CELULOIDE DIGITAL - ENERO 2019 - LO MEJOR DE 2018

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no.95 / ENERO 2019 LO MEJOR DE 2018









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l nombre de Paul Schrader puede ser reconocido por el cinéfilo promedio como guionista de algunos de los más grandes títulos del maestro neoyorquino Martin Scorsese como Taxi Driver; Raging Bull, The Last Temptation of Christ y Bringing Out the Dead; todos ellos tienen como protagonistas a personajes atormentados en busca de redención, algunos de ellos incluso presentan comportamientos violentos y/o autodestructivos. Sin embargo, como director de cine el estadounidense posee una filmografía con casi una veintena de títulos que, aunque con irregularidades, tiene presentes algunos ejercicios fílmicos contundentes, tal es el caso de la seminal Blue Collar (1978) en la que desmontó rabiosamente el sueño americano, Hardcore (1979), American Gigolo (1980), el sobresaliente biopic Mishima: A Life in Four Acts (1985), la delirante, lisérgica y casi experimental Dog Eat Dog (2016), y su más reciente trabajo: First Reformed, un inquietante drama religioso protagonizado por Ethan Hawke dando vida a Ernest Toller, un pastor evangélico de una antigua parroquia al norte del estado de Nueva York y ex capellán del ejército con un pasado dolorosamente marcado por la muerte de su hijo en la Guerra de Iraq, y a quien un encuentro con Michael (Philip Ettinger), un desesperanzado activista ecológico, y su esposa embarazada Mary (Amanda Seyfried), provoca en él una suerte de radicalización ideológica con respecto a su fe y al papel que juega Dios y la iglesia cristiana en el destino del mundo. El tema de la redención como una constante en el cine de Schrader tanto como guionista como director obedece a la especialmente estricta educación recibida por su padre, Charles, un miembro de la comunidad calvinista que, al no poder terminar sus estudios para convertirse en ministro de la congregación, vio la posibilidad de cumplir sus sueños a través de sus hijos Paul y Leonard, planeando los estudios de ambos en la Universidad Calvinista para convertirse en sacerdotes. La educación bajo la que se crió Schrader fue tan estricta que no pudo ver una película sino hasta que cumplió 15 años cuando desobedeció las reglas familiares y eclesiásticas y, junto con un amigo, se escapó al cine para ver el ahora clásico de las comedias familiares The Absent-Minded Professor; 1961) de Robert Stevenson; tiempo después, y ahora bajo el amparo de sus tías menos ortodoxas, asis-

tió a la función del drama musical Wild in the Country; 1961) de Philip Dunne con Elvis Presley como protagonista. Sin embargo, no fue sino hasta que, ya con el permiso de su madre, atestiguó en la gran pantalla la historia del mártir en Spartacus (1969), de Stanley Kubrick, que el joven Paul se adentró también en los terrenos de la rebeldía y el sacrificio además de la ya mencionada redención. Cómo conciliar su fe cuando la iglesia a la que pertenece es más una empresa preocupada por capitalizar la devoción de los feligreses que un refugio espiritual y de culto cristiano y que, además, es subsidiada por una de las compañías que generan más contaminación a nivel global; esa es la gota que rebasa el vaso, es el dilema que detona la serie de crisis existenciales que llevan al pastor a un estado de radicalización ideológica que apenas encuentra consuelo con la presencia de Mary –no podría llamarse de otra forma la mujer que lleva en su vientre la esperanza en alusión a la madre del redentor–. En un formidable ejercicio de contención formal y dramática que se aleja de sus anteriores producciones, Schrader propone una suerte de reelaboración y relectura del guion de la mítica Taxi Driver, y al igual que el mítico taxista encarnado por De Niro en la película ganadora de la Palma de Oro en 1976, el pastor Toller se ve arrastrado por una espiral de muerte, dolor, ira y frustración que tiene como únicas esperanzas de escape a la justicia y la redención. Con una propuesta impecable tanto en forma como en fondo –su estética y narrativa presentan claros ecos temáticos y estilísticos de las obras de Bresson, Bergman y Tarkovski–, el director Paul Schrader ofrece un denso, violento y sórdido ensayo existencialista centrado en la fragilidad del hombre y con un sobrecogedor «tour de force» por parte del gran Ethan Hawke como carta de presentación ante el público. El director, afortunadamente, no ofrece respuestas a las interrogantes éticas y morales que plantea, sino que utiliza la monumental experiencia sensorial que supone First Reformed para depositar el germen que con el paso de los días –tal vez semanas, incluso meses– da paso a una serie de dolorosas y abrumadoras reflexiones sobre el futuro de la humanidad y sobre nuestros actos en consecuencia a partir de estas reflexiones.



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uego de ocho años de ausencia, el sexagenario director surcoreano Lee Chang-dong regresa demostrando encontrarse en plena forma con su sexto largometraje: Burning, relato protagonizado por Lee Jong-su (Yoo Ah-in), un joven mensajero que, cuando se encuentra en medio de una de sus entregas, se encuentra casualmente con Shin Hae-mi (Jun Jong-seo), quien dice ser una antigua compañera de colegio, además que solía vivir en el mismo vecindario, aunque el chico no termina por recordarla con claridad. La pareja, no obstante, comienza un intenso pero brevísimo ro-mance que se ve interrumpido por el ya anunciado viaje a África por parte de la chica, quien le pide al enamorado y servil Lee Jong-su que cuide a su gato en su ausencia. Pero a su regreso, Shin Hae-mi le presenta a Ben (Steven Yeun), un enigmático y atractivo joven de clase alta que conoció durante su viaje y con el que se porta extrañamente cariñosa. Entre ellos surge un triángulo de romance/amistad hasta que Shin Hae-mi desaparece sin dejar rastro alguno y Ben confiesa a Lee Jong-su un extraño pasatiempo: quemar invernaderos. Del breve relato firmado por el japonés Haruki Murakami en el que está inspirado –Quemar graneros que apenas alcanza las catorce páginas de extensión–, el director surcoreano extrae los personajes y la premisa inicial, pero los toma como un mero pretexto para desarrollar un retorcido thriller existencial haciendo pequeños aunque significativos cambios como el estado civil del protagonista, su nivel socioeconómico, sus frustraciones como aspirante a escritor, su incapacidad para expresar sus mayores deseos y su pasado con un trasfondo familiar fracturado –el abandono de su madre y la violenta e irracional personalidad del padre que le han llevado a ser sentenciado a prisión–. Con una atmósfera turbia conseguida con la propuesta fotográfica de Hong Kyung-pyo y la composición sonora de Mowg, y a una magistral construcción de la tensión que va ganando terreno de forma

gradual hasta el explosivo y violento desenlace, Lee Chang-dong entreteje un thriller tan hermoso como perturbador del que pueden extraerse múltiples lecturas que van desde el elemental triángulo amoroso y las relaciones de poder en medio de la lucha territorial entre los hombres, hasta la eterna lucha de clases, así como un retrato metafórico del choque cultural en la sociedad surcoreana entre conservadurismo y modernidad, entre tradicionalismo y occidentalización. Sin embargo, lo más fascinante de Burning es que no ofrece respuestas al espectador; la película está sustentada enteramente en la ambigüedad y el desconcierto. Y es que la semilla de la duda es sembrada desde el inicio de la cinta cuando Shin Haemi le cuenta a Lee Jong-su anécdotas sobre su niñez compartida pero éste parece incapaz de recordarlas, y mientras la trama avanza y la chica desaparece, Lee Jong-su comienza a cuestionar la veracidad de la identidad y los recuerdos de Hae-mi, mientras va quedando sumergido y asfixiándose en el desconcierto con la aparición de vagas pistas sobre la misteriosa y repentina desaparición de la chica. La narración desde la vaguedad y desde la deliberada omisión –como la mandarina que Shin Hae-mi se come al inicio de la cinta– le permite al cineasta entretejer el relato de un modo que demande la participación activa del espectador para complementar la trama con sus propias ideas y teorías sobre la veracidad de los acontecimientos, permitiendo de la misma forma un más profundo y personal estudio de la condición humana. Burning es un ejercicio poético y reflexivo con una elocuencia envidiable y una elegancia formal extraordinaria que, al dejar abiertas todas las interrogantes que plantea, seguramente recompensará gratamente a todos aquellos aventureros y amantes de la ambivalencia y el caos que se atrevan a sumergirse en sus 148 minutos de incertidumbre pura.



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urante su infancia, Alfonso Cuarón fue un pequeño que recorría las calles de la Ciudad de México para visitar las distintas salas de cine donde pasaba tardes completas asistiendo a esas maravillosas funciones dobles para admirar la magia del cine comercial que todos disfrutamos a esa edad. Pero fue hasta que vio El ladrón de bicicletas (Ladri di biciclette; 1948), de Vittorio De Sica, que conoció la existencia de otra clase de cine; en ese momento cuando supo que tenía que dedicarse a esto. Y casi 40 años después, ese pequeño niño regresa a su país siendo el primer mexicano y latino en ganar el Oscar a mejor director y convertido en uno de los grandes exponentes del cine mundial. En esta ocasión, Cuarón quiere hacer historia de nuevo, ahora acompañado de Netflix en la producción de este nuevo proyecto que espero casi 12 años para realizar. El cineasta regresa a sus orígenes, a su México, a esos lugares que lo vieron crecer para filmar su película más personal a la fecha: Roma. Para la creación del film, Cuarón no solo se remontó a su país, sino también a lo más profundo de los recuerdos y su corazón para sacar de ellos la historia de este proyecto que, si bien esta basada en su experiencias, no habla precisamente de él, sino de las mujeres de su vida, sobre todo de una en especial: Libo, la mujer que trabajó con su familia como empleada doméstica en su niñez y que, junto a su madre, se encargaron de su crianza. Roma es la muestra del profundo amor de Cuarón hacia ella y a su país México. Estas palabras fueron dichas por el propio director al recoger su León de Oro en la pasada entrega del Festival de Cine Venecia.

La cinta cuenta la historia de Cleo, una joven humilde de origen oaxaqueño que trabaja realizando las labores del hogar para una familia que vive en pleno corazón de la Ciudad de México en la colonia Roma. Su patrona, Sofía, se dedica al cuidado de sus cuatro hijos, mientras su marido, Antonio, viaja constantemente por cuestiones de trabajo. La pareja se encuentra en una fuerte crisis matrimonial pero Sofía hace el esfuerzo porque esto no afecte a sus niños. Por su parte, Cleo y Adela, quien es su compañera de oficio en la misma casa y además su mejor amiga, se concentran totalmente en su trabajo para que todo esté perfecto en el hogar. Sofía y sus hijos son muy agradecidos con ellas y les tienen un gran cariño, sobre todo a Cleo, quien prácticamente se convirtió en una segunda madre para los niños, y la tratan como parte de la familia. Cleo es una joven como cualquiera, que sale a divertirse por la ciudad, a caminar por sus calles, va al cine, a tomarse unos tragos y también a buscar el amor. Pero también tiene problemas, ya que la vida está a punto de ponerle duras pruebas ocasionadas precisamente por cuestiones amorosas que se complican aún más debido a la situación por la que atravesaba el país en la década de los 70, momento en el que está ambientado el film. Muy a pesar de los problemas de ambas partes el lazo entre Cleo, Sofía y la familia de esta se convierte en la mayor fortaleza para luchar contra la adversidad.


Con esta historia Cuarón enaltece la labor de la empleada doméstica tan denigrada y discriminada en el mundo –y tan mal retratada en el cine mexicano– convirtiéndola en la gran protagonista de este relato tan personal e íntimo, pero que a su vez nos muestra uno de los momentos políticos y sociales más complicados que ha tenido el México moderno, marcado por los movimientos estudiantiles y los conflictos con el gobierno. Aunque a simple vista no lo parezca, Roma es una mega producción de esas que pocas veces se ve en el cine nacional, llena de avances técnicos de primer nivel. Para empezar, la dirección de arte de Eugenio Caballero (ganador del Óscar por El Laberinto del Fauno) fue una labor titánica; para Cuarón era importante que la trama fuera situada donde ocurrieron realmente los hechos y, obviamente, la ciudad ha cambiado con los años. Es así que Cuarón y Caballero recrearon decenas de lugares que ya no existían basándose en fotografías y recuerdos; enormes sets donde cada detalle, por mínimo que fuera, era cuidado para que coincidiera con la época –es por todos sabido que Cuarón es extremadamente perfeccionista–. Su espectacular diseño sonoro envolvente hace que nuestro oído alcance a percibir hasta el más mínimo detalle de lo que está sucediendo. Roma también cuenta con una espectacular fotografía blanco y negro rodada en 65mm que en esta ocasión corrió a cargo del mismo Cuarón, ya que Emmanuel 'Chivo' Lubezki, su habitual colaborador, no pudo en esta ocasión acompañarlo debido a su saturada agenda. Cuarón, con su ya conocida maestría para los planos secuencia, nos adentra a la intimidad de la familia, la cámara se mueve lentamente por cada rincón de la casa y de sus vidas, plasmando una poética cotidianidad. La elección de casting en esta ocasión fue muy singular ya que Cuarón se basó específicamente en que el intérprete se asemejara lo más posible al personaje de la vida real en el que estaba basado, tanto en lo físico como en su personalidad. Es así que, tras meses de audiciones, fue armando su gran elenco donde se destacan las dos protagonistas que encabezan este

elenco: una Yalitza Aparicio que desborda frescura y que es respaldada por la experiencia de su coprotagonista Marina de Tavira, quien proviene de una familia dedicada al teatro, y tras años de carrera, encuentra en Roma la gran oportunidad que su nombre sea conocido mundialmente. La actriz nos da un gran trabajo interpretando a Sofía, papel basado en la madre del director, una mujer vulnerable pero que saca fortaleza por el amor a sus hijos. Por su parte, para elegir a quien daría vida a Cleo, la heroína de esta historia, el casting se trasladó a comunidades rurales de Oaxaca para buscar a la mejor candidata, eligiendo a Yalitza Aparicio, quien es la gran revelación de este proyecto. Una chica que nunca pensó dedicarse a esto de la actuación –es maestra de profesión– pero que gracias a su increíble talento natural nos ha dado lo que para muchos es la mejor actuación de este 2018. Con una gran sencillez Yalitza agradece a Cuarón la gran oportunidad y disfruta los frutos de su trabajo, siendo uno de los nombres más comentados en la industria del cine este año pero que, increíblemente, aún no sabe si continuará dedicándose a la actuación. Sea cual sea la su decisión, el personaje de Cleo, así como su interpretación, están destinadas a pasar a la historia del cine mundial; y digo mundial porque Roma y su lenguaje cinematográfico sobrepasan las barreras del idioma, contiene escenas magistrales e impactantes por su belleza y violencia, pero son esos pequeños momentos cotidianos y discretos los que le dan fuerza y corazón y que la convierten en una experiencia indeleble en la mente del espectador. Podría escribir hojas y hojas enteras de porqué Roma es la mejor película de año, pero ninguna palabra se comparará con lo majestuoso y conmovedor de la experiencia que resulta esta historia. Si tienen la oportunidad de verla en cines, no dejen pasarla; después podremos revisarla una y otra vez en Netflix, revivir la experiencia y compartirla; porque esta fue precisamente la razón por la que Cuarón optó por el apoyo de Netflix: para que su historia derribara fronteras y llegara a todos los rincones del mundo.




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uatro años después de presentar Le Meraviglie (2014), la directora italiana Alice Rohrwacher regresa con una entrañable fábula moderna que tiene como protagonista a un joven campesino de excepcional virtud, una suerte de Santo sin milagros cuyo único «poder» es la bondad en medio de la marginación y la miseria. Lazzaro (un debutante Adriano Tardiolo excepcional) es un joven huérfano que vive y trabaja en La Inviolata, una hacienda tabacalera en la Italia rural controlada por la Marquesa Alfonsina de Luna (Nicoleta Braschi), quien explota a sus trabajadores como esclavos y, éstos a su vez, explotan aún más al inocente joven aprovechándose de su infinita bondad. Durante un caluroso verano, Lazzaro establece una improbable amistad con Tancredi (Luca Chikovani), el rebelde hijo adolescente de la Marquesa; pero cuando el chico lleva a cabo un falso secuestro para darle una lección a su madre, el plan tiene consecuencias inesperadas y un suceso trágico cambiará la vida de todos, pero principalmente la de Lazzaro, a quien se le da la posibilidad de trascender en el tiempo y conocer la Italia moderna, reencontrándose en ella con varios personajes de La Inviolata, como Antonia y Tancredi (ahora interpretado por Tommaso Ragno). Sin preocuparse por ofrecer una respuesta al misterioso regreso de Lazzaro y, por ende, tampoco buscando la verosimilitud en la trama, la directora enfoca sus energías en cincelar lenta y detalladamente una cinta profundamente emotiva y conmovedora sin necesidad de recurrir a aspavientos melodramáticos, consiguiendo finalmente un lúdico ejercicio que lo mismo es un canto a la vida, una oda a la bondad del hombre, una crítica política al sistema y una revitalización de los preceptos del neorrealismo con una gran frescura y autenticidad. Filmada en granuloso super 16mm y presentada con un aspect ratio de 1.66:1 con redondeadas esquinas de los fotogramas, la evocadora propuesta visual de la cinefotógrafa Hélène Louvart abreva de los grandes maestros del neorrealismo

italiano y entre sus influencias más evidentes podemos rastrear a Pasolini, Fellini, Antonioni, Rossellini y De Sicca, pero sobre todo sobresale la fuerte inspiración en la obra fílmica del italiano Ermanno Olmi, cuya aura de humildad y espíritu cristiano cubre el relato de Lazzaro tanto en su parte rural como en la urbana, un juego de contrastes en el que también se encuentra presente en espíritu el tailandés Apichatpong Weerasethakul con sus propuestas naturalistas sobre la memoria, el tiempo y la transformación. Y es precisamente a través de este juego de contrastes que propone la directora con la separación espacio-temporal al final del primer acto de la cinta con la «muerte y resurrección» de Lazzaro, que se expone la perpetua marginación social que trasciende y se impone en los distintos sistemas de gobierno. En este su tercer largometraje, Rohrwacher toma las aventuras de Lazzaro como un pretexto para exponer la tragedia que ha devastado a su país y para hablar de temas como la esclavitud moderna, la migración y la miseria; la resurrección del protagonista y su viaje a la ciudad más cercana de la hacienda tabacalera es la excusa perfecta para que la cineasta exponga cómo el abuso de poder y la corrupción son casi una tradición, mientras que la opresión y la explotación siguen siendo sistemáticas en la Italia contemporánea, cambiando únicamente los latifundios por los bancos. La figura de Lazzaro es, entonces, no sólo un fragmento del pasado que se ha conservado místicamente a través del tiempo, sino la (re)encarnación de la bondad humana; la infinita virtud del huérfano que trasciende el tiempo, el espacio e incluso la muerte es la crítica social más certera y el último gran contraste con el que Rohrwacher pone a prueba los valores de la decadente humanidad en este lúdico ejercicio de neo-neorrealismo italiano con pinceladas de realismo mágico; esta fábula moderna es cine en su estado más puro, un título política y socialmente relevante, un clásico instantáneo imprescindible.



