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ieciséis días después de iniciar el 2014, una modesta película tomó por sorpresa al público y crítica asistente al Festival Internacional de Cine de Sundance y terminó llevándose los dos reconocimientos más importantes que otorga este evento fílmico anual: el premio de la audiencia y el gran premio del Jurado. Ese fue tan sólo el inicio de la marejada de reconocimientos –ochenta y siete en total alrededor del globo– que recibió Whiplash, y su creador, el estadounidense Damien Chazelle, recibió la atención de todo Hollywood y del mundo entero cuando su filme compitió por el premio de la Academia como Mejor Película. Han pasado ya dos años desde aquel fenomenal drama musical que también impulsó la carrera de sus protagonistas, Miles Teller y J.K. Simmons, y las expectativas sobre el nuevo proyecto de Chazelle están por las nubes; pero no únicamente porque el público y la crítica quieren ver si puede igualar o incluso superar la calidad y éxito de Whiplash, sino porque representa la reunión en pantalla de Ryan Gosling y Emma Stone tras haber compartido créditos como pareja en la comedia romántica con desenlace moralino Crazy, Stupid, Love, de Glenn Ficarra y John Requa, y en la muy irregular Gangster Squad (2013), de Ruben Fleischer. Presentada en cinemascope –ojo al maravilloso y melancólico guiño que
nos da la bienvenida– la película nos coloca en medio de un intempestivo romance entre dos entusiasmados jóvenes que se han aventurado a un incierto camino en pos de conquistar sus sueños en la ciudad de Los Ángeles. Mia (Stone) quiere ser una famosa actriz; pero mientras lo intenta una y otra vez, trabaja en una cafetería dentro de unos célebres estudios de filmación. Sebastian (Gosling) quiere tener su propio bar de Jazz; pero mientras eso sucede vive de presentaciones en sucios bares, de tocar el piano en restaurantes donde nadie presta atención a los temas que el dueño le obliga a tocar –villancicos–, y como tecladista en una banda de «coverea» éxitos pop ochenteros en eventos de cualquier tipo. Y aunque parece que su relación será de desprecio y despedida tras un inicial altercado en la autopista y un orgulloso desplante en el ya mencionado restaurante de los villancicos, sus caminos se cruzan constantemente y tanto las situaciones en las que se ven envueltos como su gran ambición y perseverancia por lograr sus metas, van generando una conexión cada vez más fuerte hasta que el romance inicia y la pareja crece y se fortalece con apoyo mutuo para seguir luchando. Sin embargo, los esfuerzos individuales por conseguir lo que quieren comienzan a separarlos.
En La La Land, el director reitera su gran destreza narrativa –ya conocida por el mundo gracias a Whiplash–, pero aquí alcanza gloriosos niveles al mostrarnos también su habilidad en los terrenos visuales con una propuesta que no necesita, por ejemplo, de los efectos digitales alucinantes y caleidoscópicos de Doctor Strange (2016) para hipnotizar al público. Este romance musical presentado en cuatro actos –correspondientes a las estaciones del año– se ve revestido por la inconfundible paleta cromática de la obra fílmica del parisino Jaques Demy, particularmente de su filme Les parapluies de Cherbourg (1964), aunque aquí los colores se saturan digitalmente para generar una imagen mucho más vibrante, y que se conjuga a la perfección con muy inspiradas referencias a los grandes clásicos del cine musical de la época dorada de Hollywood como Top Hat (1935), de Mark Sandrich; Swing Time (1936), de George Stevens; y Singin' in the rain (1952) de Stanley Donen y Gene Kelly, aunque también se permite reimaginar esa famosa escena del clásico noventero Everyone Says I Love You (1996), de Woody Allen. Chazelle juega magistralmente con la narrativa cinematográfica desde el primer segundo de metraje. La película abre con un insólito plano secuencia musical en una congestionada autopista angelina con decenas de personajes bailando y cantando al unísono, lo cual se convierte en un titánico logro cinematográfico que indudablemente quedará grabado en los anales de la historia del cine contemporáneo. Y eso es tan sólo el inicio; el resto sólo mejora cada vez más. Chazelle es un habilidoso cineasta que, con planos y movimientos de cámara característicos del cine de antaño, va siguiendo paso a paso todas y cada una de las indicaciones en el manual de las cintas románticas y consigue que todos los clichés y estereotipos se cuelen como elementos orgánicos dentro de este filme y sean piezas de soporte y no puntos débiles. Bajo su mando –y con el apoyo de la excelsa fotografía de Linus Sandgren–, la imagen, el sonido y el factor humano de la historia se conjugan a la perfección; la impecable puesta en escena jamás queda por encima de la parte emocional del filme. En este sentido, los gigantescos logros formales de La La Land no serían tan eficaces si no fuera por los dos astros de Hollywood que sostienen la fas-
cina Sto min talla mos Stup och cing ble a ot es q ese Ingr ción leye y la con idea sufr Los ne» rio p sen una con dore dad ranz vert deb con río, ge u un d sólo cara cion da d plas histo esco va d El y al des men crom on a aho de a mús gráf tand rom holly amb ta la plido ha s terio man dern
ante puesta en escena. Gosling y one sacan chispas desde el primer nuto en que aparecen juntos en pana; su química –esa que ya habías atestiguado en la ya citada Crazy, pid, Love con la recreación de la henterísimo clímax de Dirty Dang– es de tal impacto que es imposipensar en alguno de ellos teniendo tro compañero como protagonista. Y que la dupla es inigualable: él, con e aire «bogartiano»; y ella, como la rid Bergman de nuestra generan –las gigantescas referencias a la enda de Hollywood no son gratuitas sustitución final mucho menos–, nforman la pareja cinematográfica al que se baila, canta, se enamora y re bajo las estrellas de la ciudad de s Ángeles, la famosa «Meca del ci» que, como un personaje secundapero crucial para la trama, se prenta de manera ambigua, tanto con a acogedora ternura y optimismo n el que da la bienvenida a los soñaes, como con la frivolidad y crueld con la que les destroza sus espezas. Y es aquí cuando llega la adtencia: no hay que dejarse engañar, bajo de ese deslumbrante colorido n el que nos narra este dulce amodebajo de esa envoltura que proteun prometido caramelo, se esconde drama emocionalmente violento; es o que el director, en su pesimismo acterístico –no olviden sus declaranes sobre cómo se imaginaba la videl personaje protagónico de Whish unos años después de que la oria en pantalla terminara– sabe onderlo de manera muy astuta y lo destapando poco a poco. l homenaje a su pasión por el Jazz séptimo arte que ya había rendido sde su opera prima –su prácticante desconocida propuesta monomática musical Guy and Madeline a park bench (2009)– y Whiplash, ora es llevado a otro nivel. Esta carta amor que, mediante la actriz y el sico, rinde tributo al arte cinematofico y a la creación musical rescado el espíritu original del jazz y el manticismo mágico del cine clásico ywoodense, es el más arriesgado y bicioso proyecto de Chazelle –hasa fecha– con el que no sólo ha cumo con las expectativas generadas y superado con creces su película anor, sino que se ha convertido de nera instantánea en un clásico mono del cine.
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asada en la obra de teatro In moonlight black boys look blue (A la luz de la Luna los chicos negros se ven azules) de Tarell Alvin McCraney –de ahí que se presente de manera episódica–, el director Barry Jenkins ofrece con su segundo largometraje una intimista aproximación a la vida del afroamericano Chiron. Narrada a través de su propia voz, pero prescindiendo de descripciones verbales que comúnmente resultan reiterativas, el protagonista nos permite acompañarle e involucrarnos en tres episodios decisivos en distintas etapas de su vida: infancia, adolescencia y madurez. I. Little Con nueve años de edad «Little» (Alex Hibbert) se enfrenta al acoso escolar y a la adicción a las drogas de su madre Paula (Naomie Harris), encontrando como únicos refugios una incondicional amistad con su compañero Kevin (Jaden Piner), quien intenta enseñarle a defenderse de los chicos mayores, y en la inusitada la relación paterno-filial que entabla con Juan (Mahershalla Ali), un inmigrante cubano y narcotraficante local que lo acoge en su casa junto a su novia Teresa (Janelle Monáe). Sin embargo, no tardamos en descubrir que Juan, es un personaje contradictorio, pues mientras por un lado se convierte en una suerte de mentor/protector, por otro lado se descubre altamente responsable del violento entorno en el que vive Little. II. Chiron A los 15 años de edad Chiron sigue lidiando con las adicciones de su madre y encuentros casuales con desconocidos; además, sigue como víctima de bullying al ser acosado ahora por ser gay. En esta etapa tiene su primer contacto homosexual con su mejor/único amigo Kevin (Jharrel Jerome), pero una inesperada y
violenta tragedia cambia el destino de ambos y Chiron se enfrenta al primer cisma de su vida. III. Black Muchos años después, Chiron (Trevante Rhodes) se ha transformado radicalmente, ahora es un musculoso y respetado narcotraficante que se hace llamar «Black» y ha adoptado el estilo de vida de su otrora protector Juan en las calles de Georgia, Atlanta; sin embargo, la apariencia pronto se delata una simple coraza, aún continúa acechado por los fantasmas del pasado y ocasionalmente aún se asoman atisbos de su retraída personalidad que le impide expresar sus sentimientos. Una noche recibe una inesperada llamada de Kevin (Andre Holland). Moonlight viene catalogada como «una película gay», pero Jenkins va mucho más allá de presentar una historia sobre el despertar homosexual de un chico afroamericano; nos ofrece un dedicado estudio del protagonista, y a través de éste, desarrolla una tesis que, bajo la forma de un sensible melodrama, transforma la personalísima anécdota de la construcción de la personalidad de Chiron a lo largo de su vida, en un retrato universal sobre la familia, el perdón y soledad del ser humano en la perpetua búsqueda de identidad y de un lugar al cual pertenecer. Se trata de un sofisticado relato intimista que comparte el nostálgico espíritu de otros dramas de parejas homosexuales como Happy Together (1997), Brokeback Mountain (2005), Weekend (2011), y más recientemente la excelsa Carol (2015). La fotografía del experimentado James Laxton, con quien Jenkins ya había trabajado en su opera prima Medicine for Melancholy (2008), da como
resultado una propuesta formalmente impecable. El resultado estético es una radical separación de las folclóricas postales de la Florida y, por el contrario, retrata los violentos barrios bajos de Miami mediante un elegante y sofisticado uso del claroscuros y colores vibrantes que, junto con el melancólico score compuesto por Nicholas Britell y la muy inspirada curaduría musical –tenemos desde Mozart hasta, Caetano Veloso, pasando por Boris Gardiner y Barbara Lewis– funcionan a la perfección como muletas emocionales de las experiencias de Chiron. Con el recurrente uso de close ups, la lente de Laxton captura gestos, miradas y largos silencios que tienen más resonancia que cualquier palabra enunciada, y la gran carga pictórica que posee su preciosista estilo visual logra integrar secuencias con alto grado de lirismo entre su predominante tono realista y sombrío. Moonlight es una película cruda, dura y sin condescendencias, pero a la vez romántica y emocional que busca alejarse de los clichés y derribar estereotipos relacionados con las minorías afroamericana y LGBT. Plagada de personajes complejos trazados con delicadeza pero con contundencia, Jenkins ha creado mucho más que un ejercicio de estilo, una pequeña gran joya cargada de alegorías sobre la soledad que se vive cuando se busca de un lugar en el mundo, y con sutileza alcanza una brutal potencia emocional hasta el desenlace más humano y emotivo en años recientes. Sin duda alguna estamos ante el imprescindible melodrama del año y que llega ya a nuestras pantallas con decenas de reconocimientos, entre ellos el Globo de Oro a la Mejor Película (Drama), y ocho nominaciones al Oscar –incluyendo Mejor Película– bajo el brazo.
