se alejó del ambiente futurista descrito en la novela, y en cambio eligió locaciones en la Inglaterra de los 70 que evocaban una sociedad «mecánica» para ambientar su película en un futuro indeterminado de la Gran Bretaña. La película tiene como protagonista a Alex DeLarge, un joven y carismático sociopata con aficiones como la música clásica, el sexo, las drogas, que lidera una pandilla formada por Alex, Pete, Georgie y Dim, con quienes comete atroces crímenes como robos y violaciones. Además, él y sus 'drugos' –palabra que significa 'amigo' en la jerga juvenil Nadsat que creó el autor de la novela basada en palabras del ruso, el eslavo y el inglés– se reúnen en el bar Korova para beber leche-plus, bebida láctea acompañada de sustancias que aumentan sus tendencias violentas. En el libro, Alex es un adolescente de diecisiete años, pero el director se tomó la libertad de elegir al actor Malcolm McDowell, un actor de casi treinta años que, de acuerdo con el director, era el único que poseía la genialidad necesaria para encarnar al protagonista que, en la novela, no tiene apellido aunque en alguna ocasión hace referencia a sí mismo como «Alexander, the Large» Una noche, la violencia de la pandilla alcanza límites inauditos y Alex es detenido por la policía mientras que sus drugos logran escapar de la escena del crimen donde incluso ha resultado un hombre muerto. Mientras purga su condena de 14 años en prisión, es elegido para una nueva terapia experimental de aversión llamada 'Ludvico', la cual consiste en inyectarle sustancias que lo hacen sentirse mal mientras que al mismo tiempo es obligado a ver filmes de violaciones y extrema violencia, acompañadas por su música favorita: la 9ª Sinfonía de Beethoven. Tras ser sometido a ella, el joven asocia la música de Beethoven con la violencia y los síntomas que le provocaron las sustancias inyectadas en la terapia se hacen presentes cuando se enfrenta a situaciones límite.
Al considerársele totalmente readaptado socialmente, el joven es liberado mucho antes de cumplir con su sentencia pero ahora lo difícil será que Alex se adapte a la sociedad, la cual se encarga de tratarlo como una vez fue tratado por el otrora joven ultra-violento. La violencia de la sociedad, ahora insoportable para Alex debido a la terapia 'Ludovico', lo orilla a tomar la decisión de suicidarse lanzándose desde la ventana de un piso superior, pero logra sobrevivir y despierta en un hospital donde, al parecer, los efectos de la terapia de readaptación han ido desapareciendo. Alex vuelve a ser el mismo que era antes, sólo que ahora con un empleo en el gobierno y muy bien remunerado, ofrecido por el Ministro quien ha ido a disculparse con Alex por los efectos inesperados del tratamiento. Sí, ahora definitivamente Alex está curado. La conocida obsesión del director con alcanzar la perfección hicieron que parte del rodaje se convirtiera, literalmente, en una tortura para el histrión: para la secuencia donde Alex DeLarge es sometido al tratamiento Ludovico, el director pidió conseguir un aparato especial para cirugías oculares y sometió al actor a larguísimas tomas y decenas de repeticiones. Las súplicas de Alex para terminar con el tormento, eran en realidad los ruegos de McDowell para terminar con la escena. Llegó el momento en que la situación era ya intolerable para el actor y en su desesperado forcejeo para librarse de los amarres que lo ataban a la silla, se rasgó la retina. Kubrick, con su estilo inconfundible, hace que la música tome por momentos el papel protagónico, y en este aspecto hay que señalar las distorsiones a piezas clásicas de Gioachino Rossini, Henry Purcell, RimskiKorsakov, y por supuesto, Beethoven con su "9a Sinfonía"; además sobresale la emblemática "Singin' in the Rain", compuesta por Arthur Freed en 1930 y convertida en una oda a la violencia por Alex DeLarge y sus drugos en una de las secuencias más memorables de la historia del cine y que fue completa y absolutamente improvisada por McDowell a petición del director.
"La Naranja Mecánica" se separó de su versión literaria al presentar un final pesimista, creando con ello una irónica disección sobre la violencia inherente al ser humano, el supuesto libre albedrío y nuestra naturaleza destructiva y autodestructiva. Y es que en la adaptación a cargo de Kubrick, que resulta más accesible para el público que la novela pero sin despojarla de su espíritu original, el director no tomó en cuenta que la novela que él leyó era la edición norteamericana de la que los editores estadounidenses habían extirpado de forma deliberada el último capítulo de la novela original de Burgess dividida en tres partes, cada una conformada por siete capítulos. Anthony Burguess, aunque admirador del trabajo de Kubrick, no quedó del todo complacido con la versión fílmica, pues no creía que representara una imagen justa de la vida humana: “…por definición, el ser humano está dotado de libre albedrío, y puede elegir entre el bien y el mal. Si sólo puede actuar bien o sólo puede actuar mal, no será más que una naranja mecánica, lo que quiere decir que en apariencia será un hermoso organismo con color y zumo, pero de hecho no será más que un juguete mecánico al que Dios o el Diablo (o el Todopoderoso Estado, ya que está sustituyéndolos a los dos), le darán cuerda.” En el capítulo eliminado de la novela en su versión estadounidense, el personaje crece unos cuantos años y comienza a encontrar a la violencia aburrida. En otras palabras, el desenlace original de su novela era esperanzador con respecto a la naturaleza humana. Y por otra parte, a pesar de la omisión del último capítulo en la adaptación fílmica, con el primer guión firmado en solitario en su carrera, el genio neoyorquino logró una de las pocas adaptaciones fílmicas que logran ser igual o superiores a su material fuente original, y mediante un discurso que se mantiene vigente hasta nuestros días, Kubrick dinamita los cimientos que sostenían la entonces muy en boga teoría del conductismo, desenmascarando su verdadera naturaleza como control psicológico y arma de despojo de la individualidad del hombre.
