te dejo un vídeo con aspectos técnicos del director en varias de sus películas, los cuales se llevan a la serie original de Netflix.
B
ig Mouth es la nueva sitcom animada de Netflix, creada por Nick Kroll (The Kroll Show, The League) Andrew Goldberg (guionista de Padre de familia), Mark Levin y Jennifer Flacket (ABC de amor, La isla de Nim). A primera impresión podrías pensar que no vale la pena dedicarle tu tiempo a algo tan visualmente grotesco, pero un estilo visual incómodo para un tratamiento cómico de un tema popularmente incómodo como lo es la pubertad no es nada menos que perfecto. Esta versión ficticia de la adolescencia temprana de Nick Kroll y su amigo Andrew Goldberg es un coming-ofage sin heroísmos, elegidos, sueños ni metas bien definidas para los personajes; únicamente simples pero profundas revelaciones sobre la vida cuando dejas de ser un niño y comienzas a ganar complejidad emocional y el sexo llega a inundar tu mente aunque no estés muy seguro de qué es o como funciona. Kroll hace la voz de Nick Birch, el mejor amigo de Andrew Glouberman, interpretado por John Mulaney, con quien Kroll tenía un acto en Broadway llamado Oh, Hello, y su química se nota. Kroll es también la voz de Maurice, el monstruo hormonal, quien ya acompaña a Andrew pero todavía no a Nick, una mezcla de actor porno decadente y fauno, una decisión muy apropiada por la connotación dionisíaca de estas criaturas hedonistas y lujuriosas. Pero quien hace una interpretación vocal aún superior a la de Kroll es Maya Rudolph como Connie, la contraparte femenina de Maurice, que es todo sensualidad, actitud sassy y one-liners, con inflexiones tan perfectas en la voz, que por sí sola vuelve obligatorio ver la serie en idioma original.
Los monstruos hormonales no son consejeros sabios ni nada por el estilo, sino ids con patas, con reacciones tan maduras o inmaduras como los personajes que los acompañan. Es graciosísimo ver la actitud de donjuán de Maurice y luego verlo colapsar en llanto juvenil cuando le rompen el corazón a Andrew. Los creadores querían que Big Mouth fuera más que una perspectiva masculina y la balanza está bastante bien equilibrada a lo largo de los diez episodios con la representación femenina. El primer episodio comienza con Nick sorprendido y confundido por haber visto el pene más desarrollado de su amigo y en el segundo episodio ya estamos hablando de la menstruación a través del personaje de Jessi, una de las amigas de Nick y Andrew, quien se lleva un short blanco a un viaje escolar a la Estatua de la Libertad. En el tercer episodio, “Am I Gay?” Andrew se pregunta si es gay por haber tenido una erección gracias a ver a The Rock sin camisa en un avance (por cierto, una gran parodia del latente homoerotismo de muchas de estas bro flicks). Hay una escena divertidísima de un “test gay” que implica elegir entre opciones como Tilda Swinton, David Bowie y The Rock, así como un musical estrafalario con un pastiche de Queen impecable. La conclusión de este episodio es muy madura, con un Andrew aún dudoso, pero aprendiendo que a nadie le pueden gustar 100 % solo los hombres o solo las mujeres por la misma naturaleza espectral de la orientación sexual. No es un episodio sobre salir del clóset sino sobre conocerse cuando aún no te has definido, y sobre aceptar que quizá definirse a veces no es tan fácil para todo mundo. Es una serie valiente, y se agradece
que todo este humor tan pesado sea usado para entregar mensajes tan positivos sobre el género y la liberación sexual, particularmente con personajes femeninos, como Jessie cuando compra su primer brasier por elección propia, o Diane Birch (la hermana de Nick) confrontando el abuso en el episodio “The Head Push” o “El empujacabezas”, con un mensaje fuerte y claro sobre el consentimiento. El final, “The Pornscape”, es quizá el episodio más creativo de todos, un hilarante viaje á la Inception hacia una mente adicta a la pornografía. Hay un comentario sobre lo fácil que se puede caer en una espiral cuando se te ofrece un paliativo sin límites (en este caso gracias al Internet) y en general el episodio hace un buen trabajo cerrando la serie. Si la renuevan y la calidad se mantiene podría ser algo aún mejor, pero estos diez episodios no necesitan más. Big Mouth tiene pocos defectos, y casi todos se deben a lo azaroso del humor. Las ideas para chistes son tan ridículas que parecen haber sido producto de un brainstorming pacheco y la mayoría funcionan, como el fantasma de Duke Ellington con la voz de Jordan Peele, el director de Get Out (otra razón imperdible para verla en inglés), pero hay algunas que no caen en el lugar debido. Esto claro, variará de espectador a espectador. Es una buena serie para ver si eres un adolescente debido a las lecciones y la perspectiva progresista que tiene, aunque ya tener cierta distancia de esa edad te hace ver todo lo que pasa aquí con otros ojos, con una retrospectiva que hace que también te rías de ti mismo al recordar ciertas cosas.
M
iniserie de 8 capítulos transmitida por USA Network y Netflix, producida e interpretada por Jessica Biel y dirigida por Antonio Campos (Christine, 2016) quien en su trabajo anterior ya nos mostraba la crisis existencial y laboral de una mujer que se siente atrapada en un entorno que no le permite sobresalir y desarrollarse a plenitud. The Sinner retrata una parte de eso, Jessica Biel (Cora Tannetti) una esposa atrapada en una monotonía de la cual ella quiere salir por momentos, tener un espacio para ella y su familia alejada de sus suegros, esta atmosfera de querer tener el control y espacio es evidente desde el inicio de la serie, vemos a una Cora con una obsesión por mantener las cosas de su casa en com pleto orden. Todo inicia cuando en una tarde mientras disfrutan una salida a un lago cercano a casa Cora escucha una canción la cual le hace sufrir un arrebato inexplicable que la lleva a apuñalar a una persona desconocida frente a su familia, amigos y varios testigos que se encontraban en la pequeña playa. Nadie sabe las razones, nosotros como espectadores hemos visto el acto pero desconocemos que hay detrás de este impulso. La serie inicia así, hemos visto un acto donde la protagonista actuó bajo un impulso desconocido, esta exposición permite explorar la mente de Cora, alejándose de las preguntas clásicas en un thriller ¿Quién lo hizo? ¿Cuándo ocurrió? ¿Cómo ocurrió? Todas esas preguntas se resuelven en los primeros minutos. Series como True Detective, Mindhunter y The sinner se unen para
explorar la mente de estos personajes, él porque es la pregunta importante y que nos dará las razones para conocer el pasado y motivos de los actos, pesadillas e impulsos que la protagonista sufre en el camino de estos 8 capítulos. El encargado de toda la investigación es Bill Pullman (Harry Ambrose) el detective que parte su vida en 2, por un lado su vida familiar estancada, con un divorcio en puerta y por otro lado su vida laboral donde mantiene cierto ritmo y una entrega más pasional. Su trabajo le permite conocer más de cerca las obsesiones de las personas, sabe que todos tienen un motivo para actuar y sabe de los secretos que todos mantienen para liberar su mente; en este caso el detective mantiene una relación un poco inusual donde el masoquismo es clave en ella. El arco explora solo en “profundidad” solo a estos dos personajes y con eso basta para crear una atmosfera y tensión muy atrapantes para el espectador, la historia al adentrarse a la mente de Cora nos cuenta el pasado y presente de la protagonista, aquí es donde pueden encontrarse fallos al querer mostrar a Jessica Biel joven la caracterización es nula. The sinner es una gran propuesta, que fácil engancha y con una carga psicológica muy presente y excelentemente manejada, unos giros interesantes que atrapan, gran soundtrack y una espectacular actuación de Jessica Biel quien es el centro de atención y carga de gran manera con la serie. Gran propuesta, la cual se encuentra entre lo mejor del catalogo de Netflix de este año.
C
uando Donald Trump llegó a la presidencia, mucho comenzó a mencionarse sobre esa parte de los Estados Unidos que no es el progresista, abierto y cosmopolita. El republicano oportunistamente extendió su mano hacia aquella población blanca, de clase media-baja, inculta y rural que puebla el centro y sureste de la unión americana. Hoy, la nueva serie de Netflix, Ozark, viene a echar un vistazo de reojo a ese segmento que parecía escondido, sacando a flote a la peor Norteamérica y a uno de sus temas menos confrontados. La historia involucra a Marty, un inversionista que se dedica a lavar dinero para un cártel de drogas. Cuando el cártel sorprende y ejecuta a su socio por un movimiento que constituye una traición, Marty debe para salvar su vida proponiendo al cártel un audaz y jugoso negocio en una especie de paraíso turístico no explotado por los grandes inversionistas y que significaría un enorme potencial para lavar las industriales cantidades de dinero sucio que todo negocio ilícito produce y requiere hacer pasar como limpio. Así, una travesía desesperada comienza, en la que el protagonista no solo debe buscar negocios en los cuales invertir famélicamente, también lidiar con una familia perturbada por la inesperada huida, la infidelidad de su mujer y las mafias locales en ese lugar al sur de Misuri, poblado de sureños desconfiados. Si a algo suena familiar esta trama es sin duda a Breaking Bad, aclamada serie donde un sujeto promedio con pocas expectativas de vida decide cocinar y vender drogas para dejar algo a su familia luego de su muerte. Y ciertamente Ozark comparte elementos; el protagonista, interpretado por Jason Bateman, cuya más notable característica es su absoluta normalidad; hay una asociación con un personaje joven cuya relación ríspida evoluciona favorablemente; la complejidad de mantener una familia unida y la guerra contra un rival. Pero hay una importante diferencia y es el sentido del conflicto ético. ¿Por qué un inteligente y culto contador de Chicago formaría parte de algo como lavar dinero para el narco mexicano? A diferencia de la serie de AMC, el protagonista de Ozark no actúa de forma totalmente voluntaria, negarse a alguien que en cualquier momento le puede sacar los ojos no es fácil. La serie se desmarca de la necesidad, del amor o incluso del orgullo propio, como aspectos detonantes, en Ozark todo se basa en la opción, la caótica y soberana decisión del ser humano que obedece a motivos que pueden ir desde la ambición hasta el aburrimiento. Pero mientras que Breaking Bad consiguió mostrar con fuerza y argumento incontrovertible las consecuencias de jugar con el crimen, en la serie de Bateman hay desafortunadamente poca contundencia y poco riesgo en su discurso.
