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uego de debutar en el cine angloparlante con Snowpiercer (2014) y hacerse cargo de la dirección de Okja (2017) bajo el cobijo de Netflix, el director Bong Joon-ho regresa a su natal Corea del Sur para filmar en su lengua materna un relato que, por su marcada identidad surcoreana y su vigencia temática, se ve emparentada con Burning, la obra maestra de su compatriota Lee Chang-dong que en 2018 se reveló como una de las mejores propuestas internacionales del año. Y como ya lo había hecho con la película de ciencia ficción postapocalíptica protagonizada por Chris Evans, Tilda Swinton, John Hurt y Song Kang-ho, el director nuevamente nos coloca en medio de una lucha de clases a partir del momento en el que el hijo mayor de la familia Kim, Ki-woo (Choi Woo-sik) consigue trabajo como profesor particular de la hija mayor de la inescrupulosamente acomodada familia Park. Cuando el chico conoce la casa de sus nuevos empleadores, pone en marcha un plan para que despidan a sus empleados y sean su hermana, su padre y su madre, quienes los reemplacen como psicoterapeuta artística, chofer privado y asistente del hogar, respectivamente. Ganadora del máximo galardón fílmico a nivel mundial –la Palma de Oro en el Festival de Cannes–, Parasite echa mano de los espacios como metáforas del estatus social y en mucho nos recuerda a la segmentación social de los vagones de Snowpiercer. Nótese aquí la casa de la familia Kim, una suerte de bunker con ventanas a ras de suelo donde mendigan la señal wi-fi del vecino, y el contraste que se crea con la opulenta mansión de la familia Park, ubicada en lo alto de una exclusiva colina y con una arquitectura diseñada con numerosas escaleras en su inte-
rior. La cinta de Joon-ho, al igual que lo hiciera algunos meses atrás el cineasta Jordan Peele, juega con la premisa de los invasores/suplantadores como alegoría de la lucha de clases y las injusticias sociales; pero la propuesta surcoreana toma derroteros distintos, y partiendo de una premisa anecdótica, construye un complejo entramado de enfrentamientos sociales. Ya en su tercer acto, aunque hay un violento giro que cambia completamente el rumbo del relato –esa lluvia torrencial como elemento de limpieza y purificación que se lleva las máscaras y el maquillaje para que las mentiras salgan a flote–, prima en todo momento el tono fársico y el director se niega a ser condescendiente; por el contrario, se atreve a llevar los hechos hasta las últimas consecuencias. Sin emitir juicios éticos o de valor, Joon-ho delinea y construye a sus personajes con respeto y cariño a pesar de estar sustentados en una serie de estereotipos de clase, desde los marginales y trepadores de la familia Kim, como los acomodados e hipócritas de la familia Park. Y es que el director se preocupa por presentar un retrato que trasciende su identidad surcoreana y se transforma en una oscuramente cómica fábula transcultural sobre el perpetuo enfrentamiento de clases sociales que no es más que uno más de los engranajes bien lubricados del voraz sistema capitalista, como ya bien lo había señalado en la revelación final de Snowpiercer. Al final, la pregunta se mantiene: ¿quiénes son los parásitos a los que alude el título? Porque los oportunistas de la familia Kim son tan parasitarios al adueñarse de los espacios de sus patrones, como los ingenuos de la familia Park al esclavizar a sus trabajadores y alimentarse gracias a su trabajo.
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a familia natural ha dejado de ser una norma establecida en la sociedad y poco a poco abre paso a la diversidad. Hoy en día no todos los padres están casados, o son del mismo sexo, o comparten algún lazo sanguíneo. Las familias no tradicionales muestran que lo natural debe de ser el amor. Y aunque el ser humano va abriendo su mente, instituciones como el gobierno o la iglesia, con ideologías bastante arraigadas al pasado se resisten al cambio y se ciegan ante una humanidad que está cambiando. Este tema tan actual tarde o temprano tenía que caer en manos del realizador japonés Hirokazu Kore-eda, quien es un maestro en retratar los lazos familiares en su cine. Su nueva cinta, Shoplifters, habla precisamente de esto, de cómo se llegan a construir vínculos emocionales tan fuertes que van más allá de compartir el mismo código genético. El film se presentó en el pasado Festival de Cannes donde se hizo acreedora a la Palma de Oro. La cinta también fue seleccionada por Japón como su representante en la próxima entrega de los premios Oscar en la categoría de mejor película de habla no inglesa. En Shoplifters conoceremos la historia de Osamu, quien a pesar de tener un modesto empleo que le da lo necesario, se dedica también a robar tiendas con la ayuda de su hijo Shota. Pero ellos sólo roban cosas necesarias para su hogar, en su mayoría alimentos; al fin de cuentas no hacen gran mal, porque según Osamu las cosas que se venden aún no son de nadie. Una noche tras hurtar algunas tiendas se encuentran a una pequeña de nombre Yuri, quien aparentemente está abandonada, por lo que Osamu opta por llevarla a casa. La decisión pone a prueba a la familia entera,
sobre todo a Nobuyo, la “matriarca”, quien se muestra en contra de quedarse con la niña, pero Yuri le roba el corazón y termina por aceptar que se integre a la familia. Ella trabaja en una fábrica para ayudar a Osamu en sus gastos, pero aun así no les alcanza el dinero. Osamu y Nobuyo también reciben el apoyo de otros dos miembros de la familia: la abuela, quien recibe una misteriosa 'pensión' que los saca de apuros económicos; y su nieta, una bella joven que trabaja en unas cabinas donde satisface el voyerismo de los hombres que la visitan. A pesar de las adversidades todos ellos logran crear un núcleo familiar bastante sano y lleno de amor. Desgraciadamente un altercado accidentalmente sacará a la luz los secretos de esta familia. Con Shoplifters Kore-eda nos obsequia un drama familiar que evade a toda costa el sentimentalismo, un relato de gran sencillez en sus imágenes, pero no por eso carente de profundidad en su guion. Es increíble cómo el director puede mostrarnos en sus escenas tanta ternura desde una mirada infantil, pero a su vez la crudeza y desesperanza que nos produce la pobreza en la que viven nuestros protagonistas que, a diferencia de otras de sus cintas, se mantienen optimistas; en esta ocasión la felicidad plasmada en pantalla es devorada abruptamente por la cruel realidad, donde lo que está bien y mal ya está escrito y no hay un punto medio. Kore-eda nos enseña que lo establecido no tiene que ser precisamente lo correcto, que la familia es más una necesidad de conectarse con otros, una necesidad de amor, apoyo incondicional y armonía que una simple cuestión social.
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a ganadora de la Palma de Oro a la mejor película en Cannes presenta una serie de subtramas con un variopinto abanico de personajes que, sin embargo, se ven ligadas por uno solo de ellos: Christian (Claes Bang), un curador en jefe de un importante museo de arte contemporáneo en Estocolmo en el que está próxima a inaugurarse la instalación que da nombre a la película; se trata de una pieza de la artista Lola Arias que, en teoría, es una representación de la seguridad, la confianza y la igualdad entre individuos en los espacios públicos. Sin embargo, luego de ser víctima de robo en la calle y perder su billetera y celular en un elaborado performance ideado por los criminales, Christian busca justicia de una manera poco ortodoxa y su vida comienza a tambalearse, se fractura y finalmente se derrumba en lo emocional, sexual, familiar y laboral. Su agobio y obsesión por recuperar su celular y billetera llega a tal grado que da el visto bueno a una campaña para promocionar la instalación de Lola Arias sin revisar a detalle la propuesta de la inexperta agencia de publicidad contratada, por lo que la desafortunada campaña sale a la luz con devastadoras consecuencias para la imagen pública del museo. Mediante una serie de situaciones que nos provocan reacciones que van desde la hilaridad hasta la incomodidad –especial atención a las secuencias donde interviene la reportera estadounidense Anne (encarnada por la sensa-
cional Elisabeth Moss) y sobre todo su encuentro sexual con Christian–, The Square propone un salvajismo inteligente contra el esnobismo del mundo del arte y de la creencia de la superioridad dentro de la sociedad en general. Una colección de ideas que, bajo un tono cómico sombrío y cáustico, hacen pedazos a las altas esferas de la burguesía, a su elitismo y su desprecio por el otro. Östlund presenta al arte contemporáneo como una forma de provocación vacía, una forma de expresión en la que se refugian los snobs y que finalmente se convierte en un comercio mercantilista en manos de una mafia. La sobreintelectualización y la amplitud de criterio burgués no es más que una pose social completamente inútil y pronto se sucumbe cuando se apoderan de ellos los más primitivos instintos como la ira, la lujuria y la territorialidad, como bien lo pone de manifiesto el performance del hombre simio. El director sueco que hace tres años nos entregó una mordaz y elegante disección de los instintos humanos bajo el nombre Force Majeure (2014), vuelve de manera contundente y con un despiadado ataque en forma de ácida comedia que, aunque posee un final que se extiende de manera innecesaria, utiliza su imbatible fuerza metafórica para realizar una crítica a los constructos sociales que, seguramente, incomodará a cierto sector del público. Imprescindible.
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a obra cinematográfica del cineasta británico Ken Loach ha estado marcada por su compromiso social con la clase obrera de su país. Desde sus inicios como parte del movimiento cultural/artístico "Kitchen Sink Realism" que retrataba sin conceciones las problemáticas vidas de la clase trabajadora británica y particularmente la de los jóvenes enojados y desencantados con la sociedad moderna, el cineasta no ha cesado en sus gritos de protesta contra el sistema neoliberal, lanzando en su momento certeras y punzantes declaraciones contra la primera ministra Margaret Thatcher. Su más reciente trabajo, I, Daniel Blake, le valió su segunda Palma de Oro luego de haber ganado por primera vez justo diez años antes por Vientos de Libertad (The Wind that shakes de barley; 2006) y generó una pronta reacción por parte de las instituciones gubernamentales británicas que negaron rotundamente que el retrato de la situación burocrática que muestra la película fuera así de grave. Y es que la película plasma la apatía, el abuso de poder y la ineptitud del sistema de subvenciones de Inglaterra mediante la historia de Daniel Blake (Dave Johns), un carpintero viudo de 59 años que sufre un paro cardiaco que lo conduce a un retiro laboral forzoso, viéndose obligado a buscar ayuda del sistema de subvenciones para poder sobrevivir económicamente; sin embargo, los agentes de este servicio social le indican que no obtendrá ningún pago hasta que no demuestre que ya ha conseguido un nuevo empleo o, por lo menos, que está buscando uno, de lo contrario recibirá una sanción y correrá el riesgo de perder su casa y
terminar como indigente. En medio de esta pesadillesca odisea, Daniel conoce a Katie (Hayley Squires), una joven madre soltera de dos pequeños que recién tuvo que abandonar Londres para establecerse en un deteriorado departamento en los suburbios de Newcastle, teniendo que recurrir también al sistema de subvenciones. I, Daniel Blake es una dura crítica a la apatía, la incompetencia y la absurda lógica de la burocracia de los programas de ayuda social; un drama potente sobre dos marginados que hacen equipo ante la adversidad económica y la exclusión social, surgiendo entre ellos una relación de cariño y amor puro, una suerte de dinámica paterno-filial con la que acompañan sus penas y soledades, y que reiteran el grito de protesta de Loach cuya consigna ya fue musicalizada años atrás por la banda británica Pink Floyd: "Together we stand; divided we fall". Con el espíritu humanista y aire contestatario que identifica al cine de Loach, I, Daniel Blake propone un acercamiento a la clase trabajadora pero no desde la lástima hacia el desventurado, sino desde el compromiso social para con el prójimo; el cineasta vuelve a utilizar su estilo sin florituras estéticas –olvídense de una fotografía preciosista estilo Lubezki– para buscar en el espectador la asimilación de las injusticias que se viven día con día dentro del déspota sistema burocrático, y que por ética nos comprometamos en una lucha que nos compete a todos, una lucha contra el neoliberalismo que busca despojar a los trabajadores de su individualidad para, entonces, suprimirlos.