Aunque la película recibió la clasificación X en su estreno en Estados Unidos en diciembre de 1971, ésta tuvo una estupenda recepción por gran parte del público y la crítica, logrando tres nominaciones a los Premios de la Academia, incluyendo su candidatura como mejor película del año. Sin embargo, el director, el protagonista y el autor de la novela se vieron envueltos en una polémica cuando grupos conservadores de Inglaterra –donde la película se estrenó en enero de 1972– señalaron inquisidoramente a la película por su extrema violencia y por ser la responsable de la oleada de pandillas juveniles que, en su gran mayoría, imitaban la vestimenta de su protagonista y sus drugos. Pero hubo otros casos, unos que emulaban también el comportamiento agresivo retratado en la cinta; uno en particular donde violencia escaló hasta llegar a la violación de una menor de edad mientras los atacantes cantaban “Singin' in the rain”. El amarillismo de la prensa provocó tal presión mediática sobre Stanley Kubrick, que incluso recibió amenazas de muerte hacia él y su familia; y que aunque él no se encontraba presentes en las actividades de promoción de la cinta, se vio obligado a ceder y desde 1974 pidió a Warner Bros. retirar la cinta del alcance público y apoyó la prohibición de la proyección de la cinta; de hecho, hasta su muerte en 1999, él personalmente emprendía acciones legales contra cualquier exhibición clandestina de su cinta. A cinco décadas de su estreno, y más allá de las polémicas que condujeron a su prohibición por más de treinta años en el Reino Unido, a su retrasado estreno en México hasta 1974, y su restrictiva distribución en los Estados Unidos y otros territorios, “La Naranja Mecánica” es reconocida hoy por hoy por su acérrima base de fans y especialistas del celuloide como una cinta de culto y una de las mejores películas de la historia del cine.
L
uego de más de un año de retraso a causa de la contingencia global, la película en solitario de Natasha Romanoff, también conocida como Black Widow, llega en simultáneo a los cines y a la plataforma Disney+ con acceso premium. Ubicada cronológicamente después de los sucesos de “Capitán América: Civil War” y antes de “Avengers: Infinity War”, la película da cuenta de los pasos de Natasha como prófuga por violar el pacto de Sokovia. En su búsqueda de un lugar seguro para encontrar un tiempo de soledad y tranquilidad, se encuentra con su hermana Yelena, a la que da vida la estrella en ascenso Florence Pugh, y quien le revela que está intentando acabar con la aparentemente desarticulada organización Red Room, la responsable de su violento e inhumano adiestramiento como asesinas y que les hicieron creer durante su infancia que pertenecían a una familia, pero que resultó ser un montaje con dos espías rusos que todo el tiempo pretendieron ser sus padres: Alexei Shostakov –también conocido como Red Guardian y encarnado por David Harbour– y Melina Vostokoff, interpretada por Rachel Weisz. La trama de la cinta se encarga de reunir a la apócrifa y disfuncional familia para que intenten detener de una vez por todas a la organización Red Room, misión que se lleva a cabo entre algunas escenas con dramas telenovelescos dignos de alguna producción de Telemundo y muchas escenas de acción completamente genéricas y faltas de lógica. Acudiendo a todas y cada una de las convenciones del cine de espías –incluyendo el juego de cambio de rostros para suplantar identidades que alcanza aquí niveles risibles– la película se guía por el manual de este género cinematográfico y no se esfuerza en lo más mínimo para tomar algún riesgo o proponer algo novedoso. Y no nos engañemos, estamos conscientes de que la gran mayoría de las películas de superhéroes –principalmente de Marvel y DC– no responden realmente a una inquietud de los directores por exponer su visión
del mundo o dejar su impronta en ellas; es decir, sabemos que son productos diseñados para el consumo masivo con el único fin de agrandar las arcas de las compañías productoras con la venta de boletos y muchísima memorabilia; pero en ocasiones los estudios se han esforzado por entregarnos entretenimiento de mucha calidad como lo conseguido con “Avengers: Infinity War” en el caso de Marvel, o “El Caballero de la Noche” en el caso de DC. No obstante, nunca antes dentro del UCM habíamos estado frente a un caso como este en el que con tanto cinismo se nos entregara un producto tan vacío e intrascendente, con algunos efectos especiales de segunda categoría y una colección de clichés del cine de espionaje que ni siquiera están ejecutados de una manera correcta como en el caso de la longeva franquicia de Misión Imposible, sino que aquí alcanzan un nivel de ridiculez vergonzosa. “Black Widow” resulta una gran decepción. Se trata de una propuesta absolutamente intrascendente, que desaprovecha por completo el potencial que tiene su protagonista y su historia previa a su afiliación a los Vengadores. Y es que la película aprovecha muy poco todos los sucesos que han marcado el Universo Cinematográfico de Marvel, y muchísimo menos aporta algo relevante para la franquicia. La película existe sólo por la simple, llana y muy complaciente excusa de que la única heroína de los Vengadores debe tener su propia cinta en solitario, y para que la Casa de las Ideas pueda, entonces, plantarse frente su público como una empresa feminista que otorga equidad en la representación de las heroínas en la pantalla grande. Y aunque Marvel estuviera actuando sólo para cumplir con una cuota de género, lo más grave es que pasó por alto darle un tratamiento digno a su protagonista o por lo menos colocarla en una historia interesante para compartirnos y no sólo una pobre imitación de muchos otros títulos del cine de espías que ni siquiera alcanza los niveles estándares de su franquicia.