Un elemento a hacer notar es que cuando el protagonista y su familia se ven obligados a mudarse a esa comunidad junto a un lago que da nombre a la serie, aparece el, “redneck”, el blanco pobre ignorante, representante de esa indigna parte de la anatomía estadounidense, la racista, xenófoba y retrógrada. Pero no es retratado de forma tendenciosa, sino con un austero realismo y como parte del choque cultural que los personajes experimentan. Otro detalle está en que la historia parece ocurrir aún durante la era Obama, como si el desequilibrio que vino con el forastero y que más tarde desatara el caos en ese pueblo aparentemente tranquilo, fuera la anticipación de la convulsión que el país tendría cuando la migración, el capitalismo fallido y las políticas progresistas despertaran a esa Norteamérica indigna. Algo claro en Ozark es que los Estados Unidos, líderes del mundo libre, son líderes de una gran simulación en su absurda lucha contra las drogas, que consiste en solapar al tráfico parte del equilibrio económico, bajo la condición de que los delincuentes se mantengan en orden y silencio. Todo mientras al sur las cabezas ruedan por miles para permitir que la droga fluya a un país donde mayoritariamente está legalizada de facto. Lo más evidente es que no hay personajes buenos y honorables, tanto como en ese país no hay bandos rescatables en esa mal llamada guerra contra el narcotráfico. Los personajes se guían por una brújula moral pragmática. La sobrevivencia personal y la de su tribu es razón suficiente para participar en un juego donde lo único que está mal es que los políticos lo han hecho ver mal. Pero hay que aclarar que no es una visión positiva o que haga apología de nada, sus dardos críticos apuntan hacia el extravío de la humanidad en cada persona, y a la falsedad de un sistema inoperante y absurdo, dardos que sin embargo no dan de todo en el blanco. Con capítulos que carecen de finales emocionantes y saltos de tiempo imprecisos, la serie se vuelve floja y con poca consistencia, ya que además algunos personajes y relaciones se desarrollan apresuradamente y sin suficiente sustento. Si bien se agradece que no dejen de ocurrir cosas y se ahorre el relleno (algo notable siendo Netflix), la sustancia en el drama es desabrida y no sorprende. El guión tiene buenos momentos especialmente en el aspecto marital pero en general no brilla. Aunque actuada y filmada impecablemente y sin ostentación, los personajes no son muy entrañables y la violencia y demás elementos álgidos no gozan de impacto. No es difícil pues, ver por qué esta serie no ha despertado demasiado entusiasmo, lo que podría haber sido un emocionante thriller con inquietantes predicamentos morales resulta un drama que se aproxima a la monotonía a pesar de su no escaso contenido de acción. No obstante, sus temas y puntos clave la vuelven un producto digno y más allá de lo interesante.
D
el escritor de la precursora Queer as Folk y de la popular Doctor Who, Russell T Davies, Cucumber trata el complicado proceso de auto comprensión emocional y sexual, a partir de la vida de un hombre de más de 40 años, su peculiar y abotargada relación en la que nunca ha podido tener sexo anal, y su amistad con jóvenes cuya libertad de exploración no logra comprender. Su constante cachondez, las presiones en su trabajo y el particular deseo por un joven de 24 años quien goza con sentirse fantaseado, generan en él un replanteamiento existencial que sin embargo no logra sacarlo de su caparazón de temores hasta que un evento trágico sacude todo su entorno y con ello, su zona de confort. Uno de los principales encantos de Cucumber es el dinamismo de su humor. Sus chistes espontáneos mezclan la astuta picardía gay con la ironía inglesa, sumando su esperable poco temor a lo gráfico en términos de genitales. El sexo es igualmente divertido cuando debe serlo, pero siempre cuenta con una dosis de autenticidad en cada uno de sus personajes que convierte cada accidentado acto sexual en un simpático reflejo de una dinámica psicológica. Hay también un gran sentido del ritmo y los tiempos; la serie comienza enganchando de manera muy efectiva, introduciendo personajes curiosos que toman por asalto y giros que construyen una historia inmediata. Para el final del primer capítulo hay ya todo un conjunto de elementos que amar, que odiar y que vigilar con excitante intriga. Para la parte media ya hay un considerable desarrollo de cada protagonista, algunos con anécdotas más interesantes que otros, mientras que el dramatismo va logrando un consistente crescendo, llevando la trama por un rumbo cada vez más emotivo y melancólico,
manteniendo en el misterio el por qué de ciertas actitudes y el destino final de seres complejos e impredecibles. Y todo sin faltar a su dosis de aventura y exploración a un mundo que parece haber cambiado más rápido de lo que se pudo notar. En tan solo ocho capítulos, varios temas logran tratarse con cierta seriedad y realismo. La sensación de un Reino Unido tan sexualmente libre que incluso deja un sabor de injusticia en los viejos paladares de aquellos que crecieron con miedo al SIDA y escondiendo sus revistas porno de la mirada de sus insensibles padres. El choque generacional y la reconciliación con el paso del tiempo, un tema clave para los personajes ya entrados en años, pues en el hipererotizado ambiente del sexo libre la vejez es uno de los máximos corta-erecciones. Se perciben también los remanentes de homofobia en quienes ven en el gay un potencial acosador incapaz de resistirse a todo pene heterosexual que se ponga en su camino, o que no pierden oportunidad de desmarcarse de ser homosexuales. Rasgos aparentemente inocuos pero que se magnifican en circunstancias clave. Esto se plasma en un peculiar personaje secundario, Daniel, un ególatra heterosexual obsesionado con su imán para los gays, cuya errática actitud hacia la diversidad, es un signo de incomprensión de la misma, y a su vez, de incomprensión de sí mismo. Se trata pues, de un cúmulo de experiencias que se derivan en temas, que no solo revelan los tiempos, también cuestionan a los mismos colectivos de diversidad y asaltan al pensamiento. Esta pequeña probada de realidad metida con hilarante lubricante es una de las mejores opciones en comedia y de lo más emblemático en cultura gay de la actualidad. Imprescindible verse y prohibido no tocarse.
T
ras una conflictiva producción que en el camino se vio sorprendida por tragedias personales, escándalos, reshoots e inesperados cambios de edición de última hora para intentar contrarrestar el enorme peso de las críticas de sus superheroicas producciones previas, Warner Bros. presentó finalmente la primera película que reúne a los más grandes héroes de DC Comics: Justice League. En la película, la muerte de Superman (Henry Cavill) ha provocado que el mundo pierda esperanza y la violencia resurja con fuerza Metropolis. Batman (Ben Affleck) continúa protegiendo a Gotham, mientras que Wonder Woman (Gal Gadot) hace lo propio en Londres donde trabaja como restauradora de arte en museo. Pero algunos extraños avistamientos de demoniacas criaturas aladas en Gotham y Metropolis, así como un mensaje enviado por las amazonas, alertan sobre una inminente invasión, por lo que Bruce y Diana comienzan a reclutar a otros metahumanos para defender al planeta del conquistador Steppenwolf (Ciarán Hinds), quien está en busca de las Cajas Madre, tres objetos milenarios que contienen la energía de la creación del universo y que han sido resguardadas de manera independiente por Atlantes, Amazonas y Humanos con el fin de evitar que su poder se conjugue y ofrezca a su poseedor un poder ilimitado. Con la narrativa elemental y lineal que se acostumbra en el cine de superhéroes, la primera hora de la cinta se da el tiempo necesario para presentar a los nuevos personajes y sus conflictos personales, los cuales son planteados de manera muy básica pero eficaz: un Arthur Curry/Aquaman (Jason Momoa) duro, rebelde y despreocupado con el peso de ser el heredero el trono de la Atlántida; un Barry Allen/Flash (Ezra Miller) hiperactivo e inseguro que se ve agobiado por el injusto encarcelamiento de su padre; y finalmente un joven genio Victor Stone/Cyborg (Ray Fisher) que se encuentra acosado por los fantasmas de la pérdida de su madre y el experimento al que lo sometió su padre con el fin de salvarle la vida tras un accidente, pero que lo dejó convertido en un ser orgánico-tecnológico que se considera a sí mismo un monstruo. Ya lo dijo Samuel L. Jackson a través de su personaje Valentine en Kingsman: The Secret Service (2014), de Matthew Vaughn: “Una película es tan buena como lo es su villano”, y el principal problema del cine de superhéroes son precisamente sus antagonistas. Los ejemplos sobran: Avengers: Age of Ultron, Iron Man 2, Iron Man 3, Thor: The Dark World, Batman v Superman y un largo etcétera. Justice League no es la excepción a la regla, y aunque Steppenwolf tiene un diseño de arte increíble y a un buen actor detrás de su interptetación, su imagen en pantalla se ve opacada por un excesivo uso de CGI, aspecto que resulta también el mayor defecto de la película en general, una sobresaturación de efectos creados por computadora que en gran parte son excepcionales pero que en otros momentos distan mucho de ser de primer nivel.
Sin embargo, lo defectuoso de los efectos especiales no logra mermar el entretenimiento, la emoción y diversión que ofrece este relato con buen ritmo y la genial química en pantalla que logra el superequipo, conformado por personajes interesantes y con mucho carisma. Mucho más luminosa y ligera que las anteriores propuestas del Universo Extendido de DC –incluso más que la reciente Wonder Woman (2017), de Patty Jenkins–, Justice League consigue un tono equilibrado entre el drama, la acción y la aventura con esporádicas inserciones de humor, el cual por lo regular viene de las intervenciones de Flash o Alfred; el primero con sus reacciones entre la ingenuidad y la inexperiencia dentro del mundo súperheroico y sus nulas habilidades sociales, mientras que el mayordomo continúa con su característico sarcasmo. Ambos tipos de humor provienen de las reacciones genuinas de los personajes, por lo que se sienten naturales y como una respuesta orgánica de su personalidad. La incursión de Joss Whedon en el rodaje de algunos reshoots, en la post producción y en la reescritura parcial del guion –por el cual tuvo el crédito en pantalla de coguionista– luego de la salida de Zack Snyder debido a una tragedia familiar, dio la oportunidad a Warner Bros. de reconfigurar las coordenadas del destino final de su heroico universo, por lo que se nota una dirección más clara en cuanto al tono y estilo que nos ofrecerán las futuras entregas de los héroes de DC Comics. Aunque no podemos dejar de señalar el hecho de que el director de The Avengers (2012) respondió a las peticiones del estudio para entregar una película que no superara las dos horas de duración, por lo que hay ocasiones –sobre todo en la segunda mitad del filme– donde la trama parece avanzar con situaciones que se agolpan en la pantalla de una manera apresurada; se logra percibir la desaparición de escenas intermedias que fueron extirpadas para una narrativa más dinámica. No obstante, Justice League termina por ser una decorosa propuesta de cine súperheroico para este final de año; todo un espectáculo audiovisual estridente que ofrece un par de horas de entretenimiento genuino con personajes mejor delineados y abordados –como el caso de Superman, cuyo traje luce incluso mucho más luminoso y vivo– y cuyos fallos no logran debilitar su estructura como el nuevo sólido pilar del Universo Extendido de DC.
