bra maestra del cine mundial y ganadora de la Palma de Oro en Cannes en 2009, El Listón Blanco nos traslada al norte de Alemania, específicamente a una apartada comunidad luterana en la que comienzan a presentarse una serie de extraños acontecimientos, cada uno más violento que el anterior, provocando paulatinamente la descomposición moral de la sociedad a niveles inimaginables. Ubicada meses antes del inicio de la Primera Guerra Mundial, la película nos presenta una brutal reflexión sobre el germen de la maldad proponiendo una tesis sobre las condiciones sociales que permitieron que la ideología del nazismo arraigara tan profundamente en el pueblo alemán y que el totalitarismo se convirtiera en su forma de gobierno. Relatada por la voz en off de un anciano que recuerda los hechos sucedidos en la aldea donde se desempeñaba como el profesor de la primaria, y con una propuesta visual que se aleja radicalmente de la violencia explícita presentada en sus anteriores Juegos Sádicos (Funny Games; 1997 y 2007) –posiblemente la más conocida disección de la violencia por parte de Haneke y en la que se encuentran los guiños directos a la cámara más desafiantes para el público–, el cineasta teutón basa su obra en la siembra y cosecha del terror puro en la mente del público mediante la rigurosa omisión de la violencia gráfica y sugiriendo la barbarie de los crímenes perpetrados con la ayuda de la sobria y elegante fotografía de Christian Berguer, quien consigue preciosistas postales contrastantes no sólo por su naturaleza monocromática, sino por sus composiciones que juegan a contrapuntear la belleza de los paisajes de la campiña y la de las casas de la aldea con la aterradora realidad que se vive en el lugar. El inmaculado trozo de tela al que alude el título –y que los niños son obligados a portar en su brazo como símbolo de su pureza espiritual– funciona como metáfora del símbolo nazi que, con orgullo de su supuesta superioridad racial, años después portarían también en el brazo. Haneke concibió así una sofisticada parábola que presenta una peculiar visión del totalitarismo a través de la figura del pastor de la aldea, un líder religioso con tal poder moral sobre la población que nadie se atreve a contradecirle, un poder que lo encamina trágicamente hacia a la destrucción de la inocencia de sus propios hijos, la siembra en ellos del germen de la maldad y finalmente la creación de monstruos de no más de doce años que luego serían responsables de uno de los peores genocidios conocidos por la Humanidad. El listón blanco es cine contundente, brutal y, sobre todo, necesario.
O
on la intención de escribir sobre la realidad oculta de México y no sobre esa 'historia oficial' que día con día escriben los noticieros maquillando (en el mejor de los casos) o ignorando completamente la barbárica realidad en lo profundo de la nación, e inspirado por una novela del violonchelista Carlos Prieto, el cineasta Francisco Vargas comenzó la escritura de El Violín, la historia del anciano violinista manco Don Plutarco (Don Ángel Tavira), su hijo Genaro (Gerardo Taracena) y su nieto Lucio (Mario Garibaldi), quienes llevan una doble vida: se ganan la vida como humildes músicos rurales, pero también son miembros del movimiento campesino que ha comenzado el levantamiento armado en contra de la opresión militar gubernamental. Los tres personajes son obligados a huir de su pueblo ante la invasión del ejército sin la oportunidad de llevar consigo las municiones y secuestrando a la esposa e hija de Genaro; aprovechando su inofensiva apariencia de virtuoso violinista, Don Plutarco se acerca a su pueblo para pedirle al capitán del escuadrón militar (encarnado por Dagoberto Gama) que le permita revisar su siembra, pero en realidad busca recuperar las municiones escondidas entre el maizal. Con esta premisa, Francisco Vargas dio forma a un guión completamente redondo que presentó una estructura argumental y narrativa perfecta; y ayudado por la fenomenal fotografía monocromática de Martín Boege Paré -que inmediatamente nos remite a las postales de Gabriel Figueroa de la Época de Oro regalándolos poderosos planos, utilizó la cámara en mano para dotarla de un estilo casi documental que funcionó para rematar la viciada y corrompida atmósfera de violencia que se respira en cada fotograma de este filme
C
que, además de ser un extraordinario drama rural, es también un thriller en toda regla. Despojándola de toda pretensión formal -aunque es en su sencillez en donde encuentra, quizás, su mayor virtud y poderío- Francisco Vargas logra con El Violín una obra maestra del cine mexicano que fue premiada en más de treinta ocasiones alrededor del mundo (incluyendo el premio a Mejor Actor para Don Ángel Tavira en Cannes y el Premio del Público en el Festival Internacional de Cine de Morelia) pero prácticamente aún se mantiene desconocida en México por el gran público. Se trata de un filme poderoso que, bajo una estética a veces poética y en otras ocasiones onírica, la música y la guerra (es decir, la vida y la muerte) comienzan un interesante juego dialéctico que, entre otras cosas, habla de la belleza del México profundo y su convivencia diaria con la barbarie, de la institucionalización de la represión a través de la violencia militar y de la lucha por los ideales y la disposición a morir por ellos, o de resignarse y vivir sin posibilidad alguna de cambio... por lo menos no un cambio para bien. El Violín es un trabajo fílmico que nos coloca de frente a lo que no nos gusta ver, un termómetro del México verdadero que resulta incómoda porque aquí no podemos apartar la mirada de lo que siempre hemos decidido evadir, y porque sin miedo señala el terror que el gobierno ha sembrado en las comunidades más apartadas a lo largo de la historia. Es tan 'reveladora' la película que para su exhibición (finalmente en abril de 2007) tuvo que esquivar los 'invisibles' obstáculos que la censura gubernamental y la falta de espacios de proyección. Ya la dejamos escapar cuando pasó por los cines, es momento de rescatarla del olvido en DVD.
L
os horrores de la guerra y la búsqueda de identidad son, entre otros, dos de los principales subtextos contenidos en la más reciente cinta del cineasta polaco Pawel Pawlikowski: Ida (2013). En Polonia de 1962, Anna (Agata Trzebuchowska), una joven huérfana que fue abandonada en un convento católico en 1945, está a punto de tomar sus votos y convertirse en monja a los 18 años, pero sorpresivamente, la Madre Superiora le revela que tiene una pariente viva: su tía Wanda (Agata Kulesza), y debe pasar un tiempo con ella, conocerla y también acercarse al mundo exterior, antes de decidirse definitivamente a tomar los votos. Pero las sorpresas para Anna van más allá de saber que tiene a una familiar viva y de conocer a su tía (una ex funcionaria del partido comunista que ahora sólo ejerce, muy a su pesar, como magistrada local), pues ésta le hace saber que su nombre verdadero es Ida Lebenstein, que tiene ascendencia judía y que sus padres sufrieron un destino terrible durante la ocupación nazi en Polonia, aunque no se sabe dónde exactamente fueron enterrados sus restos. Juntas, sobrina y tía, inician un viaje para dar con el paradero de los restos de los padres de Anna/Ida, es un viaje iniciático para Anna en el que intenta conocer más a fondo sus raíces, que hasta ese entonces no conocía, lo que pone a prueba la fuerza de su fe y voluntad; además, conocemos más a fondo a su enigmática tía, pues para ella éste también se convierte en un viaje de autodescubrimiento y de enfrentamiento con sus convicciones políticas. Con reminiscencias de Bergman en su puesta en escena (una narrativa precisa y certera de largos planos, lentos, pero de una elevada pulcritud en la ima-
gen y fuerte carga de simbolismos), de Dreyer en su esencia espiritual (reflexiones sobre la fe) y de Buñuel en el incisivo acercamiento a los temas de la convicción religiosa (recordando en varias ocasiones a su Viridiana), Pawlikowski enfrenta a Anna/Ida constantemente con su tía Wanda, un enfrentamiento no sólo generacional, sino también sexual, cultural, político y religioso (catoliscismo-judaísmo, catoliscismo-ateísmo), contrapunteando frecuentemente sus personalidades y perspectivas sobre diferentes tópicos. Utilizando una contrastante fotografía monocromática de excelsa belleza (a cargo de Ryszard Lenczewski y Lukasz Zal) y el asombroso talento histriónico de sus dos estupendas actrices centrales (la debutante Agata Trzebuchowska y la experimentada Agata Kulesza), Pawlikowski toma la inocencia de la novicia y la impacta irremediablemente contra el cinismo y dureza de su desencantada y resentida tía, dando como resultando una película poderosa, conmovedora y sumamente reflexiva sobre la fe (en Dios y en los hombres), el amor (en todas sus variantes), la guerra y el perdón. 'Ida' es una profunda, emotiva y cruda propuesta europea sobre el despertar a la vida de una joven al ritmo del Jazz de Coltrane, y de la búsqueda original de dos mujeres en un mundo del que han quedado profundamente desencantadas: una porque no lo conocía para nada y no está preparada para él, y otra porque, a pesar de conocerlo como la palma de su mano, aún no ha superado completamente los horrores que la humanidad es capaz de perpetrar y ha quedado incapacitada para volver a confiar en alguien. La recomendación para verla está de más.
Con una interesante estética kitsch monocromática y con un aire al cine de serie B -además de poder presumir de contar con dos grandes de la actuación como Roberto Cobo y Paco Rabal entre el reparto-, el director mexicano nos cuenta en esta coproducción México-España la historia de Iñaki (Daniel Guzmán) un ladrón de poca monta que tiene que huir de España por un delito que se le ha ido de las manos, y que en su refugio en México conoce a su padre, descubriendo una vida de mentiras en la surrealista realidad mexicana que le tiene deparadas un par de aventuras.
Es en esta película en la que se ha podido ver con mayor claridad la postura de un director sensible pero implacable, pues a través de esta propuesta filmada en blanco y negro, Clooney destapa un oscuro episodio estadounidense protagonizado por su gobierno y la televisión: la cacería de brujas del Senador Joseph McCarthy contra el comunismo y la exhaustiva investigación por parte del periodista Edward Murrow sobre los métodos utilizados por el político para dicha 'cacería'. La gran influencia ejercida por el novel invento sobre las familias estadounidenses es otro de los aspectos que Clooney logra abordar de manera acertada en la cinta, pero sobre todo, muestra que la televisión (aunque podemos expandir el discurso a cualquier medio) puede tener un gran poder sobre la política, especialmente si en ellos se encuentra gente preparada y dispuesta a todo con tal de llegar a la verdad (o sea igualito que Jacobo Zabludowsky y Joaquín López Doriga). Buenas Noches y Buena Suerte es una gran cinta sobre la corrupción de la prensa frente al poder, una premisa que sigue vigente pues podríamos compararla con la situación mediática de hoy en día.
El fructífero director videoclipero Anton Corbjin se coloca al frente de este proyecto cinematográfico enfocado en la figura central de la banda Joy Division: Ian Curtis. Con base en el libro Touching from a Distance escrito por la misma viuda de Curtis, Deborah, el cineasta utiliza el blanco y negro en que nos presenta la película, para abordar la figura enfermiza (y egoísta) del vocalista a través de un guión estupendo (adaptado por Matt Greenhalgh) al que se le despojó de artificios hollywoodenses y evitando ofrecer fechas precisas de los acontecimientos; respecto a eso, hay algunas inexactitudes históricas respecto a la creación de algunas canciones, pero son errores menores que no logran quitar el gran mérito que significó el trasladar la historia del papel al celuloide sobre el elemento principal de una de las bandas más influyentes del siglo pasado que cambió la historia de la música.
E
l cine vampírico está más vivo que nunca y continúa ofreciendo propuestas frescas y auténticas de este muy mancillado subgénero en el que se cree que ya todo está dicho. Apenas el año pasado atestiguamos en las salas mexicanas una de las más fascinantes cintas de vampiros: Sólo los Amantes sobreviven (Only Lovers Left Alive, 2013), de Jim Jarmusch, con Tom Hiddleston y Tilda Swinton como la milenaria y melancólica pareja vampírica protagonista. Ahora, el ejemplo más reciente, A Girl Walks Home Alone at Night (2014), llega desde latitudes improbables: Medio Oriente. La realizadora iraní Ana Lily Amirpour firma el guión de su primer largometraje, un western vampírico presentado en blanco y negro que se ubica en el ficticio pueblo fantasma de Irán llamado Bad City, donde en un entorno de sordidez, muerte y soledad, germina un peculiar romance entre Arash (Arash Marandi), un soñador narcomenudista, y La Chica (Sheila Vand), una vampiro que vaga por las calles en busca de sangre. A través de un estilo videoclipero bajo la propuesta monocromática de Lyle Vincent, conocemos a los dos personajes centrales: Arash, un joven que, vía narcomenudeo, intenta subsistir y a duras penas logra mantenerse a él y a su padre Hossein (Marshall Manesh); y La Chica, una vampiro que por las noches sale a cazar por las fantasmales calles de la ciudad. La pareja se conoce una noche que él se cree un verdadero vampiro mientras se encuentra bajo los efectos de alguna droga que él mismo mercadea e hipnotizado por la luz de una lámpara en alguna calle por la que merodea la verdadera vampiro sobre una patineta que acaba de robarle a un pequeño incauto (Milad Eghbali) al que ha "persuadido" de ser un buen chico so pena de regresar una noche a devorarlo si no lo hace. En esta historia también se hacen presentes Saeed (Dominic Rains), un exitoso criminal que se ha cobrado con el flamante
automóvil clásico de Arash la deuda que su padre tiene con él; y Atti (Mozhan Marnò), una benévola prostituta cuya presencia estará íntimamente ligada con la pareja central. En A Girl Walks Home Alone at Night, Amirpour se decanta por utilizar los silencios más que los diálogos para contarnos esta historia de amor improbable entre un humano y una vampiro; dos seres solitarios y perdidos que súbitamente se encuentran el uno frente al otro. Pero la ópera prima de Amirpour está lejos de ser una historia de amor vampírico convencional, pues el relato se aleja diametralmente de las comunes historias románticas que tanto la literatura barata juvenil, así como la industria hollywoodense y televisiva se han encargado de maquilar en los últimos años. La película, por el contrario, es una oda al terror lynchiano y a los duelos de los spaguetti-westerns, sólo que ahora es la damisela quien rescatará al que en esta ocasión es el vaquero en desgracia. La película es una sofisticada mixtura de géneros y estilos con una sorprendentemente versátil banda sonora que funciona como el elemento determinante con que se termina por refrescar una vez más a este subgénero y, de paso, se empodera también al género femenino que tan desdeñado ha sido dentro de este tipo de cine. Con este su primer largometraje, Ana Lily Amirpour ha conseguido un clásico de culto instantáneo, un sólido ejercicio de estilo que deviene en una fascinante pieza vampírica donde la estética y atmósferas logran momentos verdaderamente escalofriantes; la sencillez de su premisa y la apabullante puesta en escena son sus principales puntos a destacar, sin olvidar por supuesto el formidable trabajo actoral con el que se sostiene este enrarecido cuento de personajes marginales y amores vampíricos. A Girl Walks Home Alone at Night es una de las imprescindibles del año.
N
iko Fischer despierta al lado de una chica en un apartamento en Berlín. Mientras él se alista para salir furtivamente de la escena, ella despierta y le ofrece una taza de café, así como una cita para verse nuevamente esa misma noche; pero con tan sólo una antipática mirada del joven nos queda claro (a la ahora molesta chica y a nosotros) que ninguna de las dos propuestas le apetece. Desde esta secuencia inicial nos queda claro el discurso del filme: el desencanto (ya no tan) juvenil y la falta de rumbo. Tom Schilling es el extraordinario protagonista de Oh Boy, ópera prima del alemán Jan-Ole Gerster, quien también escribió el guión del filme que narra, en tan sólo hora y media, 24 horas en la vida de Niko a través de una serie de situaciones que lo hacen replantearse la búsqueda de su futuro en un día muy particular donde todo le sale mal, pues desde la desafortunada situación con la chica con la que amaneció, hasta la imposibilidad de poder tomarse un simple y sencillo café en todo el día, vuelven aún más difícil el hecho de que su padre se ha enterado que ha abandonado la carrera de Derecho desde hace un par de años y ha gastado los mil euros que mensual y puntualmente le depositaba en su cuenta bancaria; "me queda
claro que lo único que me queda por hacer, es no hacer nada por ti", le advierte a manera de ultimátum su acaudalado progenitor. La película es sencilla y elegante en su forma, una puesta en escena con un exquisito manejo del blanco y negro y con una fotografía impecable de Philipp Kirsamer, pero es también poderosamente discursiva en su fondo a través de las situaciones que, al igual que Niko, deambulan entre la comedia y el drama. Así, entre las confesiones de su nuevo vecino sobre sus problemas maritales/sexuales, los reencuentros con una ex compañera de escuela con traumas sin resolver por viejos problemas de obesidad y las visitas a un set de filmación acompañando a su amigo actor en decadencia, el ya casi treintañero protagonista se replantea su existencia, sobre todo, después de un encuentro y una agradable charla en un bar con un desconocido y ebrio anciano que ha regresado a su Alemania después de sesenta años. Y al final, al comienzo de otro día, nuevamente al amanecer pero ahora finalmente con el tan anhelado café sencillo en la mano, Niko se sienta solo en la cafetería, mientras la ciudad y las personas siguen igual, pero él, tal vez, ya no sea el mismo.