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os reflectores se posaron sobre el cineasta canadiense Denis Villeneuve cuando su sexto largometraje, el devastador drama Incendies basado en la obra teatral homónima del dramaturgo libanés Wajdi Mouawad, fue nominado al Oscar como mejor película extranjera. Tres años después ya debutaba en el cine estadounidense con el inquietante thriller Prisoners y Enemy, una fenomenal adaptación de la novela El hombre duplicado del premio Nobel de Literatura José Saramago. Sicario, su último proyecto estrenado en cines el año pasado, es un emocionante thriller al que el talento, sensibilidad y maestría en la narrativa de Villeneuve dotó de un aura especial al filme que en manos de otro director seguramente hubiera sido un relato fronterizo del montón. Arrival, la película que llega ya a las salas mexicanas, representa la incursión del cineasta en el género de la ciencia ficción. Partiendo del relato corto Story of your life, de Tes Chiang, el guionista Eric Heisserer desarrolla un libreto que propone la llegada a la Tierra de doce naves espaciales con forma de capullo que se colocan casi de manera ceremoniosa en distintos puntos alrededor de nuestro globo. Y es desde la manera de plantear esta 'llegada' que podemos deducir que no estamos ante la típica película gringa de invasiones marcianas: los descomu-
nales objetos no se colocan sobre las capitales o las ciudades más importantes de las potencias mundiales, por lo que no vemos emblemáticos símbolos arquitectónicos internacionales como la Casa Blanca, la estatua de la Libertad, el Big Ben, la torre Eiffel, el Opera Sydney House, o las pirámides egipcias. Los doce capullos, en cambio, están suspendidos ya sea en medio de algún océano, en un campo abierto, a la mitad de algún desierto o sobre alguna pequeña comunidad latina. Son puntos que no tienen relación ni conexión lógica alguna... aunque luego nos dejan ver que la ilimitada ociosidad e imaginación humana desarrolla unas hipótesis realmente hilarantes. Ante la incertidumbre, cada potencia mundial busca la manera de comunicarse con la raza tripulante de las naves; Louise Banks (Amy Adams), una doctora en lingüística con una dolorosa historia personal, es la elegida por el gobierno estadounidense, y junto con el profesor de física Ian Donnelly (Jeremy Renner) y un equipo científico-militar, son enviados a contactar con la intergaláctica civilización y conocer de esta manera sus intenciones. Visualmente cautivadora al punto de lo hipnótico, Arrival se presenta como una de las películas más interesantes, inteligentes y emotivas que nos ha ofrecido el cine sci-fi de este siglo. Además de la excepcional actuación
de Amy Adams –oigan, ¿y su Oscar para cuándo?–, cuyo personaje sirve para desarrollar un tratado sobre el amor y la pérdida muchísimo más profundo y en un tiempo mucho menor que el pretendido por Christopher Nolan en "Interstellar", el filme está sostenido por el extraordinario trabajo de guión de Heisserer, quien recurre como inspiración a un par de títulos clásicos de la ciencia ficción del siglo pasado como Close Encounters of the Third Kind (1977) y Contact (1997), para olvidarse muy pronto y de manera deliberada de las convencionales líneas rectas narrativas, y estructurar un ensayo fílmico fragmentado que se revela, luego, como una historia circular. Se trata de una historia que, entre otras tantas cosas más que yacen en el subtexto, pone en evidencia el estrecho pensamiento humano y las violentas reacciones a consecuencia de nuestra limitada lógica; y además de desarrollar la propuesta de cambiar nuestra forma de pensamiento, o al menos considerar la existencia de una forma diferente de pensar, el filme propone un discurso pacifista con una gran carga humanista que promueve un mensaje de tolerancia e inclusión que nos invita –como individuos y como sociedad local y global– a buscar el diálogo, a procurar la comunicación como camino al entendimiento.
E
l dramaturgo Kenneth Lonergan tiene una corta carrera como director y guionista: su primer cinta con Puedes contar conmigo (2000) -la historia de dos hermanos que se reúnen tras la muerte de sus padres- generó excelentes críticas y nominaciones al Oscar al mejor guión original y a la mejor actriz para Laura Linney. Su segunda película, Margaret, protagonizada por Anna Paquin, fue afectada por disputas entre él y los productores que retrasaron por años el estreno de la cinta que terminó con buenas críticas pero aún así pasando algo desapercibida para la audiencia. Entre sus trabajos como guionista más destacados están Analyze this (1999) y Gangs of New York (2002) por el que fue también nominado al Oscar. Ahora Lonergan vuelve a colocarse en la silla de director con otro drama familiar escrito él mismo: Manchester by the sea. El personaje principal de la cinta es Lee Chandler (Casey Affleck), un taciturno hombre que trabaja como conserje en Boston. Es un empleado excepcional pero su irascible carácter lo mete a menudo en problemas con la gente que lo rodea; y a pesar de haber decidido alejarse de su familia, siempre estuvo al pendiente de ella. La enfermedad de su hermano Joe (Kyle Chandler) hacía que regresara constantemente a su pueblo natal para hacerse cargo momentáneamente de su sobrino Patrick (Lucas Hedges), ya que su madre los abandonó a él y su padre causa del alcoholismo que padecía. Pero ahora Lee recibe la noticia de la muerte de su hermano, quien sufría una enfermedad crónica y quien estaba completamente consciente que su muerte podría llegar en cualquier momento, por lo que dejó todo listo para que Lee se instale permanentemente en su casa y así poder hacerse cargo de su hijo. Lee no está muy de acuerdo por no considerarse apto para cuidar de sobrino, un chico en plena adolescencia, todo un Don Juan, miembro del equipo de hockey de la escuela y miembro de una banda de rock. Patrick tiene prácticamente todo lo que un chi-
co podría anhelar a esa edad, pero extraña a su padre y a su madre, por lo que disfraza su dolor con rebeldía. Afortunadamente la relación entre Lee y Patrick siempre ha sido buena y la convivencia entre ellos crea una fuerte relación de camaradería. Sin embargo, a Lee le causan muchos conflictos estar de vuelta porque el regresar es también reencontrarse con Randi, su ex mujer de la que se separó a consecuencia de una tragedia que dejó desgarrado el corazón de ambos. Lee no se siente preparado para regresar al lugar que tantas tristezas le ha causado, por lo que quiere regresar a Boston pero llevándose a su sobrino, situación que comienza a fracturar la relación. Originalmente la cinta iba a ser protagonizada por Matt Damon, pero por problemas de agenda rechazó el papel aunque se mantuvo involucrado en el proyecto como productor. El personaje cayó finalmente en manos de su gran amigo Casey Affleck, y a estas alturas podemos especular que probablemente Damon debe estar arrepentido de haberlo rechazado, y es que aunque dudamos que lo hubiera podido hacer tan bien como lo hace Casey, se trata de un rol que le ha generado innumerable elogios; pero siendo honestos, no es sólo el personaje, sino el enorme talento de Casey, quien desde los inicios de su carrera no ha podido evitar que los reflectores siempre apunten a su hermano mayor Ben, probablemente por ser más atractivo y con el porte de estrella hollywoodense, pero ahora es el momento de Casey, quien demuestra una vez más ser el Affleck con mayor talento para la actuación. Y es que ya nos había sorprendido con su personaje antagónico en el western El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford" que le otorgó su primera nominación al Oscar; pero ahora con su protagónico en Manchester by the sea nos ofrece la más impresionante actuación de su carrera, un personaje bastante complejo, marcado por el dolor y la pérdida, introvertido por todo lo que carga, pero a la vez altamente violento. En un comienzo
desconocemos el porqué de la conducta de Lee, pero por medio de flashbacks que unen su pasado y su presente vamos descubriendo los motivos que lo han transformado en un ser tan desdichado. La siempre estupenda Michelle Williams cuenta aquí con un personaje muy pequeño, pero que posee un par de formidables escenas -como, por ejemplo, aquella donde confronta a su ex esposo- que sacan a relucir el ya conocido talento de la actriz a pesar de su corto tiempo en pantalla. La gran revelación, sin embargo, es Lucas Hedges, quien con escasos 20 años ha tenido ya pequeñas participaciones en cintas de grandes directores como Moonrise Kingdom (2012) y El gran hotel Budapest, ambas de Wes Anderson y en The Zero Theorem (2013), de Terry Gilliam, y que ahora en su primer papel coprotagónico, logra un trabajo que es el gran soporte a la interpretación de Affleck, creando juntos grandes momentos tanto de tensión, como de emotividad e inclusive cómicos. Y aunque les sorprenda leer que hay humor en esta historia, el guión Lonergan captura tan bien la esencia de la vida misma, que no duda ni por un instante en insertar momentos de ligereza en situaciones cotidianas para crear de esta manera un balance entre el drama y el humor que hacen que el espectador descanse un poco del dramatismo en el argumento central de la historia: la fraternidad que surge en la relación tío-sobrino. Manchester by the sea es una pieza atípica y sobresaliente en la producción de dramas en la Meca del Cine, una película en la que las bellas y heladas locaciones, de la mano de las partituras compuestas por Leslie Barber, son el escenario perfecto con el que se refleja el viaje emocional por el qué pasa Lee, quien sólo con su voluntad podrá superar su pasado o definitivamente dejarse arrastrar por el mar de tristeza y soledad que lo persigue.
