CELULOIDE DIGITAL - ENERO 2020 - LO MEJOR DE 2019

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na joven estudiante de cine en los inicios de los 80 se ve románticamente envuelta con un complicado e inconfiable hombre. Esta es la premisa general de The Souvenir el más reciente largometraje de la directora Joanna Hogg. Sin embargo, sería injusto decir que la película se reduce a ésta sola línea, pues se trata de un ejercicio semiautobiográfico íntimo y personal que busca alejarse de influencias de otros cineastas para narrar con su propia y auténtica voz, una dolorosa experiencia de crecimiento y aprendizaje. Protagonizada por Honor Swynton Byrne (hija de la reconocida Tilda Swinton, quien aquí aparece también en el rol de su madre), la cinta presenta una serie de viñetas que siguen a Julie –el alter ego de la cineasta–, una estudiante de cine de familia acomodada que se encuentra en la etapa de preproducción e investigación de su cinta de ficción que gira en torno a la particular relación que guardan una madre y su hijo en medio de la pobreza de la ciudad de Sunderland. La motivación inicial de esta chica de 25 años, aunque incomprendida por muchos, responde a su deseo de salir de su «burbuja de privilegios» para experimentar con algo que se acerque más a los problemas reales. Durante una fiesta con unos amigos conoce a Anthony (Tom Burke), un hombre enigmático con diez años más que ella y que trabaja en el Ministerio de Relaciones Exteriores. Durante sus charlas, él la escucha y sus respuestas parecen al mismo tiempo, validar, cuestionar e inspirar a Julie para seguir con su película; pronto nace un romance entre ambos, pero también pronto Anthony se revela como un hombre adicto a la heroína. De esta forma, la «burbuja» de Julie estalla violentamente y deja el camino libre a un mundo oscuro a que tendrá que hacerle frente.

La cineasta Joanna Hogg, quien con tan sólo tres películas anteriores –Unrelated (2007); Archipielago (2010); Exhibition (2013)– se ha hecho de una poderosa y auténtica voz cinematográfica, no está interesada en 'contar una historia' sino en transmitir estados de ánimo y revelar las experiencias que nos transforman como seres humanos, en este caso, el de su primer gran amor con un adicto. Estructurada con saltos en el tiempo que no permiten que se manifieste el clásico y definido arco narrativo, la película es una suerte de 'coming of age' formado por una serie de viñetas en las que la directora nos brinda los detalles que marcaron profundamente a la protagonista, pero revelándolos a través de los diálogos que evocan sucesos que fueron omitidos en pantalla. Con una estética impresionista conseguida gracias al diseño de arte y a la fotografía de David Readeker, la directora se entrega de lleno a ese eterno juego de espejos entre la representación artística de la realidad y la vida imitando al arte; de hecho Hogg toma el título del filme de una obra homónima del artista rococó Jean-Honoré Fragonard–. Ganadora del Gran Premio del Jurado en la pasada edición de Sundance, The Souvenir es un personalísimo viaje a un cúmulo de experiencias que construyeron parte de la identidad de Hogg; es la materialización de un valioso y melancólico recuerdo cinematográfico que la cineasta buscará extender en The Souvenir: Part II, proyecto que ya prepara para este 2020 y en el que, además de seguir contando con la presencia de madre e hija tanto en la ficción como en la realidad (Tilda Swinton y Honor Swinton Byrne) añadirá al elenco a Joe Alwyn, Charlie Heaton y Harris Dickinson.




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l director Ari Aster el reconocimiento le llegó desde el estreno de su primera película en el Festival Internacional de Cine de Sundance en enero del año pasado. El Legado del Diablo (Hereditary; 2018) se presentó como un trágico drama familiar que, poco a poco, se va transformando en una perturbadora historia de violencia y horror puro, y poco a poco se fue ganando un merecido lugar como un clásico de culto instantáneo del cine de género. Con su segundo largometraje, Midsommar: el Terror no espera la Noche (Midsommar; 2019), se arriesga con una propuesta mucho más ambiciosa y rigurosa, pero manteniendo sus obsesiones temáticas como la familia, la pérdida y el duelo. Midsommar tiene a la talentosa actriz Florence Pugh al frente del reparto interpretando a Dani, una chica que está atravesando una crisis en su relación con su novio Christian (Jack Reynor), quien lleva meses intentando dejar la relación pero sigue con ella por lástima, pues ella parece siempre necesitarlo cuando su hermana –diagnosticada con bipolaridad– entra en crisis. Durante una noche invernal, Dani recibe oscuros mensajes de su hermana, y poco después recibe la noticia de que la chica asesinó a sus padres mientras dormían y luego terminó con su propia vida. Varios meses después, Dani y Christian, junto con un par de amigos más, son invitados a festejar el Midsommar, un festival folclórico celebrado cada 90 años en Hågar, una remota localidad sueca donde el sol nunca se oculta durante la temporada veraniega. El viaje inicialmente se presenta como la oportunidad ideal para la sanación emocional de Dani, pero cuando las festividades inician el viaje se transforma en una alucinante pesadilla bajo la luz del sol de medianoche. Hace un par de años con su sobresaliente opera prima, Un lugar en silencio (A Quiet Place; 2018), John Krazinsky recurrió al silencio y a la amenaza de su interrupción para construir y sostener la tensión a niveles insoportables, de esta manera dio forma a un sólido ejercicio cinematográfico que, al mismo tiempo que homeneajaba al cine clásico de suspenso, desafiaba los convencionalismos del cine de horror genérico producido en Hollywood y que se sustenta en el ordinario recurso de los sonidos estridentes e inesperados para provocar el sobresalto del espectador –la

escandalosa It: Chapter Two (2019), de Andy Muschietti, sería el ejemplo más reciente que hemos tenido en cartelera. Con Midsommar Ari Aster hace lo propio y, apoyándose nuevamente en la fotografía por el polaco Pawel Pogorzelski, el director hace que la enrarecida y claustrofóbica residencia de la familia Graham en El Legado del Diablo dé paso aquí al campo abierto y a la perpetua luminosidad, no sólo funcionando como la cara opuesta en los terrenos formales de la su ópera prima sino también desafiando a las convenciones del cine de horror con un estilo pictórico. Y aunque formalmente es radicalmente distinta a su opera prima, la temática y las inquietudes que Aster plantea son exactamente las mismas y podríamos considerar a Midsommar como una muy libre adaptación de su filme anterior, pues ambas narran una historia de duelo irresuelto ante una trágica pérdida familiar y cómo esta situación es propicia para que unos personajes enigmáticos –Joan (Ann Dowd) en El Legado del Diablo y Pelle (Vilhelm Blomgren) en Midsommar– aprovechen estas fisuras emocionales como estrechos pasadizos hacia su voluntad para doblegarla y apoderarse de ella. Con fuertes y claros ecos de The Wicker Man (1973), de Robin Hardy, y plagada de simbolismos que evocan al misticismo esotérico de Alejandro Jodorowsky en títulos como El Topo (1970) y La Montaña Sagrada (1973), el cineasta acude, al igual que en el resto de su filmografía inscrita en el cine de género donde encontramos algunos cortometrajes sobresalientes, a un terror más psicológico sin echar mano de ordinarios recursos como los «jumpscares»; y pese a que la película tiene escenas de violencia y ‘gore’ que resultan perturbadoras, lo más brutal del filme son las extremas situaciones emocionales por las que atraviesa la protagonista, a través de la cual Aster lanza comentarios sobre la soledad, la codependencia y el sentido de pertenencia. Con Midsommar, su artífice depura su estilo y repite la hazaña de facturar un clásico de culto instantáneo, continuando así con su camino hacia la cumbre como uno de los cineastas más sobresalientes y propositivos del cine de terror del nuevo milenio.


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istorias de superación llenas de drama, excesos y escándalos en las que se glorifica la imagen del protagonista es la clave segura para llamar la atención de la audiencia. Y nada mejor que inspirarse en una historia de la vida real, y si, además, el protagonista es una figura pública reconocida mundialmente, el éxito y la taquilla están prácticamente asegurados. Es por eso que los biopic abundan últimamente en Hollywood, y esta vez toca el turno a Elton John, uno de los intérpretes más populares de la música en la historia, de contarnos su historia. Durante años el músico tenia la intención de producir una cinta biográfica que contara sus vivencias. Varios estudios se interesaron en llevar a la pantalla grande la vida de Elton John, pero siempre bajo sus condiciones, tratando de hacerla un producto comercial y accesible. Pero el músico no estaba dispuesto a suavizar los hechos: Elton es una adicto en recuperación y un hombre abiertamente homosexual, así que no iba a permitir que se trataran de omitir ciertos detalles de su persona, nunca tuvo una vida clasificación PG (apta para todo público) y no estaba dispuesto a ceder por la presión de los estudios. Afortunadamente Paramount Pictures apareció y ellos fueron los que decidieron arriesgarse a respetar las peticiones de Elton y, junto con el director Dexter Fletcher, dieron luz verde al biopic.


El proyecto y la elección del director hicieron que se generaran inevitables comparaciones con Bohemian Rhapsody, también dirigida por Fletcher (después del despido de Bryan Singer), que generó un gran éxito en taquilla y se llevó (para muchos de forma inmerecida) 4 premios Oscar. Pero sinceramente Rocketman es todo lo que Bohemian Rhapsody quiso ser y no pudo. Y no vamos a negar que la cinta de Mercury tiene un encanto especial, y más de uno derramo una lagrimita en la estupenda escena final del concierto LIVE AID, pero Bohemian... no deja de ser un retrato superficial que, engrandeciendo los logros de Freddie y su banda, sataniza descaradamente su vida personal sobre todo su homosexualidad. “Nunca he sido una persona de medias tintas y, como pueden ver, eso me ha metido en muchos problemas”, declara Elton John, y eso lo notamos desde la escena inicial de Rocketman mostrándonos al cantante caminando por un largo pasillo usando un disfraz de diablo, con el tema The bitch is back sonando de fondo, dirigiéndose hacia una reunión de Alcohólicos Anónimos : "Soy adicto al alcohol. A la cocaína. A las pastillas. En verdad a todas las drogas. Y al sexo. Y soy bulímico. Y comprador compulsivo". En ese momento donde Elton cita estas palabras a los presentes, comprendemos que el músico está listo para abrirnos su corazón. En Rocketman conocemos la vida y carrera del músico desde sus orígenes: su niñez en un hogar donde faltaba el amor, con un padre que lo rechazaba y una madre distante. En esa etapa fue donde descubrió no sólo su amor por la música, sino también su enorme talento que lo convirtieron en un niño prodigio que desarrolló desde temprana edad esas enormes habilidades. En su adolescencia Reginald Dwight (nombre real del cantante) se encaminaría más hacia el género del rock and roll, tocando el piano y cantando en varias bandas, donde nacería su deseo por volverse un grande de la música. Un personaje clave en su asenso a la fama fue Bernie Taupin (Jamie Bell), quien se convirtió en su gran aliado, amigo y musa. En la cinta vemos la gran relación entre ellos, su colaboración musical que los llevo a la fama. También veremos que su camino no fue del todo fácil, sus múltiples adicciones, inseguridades y problemas emocionales que arrastro desde la niñez, y su relación profesional y amorosa con su manager John Reird (Richard Madden) estuvieron por acabar con su carrera y su vida personal. En un inicio Elton y su esposo David Furnish querían como protagonista del proyecto al cantante pop Justin Timberlake, quien apareció en el video musical del 2001 “This Train Don’t Stop There Anymore” caracterizado como el músico, ambos intentaron por años llegar a un acuerdo con el cantante pero nunca se concreto nada. Tiempo después se considero al actor Tom Hardy para el papel, pero a pesar de ser un gran actor, Hardy no sabe cantar, y para Elton era

importante que el elegido pudiera interpretar sus canciones con su propia voz, sin tener que recurrir al lipsync (mover los labios simulando cantar). Finalmente Hardy terminó por abandonar el papel por tener una agenda demasiado apretada para comenzar a filmar. Elton tuvo un cameo en la cinta Kingsman: The Golden Circle, donde conoció a Taron Egerton y se intereso en que el joven actor formara parte del proyecto. Para su sorpresa descubrió que Taron podía cantar... y bastante bien: recordemos que el actor le prestó su voz a un gorila en la cinta animada Sing, y en una de sus escenas interpreta el tema I'm still standing de Elton John. Mejor carta de presentación no pudo tener. Taron se convirtió en el candidato perfecto para el papel y el interpreté quedo muy complacido con la elección declarando que cuando veía a Taron interpretándolo era como estarse viendo a el mismo. Egerton se comprometió bastante con el papel, tomando clases de piano y preparándose vocalmente, de hecho su rango vocal es el idóneo para interpretar las canciones de Elton y el cantante considera que nunca escucho a alguien interpretar tan bien sus temas como a Egerton. Rocketman se sale de los convencionalismos del típico biopic para trasladarse a la magia del cine musical, adaptando los grandes temas del cantante a momentos específicos de la carrera del intérprete. El director se arriesga por contarnos la historia en este formato presentando el cine musical en su máxima expresión, lleno de colores vibrantes, coreografías, vestuarios extravagantes y mucho glam (la vida de Elton no podría ser representada de otra manera). Los números musicales hacen que esos momentos clave de la historia, la forma en la que se salta de la realidad a la fantasía entre una escena y otra son instantes llenos de luz y magia que hace que transmitan mas sensibilidad y acercamiento a las emociones que atraviesa los personajes en ese momento. Elton esta consciente de que su vida personal ha sido muy publica así que sería absurdo tratar de omitir algunos de sus escándalos más sonados (aunque seguramente se habrá guardado algo que desconocemos, eso nunca lo sabremos). Con este proyecto en ningún momento trato de limpiar su imagen, que si bien hay momentos donde coloca a los personajes de sus padres y su ex pareja como los villanos, la cinta tampoco busca enaltecerlo ni ponerlo como el héroe, estas personas pudieron marcarlo negativamente pero al final de cuentas las decisiones finales de lo que hizo en su vida fueron suyas, así que la cinta es para el músico una forma de reconciliarse con él mismo. Rocketman trata de mostrar a un hombre lleno de defectos y que a pesar de la fama en el fondo es solo un niño indefenso que solo necesita un abrazo. Un artista con miedos, debilidades, vicios que lo acompañaron y que tal vez lo acompañaran por siempre, pero que gracias a su talento pudo encontrar en su música la salvación.