U
na chica canadiense de veintidós años -la que duerme en el título y que es encarnada por Julianne Côté- que se acaba de graduar de la Universidad, pretende pasar el descanso veraniego sin complicaciones en casa de sus padres mientras éstos se van de vacaciones. Acompañada de su mejor amiga, Verónique (Catherine St-Laurent), comienza a sobrellevar el calor y el lento pasar del tiempo con el sentimiento de no querer que termine jamás, pero su hermano Rémi (un casi irreconocible Marc-André Grondin) llega sorpresivamente con su banda de rock para aprovechar la ausencia de la autoridad de sus progenitores y grabar en el despejado lugar su nuevo disco. Las implacables altas temperaturas, el extremo aburrimiento, la aparición del insomnio, la incómoda y ruidosa presencia de su hermano, la atracción que siente por el nuevo amigo de éste -el baterista en turno de la banda-, las discusiones con su amiga, los problemas en el trabajo de verano y el cortejo de un precoz chico de diez años -con voz de un hombre adulto- al que no le importa la diferencia de edad, dinamitan toda posibilidad de alcanzar el verano que se anhelaba sin incidentes mayores. Tu dors Nicole (2014) es el nuevo largometraje del realizador canadiense Stéphane Lafleur, el que le sigue a su ópera prima, la comedia dramática Continental, un film sans fusil (2007), y a la galardonada en el Festival de Berlín, En terrains
connus (2011). En esta ocasión, el quebequense apuesta por una historia que transita entre lo surrealista y lo lúcidamente onírico. Con esta película, que se presentó en la Quin-zaine des Réalisateurs (Quincena de Realizadores) en el Festival de Cannes el año pasado, estamos frente a un trabajo magnético que no permite separarnos de la pantalla por momento alguno; es un viaje por los eternos días de Nicole -estupenda revelación de Julianne Côté- y sus sueños diurnos durante este particular verano en el que, dentro de la angustiante monotonía, la contrastante y enrarecida cotidianidad plasmada a través de la rica escala de grises de Sara Misharale deparan una serie de experiencias de aprendizaje y enfrentamiento con una realidad que desconocía. La amistad puesta a prueba, los planes de viajes frustrados, los (des)encuentros amorosos -una fuerte tensión sexual mientras cose los dobladillos de los jeans del baterista como toda una profesional y una decepción amorosa al amanecer-, el infame trabajo veraniego, entre otras experiencias -entre trágicas y divertidas- que se suscitan a lo largo de los 93 minutos de este surrealista relato coming-of-age sobre el melancólico hastío juvenil, se van compactando hasta que catárticamente explotan ante Nicole con la potencia de un geiser.
E
l frío, húmedo y sobrepoblado corazón de concreto de la capital finlandesa es el lugar donde se desarrolla la historia de Simo (Johannes Brotherus), un chico de catorce años con serios problemas de autoestima y nula habilidad para defenderse del hostil entorno, que vive con su hermano mayor (Jari Virman), un delincuente que en 24 hrs. será ingresado al penitencial para que cumpla su condena, y su madre (Anneli Karppinen), una mujer alcohólica de carácter impredecible. Ella lo persuade para que se quede con su hermano en casa la última noche antes de que éste ingrese a prisión, mientras ella planea una salida nocturna con su galán en turno. Los hermanos salen de parranda esa noche pero se ven involucrados en eventos que los cambiarán profundamente, en especial a Simo, pues a su falta de autoestima así como de habilidad para protegerse a sí mismo, también se suma su incipiente pérdida de noción de lo que es real y lo que es solamente un episodio onírico, confundiendo la a veces insoportable realidad con profecías interpretadas de las dilucidaciones e ideas apocalípticas y catastróficas del pesimista de su hermano mayor. Un encuentro casual con su vecino fotógrafo (Juhan Ulfsak) en el que confunde sus intenciones al quererlo retratar con una corona de guirnaldas -como el fotógrafo acostumbra hacerlo con otros chicos que han modelado para él-, despierta en el joven un terror que explota en un violento ataque de pánico, encontrando con ello una parte de su identidad que no había sido descubierta y el camino hacia su verdadera naturaleza. Esta tesis existencialista adolescente titulada Concrete Night (Betoniyö; 2013)
llega firmada por la directora, guionista y cinefotógrafa finesa Pirjo Honkasalo, quien desde hacía quince años no rodaba una cinta de ficción (Tulennielijä; 1998) y se había enfocado, en cambio, en su prolífica carrera como documentalista y cinefotógrafa. Honkasalo, con ayuda de Pirkko Saisio, adaptó y modernizó la novela homónima de este último que fue publicada originalmente en 1981. La búsqueda de identidad, la violenta pérdida de la inocencia y el paso hacia la madurez son las principales variantes en esta ecuación altamente surrealista, críptica y profundamente filosófica. Presentada bajo la excelente fotografía en blanco y negro de Peter Flinckenberg, el filme logra retratar en las locaciones de Helsinki ese sentimiento de encontrarse a la deriva, solitario, marginado; construye atmósferas asfixiantes y desesperanzadoras desde esa magistral secuencia inicial onírica en donde Simo es testigo de la caída de un tren al mar tras el descarrilamiento provocado por el derrumbe de un puente; de pronto, Simo ya no es más un testigo presencial, sino el protagonista mismo del sueño al estar atrapado en uno de los vagones del tren que rápidamente se está inundando y dejándolo atrapado bajo el agua sin posibilidad de escape alguna. Las secuencias oníricas que aparecen periódicamente en la película, remiten inmediatamente a maestros como Lynch o Tarkovsky, de hecho, Eraserhead (1977) y Stalker (1979) les vendrán varias veces a la cabeza mientras aprecien la propuesta visual de Peter Flinckenberg. Concrete Night es un meticuloso tratado sobre la búsqueda de la individualidad, ese viaje agobiante que todos reali-
zamos en la adolescencia buscando un guía en cualquier personaje mayor al que admiramos y/o respetamos, ya sea un padre, un hermano, un maestro, un amigo, etc.; aunque lamentablemente para Simo, la única figura 'ideal' a la que podía mirar hacia arriba con un poco de respeto y admiración, será encerrada en las próximas horas, perdiendo también con ello a la única referencia masculina que tenía en su hogar y se encontrará con un personaje que pondrá a prueba su masculinidad al pretender retratarlo con una guirnalda en la cabeza. Pirjo Honkasalo nos comparte este relato de corte social que por momentos nos recuerda a otra grata experiencia cinematográfica que hemos tenido recientemente en cartelera, El Gigante Egoísta (The Selfish Giant; 2013) de Clio Barnard, una interesante propuesta con la que tiene varios puntos en común más allá de ser protagonizadas por adolescentes, aunque a diferencia de la cinta británica, Concrete Night, explora el mundo adolescente desde el ámbito sexual y la apabullante represión social de la homosexualidad, una represión tan brutal que lleva a Simo al autorechazo y al repudio de cualquier personaje homosexual por el que se pueda sentir amenazado, en este caso, su vecino fotógrafo. Estamos, entonces, frente a una devastadora introspección adolescente, una inquietante búsqueda retratada a través de potentes secuencias en las que muchos se reconocerán... muy a su pesar.
L
a película de Alonso Ruizpalacios cuenta ya con el respaldo de no pocos premios internacionales entre ellos el de Mejor Ópera Prima en el Festival Internacional de Cine de Berlín (Berlinale) y los de Mejor Fotografía y Mejor Nuevo Director, así como una Mención Honorífica del Jurado en el Festival de Cine de Tribeca- y a éstos hay que sumarle ahora los obtenidos en la pasada edición del Festival Internacional de Cine de Morelia -Mejor Primer o Segundo Largometraje, Mejor Actor (premio compartido por los tres protagonistas Tenoch Huerta, Sebastián Aguirre y Leonardo Ortizgris) y Premio 'Guerrero' (otorgado por la prensa)- donde tuvo su estreno nacional previo a su lanzamiento oficial en cines que se realizará durante el primer trimestre del próximo año. La trama de Güeros (2014) -filmada en contrastante blanco y negro y en formato 4:3- detona cuando Tomás (Aguirre), incapaz de ser controlado ya por su madre, es enviado por la misma al D.F. para que viva un tiempo indeterminado con su hermano Fede 'el Sombra' (Huerta), quien vive con su mejor amigo y colega
universitario Santos (Ortizgris) en un departamento de una unidad habitacional en Copilco. La vida de estos dos personajes que se han declarado en huelga de la huelga de estudiantes de la máxima casa de estudios en México -en una referencia más que clara a la famosa huelga del '99 en la UNAM-, transcurre en una especie de limbo existencial donde no saben bien qué decisiones tomar respecto a sus vidas y su futuro. La llegada de Tomás brinda una suerte de propósito a sus vidas: encontrar a Epigmenio Cruz, una legendaria figura musical que, dicen, una vez hizo llorar a Bob Dylan y que pudo haber salvado al rock nacional, pero que ahora se encuentra agonizando en un hospital de la ciudad de México. A partir de este punto -que no tarda más de 20 minutos en llegar-, el filme se transforma en una road movie -a la que eventualmente se une la única mujer protagonista, Ana (Ilse Salas)- dentro de los límites del D.F., una travesía de auto(re)descubrimiento para todos y cada uno de los personajes. Pero no únicamente los personajes de Güeros pasan por un proceso de auto(re)descubrimiento, la película en sí
misma es un redescubrimiento de un formato y un lenguaje cinematográfico en desuso y casi olvidado. Bajo este experimento presentado de manera monocromática y con el ratio de aspecto equiparable al de las televisiones de antaño, los encuadres, paneos, travellings, la iluminación, las texturas, los cortes y las interpretaciones, tienen un sabor fílmico añejo, pero a la vez potente, refrescante, divertido, atrevido, y por no pocos instantes, propositivo. La sencilla anécdota de la película da bastante hilo para soltar una que otra reflexión respecto a la realidad nacional, y no sólo a la educativa, sino también a la realidad que corresponde al descompuesto tejido social e incluso a la realidad fílmica de México; reflexiones necesarias, puntuales y carentes de fecha de caducidad alguna. Güeros es una película sencilla y honesta, y estas dos cualidades son también sus mayores virtudes, porque mucho más allá de su fantástica y cuidadísima producción para la puesta en escena, se encuentra una película con personalidad propia que sólo ha podido alcanzar gracias a su honestidad.
¿
Quién hace hoy en día películas en blanco y negro? Noah Baumbach lo hace, y si consideras que Frances Ha prodiga sus magníficos monocromos en la Nueva York contemporánea y el rostro luminoso de Greta Gerwig (su estrella, co-guionista actual). Ella es Frances Handley de 27 años, 5 años fuera de Vassar, tratando de definir su identidad y progresar en su carrera soñada como una bailarina moderna y llegar a la adultez que la sociedad espera de nosotros. La rubia alta, delgada y con gracia pasa la película cambiando de residencia, cada una señalada por la impresión de su dirección actual en la pantalla: varios lugares en New York, Poughkeepsie, hogar de Vassar, Sacramento y la capital de California, hogar de sus padres. La verdad es que la frágil conciencia de sí mismo (media burlona, medio avergonzada), significada por su nombre cinematográfico, ha sido siempre el talón de Aquiles artístico de Baumbach. Sus películas anteriores incluyen Kicking and Screaming, The Squid and the Whale y Margot en la boda, pero afortunadamente no deshace totalmente Frances Ha. Su colaboración con Gerwig tiene una frescura que puede o no debe algo al romance del primer-blush pero que hace esta comedia agridulce ocasionalmente inspirada, con frecuencia encantadora y siempre Watchable. La historia de la película está arraigada en un pasaje particular de la vida. Frances Halladay (Gerwig) a los 27 años se encuentra en esa fase parecida a la de Janus, donde parte de ella parece querer regresar al útero, o al menos Vassar, mientras que otra parte quiere forjar confianza en las realidades de los adultos En Nueva York. Por el momento, ella está atrapada entre los polos, dando vueltas y vueltas. A medida que la película se abre, ella está intentando sin mucho éxito conseguir una carrera en una compañía de danza, mientras que su relación más cercana es con su compañera de cuarto y mejor amiga Sofie (Mickey Sumner). Las dos mujeres jóvenes actúan como adolescentes, jugando todo tipo de juegos tonto y diciendo "te amo" a los demás con más frecuencia que las personas que realmente están enamoradas lo dicen.
Ésta es la clase de amistad juvenil vertiginosa y que escapa a la realidad que parece eterna hasta que (como inevitablemente sucede) una parte decide aflojar los lazos para seguir adelante. Cuando Sophie hace justamente eso, se traslada para compartir un codiciado apartamento de Tribeca con su novio, Frances se queda desorientada. Durante un tiempo, ella se muda con Lev (Adam Driver) y Benji (Michael Zegen), hipsters de Brooklyn, cuyas vidas parecen consistir principalmente en bromas, cerveza y conexiones. Por unos instantes parece que podría haber una chispa entre Frances y Benji, un aspirante a escritor "SNL", pero eso pasa y pronto, con un poco de ironía. En la observación de las vidas extravagantes de estos personajes, su indecisión por el trabajo y saltos frecuentes entre situaciones de vida (sus apartamentos varían entre Manhattan y Brooklyn), Baumbach capta el actual ambiente joven-NYC-boho con una exactitud casi antropológica y un lirismo que es tanto gracioso y atractivo. El efecto agradable aquí se debe no sólo a la excelente y subestimada precisión de la escritura y la dirección de la película, incluida la contención moderada de Sam Levy ejemplar b & w pero también al trabajo excepcional de los personajes de apoyo Sumner, Driver y Zegen, que todos califican como actores emergentes para ver. Es en parte debido a estos complementos que el primer semestre de la película demuestra notablemente más fuerte que el segundo. Una vez que Lev y Benji se quedan atrás, y Sophie se traslada a Japón, Frances simplemente navega. Ella va a Sacramento para visitar a la familia para Navidad. Ella viaja a París para el fin de semana, pero extraña a la amiga que fue a ver. Ella vuelve a Vassar donde ella vierte el vino para los bigwigs que visitan, un bailarín reducido al estado del criado no pagado. Al igual que con los segmentos anteriores de la película, estas escenas están bien organizadas y se benefician de la actuación inteligente y atractiva de Gerwig, pero no añaden nada ni a la historia ni al personaje. Cuando Frances no hace otra cosa que vagar sin rumbo, es difícil escapar a la sensación de que la película está ha-
ciendo lo mismo - hasta su penúltima y complicada y difícil penúltima escena, donde el desorden se vuelve repentinamente optimista. En última instancia, es tentador presentar Frances Ha bajo "bastante bueno, pero podría ser mucho mejor si lo intentara". En ese sentido, proporciona un correlativo desafortunado para la trayectoria profesional continua de Baumbach, un underachiever. Por cierto que debe mucho al privilegio: la educación adecuada en el lugar correcto con los padres adecuados (un cinéfilo y un crítico de cine), las escuelas adecuadas, las conexiones correctas y amigos adecuados, incluso el productor adecuado (Scott Rudin). Tener todas estas ventajas, sin embargo, no ha estimulado en él ninguna unidad notable para demostrar que su talento los supera. Por el contrario, le ha dejado capaz de hacer películas verificables, pero no desafió a hacer grandes. Es quizás notable que el arquetípico protagonista de Baumbach parece estar tratando de escapar a un estado de desarrollo detenido, uno que insinúa algo no sutilmente en las raíces autobiográficas. Sin embargo solo podemos desear para Noah Baumbach: un camino hacia una forma de cine que es verdaderamente suya, en lugar de limitarse a los gustos y limitaciones de los héroes cinematográficos de sus padres. Gerwig domina cada escena, no hay duda de que mucha gente la encontrará insufrible, y casi todos experimentarán momentos de aguda incomodidad. Pero es una actuación maravillosa. Está en una etapa de evolución, aunque incierto si está en búsqueda de sí misma o de un vuelo de la realidad, hacia el final, las cosas entran en una especie de enfoque con expresión burlona. Pensamos que Frances Ha es una expresión de esperanza o exasperación, pero es sólo su nombre, Frances Halladay, escrito en un pedazo de papel que no cabe en la puerta de su nueva dirección, nos queda definir el significado simbólico de ello.
