Foto: Finbar
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Foto: Rox Barriga
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n menos de una década Pablo Larraín se ha convertido en una de las voces contestatarias más importantes de Chile y toda Latinoamérica. Cada título de su aún breve pero contundente filmografía guarda relación en mayor o menor medida con el Chile dictatorial; sus tres primeros largometrajes –que conforman la conocida «trilogía de la dictadura»: Tony Manero (2008), Post Mortem (2010) y No (2012)– se mueven bajo la larga sobra de Pinochet; mientras que El Club (2015), la primera tras esta trilogía, se sitúa en tiempos actuales pero aún con las supurantes heridas que dejó el régimen militar. Finalmente, el director presentará este año dos largometrajes biográficos; uno de ellos marca su debut en el cine angloparlante y tiene como protagonista a –ni más ni menos– Natalie Portman, la ganadora del Oscar que encarna a Jacqueline Kennedy Onassis tras el asesinato de su esposo y presidente de los Estados Unidos, John Fitzgerald Kennedy. Pero mientras ese momento llega, centrémonos en el otro biopic que nos tiene preparado y que ya se presentó en México como película inaugural en la decimocuarta edición del Festival Internacional de Cine de Morelia: Neruda. Se trata de una atípica biopic que sigue al poeta y político chileno (sorprendente Luis Gnecco) durante la época en la que, como senador, acusó fervientemente al gobierno de traicionar a sus camaradas comunistas en el congreso, para luego verse obligado a huir del país cuando el presidente González Videla (Alfredo Castro) le arrebató el fuero ordenando, a la vez, su captura, y poniendo al frente de la «cacería» al inspector Óscar Peluchonneau (un Gael García Bernal muy certero en tono y ritmo).
Larraín no se olvida de retratar la memoria histórica chilena, aunque de manera deliberada se olvida de mantener una legitimidad histórica –el personaje al que da vida Gael García Bernal nunca existió en la vida real, por lo que podemos considerar a Neruda como un apócrifo biopic–; no obstante, este recurso no sólo no le representa ningún contratiempo sino todo lo contrario, le permite trazar con mayor libertad un retrato del convulso Chile en lo político, social e intelectual con una sofisticada mezcla de géneros y estilos narrativos. La película comienza como un solemne drama histórico-político, pero conforme los minutos van pasando y la persecución se agiliza, la narrativa evoluciona hasta alcanzar niveles de osadía y lírica poética nunca antes vistos en la obra del chileno. Neruda es un atrevido y ambicioso filme, un juego lúdico del gato y el ratón en el que cine surrealista, film noir y drama existencialista se mezclan con elegancia a lo largo de esta cacería en la que el personaje del poeta va perdiendo presencia y es su «cazador» quien inesperadamente toma el control del relato y se revela como el personaje más detallado, complejo y humano al verse enfrentado –tras una epifánica conversación con la esposa de Neruda– con la realidad de una existencia que sólo puede ser validada por el exiliado al que busca cada vez con mayor desesperación, pero sobre todo, movido una imperiosa necesidad, porque sólo puede «vivir» en relación a la existencia del poeta; de su «padre creador».
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ras haber trabajado como director de post producción en más de una decena de títulos como KM 31 (2006), Desierto Adentro (2008), Morenita (2008), El Premio (2011) y La Demora (2012), entre varios más, Diego Ros presenta, bajo la producción de Laura Bueno y los hermanos Jack Zagha y Yossy Zagha, su opera prima en clave de thriller en la que un crimen se presenta como el inicio de una sucesión anécdotas que arrastran a un vigilante hacia la vorágine de la violencia urbana. Escrita por el mismo Ros, la trama registra cómo se ve trastocada la vida de Salvador (Leonardo Alonso), un vigilante nocturno que tras completar su turno en la víspera del Día de la Independencia y con su mujer en el hospital a punto de dar a luz a su primogénito, busca ser relevado por su compañero Hugo (Ari Gallegos), sin embargo, una serie de situaciones que van desde lo improbable hasta lo absurdo –el abandono de una sospechosa camioneta frente a la construcción, un atroz asesinato así como su muy cuestionable investigación correspondiente, una inesperada visita, un vagabundo intruso en la obra, un niño fugado de casa, etc.– impiden que el vigilante abandone el lugar y quede atrapado en una pesadillesca experiencia. El Vigilante es un sugestivo thriller que se sostiene de principio a fin gra-
cias a tres elementos muy particulares: un guión que, con influencias declaradas de El viento nos llevará (1999) de Abbas Kiarostami y El ángel exterminador (1962) de Luis Buñuel, es trabajado a detalle para presentar una historia de lenta cocción que va construyendo el suspenso con una pericia narrativa sobresaliente pese a los tropiezos y precipitaciones que tienen lugar en su desenlace; una obra negra localizada en el Estado de México, un prodigio de locación urbana muy bien elegido que, gracias al trabajo de la formidable fotografía de Galo Olivares con tintes expresionistas, metafóricamente representa al México violento en perpetua construcción que lentamente engulle al personaje central tan íntegro como ingenuo; y finalmente, un actor protagonista de primer nivel que sabe cómo delinear un personaje tan completo como este inocente vigilante nocturno. De esta manera, Ros presenta su tesis sobre la relación de la sociedad –tanto como víctima y como cómplice– con la violencia urbana cotidiana, y que con un humor muy sutil pero a la vez negrísimo y mordaz, hace señalamientos sociales muy pertinentes y se coloca bajo los reflectores como un prometedor cineasta al que vale la pena seguirle la pista.
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stamos ante la primera ficción escrita y dirigida por el cineasta Federico Cecchetti pero no es el primer acercamiento a la cultura y tradición del México indígena. El director nacido en la Ciudad de México ya había presentado hace algunos años Raíces, un brevísimo documental centrado en un grupo de mujeres que sanan a través de plantas y métodos tradicionales de su comunidad, y Tres cantos, otro cortometraje documental –aunque ya no tan breve como el anterior– que registra tres ceremonias wixárika en Jalisco. Ahora con El sueño del Mara'akame –la decimoprimera película ganadora del Programa de Óperas Primas para egresados del CUEC– se aproxima nuevamente a la cultura y tradiciones de los wixárika –o huicholes– desde una perspectiva antropológica, un relato sensible sobre las relaciones entre padres e hijos. El protagonista de la historia es Nieri (Luciano Bautista Maxa), un adolescente huichol que anhela tocar, junto con sus amigos, en un concierto en la Ciudad de México; sin embargo, estos sueños se ven constantemente truncados por su padre (Antonio Parra Haka Temai), quien perseverante busca la manera en la que su hijo logre conectarse con su lado espiritual para convertirse, al igual que él, en el próximo Mara'akme de la comunidad. Cecchetti, maravillado por el mágico mundo de los huicholes desde años
atrás luego de su primer encuentro al ser invitado por el mismo Mara'akame Antonio Parra para registrar algunas ceremonias de la comunidad, se acerca a través de su opera prima con un profundo respeto hacia las tradiciones milenarias del pueblo wixárika y a su muy particular cosmovisión que les brinda una manera única de comprender el mundo. Tomando como ejemplo otras importantes propuestas cinematográficas que han colocado su lente sobre esta ancestral cultura –como el reciente extraordinario documental Eco de la Montaña, de Nicolás Echevarría–, Cecchetti no se centra en las amenazas que ha padecido y continúa padeciendo la comunidad en medio de la batalla –misteriosamente silenciada en los medios masivos– entre la industria minera extranjera y la región indígena sagrada Wirikuta, sino que toma ésto como un elemento de apoyo en la narración para dotar de una fuerza mayor a la historia central que habla tanto de los choques generacionales, como de la tradición y su inevitable enfrentamiento con la modernidad –y que al final terminarán en una, también inevitable, hibridación–, e incluso se sumerge en el análisis de la otredad a través de la relación paterno-filial entre Nieri y su padre; además, presenta como nudo principal la encrucijada a la que se enfrenta el adolescente: abandonar el legado cultural de su estirpe para perseguir su sueño adolescente de tocar
con la banda 'Peligro Sierreño' en la gran capital y convertirse en una suerte de 'rockstar', o sumergirse en un viaje iniciático para descubrirse o no poseedor de «el don» que lo guiará a través de los sueños hacia el venado azul que le permitirá acceder a su despertar espiritual y convertirse, al igual que su padre, en el próximo Mara'akame –chamán cantador y sanador– que perpetuará las ancestrales costumbres wixárikas. Confeccionado con honestidad y respeto, y sin caer en clichés, estereotipos o demagogias al momento de retratar al indígena, El Sueño del Mara'akame es un relato con un poderoso discurso sobre la importancia y la riqueza de las culturas indígenas, y que hace uso de un lenguaje cinematográfico un tanto experimental en el que las imágenes –con un gran trabajo del cinefotógrafo Iván Hernández– poco a poco van dejando su inicial tono y estilo realista –aprovechando al máximo las hermosas locaciones del México profundo– para comenzar a presentarse bajo una narrativa onírica y surreal –ojo a la secuencia reveladora en el metro de la Ciudad de México–, terminando por brindarnos una experiencia sensorial sobrecogedora que pocas veces ofrece el cine nacional.