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a Guerra Civil en Sri Lanka obliga a miles de personas a dejar sus hogares, ya no para buscar mejores condiciones de desarrollo, sino la simple garantía de seguir con vida. Este es el caso del personaje epónimo de la más reciente película de Jaques Audiard –que le valió la Palma de Oro en el Festival Internacional de Cine de Cannes en 2015, causando un gran revuelo por lo inesperado de la decisión del Jurado, puesto que competía directamente con El Hijo de Saúl (Saul Fia), la extraordinaria ópera prima de László Nemes que se erguía como favorita y que luego resultó ganadora del Oscar a la Mejor Película Extranjera–. Dheepan conoce perfectamente la situación pues ha estado en el epicentro infernal: es un ex miembro de la guerrilla de los Tamil –etnia eternamente enfrentada con la de los cingaleses– que tras su deserción se ve obligado a hacer pasar a una mujer y una pequeña huérfana como su familia para poder obtener refugio en Francia. De esta manera, y sin saber ni una palabra de francés –a excepción de la pequeña huérfana que hace las veces de traductora para sus falsos padres–, la familia lentamente comienzan a salir adelante en la escuela y el trabajo –él como portero de un edificio y ella como cuidadora de un hombre enfermo–; sin embargo el entorno hostil del barrio regido por la guerra de pandillas hace prácticamente imposible que se adapten a su nuevo hogar. Audiard, ya demostró con Un Profeta (Un Prophète; 2009) ser un hábil narrador y aquí reitera su talento al ofrecer un eficaz relato sobre la migración europea de una manera igual de descarnada que su ya mencionado y celebrado thriller protagonizado por Ta-
har Rahim; además vuelve a dejar clara la facilidad y sutileza con la que puede empalmar géneros cinematográficos de una manera efectiva mientras también es capaz de extraer lo mejor de los actores para darle vida a personajes complejos, en esta ocasión a seres desconfiados e incómodos que luchan por adaptarse en un país extraño y hostil donde no tienen nada ni a nadie. En este sentido, resulta fascinante el personaje central encarnado por Antonythasan Jesuthasan, quien curiosamente y al igual que el rol al que da vida, es un desertor de la guerrilla tamil y fue un inmigrante ilegal en Francia. Dheepan resulta el personaje más complejo del filme, permaneciendo constantemente en una interna pugna consigo mismo, enfrentándose a su traumático pasado, su hostil presente difícil de sobrellevar junto a su familia postiza –por la que comienza a sentir lazos afectivos conyugales y paternofiliales–, y el anhelado pero incierto futuro lejos de la violencia. Dheepan es una historia que realza el valor de la perseverancia del ser humano y funciona al tiempo como testimonio de la grave situación migratoria en Europa, a la vez que denuncia la incapacidad de las naciones para hacerle frente a este desafortunado fenómeno. Sin embargo, no obstante su relevancia social, su eficacia narrativa, su impecable manufactura, y ese extraordinario giro en el tercer acto –que resulta brusco pero completamente verosímil si tomamos en cuenta el pasado del protagonista–, esta anécdota migratoria no se destaca de otras al tomar realmente pocos riesgos formales y nunca romper con los límites del cine convencional.
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natolia vuelve a ser el escenario natural donde el director turco Nuri Bilge Ceylan (Tres Monos; 2008) coloca a los personajes en su más reciente filme, Sueño de Invierno (Winter Sleep / Kis uykusu; 2014), producción que le mereció la Palma de Oro en la más reciente edición del Festival Internacional de Cine de Cannes tras casi dos décadas de haber debutado en el festival con su cortometraje Koza (1995). Con Sueño de Invierno, Ceylan nos comparte una serie de personales y crudas reflexiones con fuerte carga existencial a través de esta adaptación de varias historias de Antón Chéjov (realizada junto con su esposa Ebru Ceylan), creando un entramado de relatos que comparten un personaje central, Aydin (Halik Bilginer), un actor teatral retirado de los escenarios (y orgulloso de jamás haber participado en ninguna telenovela) que ahora vive gracias a la regencia de varias propiedades logradas gracias a una herencia familiar y de la administración de un cálido hotel (Hotel Othello) en la estepa de Anatolia junto con su joven mujer Nihal (Melisa Sözen) y su hermana recién divorciada Necla (Demet Akbag). La religión, los celos, la lucha de clases, la culpa, el rencor, la creación artística, la naturaleza de la mujer y su lugar sociocultural, son sólo algunos de los asuntos que tienen pendientes por resolver los personajes de este introspectivo cuento que supera las tres horas de duración (196 minutos), un cuento casi netamente conversacional y de espíritu teatral, pues el filme prácticamente se sostiene a través de los diálogos en pantalla y evita casi por completo las acciones físicas para desarrollar las historias de Aydin y el resto de los personajes; como por ejemplo, la del enfriamiento sentimental en su matrimonio, situación que se ha vuelto casi insostenible para su esposa Nihal que busca un poco de refugio emocional dedicándose a causas de caridad; o la de su conflictiva relación con su hermana con quien se reprochan constantemente sus errores personales a pesar de compartir, sin percatarse, las mismas debilidades; o la del no menos cortés trato con una familia de inquilinos a los que les renta uno de sus inmuebles. Ceylan prefiere mantener casi todo el tiempo a los personajes encerrados en salas, cocinas, habitaciones, estudios, co-
ches, etc., limitando con ello sus movimientos como si se tratara de la filmación de un trabajo actoral sobre el escenario de un teatro y confiriendo a los diálogos todo el peso de la obra, obteniendo con ello uno de los mayor logros del filme, pues sostener una propuesta con un metraje tan dilatado a través de los diálogos casi de manera exclusiva, no es una tarea sencilla. Pero la arriesgada labor la realiza no sólo con gran aplomo sino también obteniendo un excelente resultado, en donde no sobra ni falta nada, todo es exacto, preciso, esto a pesar de contar con un arranque pausado y tomarse su tiempo para plasmar detalladamente el contexto y establecer las personalidades y relaciones de los personajes, pues llegado este punto, la trama consigue un ritmo que resulta imposible de parar hasta que final e inevitablemente nos golpea con un pesimista desenlace. En Sueño de Invierno nos vemos ante un gran número de líneas profundas y existenciales sobre los múltiples tópicos colocados ingeniosamente a lo largo de la trama para ser desarrollados con sorprendente soltura y naturalidad por un guión que se nota pulidísimo; los temas, que principalmente se relacionan con la integridad, la ética y lo cuestionable de la moral del ser humano, son insertados en las subtramas de la cinta de tal manera que resultan despojados de todo artificio, remontándonos inmediatamente (y guardando todas las distancias, debo aclarar) a la manera en que Richard Linklater también delegó todo el peso de su trilogía del amor (Antes del Amanecer, Antes del Atardecer y Antes de la Medianoche) al fantástico y naturalista trabajo actoral de sus protagonistas (Ethan Hawke y Julie Delpy) y sus conversaciones fluidas y sin aspavientos de ningún tipo. Nuri Bilge Ceylan nos entrega una lección de cine y un clásico instantáneo del cine europeo, un notable y profundo análisis sobre la oscuridad y contrariedad de la condición humana que se apoya principalmente en un cuidadísimo trabajo de guión y ataviado con la fascinante fotografía de Gökhan Tiryaki. Sueño de Invierno es una inteligente, arrebatadora y vibrante obra maestra que nadie se debe perder.
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a película La vida de Adele (La vie d'Adèle: Chapitre 1 & 2, 2013) del tunecino Abdellatif Kechiche, llega con la Palma de Oro en la mano y con centenares de elogios recibidos en cuanto festival o evento cinematográfico se ha presentado. La historia, adaptada de la novela gráfica "Le bleu est une couleur chaude" de Julie Maroh por el mismo Kechiche junto a Ghalia Lacroix, relata el despertar sexual (lésbico) de Adèle (aunque en el material fuente lleva por nombre Clémentine), interpretada por Adèle Exarchopoulos, una chica amante de la literatura que no está completamente segura de su orientación sexual y descubrirá en Emma, encarnada por Léa Seydoux, al primer amor de su vida. Adèle, de 16 años, vive en conflicto interno por no estar completamente definida en cuanto a sus gustos sexuales; además de ser presionada por su grupo de amigas (o por lo menos dicen serlo) para que salga con Thomas (Jérémie Laheurte), un chico que muestra un obvio interés hacia ella. Adèle, más a fuerza que de ganas, acepta salir con el chico, se conocen, y a pesar de tener muy poco en común (a él no le gusta leer y la música que escuchan es diametralmente opuesta), ella accede a dar el siguiente paso en la relación, pero descubre que los chicos definitivamente no son lo suyo, por lo que decide no seguir adelante con la incipiente relación. Un día,
mientras camina por las concurridas calles parisinas, se cruza en su camino una joven de cabello azul con la que intercambia miradas, pero ninguna se detiene para dar pie a lo que, obviamente, fue una atracción a primera vista. Deprimida y aún más confundida, acepta ir a un antro gay para acompañar a su mejor amigo; ahí, se encuentra nuevamente con la chica del cabello teñido y estudiante de bellas artes, con la que entabla una plática que con el tiempo se convierte en una poderosa relación que tiene que sortear no sólo los conflictos típicos de cualquier pareja, sino también los obstáculos que suponen los prejuicios sociales de aquellos a quienes consideraba sus mejores amigas. La cinta, que tiene tres horas de duración, cuenta con un sobresaliente, sólido y fluido guión con diálogos de gran frescura y honestidad; además, recurre frecuentemente al uso de close ups como parte de la propuesta visual de Sofian El Fani -que se ve decorada con una gran carga de tonalidades azules-. Las magistrales actuaciones de la pareja central (destacando Adèle Exarchopoulos, una joven que emana ingenuidad, inocencia, frescura y vitalidad, ofreciendo una interpretación avasalladora y resultando en un gran descubrimiento), sirven para que Kechiche ofrezca un retrato intimista del amanecer sexual de una joven, incluida esa larga secuencia de sexo explícito que supone el primer en-
cuentro sexual de Adèle y Emma, una secuencia plagada de encuadres y long shots de una belleza sobresaliente que quedarán entre las mejores secuencias eróticas jamás filmadas. Desde la primera media hora del filme, donde se nos muestra la confusión, la angustia y los conflictos internos por los que atraviesa la protagonista, hasta la última media hora de la cinta, donde se abordan los no tan buenos resultados de los altibajos de la relación entre Adèle y Emma, la cámara somete a la pareja central al escrutinio del espectador para narrar, de manera contundente, la epopeya íntima y cruda sobre el primer amor en dos capítulos (esos a los que se hace referencia en el subtítulo original: Chapitre 1&2), y a los que corresponden las etapas por las que atraviesa la protagonista en la cinta: la primera, la de su iniciación en el mundo sexual lésbico; y la segunda, la de su aprendizaje en el terreno de las relaciones interpersonales. La Vida de Adèle es una trágica historia sobre el despertar sexual, así como de la búsqueda de nuestra libertad y felicidad en terceras personas, que sobresale por su magistral manufactura en todos los ámbitos: el guión, las interpretaciones y la dirección, cuya conjunción perfecta hacen de esta película (cuya premisa podría ser ordinaria) una obra maestra del cine contemporáneo muy alejada de un discurso pro gay.
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na escena toma súbitamente la pantalla: la policía irrumpe en un hermoso apartamento parisino para descubrir, en la cama de la habitación principal, el cuerpo sin vida de una anciana con la cabeza rodeada de flores. La imagen parece sacada de un ritual ceremonioso en la que los intrusos llevan puestas máscaras antigases para protegerse de algo tóxico que está en el ambiente; puertas y ventanas de la habitación están completamente selladas por una resistente cinta adhesiva que impide al cuerpo policial dejar correr el aire que ha estado encerrado por, lo que suponemos, han sido ya varias semanas. Otra escena conquista la pantalla de manera inadvertida: la palabra 'Amour' llena nuestro campo visual anunciando el comienzo del film que prosigue como un profundo flashback mostrándonos los últimos meses de la finada mujer, la historia, ahora sí, comienza por presentarnos a la pareja de ancianos Georges y Anne, quienes sentados en la cuarta fila de la sala de un teatro se deleitan con su asistencia a un concierto de piano; tras esta primera secuencia, en la que no vemos nada más excepto al público asistente al recital, todas las escenas se desarrollan en el apartamento de la pareja. Cuando regresan a casa esa noche, descubren que alguien ha irrumpido en su hogar, pues la chapa de la puerta ha sido violada; en el hogar no falta nada, todo está donde debe estar, pero sin duda hay algo nuevo que reside ahí desde ese momento, algo invisible y frío. A la mañana siguiente, después que Anne le ha servido un huevo cocido a su esposo, esta se queda congelada, no responde, no
reacciona ante estimulo alguno, pasan algunos minutos para que ella 'despierte' de nuevo pero sin memoria alguna de lo que sucedió, y lo que Georges piensa que es una broma, en realidad ha sido una especie de ataque que le deja parcialmente paralizado su lado derecho, por lo que ahora debe recibir cuidados especiales como ser transportada en una silla de ruedas o ser atendida en su cama. Anne y Georges intentan continuar con sus vidas normales, o al menos tanto como su nueva condición se los permite; pero el estado de Anne se deteriora rápidamente , su voz ya no es entendible, su concentración se desvanece, tiene alucinaciones, se niega a comer, escupe los bocados que tiernamente le ofrece Georges, quien ante sus ojos ve cómo su esposa va perdiendo la posibilidad de una vida digna, mientras la imagina nuevamente saludable, tocando el piano o preguntándole dónde está el álbum de fotos. Amour es un devastador tratado sobre la vida y la muerte que tiene como pilares a los actores Jean-Louis Trintignant y Emmanuelle Riva, quienes con sus sutiles interpretaciones sostienen toda la carga dramática y metafórica del film de Micheal Haneke, quien nos ofrece un recorrido por el laberinto mental del ser humano en el que el Amor es lo único que puede salvarnos de la vida cuando a ésta ya no podemos llamarla así . Amour, es una introspección al alma, ese único elemento único que no ha sido trastocado por el extraño invasor que no te ha dejado más opción que seguir tus instintos; es una exploración a las emociones de impotencia y desesperación ante la lenta y dolorosa partida de quien alguna vez fue el compañero de tu vida.