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a familia natural ha dejado de ser una norma establecida en la sociedad y poco a poco abre paso a la diversidad. Hoy en día no todos los padres están casados, o son del mismo sexo, o comparten algún lazo sanguíneo. Las familias no tradicionales muestran que lo natural debe de ser el amor. Y aunque el ser humano va abriendo su mente, instituciones como el gobierno o la iglesia, con ideologías bastante arraigadas al pasado se resisten al cambio y se ciegan ante una humanidad que está cambiando. Este tema tan actual tarde o temprano tenía que caer en manos del realizador japonés Hirokazu Kore-eda, quien es un maestro en retratar los lazos familiares en su cine. Su nueva cinta, Shoplifters, habla precisamente de esto, de cómo se llegan a construir vínculos emocionales tan fuertes que van más allá de compartir el mismo código genético. El film se presentó en el pasado Festival de Cannes donde se hizo acreedora a la Palma de Oro. La cinta también fue seleccionada por Japón como su representante en la próxima entrega de los premios Oscar en la categoría de mejor película de habla no inglesa. En Shoplifters conoceremos la historia de Osamu, quien a pesar de tener un modesto empleo que le da lo necesario, se dedica también a robar tiendas con la ayuda de su hijo Shota. Pero ellos sólo roban cosas necesarias para su hogar, en su mayoría alimentos; al fin de cuentas no hacen gran mal, porque según Osamu las cosas que se venden aún no son de nadie. Una noche tras hurtar algunas tiendas se encuentran a una pequeña de nombre Yuri, quien aparentemente está abandonada, por lo que Osamu opta por llevarla a casa. La decisión pone a prueba a la familia entera,

sobre todo a Nobuyo, la “matriarca”, quien se muestra en contra de quedarse con la niña, pero Yuri le roba el corazón y termina por aceptar que se integre a la familia. Ella trabaja en una fábrica para ayudar a Osamu en sus gastos, pero aun así no les alcanza el dinero. Osamu y Nobuyo también reciben el apoyo de otros dos miembros de la familia: la abuela, quien recibe una misteriosa 'pensión' que los saca de apuros económicos; y su nieta, una bella joven que trabaja en unas cabinas donde satisface el voyerismo de los hombres que la visitan. A pesar de las adversidades todos ellos logran crear un núcleo familiar bastante sano y lleno de amor. Desgraciadamente un altercado accidentalmente sacará a la luz los secretos de esta familia. Con Shoplifters Kore-eda nos obsequia un drama familiar que evade a toda costa el sentimentalismo, un relato de gran sencillez en sus imágenes, pero no por eso carente de profundidad en su guion. Es increíble cómo el director puede mostrarnos en sus escenas tanta ternura desde una mirada infantil, pero a su vez la crudeza y desesperanza que nos produce la pobreza en la que viven nuestros protagonistas que, a diferencia de otras de sus cintas, se mantienen optimistas; en esta ocasión la felicidad plasmada en pantalla es devorada abruptamente por la cruel realidad, donde lo que está bien y mal ya está escrito y no hay un punto medio. Kore-eda nos enseña que lo establecido no tiene que ser precisamente lo correcto, que la familia es más una necesidad de conectarse con otros, una necesidad de amor, apoyo incondicional y armonía que una simple cuestión social.



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awel Pawlikowski presentó en el Festival Internacional de Cine de Morelia su más reciente filme, un drama de posguerra donde la inmisericorde opresión comunista y la pureza del folklore rural conviven para amalgamar una historia de amor tan minimalista como conquistadora. Inspirada en los padres del director pero basada materialmente en dos personas reales, Cold War hace un viaje por la cultura polaca a partir de los momentos posteriores a la Segunda Guerra mundial, cuando Polonia se encontraba devastada y en ruinas. La llegada del comunismo trae al país una reavivación del nacionalismo y un rechazo a lo occidental. Es así que una comisión cultural del gobierno envía a Wictor para reunir danzas y canciones populares aportados por gente común. Wiktor, conoce a Zula, una rubia de belleza no del todo eslava pero con una actitud desafiante y un nato talento para el escenario. Se conforman números musicales y una compañía de baile. La atracción nace. El proyecto se desarrolla con giras y presentaciones por toda Europa, llevando la cultura polaca a ojos occidentales. Las tensiones y obstáculos del rígido régimen crean desencuentros entre Wiktor y Zula. Su historia se cuenta por pequeños y esporádicos episodios en que su relación toca puntos clave, dejando grandes lagunas de tiempo que el espectador ha de llenar. La fotografía es uno de los aspectos que primero cautivan la atención. Además de presentar un aspect ratio de

4:3, la cámara de Lukasz Zal –que ya hemos conocido desde Ida y en Loving Vincent– encuadra los escenarios con composiciones horizontales; los personajes muchas veces aparecen en el segmento inferior de la imagen mientras arriba hay escenarios y ambientes, dando una sensación de tridimensionalidad; una plástica construida con naturaleza, callejones oscuros y puestas en escena. Pese a ser visualmente cuidadosa, la ambientación es austera; el contraste del blanco y negro hace resaltar lo principal: la complementariedad de la pareja. Sus visiones distintas del mundo y de la situación política los hacen interesantes uno para el otro. La vigilancia de los burócratas que controlan el proyecto artístico y el peso omnisciente de un gobierno obsesionado con la fidelidad de sus ciudadanos, vuelven a Wiktor y Zula aún más necesitados entre sí, su naturaleza artística se contrapone con los dictados del bloque comunista para quien el arte solo es útil cuando engrandece a un partido, a un líder y a una idea de sociedad donde no existe la individualidad. El choque ideológico se evidencia con imágenes perturbadoramente bellas como la de un coro de angelicales voces cantando frente a una gigantesca imagen de Stalin. Otro factor notable es la narrativa escueta que transita por espacios de varios años. Desde antes de la función, Pawlikowski advertía de que el espectador debía llenar los espacios, construyendo interiormente los procesos

políticos y las vidas de los personajes, evitando las explicaciones innecesarias o la documentación histórica que no viene al caso en una historia donde lo que importa es la conexión humana y la comunión cultural. Aunque esto no impide encontrar un eco de esta cinta en la Polonia actual en la que un nacionalismo xenófobo y anti-occidental se vale de la revaloración étnica y racial en favor de una clase política. Difícil saber si se trata de un análisis involuntario o no. Es de resaltar que siendo una película básicamente romántica, prescinde de todo ornamento lírico que pueda forzar el romance. Hay una honestidad cabal por parte de Pawlikowski que confía plenamente en la química de sus personajes y en esa narrativa que el espectador elabora dentro sí, para hacer de esta una historia que conquiste y conmueva. Tal efecto no es sin embargo tan potente, pero que haya esa consideración y ausencia de manipulaciones es para agradecer enormemente. Cold War es una película de contrastes e ironías; la belleza nacional es usada al servicio de la represión, y el terror burocrático es coadyuvante para desarrollar un relato de amor. Se crea así una película simpática y desoladora, bella e indignante, donde no hay cortapisas pero tampoco politización (no forzada al menos), donde el cliché de “el amor no conoce obstáculos” pareciera estarse inventando, en lugar de estarse usando una vez más.



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esde su estreno en el Festival de Cine de Sundance, la ópera prima de Ari Aster fue calificada como una de las películas más aterradoras de los últimos años; pero se trata de un calificativo que quizá puede jugar en su contra, pues más que aterradora, es una cinta inquietante sobre el duelo y la descomposición familiar, y aquellos que esperen sustos al por mayor, abandonarán la sala muy decepcionados. La película inicia con una secuencia que nos muestra una habitación donde hay varias maquetas de otras habitaciones y ambientes, la cámara realiza un acercamiento extremo hasta una de ellas y en su interior la acción comienza; esta secuencia pone de manifiesto la naturaleza de la película, es como si una ominosa presencia nos permitiera observar la cotidianidad de sus creaciones antes de someterlas a un juego cruel... o explicado por las propias palabras del director, “es una larga posesión contada desde el punto de vista de los corderos que serán sacrificados”, una visión pesimista que nos recuerda a la muy reciente El Sacrificio del Ciervo Sagrado (The Killing of a Sacred Deer (2017), de Yorgos Lanthimos. La trama de Hereditary inicia con el sepelio de la abuela y matriarca de la familia Graham, dejando como herencia su casa a su hija Annie (Toni Collette), una experta galerista cuya infancia al lado de su madre y su hermano esquizofrénico y suicida no fue precisamente idílica. Ahora, tras el fallecimiento de su madre, y acompañada de su propia familia –su esposo Steve (Gabriel Byrne) y sus dos hijos: Peter (Alex Wolff) y Charlie (Milly Shapiro)–, Annie intenta dejar atrás años de traumas emocionales a través del proceso de duelo en un grupo de ayuda con otras personas que también necesitan apoyo emocional y psicológico para superar sus pérdidas. Sin embargo, la situación familiar se encrudece cuando comienzan a manifestarse fantasmales figuras en la casa y otros extraños fenómenos ante la mirada de la pequeña Char-

lie. Por si fuera poco, un fatídico accidente destroza los ya débiles pilares que sostenían a la familia para arrastrarla a una pesadillesca experiencia. Como ya lo hiciera con sus cortometrajes, el debutante Ari Aster escribe el guion de Hereditary dando prioridad al drama familiar en sus dos primeros actos, pero brindándonos momentos verdaderamente desconcertantes. Es un eficaz ejercicio de género que disecciona de manera lenta pero incisiva la dinámica familiar y sus capas emocionales y psicológicas que, como un cirujano experto, Aster va retirando poco a poco hasta dejar expuesto su núcleo en descomposición; la película se enfoca más en el daño que se causan entre ellos que en la amenaza sobrenatural que de cierne en torno a ellos. La trama se presenta casi en todo momento desde la perspectiva de Annie y ella es el conducto que el director utiliza para desarrollar sus conceptos e ideas sobre temas como la maternidad no deseada o el miedo profundo a la heredar los traumas psicológicos de su madre; Aster aborda el tema de la maternidad no deseada, dinamitando toda idealización que socialmente se construye en torno a «el evento más importante en la vida de una mujer», estableciendo así un enlace con las madres Eva (Tilda Swinton), en Tenemos que hablar de Kevin (We need to talk about Kevin; 2011), de Lynne Ramsay, y Rosemary (Mia Farrow) en El bebé de Rosemary (Rosemary's Baby; 1968), de Roman Polanski. Ambas mujeres, como Annie, atestiguan el resquebrajamiento de una familia perfecta por la amenaza de presencias siniestras; por un lado la psicopatía del adolescente encarnado por Ezra Miller, y por otra parte, un bebé producto de un ritual sexual satánico para engendrar al anticristo. La maternidad les ha dado a todas una herencia maldita de la que no pueden escapar, y en ese sentido, es im-posible no pensar además en Está detrás de ti (It follows; 2014), de David Robert Mitchell, cinta donde la protagonista también se ve asediada

por un ente que ha heredado vía sexual. Este drama familiar de secretos, rencores y culpas sobresale por la profundidad psicológica de Annie y de toda la dinámica familiar; las maquetas que construye para su próxima exposición funcionan como una exploración de su psique; es la literal reconstrucción de su pasado para intentar comprenderlo, hacer las paces con él en el presente y dar forma así a su posible pleno futuro. Y así como la película cuida a detalle su fondo, también lo hace en su forma y se caracteriza por su factura impecable; cada encuadre, cada emplazamiento de la cámara, y cada recurso sonoro está pensado para favorecer su atmósfera claustrofóbica y aumentar paulatinamente la tensión. Acudiendo a audaces recursos narrativos, Aster expone su total conocimiento de la gramática cinematográfica y con pulso firme logra esquivar los terrenos convencionales del cine de terror para conducirnos hasta el último tramo de la cinta donde la pesadilla familiar se vuelve completamente delirante. En este tercer acto el horror paranormal queda en completa libertad y los personajes se enfrentan a situaciones verdaderamente perturbadoras... ¿o acaso hay algo más perturbador que degollar accidentalmente a tu pequeña hermana, encontrar en la estancia de tu casa el cadáver calcinado de tu padre y ver cómo tu madre se convierte en una criatura violenta que termina por cercenar ella misma su cabeza? Hereditary es una cinta de giros inesperados y perturbadores que sabe jugar astutamente con la incertidumbre, un relato inteligente que demuestra que no hay nada más efectivo que trastocar emocional y psicológicamente el entorno familiar para causar terror puro más allá de lo sobrenatural; es un inquietante y prometedor debut para Aster, a quien con gusto le seguiremos la pista esperando que continúe brindándonos títulos tan propositivos para el género como este.



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a carrera de la cineasta Lynne Ramsay fue catapultada internacionalmente cuando presentó al mundo la perturbadora We need to talk about Kevin, una tesis doble sobre la maternidad y la psicopatía basada en la novela de Lionel Shriver. Seis años después regresa para presentar su cuarto largometraje: una nueva adaptación cinematográfica de un material literario –firmado ahora por Jonathan Ames– y, también nuevamente, un tratado sobre la psicopatía, pero ahora vinculada con las relaciones de abuso de poder hacia menores. En la interpretación que le valió el premio a mejor actor en el Festival de Cine de Cannes y que posee ecos de su rol en The Master (2012), de Paul Thomas Anderson, el gran Joaquin Phoenix interpreta a Joe, un veterano de guerra, ex marine y ex agente del FBI que ahora intenta pasar desapercibido mientras trabaja de manera solitaria en misiones asignadas por el detective privado John McCleary (interpretado por John Doman) para rescatar a chicas de las garras de los tratantes de blancas. Su más reciente misión –rescatar a la hija del senador Albert Votto (Alex Manette) que ha sido secuestrada y es explotada sexualmente en una casa de citas– revela un oscuro negocio de explotación de menores que involucra directamente a otros miembros del Senado de los Estados Unidos. El talento de Ramsay se despliega a partir de esta premisa para tomar el pulso a la decadente sociedad estadounidense contemporánea. En su fondo, You were never really here comparte similitudes con la ya mencionada We need to talk about Kevin, en tanto que

ambas son protagonizadas por personajes psicópatas; sin embargo, existe otra cinta que resulta mucho más cercana en espíritu: Taxi Driver. La cinta de Ramsay, al igual que la obra maestra de Martin Scorsese, echa mano de las claves narrativas del cine negro, como la ambigüedad moral de su antihéroe –aquel inolvidable Travis Bickle (Robert De Niro)– con una misión de rescate de una rubia menor de edad prostituida en un negocio donde también resultan estar vinculados algunos miembros de la política. En cuanto a su forma, nos remite a clásicos modernos del cine neon noir como Drive (2011) y The Neon Demon (2016), ambas de Nicolas Winding Refn, pero con una estructura narrativa sustentada en una intrépida edición que causa fracturas espacio-temporales –que podría en un principio parecer un relato caótico pero que, en realidad, demuestra constantemente ser mucho más preciso que muchas de las películas con narrativas convencionales– y en una atmósfera viciada conseguida por la fotografía de Thomas Townend y la sugerente composición sonora de Jonny Greenwood, quien ya había trabajado con la directora en la ya citada cinta protagonizada por Tilda Swinton y Ezra Miller. En esta disección del decadente tejido social estadounidense que alcanza las altas esferas políticas, no es, entonces, una casualidad que las «herramientas» que Joe utiliza para «hacer su trabajo» sean de manufactura netamente norteamericana: el cromado martillo de bola completamente negro con la nada discreta leyenda que revela ser 100% «made in USA», y el

elegante automóvil Ford –compañía con más de un siglo de tradición automotriz estadounidense–; estos artilugios gringos, además, emparientan más íntimamente al personaje central con el también antihéroe anónimo interpretado por Ryan Gosling en la ya mencionada Drive (2011). Por otra parte, tampoco es gratuito que se haga referencia directa al filme Psicosis (1960), un clásico de la cinematografía hollywoodense que retrata la disfuncional relación entre un asesino psicópata y su castrante progenitora; una trama que guarda paralelismos con el abuso que Joe sufrió durante su infancia a manos de su padre –comúnmente armado con un martillo de bola– y las experiencias que atravesó como ex marine y como agente del FBI. A Ramsay, el ajustado metraje de la cinta –que apenas alcanza los 95 minutos– no le impide desarrollar con potencia y profundidad este inquietante estudio del inestable personaje en el que la violenta crianza y los traumas de la guerra provocaron un impacto emocional tan profundo que marcaron la personalidad del psicopático adulto. You were never really here es una hábil y auténtica pieza de género cuya sofisticada puesta en escena –que en ocasiones alcanza momentos poéticos con una estética experimental– no rivaliza en ningún momento con el fondo de la historia que presenta sorpresivos giros; esta crítica al abuso de poder en la sociedad estadounidense está invariablemente destinada a alcanzar el estatus de culto, y su artífice se consolida como una de las voces femeninas más potentes y auténticas del cine contemporáneo.



A

lex Garland, responsable entre otras cosas de la novela La Playa –llevada a la pantalla grande por Danny Boyle con Leonardo DiCaprio– y el guion del filme de redefinió el subgénero zombie 28 days later –también bajo la dirección de Boyle–, sorprendió hace tres años con su elegante, sofisticada y contundente ópera prima Ex-Machina, una de las mejores propuestas sci-fi del nuevo milenio que abordó desde la autenticidad el tema de la inteligencia artificial, y además, lanzó a la fama a Alicia Vikander, ya ganadora de un premio Oscar como Actriz de Reparto. Su segundo largometraje vuelve a pisar los terrenos de la ciencia ficción y llega bajo el cobijo del –hasta ahora– rey del servicio streaming, Netflix, luego de que Paramount se negara a distribuirla internacionalmente en cines por considerarla demasiado cerebral para el público masivo. Annihilation es protagonizada por Natalie Portman como Lena, una experimentada bióloga que ejerce como profesora universitaria y que un año atrás perdió a su esposo Kane (Oscar Isaac), miembro del ejército estadounidense, en una misión secreta. Mientras intenta sobreponerse ante la pérdida de su amor, Lena es sorprendida por el regreso de Kane, aunque en una condición de amnesia y poco lucidez preocupante; y cuando Kane enferma gravemente, el ejército los traslada a una base militar secreta en donde Lena descubre lo que realmente le sucedió a su esposo: estuvo doce meses en la llamada Zona X, un territorio costero golpeado por un extraño e inexplicable fenómeno al que han llamado «resplandor», y hasta el momento, ha sido el único miembro de las expediciones que ha regresado. Lena, guiada por la necesidad de saber qué transformó radicalmente a su esposo en esa misión, se une al grupo de tres mujeres científicas –Josie (Tessa Thompson); Anya (Gina Rodriguez) y Cass (Tuva Novotny)– que emprenderán la nueva misión al interior del «resplandor» bajo el comando de la doctora Ventress (Jennifer Jason

Leigh) con el fin de acercarse lo más posible a su punto de origen y desentrañar los misterios de este fenómeno. Teniendo como base esta premisa basada libremente en la exitosa trilogía literaria Southern Reach de Jeff VanderMeer, Garland confecciona un relato de alta calidad tanto técnica como argumental, logrando uno de los mejores títulos de la ciencia ficción de esta década al lado de otros ejemplos del género como las recientes Arrival (2016) y Blade Runner 2049 (2017), ambas del genial Denis Villeneuve. Anhilitation está sostenida por el solvente desempeño actoral de las cinco científicas que emprenden la expedición, pero sobre todo por la inspirada interpretacion de Natalie Portman, cuyos flashbacks y recuerdos son utilizados para crear tanto momentos emotivos, como de tensión e intriga. Apoyado por el atinado score atmosférico compuesto por Geoff Barrow y Ben Salisbury que acompaña las imágenes presentadas bajo una preciosista fotografía de Rob Hardy caracterizada por reminiscencias del trabajo de Lubezki en sus colaboraciones con Terrence Malick o Alfonso Cuarón –sobre todo en Children of Men (2007)–, el sensacional diseño de arte logra hacer del mundo trastocado por el «resplandor» una mezcla de belleza y horror; un mundo surreal que ofrece las más maravillosas creaciones de una naturaleza genéticamente alterada y los más perturbadores horrores que esconde el universo. Se trata de una propuesta cuyo diseño visual y sonoro se encuentra cuidado hasta el más mínimo detalle, logrando que la película se convierta en toda una experiencia, un estimulante viaje sensorial con toques de horror y gore que hace que lamentemos aún más no poder tener la posibilidad de apreciarla en una sala de cine. Annihilation no es una película que ofrezca concesiones, es una película que posee una gran carga filosófica existencial y que la expone a través de referencias y homenajes a legendarios exponentes del

género en la pantalla grande como Andrei Tarkowski (la enigmática zona de Stalker es aquí homenajeada con un territorio al que también hay que llegar recorriendo un trayecto en bote); Stanley Kubrick (la revelación que se presenta ante Lena guarda paralelismos con el viaje interdimensional y el descubrimiento del astronauta Dave Bowman (Keir Dullea) en 2001: A Space Oddysey); y John Carpenter (la emulación del alienígena recuerda a la criatura imitadora de The Thing). Sin ofrecer respuestas fáciles y evitando las batallas efectistas que caracterizan al cine de ciencia ficción de invasiones alienígenas que se facturan comúnmente en Hollywood, el filme muestra cómo todo cambia, todo muta, todo el tiempo; la fuerza alienígena que llega para cambiar radicalmente nuestro planeta es una mera excusa para mostrar que el cambio, aunque sea imperceptible para nuestros ojos o conciencia, siempre está sucediendo, y es imparable. ¿Somos realmente los mismos que fuimos ayer? Con un ejercicio mucho más ambicioso y arriesgado que en su ópera prima, Garland propone una deconstrucción del ser humano, no sólo metafórica sino literal y hasta un nivel celular; con esta alegoría en mente, la película obliga a sus protagonistas a vivir encarnizados enfrentamientos entre ellas y con su más profundos deseos y temores personales, y a partir de ello reflexiona sobre la identidad, el impacto ecológico del hombre en el planeta y la aparente condición de autodestrucción que carga inconscientemente el ser humano. «¿Qué es lo que nos hace ser humanos y ser quienes somos?» es la interrogante que constantemente lanza Annihilation hasta llegar a su apoteósico final donde, a pesar de no encontrar una respuesta contundente, nos deja con una muy agradable sensación de reflexión sobre nosotros mismos a través de una de las propuestas sci-fi más inteligentes, estimulantes y poéticas de los últimos años.