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l renombrado autor de novelas de misterio Harlan Thrombey (encarnado por Christopher Plummer) es hallado sin vida en su habitación la mañana siguiente de haber celebrado por la noche su cumpleaños 85 rodeado de su numerosa –y codiciosa– familia. Todos en la casa parecen haber tenido un motivo para querer que el patriarca muriera; todos excepto Marta Cabrera (interpretada por Ana de Armas), su enfermera personal de origen uruguayo. Pero aunque todo parece indicar que se trata de un suicidio y la familia no quiere hablar más del asunto, a la escena del crimen llega el célebre detective privado Benoir Blanc (un Daniel Craig dejando un poco de lado a su brutal Bond), contratado anónimamente para resolver el misterio. Con este argumento, el director Rian Johnson se revela como conocedor del género detectivesco y sus reglas, lo cual le permite jugar con ellas y subvertirlas. Recuerden el momento en que Alfred Hitchcock rompió las reglas y cambió la historia del cine en su más reconocida cinta, Psicosis (1960), al decidir matar a su protagonista –la maravillosa Janeth Leigh– en una de las más legendarias secuencias del celuloide cuando la película apenas rebasaba la mitad del metraje. Ahora, en una audaz decisión similar, Rian Johnson nos revela quién es el asesino del escritor cuando apenas entramos al segundo acto del filme; sin embargo, existe un misterio aún mayor, y es el que debemos descubrir. El director de Looper nos ofrece un ejercicio lúdico mediante un guion que se nota pulidísimo y que deconstruye al mejor cine de misterio clásico bajo el

aura de Agatha Christie –sólo hace falta notar los sobresalientes y detallados diseños de arte y vestuario. Apoyándose en un cast inmejorable conformado por grandes estrellas hollywoodenses que están en todo momento al servicio de una historia narrada con astucia y precisión, llena de sorpresas y salpicada de un humor desfachatado, Knives Out resulta un homenaje refrescante al género de detectives de antaño que brindaba entretenimiento a la audiencia con un rebuscado misterio a resolver. El espíritu satírico del filme está muy alejado del cine criminal que actualmente se produce y que no repara en los límites de lo macabro, lo escabroso o lo sórdido. Aquí lo interesante no está en el crimen en sí, sino en el misterio que engancha al espectador y los inesperados giros en la trama que lo mantienen, junto con los personajes, especulando teorías mientras se van discriminando pistas falsas y desenmascarando verdades a medias. Sin embargo, la mayor virtud de Knives Out –más allá de sus aciertos del trabajado guion con el que se permite deslizar un discurso crítico vigente sobre la discriminación y el miedo a los migrantes, así como una narrativa que hace un uso más que competente de los recursos cinematográficos– es que logra una gran empatía y conexión por parte del público, pues no sólo consigue hacerse de su inmediato interés desde el minuto uno del metraje, sino que el espectador se transforma de un agente meramente testimonial a ser un elemento activo de una investigación criminal realmente emocionante y divertida. Pocos títulos hollywoodenses hoy en día pueden presumir tal logro.




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onciliador’ parece ser el término más acertado para referirse al más reciente trabajo de Pedro Almodóvar. La vigésima primera cinta del director manchego es una obra que lo coloca nuevamente en la cumbre de su manifestación artística y en el casi unánime gusto de la crítica y público. Con Dolor y Gloria estamos frente a un sofisticado ejercicio autodeconstructivo de sanación espiritual que concilia su pasado tanto personal como artístico de su artífice, desnudándose emocionalmente con una honestidad apabullante a través de Salvador Mallo (un fascinante Antonio Banderas reconocido en Cannes como Mejor Actor por esta interpretación), el alter-ego que Almodóvar utiliza en pantalla en este pulido retrato de metaficción en el que presenta una serie de reencuentros, reconciliaciones y replanteamientos en la vida de un cineasta profundamente desencantado que atraviesa una fuerte crisis creativa potenciada por los malestares físicos –propios de haber entrado al ocaso de su vida– y los «dolores del alma» que le provocan depresión y ansiedad y que le impiden seguir filmando. En la cinta, se busca que el cineasta asista a una presentación especial de Sabor, uno de los clásicos en su filmografía, y esto sirve de pretexto para que el cineasta entre en nuevamente en contacto con el protagonista de dicho filme, el actor -y junkie- Alberto (encarnado por Asier Etxeandia) con quien ha estado enemistado por más de tres décadas desde el estreno original de la cinta. El personaje de Alberto es la híbrida encarnación de Eusebio Poncela y Carmen Maura, personalidades españolas con las que Almodóvar tuvo conocidísimos escándalos, y en el caso particular de la actriz, una también muy comentada reconciliación que fue el germen que permitió la materialización de Volver (2006), una personalísima visión del mundo femenino

en La Mancha con la propia Carmen Maura y Penélope Cruz en los roles centrales del film. Mientras tanto, en la ficción, la reconciliación de Salvador con Alberto germina en un proyecto teatral: un monólogo sobre la juventud del cineasta en la Movida Madrileña que llama la atención de Federico Delgado, un antiguo amor del director, interpretado por el guapísimo Leonardo Sbaraglia. Dolor y Gloria es una nostálgica obra sobre las implacables consecuencias del paso del tiempo y en ella sobresalen, además de los episodios referentes a su primer deseo por un hombre, aquellos que recrean la infancia del protagonista en Paterna –una localidad de Valencia– junto a sus madre Jacinta, interpretada en su juventud por una sobresaliente Penélope Cruz bajo un aura evocadora a la de las figuras maternas italianas del neorrealismo y en su vejez por la gran Julieta Serrano. Y es que no es casualidad que la figura de la gran Anna Magnani se haga presente en muchas ocasiones a lo largo del filme, pues Almodóvar acude a la estética del neorrealismo italiano con la ayuda del prodigioso lente del experimentado José Luis Alcaine, quien captura con austeridad la etapa de la infancia de un cineasta al lado de una madre abnegada en busca de prosperidad. Con esta cinta, Almodóvar se aventura más allá de los límites de su zona de confort para dar forma a su obra más inspirada en años, y aunque mantiene la esencia de su autor –por ejemplo, nuevamente el cine aparece como medio de expiación de culpas; como redentor, salvador e incondicional acompañante en la soledad– se aleja de su tradicional melodrama recargado y estridente estilo audiovisual para tomar una vereda mesurada en lo dramático y sobria en su propuesta visual, y así obsequiarnos una entrega íntima absoluta.



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unque el pleito entre el Festival Internacional de Cine de Cannes y Netflix continúa, esto no le impide al –todavía– gigante del streaming hacerse de los derechos de varias producciones que desfilan por el evento fílmico más importante del mundo para sumarlos a su catálogo global. Tal es el caso de la cinta animada Perdí mi cuerpo, opera prima del reconocido animador francés Jérémy Clapin que recibió el premio principal de la Semana de la Crítica en la pasada edición del festival –además de conseguir el galardón del Festival Internacional de Cine de Animación de Annecy, el más importante de su rubro a nivel internacional– y que cuenta con una premisa por demás original: una mano cercenada se escapa de un laboratorio con el imperioso objetivo de reencontrarse con su dueño. Poético y entrañable, el guion firmado por el mismo director junto a Guillaume Laurent –autor del relato Happy Hand en el que se basa el filme y reconocido por ser guionista del clásico romántico Amélie (2001), de JeanPierre Jeunet– entreteje dos odiseas paralelas: por un lado la de el miembro solitario en busca de su dueño, y por otro lado, la de Naoufel (Hakim Faris), el joven inmigrante en busca de su lugar en el mundo. En el trayecto, y mientras se escabulle por las calles y los rincones más inesperados de París, la mano amputada recuerda constantemente al joven al que alguna vez estuvo unido… hasta que conoció a una chica llamada Gabrielle; y así somos testigos de las memorias desde su infancia casi idílica en África donde soñaba con convertirse en cosmonauta y pianista, hasta la tragedia familiar que lo llevó a convertirse en refugiado inmigrante en París y trabajando como repartidor de pizzas. Acompañado por las composiciones de Dan Levy –miembro del dueto The Dø– que ayudan a crear la atmósfera melancólica que define al relato, la propuesta de Clapin se mantiene anclada a los postulados existencialistas que han caracterizado su filmografía con cortometrajes reconocidos por los amantes de la animación, explorando en esta ocasión desde la búsqueda de identidad hasta las relaciones interpersonales, pasando además por el sentido de pertenencia. Perdí mi cuerpo es un ejercicio formidable que combina animación tradicional con secuencias en 3D y que ratifica el talento mostrado por Clapin en sus sobresalientes minifilmes como el más reconocido, Skhizein (2008), en el que ya se dejaba ver esa aura imaginativa-filosófica muy al estilo Charlie Kaufman; de ahí que ahora podamos colocar al más reciente trabajo de Clapin como un filme de corte existencial en la línea de esa joya animada para adultos que es Anomalisa (2015). El debut en largometraje del cineasta francés se revela como una de las sorpresas del año y también como uno de los mejores filmes animados de la década.



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ste diálogo aparentemente sencillo corresponde al primer encuentro telefónico entre el poderoso líder sindicalista Jimmy Hoffa y el matón de la mafia Frank 'El Irlandés' Sheeran. Sin embargo, es sólo hasta desentrañar su significado que podemos comprender la verdadera magnitud de estas palabras. «Pintar casas» es el eufemismo para referirse a «asesinar»; la pintura es la sangre salpicada en la pared luego de dispararle a la víctima en turno. El «trabajo de carpintería» es la referencia a la desaparición del cuerpo y de las evidencias del crimen. Así fue como se selló el pacto de trabajo y camaradería entre Sheeran y Hoffa, pero que inesperadamente terminaría en traición bajo las órdenes del poderoso capo de la mafia Russell Buffalino; esto de acuerdo a lo contenido en el libro de investigación Jimmy Hoffa: Caso Cerrado de Charles Brandt –cuyo título original en inglés es precisamente I heard you paint houses, es decir, Escuché que pintas casas– en el que se basa la película El Irlandés de Martin Scorsese. El maestro neoyorquino regresa al cine de mafiosos que él mismo ayudó a construir –y escribir sus reglas– durante las primeras décadas de su carrera y lo hace con una cinta que, además de convertirse en otra piedra angular para el género, supone también un punto de inflexión en su filmografía; y es que a diferencia del libro –en el que el autor busca arrojar luz al panorama general de las evidencias y desentrañar la desaparición del líder del sindicato de camioneros– la película coloca como personaje central a Frank Sheeran, y a partir de él elabora en un estudio sobre el paso del tiempo, la memoria, la soledad, el poder y el legado. A partir del guion adaptado por Steve Zaillian, y con el apoyo del mexicano

Rodrigo Prieto en la fotografía, su colaboradora de cabecera Thelma Schoonmaker en la edición y Robbie Robertson como encargado de la composición sonora, el director recrea en pantalla las cinco décadas de vida criminal de Frank 'El Irlandés' Sheeran (interpretado en todas sus etapas Robert De Niro con ayuda de una técnica de rejuvenecimiento digital), un matón que trabajó para el capo de la mafia de Filadelfia, Russell Buffalino (un Joe Pesci excepcional), y explora su vínculo con la desaparición de Jimmy Hoffa (Al Pacino en su primera colaboración con Scorsese). Desprovista de toda romantización por el mundo criminal, el filme deconstruye el género y juega con sus códigos para exponer la sensibilidad humana de estos personajes, particularmente diseccionando a Frank Sheeran al verse enfrentado no sólo a dilemas éticos que lo llevan a traicionar a figuras que quería, admiraba y respetaba, sino también a encarar la profunda decepción moral que le ha causado a su hija mayor cuando ésta, desde pequeña, intuía el verdadero oficio de su padre. Cuando tu vida criminal se ha encargado de alejar a todos aquellos a quienes amas, ¿cuál es entonces el verdadero sentido de hacerse de un legado construido sobre la violencia y la sangre? No es casualidad que la película explore cinco décadas en la vida de su protagonista, las mismas décadas que lleva en actividad su artífice; cargada de auto referencias, es una obra doblemente crepuscular en tanto que Scorsese hace uso de ella para reflexionar sobre su propia vida y obra a sus 77 años de edad. El Irlandés es además una carta de despedida de un género y un testamento fílmico de uno de los maestros más grandes del mundo del celuloide.



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l director estadounidense Quentin Tarantino es uno de los pocos «auteurs» del Hollywood actual; su autenticidad y estilo lo han consagrado como uno de los cineastas más influyentes de la industria fílmica. De ahí que cada una de sus películas se espere con fervor por parte del público, y en particular por sus acérrimos seguidores. El originario de Knoxville ambienta su nueva y ambiciosa producción en la ciudad de Los Angeles en 1969. Ahí, entre los destellos de la Ciudad de los Sueños, conocemos a nuestros tres protagonistas: Rick Dalton (Leonardo DiCaprio), una frustrada estrella televisiva venida a menos que, luego de protagonizar un exitoso Western serial, no ha logrado dar el salto del mundo televisivo al de la pantalla de plata y ahora sólo participa dando vida a villanos segundones en programas con jóvenes promesas como los héroes estelares. Cliff Booth (Brad Pitt), el doble de acción de Dalton que, al igual que el actor, ha visto disminuido su trabajo, pero en cambio, no se refugia en la condescendencia o en los excesos, y continúa a las órdenes del actor como su chofer. Y Sharon Tate (Margot Robie), vecina de Dalton y glamorosa nueva esposa de Roman Polanski (Rafal Zawierucha), director polaco que, luego de su gran éxito con el cine de horror de culto Rosemery’s Baby (1968), se está abriendo camino en la industria del llamado «Nuevo Hollywood». En escena también aparecen los miembros de un culto liderado por un tal Charles Manson (Damon Herriman, actor australiano que encarna al mismo criminal en la segunda temporada del serial Mindhunter) y será la coyuntura para que las vidas de Dalton, Booth y Tate se crucen de manera inesperada. El título del nuevo filme de Tarantino guarda dos lecturas que podrían parecer diametralmente distintas pero que, en realidad, aquí se vuelven comple-

mentarias. Por un lado es una clara referencia a Once Upon a Time in the West (1968), el spaghetti western clásico del italiano Sergio Leone –con un guion firmado, ni más ni menos, que por Sergio Donati, Dario Argento y Bernardo Bertolucci– en el que una historia de venganza se entrelaza con la crónica de la ambiciosa construcción de una ruta ferroviaria y a partir de ello se realiza un análisis de los retos que supone la llegada de la «modernidad» a los agrestes y salvajes parajes norteamericanos; mientras que, por otro lado, se trata de una alusión a la frase inicial de los cuentos de hadas. Y es que, para Tarantino, Hollywood es el lugar donde todos los sueños se cumplen, es el lugar feliz de su infancia, el lugar de las estrellas; y continuando con su tradición revisionista –inaugurada con Inglourious Basterds (2009) donde los judíos obtienen su venganza en contra de los nazis, y a la que dio continuidad con Django Unchained (2012) donde los esclavos del sur estadounidense hacen lo propio con los esclavistas–, el director trastoca nuevamente la historia para elaborar un relato que, si bien sirve como una venganza figurativa, funciona a la vez como una carta de amor y un homenaje al cine hollywoodense con el que creció y a las figuras olvidadas de la industria fílmica de los años ‘50 y ‘60. La figura de Rick Dalton, pese a no estar basada particularmente en un personaje real, sí tiene ecos de Steve McQueen, quien sí logró hacerla en grande en el mundo del celuloide luego de su inicial carrera televisiva. Por su parte, el personaje de Cliff Booth sí está inspirado en una figura real, la de Hal Neddham, un veterano de guerra y doble de acción del actor Burt Reynolds que, según se decía, había asesinado impunemente a su esposa. La decadencia de estos personajes es tomada por el director para hablar del fin de una era en Hollywood, donde un

sistema de producción a cargo de los grandes estudios dio paso a otro de producciones independientes y contraculturales entre las que encontramos títulos dirigidos por cineastas propositivos como Brian De Palma, Francis Ford Coppola, Stanley Kubrick, Roman Polanski, Martin Scorsese, entre varios más. La icónica actriz Sharon Tate, a diferencia de su trágico final en el verano del 69 a manos de «La Familia Manson», es abordada aquí no desde la tragedia, sino desde la celebración de su espíritu vitalista; su presencia en pantalla no se construye a partir del estereotipo de la rubia tonta o la actriz bella pero con limitaciones histriónicas, sino desde la empatía, el intelecto, la dulzura y la inocencia. Y pese a que el arrollador carisma y la vena cómica que revelan DiCaprio y Pitt son los pilares de la cinta, la figura de Margot Robbie como Sharon Tate es esencial para el propósito del director, pues el personaje funciona como la encarnación del Hollywood idealista e inocente, de ese cuento de hadas que se cimbró con la violenta muerte de Tate, pero que ahora Tarantino tiene la oportunidad de perpetuar, aunque sea en la ficción, desde su evocador título hasta su venganza en el hilarante y excesivo clímax. Exactamente 25 años después de llevarse la Palma de Oro en el Festival de Cannes con la obra maestra Pulp Fiction (1994), el enfant terrible de Hollywood buscó repetir la hazaña con su noveno largometraje, y aunque tras su proyección recibió una extensa ovación, Once Upon a Time… in Hollywood no consiguió adueñarse de la presea. Quizá Tarantino no consiguió volver manufacturar una obra maestra que se equiparara a la cinta protagonizada por John Travolta, Samuel L. Jackson y Uma Thurman, pero definitivamente logró dar forma a su film más personal e íntimo hasta la fecha; y eso no es poca cosa.