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errence Malick es un cineasta casi mítico. No le agrada aparecer en público, y este carácter tímido y reservado ha mantenido su carrera a la sombra de los reflectores de la prensa y el público que lo considera un director de culto. Vaya, el estadounidense ni siquiera asistió al Festival de Cannes a recibir su Palma de Oro por su proyecto más ambicioso hasta la fecha: El Árbol de la Vida, filme que, a través de su acostumbrada narrativa fragmentada, nos lleva a explorar desde la creación del universo hasta la actualidad... e incluso más allá, pero descansando largamente en un fragmento de esa eternidad; específicamente en Texas a la mitad del siglo XX, donde la familia O'Brien se ve inesperadamente golpeada por la pérdida de uno de sus vástagos. Jack es uno de los hermanos del chico fallecido, y varias décadas después se ha convertido en un arquitecto (encarnado por Sean Penn) que deambula como muerto en vida entre la artificialidad de unas oficinas en los rascacielos de Houston mientras recuerda de manera agridulce su infancia al lado de su estricto y violento padre (Brad Pitt) y su sensible y cariñosa madre (Jessica Chastain). Malick se inspira principalmente en el movimiento trascendentalista que sostiene que el alma de cada individuo es idéntica al alma del mundo y que ésta contiene todo lo que éste contiene, y toma como sus directrices tanto el pensamiento de Kierkegaard expuesto en su Etapas en el camino de la vida y el de los postulados del Mal Elemental de Heidegger. El director pasó cuatro décadas ideando la forma de aterrizar cabalmente su ideología filosófica y la manera de capturarla en celuloide. El resultado es un sofisticado ensayo existencialista en movimiento con líneas casi susurradas a los oídos del espectador. Reacio a la idea de ceñirse a lo planteado en los guiones y a seguir diálogos acartonados, Terrence Malick se deja llevar por el momento y pide a los actores que se entreguen también a la improvisación. También así consigue una atmósfera etérea capturada por el prodigioso trabajo de fotografía del mexicano Emmanuel Lubezki con el uso exclusivo de luz natural; dicho preciosismo visual es apabullante y se ve impulsado aún más por la sonorización del filme a cargo del sensacional score de Alexandre Desplat. “Hay dos caminos para vivir la vida: el camino de la Naturaleza y el camino de la Gracia”, revela el personaje de Jessica Chastain a su hijo. Autorreferencial y autobiográfica, El Árbol de la Vida es un ejercicio construido sobre las ambivalencias. Malick busca –y consigue– plasmar el espíritu humano y su conexión con la naturaleza y con lo divino; las dudas de la niñez que se repiten como ecos en la lejanía, pero que aún así provocan la búsqueda de respuestas en la etapa adulta sobre el ser y el existir. Al abordar el tema de la conciencia humana y su contacto con un plano metafísico, así como transitar por varios siglos de la historia del universo, la cinta ha sido comparada por muchos con el clásico de ciencia ficción 2001: A Space Odyssey del maestro Stanley Kubrick. Sin embargo, aunque Malick pretende que su exploración temática sea universal, la cinta posee en no pocos momentos una perspectiva totalmente judeocristiana; se trata de una cosmovisión que provoca que ciertos pasajes no admitan otras formas de interpretación que no sean las acostumbradas en la sociedades occidentales donde domina esta facción religiosa. No obstante, el filme en su conjunto consigue sortear este obstáculo y ofrecer una disertación filosófica al margen de las religiones, y aunado a su originalidad y autenticidad, se convierte en una obra mayúscula de uno de los más sobresalientes autores del hollywood actual.
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na tomadura de pelo’. Así fue como calificaron muchos la polémica decisión del Jurado del Festival de Cannes –presidido por el director Tim Burton– cuando en 2010 le fue otorgada la codiciada Palma de Oro a la inclasificable cinta La Leyenda del Tío Boonmee del cineasta tailandés Apichatpong Weerasethakul –quien ya había captado la atención en el festival con las previas Blissfully Yours (2002), ganadora de la sección 'Un Certain Regard', y Tropical Maldy (2004), acreedora del Gran Premio del Jurado. El revuelo se dio a partir de la radical particularidad de la propuesta del realizador: una en la que fluctúan el plano espiritual y el terrenal plasmándose en pantalla mediante una hipnótica estética onírica que para muchos fue indescifrable. El tío Boonmee del título es un hombre de mediana edad que padece insuficiencia renal crónica, pasa su periodo de convalecencia en su casa en las afueras de Lao y bajo los cuidados de su joven amigo Jaai (Samud Kugasang) Allí lo visitan su hermana Jen (Jenjira Pongpas) y su sobrino Tong (Sakda Kaewbuadee) para atenderlo y cocinarle; pero inesperadamente un par de visitas más se presentan en su hogar: su difunta esposa Huay (Natthakarn Aphaiwong) y su hijo desaparecido Boongsoon (Geerasak Khulhong). La presencia de los espíritus de sus familiares pronto se revela como una señal de que el final está muy cerca, por lo que Boonmee decide emprender junto con ellos el viaje final a través de la selva y hacia una cueva localizada en lo alto de una colina, el lugar donde vino por primera vez al mundo. La Leyenda del Tío Boonmee forma parte del proyecto artístico Primitive (2010) –complementado por una serie de cortometrajes presentados en una videoinstalación– y está basada en el libro Un hombre que puede recordar sus vidas pasadas de un monje que aseguraba podía recordar sus vidas pasadas mientras meditaba. El filme confirmó la capacidad del realizador para dar forma a sugestivas atmósferas a través de las cuales aborda el tema de la muerte; sin embargo, lo hace despojándola de toda carga trágica, pues se aborda como una etapa más de transición y no como una pérdida completa del espíritu. Y es que a pesar de no considerarse una persona creyente –de hecho con-
sidera la fe como el mayor defecto humano–, Weerasethakul apuesta por historias de una gran carga espiritual ligada al budismo predominante en la cosmovisión de su tierra natal, y con la selva como un personaje más en la trama, uno que resguarda oscuridad y misterio; además se acerca a temas de la comunidad hindú como la reencarnación y la transmigración de almas. Pero en este homenaje a la memoria y las tradiciones de su tierra que Weerasethakul factura con esmero y cariño, no deja pasar la oportunidad para deslizar un crítico discurso contra el modernismo en esas secuencias finales donde, entre lo frío de la artificialidad citadina y la avaricia capitalista ya muy alejada de los valores espirituales y los parajes selváticos donde nació, vivió y transmigró el protagonista, se siguen presentando fenómenos como el desdoblamiento corporal. Evidentemente no estamos ante una propuesta para todo el público, especialmente no para aquellos que se han ido acostumbrando a la cada vez más frenética narrativa hollywoodense, pero lejos está de ser indescifrable como muchos la tacharon. Es cierto que el director apuesta por un lenguaje pausado, detallado y contemplativo pleno en metáforas, pero cada plano y cada secuencia tienen una razón de ser y un significado; en medio de ese silencio humano que permite la ensoñación con los sonidos de la naturaleza y de la capacidad alusiva de las imágenes, el director coloca elementos que en todo momento emiten señales que el espectador, con su bagaje personal, puede buscar interpretaciones a dichas señales... si es que tiene el interés y la voluntad de hacerlo. La Leyenda del Tío Boonmee es una pieza conformada por una serie de viñetas que poseen una belleza sobrecogedora y un aura mística, siempre como un elemento presente aunque a veces imperceptible la mirada; se trata de una obra que, al estar radicalmente alejada de nuestra cosmovisión occidental y de los convencionalismos del cine comercial que sobre explica constantemente, se convierte en una ventana que nos permite el acceso no sólo a una completamente nueva forma de apreciar y comprender el mundo, sino también el lenguaje cinematográfico.
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l renombrado autor de novelas de misterio Harlan Thrombey (encarnado por Christopher Plummer) es hallado sin vida en su habitación la mañana siguiente de haber celebrado por la noche su cumpleaños 85 rodeado de su numerosa –y codiciosa– familia. Todos en la casa parecen haber tenido un motivo para querer que el patriarca muriera; todos excepto Marta Cabrera (interpretada por Ana de Armas), su enfermera personal de origen uruguayo. Pero aunque todo parece indicar que se trata de un suicidio y la familia no quiere hablar más del asunto, a la escena del crimen llega el célebre detective privado Benoir Blanc (un Daniel Craig dejando un poco de lado a su brutal Bond), contratado anónimamente para resolver el misterio. Con este argumento, el director Rian Johnson se revela como conocedor del género detectivesco y sus reglas, lo cual le permite jugar con ellas y subvertirlas. Recuerden el momento en que Alfred Hitchcock rompió las reglas y cambió la historia del cine en su más reconocida cinta, Psicosis (1960), al decidir matar a su protagonista –la maravillosa Janeth Leigh– en una de las más legendarias secuencias del celuloide cuando la película apenas rebasaba la mitad del metraje. Ahora, en una audaz decisión similar, Rian Johnson nos revela quién es el asesino del escritor cuando apenas entramos al segundo acto del filme; sin embargo, existe un misterio aún mayor, y es el que debemos descubrir. El director de Looper nos ofrece un ejercicio lúdico mediante un guion que se nota pulidísimo y que deconstruye al mejor cine de misterio clásico bajo el
aura de Agatha Christie –sólo hace falta notar los sobresalientes y detallados diseños de arte y vestuario. Apoyándose en un cast inmejorable conformado por grandes estrellas hollywoodenses que están en todo momento al servicio de una historia narrada con astucia y precisión, llena de sorpresas y salpicada de un humor desfachatado, Knives Out resulta un homenaje refrescante al género de detectives de antaño que brindaba entretenimiento a la audiencia con un rebuscado misterio a resolver. El espíritu satírico del filme está muy alejado del cine criminal que actualmente se produce y que no repara en los límites de lo macabro, lo escabroso o lo sórdido. Aquí lo interesante no está en el crimen en sí, sino en el misterio que engancha al espectador y los inesperados giros en la trama que lo mantienen, junto con los personajes, especulando teorías mientras se van discriminando pistas falsas y desenmascarando verdades a medias. Sin embargo, la mayor virtud de Knives Out –más allá de sus aciertos del trabajado guion con el que se permite deslizar un discurso crítico vigente sobre la discriminación y el miedo a los migrantes, así como una narrativa que hace un uso más que competente de los recursos cinematográficos– es que logra una gran empatía y conexión por parte del público, pues no sólo consigue hacerse de su inmediato interés desde el minuto uno del metraje, sino que el espectador se transforma de un agente meramente testimonial a ser un elemento activo de una investigación criminal realmente emocionante y divertida. Pocos títulos hollywoodenses hoy en día pueden presumir tal logro.