P

elículas como Adieu au langage (2010; Jean-Luc Godard), Tabu (2013; Miguel Gomes) y Arrival (2016; Denis Villeneuve) son algunos ejemplos recientes que nos han 'hablado' de las oportunidades que nos brinda el lenguaje –cinematográfico, oral y pictórico respectivamente– para ver y entender el mundo desde distintas perspectivas. Sueño en otro idioma tiene a la inminente extinción de una lengua indígena milenaria como eje central de su premisa y a partir de ella ofrece una serie de reflexiones sobre la memoria y la trascendencia. El tercer largometraje de ficción de Ernesto Contreras nos traslada a una remota región selvática del México profundo a donde ha llegado Martín (Fernando Alvarez Rebeil), un joven lungüista que tiene la esperanza de rescatar la lengua Zikril que está a punto de desaparecer, pues sólo quedan dos hablantes: Don Evaristo (Eligio Meléndez) y Don Isauro (José Manuel Poncelis). Pero la añorada empresa se presume casi imposible, pues los hombres llevan más de 50 años peleados y sin una reconciliación visible, por lo que la grabación de una conversación en Zikril puede que nunca ocurra. Esta premisa permite que hagamos un viaje al pasado para conocer a Evaristo e Isauro durante su juventud (interpretados respectivamente por Hoze Meléndez y Juan Pablo de Santiago), cuando eran mejores amigos y se enfrenta-

ron a una dolorosa historia de amor en la que se vio envuelta una chica llamada María (Nicolasa Ortíz Monasterio). Sueño en otro idioma es un relato con varias capas de lectura que van desde la historia de amistad y amor, hasta una metáfora de la desaparición definitiva de una forma de entender el mundo. La película utiliza dos líneas de tiempo en su narrativa entrelazada para hablar en una de ellas del profundo cariño que había entre Isauro y Evaristo, cómo fue que se transformó en rencor, y que luego del paso de varias décadas de conflicto, se llegó a un destino de autoaceptación y de perdón; mientras que en la segunda línea temporal reflexiona sobre la importancia de la conservación de las leguas indígenas como una oportunidad única de poder concebir una nueva percepción de la realidad. Y es que el Zikril –lengua ficticia creada exclusivamente para la película– permite a sus hablantes comunicarse con las aves y los árboles de la selva; es una manera más amplia y profunda de ver y entender una realidad que para otros es inaccesible, de establecer una comunión con la naturaleza, con el entorno social y con uno mismo; y es, por supuesto, muy distinta a la visión miope y reduccionista impuesta por el avance de la llamada «civilización». Sin embargo, la cinta muestra cómo es que los jóvenes de la comunidad no se han dedicado a mantener

vivo el Zikril, sino que se han preocupado más por aprender bien el español y algunos hasta se interesan en aprender inglés para tener mayores oportunidades cuando decidan emigrar a otros puntos de México o a los Estados Unidos, como en el caso de Lluvia (Fátima Molina), la maestra de inglés del poblado y nieta de Don Isauro que comienza secretamente un romance con Martín. Escrito por Carlos Contreras, el guion consigue integrar en la historia algunos elementos propios del realismo mágico, y gracias a la madurez y el oficio de Ernesto Contreras, a las hermosas postales capturadas por la lente de Tonatiuh Martínez –con quien el cineasta ya había trabajado en sus películas anteriores Párpados Azules (2007); Seguir Siendo: Café Tacvba (2010) y Las Oscuras Primaveras (2014)– y al evocador diseño sonoro, dichos elementos místicos cobran una nueva dimensión y consigue a través de ellos su trabajo mejor logrado hasta la fecha. Sueño en otro idioma es un filme fascinante y poético sobre la importancia de preservar el conocimiento y la memoria histórica y mística de las comunidades indígenas, pues con la desaparición de cada una de ellas también se desvanecen de manera definitiva miles de formas distintas de conocer el mundo y conocerse a uno mismo; se pierde una ventana hacia la trascendencia del espíritu humano.





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n este sobresaliente debut, la cineasta zambiana Rungano Nyoni echa mano del humor satírico para orquestar una poderosa alegoría feminista que sobresale no sólo por su rigor estilístico, sino también por proponer una profunda reflexión social sobre la situación femenina en todo el globo. I am not a Witch nos coloca en una remota localidad de Zambia donde la protagonista de la cinta, Shula (Maggie Mulubwa), es testigo de la caída de una mujer cuando ésta cargaba un balde de agua para llevar a su casa. La vergüenza de la mujer ante la inocente mirada de la pequeña testigo de nueve años la lleva a acusarla de bruja ante las autoridades. “Esta niña es una bruja. Nadie sabe cómo llegó al pueblo; no tiene familia ni amigos. Se pasa el día merodeando por el pueblo, y desde su llegada han ocurrido cosas muy extrañas que nunca habían sucedido”. La incapacidad de la niña para defenderse de las acusaciones hace que la condenen a pasar el resto de su vida en un campo de concentración con otras brujas, atada siempre a un gran listón blanco que evita su escape y es amenazada con convertirse en cabra si se atreve a romper su atadura. En la comunidad de las brujas, las mujeres son utilizadas para el trabajo agrícola, y con sus caras pintadas de blanco y ataviadas con un particular atuendo, esperan la llegada de los turistas para ser fotografiadas en solitario como una curiosidad o como acompañantes de selfies. Son, en pocas palabras, esclavas y atracciones de feria. La situación que la cineasta plasma aquí nos puede parecer absurda, pero lo que se muestra en pantalla no es nada comparado con la realidad que se vive a lo largo y ancho de África: muchas veces las mujeres son

golpeadas brutalmente hasta que «confiesan» ser brujas, confiscándoles entonces todas sus posesiones y siendo confinadas de por vida a los campos de concentración y de trabajo. Estas comunidades de brujas no están destinadas a desaparecer pronto, pues las creencias y tradiciones están profundamente arraigadas. Mediante las poderosas postales de impecables encuadres cargados de simbolismos a cargo del cinefotógrafo colombiano David Gallego –quien participó también en la fotografía de la excelente El Abrazo de la Serpiente, de Ciro Guerra– y la ecléctica banda sonora en la que se conjugan el Jazz, la música clásica y las partituras de Matthew James Kelly, la directora muestra la desgarradora situación de Shula sin ser chantajista emocionalmente. Con ecos estilísticos de cineastas que se han volcado hacia temas sociales como Jafar Panahi o Ulrich Seidl, y exagerando satíricamente algunos elementos de su cultura, Rungano Nyoni, acude a una retórica de fábula social para ofrecernos una cinta con varias lecturas de cómo la sociedad estigmatiza y esclaviza –tanto metafórica como literalmente– a las mujeres que no se apegan a su hipócrita juego de doble moral. Hoy, la mirada miope masculina les designa el término «feminazis» a aquellas mujeres que luchan contra la desigualdad, la injusticia y la impunidad, pero siglos atrás ellas eran las brujas originales, las que no se apegaban a las convenciones morales de una estricta sociedad. La estampa de la mujer anciana vestida de negro que vuela en escoba y prepara extravagantes pociones en su caldero vendría después. La directora afincada en Gales ha creado un valioso documento antropológico

sobre cómo se imponen reglas o leyes completamente absurdas sustentadas por creencias profundamente arraigadas debido a que son parte de una tradición de carácter incuestionable. Entre la tragedia y la sátira, la cinta se centra en la explotación de Shula, desde la estúpida forma de dictaminar si la pequeña es o no una bruja –la prueba de un pseudochamán consiste en degollar una gallina y analizar su correr agonizante–, hasta ser utilizada por las autoridades para ‘adivinar’ quién es el culpable de un robo; además es forzada a realizar bailes rituales para atraer la lluvia e incluso es llevada a un programa de televisión local para presumir los poderes de la bruja más joven de la comunidad. La película también muestra cómo el sistema busca que las mujeres mismas asimilen su condición de malvadas hechiceras; esta situación la podemos abordar como un paralelismo con la sociedad occidental cuando se intenta estigmatizar a una mujer por la manera en que viste y se le pretende hacer responsable si sufre algún ataque sexual por parte de un hombre. Con la impresionante presencia de la jovencísima actriz principal, la película no busca la denuncia, sino la confrontación social con la realidad. I am not a Witch –presentada en 2017 dentro de la Quincena de Realizadores en el Festival de Cannes, y ganadora del BAFTA a la mejor opera prima– es una alegoría del feminismo y la xenofobia que hace un llamado a las nuevas generaciones para iniciar una rebelión ideológica, apelar a su juventud como factor determinante para realizar un duro cuestionamiento de lo establecido, una rabiosa y desafiante lucha contra las represiones para recuperar la dignidad.



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unque en 2004 el cine de superhéroes no era la megaindustria que es hoy en día y no se encontraba en el estancamiento creativo que vive hoy, la dupla Disney/Pixar ofreció frescura y renovación al subgénero a través de una historia original y arriesgada con Los Increíbles. La cinta que ganó el premio Oscar a la mejor película animada fue dirigida por Brad Bird y tenía como protagonistas a la familia encabezada por Bob Paar, quien alguna vez había sido conocido como ‘Mr. Increíble’, uno de los más grandes y queridos superhéroes del mundo junto a ‘Elastigirl’, su ahora esposa con quien tuvo tres hijos con habilidades: Violeta (con poderes de invisibilidad y campos de fuerza), Dash (con la habilidad de la supervelocidad) y el bebé Jack-Jack (entonces con poderes desconocidos). Pero la familia se vio obligada a vivir en el anonimato luego de que los superhéroes fueran prohibidos en todo el mundo, y el patriarca tuvo que trabajar en la burocracia de los seguros; sin embargo, su siempre vivo deseo de regresar a combatir el crimen hizo que se dejara envolver por una misteriosa oferta para encargarse de una misión secreta en una isla remota, terminando por poner en riesgo su propia seguridad y la de su familia, obligándolos a salir del anonimato para enfrentar a un psicópata supervillano. Los Increíbles fue una de las primeras cintas que sorprendió por la sofisticación y perfección técnica que podría conseguirse con una animación computarizada, además de contar con un guion redondo que con originalidad y frescura retrató la vida íntima de una familia de superhéroes retirados, replanteando así algunas de las ideas pre-

concebidas que comúnmente se encontraban (y se siguen encontrando) en este subgénero. Los Increíbles 2 llega a los cines catorce años después, pero su trama tiene lugar apena unos instantes después de aquel sorpresivo epílogo con una nueva amenaza que surge de las profundidades de la tierra. Aquí comienza la acción en la cinta que nuevamente tiene a Brad Bird como director y guionista, y que coloca en esta ocasión a Elastigirl como el pivote de la trama: luego del enfrentamiento con El Subterráneo en el que este logra escapar, la familia superheróica se enfrenta a la justicia y es confinada a un hotel mientras se decide su situación como infractores de la ley; pero los hermanos Evelyn y Winston Deavor, hijos de un viejo benefactor de la causa de los superhéroes antes de su prohibición, buscan traer de vuelta a estos personajes a la luz pública y ofrecen a la matriarca de los Parr un plan para cambiar la opinión pública sobre los superhéroes y ser considerados nuevamente como salvadores y no como amenazas. Así inicia una campaña mediática para limpiar la reputación de los héroes, pero la aparición de un villano que se autonombra Raptapantallas pone en riesgo la misión. Aunque la película es completamente predecible en su argumento y todos sus giros de tuerca se ven venir desde mucho antes, el guion de Bird es sólido y ofrece un par de discursos sobresalientes sobre la realidad social del nuevo milenio. Por un lado, la premisa subvierte los roles de género al colocar a Elastigirl como la madre que sale a trabajar/salvar al mundo, mientras que Mr. Increíble se convierte en amo de casa y queda al cuidado

de los niños –la adolescente con problemas amorosos, el preadolescente impetuoso, y un bebé incansable que comienza a dar muestras de sus habilidades sobrehumanas–, y a través de ello aborda temas como la mujer sobresaliente exitosa en su trabajo y la fragilidad masculina. Por otra parte, la revelación de la desquiciada fuerza antagónica de la película nos ofrece guiños a la era Trump y su discurso de odio hacia lo diferente; el mensaje de Raptapantallas sobre el exterminio de los superhéroes en la sociedad es un paralelismo con el secuestro de medios para diseminar los aberrantes mensajes de xenofobia, homofobia y misoginia que han caracterizado a la actual administración del gobierno de Estados Unidos. Los Increíbles 2 es una secuela por la que ha valido la pena esperar; es una cinta que, aunque se dedica a replicar lo que hizo exitosa a su antecesora y no presenta sorpresa alguna en su trama, sí nos ofrece una película equilibrada con un gran ritmo y momentos divertidos, emocionantes y conmovedores que funcionan de manera genuina; además, cuenta con un lenguaje narrativo sofisticado con el que construye tanto escenas de suspenso que harían sentirse orgulloso a Hitchcock, así como escenas de acción deslumbrantes que hacen palidecer a las mejores secuencias de cualquier película de Marvel. Todo ello, aunado con su discurso político y social en contra de cualquier tipo de autoritarismo –ya sea familiar o gubernamental–, eleva a la cinta por sobre la media, convirtiéndose en una de las propuestas más sobresalientes dentro del cine animado del nuevo milenio.



Y

tú por qué no estás llorando?», le pregunta un compañero de juegos a la pequeña Frida (Laia Artigas) durante una noche festiva con fuegos artificiales en un barrio de Barcelona. La pregunta resulta desconcertante, pero es hasta que poco a poco nos vamos enterando de su situación, que nosotros también nos preguntamos “¿Por qué Frida no llora?”. Y es que su madre ha muerto de Sida, la misma enfermedad que, tres años atrás, le arrebató a su padre; además, esa misma noche se mudará a La Garrotxa, una apartada zona campestre con sus tíos Esteve (David Verdaguer) y Marga (Bruna Cusi), y su pequeña prima Anna (Paula Robles), pues a partir de ese momento serán sus nuevos padres y hermana. Esta sencilla pero dolorosa premisa está basada en las experiencias de la propia directora Carla Simón, quien a los 6 años tuvo que mudarse para vivir con sus tíos tras la muerte de su madre. Narrada siempre desde la perspectiva de la pequeña Frida y con una estética formal muy cercana a la del cine documental, la directora se propone con Estiu 1993 un ejercicio personal y un intimista relato sobre la adaptación de un niño a un nuevo entorno y a una familia que ya estaba conformada antes de su llegada. El síndrome de inmunodeficiencia adquirida no se mantiene como eje de la trama; de hecho, no se menciona ni una sola vez la palabra 'Sida' en toda la película, aunque sí se sugiere su presencia y la manera en que el fantasma del padecimiento afecta el desarrollo social de Frida al convertirse, por miedo e ignorancia de otros padres de familia, en una barrera que impide que la pequeña tenga una interacción plena con otros niños. La cinta expone la

lucha de Frida con su dolor emocional y cómo su incapacidad para exteriorizarlo hace que se traduzca en travesuras, rabietas, desesperación y enojo. La vulnerabilidad de la pequeña ante la muerte de su madre se señala con situaciones particulares, como por ejemplo, los juegos inocentes con su ahora hermana Anna, en donde los inocentes diálogos revelan la relación que Frida tenía con su madre durante su enfermedad. Otro ejemplo su vulnerabilidad sucede cuando súbitamente Frida niega saber cómo amarrarse las agujetas, obligando a que otros lo hagan por ella; esta actitud que podría parecer caprichosa o irrespetuosa, es un grito de ayuda ante el desamparo que experimenta, ante la necesidad de sentirse procurada, cuidada, querida. ¿Qué lugar ocupa ella en esa ya formada familia? Esa es la pregunta a la que Frida intenta dar respuesta en este relato de espíritu coming-of-age infantil sobre el hacerse consciente de los conceptos como la pérdida y la muerte a muy temprana edad. Poniendo de manifiesto una gran sensibilidad y delicadeza para abordar el tema, este drama familiar explora la soledad que agobia a la protagonista aún cuando se encuentra rodeada de seres queridos. Sin sensacionalismos ni recurrir a los explosivos recursos dramáticos del género, Carla Simón presume su oficio narrativo al bordar de manera honesta, bella y conmovedora una historia humana y de carácter universal a través de un tono y estética naturalista. Estiu 1993 es un sobresaliente ejercicio de delicadeza fílmica que exuda madurez en cada uno de sus planos y convierte a su creadora en una de las voces femeninas más prometedoras del cine español. Imperdible.


L

ucky es el viaje espiritual de un ateo nonagenario que, inesperadamente, tiene que hacerle frente a su propia mortalidad tras sufrir una caída en su casa y escuchar el diagnóstico de su médico: vejez. Este debut tras las cámaras del actor John Carroll Lynch se convirtió en la despedida del legendario de Harry Dean Stanton, tanto del mundo del cine como de este plano físico, al fallecer a los 91 años en septiembre del año pasado. Con una propuesta formal despojada de todo artificio, el director nos introduce a la vida del protagonista: una cotidianidad aletargada en un perdido pueblo del Sur de los Estados Unidos. Allí lo acompañamos durante sus ejercicios matutinos, su brevísimo desayuno, sus caminatas, sus comidas en un restaurante, su adicción a los cigarrillos –una cajetilla al día–, sus crucigramas, sus programas favoritos de concursos por televisión, sus charlas en el bar con sus viejos amigos y conocidos, etc.. Sin alardes preciosistas, la lente de Tim Suhrstedt expone la vida de Lucky, mientras que el director busca resaltar el carácter autobiográfico de algunas de las anécdotas que dan cuerpo a la película, las cuales guardan paralelismos con las experiencias de vida del propio Dean Stanton; tales son los casos de su participación en la Armada durante la Segunda Guerra Mundial –anécdota recordada en la película mediante una charla en el restaurante y en la que sobresale el cameo de Tom Skerrit–, su manía por el cigarro, su afición a los programas televisivos de concursos, su gusto por la música

ranchera mexicana o la emotiva historia del ruiseñor. Pero además de los claros paralelismos entre la vida real del actor y éste, su penúltimo personaje, también se establecen conexiones entre sus más célebres interpretaciones, siendo su rol de Travis en Paris, Texas (1984), de Sam Shepard, el más evidente. En este modesto tratado sobre la vida y su fecha de caducidad, Carroll Lynch recurre a una serie de simbolismos que, si bien podrían considerarse muy obvios o elementales, funcionan a la perfección para transmitir de manera eficaz los cambios en el estado de conciencia existencial de Lucky, comenzando por el entorno desértico donde aparentemente no hay vida, pero habitan cactus y prófugas tortugas que pueden vivir por siglos. Otro ejemplo sucede cuando el protagonista programa a la hora correcta un reloj que, como si el tiempo no transcurriera, siempre había estado marcando intermitentemente las 12:00 horas; de esta forma, con esta sencilla acción, el protagonista asimila y acepta la inevitabilidad del paso del tiempo y los estragos que causa en nuestras vidas. Y en la que quizás sea una de las secuencias más hermosas de la película, Lucky, como invitado a la fiesta de cumpleaños del hijo de una cajera de un minisuper con quien ha entablado una entrañable amistad, decide, de manera completamente inesperada, interpretar una versión ranchera de Volver, volver, del famoso compositor mexicano Fernando Maldonado. Entre otras cosas, con una escena

que es claramente una alusión a los duelos de honor, la película demuestra que, en cierto sentido, el debut de Carroll Lynch guarda no pocas similitudes con los westerns crepusculares de tono elegíaco donde el personaje principal acepta su destino pero no sin antes preparar un valioso legado para quienes dejará atrás. Sin embargo, aquí no se busca un sentido redentor para el personaje, como sucede en el llamado «cine de vaqueros»; en cambio, el mencionado legado está compuesto por la serie de reflexiones que propone este viaje de autodescubrimiento y que no es más que la representación de la eterna búsqueda del Hombre por su propio destino. El resultado es una disertación sobre la no existencia de Dios que nos deja es una serie de reflexiones sobre la soledad, la libertad, la dignidad, la espiritualidad, la muerte, pero sobre todo, la vida, emparentándose de esta manera con las preocupaciones ideológicas, filosóficas, existencialistas y vitalistas de Albert Camus y su estudio del sinsentido de la vida. Estamos, entonces, ante una de las revelaciones más sorpresivas del año. Un lúdico ejercicio de metaficción donde el actor se funde con el personaje; un testamento fílmico que es, a la vez, un sentido homenaje póstumo a las convicciones y los ideales que guiaron en vida al gran rebelde Dean Stanton, quien con su característica sonrisa torcida nos mira breve pero fijamente a los ojos para despedirse y marcharse hacia un lugar donde no morirá jamás. Hasta siempre.