S
eis años después de presentar su opera prima –el drama romántico “Hinterland” (2014)–, el director Harry Macqueen presentó en el Festival de San Sebastián y en el Festival de Toronto su segundo largometraje: “Supernova”, un doloroso drama en el que una pareja se enfrenta a su propia mortalidad cuando una enfermedad degenerativa ataca a uno de ellos. La película, que en México será distribuida bajo el nombre “Un Amor Memorable”, es protagonizada por Colin Firth y Stanley Tucci, quienes interpretan respectivamente a Sam y Tusker, un concertista de piano y un reconocido escritor que han sostenido una relación de pareja durante 20 años y que han decidido tomarse unas vacaciones en su vieja furgoneta para recorrer las caminos rurales de la campiña británica, visitando en el trayecto los lugares especiales de su pasado, a sus familiares y amigos más cercanos. La decisión de hacer este viaje responde a que Tusker ha comenzado a presentar episodios graves de su diagnosticado Alzheimer en fase temprana, así que el tiempo que puedan aprovechar para pasar juntos en pareja y con sus seres queridos es lo más importante que tienen ahora. El guion de la película fue firmado por el propio cineasta y mostrado a Stanley Tucci para ofrecerle uno de los roles estelares; el actor quedó fascinado por la historia y aceptó el papel, y mientras se barajaban las posibilidades para el rol de su pareja en la ficción, para el cual el director quería a un histrión con con el que Stanley Tucci tuviera una gran química en pantalla, éste en secreto le envió el guion a su mejor amigo: el actor Colin Firth, quien también quedó encantado con
el trabajo de Macqueen e inmediatamente aceptó participar en la cinta. Y con esta anécdota en mente cobra más sentido la formidable química que transmite la pareja protagonista, traspasando la pantalla con una complicidad inigualable. Aunque en Inglaterra no hay una tradición fílmica de road movies, el director Harry Macqueen se ha manejado en este subgénero en sus dos primeros ejercicios de largo metraje, y en esta ocasión, el cineasta recurre al experimentado director de fotografía Dick Pope, en cuya larga trayectoria ha colaborando con realizadores como Mike Leigh –con quien ha forjado una sólida mancuerna–, Neil Burger y Richard Linklater, para capturar los bellos paisajes británicos con sensibilidad europea pero emulando a los grandes paisajes estadounidenses que han sido emblemas de este género americano. Y como en toda buena road movie, a la par que los protagonistas recorren cierto trayecto geográfico, transitan también por un terreno introspectivo que les resulta revelador y catártico. “Supernova”, al igual que la opera prima de Macqueen, posee una premisa que echa mano de un reencuentro de los protagonistas con su pasado que los obligará a tomar decisiones sobre su futuro. ¿Qué hacer cuando la pérdida del control sobre nuestra propia vida es inminente? Es la pregunta última a la que nos confronta el realizador en este drama de pareja en el que, aunque las metáforas a las que recurre resultan bastante obvias, funcionan de forma eficaz en una propuesta sobria y elegante que huye del estilo emocionalmente chantajista que es el sello distintivo en el cine hollywoodense.
U
n efecto esperable del clima angustiante que se vive en México a raíz de la violencia, es el escape. El cine que ofrece reductos de evasión a la realidad, más que valido, puede ser necesario. Un reflejo de esto era de esperarse en un festival de cine cuyo principal tema ha sido el de la violencia asociada al narco y sus efectos en núcleos sociales y en ser humanos. Es así que esta edición del Festival de Morelia incluye entre sus obras a concurso a una cinta que, sin borrar el horror del panorama, acude a las fantasías de adolescencia. No logra sin embargo, que esa adolescencia en su visión, supere del todo la inmadurez. Muerte al verano es la historia de Dante, un adolescente regiomontano y su grupo de amigos, que han formado una banda de heavy metal. La búsqueda de un nuevo vocalista introduce una tensión entre ellos, agravada por la llegada de una chica de quien Dante se enamora. El gran obstáculo es que ella, Lucy, es la novia de su hermano, quien se encuentra en coma sin esperanza de recuperación. No es ni por mucho una historia novedosa y de hecho, su arco narrativo va incrementando paulatinamente en previsibilidad y la evolución de sus personajes es superficial. Se adereza con referencias musicales,
sesiones de juegos de cartas estilo Magic, y algún cómico infortunio relacionado con el sueño de la banda por conseguir un contrato discográfico. Todos estos, elementos que ofrecen un escape al deprimente contexto de violencia. En su entorno, cada día amanecen cadáveres en las esquinas, ya como parte de la decoración urbana. Resalta la manera en que esta violencia es retratada, ausente de la atención de los personajes, quienes, acostumbrados, caen en la anestesia. Considerando que la historia se narra en comedia y sus personajes irradian un cierto carisma, la problemática de fondo se antoja más bien recordada, antes que reflexionada. Es evidente que estamos ante una película que surge de la nostalgia; su director recrea su experiencia intentando sobrevivir con la violencia como fondo, pero sin mostrarnos de forma contundente sus efectos. El escape no solo llega a la evasión, sino que hace que la historia se regodee en aspectos como el amor imposible y, eventualmente, la obtención de la chica deseada. No por mucho el personaje femenino que carece de arco y anécdota propia, se muestra actuando en función del protagonista. En adición, Luci es desenfadada, canta en gutural y le gusta andar con chavitos. Todo un sueño.
