CELULOIDE DIGITAL - ESPECIAL FICM2017

Page 1









L

a decimonovena cinta animada de la casa Disney/Pixar presenta una historia original ambientada en México con la tradición del Día de Muertos como telón de fondo del relato sobre la familia, la muerte, la memoria y los sueños. Coco se desarrolla en el ficticio pueblo de Santa Cecilia –no es casualidad que sea la Santa Patrona de los Músicos–, donde el pequeño Miguel busca seguir su sueño de convertirse en músico a pesar de la oposición de su familia, quienes renunciaron a su herencia y tradición musical para convertirse en los zapateros del pueblo. Pero debido a una serie de situaciones en las que se ve envuelto nuestro joven protagonista en sus desesperados intentos por alcanzar su sueño –acompañado de un fiel xoloitzcuintle callejero llamado Dante y que pronto se revelará que su nombre tampoco ha sido elegido por casualidad–, éste queda atrapado en el inframundo, el lugar al que van los humanos tras su muerte y donde conoce a Héctor, un carismático muerto con quien buscará la manera de regresar al mundo de los vivos, no sin antes conocer a su gran héroe Ernesto de la Cruz, un fallecido cantante y máximo exponente de la música mexicana con quien parece tener una conexión que puede ser la respuesta a la negativa de su familia para dedicarse al mundo de la música. Con una muy evidente profunda investigación previa –fueron casi siete años y varios viajes a algunos estados del país los que se necesitaron para que el filme se materializara–, los artistas de animación crearon un mundo lleno de color que, como siempre sucede cuando los extranjeros exponen su visión sobre nuestro país, se sobresatura de color y alegría, echando mano de estereotipos culturales como las catrinas de José Guadalupe Posada, el arte de Frida Kahlo, o los cantantes vernáculos al estilo de los inmortales Pedro Infante, Jorge Negrete y Vicente Fernández; aunque constantemente también se puede percibir cómo se filtra el espíritu de la tradición literaria del gran novelista B. Traven o el mismísimo Juan Rulfo, acompañados por la tradición cinematográfica de la emblemática ¡Qué Viva México! (1932), de Sergei M. Eisenstein y la obra maestra nacional Macario (1960), del maestro Roberto Gavaldón. Coco es una mágica aventura en el inframundo mexicano donde se combina la mirada prehispánica, la colonial y la contemporánea sobre el culto poco solemne y sí muy festivo ante la figura de la muerte. La tradición celebrada los dos primeros días del mes de noviembre sirve como una excusa para que Disney/Pixar escriba una carta de amor, agradecimiento y respeto a México a través del ensamble de un entretenido, profundo y emotivo relato familiar sobre la importancia de los recuerdos y la memoria para la trascendencia de nuestros muertos –de lo contrario sufrirán la última y definitiva muerte: el olvido–, al mismo tiempo que, siguiendo con la tradición de su casa productora, dan forma a una historia sobre la persecución de los sueños y la construcción de la propia identidad sin la imposición que a veces pueden llegar a significar los lazos familiares.




L

a tercera película del director Marcelo Tobar (Dos mil metros (sobre el nivel del mar) y Asteroide) se presenta como el primer largometraje mexicano filmado íntegramente con un iPhone. La premisa es sencilla pero contiene varias capas de lectura que la convierten en una propuesta interesante sobre el paso del tiempo y la subjetividad de los recuerdos. Heriberto (Humberto Busto) es un ingenuo e introvertido seminarista desertor que está a punto de asistir a su primera reunión de ex alumnos de primaria. El plan es pasar en el antiguo auto de su ya difunta madre por sus dos amigos de la infancia, Flor (Verónica Toussaint) y Trujillo (Cristian Magaloni), y juntos lanzarse al apartado lugar donde se festejará el evento con el resto de sus ex compañeros de clase. Oso Polar, cuyo título se justifica por un juego interno que revela la relación de acosador/acosadores durante la infancia de los protagonistas, se convierte pronto en una road-movie dentro de la Ciudad de México –como la mítica Caifanes (1967), de Juan Ibañez o el ya clásico contemporáneo Güeros (2014), de Alonso Ruizpalacios–, un viaje que el director utiliza para ir desgranando las personalidades de los protagonistas para terminar con las emociones abriéndose paso a través de viejas heridas causadas por el rencor y la frustración que el implacable paso del tiempo ha ido alimentando. Pero el dispositivo de Apple no sólo aparece en Oso Polar como parte de la producción de la película –emparentán-