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ras haber trabajado como director de post producción en más de una decena de títulos como KM 31 (2006), Desierto Adentro (2008), Morenita (2008), El Premio (2011) y La Demora (2012), entre varios más, Diego Ros presenta, bajo la producción de Laura Bueno y los hermanos Jack Zagha y Yossy Zagha, su opera prima en clave de thriller en la que un crimen se presenta como el inicio de una sucesión anécdotas que arrastran a un vigilante hacia la vorágine de la violencia urbana. Escrita por el mismo Ros, la trama registra cómo se ve trastocada la vida de Salvador (Leonardo Alonso), un vigilante nocturno que tras completar su turno en la víspera del Día de la Independencia y con su mujer en el hospital a punto de dar a luz a su primogénito, busca ser relevado por su compañero Hugo (Ari Gallegos), sin embargo, una serie de situaciones que van desde lo improbable hasta lo absurdo –el abandono de una sospechosa camioneta frente a la construcción, un atroz asesinato así como su muy cuestionable investigación correspondiente, una inesperada visita, un vagabundo intruso en la obra, un niño fugado de casa, etc.– impiden que el vigilante abandone el lugar y quede atrapado en una pesadillesca experiencia. El Vigilante es un sugestivo thriller que se sostiene de principio a fin gra-

cias a tres elementos muy particulares: un guión que, con influencias declaradas de El viento nos llevará (1999) de Abbas Kiarostami y El ángel exterminador (1962) de Luis Buñuel, es trabajado a detalle para presentar una historia de lenta cocción que va construyendo el suspenso con una pericia narrativa sobresaliente pese a los tropiezos y precipitaciones que tienen lugar en su desenlace; una obra negra localizada en el Estado de México, un prodigio de locación urbana muy bien elegido que, gracias al trabajo de la formidable fotografía de Galo Olivares con tintes expresionistas, metafóricamente representa al México violento en perpetua construcción que lentamente engulle al personaje central tan íntegro como ingenuo; y finalmente, un actor protagonista de primer nivel que sabe cómo delinear un personaje tan completo como este inocente vigilante nocturno. De esta manera, Ros presenta su tesis sobre la relación de la sociedad –tanto como víctima y como cómplice– con la violencia urbana cotidiana, y que con un humor muy sutil pero a la vez negrísimo y mordaz, hace señalamientos sociales muy pertinentes y se coloca bajo los reflectores como un prometedor cineasta al que vale la pena seguirle la pista.


A

Quiet Place, es una película neurótica. Diseñada para hacerte un participante activo en un juego de tensión, y no sólo un espectador de un evento de tragedias a punto de desencadenarse. La mayoría de las grandes películas de horror lo son porque nos convertimos rápidamente en parte del futuro de los personajes. La clase de película que te acelera el corazón, y juega con las expectativas de la audiencia. En otras palabras, es una excelente película. Con este guion, escrito por Bryan Woods y Scott Beck, el director no pierde tiempo. Vemos a una familia, con la hija mayor que es sorda, una tarjeta muestra: día 89, y nos dice que está situada en un mundo post apocalíptico, la familia camina lentamente y se mueve en una tienda, tomando lo último disponible. Se comunican con lenguaje de señas y tienen cuidado para no hacer ningún sonido. Aprendemos que el sonido en este mundo es peligroso, y es intensificado en la siguiente secuencia cuando el niño más joven encuentra un ju-

guete que hace ruido y las cosas no terminan bien. Depredadores que pueden detectar a la víctima han sido parte natural de la gran historia del cine. Desde Alien hasta Jurassic Park, y el director lo sabe. Es increíblemente inteligente sobre la manera en que los presenta al público. También ayuda que el director muestra un sentido de composición simple en la narración; honestamente A quiet Place no tiene sentido, y es de lo más lineal, las mejores cualidades si me preguntan cuando se trata de thrillers. Se siente como si cada toma se consideró cuidadosamente, que balancean los jump scares y la historia emocional en el mundo de estos personajes. La película tiene un hermoso sentido de geografía, tomando mayor parte lugar en una granja. No confunde movimientos bruscos de la cámara como otras películas de horror, tiene una técnica refinada que juega con la perspectiva y la naturaleza de un mundo en el que no podemos gritar para advertirle a los personajes, o en el

caso de la hija sora, escuchar lo que viene. En esa nota, sin espoilear nada, hay un mensaje fuerte en las raíces de la película, es más sobre empoderamiento que debilidad y miedo, y es el gancho emocional que eleva la parte final. Sin mucho dialogo, se respalda en lo visual, y en el talento del compositor Marco Beltrami. Vivimos en un mundo tan ruidoso que es difícil imaginarnos sin ese sonido constante, usamos el ruido para expresarnos, es parte de quienes somos, A quiet place condiciona esa parte de la condición humana, por lo que pone un precedente. Muchas películas de horror son sobre las personas que se tienen que adaptar para sobrevivir, tienen que desafiar sus propios miedos, inseguridades o preconcepciones para sobrevivir la noche. Así, estos horror films son sobre empoderamiento, tomando lo que unos considerarían débil. No sales sintiéndote la experiencia de un thriller normal, sino un hype que solo viene de las mejores películas de horror.


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olani (interpretado por el músico y escritor abiertamente gay Nakhane Touré) es un obrero solitario que, de manera anual, participa como instructor al lado de otros hombres de su comunidad en el ‘ukwaluka’, un rito de iniciación de su tribu Xhosa en el que los jóvenes que se encuentran en los últimos años de la adolescencia serán 'iniciados' en la vida adulta mediante la práctica de la circuncisión –mientras deber gritar «¡Soy un hombre!»– y su posterior preparación para convertirse en 'hombres de verdad' para su comunidad. Kwanda (Niza Jay), el único 'iniciado' de Xolani en esta ocasión, es un chico sensible de una acomodada familia de Johannesburgo, por lo que pronto se enfrenta a las burlas y el desprecio de otros 'iniciados', provenientes de ambientes más pobres, duros y hostiles. Pero Kwanda descubre el secreto de Xolani, quien está secretamente enamorado de Vija (Bongile Mantsai), otro de los 'instructores' que se caracteriza por su personalidad violenta. La vida de este trío cambiará de manera radical ante la inminente revelación del secreto amorío entre Xolani y Vija. Esta es la premisa central de Inxeba, la ópera prima del cineasta John Tren-

gove con la que desafía los estereotipos de la masculinidad. El debutante no busca exponer de manera crítica la existencia de estas tradiciones barbáricas basadas en tradiciones arcaicas, busca ser una tesis sobre la búsqueda de libertad y la construcción de la identidad en el hostil entorno sudafricano. Apoyado por un estilo naturalista casi documental de cámara inquieta, Trengove nos coloca en medio de la agreste geografía en la que los jóvenes son enseñados a reprimir sus emociones, donde no hay espacio para la homosexualidad y, en cambio, son instruidos para recurrir a la violencia y valerse de su fuerza bruta para (sobre)vivir como 'verdaderos hombres'. Inxeba propone contrastes interesantes, como la sensibilidad de Xolani enfrentada a la hostilidad y virilidad de Vija; o el modernismo y la riqueza del joven acomodado Kwanda que chocan con los ancestrales y sagrados rituales de su milenaria etnia. Este contraste es uno de los recursos que Trengove utiliza para la deconstrucción de la masculinidad; porque el cineasta no critica a las tradiciones, sólo cuestiona fuertemente las pesadas expectativas que se depositan sobre los hombros de estos 'hombres en construcción', exponiendo la fragilidad, el absurdo y las contradic-

ciones de la masculinidad. "Si son hombres ¿por qué se la pasan viéndose el pito los unos a los otros?”, dice Kwanda cuando sus compañeros se miran emocionados su penes cicatrizados post–circuncisión. Comparada por muchos con la emblemática Brokeback Mountain (2005), de Ang Lee, la película de Trengove en realidad recorre un camino muy distinto. Si bien ambas cintas muestran un romance secreto en ambientes naturales entre dos personajes de opuestas personalidades que, sin embargo, convergen en mutua atracción física y conexión emocional, Inxeba es más una ventana que nos permite vislumbrar otras realidades, es una anécdota que se desarrolla en un microcosmos particular que resulta extraño para el público de occidente, pero que al mismo tiempo es una historia de carácter universal que explora cómo la presión de 'ser hombre' –lo que sea que eso signifique– va devorando la integridad humana hasta que transforma a sus víctimas en personajes dispuestos a todo con tal de perpetuar y mantener incuestionable su imagen de macho, incluso con violencia y muerte.


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ean Baker ha demostrado una gran habilidad y maestría para retratar con crudeza, realismo y sobre todo mucha humanidad, a personajes de “lo más bajo” de la sociedad estadounidense, que usualmente se ven representados en el cine de una manera estereotipada. Su anterior trabajo, Tangerine (2015), nos trajo uno de los cuentos navideños más originales, auténticos y divertidos en años, donde dos amigas prostitutas y transexuales se enfrentan a una serie de disparatadas situaciones en víspera de Nochebuena. La cinta también llamó la atención por la singular forma de ser filmada: el director usó solo las cámara de un par de iPhone5s, demostrando así que no hay limitantes para quienes quieren hacer cine. El éxito de Tangerine convirtió inmediatamente a Baker en un director a seguir y en una gran promesa del cine independiente norteamericano. Ahora su nueva cinta, The Florida Project nos muestra un lado de Orlando, Florida que pocas veces vemos en cine, donde el glamour de la cuidad y la Magia de Disneyland -llamado también "el lugar más feliz del mundo"- contrasta con la pobreza y marginación que está literalmente a la vuelta de la esquina. A unos cuantos metros del parque de atracciones, esa magia se va disipando para encontrarse con la dura situación que viven muchas familias con escasos recursos, sobreviviendo día a día. Y justo así es la vida de la pequeña Moonee, una niña de 6 años que no está consciente de la miseria que la

rodea. Ella vive feliz a lado de su madre Halley una jovencísima e inestable chica que practicante vive al día, solo buscando que ella y su hija tengan que comer y una cama dónde dormir. Ambas viven en un colorido motel, irónicamente llamado "Magic Castle", donde semanalmente Halley se las ve verdaderamente difícil para pagar la renta de una habitación, por lo que usa todos los recursos que tenga a su alcance, desde vender perfumes en la calle hasta intercambiar favores sexuales. No obstante, Moonee es feliz con su vida, tiene sus amigos con los que se divierte recorriendo el barrio y sus alrededores, pero junto a esa dulzura y energía de niños de esa edad también los acompaña una rebeldía e irreverencia originada por la situación que viven y que los lleva a realizar tremendas travesuras que rayan en el vandalismo. La pequeña y compañía se vuelven un dolor de cabeza para el administrador del motel, Bobby, quien siempre está al pendiente de una manera muy dedicada a su motel y hace cumplir las reglas, pero que también a la vez es protector y guía de Monee y su Madre... o por lo menos lo intenta. En ocasiones el recurrir a actores no profesionales para plasmar una realidad de una manera más verás en los filmes no es precisamente la mejor opción; pero en los filmes de Baker han resultado ser el mayor acierto, pues el director busca gente con cierto talento y carisma natural para la actuación como en su momento lo fueron Kitana Kiki Rodríguez y Mya Taylor en Tan-

gerine, quienes incluso se hicieron de varias menciones y premios en su respectivo año. Ahora es la sorprendente Brooklynn Prince quien se roba toda las miradas al mostrarnos a esta niña tan fuerte y vulnerable a la vez, acompañada por Bria Vinaite, a quien Baker descubrió por Instagram e invitó a hacer casting para terminar quedándose con el papel. En esta ocasión estás debutantes cuentan con el respaldo de un actor de renombre, el gran Willem Dafoe, quien nos da un personaje esperanzador en este entorno tan deprimente, una especie de ángel protector y justiciero, un rol pequeño pero que destaca gracias a la presencia y el talento del experimentado actor. Con The Florida Project, Sean Baker nos adentra a un mundo triste y deprimente pero esta vez visto desde el punto de vista de una niña, así que las duras situaciones son filmadas de una forma bella y a la vez realista, cruda y sucia pero con destellos de color en sus paisajes urbanos mágicos; esto gracias a una verdadera habilidad para filmar en locaciones reales y, por supuesto, al sobresaliente trabajo del cinefotógrafo mexicano Alexis Zabé. El director no juzga, no se plantea conflictos morales, solo se encarga de plasmar una realidad que todos vemos de manera cotidiana, a la que solo optamos por voltearle la cara pero que siempre está ahí; una realidad que, a causa de las vueltas de la vida, podríamos vernos envuelta en ella.


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a breve pero contundente filmografía del cineasta inglés Andrew Haigh ha quedado marcada principalmente por la soledad de los protagonistas de sus historias y ha llegado a su cúspide de calidad y trascendencia con la inesperada obra maestra del género dramático 45 años (45 Years, 2015). Es por ello que su nueva película generó gran expectativa para sus incondicionales seguidores y los cinéfilos que disfrutan del cine independiente que se aleja de los artificios hollywoodenses más rampantes; y aunque su nueva obra no alcanza los niveles de maestría logrados con la cinta protagonizada por los legendarios Charlotte Rampling y Tom Courtenay, sí se coloca como una de las mejores películas del año. Apóyate en mí mantiene la tendencia de protagonistas solitarios con Charley Thompson (Charlie Plummer), un adolescente de 15 años que se ha mudado en busca de un nuevo comienzo a las afueras de Portland, Oregon, junto a su padre soltero Ray (Travis Fimmel); pero pronto éste reincide en sus vicios del pasado, viéndose arrastrado a un nuevo descenso hacia los infiernos. El chico sobrelleva el desencanto paternal con el encuentro de aceptación y camaradería en su nuevo trabajo como ayudante de Del Monstgomery (Steve Buscemi), el dueño de varios caballos a los que corre en un hipodromo de la localidad, y en la grata compañía de la joven e intrépida jockey Bonnie (Chloë Sevigny); aunque lo que más ayuda a Charley a llenar el vacío de su padre despreocupado y ausente es el inesperado lazo afectivo que crea con Lean on Pete, uno de los caballos de Del. Pero el chico vuelve a desencantarse cuando descubre los sucios trucos de Del durante las carreras y Bonnie resulta no ser tan diferente a su padre; y cuando descubre que su nuevo mejor amigo pronto será sacrificado por no cumplir con los estándares para el negocio de las carreras, Charley decide repentinamente tomar medidas desesperadas: escapar con él y aventurarse a terreros desconocidos en la norteamerica profunda en busca de su tía Margy a la que no ha visto en años.

Con esta premisa tomada de la novela homónima del estadounidense Willy Vlautin, el director británico desarrolla su particular visión de la soledad, la amistad y la búsqueda de un hogar, de un lugar al cual pertenecer. Haigh vuelve a desplegar su talento al bordar con su habitual delicadeza y elegancia un drama rural de alma melancólica y taciturna; en esta suerte de anti-western mezclado con road movie, la naturalidad predomina tanto en su puesta en escena como en sus interpretaciones y en sus diálogos. Sostenida en gran parte por la excelente labor histriónica de Charlie Plummer –a quien ya habíamos visto como John Paul Getty III en All the money in the world (2017), de Ridley Scott–, la película huye del sentimentalismo ordinario y del drama exacerbado a la vez que busca evitar a toda costa caer en el discurso reivindicativo del miserabilismo estadounidense. Con el respaldo de Magnus Nordenhof Jønick en la fotografía, Haigh construye un relato revestido con sutilezas de una brutalidad desconcertante; Lean on Pete es una clase magistral de cómo retratar la intimidad de los personajes. Y es que, como ya lo hizo la también británica Andrea Arnold con su American Honey (2016), el director de Weekend (2012) se adentra en la Norteamérica profunda y marginal para evocarnos a clásicos relatos de angustia adolescente como el imprescindible clásico Los 400 golpes (1959), de François Truffaut, o al aventurado viaje de Christopher McCandless (Emile Hirsch) en Into The Wild (2007), de Sean Penn, o incluso estableciendo vasos comunicantes con The Florida Project (2017), de Sean Baker. Lean on Pete es una suerte de Odisea en el Viejo Oeste donde la resilencia que va cambiando a nuestro héroe a la vez propicia una transformación de la película en sí misma; y es que en la última escena de la cinta Charley ya no es el mismo chico que huyó de Portland a Laramie en busca de un lugar al cual pertenecer, así como la película tampoco es ya un drama familiar más de la ruralidad estadounidense, sino una lección de amor, familia y amistad.



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a tarde del 26 de septiembre de 2014, un grupo de estudiantes de la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos, de la comunidad de Ayotzinapa, Guerrero, tomaron cinco autobuses para dirigirse a la Ciudad de México para participar en la marcha que conmemoraría la masacre de estudiantes en la Plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco el 2 de octubre de 1968. Como una macabra ironía, esa misma noche, y en la madrugada del día siguiente, estos estudiantes fueron emboscados mediante un operativo en conjunto de la policía federal con el ejército mexicano en la ciudad de Iguala. 43 de ellos continúan desaparecidos hasta el día de hoy. Oponiéndose tajantemente a la indignante propuesta de “superar el dolor” que lanzó Enrique Peña Nieto a tan solo un par de meses de los trágicos hechos sucedidos en Iguala, la comunidad artística socialmente comprometida sabe que hay que seguir alzando la voz en demanda de justicia. Luego de ser estrenado en la pasada edición del Festival Internacional de Cine en Guadalajara –donde obtuvo el Premio del Público y el Premio Guerrero de la Prensa– y de recorrer parte del país como parte de la muestra itinerante Ambulante, la noche del pasado 24 de junio se estrenó en televisión abierta el documental Ayotzinapa: el paso de la tortuga, dirigido por Enrique García Meza y con el apoyo en la producción de Bertha Navarro y Guillermo del Toro. La película comienza no solo subrayando la nobleza de labor do-

cente, sino también el rol vital que tienen las escuelas normales rurales en la educación de zonas apartadas regidas por la marginación. Si desaparecen las escuelas normales rurales, las comunidades perderán el acceso a la educación, aumentando así la desigualdad y la marginación, además que aumentarán las posibilidades de ser víctimas de la corrupción política. Además, en una realidad donde las desapariciones forzadas son el pan de cada día, los estudiantes son una poderosa fuerza de resistencia contra el Estado, de ahí que éste se sienta amenazado y responda como sólo en su ignorancia sabe hacerlo: con violencia. Lejos de presentarse como un panfleto propagandístico ideológico, el documental, mediante el apoyo testimonial de normalistas sobrevivientes, familiares, periodistas e investigadores independientes –entre ellos la periodista Anabel Hernández, autora del libro La verdadera noche de Iguala– y material de archivo oficial como grabaciones de los celulares de algunos normalistas que sobrevivieron a aquella trágica noche en Iguala, expone la miseria humana del ejército, deja al descubierto los vínculos entre el crimen organizado y el Estado, y desenmascara la insostenible "verdad histórica” imbécilmente fabricada por el gobierno de Enrique Peña Nieto. La investigación del documental deja al descubierto la nula cobertura presencial de los medios y la omisión de cualquier examen de las escenas de los crímenes por parte de las autoridades correspondientes; además

revela la participación del ejército en colusión con el crimen organizado y expone cómo el circo mediático orquestado por el gobierno federal intentó desprestigiar a los estudiantes para intentar crear la ilusión de que éstos estaban vinculados con el narcotráfico. Y mientras el inepto gobierno sólo habla de estadísticas, fabrica culpables y encubre a los verdaderos criminales, Ayotzinapa: el paso de la tortuga comparte rostros y nombres de los estudiantes desaparecidos, torturados y asesinados, y les da voz a sus amigos y familiares que lloran y claman justicia. Pero el documental no solo expone las indignantes deficiencias Estado, también hace lo propio con la poca empatía social y la falta de solidaridad de todo un país apático e indiferente ante el dolor de las comunidades más marginadas y castigadas con violencia. El documental hace un llamado a despertar del letargo de este país en el que las muertes no han parado y no van a parar hasta que la sociedad exija activamente la impartición de justicia; de esta manera, más allá de ser un documental cinematográficamente competente, el ejercicio de García Meza es un documento audiovisual sobre la memoria histórica de México que supera su pertinencia y relevancia para convertirse en un filme completamente urgente e imprescindible.