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on una gran expectativa, el siempre controversial director guanajuatense Amat Escalante presentó en México su nueva propuesta cinematográfica tras haber ganado el León de Plata al Mejor Director en la pasada edición del Festival de Cine de Venecia en donde también compitió por el León de Oro a la Mejor Película. Como era de esperarse, con La Región Salvaje el cineasta polariza la opinión de público y crítica al presentar un trabajo no apto para quienes acuden al cine en busca de entretenimiento escapista, pues se trata de una propuesta sin concesiones que, con una belleza y brutalidad apabullantes, retrata el barbárico México de hoy. Alejandra (Ruth Ramos) vive en una pequeña localidad provinciana del estado de Guanajuato al lado de Ángel (Jesús Meza), su esposo, y sus dos pequeños hijos. La aparente normalidad y tranquilidad de esta tradicional familia provinciana se fractura violentamente cuando sale a la luz la relación que mantiene Ángel con Fabián (Edén Villavicencio), el hermano de Alejandra que trabaja como enfermero en el hospital de la región, y en dónde éste ha conocido a una fascinante y enigmática chica llamada Verónica (Simone Bucio) que se ha presentado para ser atendida por unas graves y misteriosas heridas que parecen haber sido causadas por el ataque de un animal salvaje. Las historias de estos cuatro personajes se van entrelazando más estrechamente al grado que Verónica comienza a persuadir a Fabián, y luego a Alejandra, para que visiten una vieja cabaña en medio de un bosque donde habita una misteriosa criatura que, debido a su naturaleza fuera de este mundo, podría ser la solución a sus problemas.
Estamos ante una situación atípica en la aún breve filmografía de Escalante, pues aunque vuelve a echar mano de un estilo y tono realista, por primera vez inserta elementos de ciencia ficción y horror que, sorprendentemente, no parecen discordar en ningún momento con el drama familiar que impera en el relato; de hecho, parece ajustarse sobremanera a las características de la obra fílmica del mexicano. Con un oficio claramente más depurado –tan sólo hace falta observar los movimientos de cámara que se sienten más confiados y decididos que nunca–, el ganador de la Palma de Oro al Mejor Director en Cannes por su filme anterior Heli (2013), y con el apoyo en el guión de Gibrán Portela –también guionista colaborador de las merecidamente laureadas La jaula de oro (2013) y Güeros (2014)–, el cineasta presenta su filme más redondo, potente y equilibrado hasta la fecha. Las atmósferas realistas que construye mediante la puesta en escena de aletargado ritmo y extensas secuencias en las que evita la edición abrupta para permitirnos contemplar la vida cotidiana de los protagonistas en la provincia mexicana que se expresan con diálogos naturales –y sobre todo auténticos–, dota al filme de una resonancia emocional y un grado de verosimilitud que resultan imprescindibles para engancharse con la historia, para empatizar –o detestar, según sea el caso– con los personajes, y para que, al momento que entren en pantalla los nebulosos elementos de horror y ciencia ficción, los aceptemos como parte de una convención con la que inconscientemente hemos pactado dentro del universo que ha germinado en pantalla. La ciencia ficción lovecraftiana, el horror de serie b de Carpenter, el body
horror de Cronenberg y el terror de Zulawski son sólo algunas de las posibles influencias que podemos intuir en la apreciación de La Región Salvaje y de las cuales el director extrae simbologías y conceptos para metaforizar sobre el México violento, machista, sexista, racista, clasista... y una larga lista de actitudes discriminatorias; pero sobre todo, pone atención a la sexualidad y sus obsesiones, por lo que resulta imprescindible, entonces, prestar atención y no perderse la orgiástica secuencia de los animales en medio del bosque donde se encuentra la cabaña que representa un oasis ante la vida violenta de los personajes, un lugar en el que encuentran la liberación sexual, un refugio en el que no se deben restringir ante las reglas normalizadoras de la castrante doble moral que lleva a la insatisfacción sexual y a la represión de los deseos homoeróticos que lo único que provocan un miedo irracional que pronto deviene en odio y que, mucho más pronto, se transforma en violencia. La Región Salvaje es cine violento y desconcertante, un drama psicosexual que con la inteligencia y arrojo habitual en su filmografía, busca sacudir e incomodar emocional y psicológicamente lo más posible al espectador en pos de obtener una reacción catártica ante un tema vivo, una reacción que dé pie a un cambio radical en esta dolorosa realidad social en la que el mexicano, como bien lo señaló Escalante al recibir su premio en Cannes tres años atrás, peligrosamente se está acostumbrado al sufrimiento.
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l segundo largometraje de Daniel Castro Zimbrón –tras su opera prima Táu (2012)– se presenta como una cinta de horror salpicada de elementos de ciencia ficción de la vieja escuela que utiliza las convenciones de éstos géneros para metaforizar sobre la paranoia social que se vive en todo el mundo y que se sustenta en el irracional miedo al otro. Planteada en una realidad donde el planeta se ha detenido y los días se han transformado en un ocaso perpetuo debido a una densa y tóxica neblina causada por un incierto evento apocalíptico que parece haber diezmado a la población que, además, ahora se ve acechada por una extraña y feroz criatura a la que han denominado como «la Bestia». En este contexto, una familia fracturada conformada por el padre (Brontis Jodorowsky en su segundo trabajo con el director) y sus tres hijos –Marcos (Fernando Álvarez Rebeil, también en su segunda colaboración con Zimbrón), Argel (Aliocha Sotnikoff Ramos) y su hermana pequeña (Camila Robertson Glennie) siempre en grave estado convaleciente– vive encerrada en el sótano de una vieja cabaña en medio de un bosque. El conflicto en el filme detona cuando, durante una de sus expediciones habituales en busca de alimento, Marcos desaparece tras un ataque de «la Bestia»; Argel, entonces, inicia una personal búsqueda de su hermano pero en su lugar descubrirá los misterios que guardan la bruma y los infinitos árboles del bosque, así como los macabros secretos que esconde su mismo padre.
El inteligente y audaz guión escrito por el mismo director junto con David Pablos (responsable de la laureada Las Elegidas) y Denis Languerand, hace patente una habilidad narrativa sorprendente que encuentra su principal apoyo en una factura técnica impresionante –el elegante movimiento de cámara, la fotografía que exclusivamente empleó luz natural, la música de notas añejas y el sensacional diseño sonoro que, al momento de combinarse, crean impresionantes y sombrías secuencias oníricas–, con la que el cineasta capitalino nos va guiando a través de atmósferas agobiantes que se acercan a las de la ciencia ficción tarkovskiana –en más de una ocasión nos viene a la mente su Stalker– que se funden constantemente con las del cósmico, estremecedor y apocalíptico horror lovecraftiano. En Las Tinieblas, la historia de esta familia aislada que se refugia del presunto fin del mundo y de «la Bestia» que los acosa, no es más que un mero pretexto para hablar de las dolorosas relaciones paternofiliales –tópico que ya había abordado, aunque desde una perspectiva muy distinta, en su cortometraje Negro hace un par de años– y de la grave situación que se vive alrededor del globo donde sociedades enteras buscan refugiarse del miedo al otro, al «extraño»; buscan resguardarse de esa violencia que acorrala desde distintos frentes –el gobierno represor, el crimen organizado, el narco, el terrorismo, etc.– y que incapacita la posibilidad de seguir adelante.