dola con la célebre Tangerine (2015), de Sean Baker, con quien comparte métodos de filmación–, sino que forma parte esencial de la historia. Heriberto se ve entusiasmado con la idea de documentar con su iPhone el reencuentro con sus amigos luego de tantos años de no verse, y a través de varios videos que el montaje de la película nos obsequia, podemos ser testigos de registros fragmentados de su pasado que, si ponemos atención, nos darán algunas pistas sobre el giro que toma la historia en el tramo final, donde las recriminaciones, el clasismo, el racismo y toda clase de abusos se hacen presentes. Oso Polar es una propuesta arriesgada en su producción pero un tanto descuida en su aspecto estético y en su guión. No obstante, Tobar logra con eficacia y sin caer en maniqueísmos –todos son tanto víctimas como verdugos– ensamblar un relato sobre la memoria como algo que invariablemente se transforma con el paso del tiempo, que los recuerdos no son contundentes, sino que precisamente su susceptibilidad a la subjetividad puede hacer que nos turbe la visión. De ahí que el director proponga la idea de la infancia como un refugio para los protagonistas, pero especialmente para Heriberto, quien se enfrenta al final con una reconciliación con un pasado que, luego de ser víctima de los ineludibles juegos de la memoria, reconoce que no era completamente como él lo recordaba y se había transformado en un infierno personal por sus propios rencores.



S

in un guión formal y sólo con un breve relato como guía, el director Gabriel Mariño se aventuró a la producción de su segundo largometraje: Ayer maravilla fui, un tratado existencialista con múltiples capas de lectura que van desde la soledad y el amor, hasta la exploración del cuerpo humano como prisión o barrera para el espíritu. La película, filmada en blanco y negro, nos presenta a un personaje solitario y perdido en la Ciudad de México, la gran urbe donde sobrelleva su existencia usurpando de manera incontrolable los cuerpos de gente común y corriente cada cierto tiempo. Esta entidad no sabe cuándo viene el siguiente cambio y su esencia se transporta inesperadamente entre organismos humanos, ya sean hombres, mujeres, viejos o jóvenes, llevando así su existencia dentro de cuerpos de desconocidos que eventualmente termina abandonando y casi sin energía vital. Pero la desesperanza de este personaje se ve trastocada cuando, luego de habitar el cuerpo de un anciano (encarnado Rubén Cristiany), despierta en el cuerpo de una mujer mucho más joven a la que bautiza como Ana (Sonia Franco)

y comienza una relación íntima con Luisa (Siouzana Melikian), una melancólica mujer que corta el cabello en la estética que frecuentaba cuando habitaba el cuerpo del anciano y buscaba sólo su compañía. Sin embargo, la entidad no sabe cuánto tiempo estará en el cuerpo de Ana y la angustia comienza a acosarla, intentando revelar a Luisa su extraordinaria condición. El cambio de cuerpo, sin embargo, llega mucho más pronto de lo deseado. El ente ahora es Pedro (Hoze Meléndez), un chico frustrado por la necesidad de estar cerca de Luisa, quien se encuentra demasiado preocupada por la repentina desaparición de Ana. Mariño utiliza con sutileza el realismo mágico para dar forma a su exploración del cuerpo humano y su relación/conexión tanto con el espacio como con otros cuerpos. Inspirado por la premisa de la novela The Body Snatchers, de Jack Finney –que cuenta con al menos cuatro versiones fílmicas–, y la estética del cine de Robert Bresson –sobre todo de Al azar Balthazar (Au hasard Balthazar; 1966), el director recurre a la soberbia lente de Iván Hernández, el director de fotografía que aprovecha la monocromía, la

iluminación con luz natural y el constante uso de close ups para aproximarse a los distintos cuerpos del personaje principal y lograr con ello una conexión emocional con el espectador con el apoyo del talentoso ensamble actoral que lo interpreta. Ayer maravilla fui es una pieza cinematográfica cuya premisa se desarrolla con un ritmo pausado y bajo una elegante colección de monocromáticas postales, planteando en el camino las cuestiones existenciales más básicas a las que el hombre se ha enfrentado: «¿Quién soy?» y «¿Qué es lo que me hace ser yo?». La película, nostálgica y evocadora, busca alejarse lo más posible de la trivialidad con la que se abordan los temas trascendentales dentro del cine comercial, tales como la soledad, el amor, la memoria y las relaciones que se sustentan en la apariencia física. La propuesta de Mariño es una historia sobre la (im)posibilidad del amor que cuestiona la naturaleza humana con relación al enamoramiento, pues su tesis plantea que el enamoramiento ocurre entre las esencias de las personas y no entre su apariencia física, su edad o su orientación sexual.