E
l tercer largometraje en la carrera del colombiano Ciro Guerra representó no sólo su proyecto más ambicioso hasta la fecha, sino también su participación en la Quincena de Realizadores en Cannes y la primera nominación para Colombia en los premios Oscar en la categoría de Mejor Película Extranjera. Y aunque finalmente la ganadora de la estatuilla dorada fue la también extraordinaria Hijo de Saul, opera prima de László Nemes, El abrazo de la serpiente se consagró como una obra de arte cinematográfico latinoamericano. Narrada en dos líneas temporales de manera alternada a lo largo de sus poco más de dos horas de metraje, la película sigue a dos exploradores que, con varias décadas de diferencia –una historia se sitúa en 1909 y otra ocurre en 1940–, se internan en la selva amazónica para encontrar la Yakruna, una rara flor con poderosas propiedades curativas tanto físicas como emocionales. El etnólogo Theodor Koch-Grünberg (Jan Bijuoet) y el botánico Richard Evan Schultes (Brionne Davis) son los dos exploradores que son guiados respectivamente por el Karamakate joven (Nilbio Torres) y el Karamakate anciano (Antonio Bolivar), un otrora poderoso chamán que, tras presenciar el aniquilamiento de su pueblo, decidió internarse cada vez más en la selva en una suerte de exilio autoimpuesto, olvidando sus recuerdos y convirtiéndose en un «chullachaqui», un hombre hueco privado de toda emoción.
Con base en los diarios de Theodor Koch-Grünbarg, el guión del propio Guerra y Jacques Toulemone presenta una historia con múltiples capaz de lectura que van desde una eficaz cinta de aventuras amazónicas, pasando por un drama político-social sobre la voracidad del hombre y la barbarie del colonialismo, hasta una tesis filosóficosociológica de la cosmovisión de las tribus indígenas sobre la conexión hombre-naturaleza-universo en lo más profundo de la selva donde, contrariamente a la percepción occidental, la memoria y el tiempo fluyen de manera constante e infinita, como la serpiente que se come a sí misma. Sin embargo, el principal pilar de El abrazo de la serpiente es la relación interpersonal que se forja entre Karamakate y los exploradores; una conexión improbable e insospechada en la que terminan por acompañarse en sus soledades mientras se sumergen en un viaje de auto descubrimiento y lidian con sus demonios personales. Todo ello bajo una monocromática puesta en escena que permite que todo el exotismo abandone la propuesta y, en cambio, mantenga intacto el factor místico del relato, emparentándose así de manera íntima con Tabú (2013), de Miguel Gomes, y jugando con un tono casi documental de una brutal belleza que, con simbolismos, alto contraste y cuidadísimas composiciones, refuerzan los alcances de una hipnótica experiencia multisensorial.
E
l jovensísimo cineasta estadounidense Mickey Keating se ha convertido en uno de los talentos emergentes más prometedores del cine de horror indie estadounidense. Su breve filmografía –apenas cuatro largometrajes: Ritual (2013); POD (2015); Darling (2015) y Carnage Park (2016)– presenta trabajos completamente distintos entre sí tanto en fondo como en forma, pero todos ellos con la peculiaridad de haber sido levantados con bajísimos presupuestos y poseedores de una la desbordante creatividad con la que superaron esa carencia económica logrando una excelente calidad técnica, y sobre todo, un sobresaliente ingenio argumental. Filmada en digital y presentada en blanco y negro, Darling es el filme que colocó a Keating bajo los reflectores. Se trata de una historia sencilla: una chica de la que nunca conocemos su nombre –pero que es magistralmente encarnada por Lauren Ashley Carter en un trabajo que recuerda a otros grandes papeles que descienden hacia la locura como el de Baby Jane Hudson (Bette Davis) y Rosemary Woodhouse (Mia Farrow)– es contratada por Madame –Sean Young, sí, la mítica actriz de Blade Runner– para que cuide una decimonónica casona neoyorquina de macabra fama en la que la última chica contratada para la misma tarea terminó arrojándose por el balcón del último piso; lentamente la mansión –presentada de tal forma que comienza a ser la segunda protagonista del relato– comienza a jugar con ella aprovechándose de
su desequilibrado estado anímico y psicológico –carga con una serie de fuertes traumas y perdones no concedidos– comenzando a ejercer influencia sobre ella y dirigiéndola hacia una vorágine demencial de la cual ya no tendrá escapatoria. Keating presenta la cinta en clave mumblegore, lo cual es el resultado de la unión del mumblecore –género caracterizado por producciones de ínfimo presupuesto y actuaciones naturalistas de actores no profesionales con reconocidos exponentes como los hermanos Duplass, Lynn Shelton y, por supuesto, Andrew Bujalski– con algunos de los elementos de las variantes del cine de horror como la sanguinolencia del cine gore. La audacia del director hace que los géneros confluyan de una manera inesperadamente sorpresiva, y como parte de su discurso visual añade a este híbrido numerosas referencias estéticas del cine de los años '60, '70 y comienzos de los '80; de esta manera nos encontramos con homenajes a clásicos de culto de Roman Polanski –principalmente a sus primeros trabajos como El Cuchillo en el Agua, Repulsión e incluso El bebé de Rosemary y El Inquilino– y de Stanley Kubrick –por supuesto El Resplandor. Pero pese a todas las referencias recién señaladas, Keating sabe dejar su impronta en cada secuencia de la cinta, demostrando ser poseedor de un estilo auténtico y un talento para acuñar imágenes perturbadoras pero también con cierto aire poético. Estamos ante un ejercicio de estilo que recurre a
la osadía estética para reforzar la sencilla pero eficaz anécdota, por lo tanto, es necesario señalar el sobresaliente trabajo en conjunto con la estupenda fotografía de Mac Fisken –quien encuentra en la arquitectura de la casa los recovecos ideales para elevar la riqueza estética y sensorial de la historia–, el diseño sonoro con el score original de Giona Ostinelli y el riguroso y certero trabajo edición de Valerie Krulfeifer –pareja del director en la vida real–. La conjunción atinada de estos elementos dan como resultado que el tercer largometraje del director sea mucho más que un simple filme de horror psicológico, y que se transforme en toda una violenta experiencia sensorial profundamente perturbadora que anida por un largo tiempo en la psique del espectador tras su visionado; se trata de un trabajo osado, despojado de complejos y que jamás intenta ser complaciente con la audiencia, y por el contrario, la reta a soportar su aletargado y angustiante ritmo con el mínimo de diálogos y desembocando en un maniático sanguinolento clímax con el que incluso los fans del gore quedarán satisfechos. Darling es un casi desconocido filme experimental que poco a poco está reclamando su merecido lugar como clásico de culto del cine de horror contemporáneo junto a otras joyitas como The Babadook, Está detrás de ti, Dulces sueños, Mamá y La Bruja, y nos advierte no dejar de seguir la prometedora carrera de su artífice.
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a dupla de cineastas checos Tomáš Weinreb y Petr Kazda presentan la conflictiva y decadente vida de Olga Hepnarová en esta coproducción de la República Checa, Polonia, Eslovaquia y Francia con la estupenda actuación de la actriz polaca Michalina Olszañska encarnando a Olga. Es un filme basado en un hecho real de los años 70; se trata de la perturbadora historia de Olga Hepnarová, una joven solitaria de 22 años autoreprimida por su orientación sexual, que nos relata la forma la que ve la vida, cómo su mente paranoica le hace tomar decisiones que afectan a terceros y cómo paulatinamente sus trastornos crecen hasta llegar a la catástrofe de sus días: el asesinato en masa en 1973 en Checoslovaquia. Este drama existencialista no se centra en juzgar al personaje central, sino en dar bases para el entendimiento de lo que las circunstancias y la cabeza de Olga moldeaban como "realidad". Es una "interpretación" de su vida en un tono totalmente introspectivo e intimista que ni justifica sus acciones, ni es condescendientes con el crimen cometido.
En la cinta Olga es una joven desubicada con una familia muy conservadora. Su padre banquero y su madre dentista, se preocupaban más por las apariencias que por la salud y felicidad de Olga; esto fue parte crucial para el desarrollo de su locura. Ella tiene una cara sin expresión, jamás ríe o demuestra sentimiento alguno, sólo se altera e ignora su contexto; ha intentado relacionarse amorosamente con chicas, pero ha fracasado, pues su demostración de afecto no es correspondida. De esta manera, su vida emocional y sexual son detonante para aumentar su furia y su fastidio por la vida. Olga se percibe como víctima de una sociedad que no la comprende, donde no encaja y no comulga con la visión habitual de convivencia, por ende a ella le cuesta comunicarse y conectar con su entorno. Es partidaria de aislarse de la sociedad y se refugia en la conexión con sus sentimientos más profundos. Olga formula su venganza contra la sociedad, quien ha sido responsable según ella- de su vida depresiva y miserable, quiere pasar a la historia como un ejemplo de la injusticia del ‘bullying’, la discriminación y lo mal que le hicie-
ron sentir durante toda su vida por considerarla diferente. "Yo, Olga Hepnarová, víctima de tu bestialidad, te condeno a muerte arrollándote con un coche y proclamando que durante mi vida marcada por el sufrimiento el número X de personas son muy pocos" Históricamente, Olga fue la última persona condenada con la pena de muerte en la Republica Checa. Su historia promueve el debate entre las acciones y lo que las originó, de dónde nace el odio de Olga para desencadenar la tragedia de muchos y firmar su propia muerte. Este relato, contado en un tono sombrío de melancolía, tristeza y decadencia, se presenta de manera monocromática y con una ausencia de sonidos, ésto con la finalidad de que los diálogos sean los de mayor peso, presentando así de la manera más clara y sencilla la intrigante y tormentosa historia de Olga Hepnarová.
E
l director peruano Martin Hawie, quien con once años de radicar en Alemania, nos presenta con este, su segundo filme, un panorama latente de lo que es la vida en este país, donde la textura, las luces y las sombras juegan un papel elemental, ya que está presentado en blanco y negro, evocando así un ambiente de soledad, frialdad y caos, logrando con este apoyo visual del director de fotografía Brendan Uffelmann, armar una historia de migración, drogas, sexo y amistad. Piotr (Paul Wollin) es un hombre imponente y reservado al que llaman 'Toro'. Su musculatura y temperamento le hicieron ganar ese nombre. Él es muy católico, llegó a Alemania procedente de Polonia hace diez años y trabaja con bastante éxito como 'escort' al servicio de mujeres. Está planificando su
vida, ahorra casi todo el dinero que gana para regresar a Polonia en compañía de Victor (Miguel Dagger). En Toro vemos a Paul Wollin en su primer trabajo protagónico, logrando interpretar y conectando con su personaje de una manera contundente. 'Toro' tiene sus demonios internos con los que es difícil lidiar, pero su aparente serenidad la logra a través de practicar box y visitar la Iglesia. Por su parte, Victor no aspira a mucho, él llegó desde España para estudiar arquitectura, pero el dinero fácil obtenido de sus encuentros con hombres y su fuerte adicción a las drogas han hecho que pierda por completo la esperanza de tener una vida común. Obtiene empleos que pierde fácilmente, pues es lento, no demuestra interés en sus deberes y es intolerante, ocasionando su
despido inmediato. 'Toro' siempre está ahí para apoyarlo y tratar de aligerar su conflictiva vida. En cambio Victor sólo se preocupa por él y a consecuencia de su adicción traiciona la amistad con nuestro protagonista y esto desencadena una ola de violencia. 'Toro', lleno de ira, soluciona las cosas a su manera y pone punto final a todo lo que afecta su integridad. De esta manera, el filme es una historia llena de incertidumbre y ansiedad por la poca información que abiertamente se maneja, pero con el paso de las escenas los personajes nos confirman la problemática real de esta amistad reprimida. Toro, escrita por el mismo Hawie junto a Laura Harwarth, es una historia bien lograda sobre la confrontación de los ideales y el verdadero yo.
En esta sensacional ópera prima, la monocromática y granulada fotografía de Zach Kuperstein enrarece aún más la atmósfera de una malsana y perturbadora historia sobre el origen circunstancial de la 'maldad'. The eyes of my mother es la historia de una familia de inmigrantes portugueses que se han afincado en la apacibilidad de la Norteamérica profunda, pero que súbitamente se ve trastocada por el brutal asesinato de la madre de familia frente a su propia hija Francisca a manos de un psicópata, un crimen que perturba la mente de la pequeña y que se ve aún más afectada cuando el padre de la menor, tras capturar al asesino mientras éste aún se encontraba destrozando a su mujer, decide algo inconcebible. La historia sigue a la pequeña Francisca y su transformación en mujer con una percepción de la realidad completamente distorcionada, por lo que se ve consumida por la necesidad de satisfacción de sus más profundos deseos, pero sin el cabal entendimiento de lo que es el bien y el mal.
La novela escrita por los hermanos Arkadiy Strugatskiy y Boris Strugatskiy fue llevada por segunda vez a la pantalla grande en 2013 -la primera vez fue en 1989 bajo la direcciónde Peter Fleischmann con Werner Herzog como protagonista y un guión adaptado por Jean-Claude Carrière-. En esta ocasión, el cineasta soviético Aleksei Yuryevich German fue el encargado de traducir en imágenes la novela de culto de ciencia ficción situada en un futuro remoto en el que la humanidad ha descubierto un planeta (Arkanar) que se encuentra estancado desde hace siglos en un periodo similar al de la Edad Media terrestre, por lo que Rumata, un antropólogo camuflado, viaja al planeta para mezclarse entre ellos, observando las brutalidades de esa era barbárica sin poder intervenir para cambiar las cosas. Con evocaciones líricas al cine de Andréi Tarkovski, formas de rodar de Bela Tarr y más de una década de preparación, Aleksei Yuryevich German hizo de Qué difícil es ser un dios una obra maestra de la ciencia ficción contemporánea; una extensa parábola política con la que realiza una contundente crítica social hacia el militarismo y el inmovilismo social.
C
on Mil Nubes de Paz cercan el Cielo, Amor, jamás acabarás de ser Amor, el cineasta mexicano Julián Hernández recibió en la edición de 2003 del Festival Internacional de Cine de Berlín -conocido también como la Berlinale-, el premio Teddy Bear, supremo galardón otorgado a la mejor película con temática gay que se entrega en el marco del renombrado festival europeo; dicho reconocimiento permitió que la película pudiera obtener un estreno comercial -aunque limitado- en nuestro país durante 2004. La ópera prima de Hernández se centra en Gerardo (Juan Carlos Ortuño), un joven homosexual de diecisiete años que se encuentra deambulando durante siete días por las calles de la Ciudad de México, mientras se tortura buscando respuestas ocultas entre las líneas de una carta escrita por Bruno, su amante con el que ha mantenido un efímera pero poderosa relación y del que se ha enamorado a tan sólo un par de días de haberlo conocido. Presentada en blanco y negro, la película escrita por el mismo Hernández se coloca ante el recorrido de Gerardo y ante los personajes que por el camino va encontrando; amigos y amantes en los que quiere encontrar un poco de ternura
para continuar viviendo y que busca también le puedan ayudar a descifrar los secretos que esconden las palabras en la carta de Bruno, aunque ninguna de las opiniones o consejos de otros logran abrirle los ojos a la verdad. Con una narrativa pausada y poco convencional en nuestro cine, Hernández explora la carestía de amor, ese necesidad de amar y ser amados, acompañando las secuencias bicromáticas con la música de, entre otros, José José y Sara Montiel. De esta última vale la pena subrayar la presencia del tema 'Nena' -recurrente en la trama de la cinta- pues es el tema principal de la película 'El Último Cuplé', de la que se muestran escenas en la película y que cobra importancia en la relación entre Gerardo y Bruno. Más allá de ser una pieza dentro del mal catalogado como 'cine gay', el filme de Hernández es una potente y visceral historia con una propuesta experimental mediante el uso de diversos elementos estético-narrativos con los que traduce las emociones de los personajes en evocadoras imágenes, fotografías de gran belleza que se alojan en la mente del espectador por un largo tiempo tras haber experimentado su visionado. Este interesante debut es una obra que habla sobre el deseo y el amor repentinamente
disipado, ese amor súbitamente desaparecido que todos hemos experimentado en algún punto de nuestras vidas, de esa eterna búsqueda del amor que bajo su máscara oculta su verdadera naturaleza: la imposibilidad de amar, un tema recurrente en la subsecuente breve -aunque contundente- filmografía de Hernández. Con Mil Nubes de Paz cercan el Cielo, Amor, jamás acabarás de ser Amor, el director mexicano volvió a poner el tema de la homosexualidad en nuestro cine nacional sobre la mesa a principios de este siglo, y con valentía y arrojo lo hizo otorgándole la dignidad que se merece este particular tipo de cine. El reconocimiento alcanzado le otorgó, en consecuencia, el poder de materialización de sus dos siguientes trabajos: El Cielo Dividido (2006) y Rabioso Sol, Rabioso Cielo (2009), éste último logró llevarse nuevamente el Teddy Award con una votación unánime del jurado frente a una competencia de 24 filmes que competían en la sección del festival en 2009. Actualmente, Julián Hernández tiene pendiente el estreno en nuestro país de su más reciente cinta, Yo soy la felicidad de este mundo, para el próximo mes de mayo.