L
oving Vincent es una cinta a la que podemos considerar como un gran e histórico logro cinematográfico sólo por su exhaustivo y dedicado método de producción: filmada de manera convencional –con actores como Douglas Booth, Helen McCrory, Saoirse Ronan, Aidan Turner, Eleanor Tomlinson, Chris O'Dowd, Jerome Flynn, entre muchos más–, la película fue transformada a cine animado gracias al trabajo de más de un centenar de experimentados artistas que convirtieron cada fotograma de la película en un cuadro al óleo con el particular estilo del artista holandés. El resultado final, luego de varios años de trabajo, fueron 56,800 pinturas que parecen haber sido pintadas por el mismo van Gogh y que conforman los 80 minutos de duración de la cinta, la cual parte de un guión firmado por los mismos directores en conjunto con Jacek Dehnel y que propone una hipótesis sobre las razones que llevaron al artista a terminar con su vida de un disparo. El título de la película hace referencia a la frase con la que van Gogh se des-
pedía en todas y cada una de las numerosas cartas que escribía a su hermano Theo, y es precisamente esta relación epistolar el detonante de la historia que cuenta la película, aunque no sin tomarse ciertas libertades para insertar episodios ficticios a la historia ya conocida. Loving Vincent nos transporta al verano francés de 1981 –un año después de la muerte del artista– donde el joven Armand Roulin (Douglas Booth), es encomendado por su propio padre Joseph Roulin (Chris O'Dowd), el jefe del servicio de correos que en vida forjó una sólida amistad con van Gogh, para entregar la última carta escrita por el pintor a su hermano. La tarea, que inicialmente no lo entusiasma en absoluto pero que decide llevar a cabo para dar gusto a su padre, se transforma en un viaje iniciático hacia la madurez, cambiando su perspectiva del mundo, de la vida y de la sensibilidad artística a medida que se va encontrando con una galería de personajes que le revelan detalles desconocidos del artista, poniendo a prueba la versión oficial del suicidio como causa
de su muerte y reviviendo las teorías de un posible homicidio. Loving Vincent es un filme visualmente poético, un homenaje/tributo al artista que retoma su enigmática historia y la muestra a través del propio estilo del «padre del arte moderno». La manifestación en pantalla de un movimiento perpetuo de pinceladas en comunión con la música de Clint Mansell consigue una experiencia visual tan alucinante e hipnótica que las inconsistencias en el guión quedan como detalles minúsculos. Y es que, aunque a nivel narrativo resulta muy poco estimulante –pues es una suerte de thriller con elementos del cine noir pero con una historia demasiado elemental que no logra generar el suspenso que se requiere en el género policiaco/detectivesco–, su propuesta formal posee una belleza sobrecogedora y se da el lujo de rescatar el poder narrativo que tiene la pintura como arte, que es suficiente para considerarla como uno de los eventos fílmicos del año.
E
n 1957, la familia Meyer se instaló en Levittown (Pennsylvania, Estados Unidos); pero cuando el cartero llamó a la puerta para entregar la primera correspondencia a la familia recién llegada y descubrió que la mujer afroamericana que le abrió la puerta no era la sirvienta sino la dueña de la casa, inmediatamente alertó a todos en el vecindario, consiguiendo que esa misma tarde se reunieran 500 personas frente a la casa de los Meyer exigiendo que se marcharan de la comunidad. Esta absurda pero verídica anécdota sirvió como inspiración para la escena de apertura de la sexta película como director de la megaestrella hollywoodense George Clooney. Suburbicon parte de un guión escrito en la década de los 80 por los hermanos Coen, pero Clooney junto con Grant Heslov lo modificaron para que fuera más claro el pretendido paralelismo de la historia ficticia –un oscuro y mordaz thriller que transcurre en los años 50– y la realidad política y social estadounidense actual. La comunidad
que da nombre al filme y donde se desarrolla la trama es un tranquilo pueblo donde familias modelo cohabitan de manera casi idílica. Sin embargo, la llegada a uno de sus vecindarios de una familia afroamericana –la familia Meyer formada por One William (Leith M. Burke), Daisy (Karimah Westbrook) y el pequeño Andy (Tony Espinosa)– saca a relucir lo peor de la naturaleza humana; las tensiones se intensifican cuando la casa de sus vecinos –los Lodge: Gardner (Matt Damon), Rose (Julianne Moore) y el pequeño Nicky (Noah June), acompañados por Maggie, la hermana gemela de Rose– es allanada dos desconocidos con fatídicos resultados que dejan a la familia fracturada. Así da comienzo una trama que se sustenta en la paródica destrucción del american way of life en medio de crímenes, chantajes, traiciones y venganzas. Con la esencia del director bicéfalo exudando en cada minuto del filme, Clooney arma un filme de suspenso y comedia oscura con sus habituales co-
mentarios políticos que volvieron sobresalientes sus primeros filmes: Confessions of a Dangerous Mind (2002) y Good Night, and Good Luck (2005) . Sin embargo, ahora su mordacidad no es suficiente para dar como resultado un filme política o cinematográficamente trascendental. En Suburbicon, los comentarios sobre la segregación de las minorías, su utilización como chivos expiatorios y la construcción de muros divisorios quedan opacados porque la película muy pronto pierde el rumbo, se le notan las costuras a un guión remendado con una serie de sucesos que se agolpan en la pantalla con súbitos cambios de tono que no logran acoplarse de manera orgánica antes de que una nueva exageración irrumpa en la pantalla y cambie nuevamente el tono. Y es que, aunque visualmente tiene aciertos como los homenajes al cine de suspenso del maestro Hitchcock, quizás haya que considerar que los únicos que puedan rodar a cabalidad los guiones de los hermanos Coen sean ellos mismos.
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l realizador francés Robin Campillo continúa con su exploración de la juventud homosexual en París –tal como lo hiciera con el drama erótico-social Eastern Boys (2014)– pero en esta ocasión toma como telón de fondo el surgimiento en Francia del movimiento ACT UP –grupo activista internacional dedicado a la concienciación de la epidemia del SIDA y a la lucha por los derechos de las minorías infectadas con VIH– para dar forma a un drama trágico-romántico. 120 battements par minute nos sitúa en la capital francesa a principios de los años 90, donde el grupo ACT UP busca sensibilizar y crear conciencia entre los jóvenes sobre la mortalidad de la pandemia del SIDA, a la vez que lucha ferozmente para que las autoridades farmacéuticas liberen los resultados de las pruebas hechas con sus medicamentos retrovirales, los cuales parecen no estar dando resultados confiables y, en ocasiones, incluso enferman a un más a los jóvenes ya infectados con VIH. En medio de esa lucha social, surge la relación entre entre Nathan (Arnaud Valois), un nuevo elemento del grupo que, pese a no estar infectado si posee una conciencia social y personalidad altruista para unirse a la causa activista, y Sean (Nahuel Pérez Biscayart), uno de los miembros fundadores más radicales y enérgicos del colectivo y quien sí está infectado. Aquí cabe señalar que el director Robin Campillo fue activista en su juventud, por lo que es notable su compromiso con la memoria histórica y social relacionada con este triste episodio que vivió en carne propia. Ese compromiso queda en evidencia en la película, pues acierta en la humanización de la crisis del SIDA; se trata de una propuesta que va más allá de las estadís-
ticas y logra dar forma a un potente drama romántico, erótico y social sobre la solidaridad humana. La cinta es un sentido agradecimiento al apoyo en tiempos de crisis que se presenta bajo una estética cinematográfica llena de vitalidad, con una narrativa inicial trepidante y con un soundtrack que cubre con una extraordinaria aura sonora las secuencias que ya son visualmente asombrosas, como la escena donde el ambiente de baile en un antro se convierte, por medio de una metáfora visual hermosa, en una secuencia donde el virus ataca células sanas en el cuerpo humano, o la pesadillesca secuencia donde el agua del río Sena se ha convertido en sangre. 120 battements per minute refuerza la habilidad narrativa que Campillo ya había demostrado en su filme anterior, y aunque el trepidante ritmo de su primera hora se vuelve pausado en su segunda mitad, se trata de una decisión deliberada y necesaria para la evolución de la trama –la cual va dejando de lado el demandante ambiente activista y las volátiles discusiones del colectivo al tener opiniones encontradas sobre el reaccionar del grupo ante la emergencia de la crisis del SIDA en las calles de París– para centrar su atención en el romance entre Nathan y Sean que se ve amenazado por la enfermedad, y obsequiándonos unos 20 minutos finales profundamente tiernos y emotivos, pero sin caer en ningún momento en las sensiblerías de los dramas ordinarios del cine norteamericano, y sin perder el optimismo y la energía para invitarnos a continuar en la lucha. Elegida por Francia como su representante en la carrera por el Oscar en busca de la nominación en la categoría de Película Extranjera, la película es desde ya clásico contemporáneo esencial del cine LGBT.
L
a ganadora de la Palma de Oro a la mejor película en Cannes presenta una serie de subtramas con un variopinto abanico de personajes que, sin embargo, se ven ligadas por uno solo de ellos: Christian (Claes Bang), un curador en jefe de un importante museo de arte contemporáneo en Estocolmo en el que está próxima a inaugurarse la instalación que da nombre a la película; se trata de una pieza de la artista Lola Arias que, en teoría, es una representación de la seguridad, la confianza y la igualdad entre individuos en los espacios públicos. Sin embargo, luego de ser víctima de robo en la calle y perder su billetera y celular en un elaborado performance ideado por los criminales, Christian busca justicia de una manera poco ortodoxa y su vida comienza a tambalearse, se fractura y finalmente se derrumba en lo emocional, sexual, familiar y laboral. Su agobio y obsesión por recuperar su celular y billetera llega a tal grado que da el visto bueno a una campaña para promocionar la instalación de Lola Arias sin revisar a detalle la propuesta de la inexperta agencia de publicidad contratada, por lo que la desafortunada campaña sale a la luz con devastadoras consecuencias para la imagen pública del museo. Mediante una serie de situaciones que nos provocan reacciones que van desde la hilaridad hasta la incomodidad –especial atención a las secuencias donde interviene la reportera estadounidense Anne (encarnada por la sensa-
cional Elisabeth Moss) y sobre todo su encuentro sexual con Christian–, The Square propone un salvajismo inteligente contra el esnobismo del mundo del arte y de la creencia de la superioridad dentro de la sociedad en general. Una colección de ideas que, bajo un tono cómico sombrío y cáustico, hacen pedazos a las altas esferas de la burguesía, a su elitismo y su desprecio por el otro. Östlund presenta al arte contemporáneo como una forma de provocación vacía, una forma de expresión en la que se refugian los snobs y que finalmente se convierte en un comercio mercantilista en manos de una mafia. La sobreintelectualización y la amplitud de criterio burgués no es más que una pose social completamente inútil y pronto se sucumbe cuando se apoderan de ellos los más primitivos instintos como la ira, la lujuria y la territorialidad, como bien lo pone de manifiesto el performance del hombre simio. El director sueco que hace tres años nos entregó una mordaz y elegante disección de los instintos humanos bajo el nombre Force Majeure (2014), vuelve de manera contundente y con un despiadado ataque en forma de ácida comedia que, aunque posee un final que se extiende de manera innecesaria, utiliza su imbatible fuerza metafórica para realizar una crítica a los constructos sociales que, seguramente, incomodará a cierto sector del público. Imprescindible.