E
l primer largometraje de la cineasta capitalina Bárbara Ochoa Castañeda se acerca a la intimidad de una familia de clase media que vive la pérdida de uno de sus miembros. En Tiempo sin pulso se nos permite apreciar la forma en la que cada uno de los integrantes sobrelleva la muerte de Esteban, el hijo mayor que falleció en un accidente dos años atrás: la madre (formidable Carmen Beato) sumida profundamente en una depresión que la lleva a lanzar culpas a diestra y siniestra por aquel hijo que injustamente le fue arrebatado, un padre (Rubén Pablos) que encuentra en la televisión un bálsamo que con la enajenación de los noticieros le ayuda a no pensar en el dolor de su pérdida, y una hermana (María Deschamps) que se fue de casa para refugiarse en la relación con su novio (Fernando Álvarez Rebeil) y en el consumo de las drogas para no enfrentarse a al desgastante perpetuo luto que se vive en la casa donde se crió. Pero a pesar de mostrarnos este abanico de respuestas ante la muerte de un ser querido, la película se centra principalmente en la figura de Bruno (Andrés Lupone), el hijo menor de la familia cuyo decimonoveno cumpleaños está a tan sólo unos días de llegar pero que se ve opacado por el aniversario luctuoso de Esteban, cuya muerte marco el inicio de una vida bajo la sombra de ese «hermano modelo» que todos querían y admiraban. Bruno también ha desarrollado una represión casi patológica de sus deseos sexuales y se autocastiga fuertemente cada vez éstos le ganan la jugada vía sueños húmedos; esta situación empeora con el regreso de Elisa (Alejandra Cárdenas), su primer amor y el flirteo de Camila (Paola Arroyo), la jovencita prima de su mejor amigo (Sebastián Cobos). Además, ha perdido casi por completo
su identidad al intentar ocupar el espacio físico y emocional que dejó su hermano; este comportamiento –que lo llevó incluso a elegir la carrera que su hermano cursaba pese a ser algo completamente opuesto a sus inquietudes artísticas– es generado, en parte, por el sentimiento de culpa, pero también por la presión de la madre que lo compara constantemente con su hermano, a tal grado de declarar que «cada día se parece más a Esteban» durante una incomodísima comida familiar. Mediante una narrativa por momentos aletargada que, aunque ocasionalmente pierde el ritmo, eficazmente funciona como un espejo que refleja el estado anímico de nuestro protagonista; de esta manera Tiempo sin pulso nos va compartiendo pistas a través de diálogos de gran naturalidad, flashbacks oníricos y cuidados encuadres que nos revelan información que los personajes callan por un dolor aún intenso o una pesada culpa, y de esta manera nosotros podamos completar el rompecabezas, para que, con esa información que nos llega a cuentagotas, podamos apreciar cada vez más el panorama completo de esta familia heridas. La opera prima de Castañeda, aunque no logra escapar de algunos lugares comunes del cine dramático que aborda el tópico de las pérdidas de seres queridos y el duelo al que se intenta sobreponerse a través de la culpa y los reproches, o con la búsqueda de redención y el perdón, es una propuesta dramática contenida y elegante que sale avante y destaca por la honestidad de su discurso y la sensibilidad con la que aborda el delicado tema de las consecuencias de una muerte en el seno familiar sin el uso de artificios y sin caer en ningún momento en sensiblerías con las que el cine acostumbra a chantajear emocionalmente.
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l escritor sueco John Ajvide Lindqvist ganó notoriedad internacional gracias a la sobresaliente adaptación de su relato vampírico Déjame Entrar bajo la dirección de su compatriota Tomas Alfredson –y que también tuvo su notable versión estadounidense a cargo de Matt Reeves, director que actualmente se encuentra preparando la nueva cinta de Batman–. Aquellos que ahora son adeptos a la pluma de este autor han esperado la nueva adaptación fílmica de una de sus obras literarias: Criaturas Fronterizas: Border, inspirada por un breve relato contenido en el compendio “Pappersväggar”, y que encuentra en el realizador Ali Abbasi, el cómplice ideal para trasladar la historia al lenguaje cinematográfico. Y es que el relato de Lindqvist guarda bastantes similitudes con el trabajo previo del director, no sólo con su opera prima –Shelley (2016), un oscuro relato sobre la maternidad muy alejado de esa fantasía idílica que se maquila y se comercia en la publicidad–, sino desde su experimental mediometraje producido como su ejercicio de titulación, M for Markus (2011), el cual sigue los pasos de una detective que conoce al joven a inocente del título por el que se siente fuertemente atraída y que termina por trastocar su vida de forma inesperada y permanente. Y esta historia, que se presenta de forma onírica y alcanza por momentos niveles grotescos, se ve emparentada con la premisa de Criaturas Fronterizas: Tina (Eva Melander) es una mujer poco agraciada cuyo aspecto físico poco común llama podero-
samente la atención de las personas, pero en su trabajo como agente de seguridad en una aduana es reconocida por su impresionante eficacia para poder detectar criminales, pues gracias a su superdesarrollado olfato puede percibir emociones como la vergüenza, el miedo o la culpa, habilidad que la convierte en un infalible detector de criminales. Cierto día conoce a Vore (Eero Milonoff), un hombre de actitud sospechosa y de apariencia también poco agraciada –de hecho sus rasgos físicos son extremadamente parecidos–; pero en este inesperado encuentro las habilidades de Tina se ven comprometidas por vez primera, pues aunque sus instintos le indican que Vore oculta algo, no puede saber exactamente cuál es su secreto. Al igual que en Déjame entrar, estamos ante el retrato de dos incomprendidas almas en soledad que han sido víctimas de humillaciones y discriminación desde la infancia; una de ellas comenzará un hermoso pero a la vez brutal y doloroso proceso de auto conocimiento que el guion –firmado por el propio Abbasi con Isabella Eklöf– astutamente nos irá compartiendo en sorprendentes revelaciones sobre su verdadera naturaleza. El niño acosado en la escuela y su extraña nueva vecina de aquella fascinante reimaginación del mito vampírico son aquí reemplazados por un par de personajes que se sienten distantes de los humanos, pero que logran sin problema alguno comulgar con otras especies de la naturaleza. Se trata, en efecto, de una historia de amor apasionante, pero es a la vez
oscura e inquietante al estar desprovista de la edulcorada visión de la propagada mercantilista; es un relato inteligente sobre el amor como una experiencia física y natural –que también puede llegar a los terrenos del peligro–, y no como un producto de diseño. La relación entre Tina y Vore subvierte la visión romántica del amor al estar inserta en la mitología y el folclor escandinavo, transgrediendo con su naturaleza los constructos sociales como la identidad sexual y de género, un elemento que ya se hacía también presente, aunque de manera muy sutil, en Déjame entrar. Ganadora como Mejor Película de la sección “Una Cierta Mirada” en Cannes 2018, Criaturas Fronterizas es un formidable ejercicio que acude a varios géneros como el suspenso, el drama, el romance y la fantasía para articular un potente discurso de sobre conflictos sociales como el rechazo, la marginación y la represión de las minorías desprotegidas; además que las subtramas tocan directamente temas como la xenofobia y la pornografía infantil. Resalta aquí particularmente el retrato de una raza humana que lo trastoca todo y a todos, incluso lo divino, lo sagrado y lo místico resulta mancillado por su maldad; sobresaliente resulta el tratamiento con el que se aborda el tema de la normalidad/monstruosidad como dos categorizaciones que responden a juicios elementales completamente arbitrarios. La dualidad hombre/monstruo pocas veces se había expuesto en el cine del nuevo milenio a través una propuesta con tal astucia y valentía.
E
n su cuarto largometraje de ficción, el director Hari Sama recurre a sus propias experiencias de juventud para elaborar un relato sobre la construcción de la identidad con la movida underground mexicana durante la década de los 80 como telón de fondo. El adolescente protagonista, Carlos (Xabiani Ponce de León), funciona como el alter ego del cineasta y lo seguimos en su exploración fuera de su burbuja de conservadurismo de clase media y familia fracturada por un divorcio en Lomas Verdes para encontrarse, en el clandestino Aztec, con algo que para él resulta como una realidad alterna, una de revolución musical post punk, experimentación con sustancias, liberación sexual, expresión radical artística y lucha contracultural; además atestiguamos cómo se pone a prueba su relación con su mejor amigo Gera (José Antonio Toledano). En Esto no es Berlín, Sama explora la etapa en la que se hace consciente de que sólo uno mismo tiene el derecho y la capacidad de autodefinirse por completo… o de no hacerlo para nada. Y es que si bien deja claro que la identidad se encuentra en perpetua construcción, es en la adolescencia donde se va definiendo nuestro carácter y personalidad que será casi inalterable a través del tiempo. Y es aquí donde es pertinente el auto regalo que se ha-
ce Hari Sama a través de Esteban, el personaje del tío de Carlos que es interpretado por el mismo director; se trata de una entrañable presencia que responde al anhelo del cineasta por no haber contado con una figura paterna similar durante su etapa de formación personal. “No eres tus padres. No estás destinado a convertirte en ellos” son las consignas que se lanzan en un performance que encuentra eco y entabla diálogo con rebeldes propuestas como el de la cinta Leto (2018), de Kirill Serebrennikov. Melancolía y psicodelia delinean este filme de rabiosa y hormonal atmósfera que traza el viaje iniciático en el que Carlos es seducido y deslumbrado por la revelación de libertad sobre la construcción y deconstrucción de su persona a través del arte, a la vez que nos permite echar vistazos a la situación social de un país alienado con la fiesta futbolera del Mundial mientras aún respira por las heridas del mortal sismo de 1985. Aunque sin ofrecer nada realmente novedoso, Esto no es Berlín es una vibrante historia coming of age que destaca por su honestidad, autenticidad y capacidad evocadora de esa etapa de autodescubrimiento, de búsqueda de pertenencia y de necesidad de validación que representa la adolescencia.
L
a decimo-sexta edición del Festival Internacional de Cine de Morelia inauguró su sección de largometraje de ficción viene con la nueva obra de la directora iraní Bani Khoshnoudi, quien luego de meses trabajando en su guión ambientado en la ciudad de Veracruz interseccionando el tema migrante y el drama homosexual, ha plasmado un lienzo compuesto de cicatrices, lazos y fronteras. La historia sigue a Ramin, un inmigrante que huyendo de irán por la condena hacia su homosexualidad, por azares de la travesía migrante terminó en el puerto de Veracruz cuando su objetivo era llevar a Turquía o Grecia. Trabajando en empleos eventuales junta dinero para continuar el viaje, enfrentándose a la barrera del lenguaje y al desapego con el lugar y las personas. Ramin no tiene nada ni nada en México, ni un hogar ni un amor. Pero al conocer a Guillermo, otro suspirante de las oportunidades, encuentra una motivación para franquear los obstáculos que lo han vuelto un preso de la desconexión. Melancólica y sobria, la cinta describe experiencias que fluyen y confluyen; la de Ramin y su soledad física y emocional; la de su arrendadora y su amorodio no resuelto con el exnovio; la de Guillermo y su duro transitar por las pandillas, la traición y las internas inseguridades. Todos con cicatrices, que cuentan historias pero también los definen y los guían. Los personajes se acercan y se alejan, encuentran refle-
jos en los otros y a veces complementos. Por momentos la necesidad de contacto humano es más importante que cualquier sueño terrenal, que cualquier aspiración transfronteriza; algunas fronteras son traspasables, otras inexpugnables. Aunque las circunstancias en esta historia catalizan ciertos dramas, el retrato que Khoshnoudi hace de sus personajes es totalmente humano y humanista. Sus dignidades salen a flote aun cuando esto significa restarle a la historia riesgo o desarrollos de gran calibre. Es una película contenida al servicio de llevar el relato a un punto que para la directora es suficiente pero quizá no para un público más empapado de planteamientos similares. Si el aporte a los temas es flojo, esto no afecta a otros elementos de la obra, que cuenta con una correcta realización, un bien documentado guión y excelentes actuaciones, entre las que destaca Luis Alberti que aunque no siempre convenza con su acento de cholo centromericano, se roba cada escena dotándola de energía y magnetismo. “Es una película sobre experiencia homosexual, no sobre migración”, explicó en la conferencia de prensa la realizadora del largometraje, aclarando sus prioridades en este proyecto, dejando sin embargo un testimonio más que necesario en estos tiempos, sobre la necesidad que tenemos de acercarnos, de tener más lazos y menos fronteras.