E
n 2009, los cuerpos sin vida de los hermanos gemelos Alberto y Alejandro Jiménez –mejor conocidos como los mini luchadores Espectrito Jr. y La Parkita– fueron encontrados en la habitación 52 del Hotel Moderno en el Centro Histórico de la Ciudad de México, víctimas de un par de prostitutas que los narcotizaron con gotas oftalmológicas con el fin de robarles sus pertenencias. "Las Goteras", como se les bautizó, fueron aprehendidas y sentenciadas algunas semanas después del crimen. Esta macabra anécdota capitalina sirve como germen y pretexto ideal para que la portentosa pluma de la guionista Paz Alicia Garciadiego desarrolle toda una tesis en torno a la miseria humana, tomando como personajes centrales a dos prostitutas cuya madurez las ha ido privando de las oportunidades de trabajar para la madrota que regentea el negocio del sexo servicio en el arrabalero barrio que ahora oferta únicamente lozanas mujeres. Arturo Ripstein, un cineasta tachado por muchos como tremendista y pretencioso, pero que aún así se ha convertido en un género en sí mismo dentro del cine patrio, está de regreso con otro tremebundo drama donde la amargura reclama su habitual protago-
nismo, pero ahora al punto de colarse hasta el título del filme –La Calle de la Amargura (2015)– en el que las fenomenales Patricia Reyes Spíndola y Nora Velázquez encarnan a las prostitutas que buscan no sólo la solución a su desempleo sino un escape de sí mismas: en sus respectivas casas, una se enfrenta a la soledad y al tener que hacerse cargo de su madre a la que obliga a pedir limosna postrada en una suerte de carro de madera improvisado; mientras la otra debe responder a una exigente hija adolescente y a su nueva pareja (Alejandro Suárez) que sorpresivamente gusta travestirse con sus vestidos para citarse con jovencitos... a veces incluso en su propia casa. Con La Calle de la Amargura Ripstein celebra cinco décadas de carrera manteniéndose fiel a su radicalidad y huye de las concesiones en la manera de filmar; vuelve a echar mano de una sofisticada puesta en escena con sus habituales largos y poderosos planos secuencia donde cada movimiento de cámara, cada fenomenal diálogo y cada gesto de los actores está perfectamente ensayado y pulido sin que se sienta forzado en ningún momento, con una apabullante retórica visual invadida por reflejos y claroscuros. También
vuelve a prescindir del color y con la ayuda de la monocromática y prodigiosa lente del cinefotógrafo Alejandro Cantú –con quien repite tras los espléndidos resultados en Las razones del corazón (2011)– alcanza las sórdidas y agobiantes atmósferas requeridas para un relato de esta naturaleza. En la mejor tradición de la tragedia griega –donde los personajes intentan escapar pero son alcanzados por su pasado y su destino–, con la herencia iconoclasta de su maestro Buñuel, y marcadas pinceladas de melodrama mexicano donde el llorar frente a la cámara es todo un arte –y en este sentido, Silvia Pasquel, quien encarna a la madre de los mini luchadores, está descomunal, y Ripstein vuelve a demostrar que también es un fenomenal director de actores–, La Calle de la Amargura está perfectamente inserta dentro del universo ripsteiniano: es descarnada, visceral y grotesca, pero es al tiempo honesta, humana y personal. El director mexicano ha elaborado otro imprescindible retrato social con sardónico humor sobre el doble pensar moral y la atrocidad de la que es capaz el hombre; un nuevo retrato sobre la condición humana.
S
encilla, inteligente y fresca, así fue la incursión de Fernando Eimbcke al mundo del largometraje tras una prolífica carrera como director de videoclips para cantantes y bandas mexicanas (Plastilina Mosh, Natalia Lafourcade, entre muchos otros) y algunos notables cortometrajes (La suerte de la fea... A la bonita no le importa). Filmada en un apartamento de un conjunto habitacional de Tlatelolco a todo color y después transformada a blanco y negro en post-producción para poder jugar con el volumen de las cosas bajo la fotografía de Alexis Zabe -quien aprovechó al máximo la luz natural-, Temporada de Patos apeló a una historia intimista, alejándose de las típicas películas sobre adolescentes donde reinan el humor escatológico, el consumo descarado de drogas y las situaciones sexuales explícitas. Por el contrario, en la ópera prima de Eimbcke impera la risa conjugada con la tristeza, un sabor agridulce nos deja el humor negro sobre las situaciones adolescentes de confusión sexual, frustración y decepción del mundo adulto al que no quieren pertenecer jamás, pero al que se acercan irremediablemente. El guión, escrito por el propio Eimbcke con ayuda de Paula Markovitch, gira en torno a Flama (Daniel Miranda) y Moko (Diego Cataño), dos mejores amigos adolescentes que pretenden pasar el domingo en casa del primero de ellos jugando videojuegos, comiendo pizza, papas y Coca-Cola mientras su madre -divorciada- pasará el día fuera de casa para asistir a una fiesta. Sin embargo, los chicos no contaban con que una repentina deficiencia eléctrica los dejaría sin luz durante todo el día; además, la llega-
da de Ulises (Enrique Arreola), el repartidor de pizzas al que no le quieren pagar por llegar unos segundos después de la media hora acordada, y Rita (Danny Perea), la vecina que quiere usar su horno para hornear un pastel para una ocasión especial, convierten la monotonía de un domingo cualquiera en una tarde catártica donde se enfrentan con los problemas inherentes a su edad. Y así, el domingo que originalmente transcurriría frente a la televisión y al Xbox, toma un rumbo distinto y entre rebanadas de pizza fría, vasos de refresco, papas y brownies con un ingrediente especial, emprenden un viaje de autodescubrimiento al surgir las primeras anécdotas y confesiones que dejan entrever, entre otras cosas, la confusión sexual, el descubrimiento - a través de sueños ambiguosde posibles sentimientos homosexuales hacia el mejor amigo, el sentimiento de soledad, de desamparo e incomprensión, la frustración por no haber llegado a ser lo que se soñó alguna vez, el deseo de emigrar, etc. Temporada de Patos fue calurosamente recibida en Cannes donde se presentó como parte de la Semana de la Crítica y representó la primera parte de la trilogía del egresado del CUEC (Centro Universitario de Estudios Cinematográficos) enfocada al mundo adolescente, la cual sería complementada por Lake Tahoe (2008), protagonizada nuevamente por Diego Cataño, y Club Sándwich (2013), con Lucio Giménez Cacho y Maria Renée Prudencio, la cual se estrenó en México el año pasado en el Festival Internacional de Cine de Morelia pero aún está pendiente su estreno comercial.
Una cinta animada en la que la realizadora iraní Marjane Satrapi adapta al cine su propia serie de novelas gráficas (editada en cuatro tomos entre los años 2000 y 2003) de carácter autobiográfico en la que retrata la represión que vivió durante su infancia/adolescencia cuando su país se encontraba bajo el régimen de Shah y su posterior paso a la república del Ayatola. La película mantiene la estética sencilla y monocromática del original en papel que brinda mayor dramatismo a la dura represión que se vivió en Irán cuando los Ayatolas llegaron al poder y a la agridulce juventud de Marji durante su estadía en Viena donde continúo con sus estudios entre crisis de identidad y el rechazo y la discriminación por provenir de un "país de barbarie". Persépolis es una de las 30 obras fílmicas esenciales de lo que llevamos del siglo XXI.
El director bicéfalo y el gran Billy Bob Thorton como el excepcional protagonista de El Hombre que nunca estuvo, dieron forma a una soberbia comedia negra combinada con un inquietante tono neo-noir. La película, ubicada en un pequeño pueblo californiano durante la década de los '50, gira alrededor de Ed Crane, un insatisfecho e introvertido barbero que tras descubrir las infidelidades de su esposa (encarnada por la siempre estupenda Frances McDormand) encuentra la oportunidad de chantajearla y cambiar radicalmente su patética existencia, pero como en todas las películas de los Coen, los planes no salen bien.
Más que una adaptación a la gran pantalla, Robert Rodriguez y Frank Miller –autor de la novela gráfica original que luego de esta experiencia tras las cámaras creyó que ya se las sabía de todas todas como director y nos masacró el intelecto con su versión fílmica de The Spirit, de Will Eisner– trasladaron prácticamente viñeta por viñeta la novela gráfica homónima respetando su particular estilo contrastante en blanco y negro con ciertos detalles en vibrantes tonos amarillos y rojos. La trama se forma con cuatro historias entrecruzadas que tienen como eje central la violencia, la sordidez y el sexo en la ciudad que bautiza al filme. Obra de culto imprescindible.
L
a nueva película del portugués Miguel Gomes es una aproximación a la 'saudade', un estado de ánimo tan exclusivo de la cultura portuguesa que es casi imposible de describir con total precisión, pues no existe ningún otro termino en ninguna otra lengua o idioma del planeta que pueda describir este particular estado anímico, aunque la 'melancolía' podría ser lo que más se acerque o con lo que más parecido guarde. Así, teniendo como obstáculo la imposibilidad de describir con palabras la 'saudade', Gomes se vale de las herramientas que ofrece el séptimo arte para plasmar en pantalla ese estado humano tan propio de su cultura. Conformada por dos capítulos, Tabú cuenta la historia secreta de una mujer que sale a la luz tras muerte de ésta. En el primer capítulo, 'Paraíso perdido', vemos la convivencia de dos mujeres mayores en un edificio de Lisboa en la época actual: Aurora (Laura Soveral), una adinerada mujer de carácter fuerte pero con problemas de adicción a los juegos de azar en el casino donde ha perdido una cuantiosa suma de dinero y no puede regresar a casa sola; Santa (Isabel Cardoso), mujer encargada de cuidar a Aurora; y Pilar (Teresa Madruga), su vecina, una mujer entregada a la ayuda del prójimo y quien ha significado la única amistad para Aurora. Tras la muerte de Aurora, y la posterior aparición de un hombre llamado Ventura (Henrique Es-
pírito Santo), Pilar y Santa descubren secretos de su pasado: una historia de amor, aventura, crímenes y muerte ocurrida en lo más profundo del Continente Negro. En el segundo capítulo del filme, el más sobresaliente y llamado ahora simplemente 'Paraíso', Gomes relata con enorme maestría la historia de la juventud de Aurora (ahora interpretada por Ana Moreira) y su romance clandestino con el explorador Ventura (Carloto Cotta). El uso del blanco y negro que ya estaba presente en el primer capítulo del filme, se ve apoyado en su segunda mitad por elementos del cine silente (es decir, la ausencia total de diálogos y el énfasis en las interpretaciones de los actores), remitiendo a clásicos como los de Murneau, pero también utilizando canciones pop en pleno continente africano de la década de los años 60, por lo que no es de extrañar que también nos vengan a la mente otras propuestas silentes más recientes como El Artista de Michel Hazanavicius o Blancanieves de Pablo Berger. Tabú plantea una historia de amores prohibidos, tema recurrente en las artes (no únicamente en la cinematografía), pero es un sobresaliente ejercicio fílmico gracias a su enorme inteligencia y gran sensibilidad; es una cinta onírica sobre una parte de nuestra condición humana y sobre nuestras añoranzas por todo lo perdido. Melancólica.
E
l director Alexander Payne (Entre Copas) vuelve a retratar las relaciones paterno-filiales, pero en esta ocasión, nos muestra la otra cara de la moneda. Si en Los Descendientes (esa joyita protagonizada por George Clooney que también estuvo nominada al Oscar como Mejor Película hace un par de años) nos hablaba del aprendizaje de la paternidad, en Nebraska nos lleva al otro extremo y nos presenta a David Grant (Will Forte), un hombre separado que se ve obligado a acompañar hasta Lincoln, Nebraska -un viaje no muy corto tomando en cuenta que ellos viven en Billings, Montana- a su insistente y senil padre Woody Grant (Bruce Dern) a cobrar un supuesto premio de un millón de dólares, aunque no es otra cosa que uno de esos 'sorteos postales' que todos hemos recibido alguna vez en nuestras casas. Nebraska es una road movie que, con una gran sensibilidad, retrata el reencuentro emocional de un hijo y su amor por su padre. A través de viñetas fotografiadas de manera poética en blanco y negro (a cargo de Phedon Papamichael, recurrente cinefotógrafo de Payne) y una estructura pausada e intimista, acompañamos a padre e hijo en un viaje
lleno de autodescubrimientos, desde la aceptación de la vejez por parte del ocasionalmente lúcido Woody, hasta la comprensión, por parte de David, de una persona a la que realmente no conocía, y que repentinamente, comienza a apagarse frente a él de una manera paulatina, lenta, pero irreversible. Despojado de artificios y pretensiones, el guión del la cinta (escrito por Bob Nelson) eficazmente retrata nuestras contradicciones humanas, nuestros errores, la mezquindad humana (a través de la familia de Woody, la cual apenas se entera que cobrará un millón de dólares, comienza a acecharlo como buitre, pretendiendo obtener una parte del premio), los sueños no alcanzados, las frustraciones y los últimos intentos por alcanzar la felicidad cuando el tiempo no es ya suficiente. Vemos también a Woody obsesionarse con obtener ese premio millonario, pero detrás de esa obsesión no está una avaricia insaciable o una testarudez senil, está la búsqueda de la felicidad propia (en forma de una camioneta nueva que se quiere comprar) y la de sus hijos a través de un legado que con los años no ha podido conseguir y que, de pronto, se le ha presentado la oportunidad de obte-
ner algo grande; busca su reafirmación como persona para él mismo, como hombre para sus amigos, como esposo para su mujer, y como padre para sus dos hijos. "Sólo quería dejarles algo a ustedes", confiesa un demencial Woody a su hijo David, quien descubre tener un padre muy distinto al que creía conocer, pues en el pueblo natal de Woody, donde tienen que pasar el fin de semana para continuar después el viaje a Nebraska, David se entera de anécdotas sobre su padre, quien era todo un rompecorazones y tenía a las chicas vueltas locas, incluso a la ahora editora del periódico local que busca publicar la increíble historia de su amor platónico y su millonario premio. Nebraska es una tratado sobre las relaciones paterno-filiales que evita cualquier chantaje emocional para provocar reacciones en el espectador, por el contrario, logra la reflexión a través de personajes entrañables -con los que sentimos inmediata identificación- que protagonizan un agridulce relato que exhibe nuestra naturaleza emocional de una manera muy humana, sincera y honesta. Otra joyita de Alexander Payne.
C
uenta Pablo Berger que fue poco después de acabar el rodaje de Blancanieves, un proyecto en el que llevaba casi 7 años trabajando, cuando se enteró de la existencia de The Artist. No tuvo más remedio entonces, que echar mano de la filosofía zen, la resignación y empezar a andar con pies de aplomo. Sabía que la principal baza comercial de su película, la sorpresa, había sido dinamitada. No obstante, poco tienen que ver estos dos filmes al margen de estar rodadas en blanco y negro y ser mudos. The Artist es una actualización, una revisitación, un sentido homenaje plagado de guiños a esa lengua muerta que falleció súbitamente a finales de los 20. Blancanieves, por el contrario, es un película que retoma el lenguaje del mudo donde los grandes maestros (Murnau, Chaplin, Lubitsch, etc.) lo dejaron. The Artist imita y reinventa, Blancanieves habla en mudo. Y lo hace con acento español. La filmografía española es realmente parca en lo referente a películas de cine mudo. Al margen de los maravillosos trabajos de Segundo de Chomón, o de los primeros fotogramas del gran Buñuel, a penas encontramos buenos ejemplos. No sería, pues, exagerado decir que Blancanieves de Berger es la película que mejor conjuga los códigos del mudo y las señas de identidad del cine español. Según Santos Zunzunegui, reputado crítico y teórico del cine español, la esencia del cine en España proviene de 4 vetas creativas, y Blancanieves transita todas. La primera es el Sainete, un tipo de obra teatral que se consolidó en el XVII, siglo de oro de la literatura española. De esta veta, Blancanieves toma la estilización popular de sus personajes, ambientes y trajes, que nos remiten a los primeros tapices de Goya (el patio andaluz, el tendío, la plaza de toros).