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ajo el cobijo de la productora Plan B, el estadounidense James Gray presenta Ad Astra: Hacia las Estrellas, una sobresaliente propuesta de ciencia ficción que, además, representa su filme más ambicioso hasta la fecha. En su camino hacia su consolidación en Hollywood, el neoyorquino sigue explorando sus inquietudes temáticas como la vocación y el sacrificio que se debe ofrecer para ser fiel a uno mismo, y que ya habían sido abordadas en su trabajo anterior: The Lost City of Z (2016), basado en la novela de David Grann. La renuncia hacia el amor y la familia, así como la búsqueda de la figura paterna ausente y la interminable necesidad de su reconocimiento, estaban ya presentes en la cinta protagonizada por Charlie Hunnam en el papel del explorador Percy Fawcett, quien en 1925 desapareció junto con su hijo (interpretado en la ficción por Tom Holland) en lo profundo del Amazonas durante una de sus múltiples expediciones en busca de una milenaria ciudad perdida. Pero si en The Lost City of Z el relato se narraba desde el punto de vista del padre que anhelaba descubrir nuevos horizontes, en Ad Astra la perspectiva del hijo abandonado es la que guía la historia. Ambientada en un futuro cercano, el relato escrito por el mismo Gray junto a Ethan Gross, tiene como eje a RoyMcBride (Brad Pitt), un experimentado astronauta que no sólo se ha hecho de un merecido reconocimiento en su carrera aeroespacial por

su carácter frío y pragmático, sino también por ser hijo de Clifford McBride (Tommy Lee Jones), un legendario cosmonauta que dos décadas atrás se embarcó en una misión a Neptuno con la misión de encontrar vida alienígena. La sorpresiva revelación de la NASA sobre la supuesta supervivencia de su padre en los confines de Saturno y su presunta responsabilidad sobre la fallida misión que además ha provocado un accidente que pone en peligro la vida en la Tierra, trastoca emocionalmente a Roy, viéndose obligado a participar en una misión espacial para establecer contacto con su padre y descubrir finalmente cuál fue su verdadero destino. Con fuertes ecos de El Corazón de las Tinieblas –relato de Joseph Conrad que inspiró al clásico de culto Apocalipsis Ahora (Apocalypse Now; 1969), de Francis Ford Coppola)– y homenajes a Solaris (Solyaris; 1972), de Andrei Tarkovsky, el neoyorquino da forma a una aventura espacial más reflexiva que el común del cine de ciencia ficción hollywoodense. Estamos frente a una experiencia sensorial tan potente como elegante que se ve emparentada con el estilo de Terrence Malick –nótese el aletargado ritmo, la estética preciosista y el recurso de la voz en off que nos remonta a la célebre El Árbol de la Vida (The Tree of Life; 2011)– elaborada a partir de la siempre extraordinaria labor de fotografía del reconocido Hoyte Van Hoytema en conjunción con un evocador diseño

sonoro en el que entran las notas compuestas por Max Richter y Lorne Balfe. Pero el espectáculo visual nunca se coloca por sobre el relato para ser protagonista, sino que funciona como un elemento de apoyo para la trama que, aunque en su narrativa presenta algunos tropezones, avanza sin contratiempos presentando las secuencias acción de forma muy bien dosificadas y equilibrándolas con el relato existencialista más allá de las fronteras terrestres donde un padre busca obsesivamente vida más allá de las estrellas –¿acaso un símbolo de la búsqueda de Dios?–, mientras su hijo lidia con la necesidad de afecto y reconocimiento paterno. Y es que Ad Astra es tanto una épica odisea intergaláctica como un intimista drama paterno-filial, y aunque el director no puede evitar caer en los vicios hollywoodenses que buscan aligerar propuestas artísticas en pos de alcanzar mayor audiencia –la voz en off que “explica” lo que está sintiendo/pensando el protagonista empobrece lo que pudo haber sido una propuesta artística de mayor nivel–, sí que consigue demostrar que es posible conjugar entretenimiento e inteligencia. Sin duda alguna estamos ante una nueva demostración del talento como autor de James Gray, y por supuesto, un paso hacia adelante en su carrera hacia las ligas mayores de Hollywood.



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a directora francesa Céline Sciama se traslada a los dramas de época para continuar con sus estudios sobre la feminidad, base principal sobre la que se sostienen sus primeros tres largometrajes: Naissance des pieuvres (2007); Tomboy (2011) y Bande de filles (2014). En Portrait de la Jeune Fille en feu, nos transporta a finales del siglo XVIII para acompañar a Marianne (Noémie Merlant), una talentosa pintora que es contratada por una Condesa (Valeria Golino) para viajar a una pequeña isla de la bretaña francesa con el fin de elaborar el retrato de bodas de su hija Héloïse (Adèle Haenel), una joven a la que han traído de regreso del convento en el que se encontraba para que cumpla con el destino de su hermana recién fallecida: unirse en un matrimonio por conveniencia con su prometido italiano. Habiéndose Héloïse negado a posar para todos los artistas que ha contratado su madre para pintar el retrato, Marianne no revela su verdadera tarea y debe cazar furtivamente las expresiones de la enigmática prometida para descifrarla como si de un acertijo se tratase y plasmar de memoria en el lienzo los trazos y colores con los que capturará perpetuamente su esencia; sin embargo, la convivencia entre ambas va auspiciando una cercanía cada vez más íntima hasta que deviene en un intenso romance. Aunque con no pocas semejanzas con Call me by your name (2017) –su

inicio anecdótico que da pie a una tormenta emocional, el escenario campestre, el/la visitante que llega a una gran casa contratado/a por el padre/la madre, el intenso pero fugaz romance sumergido en el mundo del arte, el miedo que termina por provocar la pérdida de tiempo valioso y retrasa la confesión de sentimientos que a su vez demora el inicio de la relación, el inevitable desenlace y por supuesto la temida incertidumbre ante el futuro–, Sciamma supera el trabajo de Guadagnino al explorar más en el crecimiento personal de las protagonistas ante este breve pero incandescente romance y además funciona como retrato histórico-social. Con el trágico mito de Orfeo y Eurídice –narrado en la pantalla por Marienne a Héloïse– funcionando como alegoría de este amor, Sciamma ofrece un sensual retrato de lo femenino principalmente a través de las pareja protagónica, aunque ocasionalmente también lo hace mediante la sirvienta Sophie (Luàna Bajrami) y la Condesa. Necesario es aquí subrayar la impecable labor histriónica de la dupla Merlant-Haenel, pues tanto juntas como en solitario ofrecen interpretaciones inmejorables y que llegan a un clímax en su última escena juntas y en la fenomenal secuencia final con una hipnotizante Haenel en uno de los mejores planos de la década. Entretejiendo una serie de anécdotas, la directora captura no solo la esencia de la feminidad sino de toda

una sociedad y una época en la que dominaba la culpa y la represión por sobre la razón. La búsqueda de libertad –o por lo menos pequeños trozos de ella– en el dominio patriarcal de la Francia de 1770, es capturada en este sublime y sensual ejercicio de estilo presentado como un extenso flashback –Marienne, como profesora de pintura, rememora su romance con Héloïse cuando una de sus alumnas saca del almacén del taller el cuadro que bautiza al filme. La directora francesa demuestra un dominio formal sofisticado, especialmente cuando se apoya en la fotografía de Claire Mathon cuyas postales sacan el mayor provecho del extraordinario diseño de arte y evocan a otros clásicos de época como La Edad de la inocencia (1993) y particularmente Barry Lyndon (1975) por el uso exclusivo de velas como iluminación en ambientes cerrados, y gracias a su notable conocimiento del lenguaje cinematográfico consigue evadir los clichés y plagar al filme de símbolos de ese imbatible fuego interno que se aviva con las ansias de emancipación del subyugante mundo masculino. Retrato de una Mujer en llamas es un nostálgico relato de (auto) descubrimiento y amor lésbico de incandescente belleza estética y magistral contención emocional con el que su directora refrenda su compromiso personal con la representación y visibilización de la mirada femenina en el cine internacional.



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n el espacio profundo, Monte y la pequeña niña Willow viajan solos a bordo de una nave espacial con destino a un agujero negro. Pero padre e hija no estuvieron solos desde el inicio de la misión intergaláctica: él era parte del grupo de reos –unos condenados a muerte; otros con cadenas perpetuas– que intercambiaron cumplir sus sentencias sobre la Tierra por un galáctico viaje experimental para alcanzar el agujero negro más cercano a nuestra galaxia con el fin de capturar su poder y así proporcionarle a la humanidad una fuente de energía ilimitada; ella fue concebida artificialmente durante la misión por la obsesión de la científica al mando, Dibs. Así es como podríamos describir la premisa de la incursión en el cine de ciencia ficción de la gran cineasta Claire Denis acompañada en los estelares por un Robert Pattinson cada vez más sofisticado en sus interpretaciones, la siempre fantástica Juliette Binoche, la promisoria Mia Goth, el talentoso André Benjamin y la revelación de Jessie Ross. High Life tiene un pilar narrativo cronológicamente dislocado con constantes saltos que nos revelan los tres tiempos medulares que dan forma al relato escrito por la misma directora junto a Jean-Pol Fargeau y Geoff Cox: los primeros meses de la misión/experimento; los trágicos sucesos que acabaron con casi todos los tripulantes de la nave; y finalmente la llegada de Monte y Willow a su destino. Alejándose del recurso de la «nave generacional» recurrente en lo relatos de la ciencia ficción espacial, Denis toma a los tripulantes de esta prisión estelar para diseccionar, a través de este puñado de marginados, a toda la raza

humana a través de dos aspectos inherentes a nuestra condición: la violencia y la sexualidad. Con un sugerente diseño sonoro creado por Stuart Staples (líder de la agrupación Tindersticks), la propuesta audiovisual del filme se completa por el uso de una paleta de colores que contrastan hipnóticamente entre la frialdad del azul y la calidez del dorado, y que no es más que la inequívoca evocación de los claroscuros que conforman nuestra naturaleza. De hecho, esta dualidad queda de manifiesto desde que se decide anunciar el vitalista título de la película con una escena que muestra a un puñado de cadáveres ser expulsados de la nave con sus escafandras espaciales y envueltos en improvisados sudarios. El amor y el odio; la vida y la muerte; lo orgánico y lo mecánico; el pecado y la expiación. Todos estos binomios se ven constantemente dispuestos en pantalla, pero dicha representación alcanza su clímax cuando se expone el deseo híbrido de lo carnal y lo robótico representado por una alucinante secuencia erótica a cargo de una impresionante Juliette Binoche en clave de bruja cósmica de largo cabello –de hecho los tripulantes le apodan «Vultura»– como la científica Dibs que, en su incansable búsqueda de redención por sus crímenes, está obsesionada con la creación de vida, aunque por otro lado prohíbe los encuentros sexuales entre los tripulantes de la nave. Con High Life, la maestra francesa ha dado forma no sólo a una de las mejores películas del año, sino a una de las propuestas más auténticas de la ciencia ficción del nuevo milenio y a un relato filosófico esencial sobre la búsqueda de redención y el anhelo de trascendencia.


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e podría pensar que mezclar en una película el narcotráfico, misticismo indígena y los apoteósicos momentos del fin del mundo son una desproporción. Quizá lo es en la mayor parte del mundo pero no en México. En México familias son diariamente acosadas por grupos armados que criminalizan y castigan, son para colmo el grupo armado que debería protegerlos: el ejército. Su opción es no trabajar en lo único que saben y morir de hambre. Porque en el otro lado están sus jefes, los narcos, que son quienes les dan trabajo. Este es el peor de los mundos, un horror que hace a la tierra misma convulsionar, a los muertos pelear y a los vivos rezar. Un problema que se puede explicar de forma simple y cruda, en el lienzo de Joshua Gil se muestra hermético, profundo y épico, hasta hermoso, porque lo que ahí vemos no es la visión del espectador extraño, es la de quienes lo experimentan, los indígenas de la sierra mixe que sobreviven gracias a la siembra y el cultivo de marihuana, y que son las más injustas víctimas de este esperpéntico sistema. La cinta está casi en su totalidad hablada en mixe, e interpretada por indígenas que entre la poesía y el impresionismo que adquiere todo su entorno convulso, aportan gran veracidad a sus

papeles, los cuales son bivalentes: el lado del sencillo habitante y campesino, y el de heredero ancestral de un hogar que es la tierra. Esto se apoya en una cámara que ya sea captando un momento atroz con luz natural en la hora mágica, o serpenteando entre la neblina de la sierra, o aguardando el final en la cocina de un jacal con una angustiada pareja de ancianos, es siempre ambiciosa, buscando la alquimia visual que cimbra e hipnotiza. Sin embargo no siempre se logra. Algunos planos remiten al compatriota Carlos Reygadas, pero en su honesta expresividad recuerdan más bien al turco Nuri Bilge Ceylan, otros –donde en mi opinión es más efectivo, honesto y expresivo-, evocan a The Turin Horse, de Tarr, con su austera melancolía y su atmósfera fatídica. Pero hay también elementos de folklore que alcanzan iconografía propia, dando un brillo propio y consiguiendo no solo que se visibilice a las voces oprimidas, también que adquieran su propia narrativa, que sea su versión la que se imponga. Si bien Sanctorum puede al final saber excesiva de estilismo y poesía surreal, es loable que su lenguaje apele a cambiar los ojos con los que vemos el problema, a entender quienes lo padecen y quienes, verdaderamente, lo provocan.