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l artista plástico y escritor mexicano Miguel Calderón Rothenstreich es autor de la serie de pictórica titulada Aggressively Mediocre/Mentally Challenged/Fantasy Island, la cual fue comprada por el cineasta de culto Wes Anderson y mostrada en pantalla grande en su cuarto largometraje pero primer gran filme Los Excéntricos Tenenbaum (The Royal Tenenbaums; 2001) como parte de la decoración del departamento de Eli Cash (Owen Wilson), y ahora debuta en la dirección de cine con un edípico relato protagonizado por Joel (Daniel Saldaña), un solitario escritor –aunque tiene trunca su primera novela desde hace años y no ha podido retomarla– que vive junto a su madre (una prestigiosa neurocirujana a la que da vida Ana Terán) en un suburbio de clase alta de la Ciudad de México y que encuentra en la práctica de la cetrería un refugio a la frustración que le provoca la siempre tensa aunque hipócritamente cordial relación con su madre dominante y profesional chantajista. La aparición de una atractiva chica interesada en Joel, la desaparición de su halcón –que da nombre a la película–, y el descubrimiento del amorío que sostiene la madre del joven con un vecino, tuercen los cimientos de esta extraña y relación materno-filial que comienza a transformarse en un enfermizo juego de poder. Rothenstreich crea un complejo personaje protagónico que se debate en todo momento entre la desesperación
que le provoca la opresora personalidad de su madre y el miedo a marcharse de casa y le imposibilita al menos intentar construir una vida propia. La cuidadosa fotografía del virtuoso tándem conformado por María Secco y Matías Penachino, logra crear las atmósferas que reflejan la frustración de Joel, de la cual solamente encuentra liberación en edípicos sueños, como uno en el que con su halcón da caza a su madre –secuencia que recuerda a la presente en la opera prima de Xavier Dolan (otro cineasta con opera prima centrada en un conflicto materno-filial irresoluto) en la que el hijo persigue a su madre vestida de novia en un paisaje natural muy similar y también en cámara lenta– o también aquella secuencia –excelentemente lograda– en la que Zeus, en un cambio de identidades con su dueño, tiene relaciones sexuales con madre. Zeus, pese a ciertas inconsistencias del guión que no aprovecha al máximo las situaciones que va planteando la premisa a lo largo del film –particularmente en su anticlimático desenlace–, que se olvida de explorar más a algunos de los personajes secundarios que introduce –el único amigo de Joel o la chica con la que comienza una aventura amorosa– y algunos diálogos carentes de naturalidad –o de sentido–, se erige como una solvente opera prima que propone un interesante tratado de las viciadas y co dependientes relaciones humanas contemporáneas.
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n su segundo largometraje de ficción, Carlos Enderle (responsable de Crónicas Chilangas; 2009) nos entrega la historia de Violeta (Guillermina Campuzano), una joven educadora cuya máxima ambición en este momento de su vida es convertirse en madre, pero su pareja, Ismael (Pablo Abitia), un cantante que imita incansablemente a Dave Gahan –vocalista de la banda británica Depeche Mode–, se niega a dar este importante paso pues está más interesado en darle continuidad a Shambala, su banda de rock de aire ochentero con la cual piensa conquistar la fama internacional. Este conflicto comienza a minar la relación y la ruptura de la pareja es el detonante de la historia en la que se ven involucrados una pareja de misioneros mormones –uno hormonalmente desatado (Evan Lamagna) y otro (homo)sexualmente reprimido (Hansel Ramírez)– que terminará por cambiar la vida de ambos para siempre. Con una propuesta visual prácticamente nula que no es capaz, al menos, de cuidar los encuadres, la película de prometedora premisa y buenas ideas sobre la exploración de los conflictos de la clase media, pierde por la mala ejecución de éstas y termina por deambular durante setenta y seis minutos sin decidirse jamás entre ser un drama intimista de parejas insatisfechas con discurso a favor del empoderamiento femenino, una sátira teológica hacia el dogma mormón o un homenaje cultural underground a Ciudad Nezahualcóyotl. La película no es ninguna de las ante-
riores. El director tamaulipeco pierde muy pronto el norte y evidencia su poco rigor y audacia narrativa con un montaje caprichoso que, entre otros vergonzosos ejemplos, intercala descafeinadas peleas callejeras con un desfile zombie capturado al aventón con el único fin de rellenar un espacio que no pudo prever el poco cuidadoso guión que se olvido que, para ser una película que transcurre en Ciudad Nezahualcóyotl y pretender ser un homenaje a ésta, hay muy pocas imágenes de ella. El drama intimista de la pareja central deviene en melodrama que, en sus mejores momentos, nos remite a un episodio kitsch de Mujer Casos de la Vida Real. Sus pretensiones de convertirse en un homenaje al célebre municipio del Estado de México se quedan muy lejos de ser cumplidas, pues éste es retratado con clichés y estereotipos que no hacen sino perpetuar la imagen de marginación, violencia y machismo. Y por si lo anterior no fuera suficiente, en el destino final de su protagonista se percibe un dejo de sexismo que se opone a su discurso inicial de reivindicación y empoderamiento del sexo femenino que decide enfrentarse a los convencionalismo sociales: si ella ya tenía un trabajo estable como maestra en un kínder mientras se encontraba con su novio el rockstar de barriada... ¿por qué al tomar el control de su vida y su cuerpo al convertirse en madre termina como vendedora ambulante ofreciendo joyería de fantasía a los transeúntes?
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íctor, un peluquero de barrio asentado en la Ciudad de México, es el protagonista del más reciente proyecto de Iván Ávila Dueñas, El peluquero romántico, filme que se centra en el barbero del título que, a los treinta y siete años de edad, sufre la muerte de su madre y se enfrenta al reto de comenzar con la reconstrucción de su vida emocional, mientras su vida laboral continúa sumergida en la rutina citadina con los viajes en transporte público de su casa a la peluquería y de regreso, y los breves momentos en que una guapa chica de una cocina económica cercana le lleva la comida. La propuesta del director de La Sangre iluminada (2007) se basa en la nostalgia por el pasado: la vieja casa donde atiende con regularidad a los títulos clásicos del celuloide mexicano de la Época de Oro que ofrece la televisión –también un aparato casi pieza de museo– y que constantemente le hacen imaginarse en un universo monocromático y añejo, o las antiguas canciones románticas de aquel México que comenzaba a cimentar su moder-
nidad a mediados del siglo pasado y con las que canta sentidamente; además, por supuesto, se interesa por el rescate de ciertas tradiciones como ir por un corte de cabello o una buena afeitada a una peluquería de barrio que aquí supone una suerte de pecera desde la cual el protagonista ve pasar la vida día con día tras la ventana. El reencuentro con su mejor amigo –que por causas económicas necesita un lugar para quedarse durante algunos días en la ahora casa vacía de Víctor–, así como el reencuentro con una ex novia –ahora casada y con hijos–, ofrecen cierta frescura a su rutina, pero no es sino hasta que aparece un fantasma del pasado que Víctor se replantea el sentido y futuro de su vida, cuestionándose –tal vez por primera vez en su vida– qué es lo que realmente le apasiona. Con un final que rompe con la calidez del entrañable relato inicial y que por momentos parece prolongarse demasiado, el director plantea en El peluquero romántico una tesis sobre el permitirse ser feliz... aunque sea en otro lugar lejos de casa.
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l primer largometraje de la cineasta capitalina Bárbara Ochoa Castañeda se acerca a la intimidad de una familia de clase media que vive la pérdida de uno de sus miembros. En Tiempo sin pulso se nos permite apreciar la forma en la que cada uno de los integrantes sobrelleva la muerte de Esteban, el hijo mayor que falleció en un accidente dos años atrás: la madre (formidable Carmen Beato) sumida profundamente en una depresión que la lleva a lanzar culpas a diestra y siniestra por aquel hijo que injustamente le fue arrebatado, un padre (Rubén Pablos) que encuentra en la televisión un bálsamo que con la enajenación de los noticieros le ayuda a no pensar en el dolor de su pérdida, y una hermana (María Deschamps) que se fue de casa para refugiarse en la relación con su novio (Fernando Álvarez Rebeil) y en el consumo de las drogas para no enfrentarse a al desgastante perpetuo luto que se vive en la casa donde se crió. Pero a pesar de mostrarnos este abanico de respuestas ante la muerte de un ser querido, la película se centra principalmente en la figura de Bruno (Andrés Lupone), el hijo menor de la familia cuyo decimonoveno cumpleaños está a tan sólo unos días de llegar pero que se ve opacado por el aniversario luctuoso de Esteban, cuya muerte marco el inicio de una vida bajo la sombra de ese «hermano modelo» que todos querían y admiraban. Bruno también ha desarrollado una represión casi patológica de sus deseos sexuales y se autocastiga fuertemente cada vez éstos le ganan la jugada vía sueños húmedos; esta situación empeora con el regreso de Elisa (Alejandra Cárdenas), su primer amor y el flirteo de Camila (Paola Arroyo), la jovencita prima de su mejor amigo (Sebastián Cobos). Además, ha perdido casi por completo
su identidad al intentar ocupar el espacio físico y emocional que dejó su hermano; este comportamiento –que lo llevó incluso a elegir la carrera que su hermano cursaba pese a ser algo completamente opuesto a sus inquietudes artísticas– es generado, en parte, por el sentimiento de culpa, pero también por la presión de la madre que lo compara constantemente con su hermano, a tal grado de declarar que «cada día se parece más a Esteban» durante una incomodísima comida familiar. Mediante una narrativa por momentos aletargada que, aunque ocasionalmente pierde el ritmo, eficazmente funciona como un espejo que refleja el estado anímico de nuestro protagonista; de esta manera Tiempo sin pulso nos va compartiendo pistas a través de diálogos de gran naturalidad, flashbacks oníricos y cuidados encuadres que nos revelan información que los personajes callan por un dolor aún intenso o una pesada culpa, y de esta manera nosotros podamos completar el rompecabezas, para que, con esa información que nos llega a cuentagotas, podamos apreciar cada vez más el panorama completo de esta familia heridas. La opera prima de Castañeda, aunque no logra escapar de algunos lugares comunes del cine dramático que aborda el tópico de las pérdidas de seres queridos y el duelo al que se intenta sobreponerse a través de la culpa y los reproches, o con la búsqueda de redención y el perdón, es una propuesta dramática contenida y elegante que sale avante y destaca por la honestidad de su discurso y la sensibilidad con la que aborda el delicado tema de las consecuencias de una muerte en el seno familiar sin el uso de artificios y sin caer en ningún momento en sensiblerías con las que el cine acostumbra a chantajear emocionalmente.
