CELULOIDE DIGITAL - ESPECIAL OSCARS 2018

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uego de debutar en el cine angloparlante con A bigger splash (2016), el director Luca Guadagnino, con la ayuda del guionista James Ivory, traslada a la pantalla grande la historia plasmada en las páginas de la novela Call me by your name, de André Aciman, la cual transcurre en algún punto de la riviera italiana donde se encuentra la casa vacacional de la familia Perlman, y donde surge una peculiar amistad que deviene en inesperada historia de amor durante el hormonalmente en ebullición verano de 1983 entre Elio Perlman (Timothée Chalamet), un joven adolescente de 17 años, y Oliver (Armie Hammer), un graduado de 24 años que ha sido invitado a la casa familiar para trabajar con el padre de Elio como parte de su formación profesional. El pulcro estilo visual mostrado ya por el cineasta italiano en I am Love (2009) –excelso largometraje en el que ya había diseccionado el concepto del amor– se ve aquí depurado con una fotografía elegante y un manejo de cámara que, con la ayuda de la música compuesta por Sufjan Stevens y la inclusión de éxitos ochenteros como “Love my way” de The Psychedelic Furs, “J'adore Venise” de Loredana Bertè y “Paris Latino” de Bandolero,

recrea una atmósfera de entrañable romanticismo ochentero que cubre a esta intempestiva historia del primer amor, aunque inicialmente surge como un juego de seducción en el que no se pueden dar señales claras de atracción, por lo que se envían mutuamente mensajes cifrados a través de música, citas literarias o tan sólo con datos aparentemente aleatorios pero que resultan reveladores de la personalidad y de las intenciones amorosas; un flirteo tan sensual como intelectual pocas veces visto en el cine contemporáneo. Call me by your name es una película que dinamita el concepto idealizado del amor con el que tanto se ha capitalizado en Hollywood; se trata de un relato emotivo sobre la llegada del primer amor y el inevitable dolor que lo acompaña, recurriendo para este fin a una pausada presentación de las características de sus personajes –sensacionalmente delineados con precisión y manifestándose de manera multidimensional hasta en los casos de los roles secundarios– para impulsar el relato en su segunda mitad, donde se da la mayor parte del conocimiento mutuo, el autodescubrimiento y la maduración de la pareja protagonista; el segundo acto es también donde más se plantean los cuestionamientos sobre el amor y la

(homo)sexualidad, y donde también se nos obsequia una de las secuencias más hermosas del cine de los últimos años: esa en la que el padre charla con Elio sobre el amor, la libertad y la juventud, y el desperdicio de vida que significa ceder ante el miedo a equivocarse y no arriesgarlo todo. Guadagnino ha logrado crear una gran pieza de arte cinematográfico basada en su sensibilidad al mostrar la pureza de los sentimientos; la propuesta del director se aleja completamente de otros dramas románticos homosexuales y no se centra en los prejuicios, por el contrario, toma como elemento central las vulnerabilidades de los protagonistas enfrentados a ese temor de acercarse y rendirse ante un deseo prohibido. Call me by your name, gracias a su prodigiosa narrativa, su poderosa carga erótica/poética tanto en lo visual como en el subtexto y la elegante formalidad con la que plasma una historia de iniciación, de rito de paso hacia el despertar sexual y del comienzo de la madurez emocional, se inscribe a la lista de los clásicos instantáneos del cine LGBT contemporáneo, y por supuesto, en la lista de lo mejor del año.



THREE BILLBOARDS OUTSIDE EBBING, MISSOURI 2017 / Dir. martin mcdonagh

Por Antonio Ruiz | @FinbarFlynnXY

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os décadas atrás, mientras viajaba hacia Texas atravesando lo profundo del sur estadounidense, el director de cine y teatro Martin McDonagh vio un par de mensajes en unas vallas publicitarias que exigían rabiosamente a la policía local la resolución de un crimen. La anécdota quedó en su memoria y finalmente hace un par de años la retomó para su cuarto largometraje: 3 billboards outside Ebbing, Missouri. «¿Qué dolor tan fuerte podría provocar que alguien se atreviera a hacer algo así?» es la pregunta que McDonagh resolvió y a partir de ello desarrolló la historia de una madre que entabla una lucha sin cuartel contra las autoridades ante su incompetencia en el caso de crimen que le arrebató a su hija. Teniendo como protagonista a una Frances McDormand en estado de gracia –la primera y única opción que McDonagh siempre tuvo en su mente como protagonista–, la película se presenta con un descarado humor negro y

un uso de la violencia de manera cínica muy al estilo de los hermanos Coen, y bajo ese tono sigue los desesperados pasos de Mildred Hayes, una madre divorciada que renta tres vallas publicitarias a las afueras de su pequeña comunidad para enviar un mensaje personal Willoughby (Woody Harrelson), el jefe de la policía, por el crimen no resuelto en el que su hija Angela (Kathryn Newton) fue víctima de abuso sexual y luego asesinada con brutalidad. Con un notable trabajo de guión, McDonagh nos obsequia una película maravillosa que ofrece sorpresivas vueltas de tuerca pero que también resultan consecuentes tanto con la evolución de la trama como con la naturaleza de los personajes, por lo que jamás se sienten improbables o fuera de lugar. Esta oscura comedia dramática sobre el perdón y la redención cuenta con unos personajes poseedores de una riqueza dramática que resulta inusual en el cine comercial; y

aunque es verdad que la imparable madre protagonista es el personaje mejor construido, el resto de los protagonistas están delineados de una manera ejemplar. Se trata de personajes ricos en matices a los que el director utiliza para colocarlos en situaciones que le permitan deslizar mordaces y rabiosos comentarios sobre racismo, misoginia, homofobia y prácticamente cualquier forma imaginable de discriminación o violencia hacia alguna minoría. 3 billboards outside Ebbing, Missouri es un excepcional thriller tragicómico que engancha desde el primer minuto y logra un balance entre la emotividad y la hilaridad con sus ingeniosas situaciones y brillantes diálogos; consigue también ser emocionalmente desgarradora y nos enfrenta como espectador a las mismas disyuntivas éticas y morales de sus protagonistas. De esta manera, McDonagh ha colocado su cuarto largometraje entre los filmes imprescindibles del año.



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l director de Boogie Nights (1997) ha confesado que ha sido su apreciación de La Bella y la Bestia (La Belle et la Bête; 1946), el clásico silente de Jean Cocteau, y una anécdota propia de cuando estuvo muy enfermo en cama al cuidado de su esposa –la actriz y comediante Maya Rudolph–, lo que trajo a su mente las ideas para ensamblar la premisa de Phantom Thread, su más reciente cinta que, además, es la película con la que el gran Daniel Day-Lewis se despide del mundo de la actuación. El legendario histrión da vida a Reynolds Woodcock, un soltero y famoso diseñador de modas que, junto con su hermana Cyril (la gran Lesley Manville en estado de gracia), se han colocado en lo alto de la industria de la moda en la Londres de la posguerra, vistiendo a damas de la alta sociedad, mujeres de la realeza y estrellas de cine. Durante uno de sus descansos y rumbo a su casa de campo, Woodcock conoce a Alma (Vicky Krieps), una mesera que se convierte en fuente de inspiración para sus nuevas creaciones y en su amante. Sin embargo, la personalidad de su musa altera su obsesivamente controlada y caprichosa vida y se ve sorprendido por la violenta irrupción del amor. A simple vista, Phantom Thread podría parecer atípica dentro de la filmografía del cineasta estadounidense... y hasta cierto punto lo es. Sin embargo, guarda similitudes esenciales con sus filmes previos: sus solitarios y atormentados personajes principales carentes de cariño que se entregan a ilusorias válvulas de escape, así como la mane-

ra en la que aborda la complejidad de sus personalidades; esto no deja lugar a dudas de que nos encontramos ante una obra de arte firmada por este gran autor cinematográfico y una pieza que de manera orgánica se acomoda en su corpus fílmico. Con un guión completamente original –es decir, no estamos ante una adaptación fílmica basada en alguna novela como There will be blood (2007) o Inherent Vice (2014), ni se trata de algún «biopic»–, la película aborda la ambigua relación de Woodcock con Alma, esa simbiosis que se da entre la sumisión y el dominio por ambas partes y que se acerca peligrosamente al sadomasoquismo. Esta relación amorosa ambivalente se vuelve impredecible por las acciones de los personajes: por un lado, un hombre fascinante pero quisquilloso al extremo que resulta exasperante hasta niveles insoportables, pero que ha sido formado de esa forma por un tormentoso dolor que ha reprimido por años; y por otro lado, una mujer tan sumisa como rebelde que soporta estoicamente el carácter de su amante, pero que también muestra una personalidad de dominio a través de la pasividad, la paciencia y la fortaleza adquiridas por un pasado marcado por las carencias. Son notables sus recurrentes simbolismos, pero sobresalen un vestido de novia que la realeza le ha solicitado como encomienda íntima y la espectral madre que lo atormenta desde su tumba con su nívea vestimenta de nupcias; de ahí podemos establecer las otras lecturas que permite el filme, pues éste aborda la vida de Woodcock a través

de sus creaciones, de la exclusiva ropa en la que, literalmente, su creador guarda secretos con la esperanza de evitar una maldición. De esta manera, ese «hilo fantasma» no sólo hace referencia a las costuras invisibles de las prendas que resguardan anhelos y esperanzas en su interior, sino a las conexiones espirituales con un trágico y doloroso pasado, y a los vínculos emocionales con los que confecciona un posible futuro en pareja con su musa. Ante la falta de disponibilidad de sus colaboradores anteriores para hacerse cargo de la fotografía, Anderson por primera vez se hace cargo de dicha tarea y logra, junto con su recurrente colaborador musical Jonny Greenwood, la creación de una atmósfera envolvente. El resultado de la unión de las postales en movimiento –en su gran mayoría conformadas por encuadres cerrados y el constante uso de close up– con el diseño sonoro –basado en silencios, sonidos muy específicos y un fascinante score– es una atmósfera enrarecida pero de gran elegancia que lo emparenta con el cine de Hitchcock –particularmente hay ecos de Rebecca (1940) y no sólo por la trama que involucra a una mujer que debe enfrentarse a la atormentada psique de su esposo por una mujer fallecida–. El octavo largometraje de Anderson es su filme estilísticamente más depurado; de factura hermosa y elegante, la película es una clara muestra de la evolución de su estilo que aquí alcanza su culmen en cuanto a síntesis narrativa y sofisticación visual. Imprescindible.



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uego de su pieza gótico-romántica Crimson Peak (2015), el mexicanísimo Guillermo del Toro está de regreso con una nueva historia original, pero sobre todo, llena de autenticidad: La forma del agua, una oscura y melancólica –pero finalmente también muy optimista– propuesta sobre la marginación y el poder del amor en todas sus variantes. La película es protagonizada por la siempre extraordinaria Sally Hawkins, quien da vida a Elisa Esposito, una conserje de limpieza en un laboratorio gubernamental de Estados Unidos durante la Guerra Fría; en ese lugar entabla una relación profundamente afectiva con hombre anfibio (el fantástico Doug Jones en un nuevo personaje del universo de del Toro) al que el gobierno norteamericano ha capturado en Sudamérica –donde era venerado como una deidad– para estudiarlo y descubrir los secretos de su desconocida especie, y aprovechar éstos como ventajas en la implacable carrera espacial contra los soviéticos. Con esta singular premisa, el cineasta jalisciense da un giro al clásico de los Monstruos de Universal, El monstruo de la Laguna Negra (Creature from the black lagoon; 1954), de Jack Arnold, y de paso presenta su carta de amor al cine clásico de Hollywood. Es mediante esta inesperada mezcla que del Toro lanza entre líneas una serie de mensajes sobre la aceptación de la diversidad en todas sus expresiones y en contra del machismo, el racismo, la xenofobia, y todas aquellas formas de discriminación que se han gestado en el seno del fanatismo religioso (representado aquí en el villano magistralmente encarnado por Michael Shannon) y la imbecilidad de la ideología de ultraderecha que imperaba en la época en la que sucede la historia y que lamentablemente sigue vigente hoy en día debido al potente resurgimiento del radicalismo en varias partes del globo (ahí tenemos a Donald Trump y Vladimir Putin como los más claros y desafortunados ejemplos).