Todo esto termina convirtiendo a esta narración en una fantasía sexual, más que en un discurso emocional sobre el trauma de crecer en un ambiente infernal. Tampoco se consideraría un típico comming of age, género donde cierto crecimiento se da en los personajes. En Muerte al Verano, apenas se llega al recuento de una anécdota, sin aprendizajes o problematizaciones. Algunos elementos en el montaje hacen alguna compensación, al alternar entre las escenas los paisajes industriales y los marginales ambientes de una ciudad que no parece vivible, sino sobrevivible. Cabe resaltar que hay un buen manejo de cámaras y un excelente ritmo narrativo, si bien hay algunos regodeos en recursos como la cámara lenta en alta definición, introducida de forma no del todo orgánica. La conclusión de la historia muestra cómo el contexto complejo, aunque puede ser ignorado, termina por afectarnos. Sin embargo, el mecanismo de consuelo hace pensar en el tema como un mero ruido ambiental para un personaje (o un director) que se refugia en la inmadurez. La sensibilidad incel, curiosamente, también puede ser un bálsamo para el horror.
T
ras el gran tropiezo en su carrera que significó su incursión en el cine anglo parlante –“The Death and Life of John F. Donovan” (2018)–, el director quebequense Xavier Dolan está de regreso con “Matthias y Maxime”, su nuevo melodrama juvenil que en esta ocasión gira en torno a los dos mejores amigos a los que hace referencia el título –Matthias Ruiz (Gabriel D'Almeida Freitas) y Maxime Leduc (Dolan regresando como protagonista de sus historias)– que repentinamente tiene que enfrentarse, cada uno desde su trinchera, a las emociones y sentimientos largamente reprimidos que se agitan por dos eventos: el primero es el de Maxime anunciando a su grupo de amigos un próximo viaje a Australia donde residirá por dos años; y el segundo, es un beso que sucede entre los dos chicos como parte de una actuación amateur en la filmación de un cortometraje universitario dirigido por la hermana de uno de los amigos del grupo. La inminente partida de Matthias y ese beso que, al parecer ya habían experimentado durante su época en Preparatoria, lleva a ambos a cuestionarse la solidez de su orientación sexual y con ello a poner a prueba su amistad y sus vínculos con sus seres queridos. Dolan teje en la historia una serie de subtramas en las que repite sus obsesiones temáticas como las relaciones problemáticas entre madre e hijo, la imposibilidad de adaptarse a una realidad cambiante y la nostalgia por un pasado mejor; sin embargo, el hilo conductor se mantiene entre Matthias y Maxime, y es a partir de ellos que desarrolla en pantalla un estudio de
la amistad y del deseo masculino. Dolan decide mostrar de forma individual la manera en la que cada chico lucha contra los sentimientos amorosos que, evidentemente, van mucho más allá del cariño fraternal; la incapacidad de ambos para lidiar con este tema deviene en frustración y enojo, en especial para Matt, quien atormentado por una vergüenza y miedo no verbalizados que se traducen en constantes comportamientos absurdos como su impetuoso nado por un lago, la discusión con sus amigos durante un juego de mímica, o con su pareja a la que le da explicaciones no pedidas sobre su beso con Maxime. “Matthias y Maxime” confirma una vez más el histérico estilo audiovisual videoclipero con el que se ha consolidado el sello Dolan, pero en su conjunto resulta una obra menor y muy poco arriesgada dentro de filmografía le canadiense en la que sus temas recurrentes comienzan ya a ser lugares comunes y queda muy por debajo del nivel de su otrora cine fresco, vanguardista y trasgresor. Aunque en su defensa debemos señalar que en este título –el octavo de su carrera detrás de la cámara– presenta señales que apuntan a que Dolan se encuentra en una etapa de reflexión sobre su vida y su obra fílmica; y es que tal vez, y sólo tal vez, esta historia sobre juventudes enfrentadas al cambio de realidades sea la representación en pantalla de estar tomando conciencia de que su época juvenil ha llegado a su fin, que ha llegado ya a su tercera década de vida y que debe comenzar a producir obras de mayor madurez.
E
l germen de “Titixe”, el personalísimo documental de Tania Hernández Velasco, es la promesa hecha por una nieta a su abuelo para filmar lo que él más amaba: su campo. Dicho juramento es hecho cuando el abuelo confiesa tristeza y frustración a su nieta porque ninguno de sus hijos mostró interés en el campo para en continuar con sus oficio de campesino, decidiendo todos migrar a las ciudades. Aunque en un principio se trató de una promesa un tanto ingenua ante el desconocimiento de todo lo que implica filmar una película, la muerte del abuelo y la decisión de la abuela de vender el terreno al no poder soportar ver el campo vacío, despertó algo en la nieta y su madre: un deseo de reconexión con su pasado, con sus orígenes. Respondiendo a este llamado, nieta e hija piden permiso a la abuela para intentar una última siembra de frijol con la esperanza de que reconsidere vender el terrero si la cosecha es exitosa. Así comienza esta odisea, como un viaje de reconexión con sus orígenes familiares en el campo mexicano, invirtiendo los ahorros en una última cosecha, un intento de trabajar la tierra labrada por el patriarca de la familia, para honrar su memoria y su legado, y también para cerrar un ciclo de vida. Y así, sin tener un guion como base, la joven realizadora se arrojó a la filmación de forma intuitiva, dejándose llevar por su sensibilidad para capturar hermosas y poderosas postales del campo, y con voz en off de la propia realizadora, nos comparte memorias y anécdotas tanto propias como de su abuelo, así como de otros miembros de la familia como tíos y primos, quienes aún sin contar con el conocimiento necesario para una siembra correcta y cosecha abundante, colaboran con el proyecto familiar. Luego de la filmación, y con una cosecha de resultados relativos, el proceso de la edición del
documental se extendió por dos años en donde las notas que realizaba la directora a manera de diario fueron las guías para ensamblar la estructura de la cinta. “Titixe” es la práctica de recoger las sobras de la tierra después de la cosecha; entrar a los terreros para pepenar, para recoger lo que quedó atrás, para tomar lo que a simple vista no se pudo encontrar. Y de cierta forma, esta práctica en el campo empata como una perfecta alegoría de lo hecho por la directora tanto con el proyecto fílmico como en el familiar: regresar al terreno vacío y buscar indicios de una narrativa del abuelo que aparentemente se habían perdido para siempre luego de su muerte. De esta manera, el documental de “Titixe” crea entonces un diálogo con el trabajo de Marta Ferrer en “A morir a los desiertos”, pues aunque en el documental de Tania Hernández Velasco la aproximación nace desde lo íntimo y familiar, ambas propuestas se conectan al exponer la importancia de preservar las tradiciones y el conocimiento como parte de la memoria histórica, pero también como parte fundamental de la narrativa familiar y personal. Cada uno a su manera, los documentales dan cuenta de cómo con la desaparición del conocimiento –en este caso la sabiduría para trabajar la tierra– también se desvanecen de manera definitiva formas distintas de conocer el mundo y conocerse a uno mismo a través de ellas. “Titixe” es un trabajo en el que resulta sobresaliente el amor con el que fue concebido; un sensible y poético homenaje al último campesino de la familia, un trabajo sostenido por la resiliencia, por la necesidad personal de redescubrir y reconectar con nuestros orígenes, con una cosmovisión que nos pueda obsequiar una nueva perspectiva sobre cerrar ciclos y volver a comenzar.