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l legado del director Richard Linklater al subgénero del drama romántico con su trilogía protagonizada por Ethan Hawke y Julie Delpy –Antes del amanecer (1995), Antes del atardecer (2004) y Antes de Medianoche (2013)– se ha materializado en interesantes ejercicios fílmicos de los últimos años como Stockholm (2013), de Rodrigo Sorogoyen, y Théo et Hugo dans le même bateau (2016). Ahora, el cineasta brasileño Gabe Klinger homenajea al director de Boyhood (2014) con su primer largometraje de ficción: Porto, un melancólico filme narrado en tres episodios con distintas perspectivas de la historia de (des)amor protagonizada por Jake Kleeman (Anton Yelchin en su último trabajo en pantalla) y Mati Vargnier (Lucie Lucas). Él es un joven norteamericano autoexiliado y alejado de su familia; ella es una estudiante francesa. Ambos son extranjeros que se encuentran casualmente en la ciudad portuguesa que bautiza al filme y que comienzan una relación cada vez más íntima mientras se descubren el uno al otro y confiesan sus fracasos personales y amorosos. Y es que Klinger es un auténtico admirador del cineasta estadounidense –como ya lo había manifestado con su trabajo anterior: el documental Double Play: James Benning and Richard Linklater (2013)–, pero su propuesta no se queda en el homenaje a Linklater, pues bebe además de los principios de la Nouvelle Vague, de los reconocibles estilos de Chantal Akerman –quien tiene un breve cameo en la cinta–, de Jim Jarmusch –quien fungió como productor ejecutivo–, e incluso del italiano Bernardo Bertolucci, pues encontramos en Porto ecos de la emblemática El Último Tango en París (1967). La elemental premisa, desarrollada en el guion por Klinger en conjunto con Larry Gross, adquiere com-

plejidad y profundidad por sus decisiones formales: una narrativa con estructura fragmentada, con secuencias alternadas a través de saltos en el tiempo y cambios tanto en la textura de la imagen, como en la paleta de colores e incluso en la relación de aspecto (aspect ratio). Además alterna los puntos de vista del relato en los dos primeros episodios: en el primero vemos la historia de amor desde la perspectiva de Jake, y en el segundo, el punto de vista de Mati prevalece; y finalmente, en el tercer segmento, realiza una suerte de ejercicio de ambigüedad especulativa sobre el desenlace de la historia de (des)amor visto desde el punto de vista de ambos. Se trata de un ejercicio similar al que propuso con bastante solvencia el director Ned Benson en las tres versiones de The Disappearance of Eleanor Rigby (2014) con James McAvoy y Jessica Chastain. El resultado es un ejercicio estimulante que, además de exponer el amplio conocimiento del lenguaje y la gramática cinematográfica que posee el director, propone una tesis sobre la soledad y las relaciones amorosas contemporáneas, examinando sus posibilidades, pero sobre todo, sus imposibilidades. Klinger traza con consistencia y determinación un tratado sobre lo efímero y lo cambiante, una propuesta temática que el director empata con el estudio del personaje protagonista y su inestabilidad emocional: Jake es un personaje complejo; es tierno y sensible, pero también deja ver su lado violento y peligroso. Porto es el melancólico, evocador y onírico cuento de amor fugaz con el que el director rinde homenaje a sus grandes héroes del cine a la vez que los utiliza como guía para encontrar su propia voz.


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uego de presentar cuatro cortometrajes con excelente recepción en varios festivales –incluyendo Sundance–, el fotoperiodista, director, guionista y productor sueco Jens Assur incursiona en el largometraje con Cuervos, una libre adaptación de la novela homónima del escritor Tomas Bannerhed. Ambientada en la Suecia rural de finales de los años 70, la cinta sigue los cansados pasos de Agne (Reine Brynolfsson), un granjero mayor que ha trabajado por más de 40 años para sostener la granja que ha manejado su familia por varias generaciones. Pero la modernidad y la necesidad de un negocio industrializado –y por ende más próspero– para los dueños del terreno donde se encuentra la granja, provocan que Agne se hunda en la incertidumbre y en graves episodios de psicosis ante la posibilidad de un futuro amargo que se vuelve más probable con la renuencia de su hijo mayor adolescente Klas (Jacob Nordström) a seguir los pasos de su padre como responsable del negocio familiar, pues sueña con viajar a Estocolmo para estudiar. Cuervos es un relato cautivador cuya ominosa propuesta atmosférica se sostiene por la extraordinaria labor del cinefotógrafo Jonas Alarik y las lúgubres notas de Peter Von Poehl; la conjunción de estos elementos técnicos consigue no solo recalcar la relación entre la naturaleza y las emociones humanas, sino también fortalecer y transmitir con mayor eficacia el

discurso que ya se manifiesta en los simbolismos propuestos por el guion como la constante aparición de aves en vuelo como representación de las ansias de libertad de Klas; las grandes y pesadas rocas como alegoría de la fortaleza y seguridad del negocio familiar perpetuado por Agne; los cuervos que acechan su cuerpo cada vez más decadente; o los pájaros atrapados en las redes como alegoría del inevitable destino que les aguarda a los protagonistas. Porque, al final, Agne y Klas son, en esencia, el mismo personaje: la madre revela al chico adolescente cómo su padre sacrificó sus sueños de estudiar meteorología para tomar el control de la granja y luego formar una familia, siendo ésta su más grande tesoro. En este sentido cabe señalar la sobresaliente construcción de la dualidad del personaje central: ¿es acaso Agne una suerte de villano autoritario y egoísta, o es sólo un hombre desesperado por el miedo a perder lo que tantos años de sacrificios personales le costó construir? La propuesta del director sueco desafía al espectador a un debate ético y moral con su divergencia entre los conflictos generacionales entre padres e hijos, y entre la imposición de las tradiciones, costumbres y oficios familiares que se oponen a dar paso a la modernidad y a la libertad individual. Y es que el legado de una familia, muchas veces está lejos de ser un preciado obsequio, siendo por el contrario un lastre que atrapa, inmoviliza y mata muy lentamente.



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onit Krushka (Rachel Weisz) es una exitosa fotógrafa británica que se ha auto exiliado en Nueva York desde muchos años atrás; pero cuando una voz anónima por teléfono le anuncia la muerte de su padre (interpretado por Anton Lesser), un rabino muy querido en la comunidad judía ortodoxa en la que ella fue criada pero de la que se alejó mucho tiempo atrás, toma la decisión de volver a su hogar para darle el último adiós a su padre. Pero su regreso genera reacciones inesperadas en la comunidad, pues la mayoría la reciben con frialdad y hasta cierto grado de rechazo por su rebeldía frente a los estrictos dogmas de fe. Sin embargo, la mayor sorpresa para Ronit se presenta cuando se entera que su amigo del colegio, Dovid Kuperman (Alessandro Nivola), quien fue elegido por su padre como su discípulo y sucesor para estar al frente de la sinagoga, está ahora casado con Esti (Rachel McAdams), una compañera del colegio con la que Ronit sostuvo una relación íntima y secreta. La premisa está basada en la novela homónima de Naomi Alderman y fue adaptada para la pantalla por Rebecca Lenkiewicz (Ida; 2014) y el propio Sebastián Lelio, para quien representa su debut en el cine angloparlante luego de obtener reconocimiento internacional con Gloria (2013) y consagrarse con el premio a la mejor película extranjera con Una Mujer Fantástica (2017) en la pasada entrega del Oscar. Disobedience llega para cerrar una trilogía de mujeres que se imponen contra los prejuicios sociales y la discriminación por la edad, la identidad de género, la orientación sexual y su libertad de pensamiento religioso, irguiéndose todas ellas orgullosas en pos de libertad y dignidad; pero la cinta también continúa con la exploración de temas como la feminidad, la pérdida, el duelo y la despedida de un ser querido como un derecho que no puede ser arrebatado por prejuicios moralinos, en este caso, por las diferencias de fe. Pese a los obstáculos obvios que representan un cambio de idioma, de cultura y de latitud geográfica, el cineasta chileno sale avante y se consagra aquí como un sobresaliente guionista que trenza el relato mediante una lenta cocción, a la vez que vuelve a demostrar su talento como un extraordinario director de actores, logrando obtener de cada uno del trío protagonista las mejores interpretaciones de sus carreras, y transmitir con precisos registros dramáticos el dolor, la duda, la impotencia y los conflictos emocionales, éticos y morales de sus personajes, consiguiendo con ello dar forma a una tesis sobre la presión que ejerce

la sociedad sobre el individuo y lo que éste es capaz de hacer con tal de mantener la aceptación de la comunidad. En la parte formal Lelio sigue evolucionando, evidentemente con un presupuesto mucho mayor que el de sus producciones latinoamericanas anteriores, pero manteniendo su habitual factura impecable al hacer mancuerna en esta ocasión con Danny Cohen (La chica danesa; 2015) en la labor de fotografía con base en primeros planos y desplazamientos de cámara sofisticados, obteniendo de esta colaboración una atmósfera fría, hostil y claustrofóbica como símbolo del ambiente asfixiante que recibe a la protagonista en su regreso a Inglaterra, del hermetismo de la comunidad judía, y también como una representación de cómo los dogmas de fe anulan libertades. Pero la incursión de Lelio en el cine angloparlante y la inclusión en el reparto estelar de dos enormes astros internacionales también ha derivado en aspectos no tan afortunados, como que la película se vea contagiada de los vicios del cine mainstream hollywoodense como caer en los lugares comunes del melodrama industrializado –ojo al discurso moralino/redentor de Dovid en la resolución del conflicto–, o que el erotismo, aunque elegantemente rodado, se sienta no sólo edulcorado sino hasta mojigato en la representación de dos mujeres que tienen sexo sin quitarse la ropa y con encuadres tan cuidados que llegan al extremo de ser condescendientes para buscar que la cinta obtenga una clasificación con la que pueda llegar a las audiencias masivas. Son aspectos comprensibles si tomamos en cuenta que es la forma habitual de trabajar en el cine mainstream, pero definitivamente ponen en evidencia el sacrificio parcial del estilo y el discurso de su artífice. Disobedience es un filme que habla sobre mujeres que desafían los convencionalismos sociales y se arriesgan al no doblegarse ante la imposición de las reglas; pero irónicamente, es también una cinta que, al estar ya anclada a los mecanismos de producción, distribución y ventas de la industria mainstream internacional, desafía muy poco los convencionalismos de este tipo de cine, casi no toma riesgos y se somete a los requerimientos que exige un mercado masivo. No obstante, el no poseer la audacia de sus dos filmes anteriores más reconocidos, el talento ya comprobado del cineasta es innegable y es gracias a ello que logra plasmar su impronta en un producto industrializado, colocando así a la película muy por encima de la media de este tipo de dramas cinematográficos.


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l cineasta Rubén Imaz se inspira en la anécdota del héroe nacional olvidado Rudesindo Cantarell Jiménez para desarrollar su cuarto largometraje: Tormentero. Rudesindo, durante un día de pesca habitual en la década de los 60, descubrió un yacimiento de petróleo de a 85 kilómetros de Ciudad del Carmen, Campeche; y aunque en su momento gozó brevemente como una celebridad y se bautizó al campo petrolero más grande e importante de México con su apellido, murió en la miseria, solitario, alcohólico y, dicen, en la locura. Ahora su nombre se encuentra en el olvido incluso para la mayoría de los habitantes de la zona. Imaz recurre al extraordinario histrión José Carlos Ruiz –a quien el año pasado vimos en Almacenados (2015)– para interpretar a Romero Kantún, el alter ego cinematográfico de Rudesindo Cantarell que el cineasta utiliza para narrar los últimos días del anciano que vive entre la realidad y la fantasía, acechado por el recuerdo de haber sido responsable de hundir al pueblo en la miseria cuando la industria petrolera prohibió la actividad pesquera de camarón en la región, despojando así a los habitantes su principal medio de sustento. Su vida ahora transcurre entre el alcohol y un fantasioso anhelo de recuperar lo perdido, así como de reivindicación social y de redención personal. El primer actor borda con sensibilidad a este personaje complejo; y es que, más que un hombre, Don Rome se ha convertido en un ente errante, un alma en pena que, en sus alucinaciones alcohólicas y episodios esquizofrénicos, padece el acecho de los fantasmas de su pasado, de personas fallecidas y de una intimidante mancha de petróleo que se, aunque lentamente, se extiende amenazante por su humilde casa con el fin de engullirlo todo a su paso.

Como es habitual en el cine de Imaz –Familia Tortuga (2006), Cefalópodo (2010) y Epitafio (2015), esta última codirigida con Yulene Olaizola–, la atmósfera predomina por sobre el relato, y su ominosa, onírica y parsimoniosa puesta en escena se presenta plena en simbolismos que remarcan la ambigüedad en la que se sustenta la película: la perpetua lucha entre la industria y la naturaleza, la locura y la sanidad, el éxito y el fracaso, el día y la noche, el pasado y el presente, la vida y la muerte. Todo ello a partir de la fotografía de Gerardo Barroso Alcalá, la música de Galo Durán y Camilo Plaza y los planos secuencia con potentes ecos del cine de Ripstein –con los que busca una representación exaltada de la intimidad– y de Tarkovsky –particularmente de Stalker (1979), permitiendo la reconceptualización de «el tiempo»–, y con influencias claras del realismo mágico de Juan Rulfo y las postales de Gabriel Figueroa. Pero la ambigüedad no solo se cierne en torno al protagonista desde su hallazgo petrolero –primero considerado héroe nacional, y luego responsable de la miseria del pueblo–, sino también en torno al espectador: ¿qué tanto de lo que vemos en pantalla es real y qué tanto es alucinación de su protagonista atormentado por la frustración de no poder volver en el tiempo y cambiarlo todo? Tormentero no es un cine para la masas que buscan evasión; es un ejercicio que demanda la atención y participación del espectador para descifrar el enigmático y por momentos inquietante relato propuesto por Imaz, un relato que por momentos resuena como una suerte de reinterpretación tropical de la tragedia shakesperiana de Próspero conjurando las tormentas que le permitirían reclamar lo que le fue arrebatado.


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as películas deportivas nos han acostumbrado a la fórmula del héroe que empieza desde cero hasta convertirse en una leyenda. Siempre abordando la perseverancia del protagonista para alcanzar sus objetivos, creando historias que puedan ser inspiradoras para la audiencia. Diamantino rompe todos los esquemas establecidos dentro del cine deportivo para contarnos una historia que no le teme a lo absurdo de su relato y a la inmensa creatividad de sus realizadores convirtiéndola en una experiencia única que solo podría ser posible gracias al cine. La cinta nos introduce a un personaje con el que inevitablemente estamos familiarizados: una superestrella del futbol portugués, que ocasionalmente modela ropa interior, con el coeficiente intelectual de un niño pequeño (cualquier parecido con cierto ex-jugador del Real Madrid es pura coincidencia). Para Diamantino, su padre y el fútbol son lo más importante de su vida. Diamantino explota su talento en la cancha gracias a las visiones de cachorritos gigantes que lo per-

siguen en un campo lleno de nubes, convirtiéndolo en el futbolista más impresionante del mundo. Tras un paseo en su yate personal, descubre la existencia de los migrantes y no puede quitarse la idea de su limitada mente. En el transcurso, una pareja de espías lesbianas lo investigan por ser un posible involucrado en una serie de transacciones millonarias en Panamá. Diamantino se enfrenta al reto más grande de su carrera durante la final del mundial de futbol cuando al fallar el penal que le daría el triunfo a Portugal, su padre muere a causa de un infarto fulminante. Diamantino se convierte en la burla de toda la nación y los memes so-bre su error inundan el internet. Durante su duelo, encuentra una solución que lo ayudará a superar su pérdida, y decide anunciarlo públicamente en un programa matutino muy popular: Ha decidido adoptar a un refugiado para seguir el ejemplo de su padre y ser una mejor persona. Para aprovechar su investigación, una de las espías se hace pasar por un refugiado mozambiqueño que se ganará el cora-

zón de nuestro ingenuo protagonista. Una película que a pesar de la rareza de su relato se convierte en una experiencia muy satisfactoria por el encanto desbordable de Carloto Cotta, que interpreta de manera espectacular a Diamantino, entregando una de las actuaciones más memorables del 2018. Aunque Diamantino es un personaje para la posteridad, las verdaderas robaescenas de la película son Anabela y Margarida Moreira que interpretan a las gemelas malignas que solo se aprovechan de la fortuna de su hermano. No es una sorpresa que la cinta fuera galardonada como Mejor Película dentro de la Semana de la Crítica en Cannes, ya que es una experiencia inolvidable para el espectador y que funciona como una crowdpleaser si la audiencia se lo permite. No podemos esperar a ver cuál será la siguiente aventura de Daniel Schmidt y Gabriel Abrantes, ya que con Diamantino se ganaron toda nuestra confianza para el futuro.



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stamos en una época en la que el cine familiar se rige bajo una peligrosa idea de sobreprotección hacia los menores evitándoles temas que, según sus creadores, son demasiado duros y delicados para ser asimilados por las mentes infantiles, ofreciéndoles en cambio historias ligeras que, si bien es incuestionable su capacidad de entretenimiento y de promoción de mensajes positivos sobre la amistad, la familia, la inclusión y la persecución de los sueños, les ocultan deliberadamente muchas situaciones dolorosas que inevitablemente tendrán que enfrentar en su desarrollo como infantes y/o adolescentes. Estas edulcoradas versiones de la realidad trastocan el desarrollo de los infantes y los marcan con impedimentos emocionales y con la carencia de herramientas que les dificultan afrontar traumas inherentes a nuestro paso por la vida. En años recientes han sobresalido tres títulos que rompen un poco con estos esquemas: Un monstruo viene a verme (2016), de Juan Antonio Bayona; I Kill Giants (2017), de Anders Walter; y La vida de Calabacín (2016), de Claude Barras. Los tres filmes enfrentan a sus protagonistas, con mayor o menor grado de crudeza, a un proceso de pérdida y duelo mediante el uso de elementos clásicos del cine infantil/juvenil. Ana y Bruno, el anhelado proyecto animado del cineasta mexicano Carlos Carrera y basado en la novela Ana de Daniel Emil, se inscribe como parte de estas cintas que desafían la ideología sobreprotectora proponiendo temáticas oscuras en historias infantiles, incluyendo en esta ocasión los trastornos psiquiátricos. En la cinta, la pequeña Ana (Galia Mayer) y su madre Carmen (Marina de Tavira) son dejadas por su padre Ricardo (Damián Alcázar) en una remota clínica psiquiátrica con la promesa de regresar en unos días. En el lugar Ana conoce a un pequeño duende verde de grandes orejas (Silverio Palacios) que la guía por el psiquiátrico y le presenta a los otros extravagantes inquilinos: una elefante rosa controladora llamada Rosi (Regina Orozco); Tic (Mauricio Isaac), un personaje construido a base de piezas de relojería; una rockola; una viuda negra, un excusado, una piñata, un brazo que camina solo; un changopulpo; entre muchos más. Todos ellos son las alucinaciones de los numerosos pacientes tratados por el Dr. Méndez (Hector Bonilla), una supuesta eminencia de la psiquiatría que está convencido de que el mejor tratamiento son las inyecciones sedantes y los electroshocks; y cuando la mamá de Ana comienza a ser considerada para la aberrante terapia del médico, ésta huye con la ayuda de la pandilla de alucinaciones con el fin de encontrar a su padre para que le ayude a rescatar a su mamá antes de que sea demasiado tarde.