Apoyado por la lente del cinefotógrafo Dan Laustsen –con quien hizo mancuerna en la ya mencionada Crimson Peak– y con las sinfonías compuestas por el gran Alexandre Desplat, el director de El Laberinto del Fauno (2006) presenta sus ya conocidos ambientes enrarecidos y configura una nueva reivindicación de los marginados mediante sus personajes discriminados ya sea por su género (Elisa), raza (Zelda), edad (Giles) o especie (el hombre anfibio), lanzando con ello un claro y contundente mensaje de aceptación de la diversidad. Y por si fuera poco este discurso, del Toro también se da el lujo de escribir con luz y movimiento una carta de amor al mundo del celuloide, al cine musical especialmente y a su poder evocador y de ensoñación. Ganadora del León de Oro a la Mejor Película en el pasado Festival de Cine de Venecia, The Shape of Water es la pieza de del Toro más sofisticada y madura hasta la fecha, pues no sólo vuelve a presentar a un personaje femenino como absoluto protagonista, sino que lo delinea psicológicamente con más complejidad. Estamos ante una heroína con delicadeza y sensibilidad aunada a su fortaleza y tenacidad, y por primera vez en su filmografía, el cineasta se arriesga a explorar la sexualidad de su protagonista sin tapujos; de ahí que podamos ver a Elisa masturbándose en su bañera como parte de su rutina hogareña antes de alistarse para ir a trabajar, y por otro lado tenemos el contacto sexual que ésta tiene con el hombre anfibio en una de las secuencias más hermosas jamás filmadas bajo el agua. The Shape of Water es una tierna historia romántico-fantástica encapsulada en un bizarro cuento de hadas para adultos; un nuevo homenaje a los freaks, a los raros, a los inadaptados, a los perdedores y a la clase trabajadora bajo el incomparable estilo del mejor y más talentoso cuentacuentos cinematográficos que nos ha dado nuestro país.



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n esta era de las «fake news» y de la posverdad, cada vez es más difícil imaginar que existe la ética periodística; pero a lo largo de la historia, el cine se ha encargado de darnos lecciones sobre el deber periodístico, y como ejemplos podemos citar All the president's men (1976; Alan J. Pakula); Good Night, and Good Luck (2005; George Clooney); Frost/Nixon (2008; Ron Howard) y muy recientemente Spotlight (2015; Tom McCarthy), la ganadora del Oscar como Mejor Película que nos regresó la fe en el periodismo como noble y necesario oficio para acceder a la verdad. Ahora, Steven Spielberg hace lo propio con The Post, una película que recrea el escándalo periodístico-gubernamental conocido como «The Pentagon Papers» y con la que da continuidad a su serie de cintas históricas como Schindler's List (1993), Saving Private Ryan (1998), Lincoln (2012) o Bridge of Spies (2015). The Post nos transporta al verano de 1971, cuando Katherine Graham (Meryl Streep), la primera mujer editora de The Washington Post, junto con su amigo y director del periódico Ben Bradlee (Tom Hanks), intentaban sacar al diario de la decadencia y colocarlo entre los más reconocidos del país. Con esa crítica situación interna,

se les presentó la oportunidad de publicar una serie de archivos secretos que formaban parte de 47 volúmenes con reportes detallados de las operaciones militares estadounidenses en la Guerra de Vietnam a cargo del Secretario de Defensa Robert McNamara (Bruce Greenwood) y que fueron extraídos por Daniel Ellsberg (Matthew Rhys), un ex analista que combatió en Vietnam. Inicialmente, Ellsberg entregó parte de esos volúmenes únicamente a The New York Times, pero pronto el gobierno de Nixon hizo que el diario detuviera las publicaciones por vías legales, dejando el camino libre a The Washington Post para continuar con la exposición mediática de los oscuros secretos del Pentágono, aunque surgió un conflicto de intereses, pues McNamara y Graham eran amigos cercanos. El caso generó una enorme controversia más allá de los secretos que fueron expuestos, generando un acalorado debate en los medios y la opinión pública sobre los límites de la libertad de expresión. The Post es un clásico instantáneo del cine contemporáneo, pues no sólo es la muestra perfecta de que un director talentoso puede levantar un proyecto impecable en tiempo récord –el guion firmado por la dupla Liz Hannah y Josh Singer fue revisado en febrero

del año pasado y la producción de la cinta se realizó en el mes de junio de ese mismo año, logrando estar lista para la temporada de premios a finales de año–, sino por la urgencia de su discurso. La película no sólo es un análisis del periodismo como industria que disecciona los tejes y manejes detrás de las empresas mediáticas, y va mucho más allá del empoderamiento femenino de Katherine Graham al enfrentarse a la mesa directiva que se negaba a publicar los documentos del gobierno por miedo a perder inversionistas que eran necesarios para hacer crecer el periódico; The Post es un apasionante ejercicio de madurez narrativa por parte de uno de los más experimentados cineastas de la actualidad. Aquí, con la mayor maestría y sofisticación de su carrera –aunque no pueda deshacerse de las acusaciones de ser popular y clásico–, Spielberg no sólo nos obsequia un emocionante, vigoroso y estimulante canto a la libertad de expresión, a los principios y a las lealtades, sino que también lanza un reclamo a la actual devaluación de la verdad y del deber periodístico con un paralelismo entre la administración de Trump y la de Nixon, convirtiendo a The Post en una película que no sólo es pertinente, sino urgente y necesaria.



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reta Gerwig se ha consolidado como una de las actrices y guionistas de comedia inteligente más reconocidas de cine indie y finalmente se aventura en solitario hacia la dirección luego de haber incursionado con Nights and weekends (2008) junto a Joe Swanberg. Su ópera prima –cargada de referencias autobiográficas– nos transporta a finales de 2002 para acompañar a Christine McPherson (Saoirse Ronan), una adolescente con inclinaciones artísticas que se hace llamar «Lady Bird» y que sueña con dejar atrás su barrio modesto para trabajar y vivir en alguna gran ciudad de la costa Este, pero que por el momento se ha mudado con su familia a Sacramento, California para estudiar su último año de preparatoria y buscar un lugar en alguna prestigiosa universidad. Pero aunque en la escuela parece todo marchar a la perfección –pronto se ha encontrado a una mejor amiga, Julie Steffans (Beanie Feldstein), y un novio con el que comparte su gusto por el teatro, Danny O'Neill (Lucas Hedges)–, la adolescencia siempre tiene preparadas varias malas jugadas en cuanto al despertar emocional y sexual; y las cosas tampoco resultan nada fáciles en relación con su familia, pues pelea constantemente con su madre Marion (Laurie Metcalf) y su hermano Miguel (Jordan Rodrigues), y aunque con el único con quien parece llevar una relación cordial es su padre Larry (Tracy Letts), éste ha perdido su trabajo y enfrenta una profunda depresión.

Lady Bird confirma el talento como guionista de Gerwig y la consolida como una cineasta auténtica que sabe retratar con sensibilidad la adolescencia femenina y su camino hacia la madurez. Cobijada por una modesta producción pero con mucha autenticidad, Gerwig se apoya en la fotografía de Sam Levy, el score de Jon Brion y en un soundtrack que rescata temas como Crash into me de Dave Matthews Band, Hand in my pocket de Alanis Morissette y Cry me a river de Justin Timberlake, para crear el ambiente necesario para desarrollar esta historia de autodescubrimiento personal. La ópera prima de Gerwig es esa historia que todos hemos protagonizado: la búsqueda de un camino propio que nos guíe hacia nuestro lugar en el mundo en una etapa marcada por el hastío de esa cotidianidad que, sin embargo, esconde algunos de los momentos más trascendentales que marcaran nuestra personalidad como adultos. Esta historia coming-of-age, de ritos de iniciación, es presentada de manera fresca, divertida y emotiva, con muchos toques de sinceridad pero sin escaparse de la mordacidad; sobresalen en ella los paralelismos entre la protagonista tratando de encontrar su camino y la propia Gerwig intentando encontrar su propia voz como cineasta.



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hristopher Nolan regresa al «mundo real» luego de mudarse temporalmente a Gotham para su trilogía del Caballero de la Noche y de viajar al espacio para explorar las insospechadas posibilidades de los agujeros de gusano con Interstellar (2014). Su retorno llega por todo lo alto con un ambicioso blockbuster bélico que explora el episodio histórico conocido como «El Milagro de Dunkerque». En 1940, durante la Segunda Guerra Mundial, aproximadamente 400,000 soldados –mayoritariamente británicos, aunque también se encontraban miembros de las tropas francesas y belgas– se vieron obligados a replegarse ante el avance de las fuerzas alemanas, terminando atrapados entre el enemigo y el Canal de la Mancha. Y pese a que su hogar se encontraba a tan sólo 40 kilómetros de distancia, el agua poco profunda y las inclemencias del tiempo impedían que los enormes barcos de la Marina inglesa pudieran llegar hasta el rompeolas para rescatar a los batallones. Finalmente, el rescate de casi 340,000 soldados de las playas de Dunkerque se concretó gracias a la ahora famosa «Operación Dinamo», en la que una muy improvisada flotilla conformada por embarcaciones civiles de las islas británicas acudieron voluntariamente al llamado para enfilarse directamente hacia la zona de guerra, rescatar a sus soldados y traerlos de vuelta a casa. Inspirado luego de leer Forgotten Voices of Dunkirk, una compilación anecdótica de los sobrevivientes a cargo del historiador Joshua Levine, Nolan escribió el guión para llevar este episodio bélico a la gran pantalla; pero por supuesto que no lo hace mediante una narrativa tradicional, sino que sostiene la línea de sus filmes previos al presentar una trama enfocada en tres distintos ejes –tierra, mar y aire– que se van intercalando y se conectan en distintos momentos, además que cada uno de estos tres frentes aborda dife-

