L
uego de debutar en el cine angloparlante con A bigger splash (2016), el director Luca Guadagnino, con la ayuda del guionista James Ivory, traslada a la pantalla grande la historia plasmada en las páginas de la novela Call me by your name, de André Aciman, la cual transcurre en algún punto de la riviera italiana donde se encuentra la casa vacacional de la familia Perlman, y donde surge una peculiar amistad que deviene en inesperada historia de amor durante el hormonalmente en ebullición verano de 1983 entre Elio Perlman (Timothée Chalamet), un joven adolescente de 17 años, y Oliver (Armie Hammer), un graduado de 24 años que ha sido invitado a la casa familiar para trabajar con el padre de Elio como parte de su formación profesional. El pulcro estilo visual mostrado ya por el cineasta italiano en I am Love (2009) –excelso largometraje en el que ya había diseccionado el concepto del amor– se ve aquí depurado con una fotografía elegante y un manejo de cámara que, con la ayuda de la música compuesta por Sufjan Stevens y la inclusión de éxitos ochenteros como “Love my way” de The Psychedelic Furs, “J'adore Venise” de Loredana Bertè y “Paris Latino” de Bandolero, recrea una atmósfera de entrañable romanticismo ochentero que cubre a esta intempestiva historia del primer amor, aunque inicialmente surge como un juego de seducción en el que no se pueden dar señales claras de atracción, por lo que se envían mutuamente mensajes cifrados a través de música, citas literarias o tan sólo con datos aparentemente aleatorios pero que resultan reveladores de la personalidad y de las intenciones amorosas; un flirteo tan sensual como intelectual pocas veces visto en el cine contemporáneo. Call me by your name es una película que dinamita el concepto idealizado del
amor con el que tanto se ha capitalizado en Hollywood; se trata de un relato emotivo sobre la llegada del primer amor y el inevitable dolor que lo acompaña, recurriendo para este fin a una pausada presentación de las características de sus personajes –sensacionalmente delineados con precisión y manifestándose de manera multidimensional hasta en los casos de los roles secundarios– para impulsar el relato en su segunda mitad, donde se da la mayor parte del conocimiento mutuo, el autodescubrimiento y la maduración de la pareja protagonista; el segundo acto es también donde más se plantean los cuestionamientos sobre el amor y la (homo)sexualidad, y donde también se nos obsequia una de las secuencias más hermosas del cine de los últimos años: esa en la que el padre charla con Elio sobre el amor, la libertad y la juventud, y el desperdicio de vida que significa ceder ante el miedo a equivocarse y no arriesgarlo todo. Guadagnino ha logrado crear una gran pieza de arte cinematográfico basada en su sensibilidad al mostrar la pureza de los sentimientos; la propuesta del director se aleja completamente de otros dramas románticos homosexuales y no se centra en los prejuicios, por el contrario, toma como elemento central las vulnerabilidades de los protagonistas enfrentados a ese temor de acercarse y rendirse ante un deseo prohibido. Call me by your name, gracias a su prodigiosa narrativa, su poderosa carga erótica/poética tanto en lo visual como en el subtexto y la elegante formalidad con la que plasma una historia de iniciación, de rito de paso hacia el despertar sexual y del comienzo de la madurez emocional, se inscribe a la lista de los clásicos instantáneos del cine LGBT contemporáneo, y por supuesto, en la lista de lo mejor del año.
L
a figura de San Antonio de Padua es tomada como fuente de inspiración por el cineasta João Pedro Rodrigues para su más reciente largometraje: O Ornitólogo (2015), una desafiante alegoría de la búsqueda de la identidad a partir de un viaje físico que se transforma en un revelador viaje al interior del espíritu en pos del autoconocimiento; todo ello bajo una gran carga de homoerotismo. Protagonizada por un fantástico Paul Hamy como Fernando –nombre original de San Antonio de Padua antes de unirse a la congregación de los franciscanos–, la trama acompaña a un ornitólogo que se encuentra en un viaje de expedición en la zona de Tras-os-Montes –al Norte de Portugal, muy cerca de la frontera con España– con el propósito de observar aves y en particular búsqueda de cigüeñas negras que están en vías de extinción. Una mañana, mientras navega en un río en busca de las extrañas aves, su ve atrapado por la fuerte corriente y su kayac se vuelca y queda inconsciente a las orillas del río donde es encontrado y rescatado por un Fei (Han Wen) y Ling (Chang Suan), un par de peregrinas católicas chinas que se han perdido en su camino a Saniago de Compostela. A partir de este incidente se presenta la primera ruptura del filme, pues el naturalismo y el estilo contemplativo del filme en sus primeros minutos da paso a una serie de misteriosos y extraños eventos que deambulan entre lo surreal y lo desconcertante con los que el director –abiertamente homosexual y alejado de cualquier religión– va construyendo un relato místico-queer-sobrenatural a partir de la transmutación de elementos de la tradición judeocristiana. Con un misticismo muy cercano al del cine de Apichatpong Weerasethakul (Tropical Malady; Uncle Boonmee Who Can Recall His Past Lives y
Cemetery of splendour), la cámara de Rui Poças recurre constantemente al subjetivo punto de vista de las aves –los infernales búhos y las celestiales palomas– y transforma, además, el sencillo acto del estudio de las aves en un acto voyeurista. El cineasta mantiene el sexo y el erotismo como los elementos principales que han caracterizado su aún breve filmografía; a través de ellos dinamita algunos preceptos divinos al realizar libres adaptaciones de los pasajes de la vida de San Antonio en tono de blasfema fábula que toma algunas representaciones de la iconografía cristiana y las despoja de su carácter sacro mediante su conversión a prácticas sexuales, tal es el caso de la postal de Fernando amarrado por las peregrinas y que inmediatamente remite tanto a la estampa de San Sebastián –convertido en emblema de la comunidad gay donde el dolor y el placer se funden– y a la práctica sexual conocida como «bondage»; además, el protagonista tiene un encuentro con un pastor sordomudo llamado Jesús (Xelo Cagiao) con el que practica un acto de comunión homosexual junto a un río, donde un crimen se hará presente al más puro estilo de L'inconnue du lac (2013), de Alain Guiraudie pero exudando un espíritu pasoliniano. El quinto largometraje de Rodrigues es la mitad del hereje díptico fílmico que llegó este año a la cartelera mexicana y que se forma con mother!, de Darren Aronofsky; pero O Ornitólogo va mucho más allá de la crítica a la institución religiosa y a la figura de Dios, la propuesta del portugués es cine queer transgresor, una cinta atrevida que, bajo la forma de una luminosa parábola, presenta un tratado sobre el autodescubrimiento y disecciona el papel de la naturaleza, la religión, el cuerpo y la sexualidad en la última búsqueda espiritual de Fernando/Antonio.
P
aterson es un chofer de autobús, enamorado de la poesía, de su rutina, de las pequeñas cosas que le dan sentido a su vida. Jarmusch decide mostrarnos la vida de Paterson durante siete días: siempre despertando a la misma hora, junto a su pareja, desayuna siempre el mismo cereal, se prepara para ir a su trabajo y antes de iniciar su jornada laboral, toma su libreta y empieza a escribir, o escribe sobre una caja de cerillos un poema a su pareja o cualquier otra cosa. Sigue escribiendo en su tiempo libre mientras come lo que Laura, su pareja, le ha preparado. Regresa a casa para pasear a su perro y tomar una cerveza todos los días en el mismo bar. Sería muy fácil juzgarlo como un hombre sin ambiciones, aburrido, un total fracaso, pero esta misma rutina es la que le da sentido a su vida, el tomar las pequeñas cosas de la vida y escribir sobre ellas. ¿Cuánto tiempo pasamos en el transporte público, atrapados en el tránsito, pensando sobre la escuela, el trabajo, nuestras relaciones, escuchando involuntariamente la vida de los demás, pensando en lo aburrido de nuestra existencia? Paterson nos demuestra que aunque sigamos una monotonía los días no son iguales, siempre hay
una variante. Una variante al escuchar a Method Man rapeando en una lavandería, al observar y ser parte de las peleas de pareja dentro de un bar; el mismo que visitas todos los días, en esa interacción que poco a poco vamos perdiendo en la modernidad, siempre ocupados en nuestras redes “sociales”, atrapados en nuestro teléfono. Paterson es un amante de la vida, alejado de los teléfonos, de la tecnología. Él solo necesita una libreta, una pluma para ser feliz, ser feliz con Laura, una mujer atrapada en su estilo, artista, amante de la repostería y de los colores blanco y negro, la misma que desea ver los poemas de su pareja impresos, siempre apoyándolo, tan segura de ella como pocas personas. La dirección, la fotografía, la música y las actuaciones todas conviven de la manera más hermosa durante 2 horas. No pude evitar pensar en el cine de Aki Kaurismäki, con historias sencillas, muy austeras, pero muy humanas, eso es Paterson, una de las películas más humanas, sobre la existencia y la hermosura de la vida, que he visto en los últimos años, que nos invita a la reflexión emocional. Paterson es honesta, exquisita, aire nuevo en el mundo del cine.
U
n joven afroamericano visita a los padres de su novia blanca. Planteada así, la premisa de la ópera prima de Jordan Peele parece la versión moderna de Guess who's coming to dinner (1967), la película dirigida por Stanley Kramer en la que el doctor John Prentice (el gran Sidney Poitier) visitaba a los padres de su caucásica prometida Joey Dreyton (Katherine Hoghton). La pareja conservadora encarnada por Spencer Tracy y Katherine Hepburn, teóricamente de ideologías liberales, quedaba en shock al descubrir que su futuro yerno sería un hombre de color, aunque intentaba disimular su incomodidad de la mejor manera que podían. Sin embargo, la secuencia que sirve como prólogo del debut de Peele es mucho más que una advertencia de que nos enfrentaremos a algo completamente diferente; su introducción es toda una declaración de intenciones. La mencionada escena inicial muestra a un nervioso afroamericano buscando una dirección en un lujoso barrio blanco; pero justo cuando ha decidido desistir en su búsqueda, el chico se ve sorprendido por un hombre blanco encapuchado que logra dejarlo inconsciente para luego meterlo a la cajuela de su lujoso automóvil que, por supuesto, también es de color blanco. El protagonista de Get Out es el joven fotógrafo Chris Washington (protagonizado por un sorprendente Daniel Kaluuya), quien junto con su novia Rose Armitage (Allison Williams) pasarán un fin de semana en la casa de campo de sus padres, la exitosa psiquiatra Missy Armitage (Catherine Keener) y el renombrado neurocirujano Dean Armitage (Bradley Whitford). Y aunque inicialmente el comportamiento del matrimonio resulta extremadamente complaciente, con el correr de las horas se van presentando una serie de
extrañas situaciones que van transformando un fin de semana incómodo en una inquietante experiencia. La película se presenta como una oscura sátira de la realidad social a la que podemos emparentar con The Stepford Wives (1975) de Bryan Forbes –adaptación de la novela homónima de Ira Levin–, The Truman Show (1998) de Peter Weir e incluso con el thriller Arlington Road (1999) de Mark Pellington, y para ello resulta esencial recalcar que Jordan Peele tuvo su popular origen en la escena cómica de Estados Unidos a través de suprograma Key and Peele, y por ello no resulta nada extraño que eche mano del humor en esta propuesta de tono macabro. De esta manera el debutante nos comparte una efectiva mixtura de géneros que van desde el terror puro y la ciencia ficción con corrosivas pinceladas de humor que audazmente utiliza para deslizar mordaces críticas hacia la hipocresía social y su presunta postura ideológica progresista que, sin embargo, no es más que una máscara que esconde el racismo y la discriminación en su máxima expresión. El audaz guión consigue de manera pausada pero firme dar forma a una atmósfera enrarecida que ocupa muy pocas explosiones de violencia a lo largo de la trama para transmitir el terror puro, mientras que las estupendas actuaciones del elenco –especialmente la revelación de Daniel Kaluuya y Betty Gabriel como la desconcertante sirvienta– son el complemento perfecto para el funcionamiento cabal de esta aguda y cáustica crítica social y política que, sin concesiones, desenmascara el cruel ilusionismo que ha resultado ser el «american way of life» de la era post Obama. Get out es un debut potente, escalofriante, incómodo, pero sobre todo, necesario.
E
n su cuarto largometraje, el cineasta David Lowery se reúne con Casey Affleck y Rooney Mara luego de dirigirlos cuatro años atrás en el drama romántico/criminal Ain't them bodies saints. El reencuentro da como resultado un drama sobrenatural/existencial: A Ghost Story, una cinta cuya elemental premisa –un músico (C, encarnado por Casey Affleck) fallece en un accidente automovilístico pero regresa como fantasma a la casa suburbana en la que vivía con su mujer (M, interpretada por Ronney Mara)– permite plantear una tesis sobre un abanico de tópicos que van desde el paso del tiempo hasta la memoria, pasando por la pérdida, el amor, el apego a lo material y al plano físico, así como la enormidad de la existencia y la trascendencia. A Ghost Story podría desconcertar al espectador menos avezado, pues no sólo su campo visual está delimitado por su aspecto de ratio de 1.33:1 –es decir, un formato casi completamente cuadrado con las esquinas redondeadas y que hace lucir al filme como una exposición de antiguas diapositivas–, sino también porque la figura del fantasma no responde a la común perspectiva del cine de horror como una entidad atemorizante y tampoco estamos ante la también muy común idealización de los espíritus como seres astrales rodeados de un halo místico y divino. Para la representación del espíritu del protagonista se recurre a la estampa clásica de la sábana blanca con agujeros que representan sus ojos. Esta sencilla y emblemática figura que aparece en el póster de la cinta podría hacer que la audiencia rechace inmediatamente la película por considerar absurda y arcaica su representación; sin embargo, la representación del fantasma tradicional es uno de los mayores aciertos de la película, pues incluso cubierto con una enorme sábana y
unos vacíos ojos inexpresivos, el fantasma de C logra ser un personaje entrañable que establece una sólida y genuina empatía emocional con el espectador. Y es que a Lowery está más interesado en crear una atmósfera que transmita las emociones de vacío y soledad de la pareja separada por la muerte y por el forzoso cambio de plano existencial de C. Para lograr esa empresa, el director se ve apoyado por la talentosa lente de Andrew Droz Palermo –que emula una estética similar a la del cine de Terrence Malick pero con una impronta muy personal– y las composiciones sonoras de Daniel Hart; de esta manera, el director crea su personalidad formal para desarrollar una tesis sobre un ente solitario que en el apego a lo material y a lo físico encuentra la cadena que lo esclaviza y lo imposibilita para buscar su trascendencia. El nuevo C es un espíritu errante condenado a existir, a ser pero sin poder experimentar la vida; se trata de una condena de espera perpetua en la que cada vez se recuerda menos lo que se espera, tal como le sucede al ente que habita la casa vecina y con el que «habla» esporádicamente. A Ghost Story es un relato de aire nietzscheano y su concepto del eterno retorno, pero la diferencia es que aquí una epifanía liberadora podría permitirnos acceder a la trascendencia. Lowery propone reflexiones sobre esa eterna incertidumbre que rodea a la búsqueda de la razón de ser, de existir; y aunque se presenta bajo un tono completamente alejado del propuesto por Darren Aronofsky en su reciente Mother!, Lowery logra en tan sólo noventa minutos crear también una muy profunda experiencia poética-existencial y una de las películas estadounidenses más originales, arriesgadas y reflexivas del año.
L
uego de su pieza gótico-romántica Crimson Peak (2015), el mexicanísimo Guillermo del Toro está de regreso con una nueva historia original, pero sobre todo, llena de autenticidad: La forma del agua, una oscura y melancólica –pero finalmente también muy optimista– propuesta sobre la marginación y el poder del amor en todas sus variantes. La película es protagonizada por la siempre extraordinaria Sally Hawkins, quien da vida a Elisa Esposito, una conserje de limpieza en un laboratorio gubernamental de Estados Unidos durante la Guerra Fría; en ese lugar entabla una relación profundamente afectiva con hombre anfibio (el fantástico Doug Jones en un nuevo personaje del universo de del Toro) al que el gobierno norteamericano ha capturado en Sudamérica –donde era venerado como una deidad– para estudiarlo y descubrir los secretos de su desconocida especie, y aprovechar éstos como ventajas en la implacable carrera espacial contra los soviéticos. Con esta singular premisa, el cineasta jalisciense da un giro al clásico de los Monstruos de Universal, El monstruo de la Laguna Negra (Creature from the black lagoon; 1954), de Jack Arnold, y de paso presenta su carta de amor al cine clásico de Hollywood. Es mediante esta inesperada mezcla que del Toro lanza entre líneas una serie de mensajes sobre la aceptación de la diversidad en todas sus expresiones y en contra del machismo, el racismo, la xenofobia, y todas aquellas formas de discriminación que se han gestado en el seno del fanatismo religioso (representado aquí en el villano magistralmente encarnado por Michael Shannon) y la imbecilidad de la ideología de ultraderecha que imperaba en la época en la que sucede la historia y que lamentablemente sigue vigente hoy en día debido al potente resurgimiento del radicalismo en varias partes del globo (ahí tenemos a Donald Trump y Vladimir Putin como los más claros y desafortunados ejemplos).
Apoyado por la lente del cinefotógrafo Dan Laustsen –con quien hizo mancuerna en la ya mencionada Crimson Peak– y con las sinfonías compuestas por el gran Alexandre Desplat, el director de El Laberinto del Fauno (2006) presenta sus ya conocidos ambientes enrarecidos y configura una nueva reivindicación de los marginados mediante sus personajes discriminados ya sea por su género (Elisa), raza (Zelda), edad (Giles) o especie (el hombre anfibio), lanzando con ello un claro y contundente mensaje de aceptación de la diversidad. Y por si fuera poco este discurso, del Toro también se da el lujo de escribir con luz y movimiento una carta de amor al mundo del celuloide, al cine musical especialmente y a su poder evocador y de ensoñación. Ganadora del León de Oro a la Mejor Película en el pasado Festival de Cine de Venecia, The Shape of Water es la pieza de del Toro más sofisticada y madura hasta la fecha, pues no sólo vuelve a presentar a un personaje femenino como absoluto protagonista, sino que lo delinea psicológicamente con más complejidad. Estamos ante una heroína con delicadeza y sensibilidad aunada a su fortaleza y tenacidad, y por primera vez en su filmografía, el cineasta se arriesga a explorar la sexualidad de su protagonista sin tapujos; de ahí que podamos ver a Elisa masturbándose en su bañera como parte de su rutina hogareña antes de alistarse para ir a trabajar, y por otro lado tenemos el contacto sexual que ésta tiene con el hombre anfibio en una de las secuencias más hermosas jamás filmadas bajo el agua. The Shape of Water es una tierna historia romántico-fantástica encapsulada en un bizarro cuento de hadas para adultos; un nuevo homenaje a los freaks, a los raros, a los inadaptados, a los perdedores y a la clase trabajadora bajo el incomparable estilo del mejor y más talentoso cuentacuentos cinematográficos que nos ha dado nuestro país.