E E

l documentalista mexicano Arturo Pérez Torres (Wetback: The Undocumented Documentary y Super Amigos y Las Águilas Humanas) da el salto a la ficción con una historia modesta pero de gran calado emocional. Basada en la obra de teatro homónima del dramaturgo Michael Healey, The Drawer Boy es una película ambientada en el verano del '72 y su acción transcurre en en la Canadá profunda, en una granja remota cuidada por dos amigos agricultores: Morgan (Richard Clarkin) y Angus (Stuart Hughes); éste último sufre de episodios amnésicos a causa de una herida en la cabeza que sufrió durante la Segunda Guerra Mundial. Al lugar llega Miles Potter (Jakob Ehman), un actor teatral de Toronto que busca inspiración para una nueva obra que está montando con su colectivo. Morgan acepta recibir por unos días a Miles en la granja con la condición de ayudar en las labores propias del campo, pero con el paso de los días la interacción entre los tres personajes va dando pie a situaciones que trastocan la bucólica tranquilidad de los campesinos, y llega a un punto de no retorno cuando Miles, desesperado por no encontrar material adecuado para usar en la obra de teatro, decide utilizar una historia que Morgan relata a Angus y que escuchó por casualidad.

En The Drawer Boy el tema de la tranquilidad fracturada por el arte imitando a la vida hasta difuminar las líneas divisorias entre la ficción y la realidad se hace presente por medio de un relato sencillo que con astucia narrativa y sensibilidad aborda el tema de los juegos de la memoria y las mentiras como bálsamos para las heridas emocionales. El guion juega con las ideas de la mentira y la verdad, la apropiación anti-ética de las historias íntimas de terceros para el provecho personal, así como del poder catártico y terapéutico que representa el contar historias. La ópera prima de Arturo Pérez Torres es un ejercicio fílmico formidable que nos regala una historia sencilla a través de una montaña rusa de emociones que van desde la diversión absurda y mordaz hasta la más devastadora tristeza. Con una puesta en escena que no se libera del todo de su originaria esencia teatral, la película se va desarrollando a través de múltiples capas de lectura que van desde la preconcepción de la vida campirana hasta la falta de honestidad en el mundo del arte.



L

uego de haber conquistado el premio Ojo a la mejor película en la sección de largometraje mexicano con No quiero dormir sola (2012), la directora Natalia Beristain regresa con una nueva exploración del universo femenino con Los Adioses, una atípica biopic sobre la escritora mexicana Rosario Castellanos, cuya figura sirve a la directora para presentar un discurso contra el machismo en la sociedad mexicana. Protagonizada por la siempre extraordinaria Krina Gidi y el sensacional Daniel Giménez Cacho, la película parte del reencuentro entre la escritora (Gidi) y su esposo Ricardo Guerra Tejada (Giménez Cacho) durante la presentación de su libro Balún Canán, y se basa en la colección Cartas a Ricardo de Castellanos, para tomar los ideales de la escritora y con ellos armar un discurso que expone el machismo, la misoginia y la doble moral de la sociedad mexicana que sigue imperando hasta hoy en día. Los Adioses, una propuesta formal visualmente elegante, con iluminación suave y tonos neutros, recurre a la voz en off de la protagonista y a flashbacks para establecer el origen de la historia de amor entre Rosario Castellanos y Ricardo Guerra (interpretados en su juventud por Tessa Ia y Pedro De Ta-

vira), quienes se conocieron mientras estudiaban en la facultad de Filosofía de la UNAM a principios de los años 50 en la Ciudad de México; la película da saltos en el tiempo para retratar los intempestivos picos y valles que sufrió la relación a lo largo de las décadas. De acuerdo con la cineasta, ella quería hacer una película sobre la vida en pareja, y la figura de Castellanos como una incansable luchadora social contra la represión emocional llena de matices y contradicciones –además de defensora de autodefinirse en sus roles sociales como mujer, profesora, esposa y madre–, le permitió dar forma a un tratado feminista que pone en evidencia el retraso social sobre la igualdad entre géneros, a la vez que representa una petición para las mujeres de no tener miedo de brillar, pues el brillo personal no debería significar una herida para el otro miembro de la pareja. Los Adioses deconstruye a un personaje femenino de gran importancia para la historia cultural mexicana que, sin embargo, es muy poco conocida por las nuevas generaciones. Beristáin, con su propia visión sobre la escritora, le rinde un personal homenaje a su persona y a su obra con un documento fílmico de impecable factura y un discurso feminista por demás necesario.