rentes periodos de tiempo: en tierra nos muestra la lucha por la supervivencia de una semana de tres soldados –Tommy (Fionn Whitehead), Gibson (Aneurin Barnard) y Alex (Harry Styles)– y de dos oficiales –el Comandante Bolton (Kenneth Branagh) y el Coronel Winnant (James D'Arcy)–; en mar nos muestra el día completo del rescate naval civil, centrándose en la embarcación Moonstone, tripulada por un experimentado marinero retirado (el Sr. Dawson, interpretado por Mark Rylance), su hijo Peter (Tom Glynn-Carney) y el joven George (Barry Keoghan), quienes rescatan a un piloto británico (Cillian Murphy) en el trayecto a las playas de Dunkerque; y finalmente, en aire nos muestra los sesenta minutos en los que dos pilotos de la Fuerza Aérea Real, Farrier (Tom Hardy) y Collins (Jack Lowden), brindan apoyo aéreo combatiendo con sus aviones Spitfire a los aviones enemigos durante el rescate de los soldados. Pero además de poseer esta narrativa que resulta inusual para los blockbusters veraniegos –y que también debemos señalar que ya no es ni arriesgada ni mucho menos radical como lo fueron sus primeras propuestas cinematográficas–, Christopher Nolan se desvía un poco de los caminos que comúnmente se siguen en el cine bélico; la película va más por el camino del thriller de acción presentando una trepidante lucha por la supervivencia que da sólo breves respiros a lo largo de sus 106 minutos de metraje. La propuesta formal del director está basada en un fascinante diseño sonoro en el que la música de Hans Zimmer y el constante tic tac de un reloj –que, como dato curioso e inútil, pertenecía al padre del cineasta– subrayan la naturaleza a contrarreloj del relato. La omisión visual del enemigo es otra de las características de Dunkirk, y es que aunque jamás vemos al ejército alemán, la experiencia inmersiva que Nolan logra crear tan sólo con el sonido y

el manejo de cámara hace que podamos percibir el peligro de manera permanente. Pero pese estar ante el film más vistoso y ambicioso de Christopher Nolan, estamos también frente al más simplista y elemental a nivel conflicto anecdótico, y también al trabajo más parco y frío a nivel emocional e interpretativo. Nolan se muestra incapaz de crear vínculos con los múltiples protagonistas; aquí no hay héroes con progresión dramática, sólo vemos personajes genéricos declamando diálogos acartonados e intentando sobrevivir en el sofisticado y efectista juego estructural que el realizador ha preparado. La película, como experiencia sensorial, es irreprochable, pero como obra cinematográfica deviene en documento fílmico panfletario en época de paz y la vuelve poseedora de una honestidad bastante cuestionable. No estamos ante una obra maestra del cine bélico como muchos han señalado, y tampoco estamos frente a una de las mejores propuestas del verano; vaya, ni siquiera estamos ante la mejor película de la filmografía de Nolan –Memento sigue ocupando el lugar de honor–. Dunkirk es un producto, autoral eso sí, que resulta más que efectivo como aventura de supervivencia, pero que está muy lejos de ser un estudio sobre la guerra, su absurdo o sobre la camaradería que nace en medio del infierno; logros que, en cambio, sí han alcanzado cintas como Platoon (1986), Apocalypse Now (1979) o The Thin Red Line (1999), y que por ello –entre otras virtudes– se han convertido en clásicos imprescindibles del cine bélico. ¿Quieren ver una película que sostenga su propuesta formal en la omisión visual y en la optimización del sonido, que realmente transmita el horror de estar en medio de una guerra, y que también presente una historia a contrarreloj? Vean, entonces, Son of Saul (Saul fia, 2015), de László Nemes.



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n esta era de las «fake news» y de la posverdad, cada vez es más difícil imaginar que existe la ética periodística; pero a lo largo de la historia, el cine se ha encargado de darnos lecciones sobre el deber periodístico, y como ejemplos podemos citar All the president's men (1976; Alan J. Pakula); Good Night, and Good Luck (2005; George Clooney); Frost/Nixon (2008; Ron Howard) y muy recientemente Spotlight (2015; Tom McCarthy), la ganadora del Oscar como Mejor Película que nos regresó la fe en el periodismo como noble y necesario oficio para acceder a la verdad. Ahora, Steven Spielberg hace lo propio con The Post, una película que recrea el escándalo periodístico-gubernamental conocido como «The Pentagon Papers» y con la que da continuidad a su serie de cintas históricas como Schindler's List (1993), Saving Private Ryan (1998), Lincoln (2012) o Bridge of Spies (2015). The Post nos transporta al verano de 1971, cuando Katherine Graham (Meryl Streep), la primera mujer editora de The Washington Post, junto con su amigo y director del periódico Ben Bradlee (Tom Hanks), intentaban sacar al diario de la decadencia y colocarlo entre los más reconocidos del país. Con esa crítica situación interna,

se les presentó la oportunidad de publicar una serie de archivos secretos que formaban parte de 47 volúmenes con reportes detallados de las operaciones militares estadounidenses en la Guerra de Vietnam a cargo del Secretario de Defensa Robert McNamara (Bruce Greenwood) y que fueron extraídos por Daniel Ellsberg (Matthew Rhys), un ex analista que combatió en Vietnam. Inicialmente, Ellsberg entregó parte de esos volúmenes únicamente a The New York Times, pero pronto el gobierno de Nixon hizo que el diario detuviera las publicaciones por vías legales, dejando el camino libre a The Washington Post para continuar con la exposición mediática de los oscuros secretos del Pentágono, aunque surgió un conflicto de intereses, pues McNamara y Graham eran amigos cercanos. El caso generó una enorme controversia más allá de los secretos que fueron expuestos, generando un acalorado debate en los medios y la opinión pública sobre los límites de la libertad de expresión. The Post es un clásico instantáneo del cine contemporáneo, pues no sólo es la muestra perfecta de que un director talentoso puede levantar un proyecto impecable en tiempo récord –el guion firmado por la dupla Liz Hannah y Josh Singer fue revisado en febrero

del año pasado y la producción de la cinta se realizó en el mes de junio de ese mismo año, logrando estar lista para la temporada de premios a finales de año–, sino por la urgencia de su discurso. La película no sólo es un análisis del periodismo como industria que disecciona los tejes y manejes detrás de las empresas mediáticas, y va mucho más allá del empoderamiento femenino de Katherine Graham al enfrentarse a la mesa directiva que se negaba a publicar los documentos del gobierno por miedo a perder inversionistas que eran necesarios para hacer crecer el periódico; The Post es un apasionante ejercicio de madurez narrativa por parte de uno de los más experimentados cineastas de la actualidad. Aquí, con la mayor maestría y sofisticación de su carrera –aunque no pueda deshacerse de las acusaciones de ser popular y clásico–, Spielberg no sólo nos obsequia un emocionante, vigoroso y estimulante canto a la libertad de expresión, a los principios y a las lealtades, sino que también lanza un reclamo a la actual devaluación de la verdad y del deber periodístico con un paralelismo entre la administración de Trump y la de Nixon, convirtiendo a The Post en una película que no sólo es pertinente, sino urgente y necesaria.



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a mítica figura de Winston Churchill tuvo dos aproximaciones cinematográficas importantes durante el año pasado. La primera, Churchill, de Jonathan Teplitzky, tuvo a Brian Cox como el célebre estadista británico e incomodó incluso a los herederos del personaje político por la manera crítica de abordar su personalidad, negándose a participar como consultores de la cinta que pasó por cartelera casi desapercibida. La segunda, Darkest Hour, de Joe Wright, no ha causado polémica pero ha generado más ruido y es en gran parte por la impresionante interpretación de Churchill por parte del siempre estupendo Gary Oldman, quien se ha convertido en el gran favorito para llevarse el premio al Mejor Actor en la próxima entrega de los Oscar. Wright, junto con su guionista Anthony McCarten, inician la trama de la cinta cuando Churchill, luego de la dimisión de Neville Chamberlain y pese a la oposición de algunos colegas, es nombrado Primer Ministro y toma el liderazgo de Inglaterra en una crítica situación de la Segunda Guerra Mundial, cuando debe considerar posibles negociaciones con Adolph Hitler para llegar a un acuerdo de paz con la Alemania Nazi ante su avance imparable que amenaza con conquistar Europa entera. En su séptimo largometraje, el cineasta inglés demuestra una vez más su enorme talento para narrar historias en ambientes de época. Con la fotografía de Bruno Delbonel y la música de Darío Marianelli consigue una película visualmente arriesgada para los comu-

nes estándares del cine histórico-dramático hollywoodense; Wright da forma a un intenso thriller político con toda la estética del cine noir al sacar el mayor provecho del impecablemente detallado diseño de arte a través de rebuscados encuadres que juegan sofisticadamente con las luces y sombras que encapsulan al protagonista en la penumbra –sugiriendo así que se encuentra en su momento más oscuro al que hace referencia el título original– y mediante emplazamientos de cámara audaces que consiguen que formemos parte de una experiencia audiovisual envolvente atípica en los biopics pero que ya había conseguido en sus sobresalientes dramas de época como Pride & Prejudice (2005), Atonement (2007) e incluso en la poco afortunada Anna Karenina (2012). Pero por sobre esa sobresaliente recreación histórica y sofisticada propuesta visual se encuentra Winston Churchill, la figura que ha alcanzado el estatus de mito, pero que la película se encarga de deconstruir para mostrar al hombre privado detrás de ese público líder y genio de la oratoria del siglo XX. Gary Oldman borda con maestría el lado más humano de Churchill; bajo las capas de maquillaje y los prostéticos –a cargo del artista Kazuhiro Tsuji–, el actor logra interpretar a un monstruo feroz que es a la vez un hombre frágil e indeciso. Oldman se ve acompañado de estrellas de renombre y talento comprobado como Kristin Scott Thomas como su esposa Clementine, Stephane Dillane como el Vizconde Halifax, Ben Mendelsohn como el Rey

George VI y Lily James como la secretaria Elizabeth Layton; todos ellos se mueven en torno a Oldman y presentan un solvente trabajo actoral, pero en gran medida encarnan a personajes desdibujados –problema del guion– que inevitablemente son absorbidos por la magnética presencia del experimentado actor que una vez más demuestra su reconocida versatilidad. Sin embargo, hay algo que pesa e impide que la película, al igual que Dunkirk (2017), se convierta en una de las mejores del año; y es que comete el mismo gran error que la película de Christopher Nolan: enarbolar un discurso triunfalista que elimina tajante y completamente la posibilidad de analizar y mucho menos reflexionar sobre la ambigüedad de los hechos históricos que unos consideran de manera simplista como una gran victoria, y que otros ven como una vergonzosa derrota que incluye además tintes de traición hacia los aliados franceses. Esta postura ideológica tan arcaica y patriotera de Gran Bretaña le resta puntos a Darkest Hour que queda, entonces, como un impecable ejercicio de estilo con una formidable actuación protagónica que desmitifica a este personaje de gran elocuencia y espíritu alentador, pero que no se atreve a desmitificar el suceso histórico del rescate de las tropas de Dunkerque; esta falta de brío la convierte en una propuesta con un discurso mañoso que resulta más decepcionante por presentarse en los tiempos que corren, donde los secretos sobre aquella Operación Dinamo ya han sido revelados.