L
a ganadora de la Palma de Oro a la mejor película en Cannes presenta una serie de subtramas con un variopinto abanico de personajes que, sin embargo, se ven ligadas por uno solo de ellos: Christian (Claes Bang), un curador en jefe de un importante museo de arte contemporáneo en Estocolmo en el que está próxima a inaugurarse la instalación que da nombre a la película; se trata de una pieza de la artista Lola Arias que, en teoría, es una representación de la seguridad, la confianza y la igualdad entre individuos en los espacios públicos. Sin embargo, luego de ser víctima de robo en la calle y perder su billetera y celular en un elaborado performance ideado por los criminales, Christian busca justicia de una manera poco ortodoxa y su vida comienza a tambalearse, se fractura y finalmente se derrumba en lo emocional, sexual, familiar y laboral. Su agobio y obsesión por recuperar su celular y billetera llega a tal grado que da el visto bueno a una campaña para promocionar la instalación de Lola Arias sin revisar a detalle la propuesta de la inexperta agencia de publicidad contratada, por lo que la desafortunada campaña sale a la luz con devastadoras consecuencias para la imagen pública del museo. Mediante una serie de situaciones que nos provocan reacciones que van desde la hilaridad hasta la incomodidad –especial atención a las secuencias donde interviene la reportera estadounidense Anne (encarnada por la sensa-
cional Elisabeth Moss) y sobre todo su encuentro sexual con Christian–, The Square propone un salvajismo inteligente contra el esnobismo del mundo del arte y de la creencia de la superioridad dentro de la sociedad en general. Una colección de ideas que, bajo un tono cómico sombrío y cáustico, hacen pedazos a las altas esferas de la burguesía, a su elitismo y su desprecio por el otro. Östlund presenta al arte contemporáneo como una forma de provocación vacía, una forma de expresión en la que se refugian los snobs y que finalmente se convierte en un comercio mercantilista en manos de una mafia. La sobreintelectualización y la amplitud de criterio burgués no es más que una pose social completamente inútil y pronto se sucumbe cuando se apoderan de ellos los más primitivos instintos como la ira, la lujuria y la territorialidad, como bien lo pone de manifiesto el performance del hombre simio. El director sueco que hace tres años nos entregó una mordaz y elegante disección de los instintos humanos bajo el nombre Force Majeure (2014), vuelve de manera contundente y con un despiadado ataque en forma de ácida comedia que, aunque posee un final que se extiende de manera innecesaria, utiliza su imbatible fuerza metafórica para realizar una crítica a los constructos sociales que, seguramente, incomodará a cierto sector del público. Imprescindible.
Y
orgos Lanthimos está de regreso; así que ya pueden empezar a temblar. Y es que no importan todas las advertencias que les podamos dar, su nueva película volará la cabeza de todo aquel que se atreva a ponerse frente a ella. The killing of a sacred deer tiene como protagonista a Steven Murphy (Colin Farrell), un eminente cirujano de Cincinnati casado con Anna (Nicole Kidman), una oftalmóloga con una excelente reputación. La felicidad de la familia Murphy –completada por sus hijos Kim (Raffey Cassidy) y Bob (Sunny Suljic)– se ve amenazada por Martin (Barry Keoghan), un adolescente de dieciséis años al que Steven ha decidido tomar bajo su protección luego de que su padre falleciera mientras le practicaban una cirugía. La relación entre el médico y el chico ha ido tornándose incómoda ante la insistencia de Martin de pasar más tiempo juntos; y la negativa de Steven ante las cada vez más extrañas peticiones de su protegido –como que comience a salir con su viuda madre interpretada por Alicia Silverstone– causa que su vida se venga abajo cuando su familia comienza a padecer extraños trastornos que les impide caminar y comer, lo que inevitablemente los guiará a la muerte. Partiendo de esta premisa, Lanthimos y su recurrente compañero guionista Efthymis Filippou echan mano de elementos de la tragedia griega –Ifigenia en Áulide, de Eurípides– y de pasajes del antiguo testamento –«Abraham, ¡sacrifica a tu hijo!»– para ir desarrollando una serie de situacio-
nes cada vez más absurdas, bizarras y perturbadoras que, bajo la maestría del cineasta griego, nos llevaran hasta el límite de la tensión con una narrativa de precisión quirúrgica y con un estilo que emula al maestro Stanley Kubrick, no sólo por su puesta en escena con elegantes travelings, acercamientos casi imperceptibles e insidiosa música incidental, sino porque retoma la idea de una pareja de médicos –como en su última película, Eyes Wide Shut (1999), donde no es casualidad que también haya participado Nicole Kidman– que se enfrenta a una crisis matrimonial causada por una extraña fuerza o motivación externa. «¿Qué hacer cuando descubres que tu vida no te pertenece?» Es la pregunta que proyecta su larga y ominosa sombra sobre el protagonista y su familia; burgueses que ven cómo su perfecto sueño americano se desmorona a consecuencia de las imprudentes decisiones y acciones del padre que se han materializado en la figura de Martin. Así nos encontramos con que Lanthimos presenta su tesis sobre el sacrificio, la redención y la justicia bajo la forma de una macabra fábula que recupera las enrarecidas atmósferas del más salvaje Haneke y sus originales Juegos Sádicos (Funny Games; 1997) con todo y la familia a merced de una escopeta en su preciosa sala. En The killing of a sacred deer, el cineasta griego continúa con su tradición fílmica de llevarnos al punto límite de nuestra ansiedad y logra que al final agradezcamos por una experiencia cinematográfica tan desagradable como placentera.
D
arren Aronofsky nunca ha sido un director complaciente, y la mejor muestra de ello la podemos encontrar recurriendo a su personalísima visión del episodio bíblico del diluvio: Noah (2014). Se trata de un relato ambiguo sobre la relación Hombre-Dios-Naturaleza con un claro discurso ambientalista y feminista que indignó a muchos creyentes por sus cuestionamientos a los dogmas de fe y que ahora, tres años más tarde, retoma en “mother!”, un inquietante thriller psicológico cargado de simbolismos y alegorías bíblicas que hace una mordaz crítica no sólo hacia la figura del ser supremo, sino a la humanidad entera. mother! se presenta en clave de terror y suspenso en su primera mitad, donde conocemos al matrimonio protagonista interpretado por Javier Bardem y Jennifer Lawrence: él es un admirado poeta que se encuentra en medio de una grave crisis creativa que le ha impedido escribir una sola línea en años; ella una chica que está terminando de reconstruir la muy apartada casona que habitan tras haber sido arrasada en un incendio. La tranquila existencia de la pareja –cuya unión parece estar sustentada en la costumbre y en la tolerancia más que en el amor– se pone a prueba cuando al lugar llegan inesperadamente un par de personajes: un hombre y su mujer, encarnados respectivamente por Ed Harris y Michelle Pfeiffer, a los que su esposo extrañamente invita a quedarse el tiempo que deseen. Esto desencadena una serie de situaciones en las que Aronofsky aborda el tema de la obsesiva creación artística, y mediante el uso constante de simbolismos, hace alegorías a pasajes bíblicos como la creación del paraíso, la tentación del fruto prohibido, la expulsión de Adán y Eva, el fratricidio perpetrado por Caín, y hasta el Diluvio que purificó la tierra para el prometedor surgimiento del nuevo hombre: «Yo me encargo del Apocalipsis», dice la recién fecundada
madre naturaleza al también recién inspirado creador que trabaja absorto en su nueva obra literaria/divina. Pero es a partir de este renacer de la humanidad –representado en el embarazo del personaje de Jennifer Lawrence–, que el director da un dramático volantazo a la historia para convertir su inicial filme de terror en un salvaje drama psicológico con el que expande y profundiza sus discursos ambientalistas y feministas ya explorados en su anterior filme. Esta metafórica representación de la biblia es una denuncia contra el machismo, el patriarcado y la sumisión femenina, a la vez que desliza una mordaz crítica contra la vanidosa y egoísta figura de un dios (Bardem) que sólo quiere ser amado y venerado por una humanidad de corrupta condición que usa y abusa –en más de un sentido– de la madre naturaleza (Lawrence). Aronofsky se sacude las comparaciones con el clásico Rosemary's Baby –aunque son evidentes sus influencias de Polanski– y configura mother! con una autenticidad pocas veces vista en la industria fílmica hoy en día. Con el apoyo del sensacional manejo de cámara de su recurrente cinefotógrafo Matthew Libateque y la enigmática musicalización creada bajo la supervisión del gran Jóhann Jóhannsson, el director de Black Swan (2010) entrega, como es habitual, una cinta formalmente impecable enfocada en crear una experiencia visceral para el espectador. Como resultado de su séptimo largometraje, tenemos una verdadera obra de autor que pone de manifiesto su total libertad creativa para representar en ella todas sus inquietudes e incomodidades tanto en el aspecto social como en el de los dogmas represores; estamos sin duda ante la película hollywoodense más contundente, radical, subversiva y desafiante del año, y posiblemente de lo que llevamos de esta década... y eso no es decir poca cosa.
E
l llamado «cine de género» –término acuñado para englobar al cine de terror, fantasía y ciencia ficción– suele ser desacreditado y despreciado por los snobs del mundo de la cinematografía. Sin embargo, los más grandes maestros del celuloide han demostrado que la calidad de un filme no es determinada por el género cinematográfico al que pertenece y nos han obsequiado obras maestras con las que han demostrado que una película de horror puede ser tanto o más inteligente que cualquiera drama existencial, y que una película de ciencia ficción puede desentrañar la naturaleza humana tanto como cualquier thriller psicológico o que el más académico de los documentales biográficos. El cineasta noruego Joachim Trier regresa al cine nórdico luego de haber debutado en el cine angloparlante con el soberbio drama familiar Louder than bombs (2015) e incursiona en el cine de género con una historia original coescrita junto con su habitual colaborador Eskil Vogt. La premisa de Thelma nos remite a los grandes clásicos del horror literario y cinematográfico de finales del siglo pasado y sigue los pasos de la chica del título (interpretada por Eili Harboe, una de las mayores revelaciones del año), una postadolescente que se descubre poseedora de increíbles pero aterradoras habilidades que detonan con sus crisis emocionales, y con su ingreso a la universidad y la relación íntima que entabla con Anja (Kaya Wilkins), una de sus compañeras de clase, hacen que su equilibrio emocional colapse y los desastres comiencen a tener lugar en el campus mientras padece de ataques que parecen indicar el inicio de una severa epilepsia. Criada en un remoto pueblo costero por sus ultraconservadores y sobreprotectores padres cristianos –quienes no dejan de llamarla constantemente y monitorean sus horarios de clase a través de internet– , Thelma, ahora en Oslo, lucha contra los sentimientos de amor hacia su compañera y se atormenta pidiendo fervientemente a Dios que la libre de sus «pecaminosos» pensamientos y emociones.
El director que sorprendió con su ópera prima –Reprise (2006)– hace más de una década, retoma sus habituales tópicos como el éxito profesional/académico y las crisis emocionales/psicológicas causadas por el estrés y el miedo de no estar a la altura de las expectativas, y de una manera similar –pero mucho más sofisticada– a lo propuesto por Julia Ducournau con su sobresaliente debut Raw (2016), Joachim Trier disecciona también un despertar emocional y sexual durante la postadolescencia en un ambiente universitario que pone a prueba el nivel de autocontrol de la verdadera naturaleza de su protagonista. Thelma, al igual que Justine (Garance Marillier), se han encontrado lejos de casa con un nivel de libertad que les es muy difícil controlar sin la supervisión de sus extremadamente sobreprotectores padres, quienes son los únicos que parecen conocer el oscuro secreto de la naturaleza de su hija. La película va más allá de los señalamientos hacia el cristianismo –y derivados– como religión culpígena y principal represora de la autorrealización; el director propone una tesis sobre la sanación emocional, el autoconocimiento para dominar nuestros impulsos y mediante su dominio alcanzar la verdadera libertad. Thelma –la elección de Noruega como su representante en la carrera Oscar para conseguir una nominación como Mejor Película Extranjera– es un brillante ejercicio de estilo de un autor que sigue evolucionando en el camino de encontrar su propia voz. La propuesta de Joachim Trier es cine sofisticado de altos vuelos, un nuevo esfuerzo fílmico de extraña pero fascinante mezcla de horror y existencialismo inspirado por Stephen King, Albert Camus, Andréi Tarkovski y Brian De Palma; este drama lésbicoreligioso-sobrenatural se desmarca de la filmografía previa del cineasta y se convierte en toda una experiencia fílmica que se inscribe de manera instantánea en la lista de lo mejor del año.
B
asada en la obra de teatro In moonlight black boys look blue (A la luz de la Luna los chicos negros se ven azules) de Tarell Alvin McCraney –de ahí que se presente de manera episódica–, el director Barry Jenkins ofrece con su segundo largometraje una intimista aproximación a la vida del afroamericano Chiron. Narrada a través de su propia voz, pero prescindiendo de descripciones verbales que comúnmente resultan reiterativas, el protagonista nos permite acompañarle e involucrarnos en tres episodios decisivos en distintas etapas de su vida: infancia, adolescencia y madurez. I. Little Con nueve años de edad «Little» (Alex Hibbert) se enfrenta al acoso escolar y a la adicción a las drogas de su madre Paula (Naomie Harris), encontrando como únicos refugios una incondicional amistad con su compañero Kevin (Jaden Piner), quien intenta enseñarle a defenderse de los chicos mayores, y en la inusitada la relación paterno-filial que entabla con Juan (Mahershalla Ali), un inmigrante cubano y narcotraficante local que lo acoge en su casa junto a su novia Teresa (Janelle Monáe). Sin embargo, no tardamos en descubrir que Juan, es un personaje contradictorio, pues mientras por un lado se convierte en una suerte de mentor/protector, por otro lado se descubre altamente responsable del violento entorno en el que vive Little. II. Chiron A los 15 años de edad Chiron sigue lidiando con las adicciones de su madre y encuentros casuales con desconocidos; además, sigue como víctima de bullying al ser acosado ahora por ser gay. En esta etapa tiene su primer contacto homosexual con su mejor/único amigo Kevin (Jharrel Jerome), pero una inesperada y
violenta tragedia cambia el destino de ambos y Chiron se enfrenta al primer cisma de su vida. III. Black Muchos años después, Chiron (Trevante Rhodes) se ha transformado radicalmente, ahora es un musculoso y respetado narcotraficante que se hace llamar «Black» y ha adoptado el estilo de vida de su otrora protector Juan en las calles de Georgia, Atlanta; sin embargo, la apariencia pronto se delata una simple coraza, aún continúa acechado por los fantasmas del pasado y ocasionalmente aún se asoman atisbos de su retraída personalidad que le impide expresar sus sentimientos. Una noche recibe una inesperada llamada de Kevin (Andre Holland). Moonlight viene catalogada como «una película gay», pero Jenkins va mucho más allá de presentar una historia sobre el despertar homosexual de un chico afroamericano; nos ofrece un dedicado estudio del protagonista, y a través de éste, desarrolla una tesis que, bajo la forma de un sensible melodrama, transforma la personalísima anécdota de la construcción de la personalidad de Chiron a lo largo de su vida, en un retrato universal sobre la familia, el perdón y soledad del ser humano en la perpetua búsqueda de identidad y de un lugar al cual pertenecer. Se trata de un sofisticado relato intimista que comparte el nostálgico espíritu de otros dramas de parejas homosexuales como Happy Together (1997), Brokeback Mountain (2005), Weekend (2011), y más recientemente la excelsa Carol (2015). La fotografía del experimentado James Laxton, con quien Jenkins ya había trabajado en su opera prima Medicine for Melancholy (2008), da como
resultado una propuesta formalmente impecable. El resultado estético es una radical separación de las folclóricas postales de la Florida y, por el contrario, retrata los violentos barrios bajos de Miami mediante un elegante y sofisticado uso del claroscuros y colores vibrantes que, junto con el melancólico score compuesto por Nicholas Britell y la muy inspirada curaduría musical –tenemos desde Mozart hasta, Caetano Veloso, pasando por Boris Gardiner y Barbara Lewis– funcionan a la perfección como muletas emocionales de las experiencias de Chiron. Con el recurrente uso de close ups, la lente de Laxton captura gestos, miradas y largos silencios que tienen más resonancia que cualquier palabra enunciada, y la gran carga pictórica que posee su preciosista estilo visual logra integrar secuencias con alto grado de lirismo entre su predominante tono realista y sombrío. Moonlight es una película cruda, dura y sin condescendencias, pero a la vez romántica y emocional que busca alejarse de los clichés y derribar estereotipos relacionados con las minorías afroamericana y LGBT. Plagada de personajes complejos trazados con delicadeza pero con contundencia, Jenkins ha creado mucho más que un ejercicio de estilo, una pequeña gran joya cargada de alegorías sobre la soledad que se vive cuando se busca de un lugar en el mundo, y con sutileza alcanza una brutal potencia emocional hasta el desenlace más humano y emotivo en años recientes. Sin duda alguna estamos ante el imprescindible melodrama del año y que llega ya a nuestras pantallas con decenas de reconocimientos, entre ellos el Globo de Oro a la Mejor Película (Drama), y ocho nominaciones al Oscar –incluyendo Mejor Película– bajo el brazo.