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a tercera película del director Marcelo Tobar (Dos mil metros (sobre el nivel del mar) y Asteroide) se presenta como el primer largometraje mexicano filmado íntegramente con un iPhone. La premisa es sencilla pero contiene varias capas de lectura que la convierten en una propuesta interesante sobre el paso del tiempo y la subjetividad de los recuerdos. Heriberto (Humberto Busto) es un ingenuo e introvertido seminarista desertor que está a punto de asistir a su primera reunión de ex alumnos de primaria. El plan es pasar en el antiguo auto de su ya difunta madre por sus dos amigos de la infancia, Flor (Verónica Toussaint) y Trujillo (Cristian Magaloni), y juntos lanzarse al apartado lugar donde se festejará el evento con el resto de sus ex compañeros de clase. Oso Polar, cuyo título se justifica por un juego interno que revela la relación de acosador/acosadores durante la infancia de los protagonistas, se convierte pronto en una road-movie dentro de la Ciudad de México –como la mítica Caifanes (1967), de Juan Ibañez o el ya clásico contemporáneo Güeros (2014), de Alonso Ruizpalacios–, un viaje que el director utiliza para ir desgranando las personalidades de los protagonistas para terminar con las emociones abriéndose paso a través de viejas heridas causadas por el rencor y la frustración que el implacable paso del tiempo ha ido alimentando. Pero el dispositivo de Apple no sólo aparece en Oso Polar como parte de la producción de la película –emparentán-
dola con la célebre Tangerine (2015), de Sean Baker, con quien comparte métodos de filmación–, sino que forma parte esencial de la historia. Heriberto se ve entusiasmado con la idea de documentar con su iPhone el reencuentro con sus amigos luego de tantos años de no verse, y a través de varios videos que el montaje de la película nos obsequia, podemos ser testigos de registros fragmentados de su pasado que, si ponemos atención, nos darán algunas pistas sobre el giro que toma la historia en el tramo final, donde las recriminaciones, el clasismo, el racismo y toda clase de abusos se hacen presentes. Oso Polar es una propuesta arriesgada en su producción pero un tanto descuida en su aspecto estético y en su guión. No obstante, Tobar logra con eficacia y sin caer en maniqueísmos –todos son tanto víctimas como verdugos– ensamblar un relato sobre la memoria como algo que invariablemente se transforma con el paso del tiempo, que los recuerdos no son contundentes, sino que precisamente su susceptibilidad a la subjetividad puede hacer que nos turbe la visión. De ahí que el director proponga la idea de la infancia como un refugio para los protagonistas, pero especialmente para Heriberto, quien se enfrenta al final con una reconciliación con un pasado que, luego de ser víctima de los ineludibles juegos de la memoria, reconoce que no era completamente como él lo recordaba y se había transformado en un infierno personal por sus propios rencores.
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l nuevo trabajo del ya consagrado documentalista Everardo González (Los Ladrones Viejos: Las Leyendas del Artegio y Cuates de Australia) retrata la situación de un par de reporteros que se ven obligados a autoexiliarse de su propio país tras ser violentada su vida con amenazas de muerte y ejecución de familiares por parte del crimen organizado y buscar asilo político en Estados Unidos. Los casos del reportero Ricardo Chávez Aldana y del camarógrafo deportivo Alejandro Hernández Pacheco son la vía mediante la cual Everardo González expone en El Paso (2015) la situación de la persecución de prensa que se vive en México. El primero, reportero de nota roja, recibió amenazas de muerte y padeció la ejecución de dos de sus sobrinos tras denunciar la impunidad de los casos perpetrados por el crimen organizado; el segundo, camarógrafo deportivo, sufrió un levantón tras haber sustituido a un compañero, y su "rescate" fue una infame orquestación mediática por parte del gobierno federal para ensalzar su famosa "guerra contra el narcotráfico". Con su característica narrativa experta, Everardo González logra sumergirnos en ese mundo de violencia e impunidad en el que vivieron Ricardo y Alejandro en México, y el de esa otra violencia -posiblemente menos visible
pero igual de angustiante- a la que se enfrentan ahora más allá de la frontera: la del rechazo de una sociedad ajena a la que no se puede integrar completamente, la de la nula solidaridad de los medios, la de la poca ayuda del gobierno estadounidense que los cataloga como "busca papeles", la de su situación de indocumentados que los mantiene en una suerte se "limbo migratorio" desde hace ya varios años. El Paso también sirve como crítica hacia la hipocresía mediática, hacia la victimización que los medios hacen de sus "plumas poderosas", sus "periodistas reconocidos" y sus "directores editoriales consagrados", pero ignorando descaradamente a esos "reporteros invisibles", a esos trabajadores más vulnerables que arriesgan sus vidas por unos cuantos miles de pesos en sus nóminas mensuales y cuyas desapariciones o asesinatos son señalados como meros "daños colaterales". Una vez más Everardo González entrega un documento imprescindible tanto cinematográfica como socialmente; un poderoso testimonio a la vez que un retrato íntimo y familiar de dos personas que han padecido la violencia en carne propia y se han encontrado con la incompetencia del gobierno y su ineptitud al momento de garantizar seguridad a la prensa.
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l otro lado (2005), El General (2009) y El velador (2011) son los documentales que Natalia Almada ha dirigido antes de dar el salto a la ficción con Todo lo demás, cinta que versa sobre la rutinaria vida de Flor (la gran Adriana Barraza como portentosa e incontestable protagonista), una mujer de mediana edad que trabaja como oficinista en una institución gubernamental en la que se llevan a cabo algunos de los siempre engorrosos trámites burocráticos; en el lugar, ella se encarga de revisar la documentación de los solicitantes y aprobar o negar –por alguna anomalía en los datos o porque no se cumplieron las reglas de procedimiento en el llenado de documentos como utilizar tinta azul– el trámite de los frustrados ciudadanos. En esta tarea anodina se pierden uno a uno sus horas laborales, mientras el resto lo dedica a transportarse en metro para llegar por la noche a casa, cenar, pintarse las uñas, cuidar a su gato –el único compañero que tiene en la vida– y enlistar metódica y religiosamente los nombres de todos los usuarios a los que atendió durante el día y señalar con un punto rojo a los que se les aceptó su trámite.
Ciertas escenas de la película –ella mirando a unos niños en una piscina, comprando un disco de música romántica con la que acompaña un improvisado baile en la sala con un cojín como compañero de baile, su negación a ducharse en unos baños públicos, el acomodo de unas enigmáticas fotos después de un sismo, etc.– nos permiten intuir que nuestra protagonista es una sobreviviente que no se ha podido sobreponer del todo a un pasado trágico y traumático, y que además ahora se enfrenta a la realidad del inexorable paso del tiempo y la cada vez más cercana tercera edad. Se trata de un personaje por demás interesante que, lamentablemente, se ve prácticamente anulado en todo su potencial por la decisión de seguir una narrativa que, pese a la extraordinaria fotografía fija y simétrica de Lorenzo Haggernan secundada por el elegante diseño sonoro, abusa de la extensión innecesaria de sus tomas; y es precisamente este letárgico y monótono ritmo narrativo –utilizado con el propósito de reflejar el limbo que rodea a Flor– lo que se convierte en la principal y más grande barrera a la que se enfrenta el público para conectarse con el filme.
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rançois Ozon es uno de los directores franceses más renombrados en los últimos años. Sus historias suelen cautivar con su intriga y seducen con el sex appeal de sus protagonistas. Los juegos psicológicos y la invitación al espectador a involucrarse son uno de sus sellos, pero este año, el francés dirige una historia que enamora con su sencillez. Frantz es la historia de un joven francés que luego de volver de la primera guerra mundial, decide visitar a la familia de un viejo amigo en Alemania, pero al ser un francés visitando suelo enemigo, en un momento en que los rencores y odios al país vecino vibran en la sociedad, se enfrenta al rechazo general, y más aun cuando lo que busca es la tumba de un soldado que bien podría haber muerto por su causa. En su atrevimiento se encontrará con los padres de su amigo y la bella Ana, su prometida. La cinta que obtuvo 11 nominaciones a los premios César, los principales galardones del cine francés, además del premio Marcello Mastroiani a Paula Beer como la mejor actriz joven en su
papel de Ana, es un remake de una cinta norteamericana de 1932 llamada Broken Lullaby, a su vez basada en una obra de teatro. El corte teatral y la sencillez del viejo cine, es plasmado por Ozon en Frantz, al utilizar planos amplios y básicos, y una dirección de cámaras suave que ameniza la fluidez de la historia, dando guiños al viejo cine. Al estar filmada casi en totalmente en blanco y negro, se acentúa ligeramente el contexto triste y la melancolía de los personajes, mientras que el uso de colores se acopla perfectamente con la variación de emociones, sin que resulte forzado ni como un recurso pretencioso. El armado del argumento es otro acierto en el filme, evoluciona con consistencia y pese a su tono novelesco y a no tener escenas de gran intensidad, la historia es entretenida, aspecto apoyado por actuaciones auténticas, mesuradas y a la vez muy creíbles en lo que buscan transmitir. Todo lo anterior se resume en honestidad y tacto en guión así como en narrativa. Ozon no recurre a golpes bajos, sorpresas efectistas o dramatismos forzados, incluso
pese a haber detalles predecibles y elementos algo típicos especialmente en la segunda mitad, la historia conserva credibilidad. Se trata de una historia de tragedia, culpa y amor, de lo injustos que son los sentimientos y de la esperanza que ofrece el olvido. Temas que pueden sonar cursis o convencionales, sin embargo todo es transmitido con autenticidad, mientras que ciertos detalles introducen un tono dulcemente triste, aportando más realismo al drama. La virtud en la obra de Ozon tiene también su debilidad. La suavidad y estilo clásico pueden generar monotonía en cierto punto, y aunque se agradece que el director evite las manipulaciones, algo más de emotividad con algunos personajes secundarios podría haber intensificado el drama en momentos clave. No son defectos que arruinen pero sí que restan potencial para hacer de esta una cinta inolvidable. Su director al menos puede quedar satisfecho de anotarse otro acierto al dejar de lado su estilo efectista para buscar algo más honesto.