La película está ambientada en los años 40, y este dato es relevante no sólo porque permite contemplar una minuciosa recreación histórica de la provincia mexicana absolutamente alejada de clichés y nacionalismos forzados, sino porque nos permite a la vez contextualizar la situación de la medicina psiquiátrica radical con sus ahora muy cuestionables terapias y el entonces común abandono de los pacientes por parte de su familia. Como ejemplo podemos acudir al caso del infame hospital psiquiátrico “La Castañeda” –ubicado en el antiguo barrio de Mixcoac de la Ciudad de México– del que se conocen ahora sus condiciones de abuso y tortura a los pacientes bajo la excusa de tratamientos para combatir sus trastornos, y que llegaron a su fin en 1968 cuando el presidente Gustavo Díaz Ordaz, preocupado no por el bienestar de los pacientes sino por la imagen del país ante el inminente inicio de los Juegos Olímpicos en territorio nacional, ordenó que fuera clausurado y demolido. Y es que es aquí, en este oscuro ambiente histórico, donde la pequeña Ana emprende, con Bruno y compañía, su odisea para recuperar a su familia, encontrando la inesperada ayuda de Daniel (Daniel Carreras), un niño huérfano y ciego. Ana y Bruno ofrece por supuesto las aventuras emocionantes y personajes entrañables que son necesarias en un relato de este corte para promover lecciones de familia, amor y amistad, pero el contexto de la medicina psiquiátrica donde se desarrolla le permite al director participar no solo en el juego de la (a)normalidad tanto por medio de los pacientes en tratamiento como por medio de sus alucinaciones que tienen una identidad propia, sino también ofrecer una serie de reflexiones sobre la importancia de la memoria, sobre la muerte, la pérdida y el duelo. Y aunque su factura técnica es impecable, es más que evidente que no nos encontramos ante una propuesta de sofisticado diseño y estilo como las cintas de Pixar o DreamWorks; sin embargo, su propuesta narrativa, su imaginería, su extraordinario diseño de arte y su madurez temática la colocan al mismo nivel de cualquier cinta de estos estudios. La película expone el dominio del lenguaje cinematográfico que el cineasta ya ha demostrado a lo largo de su filmografía y sobre todo destacan los ecos de melancolía y oscuridad emocional que guarda con su cortometraje El Héroe, la sofisticada pieza de animación tradicional con la que ganó la Palma de Oro en Cannes en 1994. Ana y Bruno es un ejercicio sobresaliente especialmente porque no es condescendiente ni en lo intelectual ni en lo emocional con el público infantil y le habla de frente sobre los claroscuros de la vida; es la película que Pixar o DreamWorks jamás se atreverán a realizar.



E

n 2012, el director mexicano Sebastián Hofmann presentó su largometraje debut Halley, una cinta que dio la vuelta al subgénero de zombie a través de la historia de Beto (Alberto Trujillo), un guardia de seguridad nocturno de un gimnasio que inesperadamente debe hacerle frente a la muerte en vida. Con su segundo largometraje, Tiempo Compartido, Hofmann y su coguionista Julio Chavezmontes desarrollan una comedia familiar vacacional que, sin embargo, no podemos apartarla completamente del género de terror. La premisa tiene como protagonistas a dos familias: la de Pedro (Luis Gerardo Méndez), Eva (Cassandra Ciangherotti) y su pequeño hijo Pedrito; y la de Andrés (Miguel Rodarte como nunca lo habíamos visto) y Gloria (Montserrat Marañón). La primera de ellas se encuentra de vacaciones en una de las villas del lujoso hotel Vista Mar –parte del reconocido resort corporativo Everfields International–; mientras que la segunda pareja forma parte de los animadores que trabajan en esta prestigiosa compañía hotelera. Las dos familias han pasado por una fuerte crisis, y la cinta retrata el abismal descenso al infierno emocional y psicológico al que se enfrentan los patriarcas de estas familias en medio de este paraíso artificial. Pedro y su familia tienen que compartir la villa con otra familia –conformada por Abel (el siempre excelente Andrés Almeida), su esposa y sus dos hijos– por un 'error administrativo' de la compañía hotelera; mientras que Andrés tiene que lidiar con el distanciamiento de Gloria tras una tragedia familiar, así como el ascenso de ésta en la empresa –de animadora de shows a agente de ventas de membresías vitalicias– y su propia degradación laboral de animador a encargado de la limpieza de habitaciones y lavado de la ropa de cama de hotel en sus laberínticas entrañas. La estructura, temática y desarrollo de Tiempo Compartido nos recuerda a títulos recientes como HighRise (2015) de Ben Wheatley, en el que también se lanzan comentarios sobre las clases sociales conviviendo en una lujosa residencia comunal; y a Force Majeure (2014), de Ruben Östlund, donde las absurdas situaciones durante unas idílicas vacaciones familiares en los Alpes suizos deslizan mordazmente señalamientos sobre la fragilidad masculina del patriarca de la familia. Sin embargo, las más fuertes influencias provienen inesperadamente del inmortal clásico del cine de terror El Resplandor (The Shining; 1980), del cual incluso algunas secuencias como la del elevador que abre sus compuertas y libera una ola de sangre

es reelaborada aquí con una lavadora industrial como protagonista que, por un desperfecto provocado ¿intencionalmente?, libera una suerte de río de sangre a los pies del personaje de Andrés. Además, sobresale la charla entre Pedro y su pequeño hijo sobre los intrusos que quieren destrozar a su familia y que de inmediato nos remite a aquella plática paterno-filial entre un desquiciado Jack Torrance (Jack Nicholson) y su pequeño retoño (Danny Lloyd) en el también inmenso, laberíntico y disimuladamente infernal Hotel Overlook. Con una producción evidentemente mucho más ambiciosa que la de su ópera prima, Hofmann despliega su talento como realizador apoyado en la sutileza y elegancia de su guion y en la construcción de la atmósfera conseguida por la conjunción de la fotografía de Matías Penachino y la música del italiano Giorgio Giampá. El trabajo de Penachino se caracteriza por negarnos la vista al mar y ofrecernos en cambio una propuesta estilizada por sus encuadres sofocantes y sus contrastantes azules y rojos neon, mientras que los sonidos de Giampá son sugerentes hasta un nivel inquietante; juntos consiguen el ambiente angustiante y claustrofóbico que sirve al cineasta mexicano como el escenario ideal y necesario para desarrollar esta historia de los mecanismos que las corporaciones utilizan para tomar como ventaja las debilidades emocionales y psicológicas tanto de empleados como de clientes y transformarlas en ganchos de venta: por un lado acosan a la familia de Pedro y se aprovechan de la búsqueda de sanación para la enfermedad psicológica de su esposa Eva; mientras que por otro lado toman la dolorosa experiencia personal de Gloria para transformarla en una de sus vendedoras estrella. Tiempo Compartido es una propuesta arriesgada, comenzando por demandar una labor histriónica fuera de la zona de confort de sus protagonistas y dar así una muestra de sus aptitudes en roles más exigentes que en sus habituales participaciones en el cine comercial nacional; pero además, por presentar en su temática una inquietante realidad de cómo se ha construido al consumismo como la única vía de llegada a una idea de la felicidad y cómo esto ha llevado a la sociedad a una profunda deshumanización del individuo, convirtiendo a seres humanos en entes muertos en vida que, aún a costa de estar dispuestos a explotar sus propias tragedias, se alimentan de los sueños y anhelos de los otros con tal de alcanzar esa falsa idea de felicidad que promueve el capitalismo y sus alienantes mensajes de «la familia feliz».



L

a cinta que abre la 16a edición del Festival Internacional de Cine de Morelia es un logro para Chazelle que recupera la esencia de ese “tour de force” de Whiplash y sublima la acción angustiante de Gravity de Cuarón, dotándola de un fondo emocional mucho más rico y complejo. Algo tienen las películas sobre historia norteamericana. Por supuesto en primer lugar está la forma en que nos las suelen narrar, y con tantos años de influencia cinematográfica y televisiva, realidad y ficción se alimentan una a la otra y es difícil no pensar que todas los relatos populares americanos no ocurrieron con el dramatismo y la emocionante sucesión de hechos que vemos en el cine. Pero aunque la nueva cinta de Damien Chazelle se vale de algunos de los toques narrativos que hacen tanto de sus historias como de las anécdotas estadounidenses un emotivo transitar de la incertidumbre al éxito y de la crisis a la apoteosis, hay en ella un espíritu desromantizador que pone a conversar a la historia oficial del alunizaje con los cuestionamientos del siglo XXI, aunque sin llegar con contundencia a las respuestas. First Man se centra en el primer ser humano que puso un pie en la luna, Neil Armstrong, desde los difíciles momentos de la muerte de su pequeña hija Karen en 1962, hasta su ingreso al proyecto que culminaría con la misión Apolo 11, responsable del alunizaje en 1969. Armstrong es interpretado por Ryan Gosling, un hombre serio cuyo propósito en esta historia parece ser cargar estoicamente con el dolor, la presión, el estrés y las complicaciones propias de una empresa de astronómicas proporciones. Los ojos de Gosling es una de las primeras imágenes que vemos en pantalla, sacudiéndose por la turbulencia tras un casco, reflejando determinación y preocupación, habilidad y temor, en un filme de 16 milímetros que nos transporta a un momento en que la tecnología empezaba a avanzar a grandes saltos pero donde aún se ven texturas y artilugios que hoy llamaríamos vintage. El retrato que Chazelle nos ofrece de la NASA, los cohetes y los astronautas no glamouriza ni

maquilla, más bien contempla, con cercanía y simpleza, a base de primeros planos filmados con una cámara que tiembla, explorando la verdad, con una intención visual que apunta más al intimismo que a la espectacularidad. La trama desarrolla los tropiezos por los que pasó la misión de la llegada a la luna, en pos de ganar la carrera espacial. Muertes y fracasos; fallas y sacrificios; enormes gastos y duras críticas; conforme avanza, se va formulando la pregunta de para qué buscar tal hazaña, de si vale la pena, y particularmente, cuál es la motivación de Armstrong. El Primer Hombre es de esas películas que no recurre a los formulismos típicos ni a las frases del manual para construir su argumento. Gracias a eso no vemos discursos “salidos del alma”, que en realidad saben más a caprichos de un estudio para evitarle complicaciones al público. Pero no por ello es una cinta difícil de ver o un reto intelectual, y sin embargo, transmite cosas honestas y plantea temas valiosos tanto para las reflexiones que hoy se dan en el mundo como para la interpretación de la historia del alunizaje, siempre vista como uno de los símbolos del orgullo gringo. Armstrong no es tratado como un héroe, ni su determinación vista como el romántico sueño de alcanzar altas cumbres, él es ajeno a los discursos de John F. Kennedy, el contexto social y político no es de gran apoyo ni su situación familiar la más perfecta, vamos, en el momento del alunizaje *PEQUEÑO SPOILER* ni siquiera se ve el famoso clavado de la bandera *FIN DE SPOILER*. Asimismo la película no pretende la espectacularidad que muchos esperarían; muy pocos planos amplios y pocas de esas vistas increíbles desde el espacio que nos hacen sucumbir reverencialmente ante la grandeza del cosmos. El que busque aquí una historia inspiradora, un filme de acción para desconectarse o la típica película nacionalista gringa en turno, se verá (gratamente) decepcionado. Pero atención, que no hay que olvidar que es Damien Chazelle con quien

estamos tratando, y el canadiense no renuncia a su vocación por emocionar y estrujar con las admirables hazañas humanas, con la lucha y la evasión de los obstáculos. Tampoco suelta su amor por las composiciones musicales y brinda una banda sonora apoteósica y brutal, que apabulla y a la vez sumerge, transmitiendo la tensión de estar en una situación de delicadísimos componentes. Y finalmente está su ya acostumbrada secuencia final que es un crescendo de lágrimas y sudor, que en esta ocasión nos regala un interesante juego con el manejo del aspect ratio y de la cámara, una libertad técnicacreativa que como un sorpresa nos hace reflexionar, quizá más que todo el melodrama y los parlamentos previos, sobre la gran significado de la llegada del hombre a la luna. Es finalmente un filme redondo, con actuaciones sólidas y correctas, que recupera la esencia de ese “tour de force” de Whiplash y a la vez sublima la acción angustiante de Gravity de Cuarón, dotándola de un fondo emocional mucho más rico y complejo. El guión sencillo y poco pretencioso de Josh Singer no acapara el discurso y permite que los rostros y las circunstancias digan todo. Pero quizás, algunas palabras hicieron falta para terminar de responder a esas preguntas que para el final de la cinta siguen provocando. ¿Vale la vida de un hombre la gloria de otro? ¿Son aceptables las soñadoras ambiciones frente a una realidad de pobreza e injusticias? Retomar el valor humano es parte del debate del 2018, y esta cinta no lo ignora, sin embargo tampoco se anima lo suficiente a tomar una postura (no hay que dejar de lado que la imagen de respetadas personalidades va de por medio). Pero tal vez no es tan necesario, el simple hecho de que haga de la historia del alunizaje algo diferente al típico relato oficial con sesgo propagandístico que promueve los llamados “valores norteamericanos”, es para agradecerse en estos tiempos en que todo es herramienta para una agenda.


C

arlos Perches Treviño y Ramón Sardina García, ambos estudiantes de Veterinaria, se introdujeron la madrugada del 25 de diciembre de 1985 al Museo Nacional de Antropología de la Ciudad de México y de sus salas robaron poco más de un centenar de piezas arqueológicas mesoamericanas mayas y aztecas. El crimen, considerado como «el robo del siglo», trastocó el exacerbado nacionalismo de una sociedad golpeada apenas tres meses atrás por el fatídico sismo del 19 de septiembre. Tres décadas después, el suceso sirve de inspiración para el segundo largometraje del cineasta Alonso Ruizpalacios: Museo. Apoyado en el guión por Manuel Alcalá, el director toma el crimen como un pretexto para explorar la apatía y el hastío de la juventud mexicana como ya lo hizo en su ópera prima Güeros (2014). Colocando al centro del relato a Juan Núñez (Gael García Bernal), Ruizpalacios realiza un sutil pero contundente estudio de personaje abordándolo desde distintos frentes: su nacionalidad, su ideología política de izquierda, su educación, su ambiente familiar conservador de clase media alta pero ese particular espíritu burgués, su amistad con el bonachón Benjamín Wilson (Leonardo Ortizgris), y sobre todo, su juventud y su inherente rebeldía. Juan es un inadaptado social de espíritu anárquico que goza de derribar el status quo; un joven rebelde e inmaduro con carrera universitaria trunca y una ideología anticolonialista que se opone al uso de palabras en inglés y al descarado imperialismo yanqui encarnado en la figura de Santa Claus. Su oposición al sistema y a la cultura estadounidense es tal que no le importa destruir las ilusiones navideñas de sus sobrinos al revelarles la verdadera identidad de quienes les obsequian los regalos en esa celebración.

Inspirado por la fenomenal secuencia del robo a la joyería en el clásico del cine criminal Rififi entre los hombres (Du rififi chez les hommes; 1955), de Jules Dassin, el director mexicano recrea el robo al Museo Nacional de Antropología con una impecable puesta en escena en las réplicas de las salas del recinto cultural que se construyeron en los foros de los Estudios Churubusco. Y si en Güeros recorríamos la Ciudad de México, ahora toman su lugar las calles Ciudad Satélite –lugar de origen de los protagonistas–, así como Palenque y Acapulco, lugares de la provincia mexicana donde los rebeldes hastiados devenidos a criminales buscan mover las piezas en el mercado negro de las piezas arqueológicas. Es en medio de este viaje alucinante que el director desarrolla a profundidad la contradictoria personalidad de Juan, su casi simbiótica relación con Benjamín, el inicio de su caída y la preparación de su camino hacia la redención que buscará en el tercer acto. Es aquí también cuando al protagonista se le presenta la fortuita oportunidad de conocer a la famosa bailarina exótica Sherezada (interpretada por la argentina Leticia Brédice), un personaje que representa el alter ego fílmico de la vedette Isabel Camila Masiero, mejor conocida como La Princesa Yamal; se trata de una anécdota que el director aprovecha para homenajear, con una fársica secuencia de pelea en los bajos mundos de Acapulco, al llamado «cine de ficheras» –para más información referirse al excelente, revelador y entrañable documental Bellas de Noche (2016), de María José Cuevas–. La relación paterno-filial, al igual que en su ópera prima, tiene un gran peso en la trama: mientras en Güeros teníamos a la figura de un padre fallecido pero no ausente en espíritu gracias a su legado musical –aquella mítica cinta del hombre que alguna vez hizo llorar a

Bob Dylan–, en Museo, en cambio, tenemos a un padre muy presente –encarnado por el excelente actor chileno Alfredo Castro–, una figura paterna imponente que resulta frustrante para Juan por no poder cumplir con las expectativas que depositó en él. Es aquí donde la película adquiere ligeros ecos autobiográficos, pues el padre del director, al igual que el padre de Juan, era médico, así que conocía perfectamente lo que era no poder cumplir con las expectativas de los familiares. El personaje del patriarca adquiere mayor complejidad gracias a una anécdota familiar confesada por el tío de Juan, y es así como desciframos que esa figura estricta y autoritaria responde a una psique atormentada por un pasado de rebeldía e irresponsabilidad. El padre de Juan es un hombre agobiado por la culpa ante una irresponsable fatalidad, y por el desesperado intento de evitar que su hijo repita su historia, sus errores. Museo es un ejercicio que va más allá del ingenio visual y narrativo, es un filme resuelto de manera brillante a través de una mezcla del cine de suspenso con ecos de la estética del film noir, con los riesgos formales heredados de la escuela de la Nouvelle Vague y evocadora del americanísimo género road movie; todo ello resulta en un film de espíritu tan clásico como revitalizante para el cine mexicano contemporáneo por su audaz mezcla de géneros y combinación de tonos dramáticos. Estamos ante el trabajo de un director que no teme mostrar sus influencias porque se sabe poseedor de un estilo propio y de una voz autoral auténtica, una cualidad cada vez más valiosa en la industria fílmica.