T
res décadas y media después de redefinir la ciencia ficción cinematográfica, Ridley Scott regresa con la anticipada secuela de Blade Runner (1982), pero ahora fungiendo sólo como productor y con el cineasta canadiense Denis Villeneuve ocupando la silla de director, quien propone una personal continuidad a ese futuro inspirado por el relato Do androids dream of electric sheep? del maestro de la ciencia ficción literaria Philip K. Dick. Blade Runner 2049 nos vuelve a sumergir en la distopía treinta años después de los sucesos del filme original en la misma ciudad de Los Ángeles, una megaurbe que, ahora con lluvia y nieve perpetua, luce grisácea y fantasmal. En ese apocalíptico mundo «vive» K (Ryan Gosling), un replicante programado para dar cacería a los fugitivos de su propia especie y en cuya más reciente misión –«retirar» al replicante encubierto Sapper Morton (Dave Bautista)– descubre un secreto que lo involucra directamente y que pone en riesgo el status quo, especialmente cuando el magnate Niander Wallace (Jared Leto) resulta sumamente interesado en descubrir todo sobre ese secreto para poder perfeccionar su más reciente línea de replicantes y así tomar el control como la nueva especie dominante. Esta secuela posee el gran presupuesto habitual de los blockbusters contemporáneos, pero con $150 millones de dólares Villeneuve manufactura cine de autor de gran envergadura y rehuye de la salida fácil de volver a contarnos la misma historia como lo han hecho ya otras propuestas de la ciencia ficción hollywoodense como Jurassic World (2015) y Star Wars: Episode VII (2016), las cuales sólo maquillaron un guión que era, en esencia, la misma historia que les dio origen. Y es que, por el contrario, aunque Blade Runner 2049 podría ser considerada una secuela innecesaria –pues la película original era redonda–, la historia que nos narra se siente orgánica y es completamente consecuente con las hipótesis planteadas en la cinta original como la esclavitud, el dilema existencial, el libre albedrío y el nacimiento de la conciencia más allá de la programación, y se atreve a llevarlas un paso más allá; aquí ya no se trata del shakespeariano ser o no ser, sino del ser y del querer ser, para luego descubrir no ser lo que se pensaba pero tomar con-
ciencia de un libre albedrío, de un poder de elección para ser algo más. Más allá del nacimiento de la conciencia, esta secuela gira en torno la construcción de la identidad mediante la memoria y su veracidad; el saberse replicante, saberse artificial con una mentira como base de su «vida», pero también saberse con la posibilidad de labrar un camino propio, uno que es diametralmente opuesto al ya recorrido. Además, Blade Runner 2049 nos plantea una aproximación a las necesidades emocionales de los replicantes, proponiendo el tema de una intimidad con una inteligencia artificial sin forma física –Joi (Ana de Armas)–, algo ya explorado cinematográficamente como en la propuesta reciente de Her (2013), de Spike Jonze, pero que aquí toma un sentido distinto al ser un replicante y no un humano como Theodore (Joaquin Phoenix) quien entable una relación sentimental con un software avanzado. En cierto sentido, K se convierte en el nuevo Roy Batty (Rutger Hauer), un replicante en busca de su origen y destino, y es ahí donde Rick Deckard (Harrison Ford) reaparece, y junto con el nuevo Blade Runner prófugo ensamblarán las piezas del rompecabezas que los une. El discurso formal con las composiciones visuales de larga duración propuestas por el siempre magnífico lente de Roger Deakins –quien ya había colaborado con Villeneuve en Prisoners (2013) y Sicario (2015)–, y las composiciones a cargo de Hans Zimmer y Benjamin Wallfisch –quienes no temen en ningún momento emular al espíritu de Vangelis pero con una impronta personal– logra dar una continuidad natural a las atmósferas de la película original, pero agregando la violencia que inevitablemente ha adquirido este mundo distópico a lo largo de tres décadas; ese mundo en el que siguen gobernando las corporaciones, donde la tecnología y el capitalismo alcanzan niveles cada vez más invasivos, y la manipulación genética no sólo se requiere para replicar humanos esclavos de mente, sino también como una herramienta para replicar el alimento que nos permitiría sobrevivir. Blade Runner 2049 funciona como digna secuela de una obra maestra. El director de Arrival (2016) nuevamente ha creado una película de impecable factura y excepcional desarrollo narrativo que, de la misma manera que ocurrió con la película protagonizada por
Amy Adams y Jeremy Renner un año atrás, se erige como un clásico instantáneo de la ciencia ficción fílmica del nuevo milenio y que, como la obra original a la que da continuidad, se convertirá en un título de culto imprescindible.
D
os décadas atrás, mientras viajaba hacia Texas atravesando lo profundo del sur estadounidense, el director de cine y teatro Martin McDonagh vio un par de mensajes en unas vallas publicitarias que exigían rabiosamente a la policía local la resolución de un crimen. La anécdota quedó en su memoria y finalmente hace un par de años la retomó para su cuarto largometraje: 3 billboards outside Ebbing, Missouri. «¿Qué dolor tan fuerte podría provocar que alguien se atreviera a hacer algo así?» es la pregunta que McDonagh resolvió y a partir de ello desarrolló la historia de una madre que entabla una lucha sin cuartel contra las autoridades ante su incompetencia en el caso de crimen que le arrebató a su hija. Teniendo como protagonista a una Frances McDormand en estado de gracia –la primera y única opción que McDonagh siempre tuvo en su mente como protagonista–, la película se presenta con un descarado humor negro y un uso de la violencia de manera cínica muy al estilo de los hermanos Coen, y bajo ese tono sigue los desesperados pasos de Mildred Hayes, una madre divorciada que renta tres vallas publicitarias a las afueras de su pequeña comunidad para enviar un mensaje personal Willoughby (Woody Harrelson), el jefe de la policía, por el crimen no resuelto en el que su hija Angela (Kathryn Newton) fue víctima de abuso sexual y luego asesinada con brutalidad.
Con un notable trabajo de guión, McDonagh nos obsequia una película maravillosa que ofrece sorpresivas vueltas de tuerca pero que también resultan consecuentes tanto con la evolución de la trama como con la naturaleza de los personajes, por lo que jamás se sienten improbables o fuera de lugar. Esta oscura comedia dramática sobre el perdón y la redención cuenta con unos personajes poseedores de una riqueza dramática que resulta inusual en el cine comercial; y aunque es verdad que la imparable madre protagonista es el personaje mejor construido, el resto de los protagonistas están delineados de una manera ejemplar. Se trata de personajes ricos en matices a los que el director utiliza para colocarlos en situaciones que le permitan deslizar mordaces y rabiosos comentarios sobre racismo, misoginia, homofobia y prácticamente cualquier forma imaginable de discriminación o violencia hacia alguna minoría. 3 billboards outside Ebbing, Missouri es un excepcional thriller tragicómico que engancha desde el primer minuto y logra un balance entre la emotividad y la hilaridad con sus ingeniosas situaciones y brillantes diálogos; consigue también ser emocionalmente desgarradora y nos enfrenta como espectador a las mismas disyuntivas éticas y morales de sus protagonistas. De esta manera, McDonagh ha colocado su cuarto largometraje entre los filmes imprescindibles del año.
L
a figura de la talentosísima patinadora artística sobre hielo Tonya Harding se transformó de una de las más aclamadas a una de las más repudiadas a nivel global luego de verse envuelta en un ataque a una de sus compañeras: la también célebre Nancy Kerrigan. La película I, Tonya, protagonizada extraordinariamente por la gran estrella Margot Robbie, explora la vida personal de la patinadora que, en 1991, se convirtió en la primera mujer estadounidense en lograr un triple salto Axel sobre hielo. Con un guión firmado por Steven Rogers con base en testimonios y entrevistas, y bajo la dirección de Craig Gillespie (responsable de Lars and the real girl; 2007), la cinta nos adentra en la difícil infancia, adolescencia y adultez de la patinadora, así como el violento incidente que hundió su carrera. I, Tonya presenta a su protagonista con unos cuantos años de edad siendo violentada física y emocionalmente bajo la educación de su estricta madre LaVona Golden (una extraordinaria Allison Janney), quien la lleva a clases de patinaje ante la insistencia de la pequeña y su talento innato; su infancia también estuvo marcada por el abandono de su padre, mientras que en la adolescencia conoció a su primer esposo Jeff Gillooly (Sebastian Stan), iniciando una relación que repetiría los patrones de conducta de violencia doméstica y codependencia emocional y quien sería uno de los involucrados en el ataque a Nancy Kerrigan. Sin embargo, la veracidad de los hechos reales tal como sucedieron es po-
co clara aún después de tantos años debido a las declaraciones contradictorias tanto de la patinadora como de sus familiares y todos los involucrados en el caso del ataque, de ahí que la película de la vuelta a los hechos y juegue bajo un tono cínico y fársico con las versiones de los que rodearon el incidente. Y aunque presentar la historia desde una perspectiva tragicómica es una decisión muy arriesgada si tomamos en cuenta que se trata de una «biopic» –género caracterizado por su solemnidad hacia el personaje a analizar–, la película sale victoriosa de esta decisión al conseguir un balance entre el drama y el humor negro con el que logra que comprendas el porqué de la personalidad de Harding y los motivos de sus explosivas reacciones. Pero la película también posee un subtexto sobre el éxito y fracaso de la patinadora en el mundo deportivo como una metáfora del progreso social; sin ser condescendiente con la protagonista, la película expone esos momentos cuando el talento deportivo no lo es todo y los deportistas son víctimas de un sistema hipócrita que, más allá del talento sobre el hielo, busca vender una imagen social y moralmente pulcra... aunque todo sea una mentira infame, y en ese esquema buscado por la comunidad deportiva, la imagen de chica «white trash» que reflejaba Tonya no tenía cabida. De esta manera, más allá de ser una propuesta biográfica sobresaliente a nivel actoral con Robbie, Jenney y Stan entregando interpretaciones de primer nivel, de ser visualmente audaz con la cámara in-
quieta de Nicolas Karakatsanis y narrativamente dinámica con constantes y cínicas rupturas de la cuarta pared que nos recuerdan al formato de House of Cards y su Frank Underwood, I, Tonya se erige además como una punzante crítica a la hipocresía del mundo deportivo. «Su Señoría: no tengo educación, el patinaje es todo lo que sé... Es todo lo que sé y no soy nadie si no puedo patinar. Sólo trato de hacer lo mejor en lo mejor que sé hacer. Prefiero ir a la cárcel pero déjeme seguir patinando» suplica Tonya Harding al escuchar la sentencia del juez en la escena más emotiva del filme en la que logra mostrar la vulnerabilidad de una mujer a la que la prensa y la opinión pública ya habían declarado como un monstruo. Al final, I, Tonya es una cinta que va más allá del estudio de una controvertida y contradictoria celebridad mediática, también lleva a cabo una cuidadosa disección de la miseria moral de una sociedad ansiosa por entregar su amor y lanzar su odio a la figura en turno; de ahí que la película también muestre cómo todo se olvidó cuando la sociedad y los medios encontraron, respectivamente, una nueva diana para ejercitar su odio y una nueva mina de oro: el caso O.J. Simpson. Con su sexto largometraje, Craig Gillespie ha logrado dar forma a uno de los biopics esenciales del nuevo milenio y su consolidación como realizador dentro del cine hollywoodense.
G
reta Gerwig se ha consolidado como una de las actrices y guionistas de comedia inteligente más reconocidas de cine indie y finalmente se aventura en solitario hacia la dirección luego de haber incursionado con Nights and weekends (2008) junto a Joe Swanberg. Su ópera prima –cargada de referencias autobiográficas– nos transporta a finales de 2002 para acompañar a Christine McPherson (Saoirse Ronan), una adolescente con inclinaciones artísticas que se hace llamar «Lady Bird» y que sueña con dejar atrás su barrio modesto para trabajar y vivir en alguna gran ciudad de la costa Este, pero que por el momento se ha mudado con su familia a Sacramento, California para estudiar su último año de preparatoria y buscar un lugar en alguna prestigiosa universidad. Pero aunque en la escuela parece todo marchar a la perfección –pronto se ha encontrado a una mejor amiga, Julie Steffans (Beanie Feldstein), y un novio con el que comparte su gusto por el teatro, Danny O'Neill (Lucas Hedges)–, la adolescencia siempre tiene preparadas varias malas jugadas en cuanto al despertar emocional y sexual; y las cosas tampoco resultan nada fáciles en relación con su familia, pues pelea constantemente con su madre Marion (Laurie Metcalf) y su hermano Miguel (Jordan Rodrigues), y aunque con el único con quien parece llevar una relación cordial es su padre Larry (Tracy Letts), éste ha perdido su trabajo y enfrenta una profunda depresión.
Lady Bird confirma el talento como guionista de Gerwig y la consolida como una cineasta auténtica que sabe retratar con sensibilidad la adolescencia femenina y su camino hacia la madurez. Cobijada por una modesta producción pero con mucha autenticidad, Gerwig se apoya en la fotografía de Sam Levy, el score de Jon Brion y en un soundtrack que rescata temas como Crash into me de Dave Matthews Band, Hand in my pocket de Alanis Morissette y Cry me a river de Justin Timberlake, para crear el ambiente necesario para desarrollar esta historia de autodescubrimiento personal. La ópera prima de Gerwig es esa historia que todos hemos protagonizado: la búsqueda de un camino propio que nos guíe hacia nuestro lugar en el mundo en una etapa marcada por el hastío de esa cotidianidad que, sin embargo, esconde algunos de los momentos más trascendentales que marcaran nuestra personalidad como adultos. Esta historia coming-of-age, de ritos de iniciación, es presentada de manera fresca, divertida y emotiva, con muchos toques de sinceridad pero sin escaparse de la mordacidad; sobresalen en ella los paralelismos entre la protagonista tratando de encontrar su camino y la propia Gerwig intentando encontrar su propia voz como cineasta.
L
os hermanos Ben y Joshua Safdie (Heaven knows what y Go Get Some Rosemary) están de regreso con su tercer largometraje de ficción, un histérico ejercicio de estilo que se inscribe entre las propuestas más auténticas y audaces del año. Good Time, película que de último minuto se unió a la competencia por la Palma de Oro en la pasada edición del Festival de Cannes, parte de un fallido atraco perpetrado por Constantine 'Connie' Nikas (Robert Pattinson) y Nick (el mismo Ben Safdie), su hermano con retraso mental que es atrapado en su huida por la policía, obligando a Connie a iniciar una odisea para conseguir el dinero de la fianza y sacar a su hermano de prisión. Siendo deudora del cine underground ochentero del maestro Martin Scorsese –no es casualidad que la premisa evoque a la muy menospreciada After Hours (1985), en la que el genio neoyorquino nos coloca junto al protagonista arrastrado por una caótica espiral de desafortunados acontecimientos y conociendo a personajes estrambóticos– y el anarquismo de Abel Ferrara, la película no logra escapar de las convenciones del género; de hecho, ni siquiera lo intenta, y por el contrario, sus artífices toman dichas convenciones para manipularlas bajo las reglas de su universo y con su estilo crean una propuesta de gran frescura y autenticidad. Good Time es una película sustentada en su estimulante, realista y agresivo
aspecto audiovisual construido a partir de la insidiosa e inquieta lente de Sean Price Williams con recurrentes y claustrofóbicos close up y sus constantes juegos cromáticos, lo cual, aunado a la estridente composición musical del músico Daniel Lopatin –bajo su conocido pseudónimo Oneohtrix Point Never–, logra la construcción de un implacable ambiente que atrapa al espectador de forma instantánea, lo toma bajo su control y lo sacude constantemente para someterlo a la misma angustia, desesperación y frustración que enfrentan los protagonistas ante su imprevisible destino. Good Time es un coctel audiovisual que nos inyecta adrenalina constante para estimular una inmersiva experiencia que cada vez es más difícil encontrar en una sala cinematográfica. Los hermanos Safdie no sólo han logrado hacer actuar a Robert Pattinson –quien aquí entrega el mejor papel de su carrera: una interpretación llena de matices de un paria acorralado por la vida y urgido de un modo de supervivencia–, sino que han creado con este intenso y visceral thriller urbano un clásico de culto instantáneo capaz de deslizar entre líneas algunos comentarios políticos, sociales e incluso psicológicos en medio de su trepidante ritmo, logrando de esta manera que se una otros imprescindibles y frenéticos títulos contemporáneos como Lola Rennt (1997), de Tom Tykwer.
U
n niño no deseado y unos padres que nunca se amaron y que buscan ahora alejarse el uno del otro para recomponer sus vidas son los tres personajes principales de Loveless, el nuevo drama social con el que el cineasta ruso Andrey Zvyaginstev expande su filmografía tras su multipremiada Leviathan (2014). Al igual que en el filme nominado al premio de la Academia como Mejor Película Extranjera, el director vuelve a colaborar con Oleg Negin en la escritura del guión donde la Rusia contemporánea queda nuevamente expuesta como una nación con un tejido social moralmente decadente a través del relato emocionalmente duro y hostil sobre Zhenya (Maryana Spivak) y Boris (Alexei Rozin), un matrimonio fallido cuyos integrantes buscan avanzar con sus vidas al lado de sus respectivas nuevas parejas, pero cuyo hijo en común, Alyosha (Matvey Novikov) es un obstáculo para lograrlo, pues ninguno quiere hacerse cargo del niño; no lo quisieron al nacer y no lo quieren ahora... y él lo sabe, lo ha escuchado de los propios labios de sus padres en una de tantas madrugadas de histéricas discusiones. Alyosha decide huir de casa.
La desaparición del niño y la búsqueda que emprenden sus padres es el detonante que utiliza Zvyaginstev para tomar el pulso moral de su sociedad. Agregando elementos narrativos pertenecientes al thriller, el director ruso disecciona las personalidades de los padres por separado y su rampante moralidad: por una parte, Zhenya es una mujer que nunca quiso ser madre; su embarazo la tomó por sorpresa y el rechazo que sintió por Alyosha desde antes de su nacimiento fue tal que ni siquiera produjo leche para su periodo de lactancia y ahora pretende deshacerse de él dejándoselo a su padre mientras ella reinicia su vida al lado de un hombre un tanto mayor que ella pero de un nivel socioeconómico alto. Por otra parte, Boris tiene miedo de que su problemático estado marital y su inminente divorcio sean del conocimiento en la empresa donde trabaja, pues su estúpido reglamento interno niega empleos a personas divorciadas y sin hijos, por lo que intenta mantener todo en secreto para no perder la estabilidad económica mientras pone fin a su matrimonio con Zhenya y se casa con su nueva y más joven pareja con la cual ya está esperando un hijo para conformar una nueva familia en la cual,
por supuesto, Alyosha no tiene cabida. Zvyaginstev se apoya en la hermosa fotografía de Mikhail Krichman y las composiciones sonoras de Eugueni Galperine para crear un ambiente melancólico y frío para su tesis sobre la deshumanización que supone Loveless, filme elegante y poético en el que también hace apuntes sobre la enajenación tecnológica y las ególatras aspiraciones sociales de una clase media rusa: las selfies que se toma Zhenya mientras se hace un cambio de look; las fotografías que toma a su platillo gourmet en el restaurante junto a su nueva pareja; Boris enajenado frente a la pantalla viendo las noticias y olvidando tanto a su nuevo hijo que juega frente a él como a su primogénito desaparecido; las selfies de su nueva novia mientras hace las compras para formar un nuevo hogar en pareja. Loveless es una visualmente sofisticada radiografía social, y aunque quizás tiene un menor calado político que su filme previo, se trata una propuesta inquietante y desoladora con la que el cineasta ruso posiblemente más reconocido actualmente hace de este fracturado microcosmos familiar una pesimista alegoría de la podrida, inhumana, violenta y cruel Rusia contemporánea.