La segunda veta es el esperpento, un género creado por el escritor Ramón del Valle Inclán. En él, la realidad es vista como si estuviera reflejada en un espejo cóncavo, deforme, grotesca. De éste, Blancanieves toma el esqueleto de muchos personajes. Desde los enanitos con ecos de Freaks (Tod Browning), a una madrastra sadomasoquista con la prensa del corazón por espejo, pero también, la muerte en su faceta más sórdida y patética. La tercera vía es la experimentación cañí, una vanguardia que, al contrario que muchas otras, no surge de la ruptura respecto a los antecedentes culturales, sino de la reinvención y reescritura de los mismos. Así Berger recupera estrategias de montaje idelógico y gráfico que nos remiten a Vertov, pero las enmarca en los tópicos castizos. Es interesante rastrear la presencia del círculo y el giro (La plaza de toros, la ostia sagrada, el tocadiscos, etc.) como eje durante toda la película. La última veta es lo que Zunzunegui llama cine del mito, un cine que parte de la realidad para trascenderla y remitir a los grandes temas y tramas universales. Resulta evidente esta vocación en Blancanieves desde su planteamiento literario inicial. Pero también podemos rastrearla en los emparejamientos gráficos y las sobreimpresiones que contiene, las cuales, lejos de ser meramente funcionales, actúan como metáforas de una profundidad perturbadora. Todo ello, musicalizado con delicadeza, maestría, y audacia, baste de ejemplo el leiv motive de celemín que acompaña a la madrastra. Blancanieves es pues mucho más que una simple película sin diálogos, es un paso más en ese camino, el lenguaje del cine mudo, que muchos daban por finalizado pero sigue siendo transitable y, por una vez, nos lleva España.
Bajo una estética comiquera influenciada por el expresionismo alemán se presentó esta modesta -y casi silente- pero poderosa satírica fábula sobre el monopolio mediático y el consumismo a través de un relato que ocurre durante un prolongado y violento invierno mantiene a una ciudad entera incomunicada mientras que el implacable Sr. TV -absoluto dueño y creador de las imágenes- comienza con un plan para inducir al consumo masivo de sus productos a través de una hipnótica señal de televisión. Una sola pequeña familia pretende hacerle frente a este desquiciado magnate de las telecomunicaciones y recuperar la voz del pueblo.
Mientras Sébastien (George Babluani) repara el techo de una casona apartada al borde del mar, su propietario muere de una sobredosis no sin antes haber recibido una enigmática invitación para hacerse de una gran suma monetaria; necesitado económicamente, el chico decide sustituir al finado veterano y se presenta en el lugar tan sólo para descubrirse atrapado en un clandestino y peligroso juego del que depende la vida misma. Con un sobrio y elegante dominio narrativo, esta excepcional ópera prima escrita y dirigida por el cineasta franco-belga Géla Babluani nos sumerge en un perturbador viaje de lenta cocción con reminiscencias hitchcockianas, las cuales fueron eliminadas en su remake angloparlante dirigido por el mismo Babluani.
Con una elegante puesta en imágenes y rompiendo las normas de varios géneros, el cineasta Ben Wheatley ofreció una de las mejores películas de horror psicológico del siglo XXI; una experiencia sensorial sobre un enigmático alquimista que convence a unos desertores de la Guerra Civil Inglesa de comenzar con la búsqueda de un tesoro escondido en medio de la campiña, pero las misteriosas fuerzas que actúan en torno al lugar de la exploración comienzan a trastocar moral y psicológicamente a los fugitivos. Original y, sobre todo, auténtico, A field in England es una de las experiencias cinematográficas de este nuevo milenio que se tienen que apreciar sí o sí; un clásico de culto instantáneo e imprescindible.
Una serie de once viñetas protagonizadas por grandes celebridades interpretándose -en la mayoría de los casos- a ellas mismas y que, con café y cigarrillos siempre de por medio, divagan sobre varios temas que van desde la correcta preparación del té británico hasta el uso de la nicotina como el más eficaz insecticida; todas ellas son presentadas con uno de los más refinados usos del minimalismo cinematográfico a cargo del incomparable e inclasificable cineasta de culto Jim Jarmusch, uno de los pocos capaces de hacer de la más banal de las conversaciones toda una tesis sobre la comunicación y la interacción humana.
Escrita y dirigida por el parisino Michel Hazanavicius, la película ganadora del Oscar a la Mejor Película Extranjera es una carta de amor a la creación cinematográfica, un sentido homenaje al cine silente de Hollywood, y una exploración a la memoria cinematográfica y la importancia de su conservación; esto lo logra a través de la historia de un atractivo y reconocido actor del cine silente (encarnado por Jean Dujerdin) que ve su fama esfumarse rápidamente tras la irrupción del cine sonoro y el asenso de una estrella femenina (encarnada por Berenice Bejo) a la que el mundo adora por su voz.
Guy Maddin, el gran reinterprete de la estética del cine silente dentro de su obra cinematográfica contemporánea, reinterpreta La Oidesea de Homero bajo una serie de postales monocromáticas inspiradas en el cine noir, con elementos de corte sobrenatural y colocando como protagonista a un gánster que regresa a su hogar luego de una larga ausencia trayendo consigo a una chica ahogada que misteriosamente ha regresado a la vida y a un rehén amordazado que resulta ser su hijo adolescente.
Una encantadora mezcla de la monocromía de Manhattan (1979; Woody Allen) y la conexión emocional de Before Sunrise (1995; Richard Linklater) es la que logra Alex Holdridge en su tercer largometraje. Protagonizada por Scoot McNairy y Sara Simmonds, la película de espíritu fresco y personalidad auténtica y sincera se centra en el encuentro de Wilson y Vivian en la víspera de año nuevo cuando ambos buscan dejar atrás los sucesos ocurridos en los últimos meses y encontrar la oportunidad de comenzar una nueva historia.
Joya del cine español. Injustamente desdeñada y desconocida por el gran público, la película autofinanciada por el gran Jonás Trueba es un experimento cinematográfico en el que explora las vidas de varios cineastas en los momentos en los que no se encuentran haciendo cine. Entre las anécdotas y las comidas; entre las borracheras y la rutina; entre los amores y la melancolía; entre el anhelo y la frustración "Los ilusos" es un honesto y sensible retrato/manifiesto de algunos aspectos poco conocidos de los creadores cinematográficos.
Continuando con su tradición de cine monocromático, el legendario cineasta Philippe Garrel -incomprensiblemente aún desconocido para las masas en occidente- dio forma con sensibilidad la desesperanza de la juventud parisina de los años '60 a través de la historia del joven poeta François (Louis Garrel, hijo del cineasta), quien conoce a una guapa chica llamada Lilie (Clotilde Hesme) en una fiesta en casa de un amigo un año después de haberla visto por primera vez en una revuelta juvenil parisinas en mayo de 1968; instantáneamente surge entre ellos una intensa relación amorosa que servirá también para revivir la llama de rebeldía social que se apagó por el desencanto ante la inalcanzable utopía que buscaban construir.
Escrita, dirigida y protagonizada por el debutante en el largometraje Cory McAbee -así es, el mismísimo lider de la banda " Billy Nayer Show"-, esta ingeniosa y arriesgada pieza artística mezcla géneros originariamente disímiles como la ciencia ficción, la comedia absurda/existencial, el western, el thriller, el cine noir y hasta el cine musical gay, para contarnos la historia de un comerciante intergaláctico al que su antiguo amigo -conocido como el Profesor Hess, trata de matarle como venganza. "The American Astronaut" presenta la interacción de una galería de extravagantes personajes para hacer un paralelismo entre la conquista interplanetaria y la conquista del Salvaje Oeste estadounidense.
Esta extraña pero inteligente, original y divertida comedia escrita y dirigida por el bostnoniano Andrew Bujalski utiliza la estética monocromática como metáfora visual de un tablero de ajedrez, el juego cuyas reglas son enseñadas por los brillantes protagonistas del relato a las máquinas computarizadas en la época del incipiente desarrollo del 'ajedrez computacional' en una era cada vez más lejana en el tiempo, aquellos años '70 cuando las máquinas eran las torpes y los humanos representábamos la inteligencia infinita. Se trata de una desconocida joya indie de la ciencia ficción que de manera completamente original plantea los postulados de los orígenes de la inteligencia artificial tan de moda en el cine hollywoodense actual con remakes como Ghost in the Shell.
Este proyecto colectivo experimental toma como materia prima intelectual el primigenio miedo a la oscuridad y varios artistas e ilustradores dan forma -con sus respectivos estilos pero manteniendo como elemento en común la monocromía- a una serie de viñetas animadas que transitan los más inquietantes senderos del terror y la incertidumbre; desde sencillos pero pesadillescos trazos geométricos hasta monstruos insectoides, una variopinta lista de elementos sirven como resortes emocionales para despertar nuestros más profundos miedos.
Filmada de manera clandestina en el parque de Disneyland, la primera -y hasta ahora- única película de Randy Moore sigue a una familia -padre desempleado, madre, hijo e hijadurante sus vacaciones en el parque de diversiones del antropomórfico ratón; ahí, el padre de familia tiene un encuentro casual con dos chicas menores de edad, un evento que desata el caos psicológico en el padre y la fractura emocional del matrimonio; pero la película no se detiene sólo en el drama familiar, sino que se va transformando en una subversiva, surrealista y pesadillesca experiencia en la que el patriarca descubre que la feliz fachada del parque esconde un macabro secreto corporativista en la famosa geosfera iluminada de EPCOT Center.
Con una sensacional fotografía -en su mayoría de planos abiertos- y un humor negrísimo y agudo como su principal baza, Rudu Jede y Florin Lazarescu -autores del guiónnos trasladan a la Rumania del siglo XIX para acompañar al policía local Constandin en su búsqueda de Carfin, su esclavo gitano que ha huido luego de cometer una fechoría que lastimó profundamente su orgullo masculino; los distintos lugares a los que llega el policía en busca del fugitivo nos ofrecen una serie de aventuras y experiencias protagonizadas por variopintos personajes que dan forma a un contundente, hilarante y punzante fresco costumbrista de la Europa profunda que refleja la doble moral que sigue imperando hasta nuestros días.
El 3 de enero de 1889, en la plaza Alberto de Turín, el filósofo alemán Friedrich Nietzsche se arrojó llorando al cuello de un caballo agotado y maltratado por la fusta de su amo para después caer desmayado. Inspirado por esta anécdota y bajo una nebulosa atmósfera pre apocalíptica, el cineasta húngaro utiliza la prodigiosa escala de grises de la minimalista fotografía de Fred Kelemen como herramienta narrativa -más que como un mero capricho estético- para plasmar una disección filosófica dividida en seis capítulos (días) que reflexiona sobre el implacable paso del tiempo y disecciona el sentido de la humanidad a través de la historia de un minusválido y anciano padre -el cruel amo de la anécdota- y su hija mientras se resguardan en su vieja cabaña del gélido clima que azota la región.
I
nspirada por el manga de Masamune Shirow, la película animada Ghost in the shell (1995), de Mamoru Oshii, es uno de los títulos esenciales de la ciencia ficción cinematográfica de finales del siglo pasado; su sombra es tan grande que sin ella no podrían existir filmes como The Matrix –ese otro título seminal de la ciencia ficción fílmica noventera creado por las ahora hermanas Wachowski– o Artificial Intelligence –el proyecto inconcluso del maestro Kubrick al que el respetable Spielberg dio forma de manera solvente–. La relevancia de Ghost in the Shell para el cine sci-fi es tal que obviamente la versión hollywoodense se procuró pocos años luego del estatus de culto que alcanzó el anime original; sin embargo, los verdaderos planes comenzaron en 2008 cuando DreamWorks y Steven Spielberg adquirieron los derechos para recrearla en live-action, no obstante, los obstáculos comenzaron a surgir-entre cambios de guionistas y directores- hasta que el proyecto comenzó a materializarse en 2014 cuando Rupert Sanders -con tan solo Snow White and the Huntsman (2012) en su filmografía- fue elegido como director de la película. Ghost in the Shell es protagonizada por la Mayor Mira Killian (Scarlett Johansson), una cyborg ultrasofisticada con conciencia humana –el «ghost» del título– que fue diseñada/creada por la compañía Hanka Robotics y que lidera
a un grupo de operaciones especiales antiterrorista de elite denominado como Sección 9 y que se encuentra bajo el mando de Daisuke Aramaki (el legendario Takeshi Kitano). Como parte de su más reciente misión, la Mayor debe localizar a Kuze (Michael Pitt), un ciberterrorista que busca destruir a Hanka Robotics; sin embargo, mientras la misión avanza, ésta va cobrando relevancia para la Mayor a un nivel personal al revelar detalles de su inasible vida antes de ser una cyborg. Los acérrimos seguidores de la saga original, podrán notar que esta versión live-action posee numerosos y sustanciales cambios con respecto a la versión de Oshii; y es que el guión -finalmente firmado por William Wheelerrescata la esencia de Ghost in the Shell tomando elementos de todo su universo para crear una historia 'nueva' que se adapte al cine estadounidense con miras a la exportación para el público global que desconoce el material fuente. De esta manera nos encontramos con una trama renovada que se basa tanto en el manga como en el anime noventero, e incluso en sus múltiples secuelas/remakes y en la serie de televisión -Ghost In The Shell: Stand Alone Complex-, de cuya segunda temporada toma al revolucionario hacker de carácter mesiánico Hideo Kuze para colocarlo en el lugar de Pupper Master, el ciberterrorista original que ponía en jaque a los héroes del clásico noventero.
Pero era inevitable que en la traslación de la historia al cine hollywoodense –que tanto en su producción como en su consumo siguen lineamientos muy distintos a los orientales– ésta perdiera profundidad; por lo que debemos hacer honor a la verdad y recalcar que la versión de Sanders de Ghost in the Shell es una sólida propuesta de ciencia ficción y acción que, pese a no contener la profundidad de la obra original, posee la suficiente carga de conflictos en los personajes para satisfacer a aquellos que buscan entretenimiento inteligente. El guión de Wheeler se centra en el viaje personal de la protagonista y deja de lado las disyuntivas sobre la inteligencia artificial. La Mayor es la primera conciencia humana resguardada en un cuerpo manufacturado a costa de la pérdida de la memoria de su vida anterior, por lo que en su viaje de autodescubrimiento podemos encontrar ecos de crisis de identidad adolescente ¿quién soy? ¿de dónde vengo?- y de filosofía existencialista de Sartre -¿se habrá revisado El ser y la nada como parte de la preparación del guión? no podría dudarse ni por un minuto-. La película echa mano de la más sofisticada tecnología CGI para crear el universo cyberpunk en el que se mueven los personajes: una inabarcable Hong Kong panasiática y cosmopolita en decadencia que resulta tener más vida de noche bajo las vibrantes luces neón y las notas musicales del score de Lorne Balfe y Clint Mansell; pero ese mundo es en gran parte conformado por loca-
ciones reales con retoques digitales o enormes sets que le otorgan a la película un peso y una textura diferente al de otras propuestas del cine industrial hollywoodense que abusan de la creación digital del escenario que rodea a los personajes, como el barroquismo visual indigesto de Alicia en el país de las Maravillas y su insufrible secuela. Ghost in the Shell falla en trasladar la gran carga filosófica sobre el significado de la vida y la conciencia humana en el mundo cibernético; sin embargo, y pese a tener fallos evidentes en la construcción del guión -sobre todo en lo precipitado de su desenlace-, se erige como una arriesgada propuesta no se entrega a la acción desmedida y que, por el contrario, se toma su tiempo para retomar una historia sci-fi netamente japonesa y reinterpretarla como una sofisticada fábula futurista de carácter universal sobre la búsqueda de la identidad mediante la hibridación de la seminal obra de ciencia ficción sobre el moderno Prometeo firmada por Mary Shelley -la ética y moral científica sobre la creación artificial de la vida a través del personaje de la doctora Ouelet (Juliette Binoche) como un moderno Victor Frankenstein- con la tragedia shakespeariana de Hamlet -¿ser o no ser? ¿aceptar la vida en el ciberespacio o continuar con la resistencia en el mundo físico?-, y en la que la contenida actuación de la guapísima Scarlett Johansson conforma el punto extra de un producto de entretenimiento de primer nivel.