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os hermanos Ben y Joshua Safdie (Heaven knows what y Go Get Some Rosemary) están de regreso con su tercer largometraje de ficción, un histérico ejercicio de estilo que se inscribe entre las propuestas más auténticas y audaces del año. Good Time, película que de último minuto se unió a la competencia por la Palma de Oro en la pasada edición del Festival de Cannes, parte de un fallido atraco perpetrado por Constantine 'Connie' Nikas (Robert Pattinson) y Nick (el mismo Ben Safdie), su hermano con retraso mental que es atrapado en su huida por la policía, obligando a Connie a iniciar una odisea para conseguir el dinero de la fianza y sacar a su hermano de prisión. Siendo deudora del cine underground ochentero del maestro Martin Scorsese –no es casualidad que la premisa evoque a la muy menospreciada After Hours (1985), en la que el genio neoyorquino nos coloca junto al protagonista arrastrado por una caótica espiral de desafortunados acontecimientos y conociendo a personajes estrambóticos– y el anarquismo de Abel Ferrara, la película no logra escapar de las convenciones del género; de hecho, ni siquiera lo intenta, y por el contrario, sus artífices toman dichas convenciones para manipularlas bajo las reglas de su universo y con su estilo crean una propuesta de gran frescura y autenticidad. Good Time es una película sustentada en su estimulante, realista y agresivo
aspecto audiovisual construido a partir de la insidiosa e inquieta lente de Sean Price Williams con recurrentes y claustrofóbicos close up y sus constantes juegos cromáticos, lo cual, aunado a la estridente composición musical del músico Daniel Lopatin –bajo su conocido pseudónimo Oneohtrix Point Never–, logra la construcción de un implacable ambiente que atrapa al espectador de forma instantánea, lo toma bajo su control y lo sacude constantemente para someterlo a la misma angustia, desesperación y frustración que enfrentan los protagonistas ante su imprevisible destino. Good Time es un coctel audiovisual que nos inyecta adrenalina constante para estimular una inmersiva experiencia que cada vez es más difícil encontrar en una sala cinematográfica. Los hermanos Safdie no sólo han logrado hacer actuar a Robert Pattinson –quien aquí entrega el mejor papel de su carrera: una interpretación llena de matices de un paria acorralado por la vida y urgido de un modo de supervivencia–, sino que han creado con este intenso y visceral thriller urbano un clásico de culto instantáneo capaz de deslizar entre líneas algunos comentarios políticos, sociales e incluso psicológicos en medio de su trepidante ritmo, logrando de esta manera que se una otros imprescindibles y frenéticos títulos contemporáneos como Lola Rennt (1997), de Tom Tykwer.
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a fórmula del cine de superhéroes se desgasta cada vez más rápido, pero nadie esperaba que la serie fílmica del Universo Cinematográfico de Marvel enfocada en el Dios del Trueno tocara fondo de manera tan estrepitosa como lo hizo con apenas su segunda entrega. Thor: The Dark World (2013), junto con Iron Man 3 (2013), se encuentran en los escalones más bajos del ranking de calidad de las películas de su casa productora. Sin embargo, aprendió de sus errores y, sobre todo, tomó notas del éxito alcanzado por otros de sus títulos como Guardians of The Galaxy (James Gunn; 2014) y Ant-Man (Peyton Reed, 2015) y para el cierre de la trilogía del Hijo de Odín recurrió a un director muy poco conocido por las audiencias masivas del cine industrializado: Taika Waititi, cineasta neozelandés enfocado en el cine de autor que ha regalado a los cinéfilos algunos clásicos de culto como Boy (2010), What we do in the shadows (2014) y la muy reciente Hunt for the Wilderpeople (2016). Su filmografía está basada en la comedia fresca, irreverente y paródica, elementos de los que Marvel está muy necesitada. Aún así, resultó bastante extraña la decisión de llevar hacia la comedia a una serie de personajes e historias que se han sustentado en los conflictos familiares de una realeza divina bajo un tono de tragedia shakespeariana; pero ya atestiguando el resultado en pantalla, sólo podemos asegurar que nadie quedará defraudado. Thor: Ragnarok transcurre dos años después de los acontecimientos de
Avengers: Age of Ultron, y la anécdota narrada aquí comienza con nuestro héroe en cautiverio por una maligna entidad que quiere arrasar con el mundo de Asgard. Luego de derrotar a esta oscura fuerza, Thor regresa a Asgard tan sólo para descubrir que Loki ha estado suplantando a Odín, mientras que el verdadero Padre de Todo ha decidido autoexiliarse en Noruega para sus momentos finales, no sin antes revelarle a sus hijos la existencia de una hermana mayor: su primogénita, Hela (Cate Blanchett), la Diosa de la Guerra que busca reclamar el trono de Asgard. Tras un breve enfrentamiento en el portal interdimensional bifrost, Hela destruye al mítico Mjolnir, derrota a los hermanos y los envía a un planeta llamado Sakaar, un lugar gobernado por el peculiar «Grandmaster» (Jeff Goldblum), donde convergen razas alienígenas de todas partes del universo, y del cual Thor intentará escapar para impedir que Hela devaste Asgard, no sin antes enfrentarse en un espectáculo de gladiadores intergalácticos al favorito del público: el gigante esmeralda. Waititi no se preocupa en lo más mínimo por entregar una historia original –y es que, aunque se lo hubiera propuesto, Marvel se hubiera negado categóricamente–, sin embargo, canaliza toda su energía creativa en dar forma a la película más auténtica y con más personalidad del Universo Cinematográfico de Marvel. Thor: Ragnarok rescata el espíritu místico de los orígenes impresos del personaje diseñado por el mítico artista gráfico y co-creador del
Dios del Trueno, Jack Kirby, e introduce una estética alucinante para dar vida al mundo de Sakaar en el que quedan varados Thor y Loki y que está extraído directamente de las páginas del arco narrativo de Planet Hulk. Con un discurso audiovisual inspirado por la estética pop de los '80, el elaborado y cuidadoso diseño de producción frecuentemente recurre a figuras y colores brillantes y un sonido basado en sintetizadores. Thor: Ragnarok acierta en no tomarse en serio a sí misma y nos regala cameos como el de Benedict Cumberbatch como Stephen Strange, así como las inesperadas participaciones de Matt Damon y Sam Neill en una secuencia hilarante a pesar de su brevísima duración. A diferencia de otras cintas de Marvel donde el humor –por lo regular muy soso– es utilizado sólo para aligerar la trama, aquí el guión coloca las bromas –ingeniosas y cínicas en su mayoría– como su núcleo, y en torno a ellas va colocando las situaciones que impulsan la trama hasta su climático y explosivo desenlace. Su irreverencia, desfachatez e inexistente miedo al ridículo ponen de manifiesto la libertad creativa que tuvo Waititi para narrar esta historia por demás convencional –argumentalmente hablando–, y a pesar de ser completamente predecible se convierte en la película cómica superheróica mejor lograda del año.
E
n su cuarto largometraje, el cineasta David Lowery se reúne con Casey Affleck y Rooney Mara luego de dirigirlos cuatro años atrás en el drama romántico/criminal Ain't them bodies saints. El reencuentro da como resultado un drama sobrenatural/existencial: A Ghost Story, una cinta cuya elemental premisa –un músico (C, encarnado por Casey Affleck) fallece en un accidente automovilístico pero regresa como fantasma a la casa suburbana en la que vivía con su mujer (M, interpretada por Ronney Mara)– permite plantear una tesis sobre un abanico de tópicos que van desde el paso del tiempo hasta la memoria, pasando por la pérdida, el amor, el apego a lo material y al plano físico, así como la enormidad de la existencia y la trascendencia. A Ghost Story podría desconcertar al espectador menos avezado, pues no sólo su campo visual está delimitado por su aspecto de ratio de 1.33:1 –es decir, un formato casi completamente cuadrado con las esquinas redondeadas y que hace lucir al filme como una exposición de antiguas diapositivas–, sino también porque la figura del fantasma no responde a la común perspectiva del cine de horror como una entidad atemorizante y tampoco esta-
mos ante la también muy común idealización de los espíritus como seres astrales rodeados de un halo místico y divino. Para la representación del espíritu del protagonista se recurre a la estampa clásica de la sábana blanca con agujeros que representan sus ojos. Esta sencilla y emblemática figura que aparece en el póster de la cinta podría hacer que la audiencia rechace inmediatamente la película por considerar absurda y arcaica su representación; sin embargo, la representación del fantasma tradicional es uno de los mayores aciertos de la película, pues incluso cubierto con una enorme sábana y unos vacíos ojos inexpresivos, el fantasma de C logra ser un personaje entrañable que establece una sólida y genuina empatía emocional con el espectador. Y es que a Lowery está más interesado en crear una atmósfera que transmita las emociones de vacío y soledad de la pareja separada por la muerte y por el forzoso cambio de plano existencial de C. Para lograr esa empresa, el director se ve apoyado por la talentosa lente de Andrew Droz Palermo –que emula una estética similar a la del cine de Terrence Malick pero con una impronta muy personal– y las composiciones sonoras de Daniel Hart; de esta
manera, el director crea su personalidad formal para desarrollar una tesis sobre un ente solitario que en el apego a lo material y a lo físico encuentra la cadena que lo esclaviza y lo imposibilita para buscar su trascendencia. El nuevo C es un espíritu errante condenado a existir, a ser pero sin poder experimentar la vida; se trata de una condena de espera perpetua en la que cada vez se recuerda menos lo que se espera, tal como le sucede al ente que habita la casa vecina y con el que «habla» esporádicamente. A Ghost Story es un relato de aire nietzscheano y su concepto del eterno retorno, pero la diferencia es que aquí una epifanía liberadora podría permitirnos acceder a la trascendencia. Lowery propone reflexiones sobre esa eterna incertidumbre que rodea a la búsqueda de la razón de ser, de existir; y aunque se presenta bajo un tono completamente alejado del propuesto por Darren Aronofsky en su reciente Mother!, Lowery logra en tan sólo noventa minutos crear también una muy profunda experiencia poética-existencial y una de las películas estadounidenses más originales, arriesgadas y reflexivas del año.