H

acía tiempo que no escuchábamos la palabra "naco" en el cine. El término clasista está en vías de desuso gracias a la suma de voces que claman por una sociedad más igualitaria y sensible. Si el efecto se traslada o no hasta nuestra dinámica cotidiana es asunto del examen moral de cada quien, el arte por su parte cumple con lanzar la provocación, colocarnos el espejo y ajustar la luz, y esto es lo que Alejandra Márquez Abella hace en su su película, la cual hace más que lanzar una crítica o una burla a las élites: las disecciona. El planteamiento lo hemos visto antes: familia burguesa de las Lomas de Chapultepec, pedante y desconectada, con una personalidad dictada por el estatus y las apariencias. El castillo de naipes comienza a derrumbarse cuando los negocios van mal. La burguesía exhibe su miseria oculta. ¿Alguien dijo Nosotros Los Nobles? Afortunadamente, el riesgo de ser una burla más a los ricos para complacer al gran público, o el de ser otro melodrama inofensivo de carácter neo-telenovelesco, quedan cancelados gracias a la incisiva mirada de este drama hacia la condición privilegiada, que trasciende el escarnio personalista y pone los ojos en el sistema mismo. La trama gira en torno a Sofía (Ilse Salas), una socialité en los años ochentas enajenada con el perfumado ambiente de los clubes, las tiendas exclusivas y las fiestas a la europea. Ella sueña con la realeza española, compra su ropa en Nueva York y desprecia a la nueva-rica morena y "naca" que pretende entrar a su círculo. Sus amigas, son más bien competidoras, presumidas pasivo-agresivas que no dudan en pisar sobre el defecto ajeno para elevar

su virtud social. Todas mujeres cuyo oficio es el ornato, piezas de lucimiento sin valor ni responsabilidad por sí mismas. "Niñas", como se les suele llamar condescendientemente, pues no tienen que pensar, decidir o trabajar. "Bien", porque son de buena familia, porque su chequera, sus gustos y accesos VIP dan cuenta de un fiel apego al manual de etiqueta. Son el estereotipo aspiracional que el wannabismo mexicano ha construído para separar las castas. Pero Sofía tiene un secreto, fantasea íntimamente con Julio Iglesias, un affaire platónico que de confesarlo la volvería la comidilla pública: es de mal gusto admirar cantantes. Basada en las memorias de Soledad Loaeza, la cinta no viene a revelar nada que no sepamos sobre esa élite que con las crisis económicas como telón de fondo, seguía destapando champagne y comiendo caviar. Sin embargo, cuando se decide introducir el factor de la gran devaluación del '82 precedida por la nacionalización de la banca por José López Portillo, se revela la condición humana tras el clasismo. Los ricos también lloran, pero ¿por qué lloran, en el fondo? Las actuaciones logran algo más que credibilidad. Salas demuestra control y conexión perfecta con su personaje, sin dejar de expresar —quizá hasta la reiteración— los condicionamientos de época, contexto y género, en un trabajo de guión más fidedigno que creativo, pero innegablemente divertido. A esto se suman los referentes populares; Jacobo Zabludovsky tiene la verdad mientras Rebeca de Alba tiene la clase. La Maldita Primavera ameniza y la ropa marca FILA distingue. Todos elementos que pueden ser de horror o nostalgia, pero igualmente resultan

simpáticos, aunque poco sutiles. A la par está el vestuario de las actrices, el cual conforma un ente propio; refleja la época, el estatus y personalidad de cada personaje. Aquellas hombreras que hoy resultan ridículas y absurdas, antes daban personalidad y figura. Los rosetones y los holanes que las artistas lucían, tenían antes el carácter populachero que toda respetuosa de la elegancia europea despreciaba, aunque hoy sean vintage. Cinematográficamente, el vestuario es el ingrediente que aporta estética y brillo a una cinta que aunque se defiende suficientemente en ambientación, no puede presumir de una gran producción. Accesible y disfrutable, Las Niñas Bien es también importante para la conversación actual. Al igual que otras películas mexicanas del 2018, intenta mirar al pasado para comprender el presente, un presente confuso y de destino incierto, al cual, si queremos usar como punto de partida, primero hay que evaluar. Y así como algunos ensayos analizan el machismo para estudiar las inseguridades en los propios hombres, esta tragedia de tintes cómicos pone luz en los mecanismos de estratificación social para mirar hacia ese frágil orgullo disfrazado de superioridad. Márquez Abella y su elenco casi enteramente femenino han logrado delinear una parte de la identidad mexicana: la clasista y aspiracional, esa que aunque ha dejado de decir naco (algunos la han cambiado por 'chairo'), sigue ahí en nuestro historial, para algunos, tan horrible como unas puntiagudas hombreras; para otros, tan entrañable como una canción de Marisela.



C

uando nos hospedamos en un hotel experimentamos la sensación de estar en total paz. Todo está a nuestro alcance, todo está listo y si no lo estamos puede fácilmente arreglarse con una simple llamada a recepción. Pero parece que muchas veces olvidamos que eso no se hace por arte de magia y hay alguien que trabaja duramente para que uno pueda darse el lujo de descansar. Eve es una de estas personas. Trabaja en un exclusivo hotel de la Ciudad de México como camarista; sus jornadas laborales son largas y solitarias, tendiendo camas, limpiando baños, consintiendo exigencias de los clientes día tras día. Tiene una hija a la que prácticamente no ve por lo extenso de su jornada; pero a Eve no le queda de otra, está sola y tiene que sacarla adelante. Es por eso que a pesar de ser tan introvertida, es de las mejores en su trabajo y se esfuerza para obtener un mayor un conocimiento. Desafortunadamente ese trabajo la convierte prácticamente en un fantasma solitario que deambula los pasillos del enorme hotel pasando desapercibida para todos. Mientras limpia, Eve se toma tiempo para soñar distintas vidas y con objetos que nunca tendrá mientras explora las habitaciones y los objetos que se encuentra en ellas. En este hotel, si un objeto perdido no lo reclama su dueño, el hotel se lo regala a un empleado. Entre esos objetos existe un vestido rojo, olvidado por una cliente y que prácticamente se han convertido en otra motivación para hacer bien su trabajo. La camarista es la ópera prima de la también actriz Lila Avilés y está prota-

gonizada por Gabriela Cartol, Teresa Sánchez y Agustina Quinci. Avilés se basó en una obra de teatro escrita por ella hace unos años de nombre La camarera para crear su primera película, pero después le surgió la idea de adaptarla a un hotel. Para ésto, y como trabajo de investigación, la directora se adentró al mundo de distintos hoteles para conocer el oficio y en ellos le compartieron historias que le sirvieron para enriquecer su guión. La actriz Gabriela Cartol, quien captó la atención de Lila después de verla participar en La Tirisia, aquí nos da una gran interpretación, tremendamente natural, contenida y que va a creciendo junto a la película. Tenemos también que reconocer el inigualable carisma de su compañera de reparto Teresa Sánchez y su papel de Minitoy, quien con su tremendo carisma se vuelven un gran complemento al personaje de Eve. Ellas dos tuvieron que aprender el oficio y después de varias semanas reconocen que es un trabajo bastante pesado y poco reconocido y muy mal remunerado económicamente. La camarista es una mirada voyerista a esta noble profesión donde vemos el mundo desde las perspectiva de Eve, donde los sueños se quedan como sólo eso y no pueden ir más allá de las paredes del hotel; un trabajo que otros ven como algo menor pero que no cualquiera podría hacer, que requiere de una fortaleza, paciencia y dedicación que solo hombres y mujeres con verdaderas ganas de salir adelante puede hacer de tu estancia una agradable experiencia.


E

l director Christian Petzold cierra su trilogía sobre historias de romances en entornos represivos con Transit, un drama basado en la novela de la escritora alemana, judía y comunista Angela Seghers. El experimentado director rehuye de las adaptaciones ordinarias y toma la historia que en el papel transcurre en la Segunda Guerra Mundial y la traslada a la Marsella actual; pero no se trata solamente de la actualización de la anécdota social de la novela, sino de un ejercicio enteramente conceptual, pues aunque la historia transcurre en nuestros días, el ambiente es casi anacrónico y en él se puede respirar y casi palpar la era de la alemania nazi donde la transmisión de información aún se da por cartas, llamadas telefónicas entre teléfonos fijos u otros sistemas hoy rudimentarios. En este contexto de ficción especulativa encontramos a Georg (Franz Rogowski), un alemán que se ve forzado a abandonar su natal Alemania luego de la ocupación nazi y buscar un refugio en París, de donde tiene también que escapar para llegar Marsella y ahí intentar encontrar una forma de llegar hasta México como refugiado. Durante su espera en la ciudad costera por una resolución por parte del Consulado Mexicano sobre su visa, Georg comenzará a establecer la-

zos con una madre y su pequeño hijo que esperan el regreso de su esposo y padre, y con Marie (Paula Beer), una mujer atormentada por la culpa de haber abandonado a su esposo, el escritor de apellido Weidel, y vivir un romance con el Dr. Richard (Godehard Giese). Transit, cuyo título hace referencia a la visa temporal que se recibe para poder salir de un país y transitar por otro(s), es un deslumbrante y lúdico ejercicio conceptual en el que Petzold expone la característica cíclica de la historia y la importancia del acercamiento consciente a nuestro pasado; en un experimento similar al ejecutado magistralmente por su compatriota Valeska Grisenbach con su sobresaliente cinta Western (2017), el cineasta alemán establece conexiones entre el legado del nazismo con la actual crisis de refugiados en Europa y el resurgimiento de movimientos de ultraderecha con discursos de intolerancia y discriminación, sorprendiendo amargamente la actual vigencia del fascismo. Pero Petzold no sólo se queda en la construcción de un relato que, con pinceladas de thriller de usurpaciones de identidades y destellos de drama histórico alternativo, recurre a los elementos propios del melodrama pero de una manera reinterpretativa del género,

sino que también propone un dedicado estudio de personaje central. En este melancólico y sugerente relato sobre las personas que deambulan en una suerte de limbo esperando una oportunidad de tener un lugar al cual pertenecer, la ambigüedad y la incertidumbre que caracterizan a la personalidad y a la situación migratoria del protagonista –un hombre pleno en claroscuros con una ética y moral altamente cuestionables y un gran desapego, pero a la vez con una notable sensibilidad y empatía por el prójimo– están además presentes en todos los aspectos del filme, desde la ambientación en la época actual pero con un diseño de arte y de vestuario que nos transporta a la década de los 40, así como a la serie de encuentros y desencuentros entre sus protagonistas en las subtramas que se van trenzando de una manera orgánica, hasta la fuerza del amor que es presentada tanto como un salvavidas que sublima la existencia como una fuerza destructora. Por supuesto la ambigüedad e incertidumbre también se hacen presentes en el sorpresivo y desconcertante desenlace que, aunque no se compara con el magnífico final de su película anterior, Phoenix (2014), nos quedará igualmente grabado en la memoria para siempre.


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urante el rodaje de su bien recibida opera prima, Songs my brothers taught me (2015), la cineasta china-estadounidense Chloé Zhao conoció al joven jinete Brady Jandreau y éste le inspiró para su segundo largometraje: The Rider, un ejercicio en el que se diluyen las líneas que delimitan la realidad y la ficción. La película, que recogió excelentes críticas en la Quincena de Realizadores en Cannes en 2017, deja ver la nueva vida que Brady Blackburn (Brady Jandreau) debe enfrentar luego de sufrir un incapacitante accidente durante un espectáculo de jinetes. El chico alguna vez fue una de las más famosas estrellas del rodeo en su comunidad y un experimentado entrenador de caballos, pero las secuelas de su grave herida en la cabeza le han imposibilitado para montar. Ahora, en casa con un padre seco y una hermana menor con síndrome de Asperger, se enfrenta como mejor puede a la frustración de no poder continuar con lo que más le apasiona; así comienza a intentar tomar las riendas de una vida no deseada, reconstruyendo su trastocada identidad a la vez que se enfrenta al replanteamiento de lo que significa ser hombre en una sociedad remota de la Norteamérica profunda. El guion de The Rider se formó a partir de la experiencia real de Brady, de su familia y amigos; y es que prácticamente todos los personajes de la cinta se interpretan a sí mismos y recrean en pantalla sus propias experiencias de vida. Al tratarse de actores no profesionales con la única tarea de interpretarse a sí mismos, no atestiguamos aquí los vicios de la dramatización exagerada en la que ocasionalmente caen mu-

chos de los actores de renombre; esta carga de honestidad, naturalismo y espontaneidad en las interpretaciones es una cualidad que exalta la valía cinta y se vuelve uno de sus puntos más fuertes, especialmente en lo que respecta a la ternura y la bravura que se combinan gracias a la sensible interpretación del joven Brady Jandreau. Pero aunque los sucesos relatados en la cinta estén basados en hechos reales, la película no se limita al trabajo de ficcionalización de la realidad, sino que la transforma en toda una experiencia sensorial de primerísima calidad cinematográfica. La conjunción de la melancólica música compuesta por Nathan Halpern –además de un diseño sonoro que nos transporta a ese ambiente rural– y las postales de gran belleza que captura el lente de Joshua James Richards, consigue un trabajo de gran lirismo. La gramática cinematográfica es aprovechada por Zhao para conseguir secuencias profundamente bellas pero así mismo emocionalmente desgarradoras, y con ellas ensamblar un ejercicio sofisticado que sirve como un homenaje al mundo del rodeo, a los sacrificios, a la familia, a los amigos, a las viejas glorias, a los sueños rotos y a las nuevas oportunidades. The Rider es un filme sobre la pérdida en muchos sentidos: en la vida actual de Brady rondan la muerte de su madre, el trágico accidente de su mejor amigo, la difícil relación con su padre, la inesperada venta de su caballo para poder saldar las deudas económicas, y la pérdida de habilidades que lo incapacitan para seguir con lo que le apasiona. Por supuesto esto provoca en él enojo y frustración que se convierten

en esporádicos brotes de violencia incluso hacia sus mejores amigos; su sentimiento se agrava además ante el miedo de volverse como su padre y al sentirse degradado cuando, para pagar la renta de su casa, se ve obligado a trabajar en un supermercado donde frecuentemente es reconocido por algunos miembros de la comunidad y le recuerdan sus días de gloria como jinete. La mirada femenina de Zhao disecciona la figura masculina en la Norteamérica profunda con sensibilidad y comprensión de sus detonantes emocionales –«lo malo de los chicos es que no les gusta que hieras su orgullo», dice una de las amigas de Brady–; y es que aunque nos encontramos con un retrato profundamente intimista y personal, también resuena en su carácter universal. Sobresalen aquí dos tipos de relaciones entre hombres: la relación padre-hijo con una aparente rivalidad y la rebeldía, pero con un cariño demostrado de maneras que sólo la masculinidad del entorno rural lo permite; y la relación con su mejor amigo Lane Scott –al que considera como su hermano mayor y quien en la realidad sufrió un trágico accidente automovilístico–, de quien se hace un tatuaje en la espalda como un homenaje a ese fraterno compañero al que visita continuamente para devolverle un poco de las alegrías de una vida pasada llena de gloria. The Rider es cine en estado puro; un western contemporáneo sobre las caídas y ascensos de un vaquero moderno en el que la realidad y la ficción se funden en una sola experiencia tan devastadora como inspiradora.



S

i hay algo que disfruta Gaspar Noé es crear escándalo, provocar incomodidad y malestar entre los espectadores al grado que la gente abandone la salas de cine o de que no puedan despegar los ojos de la pantalla a causa de las perturbadoras imágenes que está observando. Siguiendo con esa tradición el director argentino nos presenta ahora Climax, el mejor trabajo del director desde su tan amada/odiada Irreversible. La cinta recibió el premio a mejor película en el festival de SITGES y fue la ganadora en la Quincena de Eealizadores del Festival de Cannes, por lo que se convierte en su cinta mejor recibida por el público y la crítica, muy a pesar de su tan particular estilo tan tremendista. Climax nos remonta a la década de los 90 y al Interior de un internado ubicado en lo más profundo de un bosque donde un grupo de talentosos bailarines de danza urbana llevan ya varios días de intensos ensayos de un espectacular performance que están por presentar. Cuando llega el último día de ensayos ellos creen que la mejor manera de celebrarlo es con una fiesta llena de música electro, un dj y sangría... mucha sangría, pero no sin antes hacer su último gran baile juntos. Conforme va pasando la noche comienzan tener un comportamiento extraño por lo que todos llegan a la conclusión de que esa sangría contenía algo, era evidente que uno de ellos había puesto algo en la bebida y los ha drogado. Mientras a las afueras cae una terrible nevada que hace que todos queden atrapados en ese infierno que está por venir, la situación se agrava aún más a la hora de tratar de encontrar un culpable, ya que el efecto de la droga hace que afloren en cada uno de ellos diferentes

comportamientos que van desde la euforia, el pánico, la lujuria y la extrema violencia. Desde lo extremadamente brutal de sus créditos iniciales percibimos que esto será algo incómodo pero imposible de dejar de ver, cómo todo lo que hace Noé, y agregándole el ya famoso “basado en hechos reales” hace que la audiencia quede aún más intrigada. Durante los primeros minutos el cineasta se da a la tarea de darnos a conocer un poco de la vida de los personajes con breves fragmentos de entrevistas a los bailarines en un viejo televisor en lo que parece ser el proceso de selección de casting previo al show que preparan; posteriormente presenciamos algunas escenas con diálogos en los que vemos a los personajes interactuar, dichas escenas para muchos parecerán diálogos banales y sin sentido pero ayudarán a conocer un poco más de la personalidad de cada uno de los jóvenes. Y analizándolo bien, podemos darnos cuenta que la personalidad de cada uno es representada directamente en el estilo de baile urbano que ejecutan, por ejemplo el “krump” es fuerte y agresivo mientras es voguing y waacking van más hacia la feminidad. Los estilos urbanos que representan son apreciados en su máxima expresión en una electrizante secuencia espectacularmente coreografiada donde los bailarines deslumbra con su talento y que es acompañada de un estupendo soundtrack de música electrónica con artistas como Daft Punk o Aphex. Aunque a pesar que la mayoría de los integrantes del elenco no son actores sino bailarines profesionales, sus tablas sobre el escenario y gran presencia nos bastan porque al fin de cuentas tanto un bailarín como un actor son muy in-

térpretes que transmiten con su cuerpo distintos estados de ánimo. El único rostro conocido del reparto es la actriz argelina Sofia Boutella, a quien hemos visto últimamente en Hollywood con papeles de acción en cintas como Kingsman, Atomic Blonde y el fallido remake de The Mummy. Boutella, de quien muchos desconocíamos sus grandes habilidades para el baile, interpreta a Selva, personaje al cual la cámara tomará a como punto referente y con quien empezará a recorrer el internado tratando de buscar no una solución, sino simplemente estar a salvo. Gaspar Noé se centra más en la locura que atraviesan los personajes que en tratar de descubrir el misterio sobre quién los drogó, y no es que los bailarines no traten de descubrir a un culpable, sino que la averiguación se basa más en su desesperación, en simples arranques y corazonadas consecuentes al estado en el que se encuentran. Actitudes no razonables disparadas por la droga y que conforme va avanzando la cinta se va agravando la situación de los protagonistas, que llega a su punto máximo de locura en un plano secuencia que nos hace adentrarnos al mismísimo infierno. Climax no es una cinta que necesita de muchas explicaciones, en realidad no hay más mucho que tratar de entender; Climax se vive y se sufre junto a sus protagonistas, se vuelve en incómoda y desagradable de ver pero a la vez no nos permite despegar la mirada de la pantalla porque la cinta te absorbe en esta terrorífica situación y te hace experimentar casi en carne propia las sensaciones que observas en pantalla, lo que la convierte en una de las grandes experiencias cinematográficas del año.



O

nce años después de presentar al mundo su segundo largometraje, Sehnsucht (2006), la directora Valeska Grisebach regresa junto a la también cineasta Maren Ade (Toni Erdmann; 2016) fungiendo como productora de Western: la ley del más fuerte, película presentada en la sección Un Certain Regard en el Festival de Cannes del año pasado, y que sigue a Meinhard (Meinhard Neumann), un retirado legionario que forma parte de los trabajadores alemanes que establecen un improvisado campamento en territorio fronterizo entre Bulgaria y Grecia y donde vivirán durante el periodo de la construcción de una central hidráulica con el fin de optimizar la canalización de un río. La cinta presenta una colisión de nacionalidades, idiomas, costumbres e ideologías con las que la cineasta establece paralelismos entre la exploración y conquista de territorios salvajes en el americanísimo género cinematográfico –expuesto por cineastas como John Ford, Howard Hawks, Anthony Mann, Sam Peckinpah y Clint Eastwood– y la serie de encuentros y desencuentros que surge del contacto de los trabajadores teutones con los lugareños. En esta suerte de neowestern Grisebach subvierte las convenciones del

género cinematográfico al que alude su título y que sutilmente coloca como pilares de su narrativa. Se trata de un documento fílmico con una propuesta formal que brilla por su sencillez con la fotografía de cámara en mano de Bernhard Keller capturando casi estilo documental los evocadores paisajes donde la cineasta coloca a los trabajadores alemanes como los colonos americanos que se enfrentan a los inicialmente hostiles nativos de la región –incluso hay una escena donde los teutones colocan su bandera en el campamento, aludiendo no sólo a un terco nacionalismo sino a una conquista del territorio–. Este recurso metafórico sirve para deslizar comentarios sociopolíticos que van desde la situación económica en Europa, los conflictos entre la fronteras y las disputas por los recursos naturales y la inmigración laboral, hasta la idiosincracia occidental, incluyendo el machismo y el significado de «ser hombre». Todo ello, sin embargo, es expuesto por la directora rehuyendo cuidadosamente de tomar partido y evitando un discurso moralino facilón. El universo masculino en Western: la ley del más fuerte es diseccionado con sutileza y comprensión empática por la mirada femenina de Grisebach, frac-

turando las expectativas de género de su protagonista, pues aunque Meinhard es reflejo nítido de los ensimismados, rudos y taciturnos antihéroes del cine del viejo oeste que la directora veía de niña en la televisión, también se presenta mostrando melancolía, fragilidad y sensibilidad, una característica ambigua también representada por James Mangold en Logan (2016), ese sobresaliente capítulo final del personaje originario de los cómics que, en su última participación en el cine bajo la piel de Hugh Jackman, jugó bajo las reglas de los westerns crepusculares de tono elegíaco. Y es que Meinhard es la encarnación contemporánea y reconceptualizada de un vaquero clásico, pero mientras que por un lado puede montar a caballo, portar una navaja, empuñar un fusil, jugar baraja y beber cerveza con los lugareños, puede al mismo tiempo aborrecer la violencia y valorar la lealtad, la nobleza, el afecto y la amistad. Meinhard es, entonces, sólo un hombre que está buscando su lugar en el mundo, y gracias a su último gesto podemos inferir que finalmente lo ha encontrado.