A
unque con una reconocida carrera en Europa de más de dos décadas, el cineasta francés Alain Guiraudie alcanzó el éxito internacional apenas tras el estreno de su cuarto largometraje: el sensacional El extraño del Lago (L'inconnu du Lac; 2013), filme por el cual fue conocido en México donde ahora recibimos su nueva propuesta cinematográfica, una disección de las pulsiones sexuales humanas que reemplaza las inmediaciones del lago donde ocurrían los eróticos y trágicos acontecimientos de su filme previo por las praderas de la sureña campiña francesa a las que llega Leo (Damien Bonnard), un cineasta en busca de un lobo como inspiración para un guión que está escribiendo pero que, en cambio, termina instantáneamente seducido por Marie (India Hair), una joven mujer madre de dos hijos que vive junto a su padre JeanLouis (Raphaël Thiéry) encargándose del trabajo de pastoreo de borregos. Leo, quien se ve atraído por la vida en el campo, se queda a vivir con Marie y procrean un hijo. Pero ella está harta de la vida en el campo y anhela una vida en la ciudad, por lo que decide marcharse con sus hijos y abandonar a Leo, a su padre y, especialmente, al nuevo bebé por el cual nunca ha sentido apego alguno. Nuestro protagonista, entonces, tiene que hacerle frente a su nueva realidad, una que le va presentando una serie de situaciones que lo pondrán a prueba mientras él hace hasta lo imposible por mantenerse firme, recto... vertical.
Guiraudie, con su característica irreverencia, deconstruye la masculinidad no solo a través del personaje central –sometido a las más bajas humillaciones que fracturan y terminan por derribar el frágil y particularmente obsoleto constructo social que supone «su masculinidad»: sin trabajo, sin dinero, sin éxito, sin casa y abandonado por su mujer–, sino que utiliza a toda una galería de personajes dominados por sus pulsiones sexuales más primitivas para desmitificar el significado de «ser hombre». En este sentido resulta clave que ninguno de los personajes masculinos posea una sexualidad heteronormada y que todos, en algún momento de la película, experimenten o por lo menos sugieran una «tendencia homosexual». De hecho, la primera secuencia de la cinta es, bajo la apariencia de una inocente invitación a un casting cinematográfico, una velada proposición homosexual de Leo a Yoan (Basile Meilleurat), un chico que vive con un hombre mayor llamado Marcel (Christian Bouillette) en la casa vecina a la de Marie y su familia; por otra parte, e insistiendo con las ejemplificaciones de la deconstrucción de la sexualidad humana, en una escena climática –en más de un sentido– el protagonista ayuda a bien morir a un anciano mediante un bizarro acto humanitario: guiándolo hacia un orgasmo anal mientras al fondo suena con estridencia la música de Pink Floyd. Con la solemnidad dejada inmediatamente de lado –el siempre subversivo Guiraudie recurre nuevamente a la
desinhibición sexual mostrando sin problema alguno tomas de genitales tanto masculinos como femeninos y escenas sexuales explícitas–; con una historia donde la feminidad apenas tiene cabida –la presencia de la única mujer del relato es meramente circunstancial; sólo tiene el papel de engendrar y luego abandonar a los hombres–; con las elipsis más brutales que nos ha ofrecido el cine en años recientes –la transición coito/parto es fenomenal–; y finalmente, con una narrativa más cercana a los rigores propios de lo onírico, el director nos introduce a un relato delirante de representación surrealista con toques de fantasía que no solo se detiene en la disección de la relación que guarda el animal más básico con la naturaleza –fenomenal resulta su viaje selvático con la doctora botánica que, literalmente, lo conecta con la Madre Tierra– sino que también revisa a profundidad la relación que guarda con su sensualidad corpórea y la ineludible conexión con el amor, el sexo, la vida y la muerte. Rester Vertical, presentado bajo los convencionalismos de un enrarecido western y erótico cuento de hadas, es el viaje iniciático de un hombre que se encontró atrapado en lo que alguna vez creyó la materialización de su sueño utópico pero que inesperadamente devino en pesadillesca prisión natural y albergue de un inusual heteropatriarcado acechado por las bestias de la región.
C
uando recién iniciaba la última década del siglo pasado, la casa Disney creó uno de sus últimos clásicos cinematográficos en animación tradicional: la libérrima adaptación de La Bella y la Bestia, el clásico cuento de Jeanne-Marie Leprince de Beaumont, que en su versión cinematográfica a cargo de Gary Trousdale y Kirk Wise marcó a toda una generación de niños e hizo historia en el mundo cinematográfico al ser la primera cinta animada en ser nominada al Oscar en la categoría principal como Mejor Película del Año –aunque sí logró llevarse las estatuillas como Mejor Canción Original y Mejor Banda Sonora–. Y en la muy reciente y también muy lucrativa tradición de Disney de reelaborar sus títulos clásicos en versiones live action no podía quedarse atrás la reproducción de la historia de la chica campirana que inesperadamente se enamora de la temible bestia que la mantiene cautiva en su mágico castillo en medio de un bosque sumido en un invierno perpetuo. El año pasado pudimos ver la versión live action de El Libro de la Selva, película que bajo la dirección de Jon Favreau no sólo se convirtió en uno de los mejores filmes de la temprana temporada veraniega, sino también en el ejemplo perfecto de cómo reinterpretar una fantástica historia animada en una propuesta hiperrealista generada por computadora con lo más sofisticado de los efectos especiales –no por nada se llevó el premio de la Academia en esta categoría–. Lamentablemente, el experimento no funciona de la misma manera en la reinterpretación de La Bella y la Bestia a cargo del director Bill Condon. En la película protagonizada por Emma Watson, Dan Stevens y Luke Evans como la cándida Bella, el príncipe encantado convertido en Bestia y el patán Gastón respectivamente, el guión firmado por Evan Spiliotopoulos y Stephen Chbosky apuesta por el poder de la nostalgia y retoma la historia tal como fue adaptada en la versión
animada de los 90, incluyendo las canciones originales de Alan Menken y Howard Ashman, aunque con ciertas modificaciones e incluyendo tres nuevos temas que, aunque no suenan mal y no se sienten fuera de lugar –pues ya estaban concebidas para la versión animada original–, si podemos considerarlas como completamente innecesarias en un fallido intento por aumentar la complejidad de los personajes principales junto a unas secuencias que nos descubren el pasado tanto de Bella –qué fue lo que pasó con su madre– como de la Bestia –cómo fue que se convirtió en un príncipe tan arrogante–. La nueva versión de La Bella y la Bestia posee una propuesta visual más recargada, tanto en la campiña francesa del siglo XVIII donde vive la protagonista, como en los ornamentos barrocos de estilo victoriano del castillo de la Bestia, donde los sirvientes del príncipe –también hechizados– se alejan completamente de la imagen entrañable que tenemos en mente; pero aunque el diseño de arte resulte sobresaliente, la película no entrega ni una sola secuencia que permanezca en la memoria –ni siquiera a corto plazo– con la fuerza de la versión animada y sin un ápice de frescura reinterpretación en la historia. Con interpretaciones apenas solventes, la película corre sin contratiempos, saltando de canción en canción, con breves momentos evocadores al clásico pero sin tomar riesgo alguno –no, ni siquiera la inclusión del personaje gay es una riesgo, es más una oportunidad perdida de normalizar la diversidad sexual–, ciñéndose a lo ya probado y resuelto con éxito en la película animada. La nueva La Bella y la Bestia es un muy lujoso espectáculo visual que posee momentos divertidos y momentáneamente nos regala un agradable viaje a nuestra infancia; sin embargo, carece de personalidad propia, se limita a imitar a la película noventera pero sin esa magia especial que convirtió a dicha versión en un clásico del cine animado del siglo XX.
E
l señor Lino, un encargado de un gran almacén perteneciente a la compañía de fabricación de mástiles y astas de aluminio Salvaleón, está a punto de jubilarse tras laborar casi treinta años para la empresa, por lo que recibe a Nin, el joven destinado a sustituirlo, para capacitarlo durante cinco jornadas -de lunes a viernes- y que pueda hacerse cargo del trabajo a partir de la semana siguiente. La capacitación parece que será sencilla -ponerse el uniforme, registrar la llegada y la salida en el checador (que va atrasado por siete munutos desde que el señor Lino entró a trabajar en el lugar), atender las llamadas, anotar las entradas y salidas del cargamento y las devoluciones por sobrante o por material defectuoso, etc.- pero el estricto carácter de veterano encargado y el vacío del viejo almacén donde aparentemente nunca pasa nada, cambian las expectativas y la interacción entre ellos. De esta sencilla anécdota, el director Jack Zagha Kababie -responsable de los títulos Adiós mundo cruel (2010) y En el último trago (2014)- desarrolla su tercer largometraje: Almacenados, una adaptación de la obra teatral homónima del dramaturgo español David Desola Mediavilla, en la que sólo dos actores, un gran escenario, y por supuesto un gran guión -adaptado para la gran pantalla por el mismo Mediavilla-, son suficientes para desarrollar una serie de ocurrentes situaciones que con pulidos diálogos proponen una reflexiva tesis sobre el paso y el valor del tiempo, el trabajo, la juventud, la
vejez, las oportunidades de empleo, la necesidad de ser reconocido laboralmente, la iniciativa, la conformidad, las divisiones laborales, los relevos generacionales y las decisiones que tomamos. Y es que de verdad es una grata sorpresa cuando una película que con tan pocos recursos para su producción logra un resultado tan brillante; y es en este apartado donde es justo señalar a los dos únicos protagonistas, José Carlos Ruiz (Lino) y Hoze Meléndez (Nin), quienes forman una mancuerna fenomenal con una gran química en pantalla. La experiencia de José Carlos Ruiz logra dar vida a un personaje opaco, vacío y un tanto resentido; mientras que Hoze Meléndez transpira frescura y vitalidad, resultando la contraparte y réplica ideal para el veterano actor, presentándose como una prometedora figura de la industria mexicana, y para muestra está esa peculiar escena donde ejecuta un extenso monólogo con gran pulso y timing; una talento que hay que mantener en la mira. Almacenados es una cinta sólida y entrañable que deja un muy agradable sabor de boca, una feel-good movie que audazmente combina la comedia ligera con una cascada de diálogos que mueven a la reflexión y a la que únicamente le podemos reprochar que en su traslación a la pantalla grande no se haya aventurado a utilizar un lenguaje cinematográfico más arriesgado, cayendo por el contrario, y en más de una ocasión, en los vicios del teatro filmado.
C
on tan sólo un largometraje previo –la divertidísima, entrañable y modesta joya del cine indie estadounidense Kings of Summer (2014)– Warner Bros. eligió a Jordan Vogt-Roberts para hacerse cargo de la dirección del reboot del personaje de King Kong en la megaproducción que continúa con la construcción del Monster Cinematic Universe tras haber iniciado con Godzilla (2014), de Gareth Edwards. Kong: Skull Island es la reinvención del personaje original que Merian C. Cooper y Ernest B Schoedsack presentaron en el clásico imprescindible de la cinematografía mundial: King Kong (1933); pero en esta ocasión es Bill Randa (John Goodman), un científico del proyecto Monarch, quien pretende explorar una isla recién descubierta en el Pacífico con el fin de probar la existencia de criaturas olvidadas por el tiempo en tan peculiares latitudes, por lo que consigue el apoyo del gobierno estadounidense para verse respaldado por algunas tropas ex combatientes en Vietnam –comandadas por el teniente Preston Packard (Samuel L. Jackson)–, y en compañía de un experimentado rastreador y una foto periodista de guerra. Todos ellos se internan en la remota y hasta entonces desconocida isla; sin embargo, la expedición rápidamente se ve interrumpida por el ataque de un descomunal simio que les deja divididos en dos grupos en la inexplorada isla plagada de prehistórica y mortal fauna. Sustentándose en el guión firmado por Dan Gilroy –esa maravillosa men-
te detrás de la formidable Primicia Mortal con un desquiciante Jake Gyllenhaal–, Max Borenstein y Derek Connolly, y con la ayuda de una propuesta visual espectacular –cortesía de la preciosista y avasalladora fotografía de Larry Fong–, Vogt-Roberts entreteje una gran historia de aventuras en la mortal isla con un trasfondo y discurso ecologista y anti bélico incluido. Ubicada al final de la Guerra de Vietnam, Kong: Skull Island es un recurrente homenaje multirreferencial a Apocalipsis Ahora (Apocalipse Now; 1979) de Francis Ford Coppola, pero mezclado con lo mejor del espíritu del cine del serie B. La película, con la profundidad intelectual que caracteriza a los blockbusters gringos, además del discurso que muestra la obsesión del hombre por conquistar la naturaleza, se encarga de mostrar las distintas perspectivas sobre la guerra; desde cómo es percibida por los soldados rasos cuyo único deseo es regresar a casa tras morar en el infierno de una guerra sin sentido –"El enemigo no existe; te lo inventas", señala Cole (Shean Whigham), con la sabiduría de un hombre que ya ha peleado demasiado contra enemigos inventados por el gobierno–, hasta los oficiales mayores, para quienes la vida no tiene sentido sin la guerra y sólo se recobra cuando están frente a un nuevo enemigo. Con un tono mucho más ligero que Godzilla, la película también retrata al monstruoso protagonista como una deidad que busca equilibrar las fuerzas de la naturaleza; y aunque está cons-
truida sobre personajes que son la encarnación misma de los clichés y estereotipos del cine hollywoodense, exitosamente reinterpreta de manera desfachatada la historia original de inicios del siglo pasado, negándose a replicar la historia de amor entre el mastodóntico simio y la guapa protagonista; vaya, tanto quieren alejarse de la vertiente romántica de las versiones previas de la historia, que ni siquiera hay un interés romántico hacia ella por parte del protagonista masculino; en este aspecto cabe recalcar la alarmante carencia de carisma que muestran Tom Hiddleston y Brie Larson, quienes son opacados por los personajes secundarios en cada ocasión que comparten pantalla. Se trata de una propuesta de acción pura y dura, plagada de secuencias espectaculares que se notan pensadas al detalle y que son ejecutadas con gran pulso –la primera aparición de Kong; la secuencia donde Packard firma un pacto de su jurada enemistad con Kong con la mirada entre las llamas; o la titánica secuencia final–. Aunque roza peligrosamente el barroquismo visual y argumentalmente es simple, obvia y sin sentido en no pocas ocasiones, Kong: Skull Island –con todo y sus discursos diluidos entre tanta pirotecnia– nos regala dos horas de aventura y diversión con las mejores postales del cine de acción en los últimos años; un blockbuster bélico de kaijus digno de apreciarse en la gran pantalla.
E
l director Alejandro Iglesias Mendizábal debuta en el largometraje con una historia de corte coming of age -inspirada en una anécdota personal del 2005- sobre tres mejores amigos -Lucas, Emilio y Rubén- que pasan una tarde buscando unas llaves perdidas en un parque de la Ciudad de México; una experiencia que les cambia la perspectiva sobre la vida... y la muerte. Curtido en el terreno del cine de fantasía y del terror -es responsable, entre otros, de los cortometrajes Abracadabra (2011), Contrafábula de una niña disecada (2012) y El humo denso que nos oprime el pecho (2014)-, el realizador da un giro radical en su temática pero siguen presentes sus personajes adolescentes -aunque en este caso son ya post adolescentes-, centrándose en esta anecdótica tarde en la que un trío de jóvenes repentinamente se enfrentan a la muerte de un amigo al que hace tiempo no veían. La búsqueda de unas llaves perdidas en el parque de su colonia durante la tarde previa al funeral de su amigo se transforma en toda una odisea en la que intentan -cada uno a su manera- retrasar lo más posible su asistencia al sepelio, y deben hacer frente a reflexiones inesperadas sobre la vida, la muerte, las pulsiones sexuales, las relaciones de pareja, las decisiones de carreras escolares y la verdadera amistad. Sopladora de hojas es un trabajo con el que su director demuestra ser un narrador diestro y maduro. Se trata de un filme más profundo de lo que podría parecer en una primera revisión super-
ficial; su propuesta de espíritu melancólico y con repleta autenticidad inevitablemente nos recuerda a clásicos cinematográficos de la amistad adolescente y la pérdida de la inocencia como Cuenta Conmigo (Stand by me, 1986), de Rob Reiner, o las producciones de Fernando Eimbcke como una referencia más cercana y familiar. La película está llena de un humor fresco y sincero que nos lleva por hilarantes momentos, pero que entre risas también nos regala situaciones de gran carga emocional, tal es el caso de la escena donde finalmente llegan al funeral y deben encontrarse con el cuerpo de su amigo; se trata de una secuencia bien resuelta a través de la sutileza emocional que pone en evidencia el cariño que los tres tenían hacia él y el gran dolor que sienten ante la pérdida, que por querer demostrar fortaleza, se habían negado a expresar. Y es en este sentido que se debe hablar del trío protagonista, los debutantes Fabrizio Santini (Lucas), Paco Rueda (Emilio) y Alejandro Guerrero (Rubén), quienes apoyados por actores de renombre como Daniel Gimenez Cacho, Arcelia Ramirez, Claudette Maillé y Fabiana Perzabal -con pequeñísimas y acaso anecdóticas participaciones- establecen una relación de camaradería tan honesta y entrañable que queda marcada en el público tras la experiencia fílmica que resulta el visionado de esta agradable opera prima de producción nacional sobre los pasos de rito en la post adolescencia y la inminente entrada al mundo adulto.