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res años después de haber presentado su merecidamente celebrada opera prima Los insólitos peces gato (2013), la cineasta Claudia Sainte-Luce nos trae La caja vacía, su segundo largometraje en el que vuelve a retomar una experiencia autobiográfica para elaborar con ella un relato de ficción sobre las relaciones familiares. La protagonista es Jazmín (la misma Sainte-Luce ahora también frente a la cámara), una chica que vive sola en un pequeño departamento de la Ciudad de México donde «freelancea» como community manager y dramaturga; aunque la verdad es que trabaja más como mesera en una cafetería. Una noche recibe una llamada en la que le piden visitar a Toussaint, su padre de origen haitiano al que no ve desde hace varios años y que ahora está hospitalizado tras un desalentador diagnóstico; con la recomendación de que no se quede solo, ella se ve obligada a llevarlo a su casa para cuidar de él. El resto de la película se va estructurando de manera fragmentada saltando del presente al pasado mediante algunos flashbacks de Toussaint en Haiti y en Nueva York donde conoció a la madre de Jazmín; y es así conocemos la historia de un hombre complejo y contradictorio que, nunca se atrevió a sentar cabeza y establecerse en un lugar, generando con ello una relación fría y distante con su hija. Por su parte, el personaje de Jazmín también se va desdoblando ante nosotros y se presenta con una similar carga de complejidades y contradicciones; se trata de una mujer que no ha podido sanar las heridas de la ausencia paterna y que, ahora más que nunca, se ve obligada a hacerle frente a las consecuencias sentimentales que esta ausencia ha provocado en su identidad y personalidad.
A este segundo paso en la carrera de Sainte-Luce podríamos definirlo como «arriesgado» y quizá estaríamos enunciando su mayor virtud, aunque por supuesto no la única. Cambiando radicalmente de estilo y de tono –la calidez, inmediata empatía y emotividad sobrecogedora que envolvía a aquella entrañable familia protagónica de su opera prima se esfuman aquí de manera desconcertante y aparece en su lugar una oscuridad inquietante– la realizadora demuestra que su sensibilidad a la hora de retratar las relaciones personales es completamente genuina y no producto de una suerte de principiante. Al presenciar el resultado de La caja vacía, esta historia de resentimientos, culpas, perdón y redención, se intuye inmediatamente como un proceso catártico para la directora veracruzana, pero en esta ocasión la conexión emocional de esta conciliación paterno-filial no se presenta de una manera tan efectiva como en su filme debut. Esto resulta por demás extraño pues, al igual que Los insólitos peces gato, se trata de una historia personal que evidentemente contiene una gran carga sentimental; aunque tal vez sea precisamente el hecho de tratarse de una experiencia de carácter personalísimo lo que podría convertirla en una cinta emocionalmente inaccesible para el gran público. Tras su estreno en salas comerciales –que esperamos se dé muy pronto–, el público dará su veredicto. Mientras tanto sólo queda esperar y recomendar no perderse esta propuesta arriesgada que rompe con la zona de confort de su artífice y que, pese a no alcanzar el nivel de excelencia de su trabajo previo, nos permite ver el talento de una mujer que tiene muchísimo más por compartirnos.
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ania es una madre soltera que es despedida de su trabajo, por lo que su madre ahora la obliga a hacerse responsable de Ximena, su pequeña hija producto de una fracasada relación. Un día salir de casa con el pretexto de buscar trabajo y dejar encargada a su hija, Dania se encuentra un iPhone en uno de los probadores de una tienda de ropa. Pese a recibir una llamada de la dueña del dispositivo, nuestra protagonista decide quedárselo, y mientras revisa el contenido del teléfono con curiosidad, va conociendo fragmentos de la vida de su dueña: fotos de lugares a los que ha viajado, selfies y algunos videos con su novio y amigas; pero hay un video en particular que le llama la atención, se trata de un breve clip en el que la chica discute con su madre, creando una empatía con ella al descubrir que también vive entre el ambiente opresor de la madre y la incertidumbre de su vida futura; esto la va motivando para romper con la monotonía y el vacío de su vida e intentar seguir adelante con sus estudios. Utilizando esta premisa, Dariela Ludlow presenta su opera prima de ficción mediante una mezcla de documental con ficción y recurriendo a un ejercicio metalingüistico: Dania Deloya Becerril «actúa» su propia historia para ser filmada y, a partir de la segunda
mitad de la película, nos encontramos a la chica después de unos años viendo aquella película que capturó un fragmento de su vida y que ella misma protagonizó. La propuesta experimental de Ludlow crea un retrato de la situación actual de miles de jóvenes en México. Con un estilo visual que alude a la etapa de la adolescencia –los créditos al estilo chat de whats app, el uso del celular y las redes sociales, la cámara inquieta, etc.– y evitando en todo momento adoptar una postura aleccionadora Ludlow utiliza la historia de Dania para hablar del fenómeno nini femenino en México y tomar una radiografía de una juventud apática, enojada y perezosa, sin ambiciones pero a la vez sin oportunidades. Sin embargo, en este híbrido docuficcional que supone Esa era Dania, el guión se percibe estructuralmente débil y apoyado en los artificios de su estilo formal; entonces, si nos acercamos a él como documento antropológico que retrata cierto sector de la adolescencia nacional resulta un grato trabajo que es material pertinente, urgente y –debería ser– obligatorio en secundarias y preparatorias a nivel nacional; pero analizada ya como una pieza cinematográfica no posee un discurso sólido real y tampoco alcanza un nivel de excelencia.
A
l otro lado (2005), El General (2009) y El velador (2011) son los documentales que Natalia Almada ha dirigido antes de dar el salto a la ficción con Todo lo demás, cinta que versa sobre la rutinaria vida de Flor (la gran Adriana Barraza como portentosa e incontestable protagonista), una mujer de mediana edad que trabaja como oficinista en una institución gubernamental en la que se llevan a cabo algunos de los siempre engorrosos trámites burocráticos; en el lugar, ella se encarga de revisar la documentación de los solicitantes y aprobar o negar –por alguna anomalía en los datos o porque no se cumplieron las reglas de procedimiento en el llenado de documentos como utilizar tinta azul– el trámite de los frustrados ciudadanos. En esta tarea anodina se pierden uno a uno sus horas laborales, mientras el resto lo dedica a transportarse en metro para llegar por la noche a casa, cenar, pintarse las uñas, cuidar a su gato –el único compañero que tiene en la vida– y enlistar metódica y religiosamente los nombres de todos los usuarios a los que atendió durante el día y señalar con un punto rojo a los que se les aceptó su trámite.
Ciertas escenas de la película –ella mirando a unos niños en una piscina, comprando un disco de música romántica con la que acompaña un improvisado baile en la sala con un cojín como compañero de baile, su negación a ducharse en unos baños públicos, el acomodo de unas enigmáticas fotos después de un sismo, etc.– nos permiten intuir que nuestra protagonista es una sobreviviente que no se ha podido sobreponer del todo a un pasado trágico y traumático, y que además ahora se enfrenta a la realidad del inexorable paso del tiempo y la cada vez más cercana tercera edad. Se trata de un personaje por demás interesante que, lamentablemente, se ve prácticamente anulado en todo su potencial por la decisión de seguir una narrativa que, pese a la extraordinaria fotografía fija y simétrica de Lorenzo Haggernan secundada por el elegante diseño sonoro, abusa de la extensión innecesaria de sus tomas; y es precisamente este letárgico y monótono ritmo narrativo –utilizado con el propósito de reflejar el limbo que rodea a Flor– lo que se convierte en la principal y más grande barrera a la que se enfrenta el público para conectarse con el filme.