L
uego de “Somos Mari Pepa”, su sobresaliente opera prima, el director tapatío Samuel Kishi presenta su segundo largometraje de ficción y pasa de la angustia adolescente retratada en su primer largometraje, a la frustrante búsqueda del sueño americano por parte de Lucía, una madre mexicana que, junto a sus pequeños hijos Max y Leo de 8 y 5 años, ha cruzado la frontera ilegalmente buscando hacer una nueva vida instalándose en Albuquerque, Nuevo México, donde ella debe trabajar en dos empleos de medio tiempo para poder pagar la renta de un deteriorado departamento en un condominio que es propiedad de una pareja de ancianos chinos, y donde los pequeños «lobos» –como los llama su madre– pasan el día encerrados entre cuatro paredes. A veces, con juegos imaginativos donde son lobos ninjas que viven emocionantes aventuras, y en otras ocasiones, pasan largas horas frente a la ventana viendo a los niños vecinos jugar futbol o a su casera sacar a pasear a su perro; su compañía son canciones y lecciones básicas de inglés mientras esperan la llegada de su madre al final de la tarde para repetir la rutina al día siguiente hasta que llegue el prometido día de visitar Disneylandia. Inspirado por sus propias vivencias de cuando, junto con su madre y hermano, cruzó la frontera para vivir en
Santa Ana, California, el director utiliza sus recuerdos como materia prima para dar forma a un drama social sobre el anhelo de una vida mejor en la llamada «tierra de las oportunidades». Por su evidente similitud temática, es imposible no pensar en “The Florida Project” (2016), de Sean Baker; pero la propuesta del director mexicano se separa de la sordidez que mostraba por momentos la cinta del neoyorquino, y aunque no duda en mostrar rasgos de crueldad y crudeza en la situación de los inmigrantes, apuesta más hacia la melancolía por un pasado que, aunque difícil de recordar para los menores protagonistas, logran apreciarlo como una época un tanto mejor que la actual gracias al apoyo de las historias de su madre y de una cinta musical grabada por su abuelo. De esta manera, “Los Lobos” se centra más en el proceso de abandonar el lugar de origen y adaptarse al nuevo entorno intentando no dejar que mueran las raíces mientras se aferran a un sueño que alcanzar. El trabajo actoral conseguido por Martha Reyes Arias como Lucía resulta impresionante, abordado su personaje desde la complejidad de compaginar rasgos como fortaleza, vulnerabilidad y creatividad, y transmitirlo principalmente a través de su mirada. Mientras tanto, los hermanos en la vida real Maximiliano y Leonardo Nájar Márquez son parte
fundamental de la eficacia emocional de la cinta como un relato sobre las lecciones de la vida pero desde la perspectiva de la niñez. Por ello, más que emparentada más con la mencionada “The Florida Project”, establece diálogo con propuestas como la de la realizadora Paula Markovitch y su destacada cinta “El Premio” (2011), la cual también está basada en experiencias autobiográficas; o incluso se podrían establecer vasos comunicantes con “Temporada de Patos” (2004), aquella sobresaliente opera prima de Fernando Eimbcke que también giraba en torno a la soledad y los anhelos entre las cuatro paredes de un departamento. Luchando a contracorriente de lo que colectivamente se cree como única forma de migración, Samuel Kishi apuesta por la ternura de su relato, por evocar la mirada infantil para apelar a la empatía con su historia en la que se materializan las que ahora se convierten en constantes temáticas y que ya había explorado en su opera prima como la figura paterna ausente y la memoria sonora como apoyo para el crecimiento personal y para la construcción de la identidad. “Los Lobos” es un coming of age con una mirada esperanzadora sobre las oportunidades de encontrar personas solidarias que nos puedan ayudar mientras trabajamos arduamente para lograr nuestros sueños.