U
na diestra puesta en imágenes que juega ingeniosamente con una cámara en gravedad cero para crear un ambiente donde no existen conceptos como «arriba» y «abajo» nos da la bienvenida a la Estación Espacial Internacional, presentándonos brevemente a sus seis tripulantes: un equipo de científicos que esperan una sonda espacial con muestras tomadas de la superficie del Planeta Rojo. Luego de una arriesgada maniobra para recuperar la sonda, las muestras marcianas revelan el más importante hallazgo en la historia de la humanidad: vida extraterrestre. Sin embargo, la entidad viviente que en un principio era unicelular, pronto se revela como una criatura más inteligente, evolucionada y hostil de lo que se esperaba. De esta manera arranca Life, el sexto largometraje del director sueco Daniel Espinosa, quien de manera deliberada deja a la luz sus influencias cinematográficas tanto en lo visual como en lo temático –Gravity (2013; Alfonso Cuarón) y Alien (1979; Ridley Scott) son las más evidentes– pues su intención es recorrer derroteros muy distintos a los de estos dos títulos emblemáticos de la cinematografía. Life es una cinta que celebra su naturaleza de cine de evasión y que homenajea al cine clásico de terror de serie B –The Thing (1982; John Carpenter) nos viene a la mente en más de una ocasión– mien-
tras que cubre con un manto de pesimismo y desesperanza lovecraftiana gran parte del relato, incluyendo su desenlace. Life no pretende –vaya, ni si quiera lo intenta– filosofar sobre el origen del ser humano o hacer una crítica a la insaciable avaricia de las compañías terrestres –como la que busca capturar al xenomorfo para utilizarlo como arma biológica en la saga iniciada por Ridley Scott–; tampoco busca construir personajes que divaguen sobre el sentido de sus vidas mientras se enfrentan a situaciones límite en el espacio exterior –o sea que afortunadamente tampoco tenemos a una sucedánea de Sandra Bullock llorando por sus tragedias terrestres–. La película, en cambio, funciona como un espectáculo evasivo genérico intercambiable de terror espacial que, si pasamos por alto sus inexactitudes científicas, sus inverosímiles actuaciones, sus enormes lagunas en el guión –a cargo de Rhett Reese y Paul Wernick ¿Quiénes? ¡Exacto!– y su plaga de diálogos redundantes y ridículos, corre sin contratiempos y nos transporta a un ambiente asfixiante que, con la suficiente habilidad narrativa aunque sin personalidad propia, nos brinda esporádicas inyecciones de adrenalina y horror cósmico puro con un muy interesante villano interestelar. Por cierto, a Lovecraft le hubiera gustado ese final.
E
l director francés Olivier Assayas es un rebelde, pero no uno que te esté buscando provocar a cada oportunidad; su rebeldía, su aire contracorriente, emerge de su libertad artística, de su enfoque literario, parabólico al hacer cine. Es totalmente congruente con lo que profesa en la cita que flota sobre este párrafo, que saqué de una entrevista con No Film School que no les puedo recomendar lo suficiente, pues es esencial para comprender a Assayas como cineasta. El hombre es un genio: iniciado como un crítico en Cahiers du Cinéma y fotógrafo amateur, conoce tan a fondo su área y su propio proceso artístico, así como lo que quiere lograr con él, que uno fácilmente se lo puede imaginar en unas cuantas décadas como parte de la siguiente generación de grandes. Los artistas más trascendentales en música, cine, pintura, literatura o cualquier otra área tienen una tendencia a crear una suerte de saga con su obra, donde sus ideas y su estilo van madurando con cada entrega, creciendo con ellos como individuos y dejando presentes sus grandes meditaciones sobre la vida. Assayas está consciente de todo esto y deja su huella de manera sincera pero fuerte en sus películas y, al menos hasta ahora, Personal Shopper es la culminación tanto estilística como temática de su obra más ambiciosa y más increíble hasta la fecha. Esta película es imposible de categorizar: es genuinamente única. No tiene
miedo a trascender géneros para abarcar los temas que persigue, a ser un viaje de interacción intelectual con la audiencia, a no brindar conclusiones dramáticas tradicionales, a obligarte a estar atento y descifrar cada detalle por más oblicuo que sea, así amerite una segunda visión, o una tercera, o incluso una cuarta. Las únicas veces que he repetido películas tan pronto las termino de ver por primera vez ha sido en contadas ocasiones donde quedo tan fascinado que no puedo simplemente pensar en retrospectiva lo brillantes que son…. o quizá lo malas pero tan interesantes que son. ¿Por qué digo esto? Personal Shopper fue víctima del célebre “boo” de Cannes, uniéndose al club junto con Taxi Driver, Pulp Fiction, Antichrist, Twin Peaks: Fire Walk with Me y The Tree of Life, entre otras. Sin embargo, en su estreno oficial, la ovación de la audiencia duró casi cinco minutos. Al terminar de verla, mi cerebro estaba bifurcado entre esas dos reacciones. No sabía si lo que acababa de ver era una obra maestra o un desastre pretencioso. Pero tras pensarlo, iba cobrando sentido. Es como una novela vanguardista o un álbum de música experimental que poco a poco se va revelando ante ti. Hay un elemento que puedes usar como guía para descifrar si se trata de maestría o de presunción vacua en trabajos así de retadores y se llama interés. De hecho, la película se me quedó grabada en la mente del mismo modo que
Maureen, la protagonista del filme, quedó infatuada con las pinturas de Hilma af Klint, la ninguneada pionera sueca de la pintura abstracta, quien afirmaba obtener sus ideas de una comunicación con el más allá. Nuestra chica, una médium que trabaja como la compradora personal de una supermodelo, también tiene contacto con el más allá: está investigando una casa abandonada que le pertenecía a su difunto hermano gemelo, que tenía el mismo problema en el corazón que ella. En vida, los dos se hicieron la promesa de que el primero en morir tendría que mandarle una señal al otro. Este planteamiento nos siembra expectativas de ver una película de investigación paranormal que quizá terminaría en un pandemónium en la casa embrujada, donde obvio, la obra de Klint sería una pista crucial para comprender el gran mensaje del más allá del hermano de Maureen o algo así. Pero no: todo tropo hollywoodense que pudo haber sido utilizado aquí es subvertido. Hay una razón por la que la película se llama Personal Shopper, dándole énfasis al personaje y su empleo, y no porta un título genérico (como el que obtuvo en español). Aquí lo sobrenatural no es realmente el punto, sino más bien la manifestación de una ansiedad universal del ser humano ante el concepto de la muerte, una ansiedad que se intensifica cuando se está pasando por una etapa de duelo. Si comparas Personal Shopper con una exploración del duelo reciente, muy buena pero más tradicional, como Man-
chester by the Sea, es entendible por qué la primera puede parecer simplemente un experimento fallido. Mientras que Manchester... tenía a un hombre cabizbajo y taciturno a través de su día a día lidiando con su autopersecución y culpabilidad, con el pasar a una posición relegada debido a sus errores, Maureen ya está en un posición relegada debido a su estatus económico, y es básicamente el fantasma en todo los privilegiados entornos donde trabaja; por otro lado, la ansiedad le provoca un estado de desapego donde no sabemos la persecución que sufre a lo largo del filme es interna o externa, o incluso sobrenatural. Hay momentos donde nos preguntamos si es real ella o lo que ella ve, y donde la película parece casi fragmentarse, como en una escena en particular que hubiera rebobinado de inmediato —quizá erróneamente— de haber estado viéndola en casa. Ah, y para este entonces, Personal Shopper ya se había convertido en un thriller con breves secuencias de tensión hitchcockiana pura. En la escena donde Maureen decide probar un poco de ese mundo burgués en el que “está sin estar”, la película adquiere tonos eróticos donde la pantalla casi late gracias al físico de Kristen Stewart, a quien el director había desexualizado a principio del filme mostrando su cuerpo en un contexto médico tan aplastante como las escenas en la casa abandonada. Y todos estos cambios sin perderse la inquietante sensación de que sí, estamos viendo una película de fantasmas. Kristen Stewart entrega la mejor actuación de su carrera. Todos aquellos que la siguen llamando una actriz limitada, aún cegados por su participación en los filmes de Crepúsculo y renuentes a
ver más de su trabajo, deberían ver esta película: si no los convence aquí es porque no tienen ni la idea más aficionada de lo que debe lograr una actuación. Los matices que Kristen adquiere, adaptándose a los saltos tonales de Assayas, son testimonio de una comunicación casi telepática (a la que el director de hecho hizo referencia en la entrevista que mencioné al principio); su presencia a lo largo del filme podría haber sido plana y sosa en manos de otra actriz, pero con ella es increíblemente magnética. Si hay una fuerza que te hace seguir viendo la película aunque no estés seguro de que estés comprándole su ambicioso concepto, es Stewart. Y el hecho de que te logre vender y provocar tanto impacto con su entrega de esa frase que al final del filme se dice a sí misma (y prácticamente a la audiencia), lo dice todo. Hasta que la opinión no se estandarice con el tiempo (si es que eso llega a pasar), Personal Shopper será un filme sumamente divisivo. Sin embargo, aún si resulta que mi entusiasmo ha llegado a pasar por alto alguna crítica que un disidente me llegue a hacer de esta película en un futuro durante alguna discusión cinéfila, estoy seguro de que mi fascinación con ella no se perderá. Nadie puede negar que es un logro cinematográfico increíble al romper tantas convenciones a la vez y llegar a donde quiere llegar, aunque su objetivo no sea del gusto de todos. Podríamos incluso convenir en que, como su protagonista, “está sin estar” y es tanto un desastre interesante como una obra maestra. Elijan sus lados, el más allá o el más acá y, al igual que Maureen, denle tiempo al tiempo.
V
iolette (Julie Delpy), es una mujer parisina madura y sofisticada inmersa en el superficial y, en no pocas ocasiones, cruel mundo de la moda que se encarga de producir eventos para los más reconocidos diseñadores de toda Europa pero que no ha sido tan exitosa en el apartado amoroso como lo ha sido en el ramo profesional. Una tarde, durante una charla típica con sus mejores amigas mientras toman café en la ciudad costera de Biarritz muy al estilo Carrie Bradshaw y compañía, Violette conoce a Jean-René Graves (Dany Boon), un ingeniero en informática con un lamentable estilo para vestir y una sofisticación prácticamente nula, pero con quien comienza una suerte de romance de verano que pronto se transforma en una relación formal cuando él se muda de manera definitiva a París por cuestiones de trabajo. El idílico aunque atípico romance va avanzando de manera estable hasta que en escena irrumpe Eloi (aka Lolo, encarnado por Vincent Lacoste), el hijo de 19 años de Violette con complejos edípicos no resueltos que decide borrar del mapa al nuevo prospecto de padrastro. Con esta premisa, la actriz francesa Julie Delpy –a la que seguramente la gran mayoría recordará por dar vida a Céline en la trilogía Antes de... junto a Ethan Hawke y bajo la dirección del gran Richard Linklater– presenta su sexto largometraje como directora, y con un guión escrito en colaboración con Eugénie Grandval, da forma a una comedia bastante peculiar que ha-
ce uso de un humor bastante oscuro para enmascarar el trasfondo social de este romance atípico que se ve obstaculizado un tanto por los prejuicios de las clases sociales, pero sobre todo, por otra relación también aparentemente atípica, pero más común en la realidad de lo que podríamos pensar. Lolo: el hijo de mi novia es una romántica comedia negra que resulta mucho más punzante de lo que deja ver su humor guarro y neurótico. Por una parte, Julie Delpy presenta de manera certera y sin concesiones el esnobismo rampante que presentan las grandes ciudades y la discriminación hacia el provinciano carente de la sofisticación necesaria para formar parte de la elite capitalina y cosmopolita; mientras que por otro lado, permite entrever, a través de una elegante serie de sugerencias visuales, una muy bizarra relación edípica con el engreído, malcriado y casi sociópata Lolo, al que no tiene reparo en compararlo con los mismísimos infantes villanos manipuladores de El pueblo de los Malditos (1960), de Wolf Rilla; se trata de una criatura edípica que se aprovecha de la madre liberal y consentidora para darse la buena vida que un 'artista' como él se merece. La nueva producción de Delpy es la más cercana al cine comercial hasta ahora, y aunque toma elementos del cine cómico estadounidense como el humor irreverente de Judd Apatow, mantiene la sofisticación y sensibilidad europea y eso la convierte en una propuesta más que recomendable.
E
l nuevo largometraje de ficción del brasileño Kleber Mendoça Filho (Sonidos Vecinos; 2012) vuelve a ubicarse en su natal Recife, ciudad costera que funciona como telón de fondo para la historia de Clara (una sensacional Sônia Braga), una sexagenaria ex crítica musical, viuda, y la única inquilina del edificio que da nombre al filme y que se enfrenta a una inmobiliaria internacional que busca convencerla –aunque la palabra correcta sería «obligarla»– de vender su departamento para poder demoler el edificio entero y construir en el lugar un lujoso rascacielos departamental. Pero Aquarius se desmarca de los comunes filmes de litigios y, por el contrario, se enfoca en el intimista retrato de la cotidianidad de la protagonista de manera capitular –"El cabello de Clara"; "El amor de Clara" y "El cáncer de Clara"–, mientras algunas anécdotas se desenvuelven a lo largo del metraje como ramificaciones de un ancestral árbol y van soltando pistas –muchas veces musicales– que nos permiten comprender a cabalidad la radical negativa de la protagonista a vender su hogar a la insistente compañía inmobiliaria. Y es que la postura de Clara –una heroína moderna inspirada en la madre del propio Filho– se contrapone a la depredadora visión materialista de la compañía dueña ya del resto del inmueble; ella tiene claro que el edificio no es sólo el lugar donde ha vivido prácticamente toda su vida, sino que es parte de su identidad como ser humano, como mujer y como brasileña. El edificio Aquarius es para Clara un colector de experiencias agridulces, como la supervivencia al cáncer de mama, la crianza de sus hijos o la pérdida de su esposo. Más que un elemento arquitectónico de la zona costera de Recife, se trata de un conservador de sus diáfanas memorias; de ahí que la protagonista se mantenga como una
fuerza inamovible que se enfrenta a una fuerza arbitraria que busca despojarla de su hogar, que mantenga su determinación aún cuando las técnicas de «persuasión» de la inmobiliaria sean cada vez más violentas, como la orgía que organizan en el piso superior al de su departamento y que no consigue otra cosa que reavivar un fuego sexual que se mantenía aletargado pero que ahora resurge con inesperada intensidad y detonando una llamada a un sexo servidor; Clara se mantiene firme incluso cuando sufre el acoso de algunos ex vecinos que no han recibido el pago completo de sus departamentos porque ella no ha vendido el propio y el proyecto sigue estancado. Pero la decisión de Clara parece incomprensible para todos, a excepción de su sobrino, un melómano con quien tiene una relación mucho más cercana que con cualquiera de sus hijos, especialmente con aquella hija que actúa a sus espaldas y se pone en contacto con la inmobiliaria para intentar ayudar o arreglar las cosas pero que termina por traicionar la confianza de su madre. Filho disecciona aquí los choques generacionales y señala a aquellos para quienes lo material ya no guarda ningún valor emocional/sentimental y sólo se rigen bajo el sentido de la inmediatez y del consumo instantáneo; del «usar» y «desechar». De ahí la innegable relevancia que guarda el extenso flashback con el que abre la cinta y que muestra a una jovencísima protagonista recién curada del cáncer de mama y que, junto con unos amigos en la playa, escuchan por primera vez y de manera casi ceremoniosa –con el cassette y el estéreo del coche convertidos en objetos sacros– el ahora clásico Another one bites the dust de la legendaria banda Queen en los primeros años de la década de los 80. Como otro claro ejemplo de las brechas generacionales que el cineasta expone podemos seña-
lar también a la joven reportera de corta visión que entrevista a Clara y que protagoniza una incomodísima secuencia al inicio de la cinta al no lograr comprender la profunda parábola que alberga la anécdota que la retirada crítica, profundamente emocionada, le comparte sobre cómo llegó a sus manos uno de sus discos en vinil más valiosos y la inesperada sorpresa que el empaque contenía. Y es que Aquarius es mucho más que una película sobre aquellos que, desde su muy humilde trinchera, se defienden de aquellos que, con una retahíla de argumentos sobre la construcción de un «futuro progresista», buscan en realidad alzar sus urbes sobre las ruinas de la dignidad de los desprotegidos; y en este sentido, la posición de la protagonista resulta mucho más política de lo que se deja ver en una primera lectura. La película posee ecos político-sociales sutiles pero profundos y poderosos, y su historia revela el evidente compromiso social del director no sólo con su ciudad natal, sino con todo su país; por lo tanto no resulta extraño que el cineasta y parte del reparto de la película hayan lanzado un grito de protesta durante la premier de la película en el prestigioso Festival Internacional de Cine de Cannes el año pasado –donde fue la única película latinoamericana en competir por la codiciada Palma de Oro– en contra de la destitución de la presidenta Dilma Rousseff y los infames cambios que hizo el presidente interino en lo que muchos se apresuraron a señalar como un lamentable y vergonzoso golpe de Estado. Aquarius es un film que hace eco de una situación regional específica pero que con elegancia la transforma en un universal canto a la vida, a la libertad y a las inquebrantables convicciones personales.