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ás de dos décadas han pasado desde que el actor Mel Gibson probara suerte tras las cámaras con El hombre sin rostro (1993) –la adaptación de la novela homónima de Isabelle Holland– y de que se consagrara como realizador con apenas su segundo largometraje Corazon Valiente (1995), la película biográfica sobre el libertador escocés William Wallace que le mereció los dos premios de la Academia más importantes: mejor película y mejor director. Pero mientras Gibson continuaba con su carrera en asenso como director con propuestas polémicas tales como La Pasión de Cristo (2004) y Apocalypto (2006), la controversia y el escándalo se instalaron en su vida personal luego de una serie de eventos: fue detenido por conducir en estado de ebriedad, hizo unas muy desafortunadas declaraciones antisemitas, se destapó su escandaloso divorcio y la no menos tormentosa relación que sostuvo con una pianista rusa; todo ello desembocando en un veto por parte de Hollywood y una caída de gracia por parte público. Una década más tarde, el castigo de la industria fílmica estadounidense ya ha sido levantado y su nuevo proyecto no sólo ha sido estupendamente recibido por la crítica y el público, sino que la misma Academia la ha considerado entre lo mejor del año otorgándole seis nominaciones a los premios Oscar incluyendo las tres categorías principales: mejor película, mejor director y mejor actor. Hasta el último hombre continúa por la línea acostumbrada de Mel Gibson: es el retrato de un hombre que se niega a traicionarse a sí mismo y mantenerse fiel a sus ideales, valores y principios en un momento crítico cuando se tiene todo en contra. Basada en la historia real de Desmond T. Doss, un
hombre que durante la Segunda Guerra Mundial se enlistó en el ejército para defender a su país, pero que se negó rotundamente a tocar un arma por contraindicar los mandamientos de su fe cristiana, particularmente el que dicta que «no matarás». La odisea de este hombre que finalmente fue condecorado como héroe al final de la guerra luego de haber salvado la vida a decenas de soldados heridos en medio de la famosa y brutal Batalla de Okinawa, ya había recibido tratamiento cinematográfico, aunque en formato documental –El objetor de conciencia, una pieza que incluso puede ser encontrado en la red de manera gratuita–; sin embargo ahora Mel Gibson narra la historia con su particular visión y echando mano de una titánica producción. Protagonizada por Andrew Garfield como Desmond Doss, Gibson nos mete de lleno en la vida del personaje desde que, durante la infancia y como parte de un inocente juego infantil, golpea peligrosamente la cabeza de su hermano, presentado de esta manera la primera de las analogías entre la vida del protagonista y algunos personajes bíblicos. Así, esta anécdota que hace referencia directa a Caín y Abel, muestra el primer indicio de conciencia de Doss sobre la capacidad de hacer el mal y la decisión personal de no volver a hacerlo. En una serie de analogías ya durante su vida adulta –durante su etapa de entrenamiento en el campamento del ejército así como en el sanguinolento campo de batalla–, Gibson inserta referencias visuales que nos remiten tanto a pasajes bíblicos como a personajes y tradiciones religiosas, tal es el caso de la tentación de Jesús en el desierto –la escena en la que su novia lo visita en su celda mientras espera el juicio en la corte marcial pidiéndole que sea sensato y ceda un poco a
sus convicciones; o aquellas múltiples sugerencias (unas más sutiles que otras) de sus compañeros y superiores para que abandone las filas armadas–, como a la descarnada Pasión de Jesucristo, y finalmente, a su ascensión celestial –aunque también tenemos una escena que emula el rito bautismal tras la primera batalla. De manera absolutamente deliberada, el director muestra de una manera descarnada el infierno que representan los conflictos bélicos –la combinación de la fotografía y el diseño sonoro es impactante–, y a través de estas visiones casi dantescas hace patente el sufrimiento y la redención de los soldados. Hasta el último hombre es una cinta técnicamente impecable pero que no puede evitar el padecimiento de un montaje en el que los acontecimientos se desarrollan de manera precipitada –la escena del juicio se siente anti climática y con una resolución apresurada casi al borde de lo inverosímil, por poner solo un ejemplo–, perdiendo así la oportunidad de desarrollar una tesis más contundente sobre las convicciones de Desmond Doss como el «objetor de conciencia» en el conflicto armado; sin embargo, y pese a ello, es una propuesta que funciona como un documento pacifista por parte de un hombre temperamental y visceral que llegó a ser uno de los más repudiados en la última década. En esta suerte de re interpretación de la Pasión de Cristo, Gibson canoniza al estoico Doss a través de una historia igual de furiosa, cruda y violenta que la de el Hijo de Dios, pero ahora en clave bélica que mantiene intacta la sutileza del mensaje sobre el pacifismo, el poder la fe, las convicciones, el sacrificio, el perdón y la redención.
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urante las poco más de dos décadas de carrera cinematográfica, la filmografía del escocés David Mckenzie ha ido haciendo escalas en distintas fusiones de géneros que van desde la comedia dramática –The Last Great Wilderness (2002)–, el drama criminal –Young Adam (2003)– y el thriller romántico –Hallam Foe (2007)–. En sus últimas películas ha seguido explorando territorios disímiles entre sí como los de la ciencia ficción romántico-apocalíptica con Perfect Sense (2007), el de un romanticismo sui generis con You instead (2011) y el drama social con Starred Up (2014); ésta última caracterizada por exponer un tema socialmente relevante: los fallos del sistema penitenciario británico, y ahora, con su más reciente producción, Mackenzie se ha estacionado en el drama criminal en clave de western inyectando además comentarios sociopolíticos sobre las empresas bancarias en la Norteamérica profunda. La trama de Hell or High Water presenta a Toby Howard (Chris Pine) y Tanner Howard (Ben Foster), un par de hermanos –un padre divorciado y un ex-presidiario recién liberado– que deciden comenzar con una serie de robos bancarios para conseguir de esta manera el dinero que les permitiría liquidar una enorme deuda con un banco que podría arrebatarles la granja familiar que con sacrificio y esfuerzo fue levantada desde cero y representa la
única herencia de su madre recientemente fallecida. A la par, la película nos presenta a Marcus (Jeff Bridges) y Alberto (Gil Birmingham) un par de rangers texanos que comienzan las investigaciones de los robos bancarios y la persecución de los asaltantes; y es de esta manera que el guión de Taylor Sheridan –recordado por el guión de Sicario (2016), de Denis Villeneuve– va entretejiendo este polvoriento juego del gato y el ratón que, aunque se cocina a fuego lento, posee un ritmo narrativo trepidante que de manera notable entreteje las secuencias de acción con las correspondientes escenas del drama familiar e íntimo de los personajes. Como ya lo hiciera con Starred Up, Mackenzie pone bajo la lupa los fallos de los sistemas políticos, económicos y sociales, y en este caso, el blanco de los mordaces comentarios lanzados en Hell or High Water son las vampíricas corporaciones bancarias que endeudan a la población con sus créditos, y luego, de golpe, les arrebatan sus pocas posesiones cuando se encuentran imposibilitados para pagar la deuda que ha explotado a causa de los desproporcionados intereses. Así, la película va más allá de ser una exitosa mixtura de géneros y un eficiente thriller que mantiene siempre expectante al espectador en la butaca; se trata de una inteligente propuesta que con cada dosis de adrenalina también nos inyecta una serie
de cuestionamientos que nos llevan a encrucijadas éticas y morales no sólo sobre las compañías bancarias, sino sobre nuestros propios conceptos como el bien, el mal y la justicia, por lo que finalmente el discernir entre quiénes son los 'héroes' y quiénes 'villanos' depende enteramente de los valores e intereses de cada persona. Hell or High Water se presenta como una sofisticada pieza de ingeniería cinematográfica en la que convergen western, drama y thriller bajo el abrigo de una atmósfera crepuscular creada por la conjunción del sensacional score compuesto al alimón por Nick Cave y Warren Ellis y la lente de Giles Nuttgens –con quien vuelve a trabajar luego de Perfect Sense– y que se mantiene alejada completamente de la bucólica idealización de la vida campirana. Se trata de un relato de forajidos sobre la familia, la fraternidad, la lealtad y lo ambiguo de los conceptos "correcto" e "incorrecto"; una suerte de road movie con desérticas postales, varios giros inesperados en el camino y un espíritu sociopolítico melancólico cuya calidad formal y narrativa la han colocado ya como uno de los títulos más sobresalientes del año y que ha quedado inmediatamente inscrita como uno de los mejores filmes del subgénero neo-western, consiguiendo además cuatro nominaciones al Oscar, incluyendo Mejor Película. Imprescindible, desde luego.
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n Pittsburgh, a finales de la década de los años 50, el patriarca afroamericano Troy Maxson (Denzel Washington) se gana la vida de madera honrada y modesta, pero le permite vivir con lo necesario. Está casado con Rose (Viola Davis) desde hace dieciocho años y tienen a Cory (Jovan Adepo), un chico en el cual pone todo sus expectativas y sueños frustrados para que el sí pueda lograr tener el estatus social que Troy deseó por años y que nunca alcanzó. Pero su hijo tiene en mente otra manera de vivir la vida, una situación que moleta y entristece a Troy, en gran parte por las múltiples experiencias que no quiere que su hijo repita. A la par de las diferencias con su hijo, también comienza a complicarse su relación con Rose, su gran apoyo durante años, pero que tiene muchas cosas que decir y secretos que descubrir. Fences es la adaptación a la gran pantalla de la exitosa obra de August Wilson, ganadora del premio Pulitzer en 1983 y posteriormente estrenada en Broadway (1985). Para el año 2010, la obra tuvo su "revival" con dos de los actores afroamericanos más reconocidos de la época actual: los soberbios Denzel Washington y Viola Davis, quienes interpretaron los roles principales. Por supuesto que la obra volvió a repetir el éxito de su estreno original hace ya más de treinta años, e hizo que tanto Denzel como Viola se llevarán el premio Tony como mejor actor y mejor actriz respectivamente; y fue gracias a este buen recibimiento que se comenzó a planear la adaptación al lenguaje cinematográfico, siendo el propio Denzel Washington quien se encargaría de dirigir y protagonizar la cinta de nuevo a lado de Viola Davis. Denzel tiene una corta filmografía como director, y Fences representa su
tercer trabajo después de casi diez años de su último trabajo tras las cámaras: The Great Debaters (2007). Y es el propio autor de la obra, August Wilson, quien adapta su libreto original para la gran pantalla, por lo que se percibe un compromiso por mantener y mejorar la versión fílmica de tan renombrada obra; y es que el tratar de ser lo más fiel posible a una puesta en escena a la hora de trasladarla al cine es, en la mayoría de los casos, una experiencia muy poco satisfactoria, pero "Fences" pasa supera esa prueba con creces. El lenguaje teatral que conquistó los escenarios de Broadway aquí aún se percibe por instantes, pero tiene una propuesta cinematográfica que pronto nos sumerge de lleno en una narrativa cinematográfica con una sofisticada puesta en cámara y que prueba que Washington posee un gran talento narrativo más allá del histriónico ya conocido. Y sí, probablemente Fences no cause el mismo sentir en la gran pantalla que sobre los escenarios, y también probablemente muchos la encontrarán pesada en su primera mitad al estar sostenida prácticamente por una serie de escenas con extensos diálogos que parecen no tendrán fin, pero que en los más mínimos detalles de esas conversaciones, aparentemente intrascendentes, se revelan enormes aspectos de la situación emocional, las aspiraciones, las frustraciones y los miedos de los personajes. Estamos ante una propuesta elegantemente filmada que logra capturar el intimismo de la historia original con dos de las mejores y más potentes interpretaciones del año. El poderío interpretativo de Denzel Washington queda revelado en la construcción de este personaje complejísimo, un padre de familia cariñoso pero a la vez sumamente estricto y pro-
fundamente contradictorio por el que a veces sentimos empatía, y en otras no pocas ocasiones, simplemente desprecio. Además, a lo largo de la cinta siempre encontramos a su lado la maravillosa presencia de Viola Davis, conocida por ser una roba-escenas implacable, y por supuesto que en Fences lo vuelve a hacer: su papel de Rose, va más allá de ser la típica esposa sumisa, y por supuesto esto no podría ser retratado sin el talento de esta gran mujer cuyo desempeño ha sido reconocido por sobre el de Denzel como el trabajo interpretativo más aclamado de la cinta, un personaje dócil pero que poco a poco va sacando coraje para finalmente explotar todo lo que lleva por dentro. La Rose de Viola ha arrasando con todo aquel premio que se le ponga enfrente; y aunque haya sido nominada en la categoría equivocada (actriz de reparto, decisión tomada por los estudios por tener más oportunidades de triunfo) seguramente será el que le otorgue el máximo galardón de la industria del cine en la próxima entrega del Oscar. Fences es una historia aparentemente sencilla pero que conserva el poder evocador de la obra teatral y tiene además a la dupla Washington-Davis cuyo amplio dominio de sus personajes nos dan una muestra de la gran fuerza interpretativa que posean y que los colocan como dos de las máximas figuras que están abriendo el camino a la gran comunidad de actores afroamericanos que comúnmente son desplazados a roles de reparto, demostrando de igual manera que lo hace Barry Jenkins con su Moonlight (2016), que ellos también pueden liderar cualquier proyecto.