A

ntes de escribir esta reseña, debo decir que cuando estoy esperando una película todo el año, y cumple esas expectaciones, automáticamente disfrutaré el film, ya sea si recibe buenas críticas o no. Molly’s Game tiene todo lo que quiero en una película: Aaron Sorkin como escritor, una mujer protagonista, Jessica Chastain, comentario social, y dialogo dicho de la manera que se debe hablar. Molly’s Game es escrita y dirigida por Aaron Sorkin, quien es conocido por sus guiones, incluidos Moneyball y The Social Network. Este film cuenta la true story de Molly Bloom, una ex esquiadora olímpica quien se convierte en una organizadora de juegos de póker para celebridades en Los Angeles y Nueva York. Aaron Sorkin siempre ha sido uno de mis escritores favoritos. Sus guiones son emocionantes y su dialogo es de los mejores en la historia del cinema. Molly’s Game es su debut directoral, así que estaba emocionada por ver como lo hacía. Un gran trabajo de principio a fin. El guión de Sorkin es como siempre, magnifico. Es tan bien creado y escrito que te aferras a cada palabra que estos personajes dicen. Es uno de los pocos escritores que pueden mantener a la audiencia enganchada y atrapada en la pantalla. Sus personajes son inteli-

gentes, fuertes y llenos de energía. Teje esta historia junto con una narración muy ingeniosa y una narrativa no lineal que mantiene la intriga en niveles altos a medida que avanza la película. Sabemos que sus guiones son muy buenos, pero no sabemos cómo es dirigiendo. El film es editado fantásticamente, de una manera que corta a casi todos las respiraciones y pausas en las conversaciones, para mantener el diálogo en movimiento, y funciona a la perfección. Jessica Chastain es como siempre una actriz impresionante, pero esta es una de sus mejores actuaciones. Estoy muy sorprendida de que no esté nominada para un Oscar, porque es una fuerza impresionante como Molly Bloom. Siempre interpreta personajes fuertes e inteligentes, lo cual amo, pero no son personajes perfectos, lo que también amo. Molly tiene muchos problemas debajo de la superficie, pero no es el tipo de persona que los enseña al mundo. Chastain hace un trabajo perfecto manteniendo sus issues enterrados hasta el final, donde empiezas a ver la presión que la ha ido aplastando. Esta película no es sobre póker, es sobre cómo no importa que tan abajo de un dark path caigas, con un poco de ayuda e integridad de buenos aliados, siempre puedes levantarte.

Me encanta la profundidad del personaje que se muestra, algunas veces con palabras, y otras sin ellas. Hay muchos momentos donde puedes ver algo opuesto a lo que esperas de ella, y eso es gracias a la complejidad de la brillante actuación de Jessica. Cuando un personaje tiene tanto tiempo en la pantalla en un film de un poco más de 2 horas, es mejor que sea con su mejor lado y esta actriz lo trae. Es una de las mejores actuaciones de su carrera. Chastain no es una nominada al Oscar este año porque muchas de las otras actrices nominadas están en películas nominadas a Best Picture, esto la pone en desventaja y me molesta demasiado. Idris Elba es también fantástico como su abogado. Su personaje está consciente de lo inteligente que es Molly, pero también sabe qué tan explosiva es, así que trata de ayudarla y no dejar que su orgullo y moralidad la afecten mucho. Es un poco difícil no tratar de sacar errores de un film como este, que sabe exactamente lo que hace, yo diría que es 15 minutos muy largo, pero no se siente como 140 minutos. Es interesante constantemente, gracias al interesante dialogo y perfectas actuaciones. Si te gusta Sorkin entonces te recomiendo fuertemente ir a verla.


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a figura de la talentosísima patinadora artística sobre hielo Tonya Harding se transformó de una de las más aclamadas a una de las más repudiadas a nivel global luego de verse envuelta en un ataque a una de sus compañeras: la también célebre Nancy Kerrigan. La película I, Tonya, protagonizada extraordinariamente por la gran estrella Margot Robbie, explora la vida personal de la patinadora que, en 1991, se convirtió en la primera mujer estadounidense en lograr un triple salto Axel sobre hielo. Con un guión firmado por Steven Rogers con base en testimonios y entrevistas, y bajo la dirección de Craig Gillespie (responsable de Lars and the real girl; 2007), la cinta nos adentra en la difícil infancia, adolescencia y adultez de la patinadora, así como el violento incidente que hundió su carrera. I, Tonya presenta a su protagonista con unos cuantos años de edad siendo violentada física y emocionalmente bajo la educación de su estricta madre LaVona Golden (una extraordinaria Allison Janney), quien la lleva a clases de patinaje ante la insistencia de la pequeña y su talento innato; su infancia también estuvo marcada por el abandono de su padre, mientras que en la adolescencia conoció a su primer esposo Jeff Gillooly (Sebastian Stan), iniciando una relación que repetiría los patrones de conducta de violencia doméstica y codependencia emocional y quien sería uno de los involucrados en el ataque a Nancy Kerrigan. Sin embargo, la veracidad de los hechos reales tal como sucedieron es po-

co clara aún después de tantos años debido a las declaraciones contradictorias tanto de la patinadora como de sus familiares y todos los involucrados en el caso del ataque, de ahí que la película de la vuelta a los hechos y juegue bajo un tono cínico y fársico con las versiones de los que rodearon el incidente. Y aunque presentar la historia desde una perspectiva tragicómica es una decisión muy arriesgada si tomamos en cuenta que se trata de una «biopic» –género caracterizado por su solemnidad hacia el personaje a analizar–, la película sale victoriosa de esta decisión al conseguir un balance entre el drama y el humor negro con el que logra que comprendas el porqué de la personalidad de Harding y los motivos de sus explosivas reacciones. Pero la película también posee un subtexto sobre el éxito y fracaso de la patinadora en el mundo deportivo como una metáfora del progreso social; sin ser condescendiente con la protagonista, la película expone esos momentos cuando el talento deportivo no lo es todo y los deportistas son víctimas de un sistema hipócrita que, más allá del talento sobre el hielo, busca vender una imagen social y moralmente pulcra... aunque todo sea una mentira infame, y en ese esquema buscado por la comunidad deportiva, la imagen de chica «white trash» que reflejaba Tonya no tenía cabida. De esta manera, más allá de ser una propuesta biográfica sobresaliente a nivel actoral con Robbie, Jenney y Stan entregando interpretaciones de primer nivel, de ser visualmente audaz con la cámara in-

quieta de Nicolas Karakatsanis y narrativamente dinámica con constantes y cínicas rupturas de la cuarta pared que nos recuerdan al formato de House of Cards y su Frank Underwood, I, Tonya se erige además como una punzante crítica a la hipocresía del mundo deportivo. «Su Señoría: no tengo educación, el patinaje es todo lo que sé... Es todo lo que sé y no soy nadie si no puedo patinar. Sólo trato de hacer lo mejor en lo mejor que sé hacer. Prefiero ir a la cárcel pero déjeme seguir patinando» suplica Tonya Harding al escuchar la sentencia del juez en la escena más emotiva del filme en la que logra mostrar la vulnerabilidad de una mujer a la que la prensa y la opinión pública ya habían declarado como un monstruo. Al final, I, Tonya es una cinta que va más allá del estudio de una controvertida y contradictoria celebridad mediática, también lleva a cabo una cuidadosa disección de la miseria moral de una sociedad ansiosa por entregar su amor y lanzar su odio a la figura en turno; de ahí que la película también muestre cómo todo se olvidó cuando la sociedad y los medios encontraron, respectivamente, una nueva diana para ejercitar su odio y una nueva mina de oro: el caso O.J. Simpson. Con su sexto largometraje, Craig Gillespie ha logrado dar forma a uno de los biopics esenciales del nuevo milenio y su consolidación como realizador dentro del cine hollywoodense.


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a ganadora de la Palma de Oro a la mejor película en Cannes presenta una serie de subtramas con un variopinto abanico de personajes que, sin embargo, se ven ligadas por uno solo de ellos: Christian (Claes Bang), un curador en jefe de un importante museo de arte contemporáneo en Estocolmo en el que está próxima a inaugurarse la instalación que da nombre a la película; se trata de una pieza de la artista Lola Arias que, en teoría, es una representación de la seguridad, la confianza y la igualdad entre individuos en los espacios públicos. Sin embargo, luego de ser víctima de robo en la calle y perder su billetera y celular en un elaborado performance ideado por los criminales, Christian busca justicia de una manera poco ortodoxa y su vida comienza a tambalearse, se fractura y finalmente se derrumba en lo emocional, sexual, familiar y laboral. Su agobio y obsesión por recuperar su celular y billetera llega a tal grado que da el visto bueno a una campaña para promocionar la instalación de Lola Arias sin revisar a detalle la propuesta de la inexperta agencia de publicidad contratada, por lo que la desafortunada campaña sale a la luz con devastadoras consecuencias para la imagen pública del museo. Mediante una serie de situaciones que nos provocan reacciones que van desde la hilaridad hasta la incomodidad –especial atención a las secuencias donde interviene la reportera estadounidense Anne (encarnada por la sensa-

cional Elisabeth Moss) y sobre todo su encuentro sexual con Christian–, The Square propone un salvajismo inteligente contra el esnobismo del mundo del arte y de la creencia de la superioridad dentro de la sociedad en general. Una colección de ideas que, bajo un tono cómico sombrío y cáustico, hacen pedazos a las altas esferas de la burguesía, a su elitismo y su desprecio por el otro. Östlund presenta al arte contemporáneo como una forma de provocación vacía, una forma de expresión en la que se refugian los snobs y que finalmente se convierte en un comercio mercantilista en manos de una mafia. La sobreintelectualización y la amplitud de criterio burgués no es más que una pose social completamente inútil y pronto se sucumbe cuando se apoderan de ellos los más primitivos instintos como la ira, la lujuria y la territorialidad, como bien lo pone de manifiesto el performance del hombre simio. El director sueco que hace tres años nos entregó una mordaz y elegante disección de los instintos humanos bajo el nombre Force Majeure (2014), vuelve de manera contundente y con un despiadado ataque en forma de ácida comedia que, aunque posee un final que se extiende de manera innecesaria, utiliza su imbatible fuerza metafórica para realizar una crítica a los constructos sociales que, seguramente, incomodará a cierto sector del público. Imprescindible.


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n niño no deseado y unos padres que nunca se amaron y que buscan ahora alejarse el uno del otro para recomponer sus vidas son los tres personajes principales de Loveless, el nuevo drama social con el que el cineasta ruso Andrey Zvyaginstev expande su filmografía tras su multipremiada Leviathan (2014). Al igual que en el filme nominado al premio de la Academia como Mejor Película Extranjera, el director vuelve a colaborar con Oleg Negin en la escritura del guión donde la Rusia contemporánea queda nuevamente expuesta como una nación con un tejido social moralmente decadente a través del relato emocionalmente duro y hostil sobre Zhenya (Maryana Spivak) y Boris (Alexei Rozin), un matrimonio fallido cuyos integrantes buscan avanzar con sus vidas al lado de sus respectivas nuevas parejas, pero cuyo hijo en común, Alyosha (Matvey Novikov) es un obstáculo para lograrlo, pues ninguno quiere hacerse cargo del niño; no lo quisieron al nacer y no lo quieren ahora... y él lo sabe, lo ha escuchado de los propios labios de sus padres en una de tantas madrugadas de histéricas discusiones. Alyosha decide huir de casa.