E
l séptimo largometraje de la cineasta húngara Ildikó Enyedi presenta un improbable romance entre dos «outsiders» en un entorno frío y un tanto hostil, pero a partir de allí logra una cálida alegoría de la búsqueda del amor. On Body and Soul nos adentra a las instalaciones de un matadero de reces donde Mária (Alexandra Borbély) comienza a trabajar como supervisora de calidad de la carne que ahí producen; los chismes, rumores y bromas sobre ella aparecen casi de inmediato, pues por su padecimiento de síndrome de Asperger carece de habilidades sociales, es incapaz de establecer contacto físico y se enfoca solamente en llevar a cabo sus labores de la manera más eficaz, lo cual no le resulta difícil, pues tiene una capacidad de percepción, análisis y memoria casi sobrehumana. Por otro lado, Endre (Géza Morcsányi), su jefe, es un hombre con su brazo izquierdo incapacitado que, por razones personales y traumas de su pasado, se aísla en su oficina y evita cualquier interacción social, pese a los reclamos de sus trabajadores de no involucrarse con los problemas habituales de la empresa; sin embargo, ha comenzado a sentir cierta fascinación por Mária, y durante uno de los almuerzos, intenta acercarse a ella
para conocerla, aunque la movida resulta infructuosa por la personalidad de la chica. Un pequeño crimen dentro de la empresa obliga a Endre a realizar un examen psicológico a sus trabajadores y a él mismo; como resultado de este test se revela que tanto Mária como él han compartido sueños en más de una ocasión –son ciervos que se encuentran junto a un pequeño lago y practican rituales de seducción–; la extraña conexión emocional onírica hace que acerquen en la realidad e intenten transformar esa conexión en algo tangible. La premisa de On Body en Soul puede parecer extraña o incluso absurda, pero la cineasta sabe cómo aterrizar todos esos elementos sobrenaturales y metafísicos en un ambiente real. Enyedi sabe sacar el mayor provecho de las postales en movimiento capturadas por el lente de Máté Herbai y de las partituras del score compuesto por Adam Balazs, creando con ello una atmósfera intimista y de calidez a pesar de la frialdad tanto por la localización geográfica del escenario donde ocurre la trama como por las interacciones personales de los protagonistas; pero para ello también resultan esenciales los trabajos histriónicos de los protagonistas, pues tanto Borbély como Morcsányi
logran interpretar con naturalidad a dos marginados emocionales con carencias afectivas que emprenden, de manera personal y con su propia metodología, una odisea en busca del amor. Alejándose radicalmente de los derroteros que el cine romántico industrializado suele explorar, Enyedi crea un entramado romántico atípico con una profunda y dolorosa carga emocional pero sin recurrir en ningún momento a sensiblerías e incluso se atreve a presentar un momento de gran crudeza en el tercer acto del filme que sería impensable que apareciera en algún producto romántico genérico de Hollywood. Melancólica, poética, inquietante y seduc-tora, son sólo algunos de los adjetivos con los que podemos calificar a On Body and Soul, cinta ganadora del Oso de Oro a la Mejor Película en la pasada edición de la Berlinale y que es, por mucho, una de las propuestas más originales y auténticas del año al utilizar un improbable romance entre dos inadaptados y una sincronización onírica acompañada de un empalme emocional para hablar sobre la búsqueda del amor, la soledad patológica, la importancia de las conexiones emocionales y el cómo a veces sacrificamos éstas en pos de una unión en el plano físico.
D
urante las poco más de dos décadas de carrera cinematográfica, la filmografía del escocés David Mckenzie ha ido haciendo escalas en distintas fusiones de géneros que van desde la comedia dramática –The Last Great Wilderness (2002)–, el drama criminal –Young Adam (2003)– y el thriller romántico –Hallam Foe (2007)–. En sus últimas películas ha seguido explorando territorios disímiles entre sí como los de la ciencia ficción romántico-apocalíptica con Perfect Sense (2007), el de un romanticismo sui generis con You instead (2011) y el drama social con Starred Up (2014); ésta última caracterizada por exponer un tema socialmente relevante: los fallos del sistema penitenciario británico, y ahora, con su más reciente producción, Mackenzie se ha estacionado en el drama criminal en clave de western inyectando además comentarios sociopolíticos sobre las empresas bancarias en la Norteamérica profunda. La trama de Hell or High Water presenta a Toby Howard (Chris Pine) y Tanner Howard (Ben Foster), un par de hermanos –un padre divorciado y un ex-presidiario recién liberado– que deciden comenzar con una serie de robos bancarios para conseguir de esta manera el dinero que les permitiría liquidar una enorme deuda con un banco que podría arrebatarles la granja familiar que con sacrificio y esfuerzo fue levantada desde cero y representa la
única herencia de su madre recientemente fallecida. A la par, la película nos presenta a Marcus (Jeff Bridges) y Alberto (Gil Birmingham) un par de rangers texanos que comienzan las investigaciones de los robos bancarios y la persecución de los asaltantes; y es de esta manera que el guión de Taylor Sheridan –recordado por el guión de Sicario (2016), de Denis Villeneuve– va entretejiendo este polvoriento juego del gato y el ratón que, aunque se cocina a fuego lento, posee un ritmo narrativo trepidante que de manera notable entreteje las secuencias de acción con las correspondientes escenas del drama familiar e íntimo de los personajes. Como ya lo hiciera con Starred Up, Mackenzie pone bajo la lupa los fallos de los sistemas políticos, económicos y sociales, y en este caso, el blanco de los mordaces comentarios lanzados en Hell or High Water son las vampíricas corporaciones bancarias que endeudan a la población con sus créditos, y luego, de golpe, les arrebatan sus pocas posesiones cuando se encuentran imposibilitados para pagar la deuda que ha explotado a causa de los desproporcionados intereses. Así, la película va más allá de ser una exitosa mixtura de géneros y un eficiente thriller que mantiene siempre expectante al espectador en la butaca; se trata de una inteligente propuesta que con cada dosis de adrenalina también nos inyecta una serie
de cuestionamientos que nos llevan a encrucijadas éticas y morales no sólo sobre las compañías bancarias, sino sobre nuestros propios conceptos como el bien, el mal y la justicia, por lo que finalmente el discernir entre quiénes son los 'héroes' y quiénes 'villanos' depende enteramente de los valores e intereses de cada persona. Hell or High Water se presenta como una sofisticada pieza de ingeniería cinematográfica en la que convergen western, drama y thriller bajo el abrigo de una atmósfera crepuscular creada por la conjunción del sensacional score compuesto al alimón por Nick Cave y Warren Ellis y la lente de Giles Nuttgens –con quien vuelve a trabajar luego de Perfect Sense– y que se mantiene alejada completamente de la bucólica idealización de la vida campirana. Se trata de un relato de forajidos sobre la familia, la fraternidad, la lealtad y lo ambiguo de los conceptos "correcto" e "incorrecto"; una suerte de road movie con desérticas postales, varios giros inesperados en el camino y un espíritu sociopolítico melancólico cuya calidad formal y narrativa la han colocado ya como uno de los títulos más sobresalientes del año y que ha quedado inmediatamente inscrita como uno de los mejores filmes del subgénero neo-western, consiguiendo además cuatro nominaciones al Oscar, incluyendo Mejor Película. Imprescindible, desde luego.
L
a opera prima del prolífico cortometrajista y director teatral William Oldroyd tiene como protagonista a la sensacional revelación de Florence Pugh interpretando a Katherine, una joven de 17 años que vive angustiada por su matrimonio pactado por su despiadada familia con un hombre al que no ama –Alexander Lester (Paul Hilton)–, que le dobla la edad y que no la trata como su mujer, sino como un objeto que venía incluido con la compra de unos estériles terrenos. Cuando su marido debe ausentarse un tiempo, la chica conoce a Sebastian (el cantante Cosmo Jarvis en su segunda incursión en el cine), uno de los trabajadores de la inmensa finca de su marido, comenzando con este sirviente mulato un idilio amoroso que desata una fuerza interna en la chica, una fuerza que le brinda la confianza de comenzar a conseguir lo que ella más desea y que la volverá imparable. El guion de Lady Macbeth corre a cargo de la dramaturga Alice Birch, quien toma como base las líneas argumentales principales de la novela Lady Macbeth of the Mtsensk (1865), de Nokolái Leskov –la cual ya había sido adaptada para la gran pantalla por el
cineasta de culto Andrsej Wajda bajo el nombre de Obsesión Fatal (1962)–, pero traslada la historia de los originarios parajes rusos a la Inglaterra rural de la segunda mitad del siglo XIX y tomando como fuertes referencias a otras heroínas de época como Madame Bovary y Lady Chatterley. Lady Macbeth se presenta con una estética y un tono gothic-noir lograda a través de un cuidadísimo y estilizado diseño de arte y la sensacional fotografía de Ari Wegner, cuyo lente captura bellas postales basadas en encuadres simétricos y siempre otorgando el rol central de sus composiciones a la protagonista, la joven y aguerrida Katherine a la que las circunstancias van transformando en una mujer maquiavélica hasta el punto de la psicosis. Siguiendo la línea de Andrea Arnold con su versión fílmica de la novela Cumbres Borrascosas (Wuthering Heights; 1847), de Emily Brontë, y con pinceladas de suspenso al estilo «hitchconiano», Oldroyd ejecuta con maestría su discurso feminista mediante un juego macabro que tiene como meta liberarse de la opresión del patriarcado con ese magistral giro en su sorpresivo desenlace. Imprescindible.
Q
uiénes son los que jalan los gatillos?» es una de las preguntas que el cineasta Everardo González busca responder en su nuevo esfuerzo documental: La Libertad del Diablo, un trabajo cinematográfico que busca alejarse del retrato manido de la víctima de la violencia en nuestro país. Lo que el director pretende –y logra– es no sólo escuchar la voz de aquellos que han sufrido en carne propia las consecuencias de la infame «guerra contra el narco» iniciada en la administración de Felipe Calderón, sino también la de aquellos quienes violentan al país, quienes crean el terror pero que también son una forma de víctimas del sistema, de la impunidad y la corrupción. Premiado en la Berlinale, La Libertad del Diablo es un documento fílmico que crea su entramado a base de testimoniales directos a la cámara tanto de víctimas como de victimarios. Sin embargo, nunca somos capaces de verles el rostro, pues todos usan
máscaras color carne que se asemejan a las que usan quienes han sufrido de quemaduras en el rostro. La máscara, más allá de ser un audaz ejercicio estético, es también un símbolo de dolor y vergüenza, pero también de libertad. «Si se ve los ojos de la víctima no se jala el gatillo», se revela en el documental; por eso aquí los ojos –cristalinos, esquivos, vacíos...– son las ventanas que nos permiten asomarnos al interior de quienes han perdido a familiares y de quienes se los arrebataron, de quienes confiesan en ocasiones haber matado a personas «por sólo $200 pesos». Y aunque nos es negado el rostro de quienes presentan sus testimonios, la empatía es generada mediante los constantes close ups que escudriñan la mirada y las aterradoras vivencias, anécdotas y confesiones que nos comparten a detalle y con absoluta sinceridad gracias a la protección que brinda el anonimato. «¿Se merece el perdón una persona que ha quitado tantas vidas y ha
causado tanto dolor a sus seres queridos y familiares». Esta pregunta planteada en el último tramo del documental abre la puerta a un diálogo con el espectador, lo obliga a enfrentarse con su realidad y lo somete a una catarsis. Son las voces sin rostro las protagonistas de este nuevo ejercicio en el que se percibe la madurez de un cineasta que, ahora con el pulso más firme que nunca, nos ha entregado un material de urgente necesidad y gran relevancia social. La Libertad del Diablo confronta a la indiferencia que se ha convertido en la nueva arma letal en la atroz situación social actual; nos habla de cómo el contacto cotidiano con la violencia nos ha transformado en meros espectadores acostumbrados o indiferentes, pero también deja claro el rol de la sociedad como factor determinante para el cambio, como pieza clave para comenzar a construir un país diferente, una sociedad exigente que abandone toda indiferencia ante el sufrimiento del otro.
L
uego de su sorprendente debut cinematográfico con el imprescindible documental El lugar más pequeño (2011) –centrado en un pueblo salvadoreño que renace de las cenizas luego de ser arrasado por la Guerra Civil–, la documentalista mexico-salvadoreña Tatiana Huezo presenta un nuevo retrato social, pero en esta ocasión se adentra en la violenta realidad mexicana a través de la historia de dos mujeres que se han enfrentado a la ineptitud de las autoridades que han provocado que la impunidad gobierne a lo largo y ancho del país. Miriam Carbajal es una mujer encarcelada injustamente tras ser acusada de tráfico de personas. Fue utilizada como chivo expiatorio para purgar una condena que le correspondía al verdadero culpable que, evidentemente y para no perder la mexicanísima costumbre legal, sigue en libertad. Adela Alvarado, por otra parte, es una mujer payaso en un circo ambulante y que ha pasado más de diez años buscando a su hija desapareci-
da. Ante la exasperante ineptitud de las autoridades que no han movido un solo dedo para dar con el paradero de la chica, Adela ha iniciado la única investigación real para dar encontrar a su hija, quien presumiblemente fue víctima de la trata de blancas. Frente a la aberrante situación de inseguridad e impunidad que cubre todo el país, y ante las descarnadas historias particulares de estas dos mujeres, Tatiana Huezo opta por una propuesta formal que contrasta con la tempestad en la que viven atrapadas sus protagonistas. La cineasta no sólo nos regala un audaz ejercicio narrativo en el que entreteje los viajes personales de Miriam y Adela, sino que además utiliza las hermosas postales capturadas por la prodigiosa lente de Ernesto Pardo para brindarnos estimulantes y reveladoras secuencias cargadas de metáforas, un fenómeno por demás inusual en nuestro cine, especialmente dentro del género documental. De esta manera acompañamos a Miriam tras su salida de un penal ta-
maulipeco gobernado por el narcotráfico y en su recorrido de miles de kilómetros para regresar a su casa en Tulum; por otro lado, también viajamos con Adela, acompañándola en sus espectáculos circenses que le han servido como un refugio ante la terrorífica adversidad, y que ha encontrado en su perpetuo deambular un poco de protección ante las amenazas de muerte que ha recibido tan sólo por demandar justicia. “Tempestad" es un trabajo profundamente doloroso que, aunque se ciñe a las normas más elementales del cine documental para reflejar la sordidez de la realidad nacional, escapa siempre del alarmismo y la morbosidad, logrando por el contrario dar forma a una pieza visual de gran valor estético gracias a una sensibilidad y talento cinematográfico apabullante, una virtuosa manufactura y una enorme belleza lírica. Cine mexicano esencial de una talentosa cineasta a la que vale la pena seguirle la pista y estar atentos a sus prometedora incursión en el cine de ficción.
E
l responsable de la ya legendaria 'trilogía del Cornetto' -Shaun of the dead (2004); Hott fuzz (2007) y The world's end (2013)- está de regreso con una película de acción como ninguna otra. Baby Driver se gestó en la mente de Edgar Wright hace más de dos décadas, y aunque algunos destellos de su premisa se filtraron en sus trabajos previos tanto en la gran pantalla como en la realización de videoclips -Blue Song de Mint Royale sigue a un conductor de escape mientras sus compañeros roban un banco-, es hasta el día de hoy que su idea completa se materializa en cines. Cuando recién había llegado a sus veintes, Wright se obsesionó con Bellbottoms, de The Jon Spencer Blues Explosion, y siempre pensó que el track sería el ideal para un atraco y una persecución; y es precisamente con esta secuencia de robo y escape alguna vez idealizada con la musicalización de la pista incluida en el álbum Oranges que el director arranca su nueva producción. Se trata de una secuencia de poco menos de seis minutos que, además de ser un efectivo enganche para el público que quedará al borde del asiento, es a la vez una carta de amor al cine y una declaración de intenciones cinematográficas: Wright está comprometido a entregar una de las mejores y más originales cintas de acción del nuevo milenio. Un reto que queda más que superado. Baby (Ansel Elgort) es un jovencísimo conductor que utiliza sus habilidades al volante para ayudar a escapar grupos de ladrones bancarios convocados por un enigmático hombre que se hace llamar Doc (el siempre genial Ke-
vin Spacey). Pero descuiden, no estamos ante una copia descarada de Drive (2011), de Nicolas Windinf Refn; la propuesta del director de Scott Pilgrim vs The World (2010) recorre derroteros completamente distintos, aunque también hay una chica -Debora (Lily James)- que cambia la perspectiva del protagonista que reconsidera el rumbo de su vida tras conocerla. Baby Driver es un homenaje al cine, pero particularmente a una de las cintas favoritas de Edgar Wright: The Driver (1978), de Walter Hill, un thriller criminal protagonizado por la entonces superestrella Ryan O'Neal que ya comenzaba su ocaso en Hollywood. Lo que vuelve diferente a esta cinta es la manera en la que está relatada: casi cada secuencia de la película esta dictaminada por el ritmo de alguna de las canciones que el protagonista reproduce de manera compulsiva para intentar ahogar el zumbido provocado por el tinnitus que padece desde el accidente automovilístico en el que perdió a sus padres. Con una amplia colección de iPods -robados, evidentemente- que corresponden a cada uno de sus estados de ánimo, Baby transita esta existencia entre el cuidado de su inválido y sordomudo padrastro Joseph (CJ Jones) y los atracos que sirven para pagar, un robo a la vez, una cuantiosa deuda económica con Doc. La sensacionalmente ecléctica selección musical curada por Wright funciona en la narrativa no sólo como acompañamiento perfecto para las escenas de acción -ojo al altercado en el que los disparos corresponden a las percusiones del cover de Tequila que hace The Button Down Brass-, sino como pistas que
nos guían en el descubrimiento del pasado tráfico del protagonista y las razones de su personalidad ensimismada. En una de las secuencias con las que arranca el tercer acto, un par de incautos llaman 'Bonnie y Clyde' a Baby y Debora antes de ser despojados de su auto a punta de pistola; pero las referencias a esta pareja legendaria de la vida real no sólo se centran en la relación que establece la camera con el criminal, sino también en la imagen del protagonista con sus lentes de sol descompuestos luego de un altercado con Bats (Jamie Foxx), tal como los de Warrean Beatty en la película de Arthur Penn que traslada a la pantalla la vida de estos famosos fugitivos de la ley. Pero además de este clásico gansteril, Wright recurre a la acción de la vieja escuela con vastas influencias como The Getaway (1972) del mítico Sam Peckinpah; la apocalíptica Mad Max (197) de George Miller; esa imprescindible cinta criminal llamada Point Break (1991) de la sensacional Kathryn Bigelow; e incluso de Run Lola Run (1998) de Tom Tykwer, que también es una de las películas favoritas del cineasta que recurre a un lenguaje cinematográfico extraído directamente de los duelos del cine de vaqueros y lo combina con una violencia estilizada pero sin retoques digitales que la banalicen. Y es que, en realidad, Baby Driver es un relato amoroso y expiatorio que viene envuelto en un frenético juego de persecuciones y balaceras; estamos ante una representante del mejor cine de acción y romance del siglo XXI. Imprescindible.