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ion es la historia de la vida real de Saroo (Sunny Pawar), un niño que vive en la pobreza de la India junto a su madre y su hermano, quienes se encargan de conseguir dinero para poder comer. Saroo está creciendo y se siente con la necesidad de ayudar a su familia así que decide acompañar a su hermano a una estación de tren en donde se darán la tarea de conseguir dinero. Pero accidentalmente se separa de su hermano y termina en un tren que lo hará recorrer miles de kilómetros hasta llegar a la ciudad de Calcuta, quedando totalmente perdido y lejos de su hogar. Sin dominar el idioma y sin saber cómo regresar a casa, el pequeño se las ingenia para sobrevivir a las carencias y en medio de las crueldades de las calles. Sin embargo, Saroo corre con suerte: es adoptado por una pareja australiana formada por Sue (una entrañable Nicole Kidman) y John Brierley (David Wenham), quienes lo crían en una cultura totalmente diferente, lejos de su tierra, sus orígenes y su familia biológica. Saroo crece (y ahora es encarnado por Dev Patel) adaptándose por completo a su nueva vida, adoptando el apellido del matrimonio Brierley, recibiendo una buena preparación académica y conociendo a una linda chica llamada Lucy (una cumplidora pero intrascendente Rooney Mara) con la que comienza a salir. Prácticamente a su vida no le falta nada, pero la nostalgia de lo que dejó atrás lo hacen embarcarse en un difícil viaje hacia un pasa-
do del que recuerda muy poco, pero que con la ayuda de la tecnología (en este caso la aplicación Google Earth) y su gran persistencia, lo harán aventurarse para reencontrarse con la vida que dejó atrás. Esta es la primera cinta del novato Garth Davis, el realizador que dio el salto del mundo de la publicidad al universo cinematográfico con enormes resultados: su cinta ha recibido un gran reconocimiento en el círculo de críticos, destacando su trabajo como director debutante. Lion es una sorprendente anécdota de la vida real basada en el libro "A long way home", escrita por el propio Saroo Brierley. La cinta se divide en dos partes; la primera hora que narra la niñez y tragedia de Saroo es sobresaliente, con el mínimo uso de diálogos (pero con un solvente guión adaptado por Luke Davis), una hermosa fotografía y apoyándose en el enorme talento natural del pequeño Sunny Pawar atrapan al espectador durante el transcurso del cambio de vida del protagonista. Un buen trabajo del director es mostrarnos la miseria y poca esperanzadora vida en la calles de la India y muy lejos de la magia de "Bollywood"; se trata de una India hostil donde al año se pierden aproximadamente 80,000 niños por motivos similares a los de Saroo, pero la mayoría de ellos corren con una suerte menos afortunada. A partir de la segunda mitad aparece en escena el joven Dev Patel -ese chico que conocimos en la serie adoles-
cente Skins y que después fue catapultado a la fama internacional protagonizando la cinta multiganadora del Oscar Slumdog Millionaire (2008)- y que aquí nos presenta un trabajo el trabajo más maduro y sobresaliente de su carrera. Aún así, el destacado trabajo de Patel no salva a la cinta, que en su segunda hora pierde la fuerza; la crisis existencial que presenta el protagonista carece de garra para atrapar al espectador, la historia termina por volverse en un caso más de la vida real, sobre cómo superar la adversidad... aunque está bellamente filmada, posee una llamativa banda sonora y con momentos aleccionadores y emotivos, de esos para "echar la lágrima" que tanto gustan en este tipo de cintas académicas. Y es que también cabe reconocer que hacia el final del metraje se nos presenta una de las mejores escenas y finales del año pasado que nos hacen recuperar el interés que perdimos durante el segundo tramo de la cinta. Para muchos Lion será una emotiva y motivadora lección de vida; pero para otros no es más que un bonito comercial de Google Earth de dos horas de duración y con hambre de cosechar todo premio posible con una fórmula ya probada para llegar "directo al corazón".
E
l segundo largometraje de Theodore Melfi –St. Vincent (2015)– trae a la luz la historia real pero hasta ahora desconocida de tres mujeres matemáticas afroamericanas y su decisiva participación con su experiencia en cálculos avanzados en la misión espacial de la NASA que colocó al astronauta John Glenn en la órbita de la Tierra, y que representó la primera aventura extraterrestre como parte de la carrera espacial entre los Estados Unidos y la Unión Soviética en la década de los 60. En Hidden Figures, el mismo Melfi funge además como coguionista junto a Allison Schroeder y ambos adaptan para la pantalla los sucesos contenidos en el histórico y biográfico 'bestseller' homónimo de Margot Lee Shetterly, mientras que las actrices Octavia Spencer, Taraji P. Henson y Janelle Monáe encarnan respectivamente a Dorothy Vaughan, Katherine G. Johnson y Mary Jackson, tres mujeres que tuvieron que relegar a un segundo plano sus roles como madres de familia para formar parte en distintas áreas del proyecto espacial Mercury donde tuvieron que hacerle frente a la sexismo y la segregación racial en un momento en que la lucha social de la comunidad negra por sus derechos civiles alcanzaba su punto álgido. Las tensiones raciales y la doble moral actual en Estados Unidos –y en varios puntos del mundo donde la extrema derecha está dando señales de resurgimiento (no olvidemos las absurdas marchas a favor de la familia en México)– hacen que una película con la temática de Hidden Figures sea oportuna, urgente y necesaria. Sin embargo, las buenas intenciones de la película naufragan debido a una propuesta cinematográfica completamente anodina que no asume ni un solo riesgo ni en lo formal o discursivo. Se trata de una película tibia en todo sentido, una «feel good movie» que no confronta al espectador con la verdadera cara del machismo y el racismo que crearon el entorno hostil y pasivamente violento en el que estas mujeres tuvieron que sobrevivir día tras día tanto dentro co-
mo fuera de su trabajo en la misión espacial –la legendaria lucha de la comunidad afroamericana por sus derechos civiles es apenas mencionada a través de una sola escena–. Por el contrario, el tono demasiado ligero y hasta cómico que impera en la película elimina por completo cualquier oportunidad de transmitir un discurso contundente. Y es que, durante las poco más de dos horas de metraje del filme, se suceden ante el espectador una serie de viñetas cargadas de una insoportable corrección política que van entretejiendo –hasta eso con un buen ritmo– una historia que busca agradarle a todo mundo. No podemos negar que los temas de segregación y discriminación que plantea Hidden Figures sean temas socialmente relevantes en la actualidad, así como tenemos que señalar que es una película que sí propone un mensaje de empoderamiento femenino y que homenajea merecidamente al trío femenino que en la vida real colocó al primer hombre estadounidense en el espacio; sin embargo, es fallida en cuanto a la forma de abordar la historia de las tres mujeres que se enfrentaron a las normas sociales de la época que las marginaban no sólo por su género sino también por su etnicidad. Hidden Figures tenía todos los ingredientes para crear un documento histórico-biográfico sobre lo absurdo que es la discriminación –la de cualquier índole, no sólo la sexual y la racial–, pero la oportunidad se les escapa entre los dedos al dotar a la cinta de diálogos explicativos al nivel de teleserie noventera y con un tratamiento superficial sobre la segregación racial. La película es insoportablemente complaciente, busca desesperadamente agradar a todos en la audiencia a tal grado que anula por completo una posible revisión compleja de la lucha contra el sexismo y la segregación. Hidden Figures es una película con un gran potencial pero que evita a toda costa las aristas más filosas de la discriminación, por lo que esta falta de contundencia, aunado a su propuesta esquemática, inevitablemente la sentenciará como una obra cinematográfica intrascendente.
R
ecordemos ese ya clásico monólogo citado en la cinta de Todo sobre mi madre (1999): "Cuesta mucho ser auténtica, y en estas cosas no hay que ser rácana, porque una es más auténtica cuanto más se parece a lo que ha soñado de sí misma". Y nuestra entrañable 'Agrado' no podría tener más razón: nos esforzamos tanto por impresionar que olvidamos que nuestra esencia es lo que nos hace únicos y distinguirnos del montón. El ámbito laboral actual se encarga de crear máquinas perfectas dedicadas exclusivamente a velar por el beneficio de una empresa, la cual poco a poco nos va extirpando todo rastro de humanidad posible, creando a la vez un equivocado concepto de lo que es el éxito y la felicidad. En el mundo abundan las personas como Ines Conradi, quien trabaja en una importante empresa alemana de consultoría internacional con sede en la ciudad de Bucarest. Es una mujer muy dedicada en su trabajo, bastante competitiva y enfocada en lograr un mayor crecimiento laboral, pero sólo ocasionalmente mantiene contacto con su padre Winfried, un hombre sencillo y bonachón, no muy refinado pero con un enorme carisma que lo convierte en una persona que difícilmente puede pasar desapercibida. Él es de los que disfruta el momento y de los simples placeres de la vida, todo lo contrario a su hija, una "workaholic" determinada a lograr un mejor puesto en su empleo y que trabaja día y noche para conseguirlo. Winfred, en cambio, decidió tomarse unos días para visitar a su hija, después de la pérdida de su único compañero, su perro, que lo había acompañado desde el fallecimiento de
su esposa. Creyendo que podría hallar un poco de consuelo al lado de su hija, lo que en realidad encuentra es a una mujer demasiado ocupada incluso para su propio padre, y que aunque intenta incluirlo en sus actividades, tal pareciera que lo hace más por obligación que por el gusto de estar con él. Y es que a pesar del éxito profesional y una solvencia económica envidiable, Winfried cuestiona a Inés sobre si de verdaderamente es feliz. Se trata de una sencilla pregunta que sacude fuertemente el aparentemente perfecto mundo de Ines. Su padre regresa a casa días después, por lo que Ines planea volver a su cotidianidad, sin imaginarse que un excéntrico personaje comenzará a inmiscuirse en todos sus asuntos. Se trata de Tonni Erdmann, el alter ego de Winfried pero con un gracioso peluquín, dentadura postiza y ropa "elegante", que se presenta como un influyente hombre que seguirá a Ines por todas partes con el fin de ayudar a su ahora fría hija a abandonar ese frívolo entorno en el que se encuentra sumergida. La directora y guionista de esta cinta es Maren Ade -originaria de Karlsruhe, al oeste de Alemania-, quien ya contaba con unos cuantos títulos que circularon por festivales del mundo teniendo bastantes reconocimientos; pero con Toni Erdmann -estrenada en la 69a edición del Festival Internaciona de Cine de Cannes- se colocó bajo los reflectores al obtener el premio FIPRESCI de la prensa internacional, lo que convirtió en una de las cintas imperdibles de este año y la más fuerte contendiente, hasta el momento, en la carrera por el Oscar como Mejor Película Extranjera. Los protagonistas son los hasta ahora desconocidos de este lado
del mundo Peter Simonischek y Sandra Hüller, quienes encarnan con maestría y gracia los roles del hombre excéntrico pero divertido y de la hija seria, estirada y petulante. Y aunque Winfried/Tonni erdman es el corazón de la cinta, Inés es la verdadera protagonista al reflejar la realidad de nuestra cultura laboral actual, que moldea seres que sólo buscan el poder, el prestigio y aumento de sus cifras bancarias por sobre la verdadera felicidad. La cinta también expone el evidente machismo laboral que aún existe en nuestros tiempos y en entornos progresistas, y que en cierta forma nos hace comprender el porqué del obsesivo comportamiento de Ines. Con casi tres horas de duración y un audaz guión que no deja ni un segundo desperdiciado al plagarlo de situaciones altamente divertidas e impredecibles que resultaran "raras" para muchos pero para nada inverosímiles mención especial para la más original fiesta de cumpleaños en los últimos años que se han plasmado en pantalla grande-, Tonni Erdmann logra movernos a la reflexión de una manera tan orgánica, que en ningún momento resulta aleccionadora, y sí, en cambio, emociona y conmueve profundamente. Y aunque lamentablemente no todos tenemos a alguien con peluca y dientes postizos que nos jale las orejas para hacernos ver que estamos por el camino equivocado, afortunadamente existe el cine y los filmes deliciosamente absurdos como este que nos recuerdan que la sencillez, la autenticidad y el nunca perder el humor son las mayores armas para encontrar la felicidad... la verdadera felicidad.