S

invivir es la historia de Jairo (Pedro Hernández), un carpintero que esporádicamente le da asilo a su mejor amigo y compadre Hugo (Antonio López Torres), un frío médico forense que recientemente se ha separado de su mujer; sin embargo, ahora Hugo le pide que también aloje a su primo Moisés (Horacio García Rojas), un joven retraído que intentó suicidarse y no tiene familia cercana que lo cuide y se encargue de él. A regañadientes Jairo acepta hospedar a ambos en su casa, y así da inicio una peculiar sinergia en la que cada uno se ve obligado a enfrentar sus crisis personales sobre la vida y la muerte. Esta es la premisa de la ópera prima de la realizadora Anaïs Pareto Onghena, quien nos coloca en un microuniverso en el que el trío protagonista se enfrenta al sentido –o sinsentido– de la vida. Sinvivir cuenta con una intimista fotografía a cargo de María Sarasvati Herrera y es acompañada por la excelente partitura compuesta por el moreliano Axel Catalán, elementos que ayudan a la eficaz construcción de un microcosmos cubierto por un tono que sorprende por la naturalidad con la que se conjugan tragedia y comedia. Por su parte, el sólido y redondo trabajo de guion –en el que participó Francisco Santos Burgos–, así como la excepcional dirección de actores, sustentan la película que aprovecha su inicial rit-

mo aletargado para revelarnos detalladamente a sus personajes y sus situaciones emocionales, mientras se van mostrando cada vez más vulnerables y en con mayor confianza para expresar sus largamente reprimidas emociones. Y aunque la directora aseguró que no fue de manera deliberada, en la película existe un subtexto que puede leerse como una disección de la sensibilidad masculina que tan estigmatizada está en esta nuestra machista sociedad que los ha desprovisto de las herramientas necesarias para poder expresar sus emociones de manera libre y sin prejuicios. De acuerdo con su creadora, a ella le interesaba hacer “una oda a la vida”, pero sobresale que finalmente se haya decantado por un final abierto, dando así completa libertad para que las interpretaciones personales de la audiencia den a la historia el cierre con el que mejor se identifiquen, y sin imponer el final optimista que ella ya tenía planeado para la historia. De esta manera, quizá Sinvivir no sea la “oda a la vida” que originalmente se tenía planeada, pero sí una oda al apoyo de la familia y los verdaderos amigos –quienes al final de cuentas terminan siendo otros miembros de nuestra familia pero con nuestra elección como única diferencia de afiliación– en la decisión personal de seguir en este mundo o dejarse ir.



L

a cineasta Paula Markovitch vuelve con una nueva aproximación a las consecuencias de la dictadura argentina que padeció durante su niñez –ya plasmadas en pantalla en la galardonada El premio (2011)–, pero esta vez se basa en las experiencias de su padre Armando Markovitch, y con algunas licencias en las que también incluye experiencias de su madre Genoveva Edelstein, transforma su historia personal en un relato sobre el parcial despertar artístico de un niño de la calle cobijado por un marginal artista sexagenario. Marcos (Alvin Astorga) es un artista que nunca pudo exhibir sus pinturas debido a la represión de sus ideales por parte del gobierno dictatorial; ahora, a sus 65 años de edad, se ve obligado a trabajar en una gasolinera para poder subsistir entre los pensamientos amargos sobre su destino. Una noche, un preadolescente llamado Luis (Maico Pradal) irrumpe en la casa del artista al creerla deshabitada, y aunque la primera reacción de Marcos es violenta, luego surge entre ellos una inusitada amistad. Cuadros en la oscuridad es la historia de dos personajes que se descubren mutuamente, pero que en ese descubrimiento también encuentran nuevas maneras de percibir tanto el arte como la vida misma. Con una estética que

utiliza su discurso audiovisual para emular la obra plástica del artista, la película se presenta también como un testimonio de las consecuencias de la dictadura argentina en la vida de todos aquellos sobrevivientes del régimen y en su obligada condición de anonimato. Planteada de manera narrativa como una colección de momentos, la película nos ofrece apuntes sobre la orfandad y la soledad a través de la relación padre-hijo o tutor-pupilo que surge entre Marcos y Luis. Tanto el artista como su obra existen y viven nuevamente gracias a la mirada del pequeño, y este, a su vez, encuentra en el artista una nueva forma de percibir la realidad y de expresar sus emociones; un muy breve pero poderoso florecimiento de su sensibilidad artística. El sentido del arte, la belleza ignorada, la búsqueda de la trascendencia a través del arte y la posible muerte del arte mismo son algunas de las ideas que flotan en la fría, nebulosa y crepuscular atmósfera creada por Markovitch junto con la fotografía de Bruno Santamaría a lo largo del intimista relato cuya extrema relación autobiográfica con su artífice podría alejarla de la conexión emocional con el espectador. Habrá que esperar, entonces, su llegada a salas comerciales para ver el resultado final de este viaje.