H
ace once años, el documental Una verdad incómoda (An Inconvenient Truth) ponía sobre la mesa el tema de la urgente necesidad de atención sobre el cambio climático y las consecuencias de ignorar las advertencias de los científicos y de la misma madre naturaleza. El documental ganador del Oscar bajo la dirección de Davis Guggenheim tomó como figura central a Al Gore, quien luego de abandonar la política –siempre caracterizada por su agenda ambientalista– se convirtió en uno de los más aguerridos activistas que buscan concienciar tanto a políticos como a la sociedad civil. Sin embargo, el ex vicepresidente de los Estados Unidos no fue el protagonista del documental, sino que fungió como vocero de la crisis ambiental global a través de la exposición de datos, animaciones austeras y entrevistas con expertos. La secuela que ahora llegará a las salas luego de su premier nacional en el Festival Internacional de Cine de Morelia sí tiene como protagonista absoluto a Al Gore, y es precisamente eso lo que para muchos podría ser el punto negativo de esta segunda entrega documental. An Inconvenient Sequel: Truth to Power posee una propuesta visual más sustentada en el lenguaje del cine do-
cumental contemporáneo y no en la modesta presentación de diapositivas que suponía el documental original; sin embargo, por momentos deja de lado el mensaje de concienciación ambientalista para centrarse en el personaje activista, en la persona y no en su discurso. Se trata del retrato de un hombre que no ha perdido su idealismo, que ha luchado incansablemente y ha hecho grandes sacrificios, tanto profesionales como familiares, para hacer llegar el mensaje de la crisis ambiental global a los políticos, los gobiernos y la sociedad civil en general. Y aunque muchos podrían considerar esto como un factor negativo del filme, en realidad nos permite apreciar un panorama más general de la difícil lucha que libran los activistas día con día en un mundo que es más complejo de lo que aparenta. Y es que la película expone la dificultad de proponer un sistema de desarrollo ambientalmente responsable a los gobiernos de países en vías de desarrollo –la India, en el caso particular de la película– que buscan las mismas oportunidades de crecimiento que han tenido por siglos las ahora potencias mundiales a través de la explotación de sus recursos. Otro aspecto que aborda el documental es que las personas en el poder siguen considerando al cam-
bio climático como una farsa y se niegan a ver la contundencia de las pruebas. Donald Trump es el claro ejemplo de esta ineptitud y el documental no duda en exponer al mandatario como el caprichoso hombre que decidió revocar su participación en el Acuerdo de París, donde las potencias mundiales establecerían las muy necesarias medidas para intentar contrarrestar los devastadores efectos de la crisis climática global. Pero más allá del pesimismo que podría sonar su discurso, An Inconvenient Sequel: Truth to Power nos brinda también un rayo de esperanza al develar una revolución energética que podríamos alcanzar en los próximos años; energía solar y eólica cuya producción se ha abaratado enormemente en los últimos años y podría ser la respuesta hacia un verdadero impacto positivo para la naturaleza... siempre y cuando reaccionemos ante esta emergencia ya. En resumen, estamos ante un documento fílmico imprescindible que, sin ser aleccionador, expone los errores que hemos cometido como humanidad y nos da un ultimátum: “ya perdimos una oportunidad; no podemos perder una más”.
E
l experimento fílmico Manifesto, a cargo del cineasta y videoartista alemán Julian Rosefeldt, comenzó como una videoinstalación en un museo de Melbourne, Australia, en diciembre de 2015. Ahí, trece pantallas distintas proyectaban de manera simultánea las interpretaciones de distintos manifiestos provenientes de los principales movimientos artísticos del siglo XX; desde el surrealismo hasta el arte conceptual, pasando también por el futurismo, el pop art, el fluxus, el minimalismo y el constructivismo –entre decenas más–. La cinta que ahora nos ocupa, recurre a una puesta cinematográfica para ensamblar una suerte de collage ideológico a través de monólogos protagonizados por Cate Blanchett, quien da vida a los trece personajes protagonistas de estos fragmentos, todos ellos diferentes y en distintos contextos. Así
tenemos que la actriz británica da vida, entre otros personajes, a un indigente que despotrica contra el arte que sirve a la burguesía con un fragmento del Manifiesto del Partido Comunista; a una conductora de un noticiero que entabla un ameno debate con la reportera del clima sobre el arte contemporáneo; a una maestra de primaria dando clases sobre los lineamientos del manifiesto fílmico conocido como “Dogma 95” –con Lars von Trier como principal representante–; y a una madre de familia que transforma la oración cristiana de agradecimiento por los alimentos en una declaración ideológica del artista pop Claes Oldenburg. Una científica, una titiritera, una cantante de rock y una coreógrafa son otros de los personajes que completan el experimento fílmico que, aunque no cuenta con una narrativa convencional sino constantemente fragmentada, su
propuesta audiovisual que se forma con la cuidada fotografía de Christoph Krauss y el score compuesto por Nils Frahm y Ben Lukas Boysen, le brinda dinamismo a la película para que el público permanezca atento ante el imparable desfile de ideas de los más de cincuenta manifiestos originales de los que Julian Rosefeldt ha tomado extractos para exponer cómo algunos discursos artísticos caducaron de manera rápida, mientras que otros encuentran una fuerte resonancia incluso hoy en día. Manifesto es una apuesta arriesgada que no ofrece concesiones a la audiencia; no estamos ante una película para las masas, pues exige del público la permanente atención, el conocimiento y la participación para entablar un diálogo sobre el arte y la expresión humana en general.
S
i escuchamos «Camino a Marte» y nos dicen que se trata de una película mexicana, es inevitable pensar que estamos ante una más de las muchas ordinarias comedias románticas que invaden los complejos cinematográficos con bastante frecuencia. Sin embargo, detrás de esta cinta se encuentra Humberto Hinojosa Ozcariz, un director que a lo largo de su aún corta filmografía ha abordado géneros de una manera fresca y auténtica, logrando alejarse del lugar común y hablando siempre desde la honestidad. Luego del tropiezo que significó su incursión en el thriller con su tercer largometraje, Paraíso Perdido (2016), el cineasta mexicano está de regreso con una refrescante propuesta fílmica sustentada por un guion original con una excelente mezcla de géneros, actuaciones solventes y su habitual calidad en la parte de la producción. Camino a Marte inicia con Emilia (Tessa Ia) siendo ayudada por su mejor amiga, Violeta (Camila Sodi), a escapar del hospital donde se encuentra internada recibiendo tratamiento para una enfermedad muy grave que nunca nos es completamente revelada. Las chicas, a bordo del Volvo negro de Violeta, piensan recorrer las carreteras californianas para llegar a la playa de Balandra, pero en el camino se encuentran con un extraño joven (Luis Gerardo Méndez) que parece haber sufrido un accidente y se encuentra desorientado; una peculiar situación en un minisuper de autopista obliga a las chicas a darle aventón al enigmático personaje al que bautizan como Mark y quien dice ser un visitante de otro mundo con la misión de exterminar a toda la humanidad.
Relatada en clave de road movie pero reuniendo y manipulando con audacia elementos como la crudeza del drama, la frescura de la comedia y hasta el existencialismo de la mejor ciencia ficción, Hinojosa y Anton Goenechea (coautor del guion) ensamblan un relato que retoma los tópicos de los primeros filmes del director. Así tenemos que las reflexiones sobre la amistad, el enamoramiento, las escapadas de un entorno restrictivo que imposibilitan un futuro ideal y la comunicación entre extraños que ya había mostrado en Oveja Negra y I Hate Love, comulgan aquí con otras ideas sobre la vida, la muerte, la soledad, el amor como fuente de vida para los humanos pero de destrucción para el planeta y como un obstáculo para la trascendencia del ser –“cuando trascendemos dejamos de nacer... y de reproducirnos”, confiesa el presunto visitante de otro planeta–, y la humanidad como la más terrible de las plagas pero a la vez como una gran especie con cualidades excepcionales. Cubriendo su relato con un manto apocalíptico que recuerda grandes clásicos del cine sci-fi como El Hombre que cayó a la Tierra (1976), Hombre mirando al sudeste (1986) y la muy reciente Under the Skin (2013), Hinojosa inserta aventuras de desencanto juvenil ante el incierto futuro como también lo hizo ese otro gran clásico de las road movies mexicanas Y tu mamá también (2001). Al igual que Tenoch Iturbide (Diego Luna) y Julio Zapata (Gael García) se enfrentaban a las deslealtades de su aparentemente perfecta amistad con la aparición de Luisa Cortés (Maribel Verdú), Emilia y Violeta ponen a prueba su amistad a partir de su encuentro con Mark.
Hinojosa recurre a un elegante uso de símbolos como parte de su narrativa en esta historia de superación de miedos a la muerte, la pérdida y la soledad: esa apocalíptica tormenta con nombre propio que, como la enfermedad de Emilia, los acecha sin tregua pero que pronto se asume como una gran oportunidad de escape; esa antena parabólica semienterrada en el desierto como un cadáver que se niega a permanecer bajo tierra y que representa la posibilidad de comunicación intergaláctica pero a la vez funciona como oportunidad de comunicación entre Mark y Emilia a base de una conexión emocional, sensorial y sexual; o esa fantástica secuencia del caballo galopando junto al Volvo de los protagonistas, cada uno buscando su propia libertad; libertad de amar, de vivir y de morir. Camino a Marte es una propuesta poco convencional para los estándares del cine comercial mexicano, pero aún así es completamente accesible para todo el público. No es una comedia romántica complaciente y mucho menos un vulgar remake; se trata de una película visualmente bella y emocionalmente nostálgica; una historia de descubrimiento mutuo y de autodescubrimiento que, entre las playas y el desierto que nos ofrece el paisaje norte del país, juega siempre con la ambigüedad y no ofrece respuestas fáciles, sino todo lo contrario, nos deja con más interrogantes que abren un abanico de interpretaciones posibles y de una serie de reflexiones sobre nuestra existencia, nuestras emociones y nuestras acciones.
a Otra resulta ser un film poco conocido dentro del acervo cinematográfico mexicano, cuando debería ser todo lo contrario, debido a que estamos ante una de las mejores exponentes de nuestro cine, más específico, del cine de misterio (poco visto en nuestro país). La Ciudad de México es testigo de un par de crímenes cometidos por las hermanas gemelas María y Magdalena. María es una manicurista humilde que vive en una situación modesta, todo lo contrario a su hermana quién acaba de enviudar y ha heredado la fortuna de su difunto. Esta peculiar situación resuena en la mente de María. Nuestra heroína pasará a ser la villana y víctima de sus 'buenas intenciones'. Adaptada a partir de un cuento de Rian James, José Revueltas logra crear la atmósfera perfecta para el crimen perfecto, dotando a la ciudad de matices poco vistos, calles vacías y oscuras, azoteas vastas que se extienden hasta el horizonte, una morgue sombría, frívola hasta escalofriante (no se había visto algo así y no se vería hasta En la Palma de tu Mano). El guión adaptado recibió el único premio Ariel para esta película. Dolores del Río calla a todos aquellos que dudaban de su gran dote actoral; la actriz impregna a cada uno de sus personajes un halo y personalidad propia que nos permite reconocer a cada hermana al instante (incluso cuando están frente a frente), su entrega es tal que olvidamos que se trata de la misma actriz y pensamos que en realidad son dos. El espectador sufre junto con ella logrando lo que pocas actuaciones mexicanas han alcanzado, romper la delgada línea de ficción y realidad. 'El Ogro' Gavaldón y el maestro Alex Phillips retrataron como pocos lo hicieron al México de noche, y no hablo del de cabarets ni arrabaleras, hablo de ese México común y corriente que envuelve historias inimaginables tan misteriosas como la vida misma. Este es el principal realce de la película una historia al azar llevada a niveles insospechables. Una joya que debe visionarse lo antes posible.