E
l realizador francés Robin Campillo continúa con su exploración de la juventud homosexual en París –tal como lo hiciera con el drama erótico-social Eastern Boys (2014)– pero en esta ocasión toma como telón de fondo el surgimiento en Francia del movimiento ACT UP –grupo activista internacional dedicado a la concienciación de la epidemia del SIDA y a la lucha por los derechos de las minorías infectadas con VIH– para dar forma a un drama trágico-romántico. 120 battements par minute nos sitúa en la capital francesa a principios de los años 90, donde el grupo ACT UP busca sensibilizar y crear conciencia entre los jóvenes sobre la mortalidad de la pandemia del SIDA, a la vez que lucha ferozmente para que las autoridades farmacéuticas liberen los resultados de las pruebas hechas con sus medicamentos retrovirales, los cuales parecen no estar dando resultados confiables y, en ocasiones, incluso enferman a un más a los jóvenes ya infectados con VIH. En medio de esa lucha social, surge la relación entre entre Nathan (Arnaud Valois), un nuevo elemento del grupo que, pese a no estar infectado si posee una conciencia so-
cial y personalidad altruista para unirse a la causa activista, y Sean (Nahuel Pérez Biscayart), uno de los miembros fundadores más radicales y enérgicos del colectivo y quien sí está infectado. Aquí cabe señalar que el director Robin Campillo fue activista en su juventud, por lo que es notable su compromiso con la memoria histórica y social relacionada con este triste episodio que vivió en carne propia. Ese compromiso queda en evidencia en la película, pues acierta en la humanización de la crisis del SIDA; se trata de una propuesta que va más allá de las estadísticas y logra dar forma a un potente drama romántico, erótico y social sobre la solidaridad humana. La cinta es un sentido agradecimiento al apoyo en tiempos de crisis que se presenta bajo una estética cinematográfica llena de vitalidad, con una narrativa inicial trepidante y con un soundtrack que cubre con una extraordinaria aura sonora las secuencias que ya son visualmente asombrosas, como la escena donde el ambiente de baile en un antro se convierte, por medio de una metáfora visual hermosa, en una secuencia donde el virus ataca células sanas en el cuerpo humano, o la pesadillesca secuen-
cia donde el agua del río Sena se ha convertido en sangre. 120 battements per minute refuerza la habilidad narrativa que Campillo ya había demostrado en su filme anterior, y aunque el trepidante ritmo de su primera hora se vuelve pausado en su segunda mitad, se trata de una decisión deliberada y necesaria para la evolución de la trama –la cual va dejando de lado el demandante ambiente activista y las volátiles discusiones del colectivo al tener opiniones encontradas sobre el reaccionar del grupo ante la emergencia de la crisis del SIDA en las calles de París– para centrar su atención en el romance entre Nathan y Sean que se ve amenazado por la enfermedad, y obsequiándonos unos 20 minutos finales profundamente tiernos y emotivos, pero sin caer en ningún momento en las sensiblerías de los dramas ordinarios del cine norteamericano, y sin perder el optimismo y la energía para invitarnos a continuar en la lucha. Elegida por Francia como su representante en la carrera por el Oscar en busca de la nominación en la categoría de Película Extranjera, la película es desde ya clásico contemporáneo esencial del cine LGBT.
E
l nuevo largometraje de ficción del brasileño Kleber Mendoça Filho (Sonidos Vecinos; 2012) vuelve a ubicarse en su natal Recife, ciudad costera que funciona como telón de fondo para la historia de Clara (una sensacional Sônia Braga), una sexagenaria ex crítica musical, viuda, y la única inquilina del edificio que da nombre al filme y que se enfrenta a una inmobiliaria internacional que busca convencerla –aunque la palabra correcta sería «obligarla»– de vender su departamento para poder demoler el edificio entero y construir en el lugar un lujoso rascacielos departamental. Pero Aquarius se desmarca de los comunes filmes de litigios y, por el contrario, se enfoca en el intimista retrato de la cotidianidad de la protagonista de manera capitular –"El cabello de Clara"; "El amor de Clara" y "El cáncer de Clara"–, mientras algunas anécdotas se desenvuelven a lo largo del metraje como ramificaciones de un ancestral árbol y van soltando pistas –muchas veces musicales– que nos permiten comprender a cabalidad la radical negativa de la protagonista a vender su hogar a la insistente compañía inmobiliaria. Y es que la postura de Clara –una heroína moderna inspirada en la madre del propio Filho– se contrapone a la depredadora visión materialista de la compañía dueña ya del resto del inmueble; ella tiene claro que el edificio no es sólo el lugar donde ha vivido prácticamente toda su vida, sino que es parte de su identidad como ser humano, como mujer y como brasileña. El edificio Aquarius es para Clara un colector de experiencias agridulces, como la supervivencia al cáncer de mama, la crianza de sus hijos o la pérdida de su esposo. Más que un elemento arquitectónico de la zona costera de Recife, se trata de un conservador de sus diáfanas memorias; de ahí que la protagonista se mantenga como una
fuerza inamovible que se enfrenta a una fuerza arbitraria que busca despojarla de su hogar, que mantenga su determinación aún cuando las técnicas de «persuasión» de la inmobiliaria sean cada vez más violentas, como la orgía que organizan en el piso superior al de su departamento y que no consigue otra cosa que reavivar un fuego sexual que se mantenía aletargado pero que ahora resurge con inesperada intensidad y detonando una llamada a un sexo servidor; Clara se mantiene firme incluso cuando sufre el acoso de algunos ex vecinos que no han recibido el pago completo de sus departamentos porque ella no ha vendido el propio y el proyecto sigue estancado. Pero la decisión de Clara parece incomprensible para todos, a excepción de su sobrino, un melómano con quien tiene una relación mucho más cercana que con cualquiera de sus hijos, especialmente con aquella hija que actúa a sus espaldas y se pone en contacto con la inmobiliaria para intentar ayudar o arreglar las cosas pero que termina por traicionar la confianza de su madre. Filho disecciona aquí los choques generacionales y señala a aquellos para quienes lo material ya no guarda ningún valor emocional/sentimental y sólo se rigen bajo el sentido de la inmediatez y del consumo instantáneo; del «usar» y «desechar». De ahí la innegable relevancia que guarda el extenso flashback con el que abre la cinta y que muestra a una jovencísima protagonista recién curada del cáncer de mama y que, junto con unos amigos en la playa, escuchan por primera vez y de manera casi ceremoniosa –con el cassette y el estéreo del coche convertidos en objetos sacros– el ahora clásico Another one bites the dust de la legendaria banda Queen en los primeros años de la década de los 80. Como otro claro ejemplo de las brechas generacionales que el cineasta expone podemos seña-
lar también a la joven reportera de corta visión que entrevista a Clara y que protagoniza una incomodísima secuencia al inicio de la cinta al no lograr comprender la profunda parábola que alberga la anécdota que la retirada crítica, profundamente emocionada, le comparte sobre cómo llegó a sus manos uno de sus discos en vinil más valiosos y la inesperada sorpresa que el empaque contenía. Y es que Aquarius es mucho más que una película sobre aquellos que, desde su muy humilde trinchera, se defienden de aquellos que, con una retahíla de argumentos sobre la construcción de un «futuro progresista», buscan en realidad alzar sus urbes sobre las ruinas de la dignidad de los desprotegidos; y en este sentido, la posición de la protagonista resulta mucho más política de lo que se deja ver en una primera lectura. La película posee ecos político-sociales sutiles pero profundos y poderosos, y su historia revela el evidente compromiso social del director no sólo con su ciudad natal, sino con todo su país; por lo tanto no resulta extraño que el cineasta y parte del reparto de la película hayan lanzado un grito de protesta durante la premier de la película en el prestigioso Festival Internacional de Cine de Cannes el año pasado –donde fue la única película latinoamericana en competir por la codiciada Palma de Oro– en contra de la destitución de la presidenta Dilma Rousseff y los infames cambios que hizo el presidente interino en lo que muchos se apresuraron a señalar como un lamentable y vergonzoso golpe de Estado. Aquarius es un film que hace eco de una situación regional específica pero que con elegancia la transforma en un universal canto a la vida, a la libertad y a las inquebrantables convicciones personales.
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e supone que por estos días nos llega, gracias a la muestra de la Cineteca, una de las mejores películas animadas del año pasado, que pasó por todas las entregas de premios que pudo, mismas que le reconocían lo atrevido y emotivo de su propuesta. Se supone también que en mayo tendrá su estreno comercial en el país, el punto aquí es que es una película que por nada del mundo les recomiendo que se pierdan. Calabacín es un niño de 9 años que pierde a su violenta y adicta madre en un accidente en el que él comparte la responsabilidad, pero que enteramente se acredita la culpa. Debido a esta pérdida es enviado a un orfanato en el que conoce a un grupo de niños que, por una razón u otra, también se han quedado sin el cuidado de un padre. Dentro de la institución encuentra niños que se harán muy buenos amigos suyos, otros con algo de timidez y uno que se encargará de hacerle muchas travesuras. ¿Qué historia hay detrás de todos estos niños? No la sabemos a ciencia cierta puesto que nos enteramos de ellas por chismes y habladurías, o algunos cuentan su experiencia
pero siempre terminan esperanzados de que alguien regrese por ellos. Las cosas se complican y se mejoran a la vez cuando una nueva niña entra al orfanato, ella enviada por su tía que no se quiere hacer cargo tras la muerte de sus padres, debido a lo extrovertida que es, resulta de mucha ayuda para eliminar enemistades y temores, pero un plan horrible de su tía provoca que ella tenga que romper muchas de las reglas del lugar. Dejemos una cosa en claro, por ningún motivo vayan a llevar niños a ver esta película si no está doblada, ya que, si bien recomiendo ampliamente que la vea toda la familia, los temas de los que habla no son para nada sencillos, como para que un adulto le esté leyendo los subtítulos al niño (además de que es muy molesto), dejen que las personas que la vean, independientemente de su edad, saquen conclusiones de lo que ven. La película habla de forma honesta sobre la culpabilidad que pueden sentir las personas en su duelo ante una pérdida, en éste caso la culpa se vuelve tangente al hacernos testigos de la muerte de la madre del protagonista y
como la misma si conlleva alguna responsabilidad con en niño, por ello incluso suena hipócrita que los adultos le digan que no fue su culpa y que se sienta mejor. La soledad es otro sentimiento imperante en la cinta, si bien los personajes conviven todo el tiempo, hacen bromas, ríen y se apoyan, nunca se sienten como un verdadero grupo hasta que llega la chica nueva, antes de eso todos tenían sus problemas y nadie se preocupaba por ver que tiene el otro. El guión de esta película va más allá de ser solo una adaptación cualquiera de un cuento, resulta un trabajo formidable en cuanto al desarrollo de sus personajes, vemos una verdadera evolución en ellos y los diálogos y situaciones por las que pasan no están para nada de sobra (y cómo lo estarían si la película apenas rebasa la hora de duración). La animación no es lo más innovador del mundo pero el uso de colores le da un toque fresco a la cinta, ya sea cuando se tratan temas melancólicos o felices, los colores son una parte muy importante que no puedes dejar de notar.
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iecisiete años después de haber encarnado por primera vez al más cool de los mutantes en la película responsable de la marejada de cine de superheroes que gozamos/padecemos actualmente -XMen (2000; Bryan Singer)-, y luego de haber aparecido en siete de las películas de la saga de «los hijos del átomo», el australiano Hugh Jackman se despide del personaje que lo catapultó a la fama con la tercera película en solitario del mutante y en la que éste cierra un ciclo narrativo al igual que el actor pone punto final a nivel interpretativo. Logan ocurre en un 2029 que resulta escalofriantemente parecido al mundo actual, pero en el que se percibe la dominación de la humanidad por las corporaciones tecnológico-científicas. En este mundo en el que se han cumplido ya dos décadas desde el nacimiento del último mutante, el otrora Hombre X es ahora un patético chofer de limusinas que se consume lentamente en el alcohol mientras que, con sus poderes diezmados y con la ayuda del mutante Caliban (Stephen Merchant), esconde y protege en fronterizo territorio mexicano a un senil Charles Xavier (nuevamente el gran Patrick Stewart) cuya enfermedad cerebral degenerativa ha convertido su poderosa psique en un peligro mortal para la humanidad. Pero en medio de ese oscuro destino mutante surge una esperanza con la aparición de una enferme-
ra al cuidado de su hija Laura (una sorprendente Dafne Keen en la que suponemos será la revelación del año), una pequeña mutante de once años conectada con Logan de una manera que jamás se imaginó. Con inspiración en la estética de la serie impresa Old Man Logan escrita por Mark Millar e ilustrada por Steve McNiven, el director James Mangold firma junto a Scott Frank y Michael Green un guión que coloca al antihéroe en un contexto homologable al de los héroes del cine de vaqueros, particularmente al del protagonista de Shane: el desconocido (Shane; 1953), el clásico de George Stevens que, en la habitación de un hotel en Las Vegas, Charles Xavier mira en televisión con melancolía y añoranza mientras la pequeña Laura aprende lecciones de moral y ética asesina, y que nos permite intuir cómo es que marchará esta historia de forajidos que, aunque sean poseedores de sorprendentes superpoderes, será el disparo de un revolver lo que definirá la batalla. Mangold se empeña en que su película no parezca una película de superhéroes, y aunque no siempre sale bien librado de tal empresa -la batalla final es, en todo sentido, un clímax típico del cine de superhéroes- sí logra hacer que el filme transite con audacia por varios géneros que van desde el western crepuscular, hasta una melancólica road movie, pasando por el frenético cine de acción y aventuras y, por
supuesto, por el pesimismo de la ciencia ficción de distópicos futuros. En esta arriesgada y certera mezcla de géneros podemos percibir cuan largas han permanecido las sombras de Children of Men (2007; Alfonso Cuarón), Mad Max: Fury Road (2015; George Miller) y Midnight Special (2016; Jeff Nichols), tres instantáneos clásicos contemporáneos que podemos percibir como referencias u homenajes en este ahora también clásico del cine de superhéroes. Logan es la película que el personaje debió que protagonizar desde su primera incursión en la pantalla grande; se trata de un sanguinolento y brutal filme en el que la solemnidad es la primera en ser aniquilada. Mangold, aunque le niega al personaje encrucijadas morales reales que, por el contrario, sí caracterizan al protagonista en sus aventuras impresas, entrega un estudio con la suficiente profundidad para el público masivo sobre el envejecimiento y la mortalidad de un personaje que se suponía inmortal. El resultado final es un muy inspirado ejercicio que mezcla emotividad con potente acción pura y dura; entretenida y cargada de un humor cínico, la película es una suerte de documento fílmico testamentario con el que Hugh Jackman se despide en tono elegíaco del personaje y pasa la estafeta a las nuevas generaciones tanto de mutantes como de público.
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l dicho popular reza: “nadie sabe lo que tiene hasta que lo ve perdido". Este es el caso de Kumail, un cómico paquistaní que, aunque se ha adaptado a la forma de vida americana, sigue muy arraigado a sus raíces y a su familia, la cual es bastante conservadora y quiere continuar con sus tradiciones. A pesar de este apego, Kumail no deja a un lado su sueño de ser comediante, aunque sea la deshonra de la familia. Una de las costumbres familiares musulmanas más comunes es encontrarle pareja a los hijos. Y también es el caso de Kumail: cada vez que va a cenar a casa de sus padres es orillado a conocer a una chica diferente para que elija con quien casarse. Pero inesperadamente conoce a una chica americana blanca llamada Emily en uno de sus shows de stand up; comienzan a salir y eventualmente se convierten en novios. No obstante, cuando su relación comienza a formalizarse, Kumail empieza a preocuparse por lo que sus padres puedan pensar de Emily por no ser una chica paquistaní ni musulmana como dicta la tradición que debe ser su esposa. Emily no soporta estas Barreras culturales/raciales por lo que da terminada la relación; pero cuando ella contrae una extraña enfermedad que los médicos no logran descifrar, Kumail se involucra en el cuidado de ella y también comienza a tratar a sus padres (una pareja en plena crisis matrimonial), de quienes aprenderá más de lo que jamás hubiera imaginado. The big sick es dirigida por Michael Showalter, mientras que Kumail Nanjiani además de ser el protagonista tam-
bién es el responsable del guion escrito junto a su esposa Emily V. Gordon. Al conocer el nombre de los guionistas está demás decirles esta que la cinta se basa en experiencias personales que la pareja vivió antes de contraer matrimonio. Así que Kumail prácticamente se interpreta a sí mismo y la talentosa actriz Zoe Kazan a su esposa Emily. La película cuenta con todo el sello de las comedias americanas y ese toque irreverente y ácido de Judd Apatow, quien es productor de la cinta. Esta agridulce comedia gira alrededor de una situación dramática (la enfermedad y posterior coma de Emily), pero sin pretender restarle seriedad ni importancia al tema, a la vez la rodea de situaciones hilarantes y muy divertidas que ayudarán a reflexionar tanto a Kumail como al espectador sobre las relaciones amorosas y familiares. Una mención especial es justa para la actriz Holly Hunter, quien interpreta a la madre de Emily, y que gracias a su destacado histrionismo hace que su personaje secundario se vuelva memorable. Lo más maravilloso de The big sick es que es una muestra más de que una cinta de amor no necesariamente debe caer en lo meloso para tocar fibras sensibles en el espectador; las actuales historias de amor en cine son cada vez más como la tuya y la mía: lejos de convencionalismos románticos, son sobre seres imperfectos que cometen errores una y otra y otra vez, pero que en cada tropezón (uno más fuerte que el anterior) terminan por mostrarte la realidad de las cosas, a veces a tiempo y otras ya muy tarde.
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a decimonovena cinta animada de la casa Disney/Pixar presenta una historia original ambientada en México con la tradición del Día de Muertos como telón de fondo del relato sobre la familia, la muerte, la memoria y los sueños. Coco se desarrolla en el ficticio pueblo de Santa Cecilia –no es casualidad que sea la Santa Patrona de los Músicos–, donde el pequeño Miguel busca seguir su sueño de convertirse en músico a pesar de la oposición de su familia, quienes renunciaron a su herencia y tradición musical para convertirse en los zapateros del pueblo. Pero debido a una serie de situaciones en las que se ve envuelto nuestro joven protagonista en sus desesperados intentos por alcanzar su sueño –acompañado de un fiel xoloitzcuintle callejero llamado Dante y que pronto se revelará que su nombre tampoco ha sido elegido por casualidad–, éste queda atrapado en el inframundo, el lugar al que van los humanos tras su muerte y donde conoce a Héctor, un carismático muerto con quien buscará la manera de regresar al mundo de los vivos, no sin antes conocer a su gran héroe Ernesto de la Cruz, un fallecido cantante y máximo exponente de la música mexicana con quien parece tener una conexión que puede ser la respuesta a la negativa de su familia para dedicarse al mundo de la música. Con una muy evidente profunda investigación previa –fueron casi siete años y varios viajes a algunos estados del país los que se necesitaron para que el filme se materializara–, los artistas de animación crearon un mundo lleno de color que, como siempre sucede cuando los
extranjeros exponen su visión sobre nuestro país, se sobresatura de color y alegría, echando mano de estereotipos culturales como las catrinas de José Guadalupe Posada, el arte de Frida Kahlo, o los cantantes vernáculos al estilo de los inmortales Pedro Infante, Jorge Negrete y Vicente Fernández; aunque constantemente también se puede percibir cómo se filtra el espíritu de la tradición literaria del gran novelista B. Traven o el mismísimo Juan Rulfo, acompañados por la tradición cinematográfica de la emblemática ¡Qué Viva México! (1932), de Sergei M. Eisenstein y la obra maestra nacional Macario (1960), del maestro Roberto Gavaldón. Coco es una mágica aventura en el inframundo mexicano donde se combina la mirada prehispánica, la colonial y la contemporánea sobre el culto poco solemne y sí muy festivo ante la figura de la muerte. La tradición celebrada los dos primeros días del mes de noviembre sirve como una excusa para que Disney/Pixar escriba una carta de amor, agradecimiento y respeto a México a través del ensamble de un entretenido, profundo y emotivo relato familiar sobre la importancia de los recuerdos y la memoria para la trascendencia de nuestros muertos –de lo contrario sufrirán la última y definitiva muerte: el olvido–, al mismo tiempo que, siguiendo con la tradición de su casa productora, dan forma a una historia sobre la persecución de los sueños y la construcción de la propia identidad sin la imposición que a veces pueden llegar a significar los lazos familiares.