L

a ópera prima de Jean-Marc Rousseau Ruiz nos traslada a un punto remoto de San Luis Potosí, específicamente al modesto hostal alternativo que bautiza la película y que se ubica frente a la entrada de un paradisiaco parque turístico al que acude Sofía (Rosalba García), la deprimida y hastiada protagonista que, luego de una poco clara separación amorosa de su marido, decide darse un respiro y buscar nuevos aires alejados de la ciudad. En el lugar conoce Ricardo (José Carriedo), el dueño del hostal, y a Nico (Ianis Guerrero), uno de sus trabajadores con el que inicia una relación íntima en medio de la selváticas y festivas noches, terminando por enamorarse y considerando quedarse temporalmente en el lugar. Sin embargo, nada la prepara para la tragedia que llega cuando aparece un grupo de desconocidos que buscan insistentemente a Nico. Con el apoyo de Francisco Vargas Quevedo (director de la emblemática cinta El Violín), Rousseau Ruiz tomó como punto de partida la sensacional locación que ofrece el paisaje de las Pozas de Xilitla –las cuales conoció durante unas vacaciones familiares cuando era niño y al que regresó como adulto joven hace diez años– y de ella toma elementos simbólicos como los caracoles y las manos para entretejer una historia sobre la búsqueda de un nuevo comienzo, pero que se ve interrumpida por la violencia e impunidad que reflejan la desesperanza en la sociedad mexicana. Casa Caracol es un relato cuya estética utiliza un juego cromático suavizando o saturando los co-

lores para transmitir el estado de ánimo de la protagonista; así tenemos que mientras en el inicio se encuentra deprimida y desesperada, la imagen en pantalla se ve opaca y sin vida; pero cuando llega al paradisiaco destino y comienza a entablar relaciones con otros huéspedes, con el dueño del hostal y particularmente con Nico, los colores de la fotografía comienzan a adquirir una mayor fuerza. Casa Caracol es un ejercicio que recuerda demasiado a The Beach (2000), de Danny Boyle, en la cual también un paradisiaco entorno se convertía en pesadillesco hábitat con la llegada del protagonista y la eventual aparición de un grupo de hombres armados cuya presencia desencadena una serie de trágicos sucesos provocados por la ineludible y abrupta aparición de la mezquina naturaleza humana de sus farsantes habitantes, echando por tierra la aparente tranquilidad y fraternidad del lugar. Así nos encontramos con que el primer largometraje de ficción del realizador franco-mexicano –luego de sus cortometrajes Beyond the Mexique Bay (2008) y Sable (2013)– pretende ser una metafórica representación del violento espiral que ha arrastrado a México de su originario estado idílico a la violenta realidad actual; sin embargo, pese a sus solventes actuaciones y la estética costumbrista con cámara inquieta, falla en la creación de atmósferas, y la historia redundante termina por ser sólo una anécdota intrascendente donde incluso su discurso visual se siente impostado.







L

uego de su pieza gótico-romántica Crimson Peak (2015), el mexicanísimo Guillermo del Toro está de regreso con una nueva historia original, pero sobre todo, llena de autenticidad: La forma del agua, una oscura y melancólica –pero finalmente también muy optimista– propuesta sobre la marginación y el poder del amor en todas sus variantes. La película es protagonizada por la siempre extraordinaria Sally Hawkins, quien da vida a Elisa Esposito, una conserje de limpieza en un laboratorio gubernamental de Estados Unidos durante la Guerra Fría; en ese lugar entabla una relación profundamente afectiva con hombre anfibio (el fantástico Doug Jones en un nuevo personaje del universo de del Toro) al que el gobierno norteamericano ha capturado en Sudamérica –donde era venerado como una deidad– para estudiarlo y descubrir los secretos de su desconocida especie, y aprovechar éstos como ventajas en la implacable carrera espacial contra los soviéticos. Con esta singular premisa, el cineasta jalisciense da un giro al clásico de los Monstruos de Universal, El monstruo de la Laguna Negra (Creature from the black lagoon; 1954), de Jack Arnold, y de paso presenta su carta de amor al cine clásico de Hollywood. Es mediante esta inesperada mezcla que del Toro lanza entre líneas una serie de mensajes sobre la aceptación de la diversidad en todas sus expresiones y en contra del machismo, el racismo, la xenofobia, y todas aquellas formas de discriminación que se han gestado en el seno del fanatismo religioso (representado aquí en el villano magistralmente encarnado por Michael Shannon) y la imbecilidad de la ideología de ultraderecha que imperaba en la época en la que sucede la historia y que lamentablemente sigue vigente hoy en día debido al potente resurgimiento del radicalismo en varias partes del globo (ahí tenemos a Donald Trump y Vladimir Putin como los más claros y desafortunados ejemplos).