C
on “Adiós a la memoria”, el director Nicolás Prividera cierra su trilogía de documentales con los que repasa al tiempo su historia familiar y la de su país: Argentina. Iniciada por “M” (2007), centrado en la desaparición de su madre, Marta Sierra, luego del golpe militar de 1976, y seguida por “Tierra de los padres” (2011), donde se aproximó a las víctimas de la violencia política, la trilogía ahora termina tomando a la figura de su padre como excusa para divagar no sólo sobre la degradación paulatina e irrefrenable de su memoria a causa del Alzheimer, sino también para realizar un ensayo sobre la memoria colectiva en la era de la inmediatez, la sobre estimulación de los sentidos y la (des)información que generan un efecto de anestesia social. Su padre, Héctor Prividera, según las palabras del propio cineasta, vivió “en piloto automático” luego de la desaparición de su esposa; de esta forma, a través de la historia de retraimiento su padre y el posterior avance de su Alzheimer, el director propone no sólo un ejercicio ensayístico sobre la decadencia de la memoria individual, sino un repaso de la igualmente frágil memoria histórica colectiva, aproximándose al pasado “como un museo de espejismos”. Ganador del premio al mejor guion en el Festival de Mar del Plata, el documental “Adiós a la memoria” busca y consigue exitosamente alejarse de las convenciones del cine sobre enfermedades mentales y toma ventaja de una dolorosa enfermedad degenerativa para proponer un diálogo sobre la memoria que va y viene de lo personal y familiar hasta
lo político y social. Para ello rescata las filmaciones de su padre con su cámara Bolex Paillard y se aboca a presentar una combinación de sustratos y formatos cinematográficos con referencias culturales, musicales, literarias y políticas. Estamos entonces ante un ejercicio que demanda la participación del espectador ofreciendo como recompensa una experiencia valiosa en muchos niveles. El ensayo supera la reflexión en torno la relación paterno-filial que siempre estuvo marcada por el distanciamiento, el abandono y el profundo rencor, y consigue que ésta reflexión sea a la vez un tratado sobre la brecha generacional en la sociedad argentina y cómo éstas diferencias trastocan la forma de aproximarse a la vida política de un país en perpetua crisis de identidad. Así, además de un retrato sobre los fracturados lazos familiares y su imposibilidad de reconexión total, “Adiós a la memoria” es un potente y filoso ensayo crítico y de denuncia sobre la historia sociopolítica reciente de Argentina, y que termina, a través de una referencia a “La Peste” de Albert Camus, con una sentencia pesimista y casi funesta: “…que el bacilo de la peste no muere, ni jamás desaparece; que puede permanecer durante decenas de años dormida en los muebles, en la ropa; que espera pacientemente en las habitaciones, en las bodegas, en las maletas, en los pañuelos y los papeles, y que llegará un día que la peste, para desgracia y enseñanza de los hombres, despierte a sus ratas y las mande a morir en una ciudad dichosa”.
A
partir de una anécdota que le compartieron sobre una pequeña población costera donde cada Navidad un Santa Claus muy peculiar surcaba el cielo en colorido paracaídas para lanzar bolsas con dulces a los niños, el director Bruno Santamaría –quien ya nos había obsequiado el íntimo y personal ejercicio llamado “Margarita” (2016) sobre el destino de una ex actriz del cine nacional ahora olvidada por el público y que deambula por las calles de la Colonia del Valle– se interesó en la historia de El Roblito para llevarlo a la pantalla a través de “Cosas que no hacemos”, su segundo trabajo documental con el que nos transporta hasta esta pequeña comunidad rodeada de manglares localizada en la costa del Pacífico en los límites de Sinaloa y Nayarit, donde como si se tratase de una suerte de País de Nunca Jamás bordeado por territorios dominados por el crimen organizado, los Niños Perdidos juegan con sorprendente calma en las calles, campos y lagos mientras los adultos abandonan el pueblo para trabajar. Aunque El Roblito está localizada en un territorio dominado por el crimen organizado, la violencia en el lugar es mínima y responde a tensiones y pleitos aislados entre civiles, no entre carteles. Los factores que golpean a la población son la escasez de agua y la explotación laboral; pero el objetivo documental no es sobre la violencia, sino que nace de la necesidad de reflexionar sobre el proceso de maduración, y en este
caso en particular, sobre cómo los niños y adolescentes hacen frente a este inevitable rito de paso en una comunidad remota. En el documental, como en la vida cotidiana de El Roblito, hay poco espacio para los adultos; el espacio casi en su totalidad pertenece a los lúdicos juegos infantiles y al autodescubrimiento adolescente donde destaca Arturo –aunque todos le llaman Ñoño–, un chico asumido como gay frente a sí mismo y su familia, pero que aun guarda el secreto de su mayor sueño: maquillarse y vestirse de mujer. De la misma forma en que “Margarita” se convirtió en un trabajo personal para el realizador por la relación de amistad que sostuvo con la protagonista más allá de ser el objeto de su estudio, el documental “Cosas que no hacemos” es un filme personal que le sirvió como catarsis para la aceptación de su homosexualidad llevándolo a la salida del clóset con sus padres. Pero más allá de ser un ejercicio de reconocimiento y aceptación personal –y de contar con un nivel de producción de primer nivel gracias a la participación de Tomás Barreiro en la composición musical y Zita Erffa como sonidista– “Cosas que no hacemos” es un documento cinematográfico que encuentra su mayor virtud en la historia de emancipación de Ñoño con una de las frases más hermosas que puede escuchar un hijo, pues proviene de un padre que incita y refuerza su espíritu de libertad: “Si es tu sueño, pues realízalo”.