E
l emblemático director del cine independiente estadounidense Jim Jarmusch está de regreso con su nueva incursión en el cine de terror tras la formidable Only Lovers Left Alive (2013), pero ahora dejando a un lado la figura vampírica que examinó con el apoyo de Tom Hiddleston y Tilda Swinton como milenarios chupasangre para, en cambio, centrarse en el zombie patentado por el maestro del horror George A. Romero en la seminal Night of the Living Dead (1968). La historia de The Dead Don’t Die transcurre en un pequeño y tranquilo pueblo estadounidense llamado Centerville e inicia cuando el sol no termina por caer en el horizonte y no deja llegar la noche. Esta hora crepuscular extendida inexplicablemente es la primera señal de que el mundo se encuentra en los albores de un Apocalipsis zombie. Cuando después de muchas horas, ya muy entrada la madrugada, finalmente cae la oscuridad sobre el pueblo, los muertos comienzan a resucitar y a atacar a los habitantes a los que tres oficiales locales intentarán proteger. Bajo esta premisa –y con un envidiable reparto multiestelar en el que encontramos nombres como Bill Murray, Adam Driver, Chloë Sevigny, Tilda Swinton, Tom Waits, Danny Glover, Iggy Pop, Selena Gomez, Steve Buscemi, Caleb Landry Jones, Rosie Perez, RZA, entre varios más– Jarmusch toma las convenciones y la estética clásica del subgénero zombie para combinarlas con el aletargado ritmo de Paterson (2016) e inyectarle una sobredosis de humor sardónico y absurdo en donde también caben una serie de lúdicos juegos metaficcionales que resultan bastante curiosos y entretenidos; y ya de paso el director adopta la figura del zombie con una ligera variante para adecuarla su discurso. Aquí los muertos no sólo responden a la maldición clásica del resucitado que dicta deberán buscar alimentarse a toda costa de carne humana fresca, sino que siguen siendo víctimas de
sus vicios humanos, se ven dominados por sus obsesiones y deambulan en perpetua búsqueda de aquello que más les gustaba en vida; de ahí que encontremos criaturas obsesionadas con el café, los cigarrillos, el vino o la señal wi-fi. Aunque nos son pocos aquellos que han aseverado que la nueva cinta del director estadounidense se trata de un ‘statement’ político contra el gobierno y los votantes de Donald Trump, el discurso crítico de la cinta en realidad va más hacia la apatía, la enajenación y el consumismo negligente que está llevando a la humanidad hacia su autodestrucción. No es, entonces, casualidad que los que sobreviven mayor tiempo al ataque de la horda de muertos vivientes sean el ermitaño Bob que vive lejos de la decadente y consumista sociedad –y al que todos tildan de loco– y el adolescente de la gasolinera/tienda de souvenirs que representa la antítesis de los chicos turistas que son sanguinariamente consumidos en la habitación del hotel. Pero aunque parezca que la cinta presenta un panorama pesimista, es evidente que Jarmusch aún tiene fe en nosotros como especie; por ello es cuidadoso al trazar con respeto y cariño a estos personajes, para representar la esperanza de una humanidad activa que se niegan a ser arrastrados por la vorágine del capitalismo que busca adiestrarlos como consumidores voraces, y por eso se mantienen hasta el final luchando desde su muy particular trinchera y a machetazo limpio. Es verdad que quizá estemos frente a uno de los trabajos menos inspirados de Jarmusch, pero es necesario reconocerle que con Los muertos no mueren ha conseguido una parodia entretenida, una propuesta con varias capas de lectura y con una impronta autoral inconfundible; además es un ejercicio con el que el director se mantiene fiel a sus convicciones artísticas. Pocos títulos en la oferta fílmica actual pueden presumir de ello.
D
ania es una madre soltera que es despedida de su trabajo, por lo que su madre ahora la obliga a hacerse responsable de Ximena, su pequeña hija producto de una fracasada relación. Un día salir de casa con el pretexto de buscar trabajo y dejar encargada a su hija, Dania se encuentra un iPhone en uno de los probadores de una tienda de ropa. Pese a recibir una llamada de la dueña del dispositivo, nuestra protagonista decide quedárselo, y mientras revisa el contenido del teléfono con curiosidad, va conociendo fragmentos de la vida de su dueña: fotos de lugares a los que ha viajado, selfies y algunos videos con su novio y amigas; pero hay un video en particular que le llama la atención, se trata de un breve clip en el que la chica discute con su madre, creando una empatía con ella al descubrir que también vive entre el ambiente opresor de la madre y la incertidumbre de su vida futura; esto la va motivando para romper con la monotonía y el vacío de su vida e intentar seguir adelante con sus estudios. Utilizando esta premisa, Dariela Ludlow presenta su opera prima de ficción mediante una mezcla de documental con ficción y recurriendo a un ejercicio metalingüistico: Dania Deloya Becerril «actúa» su propia historia para ser filmada y, a partir de la segunda
mitad de la película, nos encontramos a la chica después de unos años viendo aquella película que capturó un fragmento de su vida y que ella misma protagonizó. La propuesta experimental de Ludlow crea un retrato de la situación actual de miles de jóvenes en México. Con un estilo visual que alude a la etapa de la adolescencia –los créditos al estilo chat de whats app, el uso del celular y las redes sociales, la cámara inquieta, etc.– y evitando en todo momento adoptar una postura aleccionadora Ludlow utiliza la historia de Dania para hablar del fenómeno nini femenino en México y tomar una radiografía de una juventud apática, enojada y perezosa, sin ambiciones pero a la vez sin oportunidades. Sin embargo, en este híbrido docuficcional que supone Esa era Dania, el guión se percibe estructuralmente débil y apoyado en los artificios de su estilo formal; entonces, si nos acercamos a él como documento antropológico que retrata cierto sector de la adolescencia nacional resulta un grato trabajo que es material pertinente, urgente y –debería ser– obligatorio en secundarias y preparatorias a nivel nacional; pero analizada ya como una pieza cinematográfica no posee un discurso sólido real y tampoco alcanza un nivel de excelencia.
L
a vida personal de Woody Allen ha estado llena de polémica durante décadas, pero de alguna manera su carrera cinematográfica siempre logró desviar la atención y hacerla pasar a segundo plano. Desafortunadamente para el director en esta ocasión no pudo escapar de la controversia: el movimiento ‘Me Too’ llegó con tanta fuerza a Hollywood que no importaba qué tan poderoso fueras en la industria del espectáculo, si se te encontraba una mínima prueba o acusación que te comprometiera en algún escándalo sobre abuso sexual, tu carrera corría el riesgo de terminar. Curiosamente uno de los grandes impulsores de este movimiento fue su hijo Ronan Farrow, quien destapó la caja de Pandora de Hollywood y sacó a la luz terribles acusaciones de grandes personalidades entre las que se incluía a su famoso padre biológico. Tales acusaciones provocaron que Amazon
Studios cancelara el millonario acuerdo que tenía con el director neoyorkino para trabajar en cuatro proyectos, incluido A rainy day in New York, la cual ya se había terminado de filmar y quedó enlatada desde finales del 2017. Y fue así que, sin deberla ni temerla, la película se convirtió en la más afectada de toda esta disputa entre Amazon y Allen, corriendo el riesgo de nunca ver la luz, recibiendo acusaciones de contener una trama inapropiada para la situación de Hollywood en esos momentos (una joven menor de edad y sus amoríos con hombres mucho mayores). Y a todo esto hay que agregar que varios miembros del elenco como Timothée Chalamet, Griffin Newman y Rebeca Hall le dieron la espalda tanto al director como al proyecto, disculpándose por trabajar en él y donando su sueldo a las víctimas del movimiento “Time’s Up”.
Han pasado casi dos años, y ahora que las aguas se apaciguaron un poco y la polémica disminuyó, Allen vuelve a salir airoso (por el momento) de toda acusación y ganó la batalla legal contra Amazon, llevándose no sólo varios millones a su bolsillo, sino también logrando llegar a un acuerdo para poder estrenar su cinta, consiguiéndole una limitada distribución mundial y así salvarla del olvido. En A rainy day in New York acompañamos a Gatsby Welles (Timothée Chalamet) y su novia Ashleigh Enright (Elle Fanning), dos jóvenes universitarios de familias acomodadas que viajan un fin de semana a la ciudad de Nueva York para asistir a una reunión con la familia de Gatsby, y de paso aprovechar el viaje para disfrutar de unos días en pareja. Gatsby en un chico con una vida aparentemente sencilla, pero se encuentra en ese dilema existencial al que todos nos llegamos a enfrentar, el de no sentirse satisfecho de lo que está haciendo con su vida. Mientras lucha por aclarar su mente, también trata de planear un fin de semana perfecto para él y su novia, pero Ashleight, quien es una ambiciosa reportera de su diario universitario, tiene otros intereses: la chica consigue una entrevista con Roland Pollard (Liev Schreiber), un prestigioso director de cine en plena crisis creativa y se compromete tanto en conseguir una buen reportaje que deja a Gatsby en segundo plano, adentrándose al mundo del director y metiéndose en un sinfín de disparatadas situaciones, mientras Gatsby solo espera a que esta esté libre para poder pasar un rato a solas. De manera inesperada Gatsby se reencuentra con una chica de su pasado, Shannon (Selena Gomez), una joven que tenía años sin ver y que inesperadamente le sirve de gran apoyo en esos momentos de reflexión que el joven buscaba en este viaje. Allen apuesta por un talentoso elenco joven para encabezar el proyecto. Chalament -quien desde su éxito con Call me by your name ha sido muy solicitado en Hollywood- hace un trabajo aceptable como el alter ego de Allen, pero su aspecto tan joven y la manera de cómo está escrito su personaje no cuadra con el de un joven actual, por
muy bohemio, hipster, amante del jazz y las cartas que este sea. Elle Fanning interpreta a la típica chica Allen, excéntrica y encantadora, dulce y con un toque de inocencia, y aunque llega a rayar en lo exagerado, su personaje es de lo más disfrutable de la cinta. Selena Gomez, con su correcta y natural interpretación, nos deja entrever que probablemente haya mucho más que esta joven nos pueda ofrecer como actriz. Su personaje Shannon es breve, pero aparece en momentos claves de la historia; sin embargo, la relación entre su personaje y el de Chalamet se siente apresurada y forzada. Nuestros protagonistas vienen respaldados de un elenco de actores ya consolidados como Jude Law, Cherry Jones, Liev Schreiber, Diego Luna o Rebecca Hall. Schreiber y Law perfectos como este cineasta y productor en crisis de edad y creativa, que se ven atraídos por una “ingenua” Ashleigth, seguidos de un Diego Luna que se esfuerza por convencernos que es un latin lover irresistible. Hall y Jones tienen una más breve participación, pero es la segunda quien se lleva uno de los mejores momentos de la película con esa platica madre hijo tan determinante en el rumbo que toma Gatsby. Esa escena en particular es un destello de genialidad en una guión plagado de situaciones cómicas y en momentos inverosímiles (sin llegar a lo absurdo como en De Roma con Amor), tocando sus temas predilectos solo que con más ligereza, privándonos de esa profundidad tan habitual de sus historias y en sus entrañables personajes protagonistas y secundarios. Reconocemos a Woody como un virtuoso a la hora de escribir sus guiones, y ese es nuestro gran problema con A rainy day in New York, porque de no haber sido por todo este escándalo en el que se vio envuelta la cinta y la posibilidad de que podría ser la última cinta del director, estamos seguros que ésta hubiera pasado desapercibida, siendo un trabajo bastante menor dentro la filmografía del reconocido cineasta. Sabemos de las grandes capacidades del director, pero ahora nos hace cuestionarnos si ha llegado a un desgano creativo.