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n 2015, el director Robert Eggers acaparó los reflectores de la industria fílmica con el estreno en el Festival Internacional de Cine de Sundance de un clásico instantáneo del cine de terror, The Witch, un sólido ejercicio debut con el que reveló su absoluto conocimiento de los códigos del género, así como su capacidad para facturar un entramado narrativo con varias capas de lectura sobre las consecuencias del despertar sexual femenino en una comunidad fanáticamente religiosa de la primera mitad del siglo XVII. Ahora con The Lighthouse, el director nos ofrece un perturbador thriller psicológico con el que, a la vez que se reafirma como un talentoso narrador, también nos entrega una cuidadosa disección de la psique humana, pero ahora dedicada al análisis de la fragilidad masculina. Si en su opera prima Eggers aislaba a la familia protagonista en un remoto valle de la Nueva Inglaterra junto a un tenebroso bosque acechado por una misteriosa presencia, en este nuevo relato de época –ambientado a finales del siglo XIX– coloca a los dos marinos protagonistas, Ephraim Winslow y Thomas Wake (encarnados por Robert Patttinson y Willem Dafoe respectivamente), en una diminuta y remota isla de la Nueva Inglaterra azotada perpetuamente por un clima imbatible y en la que deben encargarse, durante el lapso de un mes, de que la luz del faro nunca se apague. A partir de la anécdota de la llegada del novato Ephraim a la isla con el veterano Thomas, el guion firmado por el mismo director junto a su hermano Max Eggers, echa mano de la soledad, la monotonía, el clima y la explotación laboral de Ephraim para construir lentamente y sostener

con audacia el suspenso y el desconcierto hasta llevarlo a un punto de delirio que terminará con una suerte de maniaco Prometeo que enfrenta a su superior en una descarnada lucha por el poder y la luz del conocimiento que se resguarda en la punta del faro. La fálica estructura que bautiza al filme no es más que la representación de la masculinidad que se debe alcanzar, poseer y dominar, y a partir de una propuesta visual en formato 4:3 y en contrastante monocromía, Eggers consigue una pesadillesca y surrealista atmósfera con potentes imágenes –tan hipnóticas como repugnantes– para disponer de la masculinidad de los personajes y, a través de alegorías y metáforas, exponerla con todos sus vicios a través de un juego psicológico que la evidencia como mera inmadurez que nace del miedo a la pérdida de poder y de lo que los distingue como machos alfa; un miedo que alcanza su clímax en esa comentada secuencia de tensión homoerótica entre los marineros borrachos. Sostenida por las altisonantes interpretaciones del siempre excepcional Willem Dafoe y de un cada vez más arriesgado y versátil Robert Pattinson, The Lighthouse es una pieza artística que, aunque no logra alcanzar el nivel de The Witch, se atreve a tomar más riesgos formales y conjura en pantalla elementos visuales y sonoros de Hitchcock, Bergman y Dreyer para conseguir una experiencia fílmica realmente angustiante que no ofrece concesión alguna al espectador. Sin duda alguna estamos frente a un nuevo gran clásico instantáneo del género horror fantástico que no tardará mucho en hacerse del merecidísimo título de filme de culto.


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uego de debutar en el cine angloparlante con Snowpiercer (2014) y hacerse cargo de la dirección de Okja (2017) bajo el cobijo de Netflix, el director Bong Joon-ho regresa a su natal Corea del Sur para filmar en su lengua materna un relato que, por su marcada identidad surcoreana y su vigencia temática, se ve emparentada con Burning, la obra maestra de su compatriota Lee Chang-dong que en 2018 se reveló como una de las mejores propuestas internacionales del año. Y como ya lo había hecho con la película de ciencia ficción postapocalíptica protagonizada por Chris Evans, Tilda Swinton, John Hurt y Song Kang-ho, el director nuevamente nos coloca en medio de una lucha de clases a partir del momento en el que el hijo mayor de la familia Kim, Ki-woo (Choi Woo-sik) consigue trabajo como profesor particular de la hija mayor de la inescrupulosamente acomodada familia Park. Cuando el chico conoce la casa de sus nuevos empleadores, pone en marcha un plan para que despidan a sus empleados y sean su hermana, su padre y su madre, quienes los reemplacen como psicoterapeuta artística, chofer privado y asistente del hogar, respectivamente. Ganadora del máximo galardón fílmico a nivel mundial –la Palma de Oro en el Festival de Cannes–, Parasite echa mano de los espacios como metáforas del estatus social y en mucho nos recuerda a la segmentación social de los vagones de Snowpiercer. Nótese aquí la casa de la familia Kim, una suerte de bunker con ventanas a ras de suelo donde mendigan la señal wi-fi del vecino, y el contraste que se crea con la opulenta mansión de la familia Park, ubicada en lo alto de una exclusiva colina y con una arquitectura diseñada con numerosas escaleras en su inte-

rior. La cinta de Joon-ho, al igual que lo hiciera algunos meses atrás el cineasta Jordan Peele, juega con la premisa de los invasores/suplantadores como alegoría de la lucha de clases y las injusticias sociales; pero la propuesta surcoreana toma derroteros distintos, y partiendo de una premisa anecdótica, construye un complejo entramado de enfrentamientos sociales. Ya en su tercer acto, aunque hay un violento giro que cambia completamente el rumbo del relato –esa lluvia torrencial como elemento de limpieza y purificación que se lleva las máscaras y el maquillaje para que las mentiras salgan a flote–, prima en todo momento el tono fársico y el director se niega a ser condescendiente; por el contrario, se atreve a llevar los hechos hasta las últimas consecuencias. Sin emitir juicios éticos o de valor, Joon-ho delinea y construye a sus personajes con respeto y cariño a pesar de estar sustentados en una serie de estereotipos de clase, desde los marginales y trepadores de la familia Kim, como los acomodados e hipócritas de la familia Park. Y es que el director se preocupa por presentar un retrato que trasciende su identidad surcoreana y se transforma en una oscuramente cómica fábula transcultural sobre el perpetuo enfrentamiento de clases sociales que no es más que uno más de los engranajes bien lubricados del voraz sistema capitalista, como ya bien lo había señalado en la revelación final de Snowpiercer. Al final, la pregunta se mantiene: ¿quiénes son los parásitos a los que alude el título? Porque los oportunistas de la familia Kim son tan parasitarios al adueñarse de los espacios de sus patrones, como los ingenuos de la familia Park al esclavizar a sus trabajadores y alimentarse gracias a su trabajo.




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n 2013 un reducido pero valeroso grupo de jóvenes georgianos que desfilaron en el primer desfile del orgullo gay en Tiflis (capital de Georgia) fueron atacados por miles de fervientes devotos de la iglesia ortodoxa, la cual domina la forma de pensar y actuar en los países balcánicos, quienes aun se resisten a abrir sus mentes y se rigen por sus costumbres tan extremistas. Como sabemos, esta zona de Europa está enfrentando una polémica mundial al ser acusada de terribles crímenes en contra de la comunidad LGBTQ, que por más que traten de mantenerse ocultos son una realidad y hace que el ser gay en aquellos países sea prácticamente una sentencia de muerte. Este hecho impactó mucho al director sueco de origen georgiano Levan Akin, quien sintió la necesidad de abordar el tema en su película And then we danced, que después de un gran recibimiento en la Quincena de Realizadores de Cannes se ha convertido en la representante de Suecia para la próxima entrega de los premios Oscar en la categoría de mejor película de habla no inglesa. El director sitúa su historia en el mundo de la danzas tradicionales georgianas, que son un gran símbolo nacional y en las que, a diferencia de otras partes del mundo donde está mal visto que un niño se dedique a la danza, en Georgia practicarla es motivo de orgullo, pues en sus coreografías llenas de fuerza son un reflejo de su identidad… del poderío, virilidad y orgullo de los varones georgianos. And then we danced narra la historia de Merab, (interpretado por el novato pero encantador Levan Gelbakhiani), un joven bailarín de la Compañía Nacional de baile Georgiano que junto con su hermano continúan con la tradición familiar, pues sus padres fueron parte del ballet y Merab ha soñado con bailar desde que era niño. El joven combina sus extenuantes ensayos con su trabajo de mesero, porque aunque está determinado en lograr sus metas, en ningún momento descuida su hogar. Merab cuenta con el cariño y apoyo incondicional de Mary (Ana Javakishvili), una especie de novia que ha sido su pareja de baile desde la niñez. Pero a pesar de su innegable talento que lo hacen uno

de los más destacados de la compañía, el chico no termina por convencer a su estricto profesor ni a sus compañeros varones, ya que su estilo para bailar es “diferente” en comparación del resto del cuerpo de baile. En pocas palabras, Merab no es lo suficiente masculino en sus movimientos al momento de interpretar las coreografias. La llegada un nuevo chico llamado Irakli (Bachi Valishvili) hace que el lugar y reconocimiento por el que tanto ha luchado Merab corra peligro, ya que aparte de su atractivo físico y talento, Irakli tiene ese estilo fuerte y varonil que la danza georgiana tanto demanda. Pero esto solo sirve de motivación para Merab, quien pide ayuda a Irakli para perfeccionar sus movimientos. La convivencia entre ambos va despertando nuevas sensaciones, nuevos sentimientos que no habían experimentado, lo que derivara en una gran amistad que se terminara convirtiendo en un inminente romance. La elección del actor protagonista no pudo ser más acertada. Gelbakhiani, quien es bailarín de ballet profesional, se preparó intensamente para aprender las danzas georgianas y curiosamente al igual que el personaje, tuvo que adaptar su acostumbrado estilo de danza más delicado a algo más “masculino”. Poseedor de un rostro bastante expresivo ,una mirada de inocencia y elevadas aptitudes para la danza le hizo el candidato ideal, y de verdad resulta increíble saber que este chico nunca haya actuado antes, pues logra transmitir fácilmente todo sentimiento. El resto de los personajes, igual interpretados en su mayoría por actores no profesionales, no están escritos y plasmados tan detalladamente como el de Merab, pero no por falta de importancia sino para dejar claro que él es el protagonista absoluto de esta historia. La cinta nos plantea una lucha constante entre dos distintas generaciones europeas que tienen dificultades para coexistir debido a sus grandes diferencias de pensamiento. Para plasmar los deseos liberales de la juventud contra las arraigadas e inflexibles tradiciones de aquel país, el director se apoya en varios aspectos técnicos para lograrlo, como la fotografía que luce suave y natural para reflejar la cotidianidad geor-

giana y en los momentos de los ensayos dancísticos, para después cambiar a algo mas psicodélico en las escenas de Merab y compañía divirtiéndose y viviendo al máximo su juventud. El soundtrack funciona de igual manera, presentando desde lo más moderno de la música sueca hasta las piezas clásicas y tradiconales de la region (como las usadas para las danzas y las de los cantos populares) pasando por la atemporal música de ABBA. La dirección y guion (escrito por el mismo Akin) nos adentra a la historia y vida de Merab, con momentos cotidianos íntimos y encantadores que logran atraparnos en la historia de la evidente situación de pobreza de nuestro protagonista, pero siempre enfrentada de manera esperanzadora por parte de él en un pueblo que se resiste a la modernidad anclando a su juventud, en un pasado que debe de dejarse atrás para así evolucionar. Hacia la mitad de la cinta, la trama se comienza a llenar de situaciones y subtramas melodramáticas que le restan impacto y peso al argumento inicial; pero este pequeño percance no dura mucho, pronto la historia retoma su rumbo y se vuelve a centrar en Merab y su búsqueda por su identidad y libertad. Porque aunque Merab conoce por primera vez el amor, la cinta no se puede catalogar como una película romántica, pues el romance solamente es un escalón más hacia su crecimiento personal. Teniendo como marco la danza, la cinta no podía quedarse corta en sus escenas de baile que son de lo mejor de la película; el director demuestra una gran habilidad para filmar exquisitas secuencias, donde vemos el esfuerzo y personalidad de los personajes, y donde vemos todas las emociones a flor de piel para culminar en una increíble secuencia final que sirve de metáfora de lo que pasa en la vida del protagonista, donde todo el dolor de Merab es convertido en arte puro y en un vehículo hacia su libertad. “And then we danced” es una propuesta sobresaliente sobre cómo tomar lo mejor de tus aprendizajes, alcanzar excelencia para finalmente hacerlos tuyos y vivir tu verdad, alejado de los convencionalismos.


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i alguien no cree que Brasil viene con todo desde hace unos buenos años, solo hace falta escuchar algún discurso de su presidente. No es difícil suponer que el arte debe estar teniendo una fuerte reacción. Y así lo es. Karim Aïnouz vuelve con un drama ganador del premio Un Certain Regard en el Festival de Cannes, que trata sobre el extravío que provoca la separación. Es además sobre la opresión femenina, que se ejerce como medio de control. Trata sobre las hermanas Guida y Eurídice, que en su juventud toman caminos separados; una al huir con un novio extranjero, la otra al casarse, probablemente con previa anuencia de sus padres. Ambas mujeres encuentran infortunio y sus vidas se ven reducidas a funcionar en virtud del hombre al que pertenecen. Pero irónicamente, aquella más desafortunada encuentra en la soledad el empoderamiento, y en el sexo, la libre determinación que extiende a su vida. Mietras tanto la maternidad se problematiza con gran tacto. El tema de la separación remite a la previa Paraia do Futuro, pero ahora logra una veracidad mucho más nítida. Consigue así una fotografía más interesada por los personajes y sus pequeños encierros, que en explotar el espacio. Y aunque no hay verdaderos riesgos formales, más allá de algunos interesantes jump-cuts, la narrativa consigue con sus saltos de tiempo y su cauteloso acercamiento a los personajes, hacer que el angustioso devenir de las protagonistas progrese hasta un desgarrador final. Probablemente se trate de la mejor cinta presentada en esta edición del FICM.


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iguiendo con la comprometida línea ideológica de otros varios realizadores de habla portuguesa, Kleber Mendonça Filho entrega una cinta con un marcado tinte político. Pero a diferencia de su anterior Aquarius, que sedujo con su impasible sutileza, en esta ocasión busca al gran público para taclearlo sin reservas. La cinta consiste en un futuro cercano posible, tendiendo a la distopía, en un tono que va desde la comedia costumbrista hasta la sátira de horror. Una historia que involucra a Estados Unidos y su enferma fascinación por la violencia y a su racismo, deja un claro mensaje: hay un problema sistémico que trasciende a un país. Trata de un pueblo de la provincia brasileña atormentado cuando un grupo de mercenarios llega con la consigna de hacer limpieza étnica. Las consecuencias dan una lectura de severa acusación a los gobiernos y a su olvido (o incluso, su abierta aversión) hacia las razas menos acordes al ideal occidental. Resalta la evolución de la narración, que en la primera media hora construye culturalmente a un pueblo miserable pero unido; después, a un despiadado colectivo dispuesto a la revolución. Es además descrito con una agilidad, un naturalismo y una viveza que podrían hacer de Mendonça un idóneo adaptador de 100 años de Soledad. Posteriormente vemos detalles más sutiles como la libertad del cuerpo usado como arma contra la imposición conservadora. Se trata de una cinta que reivindica a todo un sector poblacional, y anuncia lo que quizá con menos sangre y carnicería- podría ser muy pronto la realidad.