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espués de 21 años llega la secuela de uno de los fenómenos cinematográficos más importantes de los años 90's. ¿Todos recuerdan esa película? Cómo olvidar lo impactante y propositiva que fue en su momento y que sigue siendo para las nuevas generaciones que la ven por primera vez. Para la segunda parte fueron muy altas las expectativas y demasiadas las interrogantes ¿Cómo se justificaría el paso del tiempo?, ¿Tendrá escenas igual de impactantes?, ¿La música seguiría teniendo un papel importante?, ¿Qué tanto estará basada en Porno, la secuela literaria escrita por el mismo Welsh? todo ello es explicado de una manera formidable en la cinta, que no deja a desear absolutamente nada más. La secuela marca el regreso de los protagonistas cada uno con el destino que ha sembrado durante 20 años, Renton es un hombre de negocios que ha conseguido tener una buena vida fuera del Reino Unido, Spud ha ido cayendo de error en error deviniendo en una vida hecha mierda, Sick Boy ahora es dueño del pub que heredó de su familia, pero en realidad se gana la vida extorsionando a las personas con videos de relaciones sexuales que mantienen con la prostituta con la que él tiene una relación y Begbie continúa en la cárcel, siendo el mismo cerdo misógino iracundo que todos conocimos.
Después de que Renton sufre un accidente, regresa a casa con su padre, a la misma habitación que tuvo en la adolescencia y decide reencontrarse con el único que lo vio escapar con el dinero, decide ir a visitar a Spud, por azares del destino termina visitando a Sick Boy con la debida y merecida paliza por haberse escapado con el dinero, a la par de ésto, Begbie ha escapado de la cárcel teniendo como objetivo asesinar a Renton. Después de limar asperezas Renton y Sick Boy deciden convertir el bar del segundo en un negocio de prostitución, liderado por la novia de éste y construido y remodelado con la ayuda de Spud. Sin embargo las cosas se complican al meterse con la mafia de la ciudad que se encarga de controlar todos los prostíbulos y al estar siempre ante el peligro de toparse con Begbie o que éste descubra que en realidad está más cerca de Renton de lo que cree. La película hace un excelente uso de la nostalgia generada por la primera parte, en ocasiones con canciones del soundtrack, en otras intercalando escenas de la actualidad con escenas de la primer película, pero principalmente, desarrollando la trama en sí, contándonos muchas anécdotas del pasado de los chicos que no aparecen en la primera parte y el cómo cimentaron su amistad, las consecuencias de que Renton haya escapado con el dinero y el cómo sus antiguos amigos siguen
conservando rencor por lo que hizo. El trabajo de edición es brillante, entregándonos como producto final una cinta ágil, que conserva mucho de la esencia de su antecesora, pero que sabe cómo colocarse dentro del estilo cinematográfico actual. El soundtrack con canciones un poco más recientes fue muy bien elegido, con ritmos predominantemente electrónicos y con un adecuado acomodo de las canciones dentro del desarrollo de la cinta. Lo que se agradece principalmente es que, si la película es una secuela que no se puede despegar mucho de su antecesora, se hayan esforzado en regresar no solo al elenco original, sino a su director, Boyle sigue confirmando que es uno de los mejores directores británicos y ésta es una de sus mejores películas, el elenco lo hace estupendamente también haciendo parecer que no ha pasado tanto tiempo porque los actores siguen interpretando a sus personajes de forma idéntica que en la primera parte. Para mí, es una segunda parte que si bien resulta menos impactante que su antecesora, resulta igual de buena que esta, una película que apela de manera inteligente a la nostalgia y una de las mejores películas del año.
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a última gran apuesta de Netflix compitió por la Palma de Oro en Cannes, causando gran polémica por ir en contra de los estatutos del festival, pues la película no se estrenaría en ninguna sala de cine; su estreno es mundial mediante la plataforma de Netflix, lo cual causó un disgusto entre el jurado y los puristas del cine. Después del drama de Cannes, el 28 de junio pudimos ver la última película de Bong Joon-ho (Snowpiecer, Memories of Murder, Madeo), la cual nos cuenta la historia de un cerdo gigante el cual fue criado por Mija y su abuelo por 10 años en los montañas de Corea del Sur hasta que la industria capitalista llega a su hogar a romper esa sincronía entre el animal y su pequeña dueña. La construcción de sus personajes queda clara en los inicios de la misma. El director no pretende profundizar en ellos, ni crear nuevos arquetipos. Algo similar ocurre con su trama cambiante, pues tratar de ponerle una etiqueta sería encasillarla en algo tan pequeño que sería totalmente injusto, cuando su diná-
mica es una completa locura irreal que irónicamente resulta muy humana y con momentos que fácilmente podrían hacernos rodar unas lágrimas sobre nuestras mejillas. Es un híbrido que funciona de varias formas y así es como deberíamos verla, sin tomarnos tan enserio sus situaciones y solo disfrutar el cómo está elaborada. Okja entrega un mensaje político encarando al capitalismo, los mataderos de animales, explotación y la experimentación con los mismos. Por un lado tenemos a los empresarios que solo están interesados en vender su producto, no importando lo demás, y en el otro lugar tenemos a un grupo animalista que busca la liberación de estos cerdos gigantes. Las anteriores películas del director ya daban indicio de la lucha entre clases, aventuras y acción. El reparto es, en nombre muy grande. Desafortunadamente, personajes como el de Jake Gyllenhaal y Tilda Swinton quedan desperdiciados, por momentos planos y nada creíbles, sus excesos de ser tan alegres los dejan indefensos y
fuera de lugar. Mija la niña de 10 años y Paul Dano son los que cargan con la película y, aunque pudieran ser manipuladores en su mensaje, se entiende totalmente el porqué, y nos dan escenas de comedia bien realizada. Si bien no es perfecta y podríamos buscarle mil fallas, Netflix por fin nos ofrece una buena película de un buen director y que generara muchísimos comentarios de varios sectores. El CGI está hecho de una manera increíble. Okja es mucho más que su cast, que su dirección y sus escenas que pueden resultar ilógicas. Okja es una protesta contra las empresas. La liberación y el amor por los animales consigue una formula fácil e inocente para contarnos algo con tintes violentos en un mundo movido por el dinero y las batallas que miles de personas realizan por tratar de cambiarlo. Podrían ser obsoletas, pero al final lo único que tenemos son nuestros sueños, la familia y personas que nos acompañan en el camino, aquellas por las que podríamos ir de Corea a Estados Unidos solo para rescatarlos.
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ese a haber sufrido una importante derrota con la pérdida de su arma suprema en Star Wars: Episode VII – The Force Awakens (2015; J.J. Abrams), la Primera Orden parece imbatible y el Líder Supremo Snoke (Andy Serkis), con la ayuda de Kylo Ren / Ben Solo (Adam Driver), está cada vez más cerca de destruir completamente a la Resistencia. Sin embargo, ésta continúa con sus misiones especiales bajo el liderazgo estratégico de la General Leia Organa (Carrie Fisher), la pericia del piloto Poe Dameron (Oscar Isaac) y con la esperanza puesta en Rey (Daisy Ridley) y su misión de traer de vuelta a Luke Skywalker (Mark Hamill) y obtener una ventaja contra el enemigo. Este es el escenario de partida de Star Wars: The Last Jedi bajo la dirección de Rian Johnson, talentoso director que hace un lustro nos ofreció la sobresaliente cinta de ciencia ficción Looper (2012) y que ahora lleva a la franquicia creada por George Lucas hacia lugares que no imaginábamos. Y no es que el octavo episodio de la saga se caracterice por ser original –pues en esencia la trama de esta nueva trilogía es la misma historia que la narrada en los filmes iniciales pero con la diferencia que han sustituido al Imperio con la Nueva Orden y a la Alianza Rebelde con la Resistencia–, sino que se encarga de llevar la historia hacia un final que, aunque lo podemos intuir con facilidad, desconocíamos los derroteros que exploraría en el camino para llegar a ese previsible destino, y que un cineasta como J.J. Abrams jamás se atrevería a recorrer. Tenemos así que Star Wars: The Last Jedi es, hasta cierto punto, un filme arriesgado, pues Disney ha dado una gran libertad creativa a Rian Johnson –responsable en solitario del guion– y aunque éste ha decidido darle a los fans lo que están buscando –la cinta es un salto constante de un fan service a otro–, también se ha preocupado por contar una historia sobre personajes interesantes y su evolución en este renovado universo fílmico. En un punto de la película, un Luke Skywalker profundamente desencantado advierte a la idealista Rey sobre el optimismo de sus planes y sus creencias sobre la naturaleza no completamente corrompida de Kylo Ren: «Esto no va a ir cómo tú piensas»; pero esta advertencia parece también un mensaje cifrado que Johnson ha enviado a la audiencia. Y es que la película entrega algunos cuantos giros realmente inesperados en la trama, a la vez que logra rescatar el factor humano del que comúnmente carecen los blockbusters. Johnson logra un entramado de autodescubrimiento, sacrificio y redención equiparable al logrado por Irvin Kershner en Star Wars: The Empire Strikes Back (1980), el episodio de la trilogía que corresponde al tradicional «viaje
del héroe» en el que un joven idealista busca entrenamiento por parte de un maestro Jedi, convirtiéndose en padawan y posible esperanza para el triunfo de la rebelión. Pero aquí no estamos ante un mentor zen como lo fue Yoda con Luke; aquí tenemos a un último Jedi atormentado por la culpa de aquella sombra de duda que atravesó su mente de manera fugaz, pero que fue suficiente para que su alumno y sobrino la considerara como traición y provocara que su rencor lo acercara de una manera definitiva hacia el Lado Oscuro. Porque es precisamente el origen y las consecuencias de las dicotomías antagónicas emocionales de Kylo Ren uno de los aspectos más interesantes de la película. Su atormentada personalidad lo convierte en un personaje con complejidades psicológicas bien examinadas por Johnson a través de propuestas de guion como su conexión cada vez más fuerte con Rey, creando con esta relación una alegoría del balance del bien y el mal, la luz y la oscuridad, en el universo. El hijo de Han Solo estaba destinado a convertirse en el gran villano de esta nueva trilogía y aquí ha dado el paso definitivo para convertirse en la principal amenaza a vencer por parte de la rebelión, pero sobre todo, por Rey, la heroína que, al igual que Luke lo hiciera Johnson, pese a que los primeros 30 minutos de su filme son caóticos y desorientados, ha conseguido dar forma a una obra superior a su predecesora y le ha inyectado vitalidad y riqueza tanto a la historia como al aspecto visual, logrando crear una estética que le es completamente fiel a la concepción del universo de George Lucas, a la vez que le añade características personales como el homenaje al cine de samurais de Akira Kurosawa –gran inspiración para Lucas en su momento de concepción de Star Wars– no sólo palpable en el estilo del entrenamiento de Rey en la rocosa isla del planeta Ahch-To donde se ha exiliado Luke o en las coreografías de las peleas con sables, sino también en su estética japonesa hiperestilizada, como en el diseño de la cámara de Snoke, las armaduras de sus guardias personales y toda la secuencia de acción que ahí sucede. Star Wars: The Last Jedi es, tanto en fondo como en forma, un producto de primerísima calidad, una aventura intergaláctica bien balanceada entre acción dosificada de principio a fin y una evolución de los personajes completamente satisfactoria. Habrá que ver, entonces, si luego de la salida de Colin Trevorrow y con el regreso de J.J. Abrams a la franquicia para la próxima cinta, la saga logrará dar un nuevo gran paso hacia adelante o padecerá la decisión del director de volcarse nuevamente en la reinterpretación de The Return of the Jedi (1983).
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l otro lado (2005), El General (2009) y El velador (2011) son los documentales que Natalia Almada ha dirigido antes de dar el salto a la ficción con Todo lo demás, cinta que versa sobre la rutinaria vida de Flor (la gran Adriana Barraza como portentosa e incontestable protagonista), una mujer de mediana edad que trabaja como oficinista en una institución gubernamental en la que se llevan a cabo algunos de los siempre engorrosos trámites burocráticos; en el lugar, ella se encarga de revisar la documentación de los solicitantes y aprobar o negar –por alguna anomalía en los datos o porque no se cumplieron las reglas de procedimiento en el llenado de documentos como utilizar tinta azul– el trámite de los frustrados ciudadanos. En esta tarea anodina se pierden uno a uno sus horas laborales, mientras el resto lo dedica a transportarse en metro para llegar por la noche a casa, cenar, pintarse las uñas, cuidar a su gato –el único compañero que tiene en la vida– y enlistar metódica y religiosamente los nombres de todos los usuarios a los que atendió durante el día y señalar con un punto rojo a los que se les aceptó su trámite.
Ciertas escenas de la película –ella mirando a unos niños en una piscina, comprando un disco de música romántica con la que acompaña un improvisado baile en la sala con un cojín como compañero de baile, su negación a ducharse en unos baños públicos, el acomodo de unas enigmáticas fotos después de un sismo, etc.– nos permiten intuir que nuestra protagonista es una sobreviviente que no se ha podido sobreponer del todo a un pasado trágico y traumático, y que además ahora se enfrenta a la realidad del inexorable paso del tiempo y la cada vez más cercana tercera edad. Se trata de un personaje por demás interesante que, lamentablemente, se ve prácticamente anulado en todo su potencial por la decisión de seguir una narrativa que, pese a la extraordinaria fotografía fija y simétrica de Lorenzo Haggernan secundada por el elegante diseño sonoro, abusa de la extensión innecesaria de sus tomas; y es precisamente este letárgico y monótono ritmo narrativo –utilizado con el propósito de reflejar el limbo que rodea a Flor– lo que se convierte en la principal y más grande barrera a la que se enfrenta el público para conectarse con el filme.
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rançois Ozon es uno de los directores franceses más renombrados en los últimos años. Sus historias suelen cautivar con su intriga y seducen con el sex appeal de sus protagonistas. Los juegos psicológicos y la invitación al espectador a involucrarse son uno de sus sellos, pero este año, el francés dirige una historia que enamora con su sencillez. Frantz es la historia de un joven francés que luego de volver de la primera guerra mundial, decide visitar a la familia de un viejo amigo en Alemania, pero al ser un francés visitando suelo enemigo, en un momento en que los rencores y odios al país vecino vibran en la sociedad, se enfrenta al rechazo general, y más aun cuando lo que busca es la tumba de un soldado que bien podría haber muerto por su causa. En su atrevimiento se encontrará con los padres de su amigo y la bella Ana, su prometida. La cinta que obtuvo 11 nominaciones a los premios César, los principales galardones del cine francés, además del premio Marcello Mastroiani a Paula Beer como la mejor actriz joven en su
papel de Ana, es un remake de una cinta norteamericana de 1932 llamada Broken Lullaby, a su vez basada en una obra de teatro. El corte teatral y la sencillez del viejo cine, es plasmado por Ozon en Frantz, al utilizar planos amplios y básicos, y una dirección de cámaras suave que ameniza la fluidez de la historia, dando guiños al viejo cine. Al estar filmada casi en totalmente en blanco y negro, se acentúa ligeramente el contexto triste y la melancolía de los personajes, mientras que el uso de colores se acopla perfectamente con la variación de emociones, sin que resulte forzado ni como un recurso pretencioso. El armado del argumento es otro acierto en el filme, evoluciona con consistencia y pese a su tono novelesco y a no tener escenas de gran intensidad, la historia es entretenida, aspecto apoyado por actuaciones auténticas, mesuradas y a la vez muy creíbles en lo que buscan transmitir. Todo lo anterior se resume en honestidad y tacto en guión así como en narrativa. Ozon no recurre a golpes bajos, sorpresas efectistas o dramatismos forzados, incluso
pese a haber detalles predecibles y elementos algo típicos especialmente en la segunda mitad, la historia conserva credibilidad. Se trata de una historia de tragedia, culpa y amor, de lo injustos que son los sentimientos y de la esperanza que ofrece el olvido. Temas que pueden sonar cursis o convencionales, sin embargo todo es transmitido con autenticidad, mientras que ciertos detalles introducen un tono dulcemente triste, aportando más realismo al drama. La virtud en la obra de Ozon tiene también su debilidad. La suavidad y estilo clásico pueden generar monotonía en cierto punto, y aunque se agradece que el director evite las manipulaciones, algo más de emotividad con algunos personajes secundarios podría haber intensificado el drama en momentos clave. No son defectos que arruinen pero sí que restan potencial para hacer de esta una cinta inolvidable. Su director al menos puede quedar satisfecho de anotarse otro acierto al dejar de lado su estilo efectista para buscar algo más honesto.
del cineasta francés François Truffaut tiene como protagonista a Antoine Doinel, un joven que, con tan sólo catorce años, es testigo de los conflictos maritales de sus padres cuando está en casa, mientras que en la escuela tiene que enfrentarse a las exigencias de su profesor, quien le ha impuesto un castigo ejemplar pero que no ha cumplido, por lo que decide salarse las clases con su mejor amigo René; ya deambulando por la ciudad, ve a su madre besando a otro hombre, pero el miedo y el sentimiento de culpa por causar mayores problemas al ya conflictivo matrimonio de sus padres le hacen caer en un espiral de mentiras que van mermando su ánimo, y la situación en la escuela tampoco parece mejorar. Junto con René, idea entonces un plan para escapar de casa y comenzar a vivir por su cuenta, dejando atrás todos sus problemas y con el anhelo de cumplir su sueño de conocer el mar; pero en su afán de conseguir dinero para subsistir se ve inmiscuido en asuntos criminales. Cobijado en la producción por Ignace Morgenstern –su suegro–, Truffaut filma Los 400 golpes con un crew muy limitado, con cámara al hombro, en formato de 35mm y con un desconocido protagonista: el ahora legendario Jean-Pierre Léaud, quien repitió su papel de Doinel en un corto y tres largometrajes más del cineasta en los que siguió el crecimiento del personaje. El director empleó la cinematografía de Henri Decae y la música de Jean Constantin para conseguir una elegancia formal y estética naturalista al aplicar los conocimientos heredados por los maestros del neorrealismo, además de poner en práctica las enseñanzas de André Bazin, su «padre ideológico» a quien dedica la cinta desde los créditos iniciales.