L
a directora francesa Céline Sciama se traslada a los dramas de época para continuar con sus estudios sobre la feminidad, base principal sobre la que se sostienen sus primeros tres largometrajes: Naissance des pieuvres (2007); Tomboy (2011) y Bande de filles (2014). En Portrait de la Jeune Fille en feu, nos transporta a finales del siglo XVIII para acompañar a Marianne (Noémie Merlant), una talentosa pintora que es contratada por una Condesa (Valeria Golino) para viajar a una pequeña isla de la bretaña francesa con el fin de elaborar el retrato de bodas de su hija Héloïse (Adèle Haenel), una joven a la que han traído de regreso del convento en el que se encontraba para que cumpla con el destino de su hermana recién fallecida: unirse en un matrimonio por conveniencia con su prometido italiano. Habiéndose Héloïse negado a posar para todos los artistas que ha contratado su madre para pintar el retrato, Marianne no revela su verdadera tarea y debe cazar furtivamente las expresiones de la enigmática prometida para descifrarla como si de un acertijo se tratase y plasmar de memoria en el lienzo los trazos y colores con los que capturará perpetuamente su esencia; sin embargo, la convivencia entre ambas va auspiciando una cercanía cada vez más íntima hasta que deviene en un intenso romance. Aunque con no pocas semejanzas con Call me by your name (2017) –su inicio anecdótico que da pie a una tormenta emocional, el escenario campestre, el/la visitante que llega a una gran casa contratado/a por el padre/la madre, el intenso pero fugaz romance sumergido en el mundo del arte, el miedo que termina por provocar la pérdida de tiempo valioso y retrasa la confesión de sentimientos que a su vez demora el inicio de la relación, el inevitable desenlace y por supuesto la temida incertidumbre ante el futuro–, Sciamma supera el trabajo de Guadagnino al explorar más en el crecimiento personal de las protagonistas ante este breve pero incandescente romance y además funciona como retrato histórico-social. Con el trágico mito de Orfeo y Eurídice –narrado en la pantalla por
Marienne a Héloïse– funcionando como alegoría de este amor, Sciamma ofrece un sensual retrato de lo femenino principalmente a través de las pareja protagónica, aunque ocasionalmente también lo hace mediante la sirvienta Sophie (Luàna Bajrami) y la Condesa. Necesario es aquí subrayar la impecable labor histriónica de la dupla Merlant-Haenel, pues tanto juntas como en solitario ofrecen interpretaciones inmejorables y que llegan a un clímax en su última escena juntas y en la fenomenal secuencia final con una hipnotizante Haenel en uno de los mejores planos de la década. Entretejiendo una serie de anécdotas, la directora captura no solo la esencia de la feminidad sino de toda una sociedad y una época en la que dominaba la culpa y la represión por sobre la razón. La búsqueda de libertad –o por lo menos pequeños trozos de ella– en el dominio patriarcal de la Francia de 1770, es capturada en este sublime y sensual ejercicio de estilo presentado como un extenso flashback –Marienne, como profesora de pintura, rememora su romance con Héloïse cuando una de sus alumnas saca del almacén del taller el cuadro que bautiza al filme. La directora francesa demuestra un dominio formal sofisticado, especialmente cuando se apoya en la fotografía de Claire Mathon cuyas postales sacan el mayor provecho del extraordinario diseño de arte y evocan a otros clásicos de época como La Edad de la inocencia (1993) y particularmente Barry Lyndon (1975) por el uso exclusivo de velas como iluminación en ambientes cerrados, y gracias a su notable conocimiento del lenguaje cinematográfico consigue evadir los clichés y plagar al filme de símbolos de ese imbatible fuego interno que se aviva con las ansias de emancipación del subyugante mundo masculino. Retrato de una Mujer en llamas es un nostálgico relato de (auto) descubrimiento y amor lésbico de incandescente belleza estética y magistral contención emocional con el que su directora refrenda su compromiso personal con la representación y visibilización de la mirada femenina en el cine internacional.
B
ajo el cobijo de la productora Plan B, el estadounidense James Gray presenta Ad Astra: Hacia las Estrellas, una sobresaliente propuesta de ciencia ficción que, además, representa su filme más ambicioso hasta la fecha. En su camino hacia su consolidación en Hollywood, el neoyorquino sigue explorando sus inquietudes temáticas como la vocación y el sacrificio que se debe ofrecer para ser fiel a uno mismo, y que ya habían sido abordadas en su trabajo anterior: The Lost City of Z (2016), basado en la novela de David Grann. La renuncia hacia el amor y la familia, así como la búsqueda de la figura paterna ausente y la interminable necesidad de su reconocimiento, estaban ya presentes en la cinta protagonizada por Charlie Hunnam en el papel del explorador Percy Fawcett, quien en 1925 desapareció junto con su hijo (interpretado en la ficción por Tom Holland) en lo profundo del Amazonas durante una de sus múltiples expediciones en busca de una milenaria ciudad perdida. Pero si en The Lost City of Z el relato se narraba desde el punto de vista del padre que anhelaba descubrir nuevos horizontes, en Ad Astra la perspectiva del hijo abandonado es la que guía la historia. Ambientada en un futuro cercano, el relato escrito por el mismo Gray junto a Ethan Gross, tiene como eje a RoyMcBride (Brad Pitt), un experimentado astronauta que no sólo se ha hecho de un merecido reconocimiento en su carrera aeroespacial por
su carácter frío y pragmático, sino también por ser hijo de Clifford McBride (Tommy Lee Jones), un legendario cosmonauta que dos décadas atrás se embarcó en una misión a Neptuno con la misión de encontrar vida alienígena. La sorpresiva revelación de la NASA sobre la supuesta supervivencia de su padre en los confines de Saturno y su presunta responsabilidad sobre la fallida misión que además ha provocado un accidente que pone en peligro la vida en la Tierra, trastoca emocionalmente a Roy, viéndose obligado a participar en una misión espacial para establecer contacto con su padre y descubrir finalmente cuál fue su verdadero destino. Con fuertes ecos de El Corazón de las Tinieblas –relato de Joseph Conrad que inspiró al clásico de culto Apocalipsis Ahora (Apocalypse Now; 1969), de Francis Ford Coppola)– y homenajes a Solaris (Solyaris; 1972), de Andrei Tarkovsky, el neoyorquino da forma a una aventura espacial más reflexiva que el común del cine de ciencia ficción hollywoodense. Estamos frente a una experiencia sensorial tan potente como elegante que se ve emparentada con el estilo de Terrence Malick –nótese el aletargado ritmo, la estética preciosista y el recurso de la voz en off que nos remonta a la célebre El Árbol de la Vida (The Tree of Life; 2011)– elaborada a partir de la siempre extraordinaria labor de fotografía del reconocido Hoyte Van Hoytema en conjunción con un evocador diseño
sonoro en el que entran las notas compuestas por Max Richter y Lorne Balfe. Pero el espectáculo visual nunca se coloca por sobre el relato para ser protagonista, sino que funciona como un elemento de apoyo para la trama que, aunque en su narrativa presenta algunos tropezones, avanza sin contratiempos presentando las secuencias acción de forma muy bien dosificadas y equilibrándolas con el relato existencialista más allá de las fronteras terrestres donde un padre busca obsesivamente vida más allá de las estrellas –¿acaso un símbolo de la búsqueda de Dios?–, mientras su hijo lidia con la necesidad de afecto y reconocimiento paterno. Y es que Ad Astra es tanto una épica odisea intergaláctica como un intimista drama paterno-filial, y aunque el director no puede evitar caer en los vicios hollywoodenses que buscan aligerar propuestas artísticas en pos de alcanzar mayor audiencia –la voz en off que “explica” lo que está sintiendo/pensando el protagonista empobrece lo que pudo haber sido una propuesta artística de mayor nivel–, sí que consigue demostrar que es posible conjugar entretenimiento e inteligencia. Sin duda alguna estamos ante una nueva demostración del talento como autor de James Gray, y por supuesto, un paso hacia adelante en su carrera hacia las ligas mayores de Hollywood.
E
l director estadounidense Quentin Tarantino es uno de los pocos «auteurs» del Hollywood actual; su autenticidad y estilo lo han consagrado como uno de los cineastas más influyentes de la industria fílmica. De ahí que cada una de sus películas se espere con fervor por parte del público, y en particular por sus acérrimos seguidores. El originario de Knoxville ambienta su nueva y ambiciosa producción en la ciudad de Los Angeles en 1969. Ahí, entre los destellos de la Ciudad de los Sueños, conocemos a nuestros tres protagonistas: Rick Dalton (Leonardo DiCaprio), una frustrada estrella televisiva venida a menos que, luego de protagonizar un exitoso Western serial, no ha logrado dar el salto del mundo televisivo al de la pantalla de plata y ahora sólo participa dando vida a villanos segundones en programas con jóvenes promesas como los héroes estelares. Cliff Booth (Brad Pitt), el doble de acción de Dalton que, al igual que el actor, ha visto disminuido su trabajo, pero en cambio, no se refugia en la condescendencia o en los excesos, y continúa a las órdenes del actor como su chofer. Y Sharon Tate (Margot Robie), vecina de Dalton y glamorosa nueva esposa de Roman Polanski (Rafal Zawierucha), director polaco que, luego de su gran éxito con el cine de horror de culto Rosemery’s Baby (1968), se está abriendo camino en la industria del llamado «Nuevo Hollywood». En escena también aparecen los miembros de un culto liderado por un tal Charles Manson (Damon Herriman, actor australiano que encarna al mismo criminal en la segunda temporada del serial Mindhunter) y será la coyuntura para que las vidas de Dalton, Booth y Tate se crucen de manera inesperada. El título del nuevo filme de Tarantino guarda dos lecturas que podrían parecer diametralmente distintas pero que, en realidad, aquí se vuelven comple-
mentarias. Por un lado es una clara referencia a Once Upon a Time in the West (1968), el spaghetti western clásico del italiano Sergio Leone –con un guion firmado, ni más ni menos, que por Sergio Donati, Dario Argento y Bernardo Bertolucci– en el que una historia de venganza se entrelaza con la crónica de la ambiciosa construcción de una ruta ferroviaria y a partir de ello se realiza un análisis de los retos que supone la llegada de la «modernidad» a los agrestes y salvajes parajes norteamericanos; mientras que, por otro lado, se trata de una alusión a la frase inicial de los cuentos de hadas. Y es que, para Tarantino, Hollywood es el lugar donde todos los sueños se cumplen, es el lugar feliz de su infancia, el lugar de las estrellas; y continuando con su tradición revisionista –inaugurada con Inglourious Basterds (2009) donde los judíos obtienen su venganza en contra de los nazis, y a la que dio continuidad con Django Unchained (2012) donde los esclavos del sur estadounidense hacen lo propio con los esclavistas–, el director trastoca nuevamente la historia para elaborar un relato que, si bien sirve como una venganza figurativa, funciona a la vez como una carta de amor y un homenaje al cine hollywoodense con el que creció y a las figuras olvidadas de la industria fílmica de los años ‘50 y ‘60. La figura de Rick Dalton, pese a no estar basada particularmente en un personaje real, sí tiene ecos de Steve McQueen, quien sí logró hacerla en grande en el mundo del celuloide luego de su inicial carrera televisiva. Por su parte, el personaje de Cliff Booth sí está inspirado en una figura real, la de Hal Neddham, un veterano de guerra y doble de acción del actor Burt Reynolds que, según se decía, había asesinado impunemente a su esposa. La decadencia de estos personajes es tomada por el director para hablar del fin de una era en Hollywood, donde un
sistema de producción a cargo de los grandes estudios dio paso a otro de producciones independientes y contraculturales entre las que encontramos títulos dirigidos por cineastas propositivos como Brian De Palma, Francis Ford Coppola, Stanley Kubrick, Roman Polanski, Martin Scorsese, entre varios más. La icónica actriz Sharon Tate, a diferencia de su trágico final en el verano del 69 a manos de «La Familia Manson», es abordada aquí no desde la tragedia, sino desde la celebración de su espíritu vitalista; su presencia en pantalla no se construye a partir del estereotipo de la rubia tonta o la actriz bella pero con limitaciones histriónicas, sino desde la empatía, el intelecto, la dulzura y la inocencia. Y pese a que el arrollador carisma y la vena cómica que revelan DiCaprio y Pitt son los pilares de la cinta, la figura de Margot Robbie como Sharon Tate es esencial para el propósito del director, pues el personaje funciona como la encarnación del Hollywood idealista e inocente, de ese cuento de hadas que se cimbró con la violenta muerte de Tate, pero que ahora Tarantino tiene la oportunidad de perpetuar, aunque sea en la ficción, desde su evocador título hasta su venganza en el hilarante y excesivo clímax. Exactamente 25 años después de llevarse la Palma de Oro en el Festival de Cannes con la obra maestra Pulp Fiction (1994), el enfant terrible de Hollywood buscó repetir la hazaña con su noveno largometraje, y aunque tras su proyección recibió una extensa ovación, Once Upon a Time… in Hollywood no consiguió adueñarse de la presea. Quizá Tarantino no consiguió volver manufacturar una obra maestra que se equiparara a la cinta protagonizada por John Travolta, Samuel L. Jackson y Uma Thurman, pero definitivamente logró dar forma a su film más personal e íntimo hasta la fecha; y eso no es poca cosa.