L
o que comenzó como el nuevo trabajo documental del cineasta capitalino Rodrigo Reyes se transformó en la ópera prima con la que da el salto a la ficción al descubrir una anécdota familiar sobre su abuelo, quien tras emigrar como brasero a los Estados Unidos y estar «perdido» por cinco años, regresó a su natal Cotija, en el estado de Michoacán, con camisa y sombrero nuevos, pero sin hablar nunca de su vida en «el otro lado», aunque se intuía como una experiencia desgarradora. Lupe bajo el sol sigue los pasos de Lupe, un migrante mexicano de edad avanzada que vive en el Valle Central de California y que trabaja en la cosecha del durazno en los campos del estado. Un diagnóstico clínico desfavorable trastoca su vida y es entonces cuando comienza a buscar contactarse nuevamente con la familia que dejó atrás hace muchos años en México, tierra a la que ahora quiere regresar para pasar el resto de su vida. Lupe bajo el sol tenía todos los elementos necesarios para presentar y desarrollar a conciencia una sobresaliente tesis sobre la naturaleza humana
de un hombre mayor que lo ha perdido todo, que es rechazado por la familia que abandonó años atrás –«Pensamos que estabas muerto. Ya no te necesitamos, Lupe»– y que ahora se encuentra vacío y atrapado en un país del cual nunca se ha sentido parte y al cual jamás pertenecerá. Sin embargo, el capricho del director por mantener en la ficción un tono y estilo documental –género que en sí ya tiene limitantes– hace que la cinta resulte emocionalmente distante, que un tema al que podríamos tildar de «trillado» no encuentre frescura alguna en la propuesta que, además, no presenta tampoco un camino bien trazado del relato, por lo que inevitablemente termina conformado por una interminable serie de pesadas y monótonas secuencias carentes de un discurso visual que dialogue con nosotros y nos comparta la información que los personajes verbalmente no transmiten. Oportunidad perdida de llevar a la pantalla grande el anhelado regreso de los migrantes a sus lugares de origen tras haber pagado el precio de vivir el sueño americano.
D
urante la filmación de un documental que registra la vida los involucrados en una construcción en las playas de una comunidad de Oaxaca, surgió la idea de «ficcionalizar la historia» –por una razón que simplemente no consigo entender– y mantener el documental original como un proyecto alterno que, según su artífice, será próximamente presentado. La docuficción resultante de esa desconcertante decisión, captura la cotidianidad de una comunidad oaxaqueña cuyas vidas giran en torno a la construcción de una casa, que no es otra que la 'Casa Wabi', del japonés Tadao Ando. Se trata de una trama con múltiples historias pero que se centra principalmente en tres de ellas: la primera es la de Oriente, uno de los trabajadores de la obra con una inusual vocación poética con una inclinación por la obra magna de Cervantes, y que tiempo atrás comenzó una relación sentimental con una mujer de la localidad, pero que ahora busca la oportunidad de regresar con su verdadera familia en Michoacán; la segunda es la de Coral, una niña que constantemente deambula en la obra buscando que alguno de sus tantos padrinos albañiles le ayude a recuperar un par de aretes
que una compañera de la escuela le robó; y finalmente la historia de Diego, uno de los albañiles de la obra –y padrino de Coral– que por las noches se integra a una banda musical para tocar en un centro nocturno. Pacífico es un trabajo formalmente interesante. La fotografía es del talentoso Pedro González-Rubio, Joaquín del Paso y la propia Romandía, así que no se podía esperar menos que la belleza y elegancia de las imágenes que se ven complementadas con el sobresaliente diseño sonoro que crea una atmósfera con los sonidos naturales de la zona y el artificioso bullicio martillante de la construcción. No obstante, es también una propuesta que, a causa de sus graves discapacidades narrativas, naufraga inevitablemente en las mareas provocadas por las autorales pretensiones intelectuales que saltan inmediatamente al ojo desde que nos presentan en pantalla a un grupo de actores no profesionales –como si con ese recurso capturaran con mayor veracidad la «realidad»– cuya incapacidad de matizar emociones o delinear personajes hacen de la película un trabajo visualmente atractivo pero emocionalmente plano e intrascendente.
E
l año pasado en el Festival Internacional de Cine de Morelia el director Sergio Flores Thorija presentó Bosnian Dream (2015), un minifilme que resultó ganador del premio al mejor cortometraje de ficción. Ahora presenta 3 mujeres (o despertando de mi sueño bosnio)", en donde añade dos minificciones más a la del premiado cortometraje para conformar así una canasta de historias protagonizadas por una tercia de jóvenes mujeres cuyas vidas se cruzan circunstancialmente en algún punto del relato pero manteniendo en todo momento su autonomía. La película sigue los pasos de tres chicas: Ivana, la protagonista del primer relato que ya atestiguamos en Bosnian Dream, una chica que trabaja como cocinera en un restaurante durante el día y por las noches regresa a casa a cuidar a su madre enferma que se distrae durante el día viendo las aspiracionales historias que ofrecen las telenovelas mexicanas en la televisión; su sueño es mudarse a Nueva York para vivir al estilo Sex and the city. Clara, una joven inmigrante brasileña que quiere estudiar ciencias políticas, pero para pagar la renta de su departamento y la colegiatura universitaria trabaja como pole dancer los fines de semana en un centro nocturno de escasa clientela... aunque, de acuerdo con su jefe, eso cambiará pronto ahora que ella es
el show principal. Marina es una chica lesbiana y está enamorada de su mejor amiga heterosexual; como si esa frustración no fuera suficiente, ésta le anuncia que muy pronto tendrá que mudarse a Suecia. 3 mujeres (o despertando de mi sueño bosnio), coproducida por la compañía mexicana Lucía Films y Film Factory –escuela fundada por el cineasta húngaro Béla Tarr y que se presenta aquí mediante claras influencias cinematográficas que se reflejan en el estilo y tono realista, una puesta en escena pulcra con uso de luz natural y secuencias extendidas con cámara fija y el uso de actrices no profesionales (en este caso Ivana Vojinovic, Clara Casagrande y Marina Komsic)– es un trabajo formulaico que entreteje de una manera natural las historias de los tres sueños congelados y pulverizados por la fría ciudad de Sarajevo mientras busca insertar un convulso contexto sociopolítico en cada una de las historias para hablar de migración, homofobia, machismo y sexismo una sociedad ultraconservadora e intolerante; sin embargo, la propuesta cinematográfica cuenta con un lenguaje cinematográfico muy limitado que resulta monótono y que no permite que estos tópicos realmente tomen forma con la potencia que deberían para hacer un retrato contundente del rol femenino en la sociedad bosnia.
U
na vieja casona es el refugio de un hombre (Noé Hernández cada vez más provocador) en una realidad apocalíptica. Con la obsesiva idea de transformar el lugar en una caverna, pasa los días dedicándose a esta titánica empresa a la vez que destila y bebe alcohol que extrae de pan rancio. Cuando los hermanos Lucio y Fauna (María Evoli y Diego Gamaliel) se internan en la casona, el hombre les propone un pacto: mano de obra a cambio de refugio y comida. Así da inicio la construcción de la cueva que paulatinamente va adquiriendo características infernales y donde las restricciones morales de todos aquellos que se aventuren dentro de ella, serán aniquiladas. Bajo esta premisa se presenta la opera prima del capitalino Emiliano Rocha Minter, Tenemos la carne, en la que el debutante, de veintiseis años de edad y egresado de la Escuela Nacional de Pintura, Arte y Grabado La Esmeralda, firma un guión en el que esta suerte de inframundo artesanal es el lugar al que se puede acudir para dejar que actúen los instintos más salvajes del ser humano, donde el primitivismo se libera de los grilletes moralinos de las sociedades «civilizadas». Para crear este bizarro universo, Minter recurre a un diseño de arte con colores y temperaturas contrastantes, una cámara cada vez más nerviosa, una fortografía de Yollótl Alvarado Tempero más osada, y un diseño sonoro/musical que, funcionando como
engranajes de una maquinaria fílmica, registran penes, vaginas –ambos, por supuesto, en primerísimo plano–, masturbaciones, eyaculaciones, relaciones incestuosas, orgías, necrofilia, y canibalismo; estas son sólo algunas de las secuencias explícitas que, seguramente «shockearán» a más de un mojigato que abandonará la sala. Imposible de analizar de manera racional sino como una experiencia sensorial que incomoda al público para cuestionarlo sobre sus más íntimos y reprimidos deseos, a este simbólico descenso a los infiernos de unos post apocalípticos Adán y Eva que supone Tenemos la carne podemos reprocharte un par de cosas: severas carencias en su propuesta cinematográfica, por lo que posiblemente nos acercaríamos a una descripción más certera si nos referimos a él como "teatro underground/experimental filmado"; y también que, cuando cruza la mitad de su duración, la película que antes proponía un honesto retrato de las inquietudes de su generación, de cuestionar las normas, desafiar tabúes y derribar los convencionalismos sociales, se desborda en secuencias que con meridiana claridad revela el único fin de la provocación, dejando a un lado un cuestionamiento crítico sincero hacia la sociedad. De esta manera, cuando los setenta y nueve minutos de estridente shock terminan, tenemos la sensación de que la rebeldía que presumían era pura pose.