La desaparición del niño y la búsqueda que emprenden sus padres es el detonante que utiliza Zvyaginstev para tomar el pulso moral de su sociedad. Agregando elementos narrativos pertenecientes al thriller, el director ruso disecciona las personalidades de los padres por separado y su rampante moralidad: por una parte, Zhenya es una mujer que nunca quiso ser madre; su embarazo la tomó por sorpresa y el rechazo que sintió por Alyosha desde antes de su nacimiento fue tal que ni siquiera produjo leche para su periodo de lactancia y ahora pretende deshacerse de él dejándoselo a su padre mientras ella reinicia su vida al lado de un hombre un tanto mayor que ella pero de un nivel socioeconómico alto. Por otra parte, Boris tiene miedo de que su problemático estado marital y su inminente divorcio sean del conocimiento en la empresa donde trabaja, pues su estúpido reglamento interno niega empleos a personas divorciadas y sin hijos, por lo que intenta mantener todo en secreto para no perder la estabilidad económica mientras pone fin a su matrimonio con Zhenya y se casa con su nueva y más joven pareja con la cual ya está esperando un hijo para conformar una nueva familia en la cual,

por supuesto, Alyosha no tiene cabida. Zvyaginstev se apoya en la hermosa fotografía de Mikhail Krichman y las composiciones sonoras de Eugueni Galperine para crear un ambiente melancólico y frío para su tesis sobre la deshumanización que supone Loveless, filme elegante y poético en el que también hace apuntes sobre la enajenación tecnológica y las ególatras aspiraciones sociales de una clase media rusa: las selfies que se toma Zhenya mientras se hace un cambio de look; las fotografías que toma a su platillo gourmet en el restaurante junto a su nueva pareja; Boris enajenado frente a la pantalla viendo las noticias y olvidando tanto a su nuevo hijo que juega frente a él como a su primogénito desaparecido; las selfies de su nueva novia mientras hace las compras para formar un nuevo hogar en pareja. Loveless es una visualmente sofisticada radiografía social, y aunque quizás tiene un menor calado político que su filme previo, se trata una propuesta inquietante y desoladora con la que el cineasta ruso posiblemente más reconocido actualmente hace de este fracturado microcosmos familiar una pesimista alegoría de la podrida, inhumana, violenta y cruel Rusia contemporánea.


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uego de la celebrada Gloria (2013), el cineasta chileno Sebastián Lelio vuelve a tomar a una figura femenina como objeto de estudio y a través del personaje de Marina Vidal, una mujer transgénero que pierde repentinamente su gran amor Orlando (Francisco Reyes) –padre divorciado y 20 años mayor que ella–, toma el pulso de la sociedad y cuestiona su capacidad empática, explorando a la vez los miedos sociales hacia lo distinto y que se manifiestan con odio y violencia. Porque tras la inesperada muerte de Orlando, Marina se enfrenta no sólo a las vejaciones y el repudio de la familia de éste –quienes la hostigan para que entregue su automóvil, el departamento que estaban a punto de compartir y la mascota que él le había regalado; además de impedirle despedirse del cuerpo de su amado y prohibirle asistir a su funeral–, sino también tiene que soportar el trato inhumano por parte de las autoridades médicas y judiciales que buscan resolver la muerte de Orlando bajo la sospecha de un crimen pasional. Lo anterior es el detonante de Una Mujer Fantástica, la historia de una mujer (extraordinariamente encarnada por la maravillosa Daniela Vega) que lucha contra todo y todos para mantener su dignidad y que busca reafirmar constantemente una identidad ya asumida, pero que se ve cuestionada fuertemente por la inquisidora mirada de una sociedad inepta, ignorante e incapaz de empatizar con el prójimo. Con un guion escrito por el mismo Lelio junto a Gonzalo Maza –por el que fueron reconocidos con el Oso De Plata en la Berlinale–, el director resuelve está feroz lucha contra viento y marea con una formidable metafórica escena de la protagonista enfrentándose a un vendaval cuando intenta caminar por la calle, mientras que la reafirmación de su identidad se manifiesta en pantalla a través de Marina mirándose constantemente al espejo luego de ser llamada «quimera» por la ex esposa de Orlando y de verse reflejada en la ventana de un automóvil vacío convertida en un monstruo defor-

me tras sufrir un ataque físico por parte de los familiares y amigos de su recién fallecido amor. Marina se somete al auto escrutinio, se coloca frente a frente con ella misma para nunca olvidar quién es y no perder la fuerza que reside en su interior. “Una Mujer Fantástica” es una propuesta cinematográfica que se convierte en toda una experiencia audiovisual envolvente gracias a que la fotografía de Benjamín Echazarreta sabe cómo aprovechar el diseño de arte, y junto con el diseño sonoro con un score fenomenal y una curaduría musical excepcional Mathew Herbert, logra que el imperante naturalismo de la cinta momentáneamente pueda dar paso a lo onírico sin perder jamás el tono del relato –ojo a la maravillosa y liberadora secuencia de baile en el antro–. Pero más allá de ser poseedora de una impecable factura, es una película que sobresale por sus comentarios sobre la intolerancia y la infame crítica que, con base en una profunda ignorancia y un irracional miedo, la sociedad ultraconservadora lanza hacia lo que considera «anormal». La película funciona como un esfuerzo de visibilizar al colectivo trans que, pese a que se han logrado avances en cuanto al reconocimiento de derechos de los homosexuales, aún continúa siendo ignorado y discriminado por la sociedad y la burocracia al ponerle trabas por atreverse a desafiar las normas de status quo sustentado por el código binario hombre-mujer; además, la película también toma la tarea de denunciar cómo la burocracia médica y jurídica despojan a los integrantes de esta minoría sexual de toda dignidad y derecho humano elemental. La nueva y fantástica película de Sebastián Lelio es un arrebatador estudio de personaje que, alejándose de lo convencional, funciona en muchos niveles y permite diversas lecturas, tanto íntimas como sociales; pero lo más importante, es que estamos ante la historia de una (super) heroína que se niega a perder su dignidad.


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l séptimo largometraje de la cineasta húngara Ildikó Enyedi presenta un improbable romance entre dos «outsiders» en un entorno frío y un tanto hostil, pero a partir de allí logra una cálida alegoría de la búsqueda del amor. On Body and Soul nos adentra a las instalaciones de un matadero de reces donde Mária (Alexandra Borbély) comienza a trabajar como supervisora de calidad de la carne que ahí producen; los chismes, rumores y bromas sobre ella aparecen casi de inmediato, pues por su padecimiento de síndrome de Asperger carece de habilidades sociales, es incapaz de establecer contacto físico y se enfoca solamente en llevar a cabo sus labores de la manera más eficaz, lo cual no le resulta difícil, pues tiene una capacidad de percepción, análisis y memoria casi sobrehumana. Por otro lado, Endre (Géza Morcsányi), su jefe, es un hombre con su brazo izquierdo incapacitado que, por razones personales y traumas de su pasado, se aísla en su oficina y evita cualquier interacción social, pese a los reclamos de sus trabajadores de no involucrarse con los problemas habituales de la empresa; sin embargo, ha comenzado a sentir cierta fascinación por Mária, y durante uno de los almuerzos, intenta acercarse a ella

para conocerla, aunque la movida resulta infructuosa por la personalidad de la chica. Un pequeño crimen dentro de la empresa obliga a Endre a realizar un examen psicológico a sus trabajadores y a él mismo; como resultado de este test se revela que tanto Mária como él han compartido sueños en más de una ocasión –son ciervos que se encuentran junto a un pequeño lago y practican rituales de seducción–; la extraña conexión emocional onírica hace que acerquen en la realidad e intenten transformar esa conexión en algo tangible. La premisa de On Body en Soul puede parecer extraña o incluso absurda, pero la cineasta sabe cómo aterrizar todos esos elementos sobrenaturales y metafísicos en un ambiente real. Enyedi sabe sacar el mayor provecho de las postales en movimiento capturadas por el lente de Máté Herbai y de las partituras del score compuesto por Adam Balazs, creando con ello una atmósfera intimista y de calidez a pesar de la frialdad tanto por la localización geográfica del escenario donde ocurre la trama como por las interacciones personales de los protagonistas; pero para ello también resultan esenciales los trabajos histriónicos de los protagonistas, pues tanto Borbély como Morcsányi

logran interpretar con naturalidad a dos marginados emocionales con carencias afectivas que emprenden, de manera personal y con su propia metodología, una odisea en busca del amor. Alejándose radicalmente de los derroteros que el cine romántico industrializado suele explorar, Enyedi crea un entramado romántico atípico con una profunda y dolorosa carga emocional pero sin recurrir en ningún momento a sensiblerías e incluso se atreve a presentar un momento de gran crudeza en el tercer acto del filme que sería impensable que apareciera en algún producto romántico genérico de Hollywood. Melancólica, poética, inquietante y seduc-tora, son sólo algunos de los adjetivos con los que podemos calificar a On Body and Soul, cinta ganadora del Oso de Oro a la Mejor Película en la pasada edición de la Berlinale y que es, por mucho, una de las propuestas más originales y auténticas del año al utilizar un improbable romance entre dos inadaptados y una sincronización onírica acompañada de un empalme emocional para hablar sobre la búsqueda del amor, la soledad patológica, la importancia de las conexiones emocionales y el cómo a veces sacrificamos éstas en pos de una unión en el plano físico.


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l responsable de la ya legendaria 'trilogía del Cornetto' -Shaun of the dead (2004); Hott fuzz (2007) y The world's end (2013)- está de regreso con una película de acción como ninguna otra. Baby Driver se gestó en la mente de Edgar Wright hace más de dos décadas, y aunque algunos destellos de su premisa se filtraron en sus trabajos previos tanto en la gran pantalla como en la realización de videoclips -Blue Song de Mint Royale sigue a un conductor de escape mientras sus compañeros roban un banco-, es hasta el día de hoy que su idea completa se materializa en cines. Cuando recién había llegado a sus veintes, Wright se obsesionó con Bellbottoms, de The Jon Spencer Blues Explosion, y siempre pensó que el track sería el ideal para un atraco y una persecución; y es precisamente con esta secuencia de robo y escape alguna vez idealizada con la musicalización de la pista incluida en el álbum Oranges que el director arranca su nueva producción. Se trata de una secuencia de poco menos de seis minutos que, además de ser un efectivo enganche para el público que quedará al borde del asiento, es a la vez una carta de amor al cine y una declaración de intenciones cinematográficas: Wright está comprometido a entregar una de las mejores y más originales cintas de acción del nuevo milenio. Un reto que queda más que superado. Baby (Ansel Elgort) es un jovencísimo conductor que utiliza sus habilidades al volante para ayudar a escapar grupos de ladrones bancarios convocados por un enigmático hombre que se hace llamar Doc (el siempre genial Ke-

vin Spacey). Pero descuiden, no estamos ante una copia descarada de Drive (2011), de Nicolas Windinf Refn; la propuesta del director de Scott Pilgrim vs The World (2010) recorre derroteros completamente distintos, aunque también hay una chica -Debora (Lily James)- que cambia la perspectiva del protagonista que reconsidera el rumbo de su vida tras conocerla. Baby Driver es un homenaje al cine, pero particularmente a una de las cintas favoritas de Edgar Wright: The Driver (1978), de Walter Hill, un thriller criminal protagonizado por la entonces superestrella Ryan O'Neal que ya comenzaba su ocaso en Hollywood. Lo que vuelve diferente a esta cinta es la manera en la que está relatada: casi cada secuencia de la película esta dictaminada por el ritmo de alguna de las canciones que el protagonista reproduce de manera compulsiva para intentar ahogar el zumbido provocado por el tinnitus que padece desde el accidente automovilístico en el que perdió a sus padres. Con una amplia colección de iPods -robados, evidentemente- que corresponden a cada uno de sus estados de ánimo, Baby transita esta existencia entre el cuidado de su inválido y sordomudo padrastro Joseph (CJ Jones) y los atracos que sirven para pagar, un robo a la vez, una cuantiosa deuda económica con Doc. La sensacionalmente ecléctica selección musical curada por Wright funciona en la narrativa no sólo como acompañamiento perfecto para las escenas de acción -ojo al altercado en el que los disparos corresponden a las percusiones del cover de Tequila que hace The Button Down Brass-, sino como pistas que

nos guían en el descubrimiento del pasado tráfico del protagonista y las razones de su personalidad ensimismada. En una de las secuencias con las que arranca el tercer acto, un par de incautos llaman 'Bonnie y Clyde' a Baby y Debora antes de ser despojados de su auto a punta de pistola; pero las referencias a esta pareja legendaria de la vida real no sólo se centran en la relación que establece la camera con el criminal, sino también en la imagen del protagonista con sus lentes de sol descompuestos luego de un altercado con Bats (Jamie Foxx), tal como los de Warrean Beatty en la película de Arthur Penn que traslada a la pantalla la vida de estos famosos fugitivos de la ley. Pero además de este clásico gansteril, Wright recurre a la acción de la vieja escuela con vastas influencias como The Getaway (1972) del mítico Sam Peckinpah; la apocalíptica Mad Max (197) de George Miller; esa imprescindible cinta criminal llamada Point Break (1991) de la sensacional Kathryn Bigelow; e incluso de Run Lola Run (1998) de Tom Tykwer, que también es una de las películas favoritas del cineasta que recurre a un lenguaje cinematográfico extraído directamente de los duelos del cine de vaqueros y lo combina con una violencia estilizada pero sin retoques digitales que la banalicen. Y es que, en realidad, Baby Driver es un relato amoroso y expiatorio que viene envuelto en un frenético juego de persecuciones y balaceras; estamos ante una representante del mejor cine de acción y romance del siglo XXI. Imprescindible.