E
ste diálogo aparentemente sencillo corresponde al primer encuentro telefónico entre el poderoso líder sindicalista Jimmy Hoffa y el matón de la mafia Frank 'El Irlandés' Sheeran. Sin embargo, es sólo hasta desentrañar su significado que podemos comprender la verdadera magnitud de estas palabras. «Pintar casas» es el eufemismo para referirse a «asesinar»; la pintura es la sangre salpicada en la pared luego de dispararle a la víctima en turno. El «trabajo de carpintería» es la referencia a la desaparición del cuerpo y de las evidencias del crimen. Así fue como se selló el pacto de trabajo y camaradería entre Sheeran y Hoffa, pero que inesperadamente terminaría en traición bajo las órdenes del poderoso capo de la mafia Russell Buffalino; esto de acuerdo a lo contenido en el libro de investigación Jimmy Hoffa: Caso Cerrado de Charles Brandt –cuyo título original en inglés es precisamente I heard you paint houses, es decir, Escuché que pintas casas– en el que se basa la película El Irlandés de Martin Scorsese. El maestro neoyorquino regresa al cine de mafiosos que él mismo ayudó a construir –y escribir sus reglas– durante las primeras décadas de su carrera y lo hace con una cinta que, además de convertirse en otra piedra angular para el género, supone también un punto de inflexión en su filmografía; y es que a diferencia del libro –en el que el autor busca arrojar luz al panorama general de las evidencias y desentrañar la desaparición del líder del sindicato de camioneros– la película coloca como personaje central a Frank Sheeran, y a partir de él elabora en un estudio sobre el paso del tiempo, la memoria, la soledad, el poder y el legado. A partir del guion adaptado por Steve Zaillian, y con el apoyo del mexicano
Rodrigo Prieto en la fotografía, su colaboradora de cabecera Thelma Schoonmaker en la edición y Robbie Robertson como encargado de la composición sonora, el director recrea en pantalla las cinco décadas de vida criminal de Frank 'El Irlandés' Sheeran (interpretado en todas sus etapas Robert De Niro con ayuda de una técnica de rejuvenecimiento digital), un matón que trabajó para el capo de la mafia de Filadelfia, Russell Buffalino (un Joe Pesci excepcional), y explora su vínculo con la desaparición de Jimmy Hoffa (Al Pacino en su primera colaboración con Scorsese). Desprovista de toda romantización por el mundo criminal, el filme deconstruye el género y juega con sus códigos para exponer la sensibilidad humana de estos personajes, particularmente diseccionando a Frank Sheeran al verse enfrentado no sólo a dilemas éticos que lo llevan a traicionar a figuras que quería, admiraba y respetaba, sino también a encarar la profunda decepción moral que le ha causado a su hija mayor cuando ésta, desde pequeña, intuía el verdadero oficio de su padre. Cuando tu vida criminal se ha encargado de alejar a todos aquellos a quienes amas, ¿cuál es entonces el verdadero sentido de hacerse de un legado construido sobre la violencia y la sangre? No es casualidad que la película explore cinco décadas en la vida de su protagonista, las mismas décadas que lleva en actividad su artífice; cargada de auto referencias, es una obra doblemente crepuscular en tanto que Scorsese hace uso de ella para reflexionar sobre su propia vida y obra a sus 77 años de edad. El Irlandés es además una carta de despedida de un género y un testamento fílmico de uno de los maestros más grandes del mundo del celuloide.
A
unque el pleito entre el Festival Internacional de Cine de Cannes y Netflix continúa, esto no le impide al –todavía– gigante del streaming hacerse de los derechos de varias producciones que desfilan por el evento fílmico más importante del mundo para sumarlos a su catálogo global. Tal es el caso de la cinta animada Perdí mi cuerpo, opera prima del reconocido animador francés Jérémy Clapin que recibió el premio principal de la Semana de la Crítica en la pasada edición del festival –además de conseguir el galardón del Festival Internacional de Cine de Animación de Annecy, el más importante de su rubro a nivel internacional– y que cuenta con una premisa por demás original: una mano cercenada se escapa de un laboratorio con el imperioso objetivo de reencontrarse con su dueño. Poético y entrañable, el guion firmado por el mismo director junto a Guillaume Laurent –autor del relato Happy Hand en el que se basa el filme y reconocido por ser guionista del clásico romántico Amélie (2001), de JeanPierre Jeunet– entreteje dos odiseas paralelas: por un lado la de el miembro solitario en busca de su dueño, y por otro lado, la de Naoufel (Hakim Faris), el joven inmigrante en busca de su lugar en el mundo. En el trayecto, y mientras se escabulle por las calles y los rincones más inesperados de París, la mano amputada recuerda constantemente al joven al que alguna vez estuvo unido… hasta que conoció a una chica llamada Gabrielle; y así somos testigos de las memorias desde su infancia casi idílica en África donde soñaba con convertirse en cosmonauta y pianista, hasta la tragedia familiar que lo llevó a convertirse en refugiado inmigrante en París y trabajando como repartidor de pizzas. Acompañado por las composiciones de Dan Levy –miembro del dueto The Dø– que ayudan a crear la atmósfera melancólica que define al relato, la propuesta de Clapin se mantiene anclada a los postulados existencialistas que han caracterizado su filmografía con cortometrajes reconocidos por los amantes de la animación, explorando en esta ocasión desde la búsqueda de identidad hasta las relaciones interpersonales, pasando además por el sentido de pertenencia. Perdí mi cuerpo es un ejercicio formidable que combina animación tradicional con secuencias en 3D y que ratifica el talento mostrado por Clapin en sus sobresalientes minifilmes como el más reconocido, Skhizein (2008), en el que ya se dejaba ver esa aura imaginativa-filosófica muy al estilo Charlie Kaufman; de ahí que ahora podamos colocar al más reciente trabajo de Clapin como un filme de corte existencial en la línea de esa joya animada para adultos que es Anomalisa (2015). El debut en largometraje del cineasta francés se revela como una de las sorpresas del año y también como uno de los mejores filmes animados de la década.
U
na historia ubicada en el futuro nos plantea la posibilidad de una humanidad colonizadora de planetas distantes que ofrecen un nuevo modelo de vida ante la sobrepoblación que afecta al planeta Tierra. La estación masiva Avalón transporta a 5,000 pasajeros dormidos artificialmente para soportar un viaje de 90 años hacia su nuevo hogar. Pero a tan solo 30 años de viaje y con 60 restantes uno de los pasajeros despierta debido a un error técnico. En un principio el guión de la película plantea el cómo este pasajero sobrelleva la soledad por más de un año y como un conflicto moral se le presenta cuando tiene la idea de despertar a una hermosa mujer para que le haga compañía. Cuando ésta despierta la película se transforma en una historia romántica en el espacio. Pero cuando las cosas comienzan a fallar en la nave tendrán que ponerse en acción para salvar al resto de los pasajeros. Lo anterior es básicamente el problema mayor de la cinta y, supongo que también, lo más criticado. Tyldum no plantea de manera clara este salto entre géneros tan brusco. Pasajeros no
se decide entre ser una película de acción, de ciencia ficción, de romance, o simplemente de acción. No ahonda correctamente en ninguno de ellos y además, resuelve de manera tan fácil como apresurada situaciones que se presentan inicialmente como un gran reto para los personajes. Sin embargo, la película es sumamente entretenida. Tener al frente a dos actores como Jennifer Lawrence y Chris Pratt le beneficia sobremanera pues el carisma de ambos inunda la pantalla y sus conflictos telenovelescos se sienten cercanos para el espectador. Técnicamente la película se defiende muy bien con un poderoso diseño de producción, una genial fotografía que sabe como transmitir espacio y soledad, y una banda sonora del cumplidor Newman que si bien no resulta nueva, ilustra agradablemente cada imagen. No es tan terrible como la crítica la hace parecer. Es divertida, emocionante a momentos y con las dosis necesarias de todos los géneros anteriormente mencionados, para agradar a toda esa audiencia que solo busca pasar un buen rato en el cine.
U
n joven afroamericano visita a los padres de su novia blanca. Planteada así, la premisa de la ópera prima de Jordan Peele parece la versión moderna de Guess who's coming to dinner (1967), la película dirigida por Stanley Kramer en la que el doctor John Prentice (el gran Sidney Poitier) visitaba a los padres de su caucásica prometida Joey Dreyton (Katherine Hoghton). La pareja conservadora encarnada por Spencer Tracy y Katherine Hepburn, teóricamente de ideologías liberales, quedaba en shock al descubrir que su futuro yerno sería un hombre de color, aunque intentaba disimular su incomodidad de la mejor manera que podían. Sin embargo, la secuencia que sirve como prólogo del debut de Peele es mucho más que una advertencia de que nos enfrentaremos a algo completamente diferente; su introducción es toda una declaración de intenciones. La mencionada escena inicial muestra a un nervioso afroamericano buscando una dirección en un lujoso barrio blanco; pero justo cuando ha decidido desistir en su búsqueda, el chico se ve sorprendido por un hombre blanco encapuchado que logra dejarlo inconsciente para luego meterlo a la cajuela de su lujoso automóvil que, por supuesto, también es de color blanco. El protagonista de Get Out es el joven fotógrafo Chris Washington (protagonizado por un sorprendente Daniel Kaluuya), quien junto con su novia Rose Armitage (Allison Williams) pasarán un fin de semana en la casa de campo de sus padres, la exitosa psiquiatra Missy Armitage (Catherine Keener) y el renombrado neurocirujano Dean Armitage (Bradley Whitford). Y aunque inicialmente el comportamiento del matrimonio resulta extremadamente complaciente, con el correr de las horas se van presentando una serie de
extrañas situaciones que van transformando un fin de semana incómodo en una inquietante experiencia. La película se presenta como una oscura sátira de la realidad social a la que podemos emparentar con The Stepford Wives (1975) de Bryan Forbes –adaptación de la novela homónima de Ira Levin–, The Truman Show (1998) de Peter Weir e incluso con el thriller Arlington Road (1999) de Mark Pellington, y para ello resulta esencial recalcar que Jordan Peele tuvo su popular origen en la escena cómica de Estados Unidos a través de suprograma Key and Peele, y por ello no resulta nada extraño que eche mano del humor en esta propuesta de tono macabro. De esta manera el debutante nos comparte una efectiva mixtura de géneros que van desde el terror puro y la ciencia ficción con corrosivas pinceladas de humor que audazmente utiliza para deslizar mordaces críticas hacia la hipocresía social y su presunta postura ideológica progresista que, sin embargo, no es más que una máscara que esconde el racismo y la discriminación en su máxima expresión. El audaz guión consigue de manera pausada pero firme dar forma a una atmósfera enrarecida que ocupa muy pocas explosiones de violencia a lo largo de la trama para transmitir el terror puro, mientras que las estupendas actuaciones del elenco –especialmente la revelación de Daniel Kaluuya y Betty Gabriel como la desconcertante sirvienta– son el complemento perfecto para el funcionamiento cabal de esta aguda y cáustica crítica social y política que, sin concesiones, desenmascara el cruel ilusionismo que ha resultado ser el «american way of life» de la era post Obama. Get out es un debut potente, escalofriante, incómodo, pero sobre todo, necesario.
U
na película que desde el propio título genera grandes expectativas. Pero antes de verla, y como sugerencia, te invito a buscar en tu plataforma de Netflix, Conversaciones con asesinos: Las cintas de Ted Bundy para que puedas conocer todas las atrocidades y vivencias retorcidas de este personaje, así como el miedo que generó durante la década de los años setenta en Estados Unidos. Un detallado documental dirigido por el mismo Joe Berlinger. ¿Alguien puede ser extremadamente cruel, malvado, perverso, pero a la vez ser carismático, manipulador y seductor? La respuesta no es tan difícil de encontrar y este largometraje describe todo esto y algunas características más en Ted Bundy. Joe Berlinger te permitirá conocer la historia de este vil asesino pero desde el punto de vista femenino de Elizabeth Kloepfer (Lily Collins), quien encontró a su príncipe encantado que se convertía en una bestia desalmada y encarnaba atroces muertes cada noche. Cabe mencionar que esta cinta está basada principalmente en el libro El príncipe fantasma: mi vida con Ted Bundy que recoleta los recuerdos de Liz Kloepfer, la mujer que alguna vez fue una joven e inocente chica que quería llegar al altar vestida de blanco a lado de su querido Ted. Si eres la clase de espectador que esperaba un platillo sangriento en la cinta, lamento decepcionarte, ya que las atrocidades y delitos de Ted Bundy, están en segundo plano, el director fue muy cuidadoso en no mostrar explícitamente detalles de los crueles asesinatos durante el transcurso del filme, algo por lo que muchos espectadores consideran que la película es “abu-
rrida, inconsistente o sobrevalorada” por no estar presente ese morbo vestido de sangre que se especulaba meses atrás por parte de la audiencia, pero por otro lado nos ofrece una perspectiva distinta de una historia que sacudió a la unión americana en los 70´s. Esta película era el escenario perfecto para de la carrera de Zac Efron ya que el papel de Ted Bundy le permite demostrar que no es solamente un chico Disney sino que tiene el talento de convertirse en personajes mucho más complejos, y aunque no tuvo la oportunidad de personificar lo cruel, malvado y vil de este asesino serial, si logró envolver con su carisma las escenas en las que se encontraban los diversos medios de comunicación durante los juicios en su contra. Sé que más de una mujer se sentirá identificada con la actuación de la grandiosa Lily Collins, ya que muestra un retrato de todas las mujeres confundidas, atormentadas y cegadas por el amor hacia un hombre que no resulta ser el príncipe encantado sino tu destrucción tanto física como emocionalmente, ¿alguna vez te has enamorado tanto de un hombre que te olvidas de ti? ¿te suena familiar? Extremadamente Cruel, Malvado y Perverso, es un filme imperfectamente perfecto, ya que por un lado no logró retratar a ese Ted Bundy, perverso, violento y asesino que todos conocemos y queríamos volver a ver, sin embargo, Zac junto al director logró mostrar el lado “humano” de este monstruo con la dosis perfecta de carisma que portaba dicho Bundy. ¡Bravo Efron por romantizar la perversidad! Y tú, cómo Liz Kloepfer ¿has vestido a una bestia de príncipe encantado?