E
l diseñador de modas texano Tom Ford nos sorprendió a finales de la década pasada al revelarse multifacético cuando volteó su mirada hacia el quehacer cinematográfico y presentó A single man (2009), su sensacional opera prima en la que demostró que su talento estético no sólo tiene lugar sobre las más prestigiosas pasarelas del mundo de la moda sino que también en el universo del celuloide donde nos obsequió una de las mejores experiencias audiovisuales de ese año, pero que además, demostró poseer la habilidad de adaptar –entonces con la ayuda del guionista David Scearce– obras literarias al lenguaje cinematográfico sin demeritar la complejidad y el aura melancólica del material original, y por el contrario, ofrecernos una sofisticada pieza fílmica. Siete años después vuelve a colocarse tras la cámara para presentar Nocturnal Animals, una adaptación firmada por él mismo de la novela Tony and Susan de Austin Wright que sigue los pasos de la mujer del título, Susan Morrow (Amy Adams), una exitosa mujer inmersa en el mundo de la exposición de piezas artísticas y que está casada con un respetado médico, Hutton Mo-
rrow (Armie Hammer), tras haber dado por terminado su matrimonio anterior con Edward Sheffield (Jake Gyllenhaal), entonces un escritor inédito que recién ha terminado su primera novela con una publicación ya inminente. Una mañana Susan recibe un misterioso paquete que contiene un manuscrito: «Nocturnal Animals», y junto a él una nota en la que Edward le pide por favor leerla, ya que siempre la ha considerado su mejor crítica personal; ella accede e inesperadamente se ve sumergida en una historia de tragedias y venganzas protagonizada por un hombre llamado Tony al que Susan no puede evitar imaginarlo físicamente idéntico a su ex esposo, por lo que la fábula comienza a sacudir los recuerdos y las emociones de tal manera que trastoca violentamente su vida cotidiana. Tom Ford presenta esta historia con una narrativa fragmentada extraordinariamente planeada al detalle, y mediante el eslabonamiento orgánico de los sucesos paralelos resuelve al tiempo un estimulante thriller de venganza (la historia del manuscrito) dentro de una historia de arrepentimiento (la historia de Susan). El elegante score de Abel Korzeniowski –esencialmente com-
puesto por unas afligidas y melancólicas cuerdas de violín– en su segunda mancuerna con Ford tras su debut con la ya mencionada A single man, acompaña esta muy afortunada adaptación del lúcido juego de la metatextualidad empleado en la novela y con el cual aquí se da forma en la gran pantalla a una suerte de rompecabezas melodramático-neo-noir sensacionalmente interpretado por una contenida Amy Adams y un formidable Jake Gyllenhaal en el papel dual como el romántico soñador Edward y el devastado y vengativo padre de familia Tony. Con este violento y sofisticado thriller Ford vuelve a exponer a las esferas burguesas como una clase hedonista y prejuiciosa; se trata de un sector social que conoce tan bien –pues forma parte de él– que no duda ni por un instante en representar fielmente ese perpetuo vacío existencial que no puede ser llenado con dinero. Nocturnal Animals representa para el aún novato cineasta su proyecto más ambicioso y arriesgado hasta ahora; el resultado sobrepasa cualquier expectativa y demuestra nuevamente que su talento como narrador es equiparable al de su capacidad artística visual.
E
l siempre controversial Paul Verhoeven y la siempre extraordinaria Isabelle Huppert hacen mancuerna por primera vez en sus carreras para crear la película feminista más genuina en lo que va de esta década. Inicialmente la cinta estaba pensada para filmarse en Estados Unidos, pero la producción tuvo que trasladarse a Europa pues ninguna actriz hollywoodense quiso protagonizarla. Ésta anécdota no sólo nos habla de la mojigatería y doble moral que impera en la industria estadounidense, sino de la transgresión propuesta por Verhoeven a sus 78 años de edad en Elle, un filme que parte de la violación sexual de su protagonista, pero que utiliza esta violenta y traumática experiencia para desarrollar una tesis sobre el empoderamiento femenino tanto en lo sexual como en lo social. Como se enunció en los renglones superiores, Elle –una adaptación de la novela Oh... de Philippe Djian– detona con una violación. La secuencia inicial es apabullante: Michèle Leblanc (Huppert) es atacada sexualmente en la sala de su casa por un desconocido enmascarado; el episodio es breve pero shockeante para el espectador, pero lo es más la inesperada reacción de la protagonista, pues contrario a lo que comúnmente ocurre en estos casos –buscar ayuda, denunciar al agresor, recurrir a terapia para superar el abuso, etc.–, Michèle decide continuar su vida sin victimizarse, como si nada hubiera sucedido, hablando del tema con toda naturalidad y, sobre todo, sin culpas; y cuando revela el episodio duran-
te una cena casual con colegas, amigos y su ex esposo, lo hace como si estuviera relatando sus actividades cotidianas. La fortaleza para continuar con su vida cotidiana, la asimilación del violento ataque sexual y la resignación ante el aberrante hecho sorprenden a todos los enterados del suceso; sin embargo, nosotros como espectadores –aunque sin problema podríamos reemplazar éste último término por el de «voyeurs»– resultamos aún más asombrados al descubrir que una de las secuelas emocionales de Michèle no es la venganza o el castigo para su agresor, sino la estimulante idea de volver a experimentar un encuentro de esa naturaleza. La película, como tantas otras del realizador neerlandés, ha resultado altamente controversial al ser acusada de «minimizar» el monstruoso acto de la violación; pero es que en realidad no se trata de la «frivolización» del asalto sexual, sino de un caso excepcional en el que la mujer toma la experiencia y la transforma, con un aplomo sorprendente, en un arma de dominación masculina; se trata de un juego del gato y el ratón, un juego de poder en el que ella no está dispuesta a perder, no está dispuesta a ser la víctima. Michèle es una mujer de carácter frío, emocionalmente distante, e incluso a veces podríamos considerarla como un ser humano perverso –la travesura que le juega a la novia de su ex esposo y la manera de tratar a su hijo (por mucho que se lo merezca por ser tan pusilánime) podrían ser suficientes razones para ganarse ese adjetivo–
pero esa personalidad se ha ido forjando con años de combate contra un mundo machista, patético, ignorante y prejuicioso: como exitosa profesionista ha tenido que lidiar con quienes desaprueban que una mujer se encuentre en la cima de un negocio que «debería ser» exclusivo del género masculino –es directora de una empresa que desarrolla videojuegos con cierto nivel de contenido erótico y violento– y en lo personal se ha tenido que enfrentar al escrutinio social desde la infancia cuando su padre fue enjuiciado por múltiple asesinato infantil, y su nombre se vio ligado con el infame crimen, padeciendo todavía las secuelas de ese escándanlo a través de rumores o ataques físicos de aquellos que no han sabido –o querido– ver que los pecados paternos no tienen necesariamente que repetirse en su linaje. Elle es un excepcional filme que demuestra que las capacidades artísticas de su septuagenario artífice siguen completamente en forma y que son mucho más efectivas que las de muchos cineastas que apenas están entrando a la madurez; se trata de un filme que con inteligencia busca la provocación, que incomoda al público –particularmente al femenino–, que le obliga a experimentar una suerte de epifanía sexual y moral mediante un elegante, mordaz, impetuoso y arriesgado tratado sobre los retorcidos detonantes del deseo humano, de los juegos de poder a través del sexo y de la habilidad de transformar traumáticas experiencias en femeninas armas de dominio masculino.
C
uatro décadas atrás, el asalto de Darth Vader a la nave de la princesa Leia en busca de unos planos robados marcaba el inicio de una saga que, inesperadamente, alcanzó el nobiliario título de «leyenda». Ahora, finalmente el primer spin-off de la franquicia Star Wars nos revela los detalles de la estrategia que consiguió dichos planos. Bajo la batuta de Gareth Edwards –quien hace un par de años revitalizó al rey de los monstruos (Godzilla)–, Rogue One: A Star Wars Story relata la misión de altísimo riesgo en la que un pequeño grupo de rebeldes se infiltran en las instalaciones del Imperio Galáctico en el planeta Scarif para extraer los secretos de su mortífera arma secreta, y con ello brindarle a la Alianza Rebelde una nueva esperanza en el combate. Jyn Erso (Felicity Jones), es una delincuente que es buscada por la Alianza Rebelde para que los conduzca a su padre, Galen Erso (Mads Mikkelsen), la mente maestra detrás de la construcción de la Estrella de la Muerte, sin embargo, ella no ha tenido contacto con él desde que fue secuestrado por el Imperio para que concluyera el mortífero proyecto; el Capitán Cassian Andor (Diego Luna), un rebelde desde pequeña edad que ahora es el oficial al mando de la misión de inteligencia para localizar a Galen Erso con la ayuda de su hija y para infiltrarse en las instalaciones del enemigo y robar los planos de la poderosa arma del legendario Sith; Bodhi Rook (Riz Ahmed) es un experimentado y disidente piloto del Imperio que ayuda a Erso a transmitir un importante mensaje para los rebeldes y forma parte de la alineación en la misión del planeta Scarif; Chirrut Îmwe (Donnie Yen) es un monje cuya cercanía a la Fuerza –y a pesar de ser invidente– le ha otorgado una fortaleza espiritual que, al combinarse con sus habilidades de combate cuerpo a cuerpo, lo convierten en un "mortal elemen-
to" en la misión; Baze Malbus (Jiang Wen), es un asesino a sueldo y experto en armases, es también el mejor amigo y prácticamente guardaespaldas personal de Chirrut aunque él es escéptico respecto a la Fuerza; K-2SO (voz de Alan Tudyk), un androide del Imperio brutalmente honesto a causa de su reprogramación por parte de Cassian, y que ahora ayuda a los rebeldes debido a que su inalterada apariencia le permite infiltrarse en terreno enemigo sin ser detectado... a menos que tenga que hablar. Este sui generis ensamble –que recuerda mucho al quinteto protagonista de Guardians of the Galaxy por la química que logran a pesar de sus personalidades radicalmente distintas y que resulta en un sagaz movimiento progresista sobre la representación de las sociedades diversas en la pantalla grande– lideran la misión central de Rogue One, un excepcional filme en el que Gareth Edwards logra una sobresaliente conjunción de cine de ciencia ficción de aventuras espaciales y cine bélico cuyo resultado es todo lo que Star Wars: Episode VII - The Force Awakens nunca fue: una aventura original, auténtica, adulta, inteligente... y humana. Se trata de una pieza más del universo originalmente imaginado por George Lucas, pero aún cuando ahora la franquicia pertenece al emporio de Mickey Mouse, en ningún momento se siente un eslabón forzado, y por el contrario, se conecta de manera orgánica con el inicio de aquel clásico filme setentero. Edwards, al igual que J.J. Abrams, sabe cómo dejar su impronta en cada uno de sus filmes, y aquí se nota el toque autoral de su artífice, ese conocido estilo ahora ya depurado desde su opera prima Monsters y pulido en la ya mencionada Godzilla. La historia es presentada con cámara en mano y primordialmente expone el punto de vista de los protagonistas enfrentados a la titánica misión en la que
las posibilidades de sobrevivir son ínfimas, y con el uso de efectos especiales prácticos que sólo son retocados de manera digital en lo estrictamente necesario, el director nos pone directamente en medio de las secuencias de acción más viscerales y realistas de toda la saga, al punto en que podemos sentir la arena y las ondas expansivas de las explosiones. Pese a contar con un presupuesto de $45 millones de dólares menos que The Force Awakens, Edwards astutamente administra los recursos y presenta secuencias rodadas con diestra maestría –las extensas secuencias rodadas en el clima tropical que representa al planeta Scarif son un verdadero prodigio del cine hollywoodense–, borrando así todo rastro de un presupuesto menor, y por el contrario, presenta una propuesta visualmente impecable con melancólica y detallada emulación del espíritu de la trilogía original salpicada de elementos del cine bélico que notoriamente se revisó a conciencia. The Dirty Dozen (1967), de Robert Aldritch o Saving Private Ryan (1988), de Steven Spielberg, son sólo algunos de los títulos que se pueden intuir mientras nos acompañan también las emocionantes composiciones de Michael Giacchino con su score en sustitución heroica de Alexandre Desplat. Y es que Rogue One no sólo es una película entretenida y nostálgica con los suficientes guiños y cameos de viejos conocidos a la saga original como para volverla realmente entrañable; es también un emocionante e inspirador relato visualmente poético y evocador sobre la redención, los sacrificios, la valentía y la unión de pequeñas fuerzas para lograr demoledores impactos. Imprescindible para los warsies, recomendable además para el resto de los mortales en busca de emocionantes aventuras dentro de la caja oscura.