L
a señorita Leni Riefenstahl era una gran cineasta. Una pionera de las artes de la cámara a la par con Orson Welles y Alfred Hitchcock; sin embargo, también en sus manos cayó el deber de crear una película propagandística para los nazis. No hay que juzgarla tan duro como persona: ella declaró más tarde que era completamente ignorante de las inclinaciones antisemitas del partido, y de hecho se había negado inicialmente a la tarea, pues quería seguir haciendo películas “normales”. Si el gobierno de tu país, aparentemente tan próspero y en boga, te hiciera tal propuesta, ¿la tomarías? El primer filme que Riefenstahl creó para los nazis fue Der Sieg des Glaubens (La victoria de la fe), estrenado en 1933, y que cubrió el quinto congreso de Núremberg. Tuvo numerosos problemas debido al rodaje apresurado y está lejos de ser una obra que merezca ovación técnica, pero eso no fue el problema: el problema fue que Ernst Röhm, el segundo hombre más poderoso del partido nazi, tenía mucho protagonismo en el filme… y fue ejecutado a órdenes de Hitler tras ser incriminado falsamente de conspirar en su contra. La victoria de la fe fue incinerada y se le consideró perdida hasta que una copia fue encontrada en Reino Unido en los años noventa. Tras la embarazosa sombra que cayó bajó el primer filme, Riefenstahl inicialmente se negó a dirigir El triunfo de la voluntad* y propuso al vanguardista Walter Ruttman, quien quería hacer una obra muy explícitamente propagandística. Sin embargo, Hitler tenía su visión bien pensada: él quería una propaganda sutil disfrazada de cinéma vérité, algo que impactara visceralmente a una audiencia ignorante – ya en Mi lucha había hablado del poder de la repetición y de apelar a la emoción por sobre la razón.
Sin embargo, desde los primeros fotogramas, es difícil de creer que Riefenstahl haya sido tan ignorante al respecto de los propósitos de Hitler, pues la visión que el dictador tenía para con el proyecto está terroríficamente lograda. La música emotiva exalta al instante, mientras aparece decorando los versos iniciales; luego se resuelve en las plenas imágenes de un cielo nuboso a través del cual la cámara surca como si el espectador, puesto en los ojos de Hitler, estuviese volando. Cuando el Führer aterriza y vemos su rostro por vez primera, está sonriendo, y es saludado por miles de personas; incluso toca a algunas con un ademán curativo. Las metáforas visuales mesiánicas son deliberadas, y complementan la temática cristiana de muchos de sus discursos durante el filme. Pero antes de que Hitler siquiera abra la boca, El triunfo de la voluntad se concentra en impacto visual. Durante casi diez minutos no se dice una sola palabra, y la cámara de Riefenstahl se ocupa de mostrarte escenarios pintorescos de la vida diaria alemana con gente de todas las edades sonriendo, intercalados con el insistente enfoque a la esvástica, el símbolo sagrado que pasó de significar buena suerte a ser el epítome visual del mal. Abundan tomas aéreas y el uso de perspectivas con los puntos de fuga a ambos lados de la pantalla para mostrar el increíble número de juventudes hitlerianas alineadas hasta el infinito. Y hablando de las juventudes: el siguiente segmento se concentra en ellas. Varios minutos de cuerpos blancos y perfectos bañándose, jugando a las luchas, afeitándose y peinándose ese cabello perfectamente cortado y difuminado de los bordes. Este montón de muñecos sonrientes en perfecta comunidad casi le hacen a uno olvidarse que están siendo entrenados para la guerra; el montaje está diseñado para apelar a la masculinidad. Cuando Hitler saluda a unas mujeres más tarde, el gesto de más de una tiene una sugerencia de deseo sexual. Como se puede inferir, El triunfo de la voluntad es un ejercicio en manipulación visual, algo que en vez de aburrir con palabras se dedica a penetrar la mente de manera emocional, simbólica. Las palabras finalmente llegan cuando los altos oficiales del partido pasan al podio a hablar, pero se mantienen económicas: solo dicen algo certero y genérico de manera apasionada, hay un corte, y luego se anuncia el nombre del siguiente oficial en una fuente atractiva. Quizá la película esté a blanco y negro y esto lo haga difícil de notar para nosotros, pero esto es política glamurizada, tanto en imaginería como en edición como en oratoria. No es de extrañar que varios artistas del siglo XX se hayan metido en problemas tras reconocerle este aspecto a los nazis:
El señor Bowie quizá se escuchó demasiado adulador en ese fragmento, pero lo perturbador es que —dejando de lado sus delirios a mitad de los años setenta— en esencia, tenía razón. Diga lo que diga el cliché, Hitler no era un gran orador, solo era directo, entendible, emotivo, apasionado, y obscenamente proselitista. Tenía de gran orador lo que cualquier novio abusivo y sexista que siempre engaña a sus parejas tiene de gran orador. Y sí, sabía venderse, y eso es algo que todo artista tiene, aun cuando su destreza técnica sea poca. Sin embargo, una cosa es pasarle lo anterior a Andy Warhol y otra a Hitler; indiscutiblemente, era una persona terrible a cargo de un movimiento terrible que se aprovechó del sentimiento humano para sus motivos megalómanos. Apelaba a esa hambre de cambio que posee el pueblo al convencerla de que Alemania sería próspera, a esa tendencia humana de convencerse a sí mismo de que su manera de ver las cosas es la salvación que debería imponerse en todos lados, a esa desesperación por trascender al declarar que el Reich duraría varios siglos. Todas estas características de la mentalidad humana son naturales y en cierta medida han engendrado lo mejor de la especie; en extremo, producen monstruos. Y cuando alguien se aprovecha de ello para manipular, bueno, es curioso para cualquier espectador moderno como estas gentes no se daban cuenta de las contradicciones que llegaban a sus oídos. Cuando el Führer promovía el amor a la paz, posteriormente decía que tenían que tener también coraje en un sentido bélico; cuando abogada por la eliminación de las divisiones sociales, al instante lanzaba comentarios racistas. Y luego está el momento en el que desacredita al concepto de “revolución”… esto es ultraderecha disfrazada de liberalismo, una ilusión de empoderamiento:
El triunfo de la voluntad fue aclamada casi desde el momento de su estreno y ganó premios alrededor del mundo. Actualmente, es reconocida como uno de los mejores filmes propagandísticos de la historia… y para bien o para mal, lo es. Las raíces de absolutamente todo spot político que he visto en mi vida están aquí, concentrados en una hora y cuarenta minutos. Entonces, ¿se podría decir que es una buena o mala película? En el aspecto técnico es indudablemente impresionante: si te la imaginas a color y en alta definición, vaya que se vería grandiosa. Aun cuando se trata de tomas de gente sentada, la cámara desenfoca el fondo, hace un pan a lo largo de la audiencia; el ambiente se siente vivo, dinámico, y apoteósicamente amplio. Sin embargo, ni como cinéma vérité se vuelve “moralmente” aprobable pues, como dije, es propaganda sutil: lo primero con lo que se me ocurre compararla es con Birth of a Nation, que también es reconocida como una gran pieza de cinematografía que patrocina ideologías horribles. De cualquier manera, esta película ha perdido prácticamente todo su valor visceral, y eso es algo bueno, ya que la única manera en la que alguien se podría excitar por esto es si fuere la audiencia a la que estaba dirigida hace décadas. Cuando pasa la primera hora y entiendes lo que la película está haciendo, deja de interesarte, y lo que queda es más repetición de los mismos impresionantes alineamientos y marchas de gente; posiblemente los cuarenta minutos más aburridos que he visto en mi vida. Nótese, sin embargo, como esas tomas influyeron en el retrato de las hordas de villanos ficticios hasta el día de hoy, sobre todo en el género fantástico. Lo que voy a decir quizá suene imprudente, pero de todas las maneras en las que los nazis pudieron haber trascendido, por fortuna lo hicieron solo como el epítome de la maldad humana. Es una cicatriz en nuestra historia como especie que nunca desaparecerá y quedará como una advertencia… al igual que esta película, que a estas alturas solo es apreciable temáticamente como una advertencia moral, a pesar de ser una pieza virtuosa de cinematografía. * No estoy seguro de esto, pero el título quizá haga referencia al concepto de “voluntad de poder” de Friedrich Nietzsche: la ambición, el hambre humana por ser más de lo que se es, aquel impulso con el que le podemos dar sentido a nuestras vidas sin trascendencia divina. Recuerden que Hitler era fanático de Nietzsche y exageró y malinterpretó muchos de sus conceptos e ideas.
E
stamos frente a una de las súper producciones del cine mexicano. Puede ser llamada la obra cumbre del 'Indio' para aquellos años al disponer de semejantes fortunas para llevar esta historia a la pantalla, película que llevó casi a la ruina de los estudios de cine mexicano. Tras los exitosos trabajos con Dolores del Río (Flor Silvestre, María Candelaria y Las Abandonadas), Emilio aún tenía preparado el proyecto más ambicioso que se había visto hasta ese año. Desde su pre-producción, la película Bugambilia había tenido problemas. Empezando por los hermosos y estilizados vestidos de la propia Dolores, mandados a confeccionar por el diseñador de Hollywood Louis Royer; el presupuesto rebasó el millón de pesos, algo nunca visto en esa época. Las compañías cinematográficas encargadas del proyecto terminaron por fusionarse para evitar la quiebra de una de éstas. En los sets no se vivía una relación tranquila, el interés del director por su actriz se vio desbordado,
desencadenando el desprecio y rechazo de Dolores por Emilio, generando fuertes discusiones y peleas entre ellos; la ruptura director-actriz fue inevitable (sería hasta La Malquerida donde volverían a encontrarse). La fotografía una vez más corrió a cargo del gran Gabriel Figueroa, regalándonos escenas únicas del hermoso y romántico Guanajuato, escenas de baile nunca vistas, una Dolores primorosa (¿recuerdan la escena del baño?). Un duelo actoral increíble, el gran Julio Villareal se luce en cada momento de su participación y la escena cumbre en donde el 'nuevo' acaudalado Ricardo Rojas (Pedro Armendáriz) se enfrenta a quien muchas veces lo humilló, a Don Fernando de los Robles. Sin duda la historia suena conocida (años atrás Julio Bracho nos relató Historia de un Gran Amor), pero todo el toque mexicano y artístico que el equipo de Fernández dotó a este film lo hace único y digno de ocupar un lugar en esta lista.
P
ara bien o para mal y le pese a quien le pese, la última gran banda de rock del siglo XX —en términos de fama apoteósica, inherente a llenar arenas y conquistar corazones— fue Oasis, liderada por los hermanos Noel y Liam Gallagher, mente maestra de composición pop y actitud punk portadora de una voz nata para el rocanrol, respectivamente. Su génesis y auge es una historia mítica dentro del mundo de la música, y después de años y años de documentales independientes al respecto y múltiples columnas de conocedores, llega Supersonic de Mat Whitecross, una producción apadrinada por los miembros de la banda, con sus propias narraciones y con material inédito tanto visual como auditivo. En papel, suena como una delicia para los fans. En ejecución… lo sigue siendo, pero deja mucho qué desear. No se me hizo un documental de cinco estrellas (la calificación que le puso la revista NME), pero les estaría mintiendo si les dijera que no me puse a cantar en plena sala, que no me emocioné con los demos mostrando la preciosa voz virgen de Liam, o que no agradecí escuchar las anécdotas personales y el insight familiar de los hermanos. Podrá sonar como algo que únicamente diría alguien con la curiosidad biográfica excesiva que solo un fanático posee por sus ídolos (y lo es, no lo negaré), pero lo apasionante de las narraciones en Supersonic es que dibujan una historia verdaderamente dramática, alocada, divertida, que casi parece un guion ficticio sobre una banda de rock ficticia. Lo increíble es que todo eso realmente ocurrió. Todos el suspenso de la
banda estando al borde de separarse tras accidentes hilarantes con drogas, las peleas en estudios, el hedonismo, lo conmovedora que resulta al final la historia de éxito de dos chicos con infancias problemáticas y de clase obrera, llevándole orgullo a su madre a la vez que nuevos pesares… es el material de una biopic excelente, al nivel de The Social Network, con giros dramáticos verídicos que de otro modo parecerían puro efectismo hollywoodense. El problema con Supersonic es que parece el fantasma de esa hipotética biopic. Se siente como si Liam y Noel te estuvieran contando su historia en un bar, y uno diría que habría cercanía gracias a eso, pero no es el caso. Nunca se muestran sus caras. No hay un crew que visite lugares y cosas por el estilo, cosas que te metan al universo de esta historia. El ratio de metraje nuevo y metraje viejo (y ampliamente reconocido por los fans) es bastante desigual y se inclina hacia lo segundo. Dios mío, que usan hasta imágenes sacadas de Google Images; entre todo, la película parece un podcast de YouTube con buena edición, y sé que yo no soy quién para criticar eso, pero esto dura dos horas y vaya que tenía potencial para ser mucho mejor. Se siente encapsulada, teniendo que recurrir excesivamente a animaciones para compensar la ausencia en pantalla de sus estrellas (aunque debo admitirlo, las animaciones son muy buenas). Si pones a Supersonic al lado de No Distance Left to Run, Blur vuelve a ganar la batalla, y con eso lo digo todo. Por encima de todo, resulta decepcionante que la señora Peggy Gallagher (madre de los hermanos), Bone-
head, Guigsy, Tony McCarroll, varios productores, y hasta la mánager de giras de Oasis en aquel entonces, Christine Mary Biller, muestren todos la cara, a diferencia de los hermanos. En cambio, pareciera que las estrellas del show —que tanto estuvieron promocionando el filme— grabaron sus partes con Audacity en sus casas y se las mandaron al director para que dejara de joder. No sé qué ocultan, pues Noel sigue dando conciertos y Liam va a lanzar un álbum el año entrante. Pero bueno, quizá Noel se dio cuenta de que sí es una patata y su hermano se sintió culpable y tampoco quiso aparecer. Pero bueno, cuestión de egos. Al fin y al cabo, lo mismo que desgastó y finalmente terminó con Oasis. Por lo menos, la película no lo oculta sino que lo ostenta, y la mejor línea de todo el filme, dicha por Christine (su ya mencionada exmánager), lo resume todo: “Noel tiene muchos botones, Liam tiene muchos dedos; es así de fácil”. Quizá todos los involucrados están conscientes del dramatismo y la profundidad que tocar ese elemento de rivalidad le suma a la historia, pues con todo y sus defectos, Supersonic se siente como la fantástica anécdota que tus dos tíos que fueron estrellas de rock hace veinte años te cuentan y tú no te puedes creer. Resulta incluso inspiradora, y eso es mucho más de lo que creería que se puede decir sobre algo ensamblado de manera tan desigual.