E
l título de la primera pieza documental de María José Cuevas hace referencia a la película homónima de 1975 que, bajo la dirección de Miguel M. Delgado y con Sasha Montenegro y Jorge Rivero como protagonistas, adaptó cinematográficamente la puesta teatral Las Ficheras (1971), de Víctor Manuel «El Güero» Castro, pero que tuvo que cambiar su nombre debido a la censura de la época. Sin embargo, Bellas de Noche, el documental de la hija menor del pintor mexicano José Luis Cuevas, es un homenaje a cinco mujeres que, como vedettes durante las décadas de los '70 y '80, fueron símbolos sexuales emblemáticos de la vida nocturna en distintos cabarets de la Ciudad de México y de la producción cinematográfica nacional del llamado «cine de ficheras» –inaugurado precisamente con el filme setentero de M. Delgado que se mantuvo por veintiséis semanas en la cartelera. Wanda Seux, Lyn May, Olga Breeskin, Rossy Mendoza y Princesa Yamal son las integrantes del quinteto femenino que, sin pudor alguno –faltaba más–, brevemente testifican ante la cámara sus logros alcanzados cuatro décadas atrás, pero sobre todo, dan fe de la fama como un cruel espejismo, de los inexorables estragos del paso del tiempo y del olvido del público que éste trajo consigo. Con una labor de filmación que se extendió durante siete años y reuniendo casi doscientas horas de material –además de la relación casi familiar que logró construir con sus protagonistas–, María José Cuevas logra en tan sólo noventa y tres minutos presentar un sensible retrato de cinco mujeres que, tras haber estado en los cuernos de la Luna con los personajes que crearon para enfrentarse a la titánica labor que representaba su trabajo frente a las cámaras o sobre los escenarios al estar expuestas al más difícil de los públicos, ahora viven olvidadas por una sociedad que, practicando el culto a la juventud y la belleza, jamás les ha perdonado el pecado de envejecer.
Bellas de Noche le da voz a cinco vedettes multifacéticas que, aunque ahora son ignoradas por la industria del entretenimiento, en su momento representaron un grito en contra de la represión moralina que satanizó la belleza como parte de un espectáculo, que se pronunció en contra de ejercer con libertad su sexualidad y también en contra del uso de su cuerpo como instrumento de trabajo –para los que creen que Gloria Trevi fue transgresora, échenle un ojo al video de Wanda Seux en un programa de televisión y presten atención a su interacción con el público masculino–, y que ahora finalmente nos dejan espiar su aspecto menos conocido, el de las mujeres detrás de los reflectores. Las historias personales de este explosivo quinteto –entre las que podemos encontrar matrimonios fallidos, fallecimientos de parejas, injustos encarcelamientos, diagnósticos de violentas enfermedades, adicciones a las drogas, radicales transformaciones religiosas y un larguísimo etcétera– se muestran sin amarillismo ni juicios mo-rales condenatorios, pero sí con una gran carga melancólica aunque también desde una perspectiva de vida en plenitud; y de esta manera va adquiriendo forma un potente discurso de dignidad, felicidad, fortaleza y reinvención femenina. Se trata de una carta de amor escrita con un elegante lenguaje cinematográfico –la fotografía de la misma directora junto con la de Mark Powell y la curaduría musical en la que no podía faltar La Sonora Santanera– que reivindica no sólo a estas mujeres que sobre los escenarios o frente a las cámaras ofrecieron su lozana belleza al México de finales del siglo pasado, sino también a todas aquellas mujeres que, por su edad y apariencia actual, sobreviven el día a día en una cruel sociedad que las castiga con la indiferencia, el rechazo e inclusive el desprecio que provoca el permanente culto a la juventud y la belleza de las nuevas generaciones.
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ieciséis días después de iniciar el 2014, una modesta película tomó por sorpresa al público y crítica asistente al Festival Internacional de Cine de Sundance y terminó llevándose los dos reconocimientos más importantes que otorga este evento fílmico anual: el premio de la audiencia y el gran premio del Jurado. Ese fue tan sólo el inicio de la marejada de reconocimientos –ochenta y siete en total alrededor del globo– que recibió Whiplash, y su creador, el estadounidense Damien Chazelle, recibió la atención de todo Hollywood y del mundo entero cuando su filme compitió por el premio de la Academia como Mejor Película. Han pasado ya dos años desde aquel fenomenal drama musical que también impulsó la carrera de sus protagonistas, Miles Teller y J.K. Simmons, y las expectativas sobre el nuevo proyecto de Chazelle están por las nubes; pero no únicamente porque el público y la crítica quieren ver si puede igualar o incluso superar la calidad y éxito de Whiplash, sino porque representa la reunión en pantalla de Ryan Gosling y Emma Stone tras haber compartido créditos como pareja en la comedia romántica con desenlace moralino Crazy, Stupid, Love, de Glenn Ficarra y John Requa, y en la muy irregular Gangster Squad (2013), de Ruben Fleischer. Presentada en cinemascope –ojo al maravilloso y melancólico guiño que
nos da la bienvenida– la película nos coloca en medio de un intempestivo romance entre dos entusiasmados jóvenes que se han aventurado a un incierto camino en pos de conquistar sus sueños en la ciudad de Los Ángeles. Mia (Stone) quiere ser una famosa actriz; pero mientras lo intenta una y otra vez, trabaja en una cafetería dentro de unos célebres estudios de filmación. Sebastian (Gosling) quiere tener su propio bar de Jazz; pero mientras eso sucede vive de presentaciones en sucios bares, de tocar el piano en restaurantes donde nadie presta atención a los temas que el dueño le obliga a tocar –villancicos–, y como tecladista en una banda de «coverea» éxitos pop ochenteros en eventos de cualquier tipo. Y aunque parece que su relación será de desprecio y despedida tras un inicial altercado en la autopista y un orgulloso desplante en el ya mencionado restaurante de los villancicos, sus caminos se cruzan constantemente y tanto las situaciones en las que se ven envueltos como su gran ambición y perseverancia por lograr sus metas, van generando una conexión cada vez más fuerte hasta que el romance inicia y la pareja crece y se fortalece con apoyo mutuo para seguir luchando. Sin embargo, los esfuerzos individuales por conseguir lo que quieren comienzan a separarlos.