Mejor Guión Adaptado, José Revueltas
Mejor Película Mejor Director, Roberto Gavaldón Mejor Actriz, Dolores del Río Mejor Coactuación Masculina, Victor Junco Mejor Fotografía, Alex Phillips (Nominado) Mejor Música de Fondo, Raúl Lavista (Nominado)
Q
uien dijo que las segundas partes son malas? Supongamos que no es una sola persona el autor de esta pregunta, si no una oleada constante de fervientes espectadores, ávidos de continuar inmersos en el mundo de una idea original, que se expande con su debida continuación. Las tenemos por cientos, algunas innecesarias y otras necesarias pero al fin del día, acudimos a ellas sin importar la calidad que tengan. ¿O no? Es común que los grandes estudios se arriesguen a invertir presupuesto en un guión original con la esperanza de encontrar la nueva gallina de los huevos de oro. Las opciones abundan al por mayor, ya sean adaptaciones literarias, cómics o ideas originales; el estudio siempre espera el mejor de los resultados en cada uno de sus proyectos y más aún cuando se trata de los principales estudios de Hollywood. La sorpresa llega cuando la tibia idea se convierte en el éxito de verano que ningún crítico atisbó a lo lejos, la recaudación es inmensa y si logra conseguir algún premio se habrá convertido en la cereza en el pastel. Ante tal éxito la idea qué hay en la mente de todos los involucrados es solo una: ¿Haremos la secuela? La respuesta se diluye en una sola palabra unísona.
Sí. Debido a a ello, a lo largo de las décadas, en el mundo del cine se ha construido una serie de pasos que garantizan una buena segunda parte y con ello, mantener tranquilos a los inversionistas y, en menor medida, a los acérrimos cinefilos que se encuentran a la espera de alguna novedad. El primer paso es simple. Hay que traer de vuelta a los pilares que edificaron la cinta original. Con esto en mente el guionista, editor, director de cine y actores son los primeros en conseguir y en dado caso, intentar convencer con un jugoso cheque para hacer entender que deben regresar debido a que la ganancia será aún mayor que el pago que se les dará. Iniciada la producción todo parece ir viento en popa o eso es lo que se podría esperar al tener los mismos ingredientes. Hay una larga lista de cintas que sucumbieron por los suelos al llegar al resultado final después de entregar una primera cinta maravillosa. Y no es exageración, la lista es extensa: El Hijo de la Máscara (La máscara), La Bruja de Blair 2 (El Proyecto de la Bruja de Blair), El Exorcista 2: El Hereje (El Exorcista), Hannibal (El Silencio de los Inocentes), Hombres de Negro 2 (Hombres de Negro), Psicópata americano 2 (Psicópata americano).
¿Que fue lo que ocurrió en cada una de esas cintas que tuvieron una primera parte sensacional, que lograron enamorar a la crítica y a miles de personas alrededor del mundo sin olvidar la taquilla? Todas aquellas cintas son clásicos del cine Hollywoodense pero por mala fortuna y erradas decisiones, la segunda parte dejó mucho que desear y con ello, sepultó toda oportunidad de continuar con estupendas historias de aquellos personajes tan entrañables. Después de aquel fracaso, ninguna tuvo la oportunidad de redimirse, salvo Hombres de Negro 3, que logró recuperar el timón del barco al superar con creces la segunda parte pero no logró revitalizar la franquicia ni recuperar el encanto de su primera parte, cerrando así, un ciclo irregular ofreciendo la inevitable opción de un reboot en un par de años en el futuro. Sin embargo, no todo es malo. Algunas manzanas no cayeron lejos de la cesta, al contrario, atinaron hasta el fondo entregándonos secuelas que incluso superaron el producto original: Volver al futuro 2 (Volver al Futuro), Aliens: El Regresó (Alien: El Octavo Pasajero), El Padrino 2 (El Padrino), El Hombre Araña 2 (El Hombre Araña), Batman Regresa (Batman). Cada una de las cintas mencionadas demostró que realizando las cosas paso a paso y no diluir el presupuesto en banalidades puede sorprender y marcar a toda una generación de jóvenes cineastas y público. Algunos dirán que la visión de la cinta lo es todo, y no están equivocados, pero no hay que olvidar el poder técnico y actoral que orquesta cada una de las piezas de la cinta en cuestión. Pero el verdadero corazón de la cinta se encuentra en la historia. Las aventuras que viven cada uno de esos personajes las sentimos como nuestras, nos emocionamos y preocupamos por ellos y nuestra sed de conocer cuál será la siguiente misión que deban realizar obliga a los grandes estudios a concluir un razonamiento ley en las arcas de Hollywood: hay que hacer una trilogía.
La tercera parte de cualquier película lleva consigo una maldición: las terceras partes son malas. Si retomamos la lista anterior, encontramos títulos sobresalientes que superan la cinta original pero aquellas películas comparten algo no muy decoroso. Sus terceras partes son malas. No hay excepción y si encontramos una variable el resultado está por debajo de las dos entregas anteriores. ¿A que se debe esto? A estas alturas del partido los pilares fundamentales de la producción había emigrado hacia otros proyectos diferentes, la historia se alargó y encaminó en direcciones poco favorables, el tiempo de filmación fue rápido con la intención de aprovechar el boom de la segunda parte y cosechar otro éxito de taquilla y ya no de crítica. ¿El poder de las secuelas condenan a la tercera parte? No. Uno como espectador siempre tendrá fe en el nuevo proyecto cinematográfico en donde aparecerán sus personajes favoritos. El público no está en contra de nuevas versiones de los clásicos de cine, en realidad están cansados de que maltraten como trapo sucio aquellas historias que cuidamos con el alma y qué los estudios usan para conseguir dinero tomando como pretexto aquellas cintas añadiendo a su legado historias incensarías y decadentes. Al final, solo esperamos entrar a la sala de cine y sorprendernos con historias cautivadoras, ya sea la primera parte, su secuela o una tercera parte decente. Es lo mínimo que el espectador puede exigir a los estudios si estos planean usar las cintas para ganar dinero; ante este panorama solo queda ser optimista y debido a que la visión actual que el cine está tomando, es posible que veamos nuestras películas favoritas más de una vez gracias a una secuela, remake o reboot que se esté cocinando en Hollywood sin que lo sepamos aún.
E
l responsable de la ya legendaria 'trilogía del Cornetto' -Shaun of the dead (2004); Hott fuzz (2007) y The world's end (2013)- está de regreso con una película de acción como ninguna otra. Baby Driver se gestó en la mente de Edgar Wright hace más de dos décadas, y aunque algunos destellos de su premisa se filtraron en sus trabajos previos tanto en la gran pantalla como en la realización de videoclips -Blue Song de Mint Royale sigue a un conductor de escape mientras sus compañeros roban un banco-, es hasta el día de hoy que su idea completa se materializa en cines. Cuando recién había llegado a sus veintes, Wright se obsesionó con Bellbottoms, de The Jon Spencer Blues Explosion, y siempre pensó que el track sería el ideal para un atraco y una persecución; y es precisamente con esta secuencia de robo y escape alguna vez idealizada con la musicalización de la pista incluida en el álbum Oranges que el director arranca su nueva producción. Se trata de una secuencia de poco menos de seis minutos que, además de ser un efectivo enganche para el público que quedará al borde del asiento, es a la vez una carta de amor al cine y una declaración de intenciones cinematográficas: Wright está comprometido a entregar una de las mejores y más originales cintas de acción del nuevo milenio. Un reto que queda más que superado. Baby (Ansel Elgort) es un jovencísimo conductor que utiliza sus habilidades al volante para ayudar a escapar grupos de ladrones bancarios convocados por un enigmático hombre que se hace llamar Doc (el siempre genial Ke-
vin Spacey). Pero descuiden, no estamos ante una copia descarada de Drive (2011), de Nicolas Windinf Refn; la propuesta del director de Scott Pilgrim vs The World (2010) recorre derroteros completamente distintos, aunque también hay una chica -Debora (Lily James)- que cambia la perspectiva del protagonista que reconsidera el rumbo de su vida tras conocerla. Baby Driver es un homenaje al cine, pero particularmente a una de las cintas favoritas de Edgar Wright: The Driver (1978), de Walter Hill, un thriller criminal protagonizado por la entonces superestrella Ryan O'Neal que ya comenzaba su ocaso en Hollywood. Lo que vuelve diferente a esta cinta es la manera en la que está relatada: casi cada secuencia de la película esta dictaminada por el ritmo de alguna de las canciones que el protagonista reproduce de manera compulsiva para intentar ahogar el zumbido provocado por el tinnitus que padece desde el accidente automovilístico en el que perdió a sus padres. Con una amplia colección de iPods -robados, evidentemente- que corresponden a cada uno de sus estados de ánimo, Baby transita esta existencia entre el cuidado de su inválido y sordomudo padrastro Joseph (CJ Jones) y los atracos que sirven para pagar, un robo a la vez, una cuantiosa deuda económica con Doc. La sensacionalmente ecléctica selección musical curada por Wright funciona en la narrativa no sólo como acompañamiento perfecto para las escenas de acción -ojo al altercado en el que los disparos corresponden a las percusiones del cover de Tequila que hace The Button Down Brass-, sino como pistas que
nos guían en el descubrimiento del pasado tráfico del protagonista y las razones de su personalidad ensimismada. En una de las secuencias con las que arranca el tercer acto, un par de incautos llaman 'Bonnie y Clyde' a Baby y Debora antes de ser despojados de su auto a punta de pistola; pero las referencias a esta pareja legendaria de la vida real no sólo se centran en la relación que establece la camera con el criminal, sino también en la imagen del protagonista con sus lentes de sol descompuestos luego de un altercado con Bats (Jamie Foxx), tal como los de Warrean Beatty en la película de Arthur Penn que traslada a la pantalla la vida de estos famosos fugitivos de la ley. Pero además de este clásico gansteril, Wright recurre a la acción de la vieja escuela con vastas influencias como The Getaway (1972) del mítico Sam Peckinpah; la apocalíptica Mad Max (197) de George Miller; esa imprescindible cinta criminal llamada Point Break (1991) de la sensacional Kathryn Bigelow; e incluso de Run Lola Run (1998) de Tom Tykwer, que también es una de las películas favoritas del cineasta que recurre a un lenguaje cinematográfico extraído directamente de los duelos del cine de vaqueros y lo combina con una violencia estilizada pero sin retoques digitales que la banalicen. Y es que, en realidad, Baby Driver es un relato amoroso y expiatorio que viene envuelto en un frenético juego de persecuciones y balaceras; estamos ante una representante del mejor cine de acción y romance del siglo XXI. Imprescindible.