I
ván, interpretado por Armando Espitia, es un joven de la provincia mexicana que, a mediados de la década de los 90, aspira a convertirse en chef; pero mientras intenta alcanzar su sueño, debe trabajar como ayudante de cocina en un restaurante para darle manutención a su hijo y su ex pareja. Una noche en un antro, Iván conoce a Gerardo, un guapo profesor universitario al que da vida Christian Vázquez y que, a diferencia suya, ya no se acompleja por su homosexualidad ni intenta ocultarla. La inmediata e irrefrenable química que surge entre ellos los lleva a iniciar un romance, pero éste provocará que su ex pareja ya no le permita ver a su hijo. Desesperado por la falta de oportunidades y el distanciamiento de su desestructurada familia, Iván se enfrenta a la más difícil decisión de su vida hasta ese momento: aventurarse e intentar cruzar la frontera para buscar una carrera culinaria en Estados Unidos. Acompañado de Sandra, su mejor amiga desde la infancia interpretada por la fantástica Michelle Rodríguez, Iván llega a Nueva York para reiniciar su vida desde cero, pero con la promesa de regresar pronto con su hijo y con el amor de su vida. La premisa de la cinta está basada en la vida real de Iván García y Gerardo Sepúlveda, un par de amigos de
La premisa de la cinta está basada en la vida real de Iván García y Gerardo Sepúlveda, un par de amigos de la directora Heidi Ewing a los que conoció hace más de una década, y quien conmovida por la perseverancia y sacrificio de los amantes, decidió debutar en los terrenos de la ficción para llevar su historia a la pantalla grande con un guion firmado por ella misma junto a Alan Page Arriaga. Inscrita en la lista de las cintas mexicanas sobre la migración, resulta inevitable no pensar en títulos como “La misma Luna” (2007), o “Guten Tag Ramón” (2013), pero la cinta de Ewing –coproducida por México y Estados Unidos– destaca por escapar casi completamente de los vicios del melodrama gracias a los años de experiencia como documentalista de la cineasta nominada al Oscar por “Jesus Camp”, logrando aquí una mezcla eficaz de ficción con documental en un ejercicio entrañable sobre la resiliencia con la que consigue la inmediata conexión con el espectador, para la cual resulta vital el ensamble actoral en donde, además de los protagónicos, también encontramos los nombres de Luis Alberti, Raúl Briones, Ángeles Cruz y Arcelia Ramírez. Su propuesta visual echa mano del espíritu documental en los momentos donde Iván se entrega por completo a su pasión por la cocina y luego lo
cambia de forma orgánica por un estilo en su puesta en cámara que nos remite al cine íntimo de Barry Jenkins. “Te llevo conmingo”, que fue una de las producciones nacionales que fueron seleccionadas para participar en el Festival Internacional de Cine de Sundance en 2020 y luego fue presentada en el Festival de Cine de Nueva York, no sólo se aproxima al tema de la migración, también al de la discriminación hacia una minoría, como las disidencias sexuales. Y es que además de exponer los prejuicios de la familia de su ex pareja al prohibirle la oportunidad de ver a su hijo, la cinta recurre a una serie de flashbacks que van de la ternura a la crueldad que vivieron los protagonistas en su infancia cuando descubrían sus gustos y orientaciones sexuales. Sin embargo, Por su estructura narrativa, la película tropieza e interfiere con el ritmo, y por momentos se tiene la sensación de que el estudio de los personajes pudo ser más profundo. Aún así, pese a las irregularidades en su narrativa, se trata de una propuesta que resulta muy superior a los genéricos dramas LGBT; sin duda alguna, este relato sobre el sacrificio y la resiliencia de los migrantes es una de las películas nacionales imprescindibles del año.
N
ana es una joven provinciana que abandona a su marido y su hijo para buscar suerte como actriz, pero el poco éxito de su carrera y la apremiante situación económica que no puede resolverse con el salario de su trabajo alterno como asistente en una tienda de discos, la orillan a ejercer la prostitución. Pero Godard anuncia explícitamente, y desde distintos frentes, el trágico destino que le aguarda a la protagonista: en uno de los episodios, un joven amante de la prostituta le propone escapar juntos después de leerle el fatídico relato “El Retrato Oval”, de Edgar Allan Poe; pero quizá la más evidente revelación del futuro de Nana sea el paralelismo que establece entre ésta y la protagonista de “La Pasión de Juana de Arco” de Carl Theodor Dreyer, pues en ella Renée Falconetti encarna a la mujer sentenciada que se prepara para su muerte y acepta su destino como la voluntad de Dios, mientras que Nana atestigua el momento profundamente conmovida desde una de las butacas del cine. Por otra parte, sobresale también el paralelismo entre la fuerte relación de la explotación emocional y física de Renée Falconetti a manos de un director difícil como Dreyer, y la explotación que sufrió Anna Karina al lado de Godard en esta película que marcó profundamente su matrimonio y que eventualmente terminaría luego de “Alphaville” (1965), un evento personal e íntimo que luego quedaría de manifiesto de manera alegórica en “Pierrot le fou” (1965).