En La La Land, el director reitera su gran destreza narrativa –ya conocida por el mundo gracias a Whiplash–, pero aquí alcanza gloriosos niveles al mostrarnos también su habilidad en los terrenos visuales con una propuesta que no necesita, por ejemplo, de los efectos digitales alucinantes y caleidoscópicos de Doctor Strange (2016) para hipnotizar al público. Este romance musical presentado en cuatro actos –correspondientes a las estaciones del año– se ve revestido por la inconfundible paleta cromática de la obra fílmica del parisino Jaques Demy, particularmente de su filme Les parapluies de Cherbourg (1964), aunque aquí los colores se saturan digitalmente para generar una imagen mucho más vibrante, y que se conjuga a la perfección con muy inspiradas referencias a los grandes clásicos del cine musical de la época dorada de Hollywood como Top Hat (1935), de Mark Sandrich; Swing Time (1936), de George Stevens; y Singin' in the rain (1952) de Stanley Donen y Gene Kelly, aunque también se permite reimaginar esa famosa escena del clásico noventero Everyone Says I Love You (1996), de Woody Allen. Chazelle juega magistralmente con la narrativa cinematográfica desde el primer segundo de metraje. La película abre con un insólito plano secuencia musical en una congestionada autopista angelina con decenas de personajes bailando y cantando al unísono, lo cual se convierte en un titánico logro cinematográfico que indudablemente quedará grabado en los anales de la historia del cine contemporáneo. Y eso es tan sólo el inicio; el resto sólo mejora cada vez más. Chazelle es un habilidoso cineasta que, con planos y movimientos de cámara característicos del cine de antaño, va siguiendo paso a paso todas y cada una de las indicaciones en el manual de las cintas románticas y consigue que todos los clichés y estereotipos se cuelen como elementos orgánicos dentro de este filme y sean piezas de soporte y no puntos débiles. Bajo su mando –y con el apoyo de la excelsa fotografía de Linus Sandgren–, la imagen, el sonido y el factor humano de la historia se conjugan a la perfección; la impecable puesta en escena jamás queda por encima de la parte emocional del filme. En este sentido, los gigantescos logros formales de La La Land no serían tan eficaces si no fuera por los dos astros de Hollywood que sostienen la fas-
cinante puesta en escena. Gosling y Stone sacan chispas desde el primer minuto en que aparecen juntos en pantalla; su química –esa que ya habíamos atestiguado en la ya citada Crazy, Stupid, Love con la recreación de la ochenterísimo clímax de Dirty Dancing– es de tal impacto que es imposible pensar en alguno de ellos teniendo a otro compañero como protagonista. Y es que la dupla es inigualable: él, con ese aire «bogartiano»; y ella, como la Ingrid Bergman de nuestra generación –las gigantescas referencias a la leyenda de Hollywood no son gratuitas y la sustitución final mucho menos–, conforman la pareja cinematográfica ideal que se baila, canta, se enamora y sufre bajo las estrellas de la ciudad de Los Ángeles, la famosa «Meca del cine» que, como un personaje secundario pero crucial para la trama, se presenta de manera ambigua, tanto con una acogedora ternura y optimismo con el que da la bienvenida a los soñadores, como con la frivolidad y crueldad con la que les destroza sus esperanzas. Y es aquí cuando llega la advertencia: no hay que dejarse engañar, debajo de ese deslumbrante colorido con el que nos narra este dulce amorío, debajo de esa envoltura que protege un prometido caramelo, se esconde un drama emocionalmente violento; es sólo que el director, en su pesimismo característico –no olviden sus declaraciones sobre cómo se imaginaba la vida del personaje protagónico de Whiplash unos años después de que la historia en pantalla terminara– sabe esconderlo de manera muy astuta y lo va destapando poco a poco. El homenaje a su pasión por el Jazz y al séptimo arte que ya había rendido desde su opera prima –su prácticamente desconocida propuesta monocromática musical Guy and Madeline on a park bench (2009)– y Whiplash, ahora es llevado a otro nivel. Esta carta de amor que, mediante la actriz y el músico, rinde tributo al arte cinematográfico y a la creación musical rescatando el espíritu original del jazz y el romanticismo mágico del cine clásico hollywoodense, es el más arriesgado y ambicioso proyecto de Chazelle –hasta la fecha– con el que no sólo ha cumplido con las expectativas generadas y ha superado con creces su película anterior, sino que se ha convertido de manera instantánea en un clásico moderno del cine.
P
or segunda ocasión el canadiense Xavier Dolan recurre a un argumento teatral para transformarlo bajo el esquema visual y sonoro que ha caracterizado su filmografía y lo ha encumbrado como uno de los cineastas más importantes a nivel internacional. Juste la fin du monde, original de Jean-Luc Lagarce, sigue los pasos de Louis, un dramaturgo que, en una suerte de reinterpretación de la parábola del "Hijo Pródigo", regresa a casa tras doce años de ausencia para anunciar su inminente muerte a causa de una enfermedad terminal y se encuentra no sólo con los mismos problemas de comunicación que cuando decidió aventurarse fuera del nido, sino también con los resentimientos y las envidias de quienes nunca han podido atreverse a seguir sus pasos o, por lo menos, a intentarlo. Estructurada de manera capitular con un prólogo, cuatro episodios coronados con sobrecogedores monólogos de cada uno de los miembros de la familia y un crepuscular epílogo que se erige instantáneamente como uno de los más bellos desenlaces en los últimos años del cine norteamericano, el denominado «enfant terrible» del cine canadiense presenta un melodrama existencial de proporciones emocionales inesperadas en los momentos en los que doce años de obligatorio silencio salen a flote en el lapso de una tarde. Echando mano nuevamente de la preciosista fotografía de André Turpin, con quien ya había hecho mancuerna en sus dos películas anteriores –Tom á
la farme (2013) y Mommy (2014)– y en los dos videoclips que ha dirigido –College Boy de Indochine y Hello de Adele– y junto con la base sonora compuesta por Gabriel Yared y la ecléctica curaduría musical pop en la que destaca Home is where it hurts de Camille y Dragostea din tei de O-Zone, Dolan presenta el encuentro de Louis (encarnado por Gaspard Ulliel) con una infranqueable barrera comunicativa en su familia: una madre (Nathalie Baye vulgarizada bajo peluca, vestido, maquillaje y accesorios kitsch) que evita a toda costa enfrentarse a un funesto futuro cuyo instinto maternal ya percibe pero que decide mantener en la incertidumbre; Suzanne (Léa Seydoux), una hermana menor que sólo le conoce a través de los artículos que ha escrito en reconocidas publicaciones y con las que religiosamente decora su habitación, la cual ha transformado en un templo de idealización de la ausente figura fraterna y la añoranza de poder seguir sus pasos fuera del retrógrada entorno rural para dirigirse hacia un entorno cosmopolita, pero que también resiente la nula comunicación que Louis mantuvo con la familia desde su partida; Antoine (Vincent Cassel) un hermano mayor cuya aparente indiferencia ante la presencia de su hermano y la incansable diatriba hacia sus logros no son más que las gruesas capas de su impenetrable coraza que impiden se perciban su amor, admiración y envidia por haberse atrevido a no vivir de una manera tradicional con un trabajo monótono, una esposa sumisa
e hijos en un pequeño pueblo perdido; y finalmente, Catherine (Marion Cotillard), esposa de Antoine quien vive permanentemente bajo los maltratos emocionales de su esposo y quien le revela las verdaderas emociones de su hermano respecto a su vida lejos de casa. Juste la fin du monde es el trabajo más melodramático del cineasta y a la vez el más pesimista. Se trata de una disección de la institución familiar que, se dice, debe ser el principal pilar y último refugio de todo ser humano; sin embargo, el filme muestra a la familia como una entidad insoportable que enfrenta al protagonista a una encrucijada existencial: si vivir bajo ese opresivo techo representó en algún punto la muerte espiritual y la partida fue la única manera de «vivir», ¿por qué ahora se regresa a casa cuando lo que menos se tiene entre las manos es «la vida»? Con el constante uso de close ups que escudriñan los gestos y miradas que revelan aquello que resguardan los silencios y las verdades a medias, y en yuxtaposición con la hiperestilizada estridencia videoclipera que caracteriza su obra audiovisual, el quebequense presenta una sustanciosa y catártica pieza cinematográfica que, durante noventa y cinco minutos, escarba sin piedad en la culpa y los resentimientos que yacen entre en estas cuatro paredes que, en poco más de una década, han terminado por transformarse en los límites de un panteón de sueños rotos.