E
l cineasta italiano Gianfranco Rosi pone bajo su experimentada lente el tema de la migración y los refugiados en Europa, particularmente centrándose en la diminuta isla siciliana de Lampedusa, meridional zona italiana que desde hace 25 años se convirtió en un punto de masiva llegada de inmigrantes africanos que vienen escapando de la violenta situación en el continente vecino. Con el documental Fuocoammare, Rosi propone un estudio geopolítico a través de un retrato costumbrista de la cotidianidad de tres habitantes de la isla pertenecientes a una misma familia pero principalmente centrándose en Samuel, un preadolescente de doce años con problemas de visión y respiratorios –éstos últimos a causa de una ansiedad completamente anómala para su edad– que disfruta practicar con su resortera y una pistola imaginaria mientras anhela a la vez algún día acompañar a su padre en su bote pesquero.
El resultado del documental –cuyo título hace referencia a una canción del mismo nombre que forma parte de una íntima y breve anécdota que una de las protagonistas del filme comparte a la cámara– es una sobrecogedora experiencia cinematográfica que se coloca más allá de la nota periodística de corte sociopolítico; Rosi, quien pasó más de un año capturando material, presenta un tratado sobre la migración europea y logra plasmar con sobriedad y sofisticación, pero a la vez sin quitar un gramo de crudeza, la desesperación y el horror de la situación migrante en Europa que, en veinticinco años, ha cobrado la vida de más de 20,000 indocumentados que han sucumbido a la implacable travesía en busca de un futuro digno. Ganador del Oso de Oro en la pasada edición de la Berlinale, Fuocoammare" es un poderoso y oportuno documento histórico a la vez que una poética y evocadora pieza cinematográfica.
E
n la muy reciente tradición de Disney de reelaborar/reinterpretar sus grandes clásicos animados en filmes live-action –recordemos que el año pasado estrenó la dignísima Cenicienta bajo la batuta del británico Kenneth Branagh con una carismática Lily James como protagonista–, la nueva versión de El Libro de la Selva se erige como un gran logro cinematográfico que no sólo consigue rescatar el espíritu de aquella emblemática cinta animada y musical de los años 60, sino que, además, logra ser una película de gran valor y trascendencia por sí misma, por lo cual seguramente se convertirá en una gran favorita para el sector más joven de la audiencia masiva que nunca haya visto la cinta original. Pese a que han sido relativamente pocas las veces que la novela El Libro de la Selva (The Jungle Book) de Rudyard Kipling ha recibido tratamiento cinematográfico, ésta no es la primera vez que se realiza una versión live-action de la colección de cuentos folklóricos de la cultura hindú editados en 1984 –también conocida como El libro de las tierras vírgenes– que dan forma a la aventura del niño huérfano que es encontrado por una pantera llamada Bagheera que lo lleva con la colonia de lobos para que lo críen al cuidado del líder Akela y la loba Raksha. La primera vez que un humano dio vida a Mowgli fue en la versión de 1942 bajo la dirección de Zoltan Korda que se regía bajo la estética hindú propia de la historia original y con una producción notablemente artesanal. Sin embargo, el envejecimiento de esta versión ha dado como resultado que la cinta animada de Disney sea la que se mantenga como la más entrañable adaptación de la novela de Kipling, pese a que la occidentalización de la historia borró todo rastro del contexto cultural en el que se desarrolla la trama. Ya en la década de los 90 Disney lanzó una suerte de reinterpretación de las aventuras de Mowgli ya como adulto con Jason Scott Lee como un Mowgli muy musculoso y Lena Headey –sí, la mismísima Cersei Lannister– como el interés romántico de éste, pero el intento de renovación
de la historia resultó realmente lamentable –¿esperaban otra cosa con Stephen Sommers como director?– y con unas nuevas reinterpretaciones de la historia que se lanzaron directamente a video y fueron verdaderamente insufribles. Es así como hemos llegado a la nueva versión de El Libro de la Selva a casi 50 años de la cinta animada de Disney que ahora reimagina el director Jon Favreau, responsable de la primera entrega de Iron-Man y de Zathura –ese descarado aunque efectivo "remake espacial" de Jumanji. Favreau es un probado cineasta con talento para el cine familiar, y aunque una nueva versión suponía una difícil empresa, el director saca adelante el proyecto y entrega una de las mejores cintas de cine familiar que podamos recordar en lo que llevamos de esta década. Principalmente, esto se debe a que cuenta con un estupendo guión –firmado por Justin Marks– que retoma el planteamiento de la cinta original manteniendo la esencia y corazón de la historia, pero que complementa la personalidad de los ya entrañables personajes al dotarlos de una complejidad dramática y emocional inexistente en la versión animada que resultó ser un tanto unidimensional en sus personajes. En este sentido es sensato señalar el gran trabajo en el bosquejo de la personalidad de todos los personajes, sobresaliendo el villano Shere Khan, quien recuerda mucho a otro villano felino de los 90s en el universo animado Disney: Scar, con quien guarda gran parecido por tratarse de un maquiavélico felino con una cicatriz en el rostro, pero del cual se aleja diametralmente puesto que aquí las motivaciones del villano no obedecen a la simple avaricia de conquistar la sabana/la jungla, sino al miedo y desprecio por el hombre colonialista que destruye todo a su paso mediante el uso de la llamada 'flor roja' (el fuego). Así tenemos que esta reelaboración de la historia da un paso más hacia la fidelidad de la historia de Kipling y la dota cierto grado de complejidad y oscuridad, pero nunca deja de lado ese espíritu de aventuras y tono
ligero para el cine familiar, incluso rescata dos de las canciones del filme sesentero: "Busca lo más vital" –inmortal para Latinoamérica con la voz de Tin Tan como Baloo, y ahora reemplazado por el correcto Hector Bonilla– y "Quiero ser como tú" –versionada en esta ocasión por Francisco Céspedes. Pero por supuesto que el aspecto formal no lo podemos pasar por alto, y es necesario señalar el encomiable trabajo que han hecho con los efectos especiales que, como pocas veces visto en Hollywood, éstos funcionan al servicio de una buena historia, y no como cortinas de humo que pretenden ocultar los grandes baches de las historias mediocres que sobresalen sólo por su magnífica estética. Y es precisamente en el aspecto formal de la cinta donde tampoco es justo dejar de señalar lo perfecto de la creación de los animales fotorrealistas a través de lo más actual en el terreno de la tecnología CGI y las mejores voces elegidas a través de un casting por demás excelente: Ben Kingsley (Bagheera), Bill Murray (Baloo), Idris Elba (Shere Khan), Scarlett Johansson (Kaan), Lupita Nyong'o (Kaa) y Christopher Walken (Louie), todos ellos brindando un excelente soporte vocal a las creaciones digitales que acompañan al debutante Neel Sethi –el joven revelación que interpreta a Mowgli– mientras se desenvuelve con gran carisma, naturalidad y frescura rodeado de un ambiente y personajes recreados casi en su totalidad de manera digital. El Libro de la Selva es un ejemplo de lo que debería ser el cine familiar contemporáneo, un cine cuidadoso con su producción, pero mucho más escrupuloso con el trasfondo de la historia que nos quiere contar. Favreau no sólo ha logrado una cinta impecable en su factura, sino también ha hecho una 'reinterpretación' de un clásico bastante digna, y más allá de eso, la ha fortalecido haciéndola más compleja y acorde a lo que merece el gran público: espectáculo y entretenimiento de alta calidad.
E
n su primer largometraje como director, Travis Knight, el actual presidente y CEO del estudio de animación especializada en la técnica stop-motion, Laika, donde se había desarrollado como miembro clave al fungir previamente como vicepresidente y animador principal en las cintas Coraline, Paranorman y Boxtrolls, ofrece un relato coming of age en el Japón feudal con una alucinante imaginería visual y un entrañable viaje de autodescubrimiento. Kubo (con la voz de Art Parkinson, es decir, el ya finado Rickon Stark en Game of Thrones) es un preadolescente que vive junto a su madre en una villa costera donde se gana la vida como juglar relatando fantásticas historias con figuras de origami que parecen cobrar vida propia gracias a las melodías de su «shamisen», un bello y mágico instrumento de cuerdas con el que manipula a sus personajes de papel y asombra a todos los aldeanos. Durante un día de fiesta, cuando se olvida de regresar a casa antes del anochecer –como siempre se lo ha indicado copiosamente su madre–, Kubo se ve obligado a enfrentarse a demonios y fan-
tasmas del pasado que ponen en peligro su vida y la de su madre. El adolescente, entonces, emprende una peligrosa misión para encontrar una mítica armadura perdida que pertenecía a su padre, un legendario Samurai. Knight conscientemente se centra en crear un trabajo de elegante terminado y utiliza elaborados diseños para crear composiciones de gran belleza que, junto con los acordes del score de Dario Marianelli y la fotografía de Frank Passingham, bordan en la pantalla poderosas metáforas visuales sobre el doloroso proceso de crecimiento. Kubo and the two strings es un clásico instantáneo del cine animado que evoca sensiblemente las tradiciones milenarias de la cultura japonesa –como la de su riquísima tradición oral y sus legendarios samuráis, etc.– a la cual retrata con la misma épica característica del cine de Kurosawa a la vez que lo conjuga con las entrañables historias de crecimiento espiritual enmarcado por lo fantástico/mitológico al más puro estilo del mejor Miyazaki. Knight ha creado una impecable tesis sobre los inquebrantables lazos familiares y el reverencial respeto a las tradiciones y los antepasados. Imprescindible.