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iete años después de haber presentado su opera prima –la atípica y arriesgada comedia romántica Rezeta (2012)– en el Festival Internacional de Cine de Morelia, el director Fernando Frías de la Parra regresa a la capital michoacana para compartirnos una historia sobre dignidad y autenticidad a partir de una experiencia inmersiva del movimiento musical y contracultural denominado «Kolombia», nacido en Monterrey, Nuevo León, de donde Ulises, el adolescente de 17 años que protagoniza esta ficción, se ve obligado a huir luego de poner en peligro su vida y la de toda su ya fracturada familia al verse accidentalmente envuelto en una violenta guerra de pandillas del crimen organizado, y a refugiarse completamente solo en los Estados Unidos. Ya no estoy aquí tiene a la «cumbia rebajada» –estilo musical que ralentiza el ritmo de las cumbias tradicionales para extender así su duración a la vez que se busca que su conexión emocional sea también más duradera y profunda– como su columna vertebral, y partir de una narrativa fragmentada con saltos espacio-temporales entre el pasado de Ulises en las violentas y marginadas comunidades de Monterrey –la trama se ubica durante el sangriento sexenio de Felipe Calderón-, y el presente del adolescente sobreviviendo en las calles de Jackson Heights, en Queens, el director consigue un relato que es a la vez crudo y entrañable sobre la defensa de la identidad. El director acude a aquella época en la que los cárteles comenzaron a absorber a las pandillas juveniles hasta disolverlas por completo, para reflexionar sobre cómo la violencia también alcanza a lacerar los movimientos contraculturales y la identidad de toda una comunidad de jóvenes que necesitan

de medios y espacios para expresar su sentir sobre su realidad. El cineasta, además, se sirve de la ralentización de las cumbias como una metáfora de los anhelos juveniles de querer hacer eternos los mejores momentos de sus vidas. Y es que lo que antes brindaba a Ulises aceptación e identificación en su barrio, ahora es motivo de burlas, rechazo, discriminación y abuso al otro lado de la frontera. Tomemos como ejemplo el personaje de Lin, quien luego de parecer genuinamente interesada en Ulises como persona, finalmente se revela como una chica superficial y egoísta que utiliza a Ulises sólo como un vehículo para dar autenticidad a su imagen y poder pertenecer a un grupo de adolescentes ‘cool’ que, de otra manera, nunca la hubieran aceptado en su ‘selecto’ grupo social. Porque en un país donde los jóvenes son dejados de lado, a éstos les quedan pocas opciones: o ven cómo su ciudad se convierte en tierra de nadie y terminan por trabajar directa o indirectamente para el crimen organizado, o abandonan su hogar para escapar de la violencia e intentan adaptarse y subordinarse a una sociedad que les exige eliminar hasta el menor rastro de su verdadera identidad. De esta manera, Ya no estoy aquí supone un lamento que entabla diálogo con Esto no es Berlín –también en competencia en el 17° Festival Internacional de Cine de Morelia– donde un adolescente melancólicamente confiesa “ya no sé qué somos”. Ambas propuestas, desde sus respectivas trincheras, y sus propios recursos –por ejemplo aquí destaca la sobresaliente labor histriónica de Juan Daniel García Treviño “Derek”–, apuntan a la importancia de la fidelidad a uno mismo.


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n la cima de alguna montaña lejana de América Latina, ocho adolescentes armados vigilan a una rehén estadounidense recién secuestrada y cuidan a una vaca a la que llaman Shakira. Así de sencilla es la premisa a partir de la cual el cineasta Alejandro Landes evoca a la violenta guerra civil colombiana para crear una alegoría bélica y de alienación juvenil universal haciendo de la vaguedad su principal virtud, mezclando además el género de aventuras con el terror y con referencias directas a “El Señor de las Moscas” de William Golding. La ingenuidad e inexperiencia de Lobo, Pitufo, Perro, Patagrande, Bum Bum, Rambo, Leidi y Sueca sólo puede ser equiparable a la incertidumbre que provoca en la audiencia por su enigmática premisa que, aunada su audaz propuesta formal que echa mano de diversos recursos narrativos y visuales –impresionante el hipnótico resultado conseguido gracias al maridaje de la fotografía de Jasper Wolf con el score compuesto por Mica Levi– para retratar el horror de la guerra, hacen de “Monos” un osado ejercicio de naturaleza estimulante. La cinta, que contó con una coproducción multinacional con aportes de nueve países, fue galardonada con el Premio Especial del Jurado de la sección World Cinema en el pasado Festival Internacional de Cine de Sundance 2019 y es la representante de Colombia en la búsqueda de una nominación a los premios Oscar como Mejor Película de Habla No Inglesa.


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a revelación llega de golpe: no hay que sacrificar la diversión para poder obtener buenas calificaciones y lugares en reconocidas universidades. La sorpresa enoja, deprime y anima a dos mejores amigas, Molly (Beanie Feldstein) y Amy (Kaitlyn Dever), a intentar recuperar los años de diversión perdidos... pero en el lapso de una sola noche. La dupla se aventura así fuera de sus casas para recorrer la ciudad de Los Ángeles y vivir una serie de experiencias –sexo, alcohol y otras drogas por supuesto están presentes– que las marcarán de por vida antes de enfrentarse al mundo real en el ambiente universitario. Esta es la premisa de La noche de las nerds, la opera prima de la actriz Olivia Wilde en la que mezcla la comedia adolescente guarra con las road movies para dar forma a un viaje iniciático de dos chicas que apenas se dan cuenta que muy posiblemente dejaron pasar los mejores años de su adolescencia por complacer a un sistema que prometía premiar casi divinamente sólo a los más esforzados y sacrificados, y castigar al resto con la mediocridad.

El carisma, la empatía, la espontaneidad y el excelente timing cómico de las jóvenes actrices protagonistas que trabajan bajo el inteligente a la vez que desmadrozo guion de Emily Helpern, Sarah Haskins, Katie Silberman y Susanna Fogel, es uno de los pilares del filme que refresca el género de la comedia de adolescentes al darle la vuelta a la convención y eliminar la mirada masculina sobre las mujeres; algo parecido a lo logrado por Paul Feig y su extraordinaria troupe –Kristen Wiig, Maya Rudolph, Rose Byrne y Melissa McCarthy– en el ya clásico de la comedia guarra del nuevo milenio Damas en Guerra (Bridesmaids; 2011) o a lo conseguido por Will Gluck con una sensacional Emma Stone en Se dice de mí (Easy A; 2010). Y es que La noche de las nerds no sólo funciona como un lúdico ejercicio que revela el talento como directora de Wilde y de su fenomenal veta cómica, sino también como una subversión al género que lo actualiza y reivindica la mirada femenina en el mundo que había sido casi exclusivamente masculino.


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a nueva película del director Taika Waititi combina de manera efectiva su característico humor con el drama del Holocausto en la sátira nazi Jojo Rabbit. A partir de la novela Caging Skies de Christine Leunens, el director de Thor Ragnarok crea un ambiente lleno de absurdos como el de un campamento infantil nazi Juventudes Hitlerianas donde los niños reciben su particular adoctrinamiento ideológico. Johannes “Jojo” Betzler (el encantador actor revelación Roman Griffin Davis) es un niño de diez años que forma parte de este campamento junto con su amigo Yorki (Archie Yates); su carácter solitario y poco aventurero contrasta con su ceguera patriotera nacionalista y su desmedido entusiasmo por la figura del Führer (interpretado por propio Waititi) a quien tiene como su mejor amigo imaginario y de quien recibe atípicos consejos de vida. La vida de Jojo da un vuelco y queda en riesgo ante el gobierno luego de dos eventos: primero tiene un accidente en el campo de entrenamiento a cargo del Capitán Klenzendorf (Sam Rockwell) y es enviado a casa de manera permanente, y luego descubre que su madre Rosie (Scarlett Johansson) –con quien vive solo pues su padre se encuentra desaparecido en el frente de batalla y su hermana mayor murió unos años antes– ayuda, alimenta y esconde a Elsa (Thomasin McKenzie, a quien descubrimos el año pasado en Leave No Trace), una adolescente judía, tras las paredes de su habitación para evitar que sea asesinada por el régimen. El asunto se complica cuando Jojo no puede delatar a la chica judía, pues todos aquellos que le brindaron ayuda también serán ejecutados. Ante un filme como Jojo Rabbit es imposible no recordar títulos como La Vida es Bella (1997), de Roberto Benigni, o El Niño con el Pijama de Rayas (2008), de Mark Herman sin embargo, destaca que aquí la figura infantil sea el victimario y no la víctima. La astucia de Waititi recae en saber que a través de la comedia se puede hacer la crítica más mordaz a cualquier sistema, y a partir de esta filosa puntada

del niño nazi –y con el apoyo de una banda sonora sobresaliente que es usada con la misma mordacidad: ojo al montaje inicial del movimiento fascista mientras suena de fondo I want to hold your hand de The Beatles– da forma a una sátira que busca desarticular el régimen nazi a través de su salvaje humor; y aunque en realidad no ofrece una crónica del conflicto con una complejidad psicológica profunda, sí consigue otorgarle los suficientes matices a los personajes más importantes para colocarla por sobre las comedias hollywoodenses promedio. Es cierto que visualmente el filme evoca en varios momentos al estilo de Wes Anderson –sobre todo en la primera parte del filme que transcurre en el campamento hay situaciones que nos remiten a Moonrise Kingdom (2012) ¿Recuerdan cuando a Sam (Jared Gilman) es golpeado por un rayo? Pues aquí hay un gag prácticamente idéntico–, pero el director de What we do in the shadows (2014) consigue que su estilo impregne por completo esta historia de aprendizaje y crecimiento de Jojo; y es que pese a que el salvaje humor de su artífice no abandona el relato en ningún momento, éste si deja paso al drama para exponer el horror de la guerra y sobre todo el cambio que se produce en el protagonista tras su inicialmente forzosa convivencia con Elsa –una suerte de Ana Frank–, y el descubrimiento de la farsa de la ideología nazi. Ganadora del premio del público en la pasada edición de Festival Internacional de Cine de Toronto –y estrenada en México en el Festival Internacional de Cine de Los Cabos–, Jojo Rabbit termina por ser un entrañable relato coming of age que evidencia lo lejos que estamos de dejar atrás el conservadurismo y la xenofobia; y pese a sus buenas intenciones, resulta completamente inofensiva e incluso algo ingenua en su presunto discurso controversial, aunque sin duda alguna se convertirá en la feel good movie de la temporada por su tono ligero con el que es capaz de llegar a la totalidad de las masas con su mensaje de empatía.




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l joven cineasta ruso Kantemir Balagov, de apenas tiene 28 años al escribir estas líneas, refrenda con su segundo largometraje el talento que lo colocó como una de las promesas a seguir cuando presentó su opera prima, Closeness (Tesnota; 2017), en el Festival de Cannes donde recibió el premio FIPRESCI de la sección 'Una Cierta Mirada'. Ahora con Dylda, un retrato íntimo del lado femenino de la Segunda Guerra Mundial, el director consigue no sólo repetir la hazaña en la Costa Azul al ser reconocido nuevamente en la misma sección y con el premio, sino también con el reconocimiento a la mejor dirección; y por si fuera poco, consiguió también que su filme fuera elegido como represente de Rusia en la competencia por una nominación como mejor película de habla no inglesa en la próxima edición de los premios Oscar. La película nos transporta a Leningrado en el primero otoño posterior a la Segunda Guerra Mundial. La ciudad se encuentra en ruinas luego de haber sobrevivido a un monstruoso asedio: más de novecientos días la comunidad quedó sitiada y miles de personas murieron a causa del frío, el hambre y la inanición. En este terrible ambiente, y a pesar de la victoria en la guerra y del discurso triunfalista de los políticos, la sociedad quedó completamente devastada tanto moral como anímicamente, con secuelas que fueron difíciles o hasta imposibles de superar. Iya (Viktoria Miroshnichenko) es una de las mujeres que pelearon en el frente y ahora se hace cargo de su pequeño hijo Pashka mientras atiende, con otras mujeres, un hospital donde cuidan a otros soldados heridos en batalla; en su particular caso, las secuelas de la guerra se manifiestan en episodios de estrés postraumático que esporádicamente la dejan completamente paralizada, imposibilitada para responder a cualquier estimulo. Por otra parte, Ma-

sha (Vasilisa Perelygina), la mejor amiga de Iya, regresa del frente con un marido muerto y con secuelas físicas que la han despojado de su capacidad para engendrar. Ambas mujeres, entre la soledad, la culpa y el anhelo de maternidad, buscan incansablemente encontrar su lugar en un mundo donde la ominosa sombra de la guerra parece extenderse más allá de lo imaginable. Dylda, que bien podría ser complemento perfecto al libro La Guerra no tiene rostro de Mujer de Svetlana Alexiévich en el que, a través de testimonios femeninos, se muestra reflexionan sobre el sinsentido bélico, se revela como un ejercicio que bien podría ser heredero espiritual de los hermanos Dardenne por ese instinto de supervivencia que impulsa a los protagonistas aún cuando parece que ya nada tiene sentido, y en lo formal a la estética del siberiano Aleksandr Sokurov y a la audacia técnica de Lászlo Nemes en esa obra descomunal de supervivencia en pleno Infierno en la Tierra llamada El Hijo de Saúl (2015). Pero la película, más allá de inspiraciones artísticas, sobresale por méritos propios y no deja lugar a duras del talento formidable de su artífice con una sensacional puesta en cámara mucho más sobria y clásica que la de su experimental debut, así como también revela la autenticidad con la que el cineasta va forjando su estilo personal. Dylda representa la consolidación de Balagov como uno de los mayores talentos jóvenes en la cinematografía europea; además, hablando de las crisis sociales del presente mediante una mirada crítica hacia el pasado, la cinta lo integra a la infame lista negra de directores que se han opuesto, a través de sus obras, al régimen de Putin, una lista en la que podemos encontrar títulos y directores como Leviathan (2014) de Andrey Zvyagintsev y El Discípulo (2016) de Kirill Serebrennikov.


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inco años después de la excelente La Maestra de Kinder (2014), el director israelí Nadav Lapid regresa con su tercer largometraje: un drama inspirado por sus propias experiencias y su condición como inmigrante. Sinónimos nos transporta a Francia donde seguimos los pasos de su alter ego, Yoav (sensacional revelación de Tom Mercier), un ex soldado israelí que, en busca de libertad, viene huyendo de su país... aunque lo más correcto sería decir que viene huyendo de sí mismo. A su llegada, Yoav irrumpe en un piso abandonado para pasar la noche, pero en un descuido es despojado de absolutamente todas sus pocas posesiones, quedando completamente desnudo y vulnerable a este nuevo entorno; a la mañana siguiente, Emile y Caroline, una pareja de burgueses que vive en un piso superior, encuentran a Yoav medio congelado en la bañera del departamento abandonado, y deciden ayudarlo regalándole ropa –entre la que destaca un abrigo ocre que se convertirá casi en un símbolo de identidad–, un teléfono celular y algo de dinero. De esta manera, luego de un simbólico renacer, Yoav retoma su plan original: nacionalizarse francés y dejar completamente atrás su pasado israelí.

Sinónimos es la odisea en busca de libertad en una sociedad casi utópica que sólo existe en la mente protagonista; con tintes mesiánicos reforzados por constantes alegorías bíblicas, la cinta presenta casi una reelaboración de la historia de Cristo, una suerte de profeta que es recibido por una sociedad que le ayuda, pero que a la vez lo explota para sus propios fines. Yoav, quien reniega de su cultura al grado de negarse rotundamente a pronunciar una sola palabra en hebreo, es el pivote del relato que Lapid utiliza para deslizar comentarios políticos críticos del Estado y de la sociedad tanto de Israel como de Francia. Rozando por momentos las fronteras de lo fantástico, y a partir de su particularidad autobiográfica, Lapid desarrolla un testamento universal con capas de lectura que van desde lo psicológico, lo filosófico y lo geopolítico sobre los desplazamientos forzosos en un mundo cada vez más globalizado. Ganadora del premio FIPRESCI y del Oso de Oro en la Berlinale, Sinónimos es un ejercicio de autoficción –por lo que se ve emparentado con propuestas como Vals con Bashir (2008) de Ari Folman– sobre la pérdida de la identidad y el perpetuo anhelo de pertenencia.