L
os reflectores se posaron sobre el cineasta canadiense Denis Villeneuve cuando su sexto largometraje, el devastador drama Incendies basado en la obra teatral homónima del dramaturgo libanés Wajdi Mouawad, fue nominado al Oscar como mejor película extranjera. Tres años después ya debutaba en el cine estadounidense con el inquietante thriller Prisoners y Enemy, una fenomenal adaptación de la novela El hombre duplicado del premio Nobel de Literatura José Saramago. Sicario, su último proyecto estrenado en cines el año pasado, es un emocionante thriller al que el talento, sensibilidad y maestría en la narrativa de Villeneuve dotó de un aura especial al filme que en manos de otro director seguramente hubiera sido un relato fronterizo del montón. Arrival, la película que llega ya a las salas mexicanas, representa la incursión del cineasta en el género de la ciencia ficción. Partiendo del relato corto Story of your life, de Tes Chiang, el guionista Eric Heisserer desarrolla un libreto que propone la llegada a la Tierra de doce naves espaciales con forma de capullo que se colocan casi de manera ceremoniosa en distintos puntos alrededor de nuestro globo. Y es desde la manera de plantear esta 'llegada' que podemos deducir que no estamos ante la típica película gringa de invasiones marcianas: los descomu-
nales objetos no se colocan sobre las capitales o las ciudades más importantes de las potencias mundiales, por lo que no vemos emblemáticos símbolos arquitectónicos internacionales como la Casa Blanca, la estatua de la Libertad, el Big Ben, la torre Eiffel, el Opera Sydney House, o las pirámides egipcias. Los doce capullos, en cambio, están suspendidos ya sea en medio de algún océano, en un campo abierto, a la mitad de algún desierto o sobre alguna pequeña comunidad latina. Son puntos que no tienen relación ni conexión lógica alguna... aunque luego nos dejan ver que la ilimitada ociosidad e imaginación humana desarrolla unas hipótesis realmente hilarantes. Ante la incertidumbre, cada potencia mundial busca la manera de comunicarse con la raza tripulante de las naves; Louise Banks (Amy Adams), una doctora en lingüística con una dolorosa historia personal, es la elegida por el gobierno estadounidense, y junto con el profesor de física Ian Donnelly (Jeremy Renner) y un equipo científico-militar, son enviados a contactar con la intergaláctica civilización y conocer de esta manera sus intenciones. Visualmente cautivadora al punto de lo hipnótico, Arrival se presenta como una de las películas más interesantes, inteligentes y emotivas que nos ha ofrecido el cine sci-fi de este siglo. Además de la excepcional actuación
de Amy Adams –oigan, ¿y su Oscar para cuándo?–, cuyo personaje sirve para desarrollar un tratado sobre el amor y la pérdida muchísimo más profundo y en un tiempo mucho menor que el pretendido por Christopher Nolan en "Interstellar", el filme está sostenido por el extraordinario trabajo de guión de Heisserer, quien recurre como inspiración a un par de títulos clásicos de la ciencia ficción del siglo pasado como Close Encounters of the Third Kind (1977) y Contact (1997), para olvidarse muy pronto y de manera deliberada de las convencionales líneas rectas narrativas, y estructurar un ensayo fílmico fragmentado que se revela, luego, como una historia circular. Se trata de una historia que, entre otras tantas cosas más que yacen en el subtexto, pone en evidencia el estrecho pensamiento humano y las violentas reacciones a consecuencia de nuestra limitada lógica; y además de desarrollar la propuesta de cambiar nuestra forma de pensamiento, o al menos considerar la existencia de una forma diferente de pensar, el filme propone un discurso pacifista con una gran carga humanista que promueve un mensaje de tolerancia e inclusión que nos invita –como individuos y como sociedad local y global– a buscar el diálogo, a procurar la comunicación como camino al entendimiento.
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o se puede estar fuera de las categorías de aceptación”, dicta una especialista en una secuencia de la película. Y es que vivimos en una sociedad creadora de categorías y perteneciente a las mismas, entonces qué ocurre cuando una persona o tres experimentan una situación que rompe con una de estas categorías, como la del amor entre dos personas, ¿a caso no se pueden amar mutuamente más de dos al mismo tiempo? El cineasta Tom Tykwer plantea una respuesta: Tres. Hanna y Simon son una pareja que llevan viviendo juntos 20 años, sin hijos y sin un casamiento legal, sólo ellos dos, lo necesario para crear una familia, un hogar. Su relación va cuesta abajo, las rutinas, las discusiones, los intereses distintos y el exceso de trabajo asfixian la relación; ella es conductora en un programa televisivo y él dirige un despacho para crear arte. Un tercero, Adam, aparece en la vida de ambos, como el elemento que dota de equilibrio y al mismo tiempo de escape a su relación. La pareja desconoce que la “infidelidad” que ambos realizan es con la misma persona. Adam transforma a la pareja, la fortalece y dota de una nueva etapa sexual y sentimental. Sin saberlo, ninguno de los tres, son parte de un ménage à trois, de una relación de tres, sólo sexual en un principio, que tendrá que enfrentar los prejuicios, las categorías, la aceptación y
dejar fuera las ideas deterministas de la biología para poder existir. El resultado es más que una decisión es también instinto, sentimiento y placer. Y como decía la especialista del principio, “persistir en su propio ser significa, para Spinoza, no ser el mismo, sino que significa una expansión, transformación de todo lo dado”, y eso mismo es lo que probablemente tendrán que hacer este trío, expandir no sólo el amor que se tienen, sino expandir su mente y trans-formarla para encontrar el punto que les una y los aleje del prejuicio, el miedo y la traición. El filme plantea un mundo apartado de categorías que sólo sirven para estigmatizar, sobre todo en occidente, un mundo que esta en la mente, en los ojos de los involucrados nada más, no se nos presentan reacciones negativas de terceros, más bien sus propios miedos e incertidumbres son los fantasmas que los hacen dudar, pero será una nueva vida la determinante de sus decisiones. Tom Tykwer director de Corre Lola, Corre y El Perfume: Historia de un Asesino, presentó en 2010 Tres (Drei), una cinta que sobresale por el tratamiento de una historia poco vista, que se desarrolla en Alemania, una zona fría en su contexto que deja ver la dureza de Sophie Rois (Hanna), el desenfado de Devid Striesow (Adam), la timidez de Sebastian Schipper (Simon), y a una sociedad abierta a “nuevas” categorías.
E
l quinto largometraje de Mia Hansen-Løve llega a las salas mexicanas tras haber ganado el Oso de Plata a la Mejor Dirección en la pasada edición del Festival Internacional de Cine de Berlín. En El Porvenir, la ex actriz firma el guión en el que desarrolla una elegante tesis sobre las secuelas del tiempo en la vida de una mujer madura que creía tener la existencia resuelta por el resto de sus días; pero el arribo de los inevitables estragos del tiempo a su vida convierte su zona de confort en un entorno inhóspito que la obliga a replantearse sus decisiones, responsabilidades e identidad. La protagonista de El Porvenir, Nathalie Chazeaux (interpretada por la siempre extraordinaria Isabelle Huppert), es una profesora de filosofía casada y con dos hijos, que se desenvuelve sin contratiempos mayores a los que se enfrenta cualquier otra profesionista de su edad. Sin embargo, el futuro llega intempestivamente y se instala en su vida a través de una secuencia de tragedias –pérdidas familiares, traiciones sentimentales y declives laborales– que van demoliendo uno a uno los pilares que sostenían su vida. Si ya con su película anterior, Eden (2014), la directora había entregado un trabajo notable en el que, por cierto, tomaba como excusa la carrera como DJ de su hermano Sven para abordar el tema del paso del tiempo, la nostalgia por lo perdido y la idea de la vida que nunca tendremos, ahora con El Porvenir va mucho más allá y dedica su radiografía emocional a la antesala de la tercera edad a través de algunas de las experiencias de vida de su madre. Se trata de una pieza cinematográfica soberbia en todos los aspectos; un antes y después en la filmografía de una de las directoras más interesantes no sólo del cine francés, sino de toda Europa;
un trabajo de gran honestidad y madurez en el que permite a la cámara de Denis Lenoir abandonar a un lado toda clase de artificios narrativos y pretensiones formales para centrarse en llevar un registro con la mayor naturalidad posible de la vida de Nathalie, quien representa la encarnación de la máxima existencialista: «la existencia precede a la esencia». El Porvenir es un ejercicio nostálgico que voltea la mirada desencantada hacia el pasado para poder hacer un recuento de lo que se perdió y lo que fuimos, tan sólo para después regresar la vista al frente y obligarnos a sobreponernos ante la premonitoria visión de lo que nunca seremos. Sin embargo, Nathalie, pese a lo perdido, a lo que ya no es y jamás será, no guarda resentimiento alguno o se deja guiar por una actitud autoindulgente; sí, claramente se ve afectada emocionalmente, pero en medio de esta crisis, el reencuentro con Fabien (Roman Kolinka), un antiguo ex alumno con el que desarrolló una fuerte complicidad intelectual durante su etapa mentor-aprendíz, le permite darse cuenta de que ahora es poseedora de una libertad que jamás había tenido. En el resto la vida de Nathalie no hay ataduras ni compromisos de ningún tipo, por el contrario, ahora existe un infinito horizonte de oportunidades para comenzar de nuevo, de seguir adelante con mayor fortaleza, y tal vez, mucho mejor que nunca. Y es que las pérdidas, lejos de ser un desolador punto final, son un melancólico punto y aparte, tal como lo deja ver HansenLøve en el epílogo con el que cierra los cien minutos de concienzudo análisis del ser humano frente al paso del tiempo y el desconcierto que provoca el desconocimiento de lo que nos espera durante el tiempo que nos resta.