L
a ópera prima de Alejandro Guzmán nos relata las vicisitudes que atraviesa una persona con obesidad mórbida, para quien hasta el bañarse puede ser bastante complejo. La cinta aborda tanto la problemática personal, como la social con la discriminación que sufren al simplemente solicitar algún servicio, incluso el simple hecho de ir por la calle y que se intensifiquen las murmuraciones y comentarios ofensivos hacia su persona. Así es el debut de Alejandro Guzmán con un guion de Itzel Lara, acompañados de un talentoso reparto: Luis “Luca” Ortega (Fede) -en su primera aparición en pantalla-, el ya conocido Mauricio Isaac (Ramón), Joel Isaac Figueroa (Paulo), y la camaleónica Martha Claudia Moreno (Rosaura). Fede es un hombre con sobrepeso, para ser exactos pesa 200 kilos, por ende es lento y le cuesta desplazarse dentro de su propia casa, y no se diga el salir a la calle, esto es toda una odisea. Y justo eso ocurrió cuando decidió salir a revelar un rollo fotográfico, pues así fue como conoció a Paulo, un chico al que le apasionan los comics; es perspicaz y se aprovecha un poco de la ingenuidad de Fede pues lo envuelve rápidamente para adquirir una cámara fotográfica usada, a partir de
ahí se crea una empatía, pues Paulo se da cuenta que Fede es una persona solitaria pero con la necesidad de descubrir las cosas, pero que su obesidad y su historia familiar le han limitado conocer. En cuanto a su familia, Fede tiene una hermana algo castrante, Rosaura, quien lo cuida al grado de la sobreprotección como si fuera un niño. Rosaura tiene un carácter muy fuerte, es muy mandona; está acostumbrada a que siempre se haga lo que ella dice y hasta su marido Ramon tiene miedo contradecirla. Por su parte, Ramón es un esposo sin voz cuando está presente Rosaura, pero cuando está en lo individual incita a Fede a realizar cosas nuevas, a salir del mismo ritmo con el que ha vivido tanto tiempo. Así se crea una suerte de “Club de Toby” donde crece una amistad entrañable que sirve de embudo para escapar de sus solitarias y cotidianas vidas. Distancias cortas es una historia para toda la familia; discreta en su propuesta pero con una magia particular que la convierte en una efectiva reflexión que nos mueve a dejar de ver lo diferente como algo necesariamente malo, y que hace un llamado a ser más empático con la sociedad y nuestro entorno.
A
l otro lado (2005), El General (2009) y El velador (2011) son los documentales que Natalia Almada ha dirigido antes de dar el salto a la ficción con Todo lo demás, cinta que versa sobre la rutinaria vida de Flor (la gran Adriana Barraza como portentosa e incontestable protagonista), una mujer de mediana edad que trabaja como oficinista en una institución gubernamental en la que se llevan a cabo algunos de los siempre engorrosos trámites burocráticos; en el lugar, ella se encarga de revisar la documentación de los solicitantes y aprobar o negar –por alguna anomalía en los datos o porque no se cumplieron las reglas de procedimiento en el llenado de documentos como utilizar tinta azul– el trámite de los frustrados ciudadanos. En esta tarea anodina se pierden uno a uno sus horas laborales, mientras el resto lo dedica a transportarse en metro para llegar por la noche a casa, cenar, pintarse las uñas, cuidar a su gato –el único compañero que tiene en la vida– y enlistar metódica y religiosamente los nombres de todos los usuarios a los que atendió durante el día y señalar con un punto rojo a los que se les aceptó su trámite.
Ciertas escenas de la película –ella mirando a unos niños en una piscina, comprando un disco de música romántica con la que acompaña un improvisado baile en la sala con un cojín como compañero de baile, su negación a ducharse en unos baños públicos, el acomodo de unas enigmáticas fotos después de un sismo, etc.– nos permiten intuir que nuestra protagonista es una sobreviviente que no se ha podido sobreponer del todo a un pasado trágico y traumático, y que además ahora se enfrenta a la realidad del inexorable paso del tiempo y la cada vez más cercana tercera edad. Se trata de un personaje por demás interesante que, lamentablemente, se ve prácticamente anulado en todo su potencial por la decisión de seguir una narrativa que, pese a la extraordinaria fotografía fija y simétrica de Lorenzo Haggernan secundada por el elegante diseño sonoro, abusa de la extensión innecesaria de sus tomas; y es precisamente este letárgico y monótono ritmo narrativo –utilizado con el propósito de reflejar el limbo que rodea a Flor– lo que se convierte en la principal y más grande barrera a la que se enfrenta el público para conectarse con el filme.
L
uego de su sorprendente debut cinematográfico con el imprescindible documental El lugar más pequeño (2011) –centrado en un pueblo salvadoreño que renace de las cenizas luego de ser arrasado por la Guerra Civil–, la documentalista mexico-salvadoreña Tatiana Huezo presenta un nuevo retrato social, pero en esta ocasión se adentra en la violenta realidad mexicana a través de la historia de dos mujeres que se han enfrentado a la ineptitud de las autoridades que han provocado que la impunidad gobierne a lo largo y ancho del país. Miriam Carbajal es una mujer encarcelada injustamente tras ser acusada de tráfico de personas. Fue utilizada como chivo expiatorio para purgar una condena que le correspondía al verdadero culpable que, evidentemente y para no perder la mexicanísima costumbre legal, sigue en libertad. Adela Alvarado, por otra parte, es una mujer payaso en un circo ambulante y que ha pasado más de diez años buscando a su hija desaparecida. Ante la exasperante ineptitud de las autoridades que no han movido un solo dedo para dar con el paradero de la chica, Adela ha iniciado la única investigación real para dar encontrar a su hija, quien presumiblemente fue víctima de la trata de blancas. Frente a la aberrante situación de inseguridad e impunidad que cubre todo el país, y ante las descarnadas historias particulares de estas dos mujeres, Tatiana Huezo opta por una propuesta formal que contrasta con la tempestad en la que viven atrapadas
sus protagonistas. La cineasta no sólo nos regala un audaz ejercicio narrativo en el que entreteje los viajes personales de Miriam y Adela, sino que además utiliza las hermosas postales capturadas por la prodigiosa lente de Ernesto Pardo para brindarnos estimulantes y reveladoras secuencias cargadas de metáforas, un fenómeno por demás inusual en nuestro cine, especialmente dentro del género documental. De esta manera acompañamos a Miriam tras su salida de un penal tamaulipeco gobernado por el narcotráfico y en su recorrido de miles de kilómetros para regresar a su casa en Tulum; por otro lado, también viajamos con Adela, acompañándola en sus espectáculos circenses que le han servido como un refugio ante la terrorífica adversidad, y que ha encontrado en su perpetuo deambular un poco de protección ante las amenazas de muerte que ha recibido tan sólo por demandar justicia. Tempestad es un trabajo profundamente doloroso que, aunque se ciñe a las normas más elementales del cine documental para reflejar la sordidez de la realidad nacional, escapa siempre del alarmismo y la morbosidad, logrando por el contrario dar forma a una pieza visual de gran valor estético gracias a una sensibilidad y talento cinematográfico apabullante, una virtuosa manufactura y una enorme belleza lírica. Cine mexicano esencial de una talentosa cineasta a la que vale la pena seguirle la pista y estar atentos a sus prometedora incursión en el cine de ficción.
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or segunda ocasión el canadiense Xavier Dolan recurre a un argumento teatral para transformarlo bajo el esquema visual y sonoro que ha caracterizado su filmografía y lo ha encumbrado como uno de los cineastas más importantes a nivel internacional. Juste la fin du monde, original de Jean-Luc Lagarce, sigue los pasos de Louis, un dramaturgo que, en una suerte de reinterpretación de la parábola del "Hijo Pródigo", regresa a casa tras doce años de ausencia para anunciar su inminente muerte a causa de una enfermedad terminal y se encuentra no sólo con los mismos problemas de comunicación que cuando decidió aventurarse fuera del nido, sino también con los resentimientos y las envidias de quienes nunca han podido atreverse a seguir sus pasos o, por lo menos, a intentarlo. Estructurada de manera capitular con un prólogo, cuatro episodios coronados con sobrecogedores monólogos de cada uno de los miembros de la familia y un crepuscular epílogo que se erige instantáneamente como uno de los más bellos desenlaces en los últimos años del cine norteamericano, el denominado «enfant terrible» del cine canadiense presenta un melodrama existencial de proporciones emocionales inesperadas en los momentos en los que doce años de obligatorio silencio salen a flote en el lapso de una tarde. Echando mano nuevamente de la preciosista fotografía de André Turpin, con quien ya había hecho mancuerna en sus dos películas anteriores –Tom á
la farme (2013) y Mommy (2014)– y en los dos videoclips que ha dirigido –College Boy de Indochine y Hello de Adele– y junto con la base sonora compuesta por Gabriel Yared y la ecléctica curaduría musical pop en la que destaca Home is where it hurts de Camille y Dragostea din tei de O-Zone, Dolan presenta el encuentro de Louis (encarnado por Gaspard Ulliel) con una infranqueable barrera comunicativa en su familia: una madre (Nathalie Baye vulgarizada bajo peluca, vestido, maquillaje y accesorios kitsch) que evita a toda costa enfrentarse a un funesto futuro cuyo instinto maternal ya percibe pero que decide mantener en la incertidumbre; Suzanne (Léa Seydoux), una hermana menor que sólo le conoce a través de los artículos que ha escrito en reconocidas publicaciones y con las que religiosamente decora su habitación, la cual ha transformado en un templo de idealización de la ausente figura fraterna y la añoranza de poder seguir sus pasos fuera del retrógrada entorno rural para dirigirse hacia un entorno cosmopolita, pero que también resiente la nula comunicación que Louis mantuvo con la familia desde su partida; Antoine (Vincent Cassel) un hermano mayor cuya aparente indiferencia ante la presencia de su hermano y la incansable diatriba hacia sus logros no son más que las gruesas capas de su impenetrable coraza que impiden se perciban su amor, admiración y envidia por haberse atrevido a no vivir de una manera tradicional con un trabajo monótono, una esposa sumisa
e hijos en un pequeño pueblo perdido; y finalmente, Catherine (Marion Cotillard), esposa de Antoine quien vive permanentemente bajo los maltratos emocionales de su esposo y quien le revela las verdaderas emociones de su hermano respecto a su vida lejos de casa. Juste la fin du monde es el trabajo más melodramático del cineasta y a la vez el más pesimista. Se trata de una disección de la institución familiar que, se dice, debe ser el principal pilar y último refugio de todo ser humano; sin embargo, el filme muestra a la familia como una entidad insoportable que enfrenta al protagonista a una encrucijada existencial: si vivir bajo ese opresivo techo representó en algún punto la muerte espiritual y la partida fue la única manera de «vivir», ¿por qué ahora se regresa a casa cuando lo que menos se tiene entre las manos es «la vida»? Con el constante uso de close ups que escudriñan los gestos y miradas que revelan aquello que resguardan los silencios y las verdades a medias, y en yuxtaposición con la hiperestilizada estridencia videoclipera que caracteriza su obra audiovisual, el quebequense presenta una sustanciosa y catártica pieza cinematográfica que, durante noventa y cinco minutos, escarba sin piedad en la culpa y los resentimientos que yacen entre en estas cuatro paredes que, en poco más de una década, han terminado por transformarse en los límites de un panteón de sueños rotos.