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n su más reciente película como director, James Franco nos sumerge en la producción de The Room (2003), dirigida por un enigmático personaje llamado Tommy Wiseau y considerada como «una de las peores películas de la historia» por su carente propuesta cinematográfica, sus absurdas subtramas y sus actuaciones tan terribles que dan lugar al humor involuntario, pero que aún así se ha ganado un lugar de culto como entrañable pieza de cine cutre, proyectándose continuamente a lo largo y ancho de los Estados Unidos con funciones completamente agotadas. Con un guion adaptado por Scott Neustadter y Michael H. Weber del libro The Disaster Artist: My Life Inside The Room, the Greatest Bad Movie Ever Made de Greg Sestero (mejor amigo de Wiseau) y Tom Bissell, la película narra la increíble historia detrás de este legendariamente horrendo film. En The Disaster Artist, narrada desde el punto de vista de Sestero (interpretado por Dave Franco), se hace un intento por desentrañar la enigmática figura de Tommy Wiseau, una

suerte de Ed Wood del nuevo milenio que, con un presupuesto de aproximadamente seis millones de dólares –que hasta hoy sigue siendo un misterio su procedencia– quería dar forma a una gran película americana, una tarea que de verdad creía estar logrando junto con su único y mejor amigo mientras la producción avanzaba. The Room era un proyecto ambicioso y muy personal, era un íntimo sueño que buscaba conquistar y estaba muy lejos de ser un cínico churro al estilo de la serie fílmica Sharknado. En esencia, la historia de The Disaster Artist es la del hombre promedio que se enfrenta a sus (muy) limitadas habilidades y que se cree la mentira hecha refrán «querer es poder». Y es que, por mucho que se desee alcanzar un sueño, a veces no se tiene la capacidad para materializarlo, o por lo menos no de una manera cabal. Poco importa en realidad si se conoce o no The Room, pues a Franco quien no sólo dirige sino que interpreta a Wiseau– no le interesa el culto alrededor de ella, sino comprender qué es lo que motivó su creación; esta es la

historia de un inadaptado que tomó el rechazo del mundo actoral al que soñaba pertenecer y lo transformó en pasión creadora con la convicción de manufacturar su propio sueño, pero al no tener el conocimiento básico de producción ni el talento artístico, creó sin querer una legendaria pieza de mal cine que es ahora adorada por muchos. Se trata de un afortunado accidente o, como lo llamaría Iñárritu, «una inesperada virtud de la ignorancia». The Disaster Artist es, entre otras cosas, una salvaje carta de amor a la fuerza creadora y un muy personal homenaje que Franco hace a Wiseau en clave de absurda comedia que, sin embargo, no está exenta de pasajes llenos de amargura y desesperanza, y guarda siempre respeto hacia esta excéntrica, legendaria y fascinante celebridad underground y a su genuino e ingenuo legado al mundo del cine cutre; la película es, además, un canto a la amistad incondicional y a los sueños rotos de aquellos han querido pero no han podido ‘hacerla en grande’ en la ciudad de las estrellas.



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res décadas y media después de redefinir la ciencia ficción cinematográfica, Ridley Scott regresa con la anticipada secuela de Blade Runner (1982), pero ahora fungiendo sólo como productor y con el cineasta canadiense Denis Villeneuve ocupando la silla de director, quien propone una personal continuidad a ese futuro inspirado por el relato Do androids dream of electric sheep? del maestro de la ciencia ficción literaria Philip K. Dick. Blade Runner 2049 nos vuelve a sumergir en la distopía treinta años después de los sucesos del filme original en la misma ciudad de Los Ángeles, una megaurbe que, ahora con lluvia y nieve perpetua, luce grisácea y fantasmal. En ese apocalíptico mundo «vive» K (Ryan Gosling), un replicante programado para dar cacería a los fugitivos de su propia especie y en cuya más reciente misión –«retirar» al replicante encubierto Sapper Morton (Dave Bautista)– descubre un secreto que lo involucra directamente y que pone en riesgo el status quo, especialmente cuando el magnate Niander Wallace (Jared Leto) resulta sumamente interesado en descubrir todo sobre ese secreto para poder perfeccionar su más reciente línea de replicantes y así tomar el control como la nueva especie dominante. Esta secuela posee el gran presupuesto habitual de los blockbusters contemporáneos, pero con $150 millones de dólares Villeneuve manufactura cine de autor de gran envergadura y rehuye de la salida fácil de volver a contarnos la misma historia como lo han hecho ya otras propuestas de la ciencia ficción hollywoodense como Jurassic World (2015) y Star Wars: Episode VII (2016), las cuales sólo maquillaron un guión que era, en esencia, la misma historia que les dio origen. Y es que, por el contrario, aunque Blade Runner 2049 podría ser considerada una secuela innecesaria –pues la película original era redonda–, la historia que nos narra se siente orgánica y es completamente consecuente con las hipótesis planteadas en la cinta original como la esclavitud, el dilema existencial, el libre albedrío y el nacimiento de la conciencia más allá de la programación, y se atreve a llevarlas un paso más allá; aquí ya no se trata del shakespeariano ser o no ser, sino del ser y del querer ser, para luego descubrir no ser lo que se pensaba pero tomar con-

ciencia de un libre albedrío, de un poder de elección para ser algo más. Más allá del nacimiento de la conciencia, esta secuela gira en torno la construcción de la identidad mediante la memoria y su veracidad; el saberse replicante, saberse artificial con una mentira como base de su «vida», pero también saberse con la posibilidad de labrar un camino propio, uno que es diametralmente opuesto al ya recorrido. Además, Blade Runner 2049 nos plantea una aproximación a las necesidades emocionales de los replicantes, proponiendo el tema de una intimidad con una inteligencia artificial sin forma física –Joi (Ana de Armas)–, algo ya explorado cinematográficamente como en la propuesta reciente de Her (2013), de Spike Jonze, pero que aquí toma un sentido distinto al ser un replicante y no un humano como Theodore (Joaquin Phoenix) quien entable una relación sentimental con un software avanzado. En cierto sentido, K se convierte en el nuevo Roy Batty (Rutger Hauer), un replicante en busca de su origen y destino, y es ahí donde Rick Deckard (Harrison Ford) reaparece, y junto con el nuevo Blade Runner prófugo ensamblarán las piezas del rompecabezas que los une. El discurso formal con las composiciones visuales de larga duración propuestas por el siempre magnífico lente de Roger Deakins –quien ya había colaborado con Villeneuve en Prisoners (2013) y Sicario (2015)–, y las composiciones a cargo de Hans Zimmer y Benjamin Wallfisch –quienes no temen en ningún momento emular al espíritu de Vangelis pero con una impronta personal– logra dar una continuidad natural a las atmósferas de la película original, pero agregando la violencia que inevitablemente ha adquirido este mundo distópico a lo largo de tres décadas; ese mundo en el que siguen gobernando las corporaciones, donde la tecnología y el capitalismo alcanzan niveles cada vez más invasivos, y la manipulación genética no sólo se requiere para replicar humanos esclavos de mente, sino también como una herramienta para replicar el alimento que nos permitiría sobrevivir. Blade Runner 2049 funciona como digna secuela de una obra maestra. El director de Arrival (2016) nuevamente ha creado una película de impecable factura y excepcional desarrollo narrativo que, de la misma manera que ocurrió con la película protagonizada por

Amy Adams y Jeremy Renner un año atrás, se erige como un clásico instantáneo de la ciencia ficción fílmica del nuevo milenio y que, como la obra original a la que da continuidad, se convertirá en un título de culto imprescindible.



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ese a haber sufrido una importante derrota con la pérdida de su arma suprema en Star Wars: Episode VII – The Force Awakens (2015; J.J. Abrams), la Primera Orden parece imbatible y el Líder Supremo Snoke (Andy Serkis), con la ayuda de Kylo Ren / Ben Solo (Adam Driver), está cada vez más cerca de destruir completamente a la Resistencia. Sin embargo, ésta continúa con sus misiones especiales bajo el liderazgo estratégico de la General Leia Organa (Carrie Fisher), la pericia del piloto Poe Dameron (Oscar Isaac) y con la esperanza puesta en Rey (Daisy Ridley) y su misión de traer de vuelta a Luke Skywalker (Mark Hamill) y obtener una ventaja contra el enemigo. Este es el escenario de partida de Star Wars: The Last Jedi bajo la dirección de Rian Johnson, talentoso director que hace un lustro nos ofreció la sobresaliente cinta de ciencia ficción Looper (2012) y que ahora lleva a la franquicia creada por George Lucas hacia lugares que no imaginábamos. Y no es que el octavo episodio de la saga se caracterice por ser original –pues en esencia la trama de esta nueva trilogía es la misma historia que la narrada en los filmes iniciales pero con la diferencia que han sustituido al Imperio con la Nueva Orden y a la Alianza Rebelde con la Resistencia–, sino que se encarga de llevar la historia hacia un final que, aunque lo podemos intuir con facilidad, desconocíamos los derroteros que exploraría en el camino para llegar a ese previsible destino, y que un cineasta como J.J. Abrams jamás se atrevería a recorrer. Tenemos así que Star Wars: The Last Jedi es, hasta cierto punto, un filme arriesgado, pues Disney ha dado una gran libertad creativa a Rian Johnson –responsable en solitario del guion– y aunque éste ha decidido darle a los fans lo que están buscando –la cinta es un salto constante de un fan service a otro–, también se ha preocupado por contar una historia sobre personajes interesantes y su evolución en este renovado universo fílmico. En un punto de la película, un Luke Skywalker profundamente desencantado advierte a la idealista Rey sobre el optimismo de sus planes y sus creencias sobre la naturaleza no completamente corrompida de Kylo Ren: «Esto no va a ir cómo tú piensas»; pero esta advertencia parece también un mensaje cifrado que Johnson ha enviado a la audiencia. Y es que la película entrega algunos cuantos giros realmente inesperados en la trama, a la vez que logra rescatar el factor humano del que comúnmente carecen los blockbusters. Johnson logra un entramado de autodescubrimiento, sacrificio y redención equiparable al logrado por Irvin Kershner en Star Wars: The Empire Strikes Back (1980), el episodio de la trilogía que corresponde al tradicional «viaje