L
a mañana del 15 de enero de 2009, el avión de US Airways pilotado por Chesley «Sully» Sullenberger y el copiloto Jeff Skiles salió del aeropuerto de La Guardia en Nueva York con 150 pasajeros y 5 miembros de la tripulación a bordo; instantes después del despegue, una parvada se estrelló con la nave averiando completamente ambos motores, obligando al experimentado capitán de la nave a realizar un acuatizaje de emergencia sobre el Río Hudson ante la imposibilidad de aterrizar en alguna de las pistas cercanas por la poca altura del avión. Absolutamente todos a bordo de la aeronave resultaron prácticamente ilesos y fueron auxiliados rápidamente. Esta hazaña fue relatada en la autobiografía Highest Duty, de Sullenberger en colaboración con el periodista Jeffrey Zaslow y que ahora el veterano cineasta Clint Eastwood se pone al frente del proyecto –por encargo– de llevar a la gran pantalla con un guión firmado por Todd Komarnicki. Y es gracias a la mano maestra de Eastwood –y al talento histriónico superior de Tom Hanks como el personaje central– que Sully es mucho más que una típica película de desastres y épicas supervivencias. Con una sobria puesta en escena, mediante encuadres precisos y ni una sola escena gratuita, Eastwood nos cuenta la historia mediante una narrativa fragmentada y no lineal, recurriendo además a la presentación de la tragedia desde distintos puntos de vista al darle breves momentos protagónicos a
algunos de los pasajeros del vuelo. Se trata, entonces, de una suerte de rompecabezas detectivesco que emociona como el mejor de los thrillers y que, poco a poco, nos va obsequiando los elementos para la cabal apreciación del suceso, así como de las implicaciones psicológicas que tuvo el evento en el protagonista y las repercusiones económicas para la compañía aérea que busca desacreditar la decisión del experimentado piloto de acuatizar en el río debido a que, según algunos algoritmos y los simulacros virtuales realizados con previo entrenamiento e indicaciones específicas, «demuestran» que era mucho más seguro aterrizar en algunas de las pistas aéreas localizada en algunas millas a la redonda. Pese a ser conocidas sus radicales posturas políticas –abiertamente se declaró a favor del partido republicano y su candidato y finalmente presidente electo Donald Trump– y sus valores ultraconservadores, Eastwood es un nacionalista que, en este caso, no tapiza la película con un discurso «patriotero», aunque por supuesto que están presentes algunas secuencias en las que Eastwood expresa abiertamente el orgullo de ser estadounidense y el amor a su país, como aquella en la que el protagonista, ante la imposibilidad de descansar en el hotel tras la traumática experiencia, sale a trotar por Times Square donde una gran bandera aparece en una de las enormes pantallas; además, en otra de las secuencias que también tienen lugar en la famosa intersección de Manhattan, podemos
apreciar un anuncio de Gran Torino, película dirigida y protagonizada por el mismo Eastwood y que se encontraba en la cartelera en aquel cada vez más lejano inicio de 2009, presentando de esta manera un guiño –¿o autohomenaje?– a su carrera cinematográfica como cineasta y su despedida del mundo de la actuación. Con Sully, el veterano cineasta vuelve a exponer el lado sombrío del «american dream»; sin ironías baratas pero sí con una crítica certera a la burocracia, Eastwood señala a las compañías que no les importó que las vidas de los pasajeros hayan estado en riesgo, sino el daño monetario que les costó la pérdida de la nave. La figura de autoridad corrupta, presente en prácticamente toda su filmografía como cineasta, vuelve a hacer acto de presencia en esta biopic mediante los investigadores de la compañía aérea, un sistema corrupto al que el «héroe», también como en la gran mayoría de su linaje cinematográfico como realizador, deberá hacerle frente. Lo que en manos de otro cineasta menos experimentado hubiera sido una cinta de desastres genérica, en las curtidas manos de Eastwood se convierte en una excepcional historia de determinación y fortaleza humana en situaciones límite, además de una notable parábola fílmica sobre el halo de romanticismo y tragedia que invariablemente envuelve a la figura heroica, en este caso, la de un hombre que salvó la vida de un centenar y medio de personas en las heladas aguas del Hudson.
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n la segunda película de Matt Ross como director, Viggo Mortensen encarna a Ben, un bienintencionado padre que, en ausencia de la matriarca del clan Cash –internada en una clínica por trastornos bipolares y depresivos– se encarga de la crianza de sus seis hijos en un bosque remoto de Estados Unidos al resguardo de los vicios de la civilización capitalista pero no aislados de la esencial educación que incluye literatura, filosofía, música y hasta tácticas de supervivencia en la salvaje naturaleza. Sin embargo, el fallecimiento de su madre los obliga a salir de la utopía selvática –cimentada en la propuesta de sociedad alternativa planteada por la filosofía anarquista de Noam Chumsky– para evitar que sus muy acomodados padres la sepulten con religiosa ceremonia y, en cambio, que sus restos sean tratados de acuerdo a su voluntad mientras vivía. Pero cuando se encuentran en territorio urbano y se hace presente la discriminación de la sociedad capitalista hacia estos «freaks», detonan violentos cuestionamientos de la familia sobre la educación y la autoridad del patriarca. Captain Fantastic resultará hasta cierto punto provocadora para el público masivo, aunque particularmente para todos aquellos directamente ligados
con la paternidad y la crianza de los hijos, pues se trata de una película que pone sobre la mesa el tema de las sociedades alternativas al margen tanto de las bondades como de los vicios del modelo capitalista que varios filósofos han propuesto a lo largo de la historia; pero a la vez muestra que ningún sistema social y económico está exento de fallas puesto que han sido creados por el Hombre y, tomando en cuenta que entre muchas de nuestras inconsistencias como especie la contradicción es parte inherente de nuestra naturaleza humana, es imposible que un gobierno alcance el éxito total y quede únicamente como un románticamente idealizado anhelo utópico. ¿Hasta dónde la búsqueda de la libertad se convierte en un atentado contra la misma? El fantástico capitán al que hace referencia el título es el mejor ejemplo; tenemos a un amoroso padre de familia que, en aras de proteger a sus hijos del voraz capitalismo –metafóricamente encarnado por el gran Frank Langella como Jack, el abuelo paterno de los niños del clan–, comienza a ejercer un autoritarismo digno de cualquier infame dictador, mientras se enfrenta no sólo a un choque ideológico con su hijo mayor Bo (George MacKay), sino también con los choques generacionales con el adolescente Rellian (Nicholas Hamil-
ton) rebelándose ante la figura de autoridad a la que ha ido perdiendo respeto y admiración por sus radicales y contradictorias posturas. Estrenada en Sundance, Cannes –donde recibió el premio al Mejor Director en la sección 'Un certain regard'– y con una premier especial en el pasado Festival Internacional de Cine de Los Cabos, Captain Fantastic se presenta en clave de fábula utópica y con una galería de personajes entrañables desarrolla su crítica al sistema capitalista que incita al hiperconsumismo; además de lanzar comentarios ácidos hacia la política estadounidense actual. Aunque edulcorada y sin poder evitar caer en los lugares comunes, termina por ser un reflexivo y tragicómico drama familiar de profundidades insospechadas bajo la apariencia de comedia ligera que, con giros inesperados y un humor muy peculiar, explora con audacia las contradicciones de los sistemas económico-sociales con sus ideologías radicales y sus tiránicas libertades. Y este tema, viniendo directamente desde el corazón de Hollywood, a pesar de su complejidad notablemente diluida y plasmada con preciosista fotografía, es ya un logro digno de aplaudir.
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l director Jeff Nichols se adentra por primera vez en los terrenos pantanosos de los biopics; un subgénero que nos ha obsequiado fascinantes y motivadoras historias de vida que han trascendido en la historia del cine –127 hours (2010), sólo por poner un ejemplo–, pero que también nos ha traído otras tantas que hemos padecido –Jobs (2013)–. El director que este año también incursionó en la ciencia ficción con la estupenda Midnight Special, debuta en los filmes biográficos a través de la historia de Mildred y Richard Loving, el matrimonio al que hace referencia el título que llevará en las marquesinas de nuestro país y que, tras contraer nupcias en el estado de Virginia en 1958, fueron arrestados, encarcelados y exiliados del estado por la naturaleza interracial de la unión, considerada un crimen en aquella no tan lejana época. El filme se acerca con sensibilidad a este atropello de los derechos humanos elementales y acompaña a la pareja durante la década que luchó por el derecho a regresar a su hogar; una lucha social que logró llevar su caso a la Corte Suprema y que se modificara la ley sobre uniones matrimoniales a nivel nacional. Por la naturaleza de la temática, la cinta corría el riesgo de caer en el discurso panfletario o en el intenso y escandaloso melodrama, pero el talento de Nichols mantiene el relato en todo momento en un tono sobrio y elegante, aunque paradójicamente éste estilo funciona como un arma de doble filo y Nichols no puede evitar causar herir a su película. Y es que pese a que cuenta con dos de los mejores actores del cine independiente actual para dar vida
al estoico matrimonio que ni en los momentos más bajos pierden la dignidad como seres humanos –un excepcional Joel Edgerton como el obrero de la construcción que le pide matrimonio su novia, encarnada por la también estupenda Ruth Negga, con la promesa incluida de construirle una casa en un hermoso terreno que recién ha comprado–, en varias ocasiones esta pareja es retratada con una nula intensidad psicológica, como una dupla de personajes pasivos que atienden a su propia historia, que son testigos presenciales pero sin formar parte de ella; por eso, cuando el desenlace hace acto de presencia, quedamos sorprendidos por su naturaleza anti climática. Loving, a diferencia de lo sugerente y estimulante de su filmografía previa, se queda en lo políticamente correcto, sin salirse de una narrativa tradicional, sin tomar riesgo alguno fuera de su zona de confort; pareciera como si Nichols estuviera desesperado por hacer una bonita película de manual para conseguir el beneplácito de la Academia. Aunque sí hay que reconocerle a Nichols varias cosas: no hacer una cinta oportunista sobre el tema racial; que su propuesta carezca de pretensiones artísticas o con moraleja aleccionadora y que en verdad se trate de una crónica social por demás pertinente en esta actualidad que, desafortunadamente, aún practica cotidianamente el odio y el rechazo. Loving hace un llamado a la tolerancia, al respeto y a la inclusión; un llamado que, ojalá, pueda llegar a un gran público que sepa esquivar los obstáculos para la conexión con un filme de impecable factura, pero emocionalmente vacía.