Apoyado por la lente del cinefotógrafo Dan Laustsen –con quien hizo mancuerna en la ya mencionada Crimson Peak– y con las sinfonías compuestas por el gran Alexandre Desplat, el director de El Laberinto del Fauno (2006) presenta sus ya conocidos ambientes enrarecidos y configura una nueva reivindicación de los marginados mediante sus personajes discriminados ya sea por su género (Elisa), raza (Zelda), edad (Giles) o especie (el hombre anfibio), lanzando con ello un claro y contundente mensaje de aceptación de la diversidad. Y por si fuera poco este discurso, del Toro también se da el lujo de escribir con luz y movimiento una carta de amor al mundo del celuloide, al cine musical especialmente y a su poder evocador y de ensoñación. Ganadora del León de Oro a la Mejor Película en el pasado Festival de Cine de Venecia, The Shape of Water es la pieza de del Toro más sofisticada y madura hasta la fecha, pues no sólo vuelve a presentar a un personaje femenino como absoluto protagonista, sino que lo delinea psicológicamente con más complejidad. Estamos ante una heroína con delicadeza y sensibilidad aunada a su fortaleza y tenacidad, y por primera vez en su filmografía, el cineasta se arriesga a explorar la sexualidad de su protagonista sin tapujos; de ahí que podamos ver a Elisa masturbándose en su bañera como parte de su rutina hogareña antes de alistarse para ir a trabajar, y por otro lado tenemos el contacto sexual que ésta tiene con el hombre anfibio en una de las secuencias más hermosas jamás filmadas bajo el agua. The Shape of Water es una tierna historia romántico-fantástica encapsulada en un bizarro cuento de hadas para adultos; un nuevo homenaje a los freaks, a los raros, a los inadaptados, a los perdedores y a la clase trabajadora bajo el incomparable estilo del mejor y más talentoso cuentacuentos cinematográficos que nos ha dado nuestro país.



L

uego de debutar en el cine angloparlante con A bigger splash (2016), el director Luca Guadagnino, con la ayuda del guionista James Ivory, traslada a la pantalla grande la historia plasmada en las páginas de la novela Call me by your name, de André Aciman, la cual transcurre en algún punto de la riviera italiana donde se encuentra la casa vacacional de la familia Perlman, y donde surge una peculiar amistad que deviene en inesperada historia de amor durante el hormonalmente en ebullición verano de 1983 entre Elio Perlman (Timothée Chalamet), un joven adolescente de 17 años, y Oliver (Armie Hammer), un graduado de 24 años que ha sido invitado a la casa familiar para trabajar con el padre de Elio como parte de su formación profesional. El pulcro estilo visual mostrado ya por el cineasta italiano en I am Love (2009) –excelso largometraje en el que ya había diseccionado el concepto del amor– se ve aquí depurado con una fotografía elegante y un manejo de cámara que, con la ayuda de la música compuesta por Sufjan Stevens y la inclusión de éxitos ochenteros como “Love my way” de The Psychedelic Furs, “J'adore Venise” de Loredana Bertè y “Paris Latino” de Bandolero, recrea una atmósfera de entrañable romanticismo ochentero que cubre a esta intempestiva historia del primer amor, aunque inicialmente surge como un juego de seducción en el que no se pueden dar señales claras de atracción, por lo que se envían mutuamente mensajes cifrados a través de música, citas literarias o tan sólo con datos aparentemente aleatorios pero que resultan reveladores de la personalidad y de las intenciones amorosas; un flirteo tan sensual como intelectual pocas veces visto en el cine contemporáneo. Call me by your name es una película que dinamita el concepto idealizado del

amor con el que tanto se ha capitalizado en Hollywood; se trata de un relato emotivo sobre la llegada del primer amor y el inevitable dolor que lo acompaña, recurriendo para este fin a una pausada presentación de las características de sus personajes –sensacionalmente delineados con precisión y manifestándose de manera multidimensional hasta en los casos de los roles secundarios– para impulsar el relato en su segunda mitad, donde se da la mayor parte del conocimiento mutuo, el autodescubrimiento y la maduración de la pareja protagonista; el segundo acto es también donde más se plantean los cuestionamientos sobre el amor y la (homo)sexualidad, y donde también se nos obsequia una de las secuencias más hermosas del cine de los últimos años: esa en la que el padre charla con Elio sobre el amor, la libertad y la juventud, y el desperdicio de vida que significa ceder ante el miedo a equivocarse y no arriesgarlo todo. Guadagnino ha logrado crear una gran pieza de arte cinematográfico basada en su sensibilidad al mostrar la pureza de los sentimientos; la propuesta del director se aleja completamente de otros dramas románticos homosexuales y no se centra en los prejuicios, por el contrario, toma como elemento central las vulnerabilidades de los protagonistas enfrentados a ese temor de acercarse y rendirse ante un deseo prohibido. Call me by your name, gracias a su prodigiosa narrativa, su poderosa carga erótica/poética tanto en lo visual como en el subtexto y la elegante formalidad con la que plasma una historia de iniciación, de rito de paso hacia el despertar sexual y del comienzo de la madurez emocional, se inscribe a la lista de los clásicos instantáneos del cine LGBT contemporáneo, y por supuesto, en la lista de lo mejor del año.