El aspecto autobiográfico caracterizó la filmografía entera de Truffaut –a excepción de su adaptación fílmica del clásico literario Fahrenheit 451, de Ray Bradbury– y Los 400 golpes es el primer capítulo de su 'diario cinematográfico'; esta piedra angular de la «nouvelle vague» es una profunda exploración autobiográfica en la que el director retrata la infancia que le fue robada y que lo obligó a convertirse en adulto demasiado pronto. Truffaut escribió el guion de su debut con base en sus recuerdos del odio a su madre, el abandono de su padre y la llegada de su padrastro, quien se casó con su madre y lo adoptó dándole su apellido cuando apenas tenía dos años de edad. El altar a Balzac de Doinel, su incursión en la criminalidad básica como el hurto, y por supuesto, su afición al cine, son solo algunos de los aspectos personales que el director retoma en este retrato de un niño que se sabe nunca deseado por su madre y nunca amado por su padrastro, enfrentándose a su desentendimiento y al vacío afectivo. Los 400 golpes es una declaración de búsqueda de libertad que confronta la mirada adulta con la perspectiva infantil/juvenil, tomando por supuesto al tan anhelado sueño de conocer el mar como metáfora de alcanzar esa ansiada libertad, la cual se sublima con la mirada directa de Doinel a la cámara que Truffaut congela y acerca en su desenlace lleno de vida por delante, pero también de incertidumbre ante el futuro. Esta oda a la infancia que el cineasta perdió y que intenta preservar más allá de sus recuerdos en su memoria fílmica es su profundamente melancólica carta de amor a la etapa de la niñez y es poseedora de una pureza, honestidad y ternura que sigue transformando miradas a casi seis décadas de su concepción.
l tema de la aceptación de la propia homosexualidad se ha convertido en un lugar común dentro del cine LGBT, pero el segundo largometraje de la directora Eliza Hittman no pretende escapar de ese lugar común, sino que desde ahí mismo da forma a un relato sobre la construcción de la identidad en un entorno machista y hostil, cuyo resultado sobresale por la autenticidad con la que desarrolla la sencilla anécdota de un adolescente atormentado por su orientación sexual y por su desenlace alejado de toda sensiblería y condescendencia. Beach Rats es protagonizada por Harris Dickinson, actor revelación que da vida a Frankie, un atractivo y atlético joven de los marginados suburbios de Brooklyn donde se entrega a la monotonía pasando el tiempo con sus amigos fumando marihuana y cometiendo delitos menores para conseguir dinero fácil. Sin objetivos o ambiciones aparentes, su mente está completamente ocupada en mantener su fachada de macho con su familia y amigos, conquistando chicas para relaciones casuales, pero atormentándose en solitario por su latente homosexualidad y estableciendo relaciones vía web con hombres mayores. La película destaca no sólo por lograr sortear los clichés con una historia que tiene como punto de partida el más grande cliché del cine gay –la ya mencionada aceptación de la propia orientación sexual–, sino que logra un estudio de personaje muy poco común en este tipo de cine. Hittman, quien hace tres años debutó con el drama romántico It felt like Love (2013) que giraba en torno al despertar sexual, presenta ahora un intimista y pesimista retrato de un adolescente atormentado por su atracción por otros hombres, y complementa la historia del chico con el drama que vive en
sus desolador entorno familiar con un padre en fase terminal de cáncer y una hermana menor en pleno despertar sexual, así como su incipiente relación destinada al fracaso con Simone (Madeline Weinstein), una chica que conoció en el muelle durante una de las tantas noches de espectáculos de fuegos artificiales. La cineasta neoyorquina reviste al filme con un estilo visual de crudeza y sobriedad acompañado de una dirección actoral naturalista basada en los silencios, las miradas y las expresiones, como en el caso de esa amarga despedida en la que Frankie no es capaz de confesarle a su padre agonizante su verdadera orientación sexual o hablar abiertamente de cualquier otro tema de la misma manera en la que su hermana menor sí le cuenta sobre sus amigos y su vida escolar. Beach Rats se aleja de los arquetípicos finales felices que incluyen salida del clóset, aceptación de la familia y mejores amigos, y a veces, hasta un prometedor prospecto amoroso; por el contrario, el desenlace propuesto por la directora es profundamente triste y doloroso en tanto que Frankie se traiciona constantemente a sí mismo en su proceso de autodescubrimiento y sin poder alcanzar la autoaceptación plena. El pesimismo de su desenlace y el extraordinario homoerotismo capturado desde la mirada femenina –por supuesto con la ayuda de la sobresaliente sobria fotografía de Hélène Louvart– convierten a la cinta en una obra fílmica atípica dentro del cine LGBT, cualidad que, aunado a su autenticidad, quizá fue el factor determinante que hizo a su artífice ser reconocida con el premio a la Mejor Dirección en la sección de Drama en la pasada edición del Festival Internacional de Cine de Sundance.
Annie Clark siempre ha utilizado su voz para dar vida de forma irónica al día a día de las mujeres en la actualidad, álbum tras álbum nos ha venido demostrando en donde está el error al encasillar al género femenino en actividades como ser ama de casa o consumir lo que los medios de comunicación proveen. Es con este nuevo trabajo que, haciendo uso de su propio cuerpo, explora las posibilidades que tiene una mujer, en un mundo dominado por el sexo y enfocado en la satisfacción masculina, de ejercer cierto poder o hacerse creer que esa es su posición. Las letras de sus canciones ahora giran en torno a todos esos elementos que tiene que seguir una chica para seguir siendo esa imagen agradable para el público, ser una seductora, una mujer misteriosa que basa su performance en explotar su sexualidad. La ironía está a la orden del día, y como Clark no puede dejarnos en un discurso a medias, complementa musicalmente de forma maravillosa lo que viene a contarnos, con mucha influencia rock y uno que otro elemento electrónico, sabe como darle la vuelta a lo que le hemos escuchado hasta ahora pero sigue manteniendo su sello personal y su voz tan peculiar que vuelve cada uno de sus trabajos algo digno de ser escuchado de principio a fin. Canción indispensable: “Los Ageless”.
El año pasado estuvo lleno de artistas que trajeron propuestas que para todos tomaron por sorpresa, algunas sorpresas fueron buenas (como lo nuevo de Miley Cyrus que deja atrás su imagen de white trash y que resultó en un disco digno de escucharse), otras fueron bastante mediocres (Taylor Swift dejando de ser una mosca muerta para ser toda una perra, papel que ni su mamá le cree y Katy Perry haciéndonos creer que le preocupa la sobreexposición mediática de los millenials, por poner un par de desagradables ejemplos), pero hubo una sorpresa que de verdad me tomó desprevenido y que no temo en decir que me gustó, y que he disfrutado mucho el escuchar repetidamente el álbum debut del ex integrante de One Direction, una mezcla perfecta de pop y rock por demás interesante, en donde lo mismo escuchamos canciones con letras simples y directas, acordes a lo que sus fans están acostumbrados a escuchar de él, pero que también tiene muchas más canciones con manufactura más complicada, atrevida incluso, que le pudo haber ganado desprecio de su público meta, pero que lo ha acercado a que otras personas que ni lo hacíamos en el mundo lo lleguemos a apreciar. Los productores del disco decidieron retomar sonidos, influencias, y elementos del rock inglés del siglo pasado, principalmente de Paul McCartney dentro y fuera de The Beatles, lo vuelvo a repetir, todo un deleite la sorpresa con la que Styles llegó. Canción indispensable: “Carolina”.
El arte siempre ha sido un escaparate perfecto para que el artista pueda exorcizar sus demonios internos, hacer revelaciones que le costaría trabajo admitir con un discurso común y corriente y sobre todo, volverse humano a la vista de quienes lo admiran. En la música es un recurso bastante utilizado porque, a final de cuentas, el principal recurso para la creación son las vivencias del artista, pero de ello a basar absolutamente todo el álbum en esto mismo, hay una diferencia abismal, y el año pasado hubo quienes lo hicieron de forma sobresaliente, por ejemplo Björk con “Utopia” demostrándonos que ha visto el arcoíris al final de la tormentosa separación de su pareja, Tyler. The Creator con “Flower Boy” hablando de lo difícil que ha sido para él aceptarse tal cual es y Passion Pit con “Tremendous Sea Of Love” en donde su vocalista nos narra todo el proceso depresivo por el que ha pasado y su necesidad de sentirse querido y aceptado. Es sin embargo el álbum que aquí nos tiene el que más me ha dejado anonadado, Lorde nunca ha sido santo de mi devoción, de hecho, su álbum debut es un somnífero natural para mí, este segundo disco sin embargo trajo consigo una vorágine de sonidos nuevos y temáticas que, si bien ya había abordado antes, no lo había hecho con esa naturalidad. Sus canciones son un ir y venir de emociones sobre el duelo al que se tiene que enfrentar una persona después de una separación, la aceptación de que después de un tiempo ahora estás solo contra el mundo, que puedes valerte de fiestas, escribir, y cualquier otra actividad que te ayuda a superar tu tristeza, pero que al final descubres que todo puede ser parte de un nuevo comienzo. Canción indispensable: “Supercut”.
De vez en cuando en la historia de la música aparecen aquellos álbumes que son todo un testimonio de la adolescencia de una generación, si bien no son los grandes álbumes que el mundo recordará por su calidad musical, si lo son por la cantidad de personas que se pueden llegar a sentir identificadas con ellos. Este es el caso del debut de Declan quien, siendo muy joven (no sé qué les dan de comer a los ingleses que desde adolescentes ya son capaces de hacer grandes canciones) nos habla de cómo es visto el mundo y las situaciones sociales que nos aquejan hoy en día desde temprana edad, al ser personas que tienen muchas exigencias pero pareciera que no se les quiere dar voz y voto en un “mundo regido por adultos”, sujetos siempre a las esperanzas que los mismos adultos depositan en ellos, con cuestiones como la religión y las interacciones sociales aunado a su mismo descubrimiento como seres humanos. McKenna se abre puertas en la industria musical desde años antes con algunas canciones que había lanzado por medios electrónicos y es ahora en su debut en forma que podemos apreciar su propuesta musical, la cual tiene como principal atributo el jugar con los ritmos, en momentos pausados y en momentos enérgicos, dejándonos con muchos deseos de seguirle la pista. Canción indispensable: “Paracetamol”.
Para quienes les hemos seguido la pista desde el principio, The Horrors han sido una banda que tras cada álbum que entregan también nos presentan un cambio en su música, a veces radical como lo que hicieron en “Primary Colours” o “Luminous”, y a veces es un cambio no tan notorio como con “Skying” y su quinto álbum, el cual termina siendo una muy buena conclusión a una evolución musical y de estilo que sin problemas de puede mantener por mucho tiempo más (aunque sabemos que su estilo musical siempre estará cambiando), es un punto alto en su carrera musical que tiene ya 10 años desde el lanzamiento de su primer disco, de ser aquellos emos que conocimos por primera vez, ahora traen una propuesta de rock alternativo que juega mucho con los sonidos electrónicos, y con grandes influencias del rock progresivo que, con cada canción que contiene el álbum también tienen propuestas dignas de ser escuchadas, es un disco que no me cansaré de repetir una y otra vez y a mi parecer es uno de los mejores del año pasado, una lástima que en su momento le hayan ido muy bien con las críticas pero que es excluido de toda lista recopilatoria que me he encontrado. No considero que sean artistas infravalorados, o que no se les tome en cuenta, lo que considero es que, sea cual sea el rumbo que su carrera tome, siempre va a tener la atención y apreciación de cierto sector del público y la crítica, aunque a veces no sea la suficiente. Canción indispensable: “Ghost”.
Hacía ya 5 años que The xx lanzó su segundo álbum, el cual, honestamente no estuvo tan bueno como lo fue su muy afortunado debut, afortunadamente decidieron regresar al estudio de grabación y el año pasado lo arrancaron con todo, un disco que generó muy buenos comentarios de la crítica internacional y que ahora se encuentra en todas las listas de lo mejor del año, y no es para menos siendo que nos encontramos con un trabajo bastante completo, que tiene canciones con buenos beats electrónicos para bailar, otras mas introspectivas como lo que les conocíamos anteriormente y siempre cargados con esas voces que, manejadas de forma casi monótona, no hacen mas que agregarle mucho feeling a lo que escuchamos. Este fue un buen año para el pop, nos trajo otros trabajos excelentes como el de Portugal. The Man y Lana Del Rey, pero sin duda dentro del género yo elegiría a The xx como los mejores por lo mucho que avanzaron musicalmente y lo excelente, elegante y muy bien fabricado que estuvo I See You. Canción indispensable: “Say Something Loving”
2010 fue el año en el que LCD Soundsystem lanzó su tercer y hasta ese entonces último álbum, con el que saldrían de gira y un año después dirían adiós. En 2016 anunciaron su regreso del que creíamos, solo harían una gira para quienes los recordamos y deseábamos verlos de nuevo en acción, sin embargo decidieron que también lo harían con un nuevo material que es presentado apenas hace unos meses, un disco no tan bailable pero que sigue teniendo un sello muy personal, sigue siendo electrónico pero apuesta ahora más por las capas sonoras más tranquilas, cosa que resulta todo un triunfo y que llama bastante la atención para verlos en vivo tocar estas canciones, las cuales, cabe resaltar, duran bastante, y no son aptas para quienes gustan de canciones cortas, sin embargo yo invitaría a aventurarse a escucharlo y apreciar la calidad lírica que se convierte en el punto más alto de la banda en este sentido, canciones que dejan de lado el hablar de las fiestas y se centran en hablar de la fragilidad humana, y el como todos podemos entrar en momentos de crisis al salir de nuestra zona de confort. Canción indispensable: “How Do you Sleep?”.
Como siempre sucede, año con año nos enfrentamos a pérdidas en la industria musical de personas que llegaron a dejar huella en la misma, Chuck Berry fue un pionero en lo que al Rock se refiere, prolífico en sus buenos años y con muchos discos en su haber, dejó de hacer música en 1979 con el lanzamiento de “Rock It” un disco algo regular que no demuestra del todo lo que Chuck hizo en sus buenos años. 38 años después llega “Chuck” un álbum que marcaría su regreso, con colaboraciones de ex miembros de su banda, familiares suyos y músicos más recientes, es un trabajo muy bien hecho, no su mejor disco, cabe aclarar, pero es uno que se deja escuchar, lamentablemente él no pudo hacer promoción al mismo pues murió 3 meses antes de que el material saliera a la venta. Se agradece que haya sido un trabajo en forma el que nos hayan entregado y uno una especie de homenaje póstumo que muy rara vez da buenos resultados. Canción indispensable: “Wonderful Woman”.
2017 fue el año de Kendrick Lamar, no hubo artista más reconocido por la crítica y el público que él, no solo dentro de su género, sino para la industria musical en general, y de verdad se lo merece con su cuarto álbum de estudio que resultará a futuro uno de los clásicos del hip hop, con mucho poderío en sus letras que nos narra desde situaciones cotidianas que vive o pudo haber vivido a lo largo de su existencia, letras fuertes que no tienen reparos en hablar directamente lo que se quiere expresar, y que se agradece esa honestidad que poco a poco se está perdiendo en el género, ya que cada vez es más común ver a los raperos hablar de la imagen que se han creado de sí mismos más que de lo que les puede acercar a su público que es la cotidianeidad. Musicalmente no hay más que decir que estamos ante un álbum muy purista del género, si acaso por las colaboraciones se puede salir un poco del molde, si el hip hop no es lo suyo, simplemente retírense de escucharlo porque ni siquiera les será placentero hacerlo. Sobre las colaboraciones, son pocas pero son las necesarias, no sé ustedes pero yo no estoy del todo contento con ver cómo este género se está yendo por atajos bastante facilones como lo son las colaboraciones, que merman no solo la apreciación del material en sí por lo pobres que son, sino que en vivo no dan ganas de escucharlo porque, pues, no van a traer a todas las bandas y artistas de gira con ellos, Kendrick solo tiene un par de ellos y son de lo mas destacables (U2 suenan cool otra vez, y Rihanna tiene una colaboración formidable). Canción indispensable: “HUMBLE”.
Este disco cayó como un balde de agua fría en las conciencias de las personas que consideran que el racismo hacia a población afroamericana quedó en el pasado, o que tuvo tiempos en los que eso dejó de existir, pero regresó gracias Trump. Joey es un rapero que en su apenas segundo álbum nos habla sobre el racismo imperante que nunca desapareció, que sigue abatiendo las calles de EUA, que sigue presentándose en el discurso de la sociedad y que, lamentablemente, no parece que vaya a desaparecer pronto. Habla sobre casos en los que la justicia ni siquiera pareciera voltear a ver a las minorías, algo con lo que los latinos también se identifican en ese país. Las letras de sus canciones son punzantes, saben por dónde llegarte y sirven como un testimonio, él no habla sobre estos temas desde la comodidad que su posición como artista le permite, sino que recopila vivencias, si es que no le pasó ya eso a él, y les pone voz, música y ritmo, en lo personal este fue el disco del género de hip hop que más me gustó del año pasado, con mucha, mucha influencia de lo que se hacía en los 90's más que el seguir con la línea rítmica que actualmente tiene el género. Canción indispensable: “FOR MY PEOPLE”.
C
uando pensamos en Stephen King, una de las primeras estampas que acude al llamado de nuestra memoria es la del payaso Pennywise. Y es que, a pesar de sus múltiples y graves deficiencias, la miniserie de dos capítulos estrenada en 1990 que adaptó su mastodóntica novela Eso, tuvo como gran antagonista a un extraordinario Tim Curry, cuya emblemática imagen aterrorizó a toda una generación con su interpretación de sanguinario payaso. 27 años después llega la primera adaptación fílmica de esta popular novela luego de seis años de preparación y sortear obstáculos que dificultaron su materialización, como el inesperado cambio de director (Cary Fukunaga estaba al frente del proyecto pero las diferencias creativas con el estudio obligaron a que dejara su puesto) y del antagonista que ya había sido anunciado (Will Poulter encarnaría al sádico payaso pero el retraso en la filmación lo obligó a abandonar el proyecto). Ahora, bajo la dirección del argentino Andrés Muschietti (responsable de la exitosa Mamá, su ópera prima que contó con el respaldo de Guillermo del Toro), el demoníaco payaso (encarnado por Bill Skarsgård) verá la luz en una pantalla de cine por primera vez. Como ya es por todos sabido, Eso es la historia de un grupo de siete chicos del poblado de Derry, en Maine, que se ven amenazados por una siniestra presencia que adopta la forma de los peores y más profundos miedos de los infantes –aunque su forma preferida es la de un pérfido payaso– para atraparlos, arrastrarlos a las profundidades del sistema de drenaje del pueblo y finalmente allí devorarlos. El equipo autodenominado como «el Club de los Perdedores» y conformado por Bill (Jaden Lieberher), Richie (Finn Wolfhard), Eddie (Jack Dylan Grazer), Stan (Wyatt Oleff), Ben (Jeremy Ray Taylor), Mike (Chosen Jacobs) y Beverly (Sophia Lillid), descubre que la historia de violencia, desapariciones y asesinatos que se vive en Derry data de siglos atrás y que resurge con fuerza cada 27 años, por lo que deciden dar caza a este siniestro ente para evitar la muerte de más niños del pueblo... y la de ellos mismos. En esta adaptación, Muschietti se toma bastantes libertades con respecto a la novela y la mayoría de ellas resultan acertadas. Los principales y más acertados cambios se presentan en la estructura de la historia –pues la transporta a 1989 cuando originalmente transcurre en los años 50– y en la actualización de los miedos de los protagonistas; de esta manera nos encontramos con que los niños no son acechados por monstruos como momias, hombres lobo, vampiros o monstruos de la laguna negra –miedos colectivos infantiles durante la niñez de Stephen King gracias a la popularidad del cine de horror manufacturado por Universal Pictures–, sino que son atormentados por la pérdida de seres queridos –Bill perdió a su hermano menor Georgie (víctima de Pennywise) y Mike perdió a sus padres en un incendio– y los profundos traumas causados por sus padres –Beverly es abusada emocional y físicamente por su padre viudo; Eddie es un chico hipocondriaco por la sobreprotección de su madre y Stan es tímido y retraído por su estricta educación religiosa–.