del héroe» en el que un joven idealista busca entrenamiento por parte de un maestro Jedi, convirtiéndose en padawan y posible esperanza para el triunfo de la rebelión. Pero aquí no estamos ante un mentor zen como lo fue Yoda con Luke; aquí tenemos a un último Jedi atormentado por la culpa de aquella sombra de duda que atravesó su mente de manera fugaz, pero que fue suficiente para que su alumno y sobrino la considerara como traición y provocara que su rencor lo acercara de una manera definitiva hacia el Lado Oscuro. Porque es precisamente el origen y las consecuencias de las dicotomías antagónicas emocionales de Kylo Ren uno de los aspectos más interesantes de la película. Su atormentada personalidad lo convierte en un personaje con complejidades psicológicas bien examinadas por Johnson a través de propuestas de guion como su conexión cada vez más fuerte con Rey, creando con esta relación una alegoría del balance del bien y el mal, la luz y la oscuridad, en el universo. El hijo de Han Solo estaba destinado a convertirse en el gran villano de esta nueva trilogía y aquí ha dado el paso definitivo para convertirse en la principal amenaza a vencer por parte de la rebelión, pero sobre todo, por Rey, la heroína que, al igual que Luke lo hiciera Johnson, pese a que los primeros 30 minutos de su filme son caóticos y desorientados, ha conseguido dar forma a una obra superior a su predecesora y le ha inyectado vitalidad y riqueza tanto a la historia como al aspecto visual, logrando crear una estética que le es completamente fiel a la concepción del universo de George Lucas, a la vez que le añade características personales como el homenaje al cine de samurais de Akira Kurosawa –gran inspiración para Lucas en su momento de concepción de Star Wars– no sólo palpable en el estilo del entrenamiento de Rey en la rocosa isla del planeta Ahch-To donde se ha exiliado Luke o en las coreografías de las peleas con sables, sino también en su estética japonesa hiperestilizada, como en el diseño de la cámara de Snoke, las armaduras de sus guardias personales y toda la secuencia de acción que ahí sucede. Star Wars: The Last Jedi es, tanto en fondo como en forma, un producto de primerísima calidad, una aventura intergaláctica bien balanceada entre acción dosificada de principio a fin y una evolución de los personajes completamente satisfactoria. Habrá que ver, entonces, si luego de la salida de Colin Trevorrow y con el regreso de J.J. Abrams a la franquicia para la próxima cinta, la saga logrará dar un nuevo gran paso hacia adelante o padecerá la decisión del director de volcarse nuevamente en la reinterpretación de The Return of the Jedi (1983).


E

l dicho popular reza: “nadie sabe lo que tiene hasta que lo ve perdido". Este es el caso de Kumail, un cómico paquistaní que, aunque se ha adaptado a la forma de vida americana, sigue muy arraigado a sus raíces y a su familia, la cual es bastante conservadora y quiere continuar con sus tradiciones. A pesar de este apego, Kumail no deja a un lado su sueño de ser comediante, aunque sea la deshonra de la familia. Una de las costumbres familiares musulmanas más comunes es encontrarle pareja a los hijos. Y también es el caso de Kumail: cada vez que va a cenar a casa de sus padres es orillado a conocer a una chica diferente para que elija con quien casarse. Pero inesperadamente conoce a una chica americana blanca llamada Emily en uno de sus shows de stand up; comienzan a salir y eventualmente se convierten en novios. No obstante, cuando su relación comienza a formalizarse, Kumail empieza a preocuparse por lo que sus padres puedan pensar de Emily por no ser una chica paquistaní ni musulmana como dicta la tradición que debe ser su esposa. Emily no soporta estas Barreras culturales/raciales por lo que da terminada la relación; pero cuando ella contrae una extraña enfermedad que los médicos no logran descifrar, Kumail se involucra en el cuidado de ella y también comienza a tratar a sus padres (una pareja en plena crisis matrimonial), de quienes aprenderá más de lo que jamás hubiera imaginado. The big sick es dirigida por Michael Showalter, mientras que Kumail Nanjiani además de ser el protagonista tam-

bién es el responsable del guion escrito junto a su esposa Emily V. Gordon. Al conocer el nombre de los guionistas está demás decirles esta que la cinta se basa en experiencias personales que la pareja vivió antes de contraer matrimonio. Así que Kumail prácticamente se interpreta a sí mismo y la talentosa actriz Zoe Kazan a su esposa Emily. La película cuenta con todo el sello de las comedias americanas y ese toque irreverente y ácido de Judd Apatow, quien es productor de la cinta. Esta agridulce comedia gira alrededor de una situación dramática (la enfermedad y posterior coma de Emily), pero sin pretender restarle seriedad ni importancia al tema, a la vez la rodea de situaciones hilarantes y muy divertidas que ayudarán a reflexionar tanto a Kumail como al espectador sobre las relaciones amorosas y familiares. Una mención especial es justa para la actriz Holly Hunter, quien interpreta a la madre de Emily, y que gracias a su destacado histrionismo hace que su personaje secundario se vuelva memorable. Lo más maravilloso de The big sick es que es una muestra más de que una cinta de amor no necesariamente debe caer en lo meloso para tocar fibras sensibles en el espectador; las actuales historias de amor en cine son cada vez más como la tuya y la mía: lejos de convencionalismos románticos, son sobre seres imperfectos que cometen errores una y otra y otra vez, pero que en cada tropezón (uno más fuerte que el anterior) terminan por mostrarte la realidad de las cosas, a veces a tiempo y otras ya muy tarde.


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iecisiete años después de haber encarnado por primera vez al más cool de los mutantes en la película responsable de la marejada de cine de superheroes que gozamos/padecemos actualmente -XMen (2000; Bryan Singer)-, y luego de haber aparecido en siete de las películas de la saga de «los hijos del átomo», el australiano Hugh Jackman se despide del personaje que lo catapultó a la fama con la tercera película en solitario del mutante y en la que éste cierra un ciclo narrativo al igual que el actor pone punto final a nivel interpretativo. Logan ocurre en un 2029 que resulta escalofriantemente parecido al mundo actual, pero en el que se percibe la dominación de la humanidad por las corporaciones tecnológico-científicas. En este mundo en el que se han cumplido ya dos décadas desde el nacimiento del último mutante, el otrora Hombre X es ahora un patético chofer de limusinas que se consume lentamente en el alcohol mientras que, con sus poderes diezmados y con la ayuda del mutante Caliban (Stephen Merchant), esconde y protege en fronterizo territorio mexicano a un senil Charles Xavier (nuevamente el gran Patrick Stewart) cuya enfermedad cerebral degenerativa ha convertido su poderosa psique en un peligro mortal para la humanidad. Pero en medio de ese oscuro destino mutante surge una esperanza con la aparición de una enferme-

ra al cuidado de su hija Laura (una sorprendente Dafne Keen en la que suponemos será la revelación del año), una pequeña mutante de once años conectada con Logan de una manera que jamás se imaginó. Con inspiración en la estética de la serie impresa Old Man Logan escrita por Mark Millar e ilustrada por Steve McNiven, el director James Mangold firma junto a Scott Frank y Michael Green un guión que coloca al antihéroe en un contexto homologable al de los héroes del cine de vaqueros, particularmente al del protagonista de Shane: el desconocido (Shane; 1953), el clásico de George Stevens que, en la habitación de un hotel en Las Vegas, Charles Xavier mira en televisión con melancolía y añoranza mientras la pequeña Laura aprende lecciones de moral y ética asesina, y que nos permite intuir cómo es que marchará esta historia de forajidos que, aunque sean poseedores de sorprendentes superpoderes, será el disparo de un revolver lo que definirá la batalla. Mangold se empeña en que su película no parezca una película de superhéroes, y aunque no siempre sale bien librado de tal empresa -la batalla final es, en todo sentido, un clímax típico del cine de superhéroes- sí logra hacer que el filme transite con audacia por varios géneros que van desde el western crepuscular, hasta una melancólica road movie, pasando por el frenético cine de acción y aventuras y, por

supuesto, por el pesimismo de la ciencia ficción de distópicos futuros. En esta arriesgada y certera mezcla de géneros podemos percibir cuan largas han permanecido las sombras de Children of Men (2007; Alfonso Cuarón), Mad Max: Fury Road (2015; George Miller) y Midnight Special (2016; Jeff Nichols), tres instantáneos clásicos contemporáneos que podemos percibir como referencias u homenajes en este ahora también clásico del cine de superhéroes. Logan es la película que el personaje debió que protagonizar desde su primera incursión en la pantalla grande; se trata de un sanguinolento y brutal filme en el que la solemnidad es la primera en ser aniquilada. Mangold, aunque le niega al personaje encrucijadas morales reales que, por el contrario, sí caracterizan al protagonista en sus aventuras impresas, entrega un estudio con la suficiente profundidad para el público masivo sobre el envejecimiento y la mortalidad de un personaje que se suponía inmortal. El resultado final es un muy inspirado ejercicio que mezcla emotividad con potente acción pura y dura; entretenida y cargada de un humor cínico, la película es una suerte de documento fílmico testamentario con el que Hugh Jackman se despide en tono elegíaco del personaje y pasa la estafeta a las nuevas generaciones tanto de mutantes como de público.


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oving Vincent es una cinta a la que podemos considerar como un gran e histórico logro cinematográfico sólo por su exhaustivo y dedicado método de producción: filmada de manera convencional –con actores como Douglas Booth, Helen McCrory, Saoirse Ronan, Aidan Turner, Eleanor Tomlinson, Chris O'Dowd, Jerome Flynn, entre muchos más–, la película fue transformada a cine animado gracias al trabajo de más de un centenar de experimentados artistas que convirtieron cada fotograma de la película en un cuadro al óleo con el particular estilo del artista holandés. El resultado final, luego de varios años de trabajo, fueron 56,800 pinturas que parecen haber sido pintadas por el mismo van Gogh y que conforman los 80 minutos de duración de la cinta, la cual parte de un guión firmado por los mismos directores en conjunto con Jacek Dehnel y que propone una hipótesis sobre las razones que llevaron al artista a terminar con su vida de un disparo. El título de la película hace referencia a la frase con la que van Gogh se des-

pedía en todas y cada una de las numerosas cartas que escribía a su hermano Theo, y es precisamente esta relación epistolar el detonante de la historia que cuenta la película, aunque no sin tomarse ciertas libertades para insertar episodios ficticios a la historia ya conocida. Loving Vincent nos transporta al verano francés de 1981 –un año después de la muerte del artista– donde el joven Armand Roulin (Douglas Booth), es encomendado por su propio padre Joseph Roulin (Chris O'Dowd), el jefe del servicio de correos que en vida forjó una sólida amistad con van Gogh, para entregar la última carta escrita por el pintor a su hermano. La tarea, que inicialmente no lo entusiasma en absoluto pero que decide llevar a cabo para dar gusto a su padre, se transforma en un viaje iniciático hacia la madurez, cambiando su perspectiva del mundo, de la vida y de la sensibilidad artística a medida que se va encontrando con una galería de personajes que le revelan detalles desconocidos del artista, poniendo a prueba la versión oficial del suicidio como causa

de su muerte y reviviendo las teorías de un posible homicidio. Loving Vincent es un filme visualmente poético, un homenaje/tributo al artista que retoma su enigmática historia y la muestra a través del propio estilo del «padre del arte moderno». La manifestación en pantalla de un movimiento perpetuo de pinceladas en comunión con la música de Clint Mansell consigue una experiencia visual tan alucinante e hipnótica que las inconsistencias en el guión quedan como detalles minúsculos. Y es que, aunque a nivel narrativo resulta muy poco estimulante –pues es una suerte de thriller con elementos del cine noir pero con una historia demasiado elemental que no logra generar el suspenso que se requiere en el género policiaco/detectivesco–, su propuesta formal posee una belleza sobrecogedora y se da el lujo de rescatar el poder narrativo que tiene la pintura como arte, que es suficiente para considerarla como uno de los eventos fílmicos del año.