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a opera prima de la cineasta franco-senegalesa Mari Diop propone una inusual mezcla de géneros. En primera instancia, Atlantique es la historia de amor entre Ada (Mame Bineta Sane), una chica de 17 años que se encuentra comprometida con el multimillonario Omar (Babacar Sylla) al que desprecia y repudia, y Souleiman (Traore), un albañil que trabaja en la construcción de una magnánima torre que se yergue en las costas de Dakar. Además, el filme es también un drama social en el que Souleiman, junto con muchos de sus compañeros, renuncia a su trabajo luego que la deuda de su salario supera los tres meses y decide, junto con muchos de sus amigos que también se unieron en su deserción laboral, buscar suerte aventurándose en mar abierto para llegar a Europa en busca de una vida digna tanto para él como para Ada. Pero la película es a la vez un ejercicio con elementos de terror sobrenatural que se ve marcado por el trágico naufragio del bote donde viajaba Souleiman con sus amigos, y el regreso de sus espíritus que, poseyendo los cuerpos de sus novias que dejaron en Dakar, comienzan a atormentar al dueño de la torre, amenazando con quemarla si no les pagan los meses de salarios atrasados. La aparición del detective Issa (Amadou Mbow) que busca a Souleiman por ser presunto responsable de un percance en la casa de Omar, ahora ya como esposo de Ada, es el elemento que termina por anclar al filme también a los terrenos del thriller. Diop no pierde la oportunidad de señalar cómo el capitalismo se expresa y se ejerce socialmente en más de un senti-

do. La propiedad privada también se extiende a las personas, como la protagonista que es obligada a casarse con Omar por conveniencia de su familia; y es que en Dakar la tradición lo es todo, incluso algunas de sus amigas le dicen que es el estatus social y la estabilidad económica lo que realmente importa, no el amor o la libertad. En esta combinación efectiva de drama social, romance y thriller de venganza paranormal destaca la hipnótica composición musical de Fatima Al Qadiri que, junto con una extraordinaria labor de fotografía de Claire Mathon que muestra la desigualdad social mediante el contraste entre una imponente torre que se alza en la playa y que está rodeada de un puñado de edificaciones inconclusas mucho más humildes, nos guían hacia una experiencia audiovisual que por momentos se asemejan a un trance, como una onírica odisea trágico-romántica que de pronto se ve amenazada por elementos sobrenaturales que se presentan de imprevisto. Atlantique, en su diestra combinación de elementos de varios géneros y audaz subversión de algunas de sus convenciones, resulta un sobresaliente ejercicio que da forma a un relato potente con aura seductora y lleno de sensualidad, a la vez que lo dota de un discurso socialmente pertinente y necesario; se trata de un documento fílmico que da fe del talento emergente de una nueva voz femenina en el panorama cinematográfico internacional.



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sta comprobado que la actitud con la que una persona afronta cualquier clase de enfermedad puede ayudarte a recuperarte rápidamente o a terminar por acabar completamente, pero es inevitable que por más optimista que uno sea, el miedo (sobre todo si la enfermedad en cuestión ponga en riesgo tu vida) aparezca en cualquier momento para hacer las cosas aun mas difíciles. Algunas personas optan por no acudir a consultas medicas porque, en caso de serles detectado algo crónico, no tendrían el valor de enfrentar la enfermedad. Esa es una decisión personal, ¿pero qué pasa cuando intervienen terceros y ellos eligen ocultar la verdad? En algunos países, por ejemplo en China , se cree que la vida de un individuo no le pertenece exclusivamente, sino que es parte de un todo: cada miembro es como uno mismo. Razón por la cual se cree con el derecho de intervenir en la vida de estos sin consultarlo. La directora Lulu Wang escribió el guion de The Farewell inspirada en una experiencia personal que vivió con su familia; su abuela fue diagnosticada con cáncer de pulmón en 2013, y se le pronosticaban por mucho tres meses de vida. Con el apoyo de los médicos todos optaron por ocultarle la verdad, algo que suena poco ético de este lado del mundo, pero que en China es totalmente legal. Wang había contado anteriormente esta historia en 2016 en el podcast This American Life, durante el episodio In Defense of Ignorance, su segmento se llamó What You Don't Know. Los productores del filme escucharon el show, se interesaron en esta historia y contactaron a Wang para apoyarla en convertirla en una película. Es asi que The Farewell está basada en una mentira de la vida real: Billi y sus padres se mudaron a Estados Unidos desde que ella era muy pequeña en busca de una mejor calidad de vida, dejando atrás familia, sus raíces y la tierra que la vio nacer. Ahora Billi ya es una mujer de 30 años, que lucha constantemente por convertirse en una persona autosuficiente, pero por más que se esfuerce en aparentar que todo va bien, es evidente que no está pasando por un buen momento. Sus padres están consientes de la situación y tratan de apoyarla, pero ella se resiste a aceptar, prefiere vivir sola y sufrir en silencio. Ella esta esperanzada a que se le apruebe esa beca universitaria que tanto desea, pero el tiempo pasa, las deudas se incrementan y una respuesta favorable no llega. Para complicar todo aún más se entera que su abuela Nai Nai, una de las personas que más ama en este mundo, acaba de ser diagnosticada con cáncer y le quedan pocos meses de vida. Pero hay un pequeño inconveniente: la familia ha decidido no decirle a Nai Nai que está muriendo; quieren que pase feliz lo que le queda de vida, así que planean una boda falsa que servirá como excusa para que todos sus seres queridos se reúnan y la acompañen en sus últimos días. La familia no quiere que Billi asista, ya que en su estado emocional actual sería muy duro para ella y tal vez no podría soportar el ocultar la verdad; pero la chica hace caso omiso a la petición y se traslada a visitar a su querida Nai Nai y de paso a reencontrarse consigo misma. La cinta tuvo su estreno en el Festival de Sundance, donde gracias a la gran respuesta que tuvo en el publico, la productora A24 puso los ojos en ella y adquirió los derechos para su distribución comercial. Con sólo cuatro salas en las que fue estrenada en Estados Unidos, The Farewell logró

romper un récord que tenia Avengers: Endgame. Esta pequeña cinta independiente superó a la producción de Marvel convirtiéndose en la cinta con mayor promedio de ganancias por sala en que se proyecto en su fecha de estreno, a pesar ser un producto independiente y de estar hablado en chino casi en su totalidad. Aparte de tocar temas como las relaciones en familia, las diferencias generacionales y la perdida ante una muerte inminente, la directora explora también sobre ese desarraigo cultural que sienten los emigrantes hacia su país natal, de sentirse que no son ni de aquí ni de allá, cuando a pesar de haber logrado sus cometidos obteniendo éxito y dinero, se sienten vacios. La producción le propuso a la directora elegir a la actriz y rapera Awkwafina para el rol principal. La chica comenzó su carrera como rapera subiendo sus videos en YouTube, pero lo que la hizo mundialmente conocida fue su participación en la exitosa Crazy Rith Asians, para después ser parte del multiestelar elenco femenino de Ocean's Eight. Así que un rostro popular ayudaría a llamar la atención de esta modesta cinta, además de que físicamente es idéntica a la directora (recordemos que el papel principal está basado en ella). Wang no estaba del todo convencida del cambio de postu-ra al momento de ver la audición de la actriz. “Había una calidad de luz y oscuridad, donde ella es capaz de hacer una broma, pero de alguna manera sientes que, en cierto modo, lo está haciendo para enmascarar algo más profundo", declara Wang. Y estamos seguros que la realizadora está más que agradecida de que Awkwafina llegara a este proyecto, pues la actriz sorprende con una habilidad para la tragicomedia que nunca se le había visto; definitivamente este rol será el inicio de una nueva etapa para la carrera de la actriz. Pero en donde Wang no cedió a las peticiones de la producción fue cuando propusieron que incluyera mas actores blancos en su cinta, Wang siempre fue fiel a si visión para hacer su historia más apegada a como ella lo deseaba, mas no considero los costoso que iba a ser contratar un elenco conformado totalmente por actores de nacionalidad china. Afortunadamente todo se ajustó perfectamente al presupuesto y consiguió un talentoso reparto. Además de Awkwafina hay otro personaje que roba cámara en cada escena que aparece: la actriz china Shuzhen Zhao, que interpreta a la abuela Nai Nai, la matriarca de la familia de carácter firme y corazón de oro. Es precisamente la interacción de nieta y abuela el pilar principal de toda la cinta, dente encontramos las mejores y más entrañables momentos, íntimos y emotivos, donde este choque de generaciones se complementa para juntos conmover a la audiencia. The Farewell es un filme aparentemente sencillo pero con una gran complejidad interna, lleno de sensibilidad, melancolía y reflexión. Es sutil en la manera de abordar cada uno de los temas, y aun así lo hace de manera clara y efectiva sin tener que llegar a la excentricidad o caricaturizar a una cultura ajena a la nuestra; el guion escrito por Wang nos mantiene en una postura neutral empatizando con todos los personajes sin importar la situación de cada uno. Una cinta que difícilmente nos podrá resultar ajena a nuestra vida debido a todas las familias son iguales, ya sea aquí o en China.





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odos hemos tenido ese empleo de oficina donde más de una o uno se ha sentido acosado sexualmente por su jefe o compañeros de trabajo; sin embargo las mujeres son más propensas al tener que lidiar día tras día en ese ambiente de sexismo, vanidad y actitud de “enseña más las piernas, baja ese escote, usa un vestido más corto”. Bombshell es esa cinta que no sólo muestra esa atmósfera de acoso sexual que se desató en 2016 en los pasillos de Fox News por Roger Ailes, sino que también da una conciencia al espectador de que las cosas no han cambiado mucho a la actualidad y que aún el silencio por parte de las mujeres forma parte de esa cultura laboral aceptada. La película comienza con un ligero tono alegre y rompiendo paradójicamente el ambiente laboral aceptado, esta historia se cuenta a través de la percepción de las mujeres, principalmente por la conductora de celebridades Megyn Kelly (Charlize Theron), la señorita americana convertida en presentadora Gretchen Carlson (Nicole Kidman) y una joven ficticia que se identifica como la milenaria evangélica que lleva por nombre Kayla Pospisil (Margot Robbie). Mientras Megyn y Gretchen son muy poderosas pero al mismo tiempo problemáticas, Kayla se muestra como la “victima”, asumiendo

la escena más inquebrantable de abuso sexual de toda la película. Sin embargo Kayla alza su voz e impotencia contra Megyn por ser esa “típica mujer” que considera que los hombres son intocables y poderos, y es por ello que cree que guardar el silencio por muchos años y normalizar el abuso sexual en los espacios grises de la oficina es totalmente valido cuando tienes una carrera en ascenso. Mientras sigue avanzando la película fácilmente recrea con mucho éxito la atmósfera laboral misógina antes de que el movimiento #MeToo rompiera a Estados Unidos, y posteriormente la renuncia y jubilación de esas mujeres que lograron liberarse de Fox News. El mensaje de la cinta es mostrar cómo cualquier negocio se encuentra divido con el poder político y la misoginia, pero esto no se lograr explorar profundamente en toda la película. Bombshell es una cinta digna de Oscar gracias a su reparto de actores. Nicole Kidman, será recordada por esa escena sin maquillaje donde sus líneas cobran vida, mientras Charlize Theron muestra esa mujer ambiciosa que quiere tenerlo todo sin importar el cómo lo consiguió; sin embargo tu corazón se volverá loco por esa Margot Robbie frágil, y todo el odio e impotencia se lo ganará John Lithgow.



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n su cuarto largometraje de ficción, el director Hari Sama recurre a sus propias experiencias de juventud para elaborar un relato sobre la construcción de la identidad con la movida underground mexicana durante la década de los 80 como telón de fondo. El adolescente protagonista, Carlos (Xabiani Ponce de León), funciona como el alter ego del cineasta y lo seguimos en su exploración fuera de su burbuja de conservadurismo de clase media y familia fracturada por un divorcio en Lomas Verdes para encontrarse, en el clandestino Aztec, con algo que para él resulta como una realidad alterna, una de revolución musical post punk, experimentación con sustancias, liberación sexual, expresión radical artística y lucha contracultural; además atestiguamos cómo se pone a prueba su relación con su mejor amigo Gera (José Antonio Toledano). En Esto no es Berlín, Sama explora la etapa en la que se hace consciente de que sólo uno mismo tiene el derecho y la capacidad de autodefinirse por completo… o de no hacerlo para nada. Y es que si bien deja claro que la identidad se encuentra en perpetua construcción, es en la adolescencia donde se va definiendo nuestro carácter y personalidad que será casi inalterable a través del tiempo. Y es aquí donde es pertinente el auto regalo que se ha-

ce Hari Sama a través de Esteban, el personaje del tío de Carlos que es interpretado por el mismo director; se trata de una entrañable presencia que responde al anhelo del cineasta por no haber contado con una figura paterna similar durante su etapa de formación personal. “No eres tus padres. No estás destinado a convertirte en ellos” son las consignas que se lanzan en un performance que encuentra eco y entabla diálogo con rebeldes propuestas como el de la cinta Leto (2018), de Kirill Serebrennikov. Melancolía y psicodelia delinean este filme de rabiosa y hormonal atmósfera que traza el viaje iniciático en el que Carlos es seducido y deslumbrado por la revelación de libertad sobre la construcción y deconstrucción de su persona a través del arte, a la vez que nos permite echar vistazos a la situación social de un país alienado con la fiesta futbolera del Mundial mientras aún respira por las heridas del mortal sismo de 1985. Aunque sin ofrecer nada realmente novedoso, Esto no es Berlín es una vibrante historia coming of age que destaca por su honestidad, autenticidad y capacidad evocadora de esa etapa de autodescubrimiento, de búsqueda de pertenencia y de necesidad de validación que representa la adolescencia.



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a decimo-sexta edición del Festival Internacional de Cine de Morelia inauguró su sección de largometraje de ficción viene con la nueva obra de la directora iraní Bani Khoshnoudi, quien luego de meses trabajando en su guión ambientado en la ciudad de Veracruz interseccionando el tema migrante y el drama homosexual, ha plasmado un lienzo compuesto de cicatrices, lazos y fronteras. La historia sigue a Ramin, un inmigrante que huyendo de irán por la condena hacia su homosexualidad, por azares de la travesía migrante terminó en el puerto de Veracruz cuando su objetivo era llevar a Turquía o Grecia. Trabajando en empleos eventuales junta dinero para continuar el viaje, enfrentándose a la barrera del lenguaje y al desapego con el lugar y las personas. Ramin no tiene nada ni nada en México, ni un hogar ni un amor. Pero al conocer a Guillermo, otro suspirante de las oportunidades, encuentra una motivación para franquear los obstáculos que lo han vuelto un preso de la desconexión. Melancólica y sobria, la cinta describe experiencias que fluyen y confluyen; la de Ramin y su soledad física y emocional; la de su arrendadora y su amorodio no resuelto con el exnovio; la de Guillermo y su duro transitar por las pandillas, la traición y las internas inseguridades. Todos con cicatrices, que cuentan historias pero también los definen y los guían. Los personajes se acercan y se alejan, encuentran refle-

jos en los otros y a veces complementos. Por momentos la necesidad de contacto humano es más importante que cualquier sueño terrenal, que cualquier aspiración transfronteriza; algunas fronteras son traspasables, otras inexpugnables. Aunque las circunstancias en esta historia catalizan ciertos dramas, el retrato que Khoshnoudi hace de sus personajes es totalmente humano y humanista. Sus dignidades salen a flote aun cuando esto significa restarle a la historia riesgo o desarrollos de gran calibre. Es una película contenida al servicio de llevar el relato a un punto que para la directora es suficiente pero quizá no para un público más empapado de planteamientos similares. Si el aporte a los temas es flojo, esto no afecta a otros elementos de la obra, que cuenta con una correcta realización, un bien documentado guión y excelentes actuaciones, entre las que destaca Luis Alberti que aunque no siempre convenza con su acento de cholo centromericano, se roba cada escena dotándola de energía y magnetismo. “Es una película sobre experiencia homosexual, no sobre migración”, explicó en la conferencia de prensa la realizadora del largometraje, aclarando sus prioridades en este proyecto, dejando sin embargo un testimonio más que necesario en estos tiempos, sobre la necesidad que tenemos de acercarnos, de tener más lazos y menos fronteras.