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l controvertido director griego Yorgos Lanthimos -Canino (Kynodontas, 2009); Alps (2011)- está de regreso con su debut en inglés para el que ha reclutado a grandes estrellas de Hollywood pero se mantiene fiel a su estilo visual y discursivo alejado de toda corrección política, cuestionado de manera mordaz las arbitrarias y absurdas reglas que rigen el comportamiento social del ser humano. La historia de The Lobster (2015) tiene lugar en un futuro distópico cercano dividido socialmente en dos grupos enemigos. En uno de ellos está prohibida la soltería, por lo que todos aquellos que no tienen pareja o enviudan, son arrestados y trasladados a "El Hotel" donde conviven con otros solteros con el fin de encontrar a su pareja ideal -aquella con la que compartan alguna afición- en un lapso de cuarenta y cinco días so pena de ser convertidos en el animal de su elección y liberados en el bosque si no logran el cometido. El bando opositor vive en los bosques que envuelven "El Hotel" y se trata de un grupo de resistencia que ha decidido defender su derecho a la soltería y a llevar una vida lejos de las imposiciones de la vida en pareja. David (un sorprendente y contenido Colin Farrell), el personaje en torno al cual gira el filme, es uno de los más re-
cientes "huéspedes" que han sido llevados a "El Hotel" y el tiempo para encontrar a su pareja perfecta se está terminando y pronto será convertido en una langosta; tras su escape del centro de esparcimiento, encuentra refugio en el bosque con los "Solitarios" donde conoce a una mujer (la casi siempre excepcional Rachel Weisz) de la cual se enamora finalmente a pesar de que las reglas locales prohíben construir cualquier relación emocional. Y con esta premisa Lanthimos vuelve a hacerlo una vez más, este nuevo experimento sociológico dinamita los valores éticos y morales cuestionando sarcásticamente el comportamiento social del hipotéticamente racional ser humano, poniendo en tela de juicio a la familia como piedra angular de la sociedad, además de retarnos a responder preguntas sobre las relaciones de pareja, el matrimonio y la paternidad como simples trámites que se hacen por convencionalismos sociales, como un mero escape de la soledad, o por conformidad y/o resignación, y no por una auténtica convicción personal. Con una mezcla de drama psicológico, comedia negra y brochazos de ciencia ficción, el director desarrolla una compleja tesis sobre el amor como una desalmada quimera social que busca manipular la conducta de sus
miembros mientras señala de manera inquisidora a quienes no se integran a ella, es decir, a quienes no han sido víctimas de la extirpación del libre albedrío y por convicción propia han decidido vivir de manera solitaria, negándose a entrar en esa absurda y obligada búsqueda de la media naranja, y mucho menos en el juego de la paternidad. Además, Lanthimos también se encarga de parodiar sin concesión al otro grupo, al de los solteros rebeldes, formulando con ello otra tesis sociológica: los juegos de poder donde opresores y oprimidos no resultan ser tan contrastantes como se supondría en un inicio, ya que los líderes de ambos grupos son personajes que buscan que las reglas se acaten al pie de la letra sin aceptar licencias de tipo alguno, conformando así un par de dictaduras tan solo diferenciables por prohibir exactamente lo opuesto. Esta enrarecida fábula -estrenada en Cannes donde se llevó el Premio del Jurado y compitió por la Palma de Oroes una visión satírica de las relaciones amorosas con una crítica tan brutal como hilarante en la que somos constantemente abofeteados y no sabemos si responder con un amargo llanto o con una desaforada carcajada.
E
l director Pablo Larraín es actualmente el representante cinematográfico de Chile más reconocido a nivel mundial. Su breve pero contundente filmografía ha procurado impedir el olvido del daño causado por el régimen dictatorial de su país; su «trilogía de la dictadura» pone el dedo sobre la llaga para recordar con amargura pero no sin toques de optimismo –recordemos su celebrada No (2013)– las heridas político-sociales dejadas por la represión militar. Como su primer proyecto alejado temáticamente del Chile dictatorial, Larraín presentó el nebuloso thriller El Club (2015), e inmediatamente después se volcó sobre dos biopics alejadas de los convencionalismos que suelen caracterizar a este tipo de cine. Por un lado, Neruda, cinta protagonizada por Luis Gnecco y Gael García Bernal, relata la persecución del poeta acusado de comunista por parte de un frustrado detective –Óscar Peluchonneau, un personaje completamente ficticio–; y por otra parte, Jackie, la película que hoy nos ocupa y cuya protagonista, Natalie Portman, está nominada por la Academia como mejor actriz precisamente por este rol. La película que representa el debut de Larraín en el cine norteamericano es una propuesta especulativa sobre los momentos más íntimos de la legendaria primera dama Jacqueline Kennedy durante las horas previas y los días posteriores al asesinato de su esposo y presidente de los Estados Unidos: John Fitzgerald Kennedy. Acudiendo a una fragmentación del relato que da constantes saltos en el tiempo pero que es guiada por una trama medular en la que la recién viuda concede una entrevista a un periodista que tiene la misión de redactar un artículo para la
revista LIFE –y que aunque sin nombre en los créditos sabemos está inspirado en Theodore H. White y es encarnado por Billy Crudup–, es la manera en que el chileno va diseccionando emocionalmente a la emblemática mujer con su elegante y firme pulso característico, humanizando así a la leyenda sin sensiblerías ni condescendencias para con su protagonista y mucho menos para con el público. Larraín juega con las emociones tras la tragedia del magnicidio y utiliza con astucia las piezas que brinda el guión de Noah Oppenheim para desarrollar la complejidad emocional de una mujer devastada, y en este aspecto el talento de Natalie Portman es esencial para tal empresa; ella sostiene el drama del filme sobre sus hombros con sorprendente entereza. La actriz vuelve a dar muestra de las capacidades histriónicas que nos sorprendieron con su debut a los doce años como Mathilda en Léon (Luc Besson; 1994) y que luego la llevarían a ser reconocida con el Oscar por Black Swan (Darren Aronofsky; 2010) hace poco más de un lustro. Y es que pese a que no estamos ante un personaje psicológicamente atormentado como el de la prima ballerina Nina Sayers, el desmoronamiento emocional de la primera dama tras el asesinato de su esposo es sensiblemente transformado por la intérprete para ser proyectado en la pantalla y arrastrarnos con ella en su sufrimiento. Portman domina cada escena al estar presente prácticamente en cada fotograma de la película; ella trabaja con la mirada, las gesticulaciones y la increíble modulación de su voz para acercarse a la fiel representación de Jacqueline Kennedy en diversas situaciones y con una variedad de registros –altiva, cariñosa, sensible, devas-
tada, frustrada, enfurecida– y en todos ellos hace un trabajo de contención y mesura emocional extraordinario, saliendo airosa de tan difícil prueba. Jackie mantiene el estilo cercano al documental de atmósfera enrarecida que ha caracterizado al cine de Larraín; los sobresalientes recursos visuales que recrean al detalle la época y el cuidado diseño sonoro permiten de manera discreta la estilización formal de la obra con el fin de remarcar notablemente el sentido de veracidad de los hechos desde la perspectiva de la protagonista. El filme funciona como una íntima y dolorosa deconstrucción de una leyenda vital en la historia reciente de los Estados Unidos; con el uso constante de flashbacks que brindan dinamismo a la narrativa, se va dando forma al retrato de una mujer fascinante que, en medio de la confusión por lo acontecido y agobiada por la incertidumbre respecto a su futuro, se mantuvo estoica y se enfocó en la laboriosa tarea de crear mitos y leyendas, de contar los cuentos de hadas que a la gente le gusta escuchar; es por ello que, durante el último acto de la cinta, nos ofrece una alegoría en la que se compara la presidencia de los Estados Unidos con el mágico reino de Camelot, y al recién asesinado presidente con el mito artúrico. En resumen, Jackie es un logro sorprendente en la aún breve carrera de Larraín al ser su primera película en una lengua extranjera, su primera película que explora el universo femenino, y podríamos considerarla también como su película menos personal al no estar directamente relacionada con la historia y sociedad chilena; y pese a todo ello, el cineasta ha dado forma a una sobria y elegante oda a la mujer.
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a fé, el perdón y la redención son elementos que, en mayor o menor medida, han configurado el linaje fílmico de Scorsese desde su primera obra cinematográfica, ¿Quién toca a mi puerta? (Who's that knocking at my door; 1967), hasta Silence, su más reciente producción, la cual es considerada como la última pieza de su extraoficial «trilogía religiosa», conformada por la película de culto La última tentación de Cristo (The Last Temptation of Christ, 1988) y Kundun (1997), en las que ha deconstruido respectivamente las figuras de Jesucristo y el Dalai Lama. Silence también representa uno de los filmes más personales del cineasta neoyorquino: se trata de la adaptación de la novela ¿homónima? escrita por Shûsaku Endô, una obra literaria que había querido llevar a la gran pantalla desde que la descubrió hace ya más de tres décadas; sin embargo, por diversas circunstancias el proyecto no había prosperado. Pero Silence es finalmente una realidad y en ella su artífice propone un ejercicio espiritual similar al de sus cintas religiosas ya mencionadas, y para ello nos traslada a la segunda mitad del siglo XVII donde seguimos los pasos de Rodrigues (Andrew Garfield) y Garupe (Adam Driver), dos misioneros portugueses de la orden jesuita que se adentran en territorio japonés con el fin de encontrar al desaparecido padre Ferreira (Liam Neeson), de quien se rumora ha negado la fe cristiana y ha asumido la cultura y religión de aquel país tras ser capturado y torturado. Al infiltrarse con la ayuda de un guía japonés en busca de redención, los dos jesuitas viven en carne propia la barbárica cacería y tortura de predicadores
cristianos y de nativos que se han convertido a esta religión, ordenada y comandada por un despiadado inquisidor japonés. Scorsese abandona momentáneamente la sordidez gansteril de los títulos más emblemáticos de su filmografía y regresa a su sensibilidad más metafísica. Con una producción ambiciosa, cuidada y razonada hasta el más mínimo detalle –sobresalientes resultan el meticuloso diseño de arte y vestuario, el score de Kim Allen Kluge y Kathryn Kluge, y desde luego la fotografía del mexicano Rodrigo Prieto–, el director logra una puesta en cámara que recrea el ambiente y captura la atmósfera del cine clásico nipón entretejiéndolo al tiempo con las mejores características del tan menospreciado cine épico religioso. Pero el mayor logro de la cinta no está en la gran producción, sino en el retrato del dilema de fe del misionero protagonista que, en gran parte, logra ser plasmado gracias a la actuación de Andrew Garfield repitiendo como un personaje de profundas convicciones religiosas tras su participación en la renovación de la historia de Jesucristo en clave bélica con Hasta el último Hombre (Hacksaw Ridge; 2016), de Mel Gibson, y que ahora logra hilvanar un personaje mucho más complejo, un predicador en un principio decidido al que poco a poco los tormentos, la culpa y la decepción ante la figura de su Dios lo van resquebrajando hasta el catártico climax de la cinta. Silence es la manera en la que Scorsese filtra hacia el lenguaje cinematográfico todas sus dudas y críticas como católico; esa tremenda lucha espiritual de Rodrigues en donde se contempla genuinamente
su apostasía para detener el sufrimiento de campesinos torturados es una analogía de la propia crisis de fe de Scorsese, de sus perpetuos cuestionamientos hacia la figura de Dios y su silencio ante el sufrimiento de la Humanidad. Scorsese es un cineasta que ya se ha asentado más allá del bien y del mal; es un creador cinematográfico que ya no tiene nada que demostrarle nada a nadie. Y así, sin buscar rendirle cuentas a nadie más que a sí mismo y a sus convicciones religiosas, ha creado con Silence una obra maestra en la que cada secuencia, cada plano, cada encuadre y cada detalle son muestras de la enorme evolución que ha tenido su artífice como un verdadero autor cinematográfico que ha dado siempre un paso más allá tanto en lo temático como en lo formal. Tan hermoso como brutal, este ambicioso y arriesgado drama histórico-religioso de poderosas y evocadoras estampas es un sofisticado juego dialéctico entre religiones y culturas en relación a sus respectivas perspectivas sobre la fe, el hombre y la relación de este con la figura de un ser supremo. Desafiante e incisivo, y con un estilo visual más depurado que nunca, Scorsese no ofrece concesiones al plantear de manera elegante y profunda, pero a la vez dolorosa, reveladoras interrogantes sobre la fe del espectador a través de los debates filosóficosteológicos que buscan derrocar la fe del enemigo. Sin esos montajes inyectados de adrenalina que han caracterizado a su obra, nos ofrece una lección de cine sobre el origen de la fe, su inquebrantabilidad y lo que somos capaces de hacer en su nombre.