P

ara su ópera prima, el director francés Xavier Legrand expande y profundiza en la premisa de su cortometraje Antes que perderlo todo (Avant que de tout perdre; 2013). En aquel minifilme ganador del premio Cesar al mejor cortometraje y nominado a los premios Oscar como mejor cortometraje de ficción, la protagonista Miriam (Léa Drucker) escapa de su violento marido Antoine (Denis Ménochet) junto con sus hijos. Ahora en Por un hijo, el director nos adentra en los tensos y dolorosos mecanismos del proceso de divorcio entre Miriam y Antoine (interpretados nuevamente por Drucker y Ménochet), quienes más allá de la separación se enfrentan en una contienda legal por la custodia completa de su hijo menor Julian (Thomas Gioria). Con ecos del cine social de los hermanos Dardenne, la precisa dirección y las interpretaciones sobresalientes del reparto completo elevan el nivel de lo que pudo haber sido un drama familiar arquetípico cualquiera. En sólo 93 minutos Legrand consigue una cátedra de cine en estado puro, alejándose de fórmulas y acercándose a un cine que, en su búsqueda de personalidad propia, combina hábilmente un estilo cercano al documental con una ficción

dramática en tono naturalista para finalmente deslizar elementos de thriller y terror. Legrand consigue superar los limitados recursos para su producción gracias a la potencia e ingenio de su lenguaje narrativo y a la pesada carga emocional inherente a la naturaleza del relato, consiguiendo poco a poco una atmósfera que se desboca en el tercer acto cuando el drama marital se transforma en una historia de terror de violencia intrafamiliar. Revelándose como un hábil cuentacuentos y un prometedor talento de la nueva cinematografía francesa, el director consigue con Por un hijo un drama potente y violento, un documento social duro e incómodo que no ofrece concesiones ni cae en maniqueísmos a la hora de retratar el violento entorno familiar. Sin florituras estilísticas ni grandilocuencias formales, el director dedica sus esfuerzos a que la trama se limite a lo básico de la anécdota y a partir de ello elaborar una impactante tesis del horror del mundo real, diseccionando con pulso firme pero a la vez sensible el terror en el que viven sumergidas cientos de miles de familias alrededor del mundo al descubrir que el Mal habita en su casa, come en su mesa y duerme en su cama.


A

sus 61 años, el director Spike Lee se revela en plena forma con su más reciente cinta: El infiltrado del KKKlan, un híbrido de thriller sociopolítico y comedia negra que narra la historia de un policía afroamericano que, junto con su amigo judío, se infiltra en la infame organización del Ku Klux Klan en la década de los setentas. La premisa podría sonar absurda, pero la realidad ha demostrado una y otra vez que siempre supera a la ficción y el relato está respaldado por Black Klansman, el libro de memorias del ex policía Ron Stallworth publicado en el que relata los detalles de su inicio en las filas del Departamento de Policía de Colorado Springs y su posterior infiltración en la ya mencionada organización segregacionista con la ayuda de su amigo y colega judío Flip Zimmerman. La historia de Stallworth y Zimmerman (encarnados en la ficción por John David Washington y Adam Driver respectivamente), sirve al director de Do the right thing para dar forma a un extravagante relato echa mano del humor como una suerte de Caballo de Troya para deslizar con mayor eficacia una serie de comentarios sociopolíticos que evidencian la imbecilidad de los argumentos de estos grupos radicales y de la sistematización del odio desde los grupos políticos. Ovacionada por diez minutos en la pasada edición de Festival Inter-

nacional de Cine de Cannes, la cinta no sólo posee un potente mensaje antiracista sino que también muestra cómo la peligrosa misión provoca en los protagonistas una revisión de su propia identidad. Al verse obligados a atestiguar los discursos de ideología racista de los miembros del Ku Klux Klan, tanto Ron como Flip se cuestionan quiénes son, y mientras el primero lo hace desde su etnicidad, su colega hace lo propio desde su religión. Aunque ambos reflexionan sobre cuáles son sus compromisos con su comunidad –negra y judía–, la cinta particularmente se enfoca en Ron, quien al comenzar una estrategia para conquistar sentimentalmente a Patrice (Laura Harrier), activista y una de las integrantes de la organización Black Panthers, también comienza a ser fuertemente cuestionado sobre su compromiso con la lucha social afroamericana. Por supuesto el Clan… perdón, quise decir la Organización, es completamente ridícula, y sus argumentos de superioridad genética son, por decirlo amablemente, pendejísimos; sin embargo, sus estratosféricos niveles de estupidez e ignorancia son lo que los hace más peligrosos. Y es que hay escenas que parecen insólitas –la detención y acoso de los activistas Patrice y Kwame (Corey Hawkins) por parte de la policía, o el tiro al blanco con unas aberrantes caricaturas de unos personajes africanos–, pero

éstas no sólo son el atroz reflejo de una sociedad retrógrada que eventualmente logró algunos avances en materia de derechos humanos de la comunidad afroamericana, sino que son hechos que resuenan hoy con mayor fuerza ante el ascenso de la ultraderecha y la llegada de Trump a la Casa Blanca. El infiltrado del KKKlan no viene cargada con un mensaje antiblancos –como muchos ofendidos han expresado– pero tampoco tiene el menor pudor al exponer abiertamente todo su repudio y desprecio por aquellos que llevaron al fascismo al poder. Lee elabora una oportuna y necesaria carta de indignación ante la violencia y el racismo que sigue padeciendo su comunidad de forma sistematizada, pero lo hace rehuyendo de los discursos aleccionadores con una impresionante capacidad de combinar tonos, un ritmo dinámico sostenido a lo largo de las poco más de dos horas de metraje, y presumiendo su amplio conocimiento del lenguaje cinematográfico. El director consigue hacer del humor su mayor arma subversiva: cáustica, provocadora y atrevida, su nueva producción es una obra fílmica que refleja el apasionado y aguerrido estado de ánimo de su artífice con un discurso serio, feroz y quizá el más comprometido con la comunidad afroamericana hasta la fecha, pero es también su propuesta más accesible para el gran público sin renunciar a su sello autoral.


L

uego de la masacre de Columbine, hecho ocurrido a finales de los 90's y que escandalizó al mundo entero, los medios de comunicación acusaron a varios artistas, entre ellos el cantante Marilyn Manson, de ser culpables de incitar estos lamentables acontecimientos, ya que los responsables sentían gran afición a su música. Pero también responsabilizaban a la cinta The Matrix (1999) de inspirar a los asesinos en algunos detalles, como por ejemplo la vestimenta que portaban en el día del incidente. Desde esos tiempos hasta la fecha se ha levantado un debate sobre el poder que los medios tienen sobre la juventud. Brady Corbet nos habla de esto en Vox Lux, su nueva cinta como director estrenada en el Festival de Cine de Venecia y que cuenta con las actuaciones de Natalie Portman y Jude Law, quienes a su vez son productores de la cinta junto a la cantante Sia, quien también se encargó de una parte de la banda sonora. El filme también cuenta con la participación del gran actor Willem Dafoe como el narrador de esta historia. La cinta a su vez es una sátira sobre las estrellas musicales y de cómo el éxito y la fama logran corromper y transformar a una persona. Desde niña Celeste (Raffey Cassidy) siempre soñó con la fama. Ella nunca fue la mejor cantante, ni la mejor bailarina, pero siempre tuvo ese 'algo' que hace que un artista llame la atención; ese 'je ne sais quoi' que caracteriza a una superestrella. Inesperadamente Celeste

logró ese reconocimiento tan anhelado después de un trágico incidente en su escuela: durante un homenaje a las víctimas, Celeste dedica un tema musical que se viraliza y conmueve a toda la nación, por lo que la chica decide “hacer leña del árbol caído”. Con el apoyo de su hermana Eleonor (Stacy Martin), quien toca el piano y escribirá las letras de sus canciones, y de su ambicioso manager (Jude Law), Celeste se convertirá en toda una sensación del pop mundial. En la segunda mitad de la cinta vemos a una Celeste ya adulta (interpretada fenomenalmente por Natalie Portman) a la que los estragos de la fama han comenzado a cobrar factura en su persona, pero que aún así está lista para su gran regreso a los escenarios. Pero otra tragedia similar al que le dio su fama en la juventud ahora la pone en la mira de la prensa por la supuesta influencia que su música pudo tener sobre los hechos ocurridos. La presión mediática aunada a sus problemas personales colocarán a celeste al borde de la locura. En un año donde se han estrenado importantes cintas con músicos como protagonistas (A Star is born y la biopic Bohemian Rhapsody, por ejemplo) Vox Lux viene a mostrarnos el otro lado de la fama, cuando la vanidad, la codicia y la arrogancia se apoderan del artista, todo ello encarnado en el personaje de Celeste. Este papel es interpretado por la joven actriz Raffey Cassidy (hay que tener en la mira a esta chica) en su etapa adolescente, para después darle paso a

quien es el mayor atractivo de la cinta para el público en general: Natalie Portman, a quien vemos como la Celeste adulta. La actriz ganadora del Oscar nos da su más fascínate y arriesgada interpretación desde Black Swan: una estrella pop cínica, caprichosa y explosiva, con una complicada relación con las personas que son su mayor apoyo (su hija, hermana y manager) y que busca a toda costa mantener lo que ha cosechado con años de carrera a pesar de sus escándalos personales y profesionales. Con el ejercicio fílmico que representa Vox Lux, Corbet nos recuerda a directores como Michael Haneke y Lars von Trier, con quienes trabajó en su faceta como actor y de quienes al parecer absorbió esa visceral visión para hacer cine, y como muestra tenemos su fascinante ópera prima The Childhood of a Leader (2015) y ahora la escalofriante escena inicial de Vox Lux que deja a todo el público helado desde los primeros minutos. Desafortunadamente ese impacto no perdura por todo el resto de la cinta: el primer acto es el mejor narrado, mientras el segundo pertenece totalmente a Portman donde la actriz devora totalmente la pantalla y se luce en cada escena, para culminar de una manera inusual con una Celeste brillando en el escenario, haciendo lo que siempre ha soñando y dejándonos con la pregunta de cómo llegó tan lejos ¿Fue sólo suerte, un buen trabajo de su manager o tal vez hay algo más detrás de todo esto?



E

n 2008, un caso criminal conmocionó a la opinión pública de El Cairo y Dubai: la cantante pop en ascenso de origen libanés Suzanne Tamim fue encontrada brutalmente asesinada en su departamento en Dubai. El responsable del crimen fue Hisham Talaat Mustafa, magnate, empresario y político que sostenía una estrecha amistad con Gamal Mubarak, senador del Partido Nacional Democrático e hijo del dictador Hosni Mubarak, entonces presidente de Egipto. Talaat pagó dos millones de dólares a Mohsen Sukkari, un ex oficial de las Fuerzas de Seguridad de Egipto, para que asesinara a la chica luego que ésta había decidido terminar la relación amorosa que habían sostenido por tres años para trasladarse de Egipto a Dubai en pos de un mejor futuro profesional. Talaat fue despojado de su inmunidad parlamentaria, arrestado, juzgado y condenado a muerte. Si embargo, sus abogados apelaron la sentencia y consiguieron que su condena fuera reducida a 15 años de prisión. En 2017 fue liberado al otorgársele el perdón presidencial. Sukkari, quien originalmente también había sido sentenciado a la pena capital, actualmente purga una condena de 25 años en prisión. El director sueco de ascendencia egipcia Tarik Saleh retoma este caso para su tercer largometraje de ficción y traslada la premisa a la realidad de la ciudad de El Cairo de 2011, justo unos días antes de que dieran inicio las manifestaciones civiles que eventualmente condujeron a la revolución egipcia y la

destitución del presidente Hosni Mubarak luego de mantenerse por tres décadas en un gobierno dictatorial. En la cinta, Salwa (Mari Malek), una inmigrante libanesa que trabaja como mucama en el Hotel Hilton de El Cairo, es testigo del asesinato de una cantante llamada Lalena (Rebecca Simonsson) en una de las habitaciones. La chica huye y se convierte en la pieza clave de la investigación asignada al Comandante Noredin Mostafa (Fares Fares), quien descubre que lo que parecía un caso de asesinato de una prostituta, es un crimen que involucra directamente a la elite política de Egipto. Como buen ejercicio de cine negro, la ambigüedad moral de los protagonistas se mantiene siempre como uno de los elementos principales a desarrollar; y es así que nos encontramos con un protagonista con un sentido ético y moral difuso. Y es que los límites entre la justicia y la impunidad se desdibujan en este personaje que, mientras busca un castigo para el intocable y corrupto magnate inmobiliario Hatem Shafiq (Ahmed Selim) –autor intelectual del asesinato de la cantante en la ficción–, él por su parte toma ventaja de su posición y protección ante la ley como sobrino de Kammal Mostafa (Yasse Ali Maher), el General de la Policía de El Cairo. Saleh utiliza la premisa del asesinato de la cantante para dejar en evidencia el nivel de descomposición que ha alcanzado el tejido social de Egipto. Apoyado por una atmósfera sensorial enrarecida capturada por el lente de Pierre Aïm, el filme consigue retra-

tar la viciada realidad de El Cairo, donde las revelaciones que van surgiendo a partir de la investigación del crimen le permiten tomar el pulso a la convulsa sociedad egipcia sumida en la corrupción, la impunidad, la pobreza y el desempleo; situación por la cual se ve íntimamente emparentada con nuestra realidad nacional en México. The Nile Hilton Incident, merecedora del Premio del Jurado de la Sección World Cinema del Festival Internacional de Cine de Sundance, es el ejemplo perfecto de la atemporalidad y la alta relevancia sociopolítica del cine negro. Sin tratar de negar sus influencias del cine norteamericano como el de Paul Schrader o David Fincher, y con sutiles homenajes a David Lynch –no es casualidad que el nombre del lugar donde trabajaba la cantante asesinada se denomine «Club Silence» y que la interpretación musical de su colega Gina (Hania Amar) nos remita a la escena donde los personajes de Naomi Watts y Laura Harring quedan conmovidas por la voz de la intérprete–, la película se consolida por méritos propios como un thriller policiaco emocionante, pesimista y desesperanzador narrado con un pulso firme que seguramente pronto le brindará a su artífice la oportunidad de rodar su cine en Hollywood. Por lo pronto, ya se ha encargado de dirigir un capítulo de la nueva temporada de Westworld para HBO, mientras que el actor protagonista, Fares Fares, también ha participado en la serie con un rol modesto en tres episodios. A seguirles la pista a ambos.


E

l director de Boogie Nights (1997) ha confesado que ha sido su apreciación de La Bella y la Bestia (La Belle et la Bête; 1946), el clásico silente de Jean Cocteau, y una anécdota propia de cuando estuvo muy enfermo en cama al cuidado de su esposa –la actriz y comediante Maya Rudolph–, lo que trajo a su mente las ideas para ensamblar la premisa de Phantom Thread, su más reciente cinta que, además, es la película con la que el gran Daniel Day-Lewis se despide del mundo de la actuación. El legendario histrión da vida a Reynolds Woodcock, un soltero y famoso diseñador de modas que, junto con su hermana Cyril (la gran Lesley Manville en estado de gracia), se han colocado en lo alto de la industria de la moda en la Londres de la posguerra, vistiendo a damas de la alta sociedad, mujeres de la realeza y estrellas de cine. Durante uno de sus descansos y rumbo a su casa de campo, Woodcock conoce a Alma (Vicky Krieps), una mesera que se convierte en fuente de inspiración para sus nuevas creaciones y en su amante. Sin embargo, la personalidad de su musa altera su obsesivamente controlada y caprichosa vida y se ve sorprendido por la violenta irrupción del amor. A simple vista, Phantom Thread podría parecer atípica dentro de la filmografía del cineasta estadounidense... y hasta cierto punto lo es. Sin embargo, guarda similitudes esenciales con sus filmes previos: sus solitarios y atormentados personajes principales carentes de cariño que se entregan a ilusorias válvulas de escape, así como la mane-

ra en la que aborda la complejidad de sus personalidades; esto no deja lugar a dudas de que nos encontramos ante una obra de arte firmada por este gran autor cinematográfico y una pieza que de manera orgánica se acomoda en su corpus fílmico. Con un guión completamente original –es decir, no estamos ante una adaptación fílmica basada en alguna novela como There will be blood (2007) o Inherent Vice (2014), ni se trata de algún «biopic»–, la película aborda la ambigua relación de Woodcock con Alma, esa simbiosis que se da entre la sumisión y el dominio por ambas partes y que se acerca peligrosamente al sadomasoquismo. Esta relación amorosa ambivalente se vuelve impredecible por las acciones de los personajes: por un lado, un hombre fascinante pero quisquilloso al extremo que resulta exasperante hasta niveles insoportables, pero que ha sido formado de esa forma por un tormentoso dolor que ha reprimido por años; y por otro lado, una mujer tan sumisa como rebelde que soporta estoicamente el carácter de su amante, pero que también muestra una personalidad de dominio a través de la pasividad, la paciencia y la fortaleza adquiridas por un pasado marcado por las carencias. Son notables sus recurrentes simbolismos, pero sobresalen un vestido de novia que la realeza le ha solicitado como encomienda íntima y la espectral madre que lo atormenta desde su tumba con su nívea vestimenta de nupcias; de ahí podemos establecer las otras lecturas que permite el filme, pues éste aborda la vida de Woodcock a través

de sus creaciones, de la exclusiva ropa en la que, literalmente, su creador guarda secretos con la esperanza de evitar una maldición. De esta manera, ese «hilo fantasma» no sólo hace referencia a las costuras invisibles de las prendas que resguardan anhelos y esperanzas en su interior, sino a las conexiones espirituales con un trágico y doloroso pasado, y a los vínculos emocionales con los que confecciona un posible futuro en pareja con su musa. Ante la falta de disponibilidad de sus colaboradores anteriores para hacerse cargo de la fotografía, Anderson por primera vez se hace cargo de dicha tarea y logra, junto con su recurrente colaborador musical Jonny Greenwood, la creación de una atmósfera envolvente. El resultado de la unión de las postales en movimiento –en su gran mayoría conformadas por encuadres cerrados y el constante uso de close up– con el diseño sonoro –basado en silencios, sonidos muy específicos y un fascinante score– es una atmósfera enrarecida pero de gran elegancia que lo emparenta con el cine de Hitchcock –particularmente hay ecos de Rebecca (1940) y no sólo por la trama que involucra a una mujer que debe enfrentarse a la atormentada psique de su esposo por una mujer fallecida–. El octavo largometraje de Anderson es su filme estilísticamente más depurado; de factura hermosa y elegante, la película es una clara muestra de la evolución de su estilo que aquí alcanza su culmen en cuanto a síntesis narrativa y sofisticación visual. Imprescindible.




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