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a vida personal de Woody Allen ha estado llena de polémica durante décadas, pero de alguna manera su carrera cinematográfica siempre logró desviar la atención y hacerla pasar a segundo plano. Desafortunadamente para el director en esta ocasión no pudo escapar de la controversia: el movimiento ‘Me Too’ llegó con tanta fuerza a Hollywood que no importaba qué tan poderoso fueras en la industria del espectáculo, si se te encontraba una mínima prueba o acusación que te comprometiera en algún escándalo sobre abuso sexual, tu carrera corría el riesgo de terminar. Curiosamente uno de los grandes impulsores de este movimiento fue su hijo Ronan Farrow, quien destapó la caja de Pandora de Hollywood y sacó a la luz terribles acusaciones de grandes personalidades entre las que se incluía a su famoso padre biológico. Tales acusaciones provocaron que Amazon

Studios cancelara el millonario acuerdo que tenía con el director neoyorkino para trabajar en cuatro proyectos, incluido A rainy day in New York, la cual ya se había terminado de filmar y quedó enlatada desde finales del 2017. Y fue así que, sin deberla ni temerla, la película se convirtió en la más afectada de toda esta disputa entre Amazon y Allen, corriendo el riesgo de nunca ver la luz, recibiendo acusaciones de contener una trama inapropiada para la situación de Hollywood en esos momentos (una joven menor de edad y sus amoríos con hombres mucho mayores). Y a todo esto hay que agregar que varios miembros del elenco como Timothée Chalamet, Griffin Newman y Rebeca Hall le dieron la espalda tanto al director como al proyecto, disculpándose por trabajar en él y donando su sueldo a las víctimas del movimiento “Time’s Up”.


Han pasado casi dos años, y ahora que las aguas se apaciguaron un poco y la polémica disminuyó, Allen vuelve a salir airoso (por el momento) de toda acusación y ganó la batalla legal contra Amazon, llevándose no sólo varios millones a su bolsillo, sino también logrando llegar a un acuerdo para poder estrenar su cinta, consiguiéndole una limitada distribución mundial y así salvarla del olvido. En A rainy day in New York acompañamos a Gatsby Welles (Timothée Chalamet) y su novia Ashleigh Enright (Elle Fanning), dos jóvenes universitarios de familias acomodadas que viajan un fin de semana a la ciudad de Nueva York para asistir a una reunión con la familia de Gatsby, y de paso aprovechar el viaje para disfrutar de unos días en pareja. Gatsby en un chico con una vida aparentemente sencilla, pero se encuentra en ese dilema existencial al que todos nos llegamos a enfrentar, el de no sentirse satisfecho de lo que está haciendo con su vida. Mientras lucha por aclarar su mente, también trata de planear un fin de semana perfecto para él y su novia, pero Ashleight, quien es una ambiciosa reportera de su diario universitario, tiene otros intereses: la chica consigue una entrevista con Roland Pollard (Liev Schreiber), un prestigioso director de cine en plena crisis creativa y se compromete tanto en conseguir una buen reportaje que deja a Gatsby en segundo plano, adentrándose al mundo del director y metiéndose en un sinfín de disparatadas situaciones, mientras Gatsby solo espera a que esta esté libre para poder pasar un rato a solas. De manera inesperada Gatsby se reencuentra con una chica de su pasado, Shannon (Selena Gomez), una joven que tenía años sin ver y que inesperadamente le sirve de gran apoyo en esos momentos de reflexión que el joven buscaba en este viaje. Allen apuesta por un talentoso elenco joven para encabezar el proyecto. Chalament -quien desde su éxito con Call me by your name ha sido muy solicitado en Hollywood- hace un trabajo aceptable como el alter ego de Allen, pero su aspecto tan joven y la manera de cómo está escrito su personaje no cuadra con el de un joven actual, por

muy bohemio, hipster, amante del jazz y las cartas que este sea. Elle Fanning interpreta a la típica chica Allen, excéntrica y encantadora, dulce y con un toque de inocencia, y aunque llega a rayar en lo exagerado, su personaje es de lo más disfrutable de la cinta. Selena Gomez, con su correcta y natural interpretación, nos deja entrever que probablemente haya mucho más que esta joven nos pueda ofrecer como actriz. Su personaje Shannon es breve, pero aparece en momentos claves de la historia; sin embargo, la relación entre su personaje y el de Chalamet se siente apresurada y forzada. Nuestros protagonistas vienen respaldados de un elenco de actores ya consolidados como Jude Law, Cherry Jones, Liev Schreiber, Diego Luna o Rebecca Hall. Schreiber y Law perfectos como este cineasta y productor en crisis de edad y creativa, que se ven atraídos por una “ingenua” Ashleigth, seguidos de un Diego Luna que se esfuerza por convencernos que es un latin lover irresistible. Hall y Jones tienen una más breve participación, pero es la segunda quien se lleva uno de los mejores momentos de la película con esa platica madre hijo tan determinante en el rumbo que toma Gatsby. Esa escena en particular es un destello de genialidad en una guión plagado de situaciones cómicas y en momentos inverosímiles (sin llegar a lo absurdo como en De Roma con Amor), tocando sus temas predilectos solo que con más ligereza, privándonos de esa profundidad tan habitual de sus historias y en sus entrañables personajes protagonistas y secundarios. Reconocemos a Woody como un virtuoso a la hora de escribir sus guiones, y ese es nuestro gran problema con A rainy day in New York, porque de no haber sido por todo este escándalo en el que se vio envuelta la cinta y la posibilidad de que podría ser la última cinta del director, estamos seguros que ésta hubiera pasado desapercibida, siendo un trabajo bastante menor dentro la filmografía del reconocido cineasta. Sabemos de las grandes capacidades del director, pero ahora nos hace cuestionarnos si ha llegado a un desgano creativo.



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l reciente fenómeno de la radicalización de adolescentes para las filas yihadistas dentro de países francófonos ha dado lugar a varias películas que conjugan dos aspectos esenciales:la adolescencia con su inseguridad y volatilidad por un lado, y por el otro la ilusión de esperanzay sentido a la vida que el fanatismo religioso suele ofrecer a las mentes impresionables. El espectro ha ido desde una ilustración cuasididáctica producto del cine de industria francés, que busca advertir con seriedad y quizá cierto alarmismo en Le Ciel Attendra de Marie-Castille Mention-Schaar, hasta la sensual exhibición del terrorismo de Bertrand Bonello donde los extremos de la frivolidad y del anarquismo parecieran tocarse en Nocturama. Este año tocó el turno a los hermanos Dardenne para que con su empático y a la vez frío ojo para el drama juvenilexploren el tema, en el que siempre surge la misma pregunta como base: ¿qué lleva a un adolescente común y corriente a cometer un acto terrorista? Algo que en El Joven Ahmed no encuentra una verdadera respuesta, y es que los Dardenne terminan por crear una película que dentro de su tradición se siente ya vista, y para el temaque trata, un tanto deficiente, aunque no por ello poco atrapante. El cine de Jean-Pierre y Luc Dardenne siempre ha gozado la admiración que solo puede dar su alto grado de realismo y verosimilitud, aun cuando esto significa sacrificar explicaciones. La vida no se explica tanto como en Le Fils no se nos dice qué ocurre en el corazón de un adolescente recién salido de un reformatorio por matar accidentalmente a un niño pequeño, sin embargo la hábil austeridad de su puesta en escena nos da las claves suficientes. En toda la filmografía dardenniana hay las mismas fórmulas; conocemos a los personajes a través de

sus actos, de esos rápidos movimientos que en sus detalles revelan mucho y en los que nos sumergimos gracias a esa cámara de estrecho campo que no nos muestra más que lo esencial y nos hace acompañar a los personajes a centímetros de distancia. Pero mientras en otras entregas lo cinematográfico es forma y fondo, en su más reciente película se acude al menos imaginativo recurso de hacer que los personajes hablen y den claramente el planteamiento que el espectador necesita. Acaso el hecho de que en esta ocasión el tema a tratar no se sea un conflicto tan común e identificable como aquellos que suelen aquejar a los niños y jóvenes en el cine de los Dardenne, sea lo que motive esta decisión, de cualquier forma el resultado es un planteamiento que no provoca la angustiante seducción que surge de ver a un silencioso personaje sorteando vicisitudes. En cambio se nos revela rápidamente que Ahmed es un adolescente belga, musulmán, sin padre, cuyo primo murió en la causa yihadista y que ahora se encuentra bajo un proceso de adoctrinamiento por parte de un iman para hacerlo miembro de una próxima generación de mártires del profeta. El conflicto viene cuando una profesora local desea enseñar a hablar el árabe a musulmanes francoparlantes, lo cual el iman considera una herejía pues lo hace utilizando canciones, lo que significa una profanación a la lengua de Mahoma. Quizá el mayor problema de la película es que el desarrollo del personaje principal parece ser demasiado claro en las acciones y argumentos, pero poco en las emociones. Y aunque esto pareciera una ingenua apreciación para unos directores distinguidos precisamente por tal estilo, no deja de ser un problema cuando lo que se quiere es

tratar un tema tan complicado. Es así que aquella básica pregunta no solo no intenta responderse a cabalidad sino que no es vista como un fin, sino como un medio para la construcción típica que los hermanos hacen de sus historias para provocar la empatía hacia seres que, aun dentro de la complicada problemática en que están inmersos, no dejan de parecer vulnerables. Esta vulnerabilidad no es del todo apreciada en Ahmed. Su primer acto “terrorista” consiste en soltar un chisme públicamente para dañar la imagen de la herética profesora. Eso que parece ser la semilla de un impulso que más tarde se convertirá en algo mucho más grave, no encuentra su conexión con algún conflicto psicológico en el joven que nos permita comprender su camino a la oscuridad. Ciertamente no todas las preguntas tienen respuesta –el mismo Ahmed se enfrenta al enigma implícito de “qué es ser un verdadero musulmán”–, y su bien se muestra que hay claros factores estresantes para generar en Ahmed el descontento y el rechazo a la realidad, ese punto de debilidad de carácter se encierra en un enigma. En la visión de Bonello por ejemplo, no solo se elude la razón,sino que de esa evasiva se hace una respuesta negativa: quizá no se puede explicar, y sin embargo no hay drama más desolador que el de ver a una madre preguntándose qué hizo mal cuando crio a un terrorista. Es aquí donde esa añeja preocupación de los Dardenne por los niños puede encontrar contrapunto. Tal vez son sus ojos cercanos, intimistas y diáfanos los que necesitamos para ver lo que otros ignoraron, para apreciar en la superficie fría y llana aquello que el cine nos muestra como subtexto, y que en la realidad bien puede ser las respuestas que buscamos.







E

n la capital italiana ya completamente recuperada tras la Segunda Guerra Mundial gracias a la ayuda del Plan Marshall –iniciativa económica estadounidense de catorce mil millones de dólares para ayudar a la reconstrucción de la Europa Occidental– surgió una tendencia de élite: 'la dolce vita', un estilo de vida desenfrenado guiado por los excesos en los los lugares más exclusivos de la célebre avenida capitalina Via Veneto. A la más célebre película de Federico Fellini erróneamente se le considera como la precursora de esta particular época, pero el cineasta sólo retrató esta tendencia de la alta sociedad que ya había surgido varios años atrás y que alcanzó uno de sus puntos álgidos con la comentadísima fiesta privada de la condesa Olghina di Robilant en el restaurante Rugantino del barrio Trastevere donde celebraba su cumpleaños, y donde la bailarina turco-armenia Aïché Nana realizó un striptease para los asistentes, cuyas imágenes capturadas por la lente de Tazio Secchiaroli, además de ser publicadas en la prensa y sacudir las buenas conciencias de la sociedad romana ultraconservadora, sirvieron como inspiración para una de las escenas clave del filme del director italiano. “La Dolce Vita” de Fellini es el retrato de esa particular época cuando la extravagancia de los ricos y famosos convirtieron a Roma en la capital de la vida social del mundo entero, siempre bajo el asedio de la prensa sensacionalista. De hecho, el término 'paparazzi' fue acuñado como referencia a Paparazzo, el personaje fotógrafo interpretado por Walter Santesso que acompaña en ocasiones al personaje central Marcello Martini –encarnado por Marcello Mastroiani–, un desencantado reportero que, mientras se enfrenta cada vez más hastiado a su trabajo cazando

banales notas de sociales, busca retomar su carrera como escritor serio. En este retrato de una época y una sociedad en transición que busca sanar las heridas de la guerra y borrar los recuerdos trágicos través del despilfarro y dejándose llevar por la vorágine de la vida sin aparentes consecuencias, Marcello se presenta como el alter-ego de Fellini para compartirnos sus confesiones autobiográficas de forma episódica con segmentos anecdóticos que exploran una serie de encuentros y desencuentros que van de la comedia hasta la tragedia, pasando por el drama y el romance. El filme presenta serie de collages donde entran y salen personajes femeninos que marcan la vida del «bon vivant» Marcello, como Emma (Yvonne Furneaux), su mujer celosa y con tendencias suicidas; la millonaria heredera y socialité Maddalena (Anouk Aimée); la angelical mesera Paola (Valeria Ciangottini) y la famosa actriz Sylvia (Anita Ekberg), quien protagoniza el episodio más emblemático del filme. Y es que aunque la espectacular estrella sueca sólo aparece en una fracción del filme, su participación convirtió a la pareja Mastroiani-Ekberg en el símbolo de una época, y las secuencias de la diosa rubia bañada por las aguas de la Fuente de Trevi la convirtieron en inmortal leyenda del celuloide internacional. Repudiada por la Iglesia y la sociedad conservadora de la época que la catalogaron como obscena –e incluso lograron prohibir su exhibición por décadas en varios países–, “La Dolce Vita” fue galardonada con la Palma de Oro en 1960 y representa la obra maestra de Fellini; se trata de un ejercicio impecable que es a la vez un homenaje al cine y un testamento de las vacías vidas de sus grandes estrellas que parecieran tenerlo todo. Un filme imprescindible e inolvidable.