C
hristopher Nolan regresa al «mundo real» luego de mudarse temporalmente a Gotham para su trilogía del Caballero de la Noche y de viajar al espacio para explorar las insospechadas posibilidades de los agujeros de gusano con Interstellar (2014). Su retorno llega por todo lo alto con un ambicioso blockbuster bélico que explora el episodio histórico conocido como «El Milagro de Dunkerque». En 1940, durante la Segunda Guerra Mundial, aproximadamente 400,000 soldados –mayoritariamente británicos, aunque también se encontraban miembros de las tropas francesas y belgas– se vieron obligados a replegarse ante el avance de las fuerzas alemanas, terminando atrapados entre el enemigo y el Canal de la Mancha. Y pese a que su hogar se encontraba a tan sólo 40 kilómetros de distancia, el agua poco profunda y las inclemencias del tiempo impedían que los enormes barcos de la Marina inglesa pudieran llegar hasta el rompeolas para rescatar a los batallones. Finalmente, el rescate de casi 340,000 soldados de las playas de Dunkerque se concretó gracias a la ahora famosa «Operación Dinamo», en la que una muy improvisada flotilla conformada por embarcaciones civiles de las islas británicas acudieron voluntariamente al llamado para enfilarse directamente hacia la zona de guerra, rescatar a sus soldados y traerlos de vuelta a casa. Inspirado luego de leer Forgotten Voices of Dunkirk, una compilación anecdótica de los sobrevivientes a cargo del historiador Joshua Levine, Nolan escribió el guión para llevar este episodio bélico a la gran pantalla; pero por supuesto que no lo hace mediante una narrativa tradicional, sino que sostiene la línea de sus filmes previos al presentar una trama enfocada en tres distintos ejes –tierra, mar y aire– que se van intercalando y se conectan en distintos momentos, además que cada uno de estos tres frentes aborda dife-
rentes periodos de tiempo: en tierra nos muestra la lucha por la supervivencia de una semana de tres soldados –Tommy (Fionn Whitehead), Gibson (Aneurin Barnard) y Alex (Harry Styles)– y de dos oficiales –el Comandante Bolton (Kenneth Branagh) y el Coronel Winnant (James D'Arcy)–; en mar nos muestra el día completo del rescate naval civil, centrándose en la embarcación Moonstone, tripulada por un experimentado marinero retirado (el Sr. Dawson, interpretado por Mark Rylance), su hijo Peter (Tom Glynn-Carney) y el joven George (Barry Keoghan), quienes rescatan a un piloto británico (Cillian Murphy) en el trayecto a las playas de Dunkerque; y finalmente, en aire nos muestra los sesenta minutos en los que dos pilotos de la Fuerza Aérea Real, Farrier (Tom Hardy) y Collins (Jack Lowden), brindan apoyo aéreo combatiendo con sus aviones Spitfire a los aviones enemigos durante el rescate de los soldados. Pero además de poseer esta narrativa que resulta inusual para los blockbusters veraniegos –y que también debemos señalar que ya no es ni arriesgada ni mucho menos radical como lo fueron sus primeras propuestas cinematográficas–, Christopher Nolan se desvía un poco de los caminos que comúnmente se siguen en el cine bélico; la película va más por el camino del thriller de acción presentando una trepidante lucha por la supervivencia que da sólo breves respiros a lo largo de sus 106 minutos de metraje. La propuesta formal del director está basada en un fascinante diseño sonoro en el que la música de Hans Zimmer y el constante tic tac de un reloj –que, como dato curioso e inútil, pertenecía al padre del cineasta– subrayan la naturaleza a contrarreloj del relato. La omisión visual del enemigo es otra de las características de Dunkirk, y es que aunque jamás vemos al ejército alemán, la experiencia inmersiva que Nolan logra crear tan sólo con el sonido y
el manejo de cámara hace que podamos percibir el peligro de manera permanente. Pero pese estar ante el film más vistoso y ambicioso de Christopher Nolan, estamos también frente al más simplista y elemental a nivel conflicto anecdótico, y también al trabajo más parco y frío a nivel emocional e interpretativo. Nolan se muestra incapaz de crear vínculos con los múltiples protagonistas; aquí no hay héroes con progresión dramática, sólo vemos personajes genéricos declamando diálogos acartonados e intentando sobrevivir en el sofisticado y efectista juego estructural que el realizador ha preparado. La película, como experiencia sensorial, es irreprochable, pero como obra cinematográfica deviene en documento fílmico panfletario en época de paz y la vuelve poseedora de una honestidad bastante cuestionable. No estamos ante una obra maestra del cine bélico como muchos han señalado, y tampoco estamos frente a una de las mejores propuestas del verano; vaya, ni siquiera estamos ante la mejor película de la filmografía de Nolan –Memento sigue ocupando el lugar de honor–. Dunkirk es un producto, autoral eso sí, que resulta más que efectivo como aventura de supervivencia, pero que está muy lejos de ser un estudio sobre la guerra, su absurdo o sobre la camaradería que nace en medio del infierno; logros que, en cambio, sí han alcanzado cintas como Platoon (1986), Apocalypse Now (1979) o The Thin Red Line (1999), y que por ello –entre otras virtudes– se han convertido en clásicos imprescindibles del cine bélico. ¿Quieren ver una película que sostenga su propuesta formal en la omisión visual y en la optimización del sonido, que realmente transmita el horror de estar en medio de una guerra, y que también presente una historia a contrarreloj? Vean, entonces, Son of Saul (Saul fia, 2015), de László Nemes.
P
or fortuna y gracias a la popularidad que la animación japonesa ha ganado en México a lo largo de los años, nos llegan películas que representan una propuesta bastante sólida como para que la lleguen a ver personas que no necesariamente sean eruditos en el tema, si bien siguen llegando como eventos especiales que duran tres días en cines, son cada vez más los cines en los que se proyectan, y así podemos verlas justo como lo hicieron en su país de origen. En ésta ocasión nos trajeron la que es hasta ahora la cinta japonesa animada más taquillera de la historia, una propuesta que por originalidad no le pide nada a ninguna cinta del género. Debo rescatar que a mí me pareció una de las mejores sorpresas del año y recomiendo verla sin haber visto siquiera un tráiler, verán que a ustedes también les sorprenderá. La cinta tiene como protagonistas a Taki y Mitsuha, dos adolescentes que viven en lugares completamente alejados uno del otro y que no se conocen pero tiene en común que todos los días despiertan con el extraño presentimiento de que tuvieron un sueño importante pero no recuerdan cual fue, ese presentimiento los tiene intranquilos durante todo el día hasta que descubren que están destinados a intercambiar de cuerpo un día y al día siguiente volver a ser ellos mismos, para repetir el proceso una y otra vez, esto les representa un gran problema debido a que ambos tienen un ritmo de vida bastante distinto, y al ser adolescentes, con los cambios corporales que les implica, ahora el cambiar de cuerpo resalta esta misma curiosidad por su anatomía. Después de un tiempo, ambos comienzan a desarrollar una forma de comunicarse entre sí e intervenir uno en la vida del otro de manera que se evite un caos personal para ambos, mediante esto su amistad comienza a ser más sólida y su vida comienza a dar giros benéficos no solo para ellos sino para quienes los rodean, de repente comienzan a tener sentimientos aún más
profundos por el otro al grado en el que consideran necesario el verse en persona, y es ahí cuando la verdadera magia y el conflicto principal suceden, en una combinación de situaciones astronómicas y del folclore japonés que la vuelven una cinta rica en sustancia y que resultan un muy buen vehículo para un estilismo visual muy original. El tono de la cinta es un tanto orillado hacia la comedia en un principio pero no cae en lo burdo de las comedias típicas de cambio de cuerpo, sino que trata el tema con la seriedad suficiente como para introducir los chistes de forma ingeniosa, las situaciones poco a poco se van tornando más dramáticas y la historia de ambos protagonistas evoluciona de forma natural hasta normalizar el tema del que están hablando y así empatizar de muy buena manera con el público. Claro que el construir estas situaciones no es nada fácil, por lo que la introducción y la importancia que tienen también los personajes secundarios ayudan a enriquecer mucho la historia, no solo en lo referente al género de fantasía sino también a las historias personales de cada protagonista. Es una combinación de varios géneros que uno a uno no ves venir y que no parecen una tomadura de pelo, sino que se introducen de la manera más sutil hasta hacerse presentes al 100% cuando ya has asimilado hacia dónde va la trama. El plus que tiene la cinta es que ese cambio de cuerpo no sucede entre personalidades antagónicas, sino que son dos chicos que tienen la misma edad y que presentan las mismas inquietudes que cualquier adolescente, los cambios físicos, la búsqueda del amor, la búsqueda de su propia identidad, el irse de casa algún día, el lidiar con las expectativas de sus mayores, esos temas que están tan a la orden del día que el hecho de que camben de cuerpo lo vuelve más difícil porque ahora no lo tienen que enfrentar solo en ellos, sino en la otra persona cuando despiertan en su cuerpo. La construcción no lineal de la película nos recuerda al cine de
Christopher Nolan, en donde el prólogo y la conclusión de la cinta están en una línea temporal distinta al desarrollo de la misma, la forma en la que se intercalan las escenas de ambos protagonistas y el manejo que hacen de la vida del otro es sublime, es de verdad una película muy bien construida que sabe como plantearte las situaciones sin sobreexplicarte nada, creo que el final si tiene bastantes escenas de sobra, en este caso más que el cualquier otro me hubiera gustado que fuera una cinta con un final abierto, creo que es de esas películas que pueden hacer trizas tus emociones si tan solo se lo propusieran, sin embargo optaron por darle conclusión a la misma de la forma más tediosa posible, sinceramente ya quería que terminara cuando todavía faltaban al menos otras 6 escenas de sobra (o las escenas de sobra serían las que suceden antes del final?), eso fue el único pero que le encontré, por todo lo demás, es desde ya una de las mejores películas del año.