E

l realizador francés Robin Campillo continúa con su exploración de la juventud homosexual en París –tal como lo hiciera con el drama erótico-social Eastern Boys (2014)– pero en esta ocasión toma como telón de fondo el surgimiento en Francia del movimiento ACT UP –grupo activista internacional dedicado a la concienciación de la epidemia del SIDA y a la lucha por los derechos de las minorías infectadas con VIH– para dar forma a un drama trágico-romántico. 120 battements par minute nos sitúa en la capital francesa a principios de los años 90, donde el grupo ACT UP busca sensibilizar y crear conciencia entre los jóvenes sobre la mortalidad de la pandemia del SIDA, a la vez que lucha ferozmente para que las autoridades farmacéuticas liberen los resultados de las pruebas hechas con sus medicamentos retrovirales, los cuales parecen no estar dando resultados confiables y, en ocasiones, incluso enferman a un más a los jóvenes ya infectados con VIH. En medio de esa lucha social, surge la relación entre entre Nathan (Arnaud Valois), un nuevo elemento del grupo que, pese a no estar infectado si posee una conciencia social y personalidad altruista para unirse a la causa activista, y Sean (Nahuel Pérez Biscayart), uno de los miembros fundadores más radicales y enérgicos del colectivo y quien sí está infectado. Aquí cabe señalar que el director Robin Campillo fue activista en su juventud, por lo que es notable su compromiso con la memoria histórica y social relacionada con este triste episodio que vivió en carne propia. Ese compromiso queda en evidencia en la película, pues acierta en la humanización de la crisis del SIDA; se trata de una propuesta que va más allá de las estadís-

ticas y logra dar forma a un potente drama romántico, erótico y social sobre la solidaridad humana. La cinta es un sentido agradecimiento al apoyo en tiempos de crisis que se presenta bajo una estética cinematográfica llena de vitalidad, con una narrativa inicial trepidante y con un soundtrack que cubre con una extraordinaria aura sonora las secuencias que ya son visualmente asombrosas, como la escena donde el ambiente de baile en un antro se convierte, por medio de una metáfora visual hermosa, en una secuencia donde el virus ataca células sanas en el cuerpo humano, o la pesadillesca secuencia donde el agua del río Sena se ha convertido en sangre. 120 battements per minute refuerza la habilidad narrativa que Campillo ya había demostrado en su filme anterior, y aunque el trepidante ritmo de su primera hora se vuelve pausado en su segunda mitad, se trata de una decisión deliberada y necesaria para la evolución de la trama –la cual va dejando de lado el demandante ambiente activista y las volátiles discusiones del colectivo al tener opiniones encontradas sobre el reaccionar del grupo ante la emergencia de la crisis del SIDA en las calles de París– para centrar su atención en el romance entre Nathan y Sean que se ve amenazado por la enfermedad, y obsequiándonos unos 20 minutos finales profundamente tiernos y emotivos, pero sin caer en ningún momento en las sensiblerías de los dramas ordinarios del cine norteamericano, y sin perder el optimismo y la energía para invitarnos a continuar en la lucha. Elegida por Francia como su representante en la carrera por el Oscar en busca de la nominación en la categoría de Película Extranjera, la película es desde ya clásico contemporáneo esencial del cine LGBT.



L

a ganadora de la Palma de Oro a la mejor película en Cannes presenta una serie de subtramas con un variopinto abanico de personajes que, sin embargo, se ven ligadas por uno solo de ellos: Christian (Claes Bang), un curador en jefe de un importante museo de arte contemporáneo en Estocolmo en el que está próxima a inaugurarse la instalación que da nombre a la película; se trata de una pieza de la artista Lola Arias que, en teoría, es una representación de la seguridad, la confianza y la igualdad entre individuos en los espacios públicos. Sin embargo, luego de ser víctima de robo en la calle y perder su billetera y celular en un elaborado performance ideado por los criminales, Christian busca justicia de una manera poco ortodoxa y su vida comienza a tambalearse, se fractura y finalmente se derrumba en lo emocional, sexual, familiar y laboral. Su agobio y obsesión por recuperar su celular y billetera llega a tal grado que da el visto bueno a una campaña para promocionar la instalación de Lola Arias sin revisar a detalle la propuesta de la inexperta agencia de publicidad contratada, por lo que la desafortunada campaña sale a la luz con devastadoras consecuencias para la imagen pública del museo. Mediante una serie de situaciones que nos provocan reacciones que van desde la hilaridad hasta la incomodidad –especial atención a las secuencias donde interviene la reportera estadounidense Anne (encarnada por la sensa-