E

steban está a punto de cumplir años y pide a Manuela, su madre, que de regalo de cumpleaños le diga toda la verdad sobre su padre porque no le es suficiente que le haya revelado que murió antes de que él naciera. Manuela tiene todas las intenciones de hacerlo cuando lleguen a casa después de ir a ver la obra Un Tranvía Llamado Deseo, protagonizada por Huma Rojo, la actriz favorita de Esteban, y cuya afición hace que éste la espere fuera del teatro para pedirle un autógrafo. La actriz aborda un taxi que arranca sin darle oportunidad al joven de pedirle un autógrafo a la actriz, Esteban corre tras el taxi donde viaja Huma pero es arrollado por otro automóvil que no logra detenerse a tiempo. Tras la pérdida de Esteban, Manuela tiene la imperiosa necesidad de buscar al padre de su hijo que en realidad no ha muerto y vive en Barcelona donde se ha transformado de Esteban (su nombre real) a Lola. En este viaje, Manuela (Cecilia Roth) conoce (y se reencuentra) con personajes tan en-

trañables como particulares como La Agrado (la increíble Antonia San Juan que le valió el premio de la Unión de Actores), la Hermana Rosa (una estupenda Penélope Cruz) y Huma Rojo (la siempre extraordinaria Marisa Paredes); personajes que sólo pudieron haber salido de la mente del cineasta manchego y, a través de su relación con ellos, Manuela logra exorcizarse de sus culpas que había cargado desde que decidió huir del padre de su hijo y que soportó durante tantos años al ocultarle la verdad sobre su origen a su hijo sin tener la oportunidad ahora de contarle todo. Todo sobre mi Madre, película que le valió a Almodóvar el Oscar a Mejor Película Extranjera, es un drama sobre la vida y la muerte, un tanto triste pero, también, muy divertido y con un final un tanto esperanzador, con una especie de luz al final del túnel como el que atraviesa Manuela en este filme sobre el amor de Madre.




A

diferencia del héroe encapotado, cuyo origen es canónico e inamovible –sus padres son asesinados frente a sus ojos siendo él apenas un niño, marcando así su destino como justiciero anónimo–, su némesis no cuenta con un origen único definido. El director Todd Phillips –cuyo mayor logro había sido la trilogía The Hangover (2009, 2011, y 2013)– aprovecha esta cualidad del personaje para crear su propia visión del Príncipe Payaso del Crimen. Su Joker es la historia de Arthur Fleck (Joaquin Phoenix), un hombre que vive solo junto a Penny Fleck (Frances Conroy), su madre anciana y enferma en un desvencijado departamento de una zona marginal de Ciudad Gótica prestando sus servicios como payaso para una agencia que lo renta para distintas actividades –desde la promoción de un local comercial hasta levantar la moral de los pacientes en un hospital infantil– mientras se esfuerza para que sus aspiraciones como comediante rindan frutos. A su precariedad económica hay que sumar sus perturbaciones psicológicas y su padecimiento de ataques involuntarios de risa en los momentos de mayor estrés, afecciones que está tratando a través de una también precaria clínica de salud pública. Marginado, ignorado y a veces hasta violentado por la sociedad, Arthur se encuentra en el límite cuando es despedido de su trabajo y dejado sin tratamiento médico por los recortes presupuestales del gobierno hacia el sector médico. Con confesas y presumidas influencias del cine de Martin Scorsese –particularmente “Taxi Driver” (1976) y “The King of Comedy” (1981) a las que podemos considerar como sus hermanas espirituales– Phillips se propone llevar a cabo un estudio de personaje, el de una víctima de las injusticias sociales y el incumplimiento de las –falsas– promesas de un sistema neoliberalista que lo coloca dentro de su juego como lo opuesto al individualista burgués: un paria social que no merece ni siquiera ser visto y lo orilla a encontrar escape, refugio y una suerte de justicia personal en la violencia. Pero pese a los homenajes visuales hacia el cine de Scorsese –y a otros clásicos como The French Connection (1971) y Dog Day Afternoon (1975)– no consigue del todo ensamblar un estudio de personaje tan complejo como los que el maestro neoyorquino consiguió en las cintas

ya clásicas a través de la labor histriónica de un Robert De Niro en estado de gracia y de los guiones firmados por Paul Schrader y Paul D. Zimmerman respectivamente. Aunque tiene grandes momentos en su metraje, no logra sacar todo el provecho de un contexto convulsionado con lucha de clases –los pobres no son más que simples «payasos», dice en algún momento el empresario con aires políticos Thomas Wayne (Brett Cullen)– y constantemente es presa de graves vicios hollywoodenses que juegan en detrimento del filme como obra fílmica, tal es el caso de los diálogos sobreexplicativos o los flashbacks para explicar algo que parece pensar el público no es capaz de entender por sí solo. Sin embargo, algo que no le podemos reprochar al filme es la interpretación de Joaquin Phoenix, el actor se muestra comprometido y absolutamente entregado en su inmersión de este desquiciado personaje, bordándolo de una forma magistral con sus expresiones faciales, sus movimientos corporales, su voz y su perturbadora carcajada. Injusto sería comparar el trabajo de Phoenix con el creado por Heath Ledger, pues sus personajes se encontraban tanto en contextos como en puntos distintos de su historia: el de Phoenix está por enfrentarse a ese particular día en el que le dan un empujón para trasgredir las líneas de la insanidad mental, mientras que el de Ledger ya era un agente del caos asumido que había encontrado a su complemento opuesto perfecto. Sin estar basada en una sola historia particular de los cómics –aunque hay ciertos guiños a varios momentos emblemáticos plasmados en las viñetas– se trata de una libre adaptación del personaje que, pese a sus defectos ya señalados, consigue una identidad sólida como un thriller bien ejecutado –construye bien el suspenso, sosteniéndolo y elevándolo al extremo en su climax– y consigue combinarlo con ese halo mítico particular de las historias de superhéroes. En resumen, Joker, de igual manera que Logan (2017), de James Mangold, resulta una apuesta ambiciosa que sí toma varios riesgos con respecto al cine de superhéroes, pero termina por ser contradictoria y poco atrevida en un discurso que prometía –y podía– ser más transgresora y revolucionaria.



L

os hermanos Safdie lo han hecho de nuevo! Luego de ganar notoriedad en el circuito underground con su segundo largometraje, Heaven Knows What (2014), se colocaron bajo los reflectores internacionales cuando su tercer filme, Good Time (2017), se unió a último minuto a la competencia oficial por la Palma de Oro en Cannes. Protagonizado por Robert Pattinson y el propio Ben Safdie como su hermano menor en la historia, este histérico ejercicio de estilo representó una de las propuestas más auténticas y audaces del año. Dos años después, los hermanos repiten la hazaña con Uncut Gems; y si la baza principal en su anterior filme era contar con el otrora hermoso vampiro que brillaba con la luz del sol para poder llegar a una audiencia más amplia, en esta ocasión cuentan con la presencia del casi siempre insufrible Adam Sandler. Pero en un ejercicio similar al conseguido por Paul Thomas Anderson en Embriagado de Amor, por James L. Brooks en Spanglish o por Noah Baumbach en The Meyerowitz Stories (New and Selected), aquí Sandler entrega un papel que navega entre el patetismo y la desesperanza y demuestra ser poseedor de un talento dramático desperdiciado completamente en el cine basura. Ambientada en 2012 y a partir de un guion escrito por los hermanos Safdie junto con Ronald Bronstein, el filme sigue los pasos de Howard Ratner (Sandler), el dueño de una joyería en un barrio de Nueva York que vende exclusivamente a los ricos y famosos, y

nos presenta los mañosos tejes y manejes con los que embauca a sus clientes. Cuando una deuda de juego con su amigo gangsteril Arno (Eric Bogosian) se vuelve demasiado alta para poder pagarla, el carismático joyero se ve obligado a intentar lleva a cabo una muy arriesgada maniobra criminal para obtener algo de dinero; todo esto mientras intenta resolver los conflictos con su esposa Dinah (Idina Menzel) y debe también arreglárselas con los problemas sentimentales con su empleada y amante Julia (Julia Fox). Los hermanos Safdie aprovechan la vena neurótica de Sandler y obtienen la que es quizá la mejor interpretación de su carrera en este drama criminal que, como ya ocurrió con Good Time, conjura en pantalla el espíritu del más vertiginoso Martin Scorsese –quien aquí funge como productor y sólo tiene palabras grandiosas para los hermanos cineastas– y el anarquismo de Abel Ferrara para dar forma a este estimulante ejercicio fotografiado por la inquieta lente de Darius Khondji y acompañado por la frenética banda sonora de Daniel Lopatin. Con Uncut Gems la dupla de cineastas entregan su trabajo más sólido hasta la fecha; una pieza cinematográfica astuta que nos mantiene al borde del asiento al inyectarnos constantemente adrenalina pura. Sin duda estamos frente un insidioso thriller que se volverá de culto, sumergiéndonos en una experiencia cinematográfica tan cautivadora como angustiante.



C

uatro décadas atrás, Dustin Hoffman y Meryl Streep protagonizaron la película que se convirtió en el título por antonomasia cuando se habla de divorcios en el cine: Kramer vs. Kramer. Ahora, el director Noah Baumbach –que ya había explorado el tema de la separación sentimental en la trama de la estupenda Historias de Familia (The Squid and the Whale; 2005) que aludía a la de sus padres, el crítico de cine y novelista Jonathan Baumbach y la también crítica de cine Georgia Brown– escribe y dirige un filme que se erige inmediatamente como un emblema de las rupturas amorosas en el nuevo milenio: Historia de un Matrimonio, un relato centrado en la separación de la pareja formada por Charlie, un director teatral encarnado por Adam Driver, y Nicole, su esposa y actriz interpretada por una sobresaliente Scarlett Johansson. Él se encuentra en la cumbre de su carrera profesional a punto de estrenar su más reciente puesta en escena en Broadway y ha sido anunciado como ganador de un importante premio artístico; mientras que ella, luego de llegar a la fama en el cine romántico más ramplón, dejó de lado su prometedora carrera fílmica para ser madre y trabajar con mediano éxito en teatro con su futuro ex esposo. La cinta comienza de forma engañosa, con los dos lados de la pareja redactando una carta donde dan fe de las mayores virtudes de su cónyuge como parte de un ejercicio en una sesión de terapia sentimental que pretende sanar la relación; y aunque por parte de ambos no hay más que palabras de admiración, respeto e incluso amor, para Nicole la decisión de terminar con el matrimonio no es negociable. Una supuesta infidelidad por parte de Charlie y los deseos de superar su estancamiento profesional llevan a Nicole a dejar Nueva York para probar suerte en una serie televisiva en Los Ángeles. La separación, pese a una promesa hecha de forma premarital, pronto involucra abogados

–interpretados por unos sensacionales Laura Dern, Alan Alda y Ray Liotta– que pelearan por sus intereses. Pero a diferencia de la estridencia melodramática de Kramer vs Kramer que busca la lágrima fácil, Baumbach le da la espalda este ramplón recurso, y por el contrario, se apoya en las dotes histriónicas de Johansson y Driver pocas veces exploradas de esta manera para crear secuencias emocionalmente devastadoras, diseccionando así con precisión quirúrgica el final de una relación apelando a la complejidad de las emociones del ser humano y sin tomar partido por alguna de las partes; una decisión que seguramente responde a su experiencia personal tras su divorcio de la actriz Jennifer Jason Leigh en septiembre de 2013, luego de más de una década de relación. Pero a pesar de tener grandes momentos de dramatismo, el director se niega a perder su estilo y su particular estilo de humor, por lo que la película transcurre entre fragmentos que van de la comedia screwball hasta el teatro musical. Si bien el relato gira en torno al divorcio, la parte más importante de esta historia es sobre dos personas que en algún momento de la vida se enamoraron y decidieron pasar su vida juntos; lo interesante es descubrir lo que sucede cuando ya no se quiere seguir adelante de forma conjunta. Al presenciar el resultado final de Marriage Story, resulta imposible no pensar en títulos emblemas del romance como El amor cuesta caro (Intolerable Cruelty;2003), de Joel Coen, o la legendaria y oscura comedia La Guerra de los Roses (The War of the Roses; 1989), de Danny DeVito; sin embargo, las influencias más marcadas en el más reciente trabajo de Baumbach son las de Bergman y Truffaut, de quienes consigue conjurar en pantalla su espíritu para dar forma a su entramado marital donde la tragedia sentimental que se cuela en la cotidianidad entre virtudes y miserias, entre el cariño y el resentimiento.



L

os reflectores se posaron sobre el cineasta canadiense Denis Villeneuve cuando su sexto largometraje, el devastador drama Incendies basado en la obra teatral homónima del dramaturgo libanés Wajdi Mouawad, fue nominado al Oscar como mejor película extranjera. Tres años después ya debutaba en el cine estadounidense con el inquietante thriller Prisoners y Enemy, una fenomenal adaptación de la novela El hombre duplicado del premio Nobel de Literatura José Saramago. Sicario, su último proyecto estrenado en cines el año pasado, es un emocionante thriller al que el talento, sensibilidad y maestría en la narrativa de Villeneuve dotó de un aura especial al filme que en manos de otro director seguramente hubiera sido un relato fronterizo del montón. Arrival, la película que llega ya a las salas mexicanas, representa la incursión del cineasta en el género de la ciencia ficción. Partiendo del relato corto Story of your life, de Tes Chiang, el guionista Eric Heisserer desarrolla un libreto que propone la llegada a la Tierra de doce naves espaciales con forma de capullo que se colocan casi de manera ceremoniosa en distintos puntos alrededor de nuestro globo. Y es desde la manera de plantear esta 'llegada' que podemos deducir que no estamos ante la típica película gringa de invasiones marcianas: los descomunales objetos no se colocan sobre las capitales o las ciudades más importantes de las potencias mundiales, por lo que no vemos emblemáticos símbolos arquitectónicos internacionales como la Casa Blanca, la estatua de la Libertad, el Big Ben, la torre Eiffel, el Opera Sydney House, o las pirámides egipcias. Los doce capullos, en cambio, están suspendidos ya sea en medio de algún océano, en un campo abierto, a la mitad de algún desierto o sobre alguna pequeña comunidad latina. Son puntos que no tienen relación ni conexión lógica alguna... aunque luego nos dejan ver que la ilimitada ociosidad e imaginación humana desarrolla unas hipótesis realmente hilarantes. Ante la incer-

tidumbre, cada potencia mundial busca la manera de comunicarse con la raza tripulante de las naves; Louise Banks (Amy Adams), una doctora en lingüística con una dolorosa historia personal, es la elegida por el gobierno estadounidense, y junto con el profesor de física Ian Donnelly (Jeremy Renner) y un equipo científico-militar, son enviados a contactar con la intergaláctica civilización y conocer de esta manera sus intenciones. Visualmente cautivadora al punto de lo hipnótico, Arrival se presenta como una de las películas más interesantes, inteligentes y emotivas que nos ha ofrecido el cine sci-fi de este siglo. Además de la excepcional actuación de Amy Adams –oigan, ¿y su Oscar para cuándo?–, cuyo personaje sirve para desarrollar un tratado sobre el amor y la pérdida muchísimo más profundo y en un tiempo mucho menor que el pretendido por Christopher Nolan en "Interstellar", el filme está sostenido por el extraordinario trabajo de guión de Heisserer, quien recurre como inspiración a un par de títulos clásicos de la ciencia ficción del siglo pasado como Close Encounters of the Third Kind (1977) y Contact (1997), para olvidarse muy pronto y de manera deliberada de las convencionales líneas rectas narrativas, y estructurar un ensayo fílmico fragmentado que se revela, luego, como una historia circular. Se trata de una historia que, entre otras tantas cosas más que yacen en el subtexto, pone en evidencia el estrecho pensamiento humano y las violentas reacciones a consecuencia de nuestra limitada lógica; y además de desarrollar la propuesta de cambiar nuestra forma de pensamiento, o al menos considerar la existencia de una forma diferente de pensar, el filme propone un discurso pacifista con una gran carga humanista que promueve un mensaje de tolerancia e inclusión que nos invita –como individuos y como sociedad local y global– a buscar el diálogo, a procurar la comunicación como camino al entendimiento.



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