L

a decimonovena cinta animada de la casa Disney/Pixar presenta una historia original ambientada en México con la tradición del Día de Muertos como telón de fondo del relato sobre la familia, la muerte, la memoria y los sueños. Coco se desarrolla en el ficticio pueblo de Santa Cecilia –no es casualidad que sea la Santa Patrona de los Músicos–, donde el pequeño Miguel busca seguir su sueño de convertirse en músico a pesar de la oposición de su familia, quienes renunciaron a su herencia y tradición musical para convertirse en los zapateros del pueblo. Pero debido a una serie de situaciones en las que se ve envuelto nuestro joven protagonista en sus desesperados intentos por alcanzar su sueño –acompañado de un fiel xoloitzcuintle callejero llamado Dante y que pronto se revelará que su nombre tampoco ha sido elegido por casualidad–, éste queda atrapado en el inframundo, el lugar al que van los humanos tras su muerte y donde conoce a Héctor, un carismático muerto con quien buscará la manera de regresar al mundo de los vivos, no sin antes conocer a su gran héroe Ernesto de la Cruz, un fallecido cantante y máximo exponente de la música mexicana con quien parece tener una conexión que puede ser la respuesta a la negativa de su familia para dedicarse al mundo de la música. Con una muy evidente profunda investigación previa –fueron casi siete años y varios viajes a algunos estados del país los que se necesitaron para que el filme se materializara–, los artistas de animación crearon un mundo lleno de color que, como siempre sucede cuando los

extranjeros exponen su visión sobre nuestro país, se sobresatura de color y alegría, echando mano de estereotipos culturales como las catrinas de José Guadalupe Posada, el arte de Frida Kahlo, o los cantantes vernáculos al estilo de los inmortales Pedro Infante, Jorge Negrete y Vicente Fernández; aunque constantemente también se puede percibir cómo se filtra el espíritu de la tradición literaria del gran novelista B. Traven o el mismísimo Juan Rulfo, acompañados por la tradición cinematográfica de la emblemática ¡Qué Viva México! (1932), de Sergei M. Eisenstein y la obra maestra nacional Macario (1960), del maestro Roberto Gavaldón. Coco es una mágica aventura en el inframundo mexicano donde se combina la mirada prehispánica, la colonial y la contemporánea sobre el culto poco solemne y sí muy festivo ante la figura de la muerte. La tradición celebrada los dos primeros días del mes de noviembre sirve como una excusa para que Disney/Pixar escriba una carta de amor, agradecimiento y respeto a México a través del ensamble de un entretenido, profundo y emotivo relato familiar sobre la importancia de los recuerdos y la memoria para la trascendencia de nuestros muertos –de lo contrario sufrirán la última y definitiva muerte: el olvido–, al mismo tiempo que, siguiendo con la tradición de su casa productora, dan forma a una historia sobre la persecución de los sueños y la construcción de la propia identidad sin la imposición que a veces pueden llegar a significar los lazos familiares.


S

ean Baker ha demostrado una gran habilidad y maestría para retratar con crudeza, realismo y sobre todo mucha humanidad, a personajes de “lo más bajo” de la sociedad estadounidense, que usualmente se ven representados en el cine de una manera estereotipada. Su anterior trabajo, Tangerine (2015), nos trajo uno de los cuentos navideños más originales, auténticos y divertidos en años, donde dos amigas prostitutas y transexuales se enfrentan a una serie de disparatadas situaciones en víspera de Nochebuena. La cinta también llamó la atención por la singular forma de ser filmada: el director usó solo las cámara de un par de iPhone5s, demostrando así que no hay limitantes para quienes quieren hacer cine. El éxito de Tangerine convirtió inmediatamente a Baker en un director a seguir y en una gran promesa del cine independiente norteamericano. Ahora su nueva cinta, The Florida Project nos muestra un lado de Orlando, Florida que pocas veces vemos en cine, donde el glamour de la cuidad y la Magia de Disneyland -llamado también "el lugar más feliz del mundo"- contrasta con la pobreza y marginación que está literalmente a la vuelta de la esquina. A unos cuantos metros del parque de atracciones, esa magia se va disipando para encontrarse con la dura situación que viven muchas familias con escasos recursos, sobreviviendo día a día. Y justo así es la vida de la pequeña Moonee, una niña de 6 años que no está consciente de la miseria que la

rodea. Ella vive feliz a lado de su madre Halley una jovencísima e inestable chica que practicante vive al día, solo buscando que ella y su hija tengan que comer y una cama dónde dormir. Ambas viven en un colorido motel, irónicamente llamado "Magic Castle", donde semanalmente Halley se las ve verdaderamente difícil para pagar la renta de una habitación, por lo que usa todos los recursos que tenga a su alcance, desde vender perfumes en la calle hasta intercambiar favores sexuales. No obstante, Moonee es feliz con su vida, tiene sus amigos con los que se divierte recorriendo el barrio y sus alrededores, pero junto a esa dulzura y energía de niños de esa edad también los acompaña una rebeldía e irreverencia originada por la situación que viven y que los lleva a realizar tremendas travesuras que rayan en el vandalismo. La pequeña y compañía se vuelven un dolor de cabeza para el administrador del motel, Bobby, quien siempre está al pendiente de una manera muy dedicada a su motel y hace cumplir las reglas, pero que también a la vez es protector y guía de Monee y su Madre... o por lo menos lo intenta. En ocasiones el recurrir a actores no profesionales para plasmar una realidad de una manera más verás en los filmes no es precisamente la mejor opción; pero en los filmes de Baker han resultado ser el mayor acierto, pues el director busca gente con cierto talento y carisma natural para la actuación como en su momento lo fueron Kitana Kiki Rodríguez y Mya Taylor en Tan-

gerine, quienes incluso se hicieron de varias menciones y premios en su respectivo año. Ahora es la sorprendente Brooklynn Prince quien se roba toda las miradas al mostrarnos a esta niña tan fuerte y vulnerable a la vez, acompañada por Bria Vinaite, a quien Baker descubrió por Instagram e invitó a hacer casting para terminar quedándose con el papel. En esta ocasión estás debutantes cuentan con el respaldo de un actor de renombre, el gran Willem Dafoe, quien nos da un personaje esperanzador en este entorno tan deprimente, una especie de ángel protector y justiciero, un rol pequeño pero que destaca gracias a la presencia y el talento del experimentado actor. Con The Florida Project, Sean Baker nos adentra a un mundo triste y deprimente pero esta vez visto desde el punto de vista de una niña, así que las duras situaciones son filmadas de una forma bella y a la vez realista, cruda y sucia pero con destellos de color en sus paisajes urbanos mágicos; esto gracias a una verdadera habilidad para filmar en locaciones reales y, por supuesto, al sobresaliente trabajo del cinefotógrafo mexicano Alexis Zabé. El director no juzga, no se plantea conflictos morales, solo se encarga de plasmar una realidad que todos vemos de manera cotidiana, a la que solo optamos por voltearle la cara pero que siempre está ahí; una realidad que, a causa de las vueltas de la vida, podríamos vernos envuelta en ella.


T

res veranos atrás, un filme protagonizado por un puñado de inadaptados intergalácticos nos ofreció una de las mayores sorpresas del cine veraniego. Guardians of the Galaxy, bajo la batuta de un semi desconocido James Gunn, representó una bocanada de aire fresco para el cine de superhéroes; con una desfachatez hasta entonces insólita para el género y una guerra declarada contra la solemnidad de otras cintas de superhéroes de la casa Marvel. La película conquistó a las masas no sólo por su humor, sino por el carisma del quinteto central, una variopinta y disfuncional familia improvisada conformada por Peter Quill / Star-Lord (Chris Pratt), Gamora (Zoe Saldana), Drax (Dave Bautista) Rocket (voz de Bradley Cooper) y Groot (voz de Vin Diesel), quienes ahora vuelven a la carga para vivir nuevas aventuras en los confines del cosmos. Guardians of the Galaxy Vol. 2 nos coloca tres meses después de los sucesos de la primera cinta y gira en torno al descubrimiento de los orígenes de Peter Quill a la vez que el equipo intenta escapar de Ayesha (Elizabeth Debicki), la líder planetaria de la egocéntrica y fascista raza alienígena conocida como Los Soberanos que busca exterminarlos luego de una ofensa en su propio planeta por parte del siempre imprudente Rocket. Con estas dos líneas narrativas, la película nos lleva de la mano por un salvaje viaje por los confines de la galaxia con el ingenio y la extravagancia que ya son marca de la casa. La película expande exitosamente el universo particular de este superequipo manteniendo la esencia que volvió exitosa a la primera entrega pero sin permanecer en esa zona; esta secuela se sale un poco de sus zona de confort arriesgándose con la historia que coloca a los personajes en situaciones que los confrontan con sus sentimientos, miedos, anhelos y emociones para hacerlos

crecer tanto como individuos como en sus lazos afectivos como la sui géneris familia intergaláctica que son. Así tenemos por una parte a Peter Quill conociendo a Ego (el gran Kurt Russell), su padre de antiquísimo origen Celestial que lo guiará hacia su naturaleza inmortal; mientras que Gamora se enfrenta a los resentimientos de su hermana Nebula (Karen Gillan), y Rocket encuentra en Yondu (Michael Rooker), el contrabandista líder de los Ravagers, un espejo en el cual ve reflejada su personalidad y sus mayores miedos. Manteniendo un humor cínico pero ahora mucho más cruel, la película cuenta nuevamente con una playlist de «música clásica» –entre la que destacan nombres como Fleetwood Mac, Sam Cooke, George Harrison y Cat Stevens– que funciona como hilo conductor de la trama y muletas emocionales de los personajes; además, nuevamente echa mano de múltiples referencias a la cultura popular de finales del siglo pasado mientras que se atreve a lanzar un discreto pero muy directo discurso político contra la ideología fascista y la absurda creencia de la «pureza racial» –encarnada por los ya mencionados Soberanos– que ha cobrado fuerza en los último años en nuestra realidad. Guardians of the Galaxy Vol. 2 es un gran ejercicio de cine de aventuras que no sólo sale airosa como secuela al mantener el nivel de calidad en todos los aspectos que encumbraron a la primera entrega, sino que también sobresale por permitirse ser auto paródica con una delirante imaginería visual que no le pide nada a la muy sobrevalorada Dr. Strange (2016); y por si fuera poco, se trata de una película que se atreve a insertar un final con un agridulce sacrificio que pocas veces podemos ver en el cine Disney donde no toleran las historias sin el típico «happy ending». Estamos ante algo más grande que un nuevo ejemplo de una secuela digna; estamos frente una sensacional space opera.



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