Esta actualización de los miedos más profundos resulta efectiva gracias no sólo a los avances tecnológicos que permiten la materialización en pantalla de estos traumas psicológicos –las apariciones de Georgie, el leproso que aterroriza a Eddie o la sangre que invade violentamente el baño de Beverly– y a la macabra caracterización e interpretación de Skarsgård como Pennywise con un evidente pero discreto uso de efectos generados por computadora, sino también a que se encontraron a los interpretes perfectos para dar vida a este grupo de marginados. Todos y cada uno de los niños intérpretes hacen un trabajo sensacional, tanto en sus escenas en solitario como en grupo; la química es simplemente extraordinaria, su conexión se siente orgánica y de ahí deriva que funcione como su principal arma para luchar contra «Eso». Pero Eso no resulta del todo efectiva, pues aunque se trata de una película bien lograda en la mayoría de sus aspectos técnicos y narrativos, falla en la creación de esa atmósfera de pueblo maldito que exuda cada página de la
novela de Stephen King. La película, retratada por la experta lente de Chung-hoo Chung, funciona como una película de aventuras adolescentes con el espíritu de los ritos de paso hacia la adolescencia de grandes clásicos ochenteros como Los Goonies (The Goonies; 1985), de Richard Donner y Cuenta conmigo (Stand by me; 1986), de Rob Reiner –casualmente basada en otra novela de King– y que con éxito ha sido replicada por series como Stranger Things, pero al momento de seguir los lineamientos del terror mainstream hollywoodense y buscar principalmente los sobresaltos del público a través de shocks visuales y sonoros, deja mucho que desear como experiencia fílmica de horror puro. Eso, luego de la muy reciente y muy decepcionante versión fílmica de La Torre Oscura, resulta una más que satisfactoria adaptación; es entretenida y emocionante, como todo blockbuster que se precie de serlo, pero a pesar de que se nota un formidable trabajo de diseño artesanal en el fondo, resulta fallida como la terrorífica pesadilla que su autor concibió.
L
a obra cinematográfica del cineasta británico Ken Loach ha estado marcada por su compromiso social con la clase obrera de su país. Desde sus inicios como parte del movimiento cultural/artístico "Kitchen Sink Realism" que retrataba sin conceciones las problemáticas vidas de la clase trabajadora británica y particularmente la de los jóvenes enojados y desencantados con la sociedad moderna, el cineasta no ha cesado en sus gritos de protesta contra el sistema neoliberal, lanzando en su momento certeras y punzantes declaraciones contra la primera ministra Margaret Thatcher. Su más reciente trabajo, I, Daniel Blake, le valió su segunda Palma de Oro luego de haber ganado por primera vez justo diez años antes por Vientos de Libertad (The Wind that shakes de barley; 2006) y generó una pronta reacción por parte de las instituciones gubernamentales británicas que negaron rotundamente que el retrato de la situación burocrática que muestra la película fuera así de grave. Y es que la película plasma la apatía, el abuso de poder y la ineptitud del sistema de subvenciones de Inglaterra
mediante la historia de Daniel Blake (Dave Johns), un carpintero viudo de 59 años que sufre un paro cardiaco que lo conduce a un retiro laboral forzoso, viéndose obligado a buscar ayuda del sistema de subvenciones para poder sobrevivir económicamente; sin embargo, los agentes de este servicio social le indican que no obtendrá ningún pago hasta que no demuestre que ya ha conseguido un nuevo empleo o, por lo menos, que está buscando uno, de lo contrario recibirá una sanción y correrá el riesgo de perder su casa y terminar como indigente. En medio de esta pesadillesca odisea, Daniel conoce a Katie (Hayley Squires), una joven madre soltera de dos pequeños que recién tuvo que abandonar Londres para establecerse en un deteriorado departamento en los suburbios de Newcastle, teniendo que recurrir también al sistema de subvenciones. I, Daniel Blake es una dura crítica a la apatía, la incompetencia y la absurda lógica de la burocracia de los programas de ayuda social; un drama potente sobre dos marginados que hacen equipo ante la adversidad económica y la exclusión social, surgiendo entre
ellos una relación de cariño y amor puro, una suerte de dinámica paterno-filial con la que acompañan sus penas y soledades, y que reiteran el grito de protesta de Loach cuya consigna ya fue musicalizada años atrás por la banda británica Pink Floyd: "Together we stand; divided we fall". Con el espíritu humanista y aire contestatario que identifica al cine de Loach, I, Daniel Blake propone un acercamiento a la clase trabajadora pero no desde la lástima hacia el desventurado, sino desde el compromiso social para con el prójimo; el cineasta vuelve a utilizar su estilo sin florituras estéticas –olvídense de una fotografía preciosista estilo Lubezki– para buscar en el espectador la asimilación de las injusticias que se viven día con día dentro del déspota sistema burocrático, y que por ética nos comprometamos en una lucha que nos compete a todos, una lucha contra el neoliberalismo que busca despojar a los trabajadores de su individualidad para, entonces, suprimirlos.
oy en día Sofia Coppola se ha convertido en una directora de la que es obligatorio ver la nueva película que haya sacado, por ello no me es extraño que las personas hayan visto esta cinta con altas expectativas y que al final, no le haya ido tan bien con la crítica. Algunos mencionan que no es mejor que la película original de los años 70’s (protagonizada por Clint Eastwood), debido a que no he visto esa cinta, no me hice de ningún criterio ni expectativa al respecto, pero, repito, lo que tuvo mis expectativas altas fue que se trataba del regreso de una muy buena directora y que además contaba con un cast muy bueno (Kidman, Farrell, Dunst y Fanning, ya se antojaba verlos juntos en algún lado), al final, ¿Cumplió con las expectativas? veamos…
La cinta bien podemos partirla en los actos que la componen y cada uno de ellos tiene una calidad distinta que, a la hora de valorar a la película en su totalidad sí se llega a tener algo de conflicto. El planteamiento de la cinta mantiene un halo de suspenso inusual en Coppola, una chica descubre a un soldado herido en el bosque que está junto a la escuela de señoritas en la que ella es alumna, el soldado tiene puesto un uniforme del ejército del norte, es la guerra civil norteamericana y el norte con sus ideas liberales se enfrenta a los conservadores estados del sur, en donde se ubica geográficamente la ya mencionada escuela. La chica decide llevar al soldado con su maestra para que ella vea que puede hacer con él, al principio las alumnas y las maestras se escandalizan al ver no solo el cuerpo de un hombre, sino de uno que pertenece al ejército contrario y con el que se sienten indefensas al estar solo ellas sin nadie que les pueda ayudar en caso de que el extraño resulte ser hostil. Deciden tomar el riesgo y lo alojan en la escuela hasta que se recupere, a lo que él les promete que en cuanto lo haga se irá de ahí. Esta primera parte comienza muy bien, sabe darse su tiempo para poder presentarnos a los personajes de una forma más natural que no los muestra nadamás porque sí ante la cámara, sin embargo después de un rato comienza a ser muy tediosa, la cotidianeidad de las chicas es presentada con la intención de que el espectador se introduzca en una atmósfera de un muy sutil erotismo, pero falla al no darle consistencia a esto hasta que no llegamos al nudo de la trama. Las cosas se complican cuando las chicas, todas ellas adolescentes, comienzan a insinuarse al desconocido que ha llegado a su entorno, las dos maestras de la escuela también hacen lo propio, una con más prisa que la otra pero todo se convierte en un caos cuando todas ellas compiten por llamar la atención del sujeto y hacerlo sentir cómodo para cortejarlo de la forma doblemoralista que siempre impera en los lugares rurales. La postura del soldado no ayuda a esclarecer sus intenciones, tiene un comportamiento ambiguo, que no sabemos si sus respuestas hacia el cortejo son honestas, se hace el difícil para tenerlas a todas comiendo aún más de la palma de su mano o es alguien inocente que ni siquiera se da cuenta que todas se mueren por él.
En ésta parte es donde el lucimiento histriónico de las actrices que dan vida a las alumnas llega a su punto más sobresaliente, todas aprovechan esas pequeñas o largas escenas para seducir, no solo a Colin Farrell, sino al espectador que no hace más que apreciar el buen trabajo que hacen todas en su papel, con personajes que no dejan de ser inocentes pero que saben que han llegado a una edad en la que, si lo desean, pueden usar sus encantos para atraer a personas del sexo opuesto. Debido a lo desinteresado que nos deja el primer acto, la entrada a este segundo acto no termina de encantar hasta que los personajes llegan a grados tales de acción que nos es imposible reír y soltar exclamaciones sobre lo que las protagonistas hacen o están dispuestas a hacer para obtener la atención del otro, incluso la competencia entre todas ellas es un buen ejemplo de lo excelente que puede ser Sofia Coppola como guionista, con diálogos punzantes, sutiles y directos dependiendo el personaje que los recite. El desenlace abandona cualquier sutileza y lleva a los personajes a momentos de verdadera tensión y locura, explota muy bien las emociones contenidas durante toda la cinta y atrapa completamente al espectador, una vez que las chicas han comenzado a convivir con el soldado, se vuelven cada vez más sustanciosas sus interacciones con él, una maestra logra enamorarse de él y planea irse con él una vez que se recupere completamente, sin embargo las demás y él mismo no quieren que se vaya, un desafortunado encuentro nocturno desata un sinfín de enredos en los que nadie sale bien librado, para ello las chicas deben decidir si se unen y dejan de lado su competencia o si quieren seguir con la inseguridad que ahora les inspira este nuevo inquilino. Para esta última parte, Kidman, Dunst y Farrell entregan sus mejores momentos, con una carga dramática necesaria para el lucimiento de sus personajes, nos dejan en claro su talento y hacen que se nos olvide (por lo menos hasta que la película finaliza) de los ratos aburridos que contiene el filme. Es un muy buen desenlace, satisfactorio para el rumbo al que la cinta nos estaba llevando, y se agradece que no se tome ninguna especie de solemnidad hacia ningún personaje. Como la gran mayoría de las cintas de época, cuenta con un diseño de
producción impecable, los interiores monocromáticos con uno que otro detalle en colores nada llamativos y las paredes abarrotadas de velas hacen un entorno que puede resultar tétrico, sacado de alguna cinta de terror gótico. El vestuario con predominantes colores pastel nos recuerda más a las cintas de época actuales que a las clásicas, no son vestuarios exuberantes sino piezas más conservadoras que aún así generan un muy buen contraste con el ya mencionado decorado de la escuela. La fotografía es magnífica, la iluminación de velas hace que las tomas nocturnas sean maravillosas, enfocando con la luz siempre al centro del cuadro y dejando lo demás en una oscuridad casi completa hacen sentir una especie de entorno de calidez que poco a poco se va perdiendo conforme avanza la trama, no hay tomas arriesgadas, todo está muy bien cuidado y sigue la línea conservadora que tienen muchos otros aspectos de la cinta. El único aspecto técnico que me quedó a deber es el de la música, es demasiado sutil, tanto que preferiría que no hubiera, más que las piezas que las alumnas interpretan dentro de la misma película, los demás tracks aparecen en muy contadas escenas y no aportan nada a las mismas, ya es el segundo trabajo que la banda Phoenix compone para Sofia Coppola y en ambas ocasiones resultan completamente desperdiciados (la anterior es Somewhere, una película en la que absolutamente todo es desperdiciado), esperemos que esta mancuerna por fin llegue a algo sustancioso y que se pueda apreciar de buena manera. Podemos concluir diciendo que es una cinta que retrata el deseo, el erotismo y la sutileza no solo en su argumento sino en su ritmo, no me parece en absoluto la mejor película de su directora y difícilmente la veo compitiendo en alguna entrega de premios.
O
riginalmente el guionista Scott Frank pensó en Godless como una película para ser producida por Steven Soderbergh, dirigida por Sam Mendes, y con Kate Winslet y Harrison Ford en dos de los roles estelares; pero el proyectó cayó en el limbo a mediados de la década pasada y es hasta ahora que, todavía con el apoyo de Soderbergh en la producción y con el mismo Frank como director, Netflix la estrena como una miniserie de siete episodios que nos transporta al salvaje Oeste de finales del siglo XIX, concretamente al antiguo pueblo minero de La Belle, cuya población está constituida en su gran mayoría por mujeres viudas luego de que un accidente causara el derrumbe parcial de la mina donde trabajaban sus hombres. Durante una noche de tormenta llega un hombre malherido a un rancho aledaño a La Belle que pertenece a Alice Fletcher (Michelle Dockery); se trata de Roy Goode (Jack O'Connell), un bandido que ha desertado de la temida banda de criminales de Frank Griffin
(Jeff Daniels), quien desde su infancia lo reclutó y protegió como si fuera su propio hijo. Pero la presencia de Goode en las cercanías de La Belle y la amenaza de Griffin de matar a todos aquellos que ayuden al traidor hacen que la localidad se vea envuelta en una sangrienta historia de venganza. Godless es una absorbente propuesta televisiva que sobresale, además de por su entretenido espectáculo de vaqueros y por su impecable factura, por la duración de sus capítulos –todos sobrepasan los sesenta minutos–, lo cual le permite que puedan desarrollarse las distintas subtramas de manera orgánica y que los personajes secundarios puedan obtener un desarrollo sobresaliente, logrando en su conjunto un entramado complejo que explora temas como la fe, la familia, la ambigüedad moral el conflicto de razas y la igualdad de género. Scott Frank demuestra no sólo su habilidad narrativa al ensamblar una historia narrada en distintos lugares del mismo territorio y con constantes saltos hacia el pasado
con flashbacks tratados visualmente de manera original en cuanto al uso de los colores deslavados, sino también expone su sensibilidad a la hora de retratar tanto a personajes masculinos vulnerables física y emocionalmente, como a mujeres aguerridas que no necesitan la ayuda de ningún hombre para sacar adelante sus ranchos o reconstruir su pueblo después de la tragedia. En este apartado sobresalen las interpretaciones de O'Connell como el atormentado héroe del relato, y Scoot McNairy como Bill McNue, el sheriff de La Belle con un secreto personal que lo agobia y le genera una reputación de cobarde entre los habitantes del pueblo; sin embargo las mejores interpretaciones las encontramos en el reparto femenino, sobresaliendo Michelle Dockery y Tantoo Cardinal (Iyovi). Pero nadie, absolutamente nadie sobresale como la extraordinaria Merritt Wever; su trabajo al dar vida a Mary Agnes, la hermana de McNue, es simplemente uno de los más sobresalientes del año, pues logra interpretar a un personaje con cinismo y agresividad masculina pero sin perder la sensibilidad emocional femenina y los esporádicos atisbos de maternidad con los que trata a sus sobrinos y a Whitey Winn (Thomas Brodie-Sangster), el huérfano joven ayudante de su hermano en la comisaría. Godless, filmada en locaciones de Santa Fe, Nuevo México, tiene como principal sustento formal la fotografía de Steven Meizler que explota los hermosos paisajes del profundo y antiguo territorio estadounidense y se complementa a la perfección con las excepcionales partituras musicales de Carlos Rafael Rivera y la supervisión de T-Bone Burnett, logrando ese ambiente atmosférico bucólico, sucio y violento que recrea la barbárica conquista del agreste territorio. Forma y fondo logran en la serie una comunión de calidad que la colocan como una de las propuestas televisivas imperdibles del año.
C
uando Netflix anunció su primera producción alemana y reveló su premisa, Dark fue comparada incesantemente con el popular serial televisivo Stranger Things (2016 - ), producido por el mismo servicio de streaming, pues la trama transcurre en un apartado pueblo en el que tienen lugar una serie de desapariciones de niños y adolescentes, tal como los niños desaparecen en misteriosas condiciones en el pueblo americano de Hawkins, Indiana en la serie creada de los hermanos Matt Duffer y Ross Duffer. Pero la serie alemana creada por Baran bo Odar y Jantje Friese va mucho, mucho más allá de la nostalgia ochentera de Eleven y compañía; se trata de un trabajo maduro y sofisticado que, además de ofrecer entretenimiento de primerísima calidad, nos comparte una historia por demás interesante que plantea cuestiones existenciales desde la ciencia y la filosofía sobre el origen y el destino del hombre. La trama comienza con la desaparición de un adolescente en el apartado pueblo de Winden y nos muestra cómo éste suceso afecta la vida de cuatro familias relacionadas de una manera mucho más estrecha de lo que jamás hubieran podido imaginar. Con una narrativa fragmentada y laberíntica que demanda la atención y participación del televidente, Dark nos ofrece una premisa que incluye viajes en el tiempo y un misterio que abarca tres líneas de tiempo, cada una separada por 33 años de historia y por la paulatina revelación de las dobles vidas y los secretos más oscuros que guardan celosamente sus protagonistas.
Y es que aunque la serie en realidad no ofrezca nada nuevo, la colección de ideas científicas y filosóficas que han tomado como inspiración de otras propuestas televisivas (Stranger Things; The OA; etc.), cinematográficas (Stalker e Interstellar) y literarias (el concepto del eterno retorno y la filosofía nietzscheana son las más identificables), Dark las presenta de una manera fresca y con un nivel de factura impecable; Netflix ha apostado por serie madura con una propuesta visual de atmosfera claustrofóbica y opresiva lograda a partir de las elegantes composiciones postales capturadas por el lente de Nikolaus Summerer –caracterizadas por los juegos de luces y sombras bajo un clima lluvioso perpetuo– y la compañía de la música de Ben Frost junto a algunos éxitos musicales ochenteros y emblemáticos temas indie contemporáneos. Dark resulta en uno de los mejores títulos televisivos del año por su riqueza conceptual que mezcla eficazmente la ciencia ficción y filosofía existencialista con la que hace apuntes sobre el tiempo como un concepto laberíntico circular y la dualidad de la naturaleza humana. Su desconcertante capítulo final no sólo funciona como emocionante «cliffhanger», sino como una demostración más de que con cada capítulo que avanza, su complejidad va creciendo por igual y prometiendo con ello que su segunda temporada será alucinante.
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