cional Elisabeth Moss) y sobre todo su encuentro sexual con Christian–, The Square propone un salvajismo inteligente contra el esnobismo del mundo del arte y de la creencia de la superioridad dentro de la sociedad en general. Una colección de ideas que, bajo un tono cómico sombrío y cáustico, hacen pedazos a las altas esferas de la burguesía, a su elitismo y su desprecio por el otro. Östlund presenta al arte contemporáneo como una forma de provocación vacía, una forma de expresión en la que se refugian los snobs y que finalmente se convierte en un comercio mercantilista en manos de una mafia. La sobreintelectualización y la amplitud de criterio burgués no es más que una pose social completamente inútil y pronto se sucumbe cuando se apoderan de ellos los más primitivos instintos como la ira, la lujuria y la territorialidad, como bien lo pone de manifiesto el performance del hombre simio. El director sueco que hace tres años nos entregó una mordaz y elegante disección de los instintos humanos bajo el nombre Force Majeure (2014), vuelve de manera contundente y con un despiadado ataque en forma de ácida comedia que, aunque posee un final que se extiende de manera innecesaria, utiliza su imbatible fuerza metafórica para realizar una crítica a los constructos sociales que, seguramente, incomodará a cierto sector del público. Imprescindible.



Y

orgos Lanthimos está de regreso; así que ya pueden empezar a temblar. Y es que no importan todas las advertencias que les podamos dar, su nueva película volará la cabeza de todo aquel que se atreva a ponerse frente a ella. The killing of a sacred deer tiene como protagonista a Steven Murphy (Colin Farrell), un eminente cirujano de Cincinnati casado con Anna (Nicole Kidman), una oftalmóloga con una excelente reputación. La felicidad de la familia Murphy –completada por sus hijos Kim (Raffey Cassidy) y Bob (Sunny Suljic)– se ve amenazada por Martin (Barry Keoghan), un adolescente de dieciséis años al que Steven ha decidido tomar bajo su protección luego de que su padre falleciera mientras le practicaban una cirugía. La relación entre el médico y el chico ha ido tornándose incómoda ante la insistencia de Martin de pasar más tiempo juntos; y la negativa de Steven ante las cada vez más extrañas peticiones de su protegido –como que comience a salir con su viuda madre interpretada por Alicia Silverstone– causa que su vida se venga abajo cuando su familia comienza a padecer extraños trastornos que les impide caminar y comer, lo que inevitablemente los guiará a la muerte. Partiendo de esta premisa, Lanthimos y su recurrente compañero guionista Efthymis Filippou echan mano de elementos de la tragedia griega –Ifigenia en Áulide, de Eurípides– y de pasajes del antiguo testamento –«Abraham, ¡sacrifica a tu hijo!»– para ir desarrollando una serie de situacio-

nes cada vez más absurdas, bizarras y perturbadoras que, bajo la maestría del cineasta griego, nos llevaran hasta el límite de la tensión con una narrativa de precisión quirúrgica y con un estilo que emula al maestro Stanley Kubrick, no sólo por su puesta en escena con elegantes travelings, acercamientos casi imperceptibles e insidiosa música incidental, sino porque retoma la idea de una pareja de médicos –como en su última película, Eyes Wide Shut (1999), donde no es casualidad que también haya participado Nicole Kidman– que se enfrenta a una crisis matrimonial causada por una extraña fuerza o motivación externa. «¿Qué hacer cuando descubres que tu vida no te pertenece?» Es la pregunta que proyecta su larga y ominosa sombra sobre el protagonista y su familia; burgueses que ven cómo su perfecto sueño americano se desmorona a consecuencia de las imprudentes decisiones y acciones del padre que se han materializado en la figura de Martin. Así nos encontramos con que Lanthimos presenta su tesis sobre el sacrificio, la redención y la justicia bajo la forma de una macabra fábula que recupera las enrarecidas atmósferas del más salvaje Haneke y sus originales Juegos Sádicos (Funny Games; 1997) con todo y la familia a merced de una escopeta en su preciosa sala. En The killing of a sacred deer, el cineasta griego continúa con su tradición fílmica de llevarnos al punto límite de nuestra ansiedad y logra que al final agradezcamos por una experiencia cinematográfica tan desagradable como placentera.






































Turn static files into dynamic content formats.

Create a flipbook
Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.