Inspirado ligeramente por el libro " Où en est la prostitution", de Marcel Sacotte, y bajo su acostumbrado esquema vanguardista, Godard cuestiona los límites del leguaje audiovisual con la fotografía en 35mm de Raoul Coutard y la partitura de Michel Legrand, mezclando géneros como el documental –ojo a la secuencia donde se explican los mecanismos de la prostitución–, el cine de gangsters y el melodrama para presentar su tesis de la prostitución como una alegoría de la explotación social femenina y sobre el lenguaje –incluido el cinematográfico– y su papel en la trascendencia del Hombre. Entre referencias literarias que quedan de manifiesto desde el nombre de la protagonista como un homenaje al personaje femenino de la célebre novela de Emile Zola, referencias directas a otras cintas ancladas a los códigos de la Nouvelle Vague –“Jules et Jim” (1961), de François Truffaut se exhibe en un cine que aparece en una de las últimas secuencias– y disertaciones filosóficas existenciales, en menos de hora y media Godard fulmina los acostumbrados cánones narrativos audiovisuales y nos entrega secuencias tan hermosas como tristes y conmovedoras, como la primera secuencia del filme en el que, con su acostumbrada radical oposición al plano/contraplano, nos niega los rostros de la pareja que está poniendo fin a una larga relación marital, o aquella otra –una de las más bellas de su filmografía– que tiene lugar en un Café donde Nana sostiene una charla con un hombre mayor –el
filósofo y profesor Brice Parain– sobre la sinceridad de las palabras y el poder del lenguaje para la construcción de la realidad y como elemento vital para la evolución y trascendencia de la humanidad. La conclusión de procurar siempre la palabra correcta que permita comunicar nuestras ideas con mayor eficacia a través del lenguaje hablado, se traslada a la gramática audiovisual de Godard como un reinterprete del lenguaje cinematográfico. El cuarto largometraje del enfant terrible de la Nouvelle Vague representa el primer punto de inflexión de su carrera fílmica, dejando un poco de lado el espíritu anárquico que marcó sus primeros filmes y presentándose más reflexivo, acudiendo para ello a los silencios «brechtianos» con los que da forma a una experiencia cinematográfica atrevida que diserta sobre los errores necesarios para llegar a la verdad y el amor visto como una solución contundente pero sólo cuando se trata de un sentimiento que se manifiesta genuino en su naturaleza. “Préstate a otros pero entrégate a ti mismo” parece ser la sentencia del cineasta con esta propuesta monocromática alejada del montaje tradicional y con base estructural de novela decimonónica que se ha consolidado con los años como una de sus más emblemáticas creaciones.
P
epi, quien vive sola en su departamento -y en cuya terraza cultiva canabis-, es violada por un policía y con esto queda arruinado un negocio redondo que tenía en mente: la venta de su virginidad. Jurando venganza, Pepi convence a sus amigos de dar una paliza al violador policía, pero sin darse cuenta atacan a su hermano gemelo; tras el fracaso del plan, Pepi ahora tiene bajo su mira a Luci, la masoquista mujer del policía, a la cual hace su amiga y la convence de abandonar a su esposo por Bom, una cantante de punk con sádicas tendencias. A través de esta premisa y de los tres personajes femeninos centrales que exploran la novel escena post franquista -también conocida como la 'movida madrileña'-, Almodóvar ofrece su filme más trasgresor con secuencias exageradas y cachondas en las que el trío protagónico visita fiestas, clubes y conciertos, a la par que se encuentran con extravagantes personajes que con el tiempo se fueron ganando el título de 'almodovarianos'. Con base en su propia fotonovela, llamada 'Erecciones Generales', el manchego construye esta divertida historia (aunque un poco caótica a nivel de guión) protagonizada por Carmen Maura (Pepi), Eva Siva (Luci) y Alaska (Bom), donde las experiencias sexuales de sus personajes -que involucran incluso un 'golden shower'- representan un grito de libertad tras la dictadura de Franco.
E
xisten obras maestras dentro del mundo de la cinematografía que tienen una leyenda igual de oscura que las protagonistas a los que deciden darle vida en una película. "La pasión de Juana de Arco" es sin duda una de las más grandes obras de Dreyer (si es que existe una obra menor en su filmografía). En 1928 se estrenó en Francia y después de varias censuras y cortes, el archivo original se perdió en un incendio, lo que originó que la obra durante mucho tiempo solo se pudiera ver por partes o bajo copias desgastadas. Dreyer y su montajista lograron rescatar la mayoría de la obra y volvieron a montarla, desafortunadamente otro incendio acabo con la copia, todo parecía indicar que la oscura leyenda de Juana de Arco seguía a la obra de Dreyer. Hasta que en 1981 en un hospital psiquiátrico de Oslo se encontró una copia intacta del negativo original. Dreyer crea uno de los ejercicios técnicos más sobresalientes del cine, una obra montada bajo primeros y primerísimos planos en donde pocas veces podemos saber en qué lugar se encuentran los personajes. Una atmósfera aislante de cualquier distracción y solo el rostro del dolor encarnecido de Maria Falconetti, una María que buscaba alguna respuesta de Dios, que necesitaba reafirmar la gran duda sobre su fe y acciones. Dreyer, se haría la misma pregunta teológica en filmes como "Días de ira", "Gertrud" y la maravillosa "Ordet". Existen dos versiones: la musicalizada y la obra “intacta”, la recomendación es ver las dos, ver una obra que resulta en una aterradora experiencia sobre el interior del ser humano, de las dudas, de la violencia, de las ataduras y la religión. Es sabido que Dreyer no era un director blando, en su obsesión por retratar con perfección cada cuadro, cada rostro, Maria Falconetti fue víctima de esta obsesión, como el permanecer arrodillada sobre una piedra y permanecer ahí hasta encontrar la toma ideal, o en la escena del corte de cabello se le aviso a Maria minutos antes de la toma. "La pasión de Juana" de arco pasó por cinco montajes, una producción que duro más de un año, varias censuras, en su momento fue de las producciones más costosas al gastar 7 millones de francos ; pero estamos ante un desglose técnico poco comparable, la maestría de una actriz que desnuda su alma y bajo la sombra de una de las películas más grandes de todos los tiempos, es innecesario hablar o profundizar en la comparación de Dreyer y la historia real, es una obligación ver y estremecerse ante una maravilla.
“En aquel entonces todavía no estaba casado por segunda vez y muy a menudo vagaba sin rumbo a tontas y a locas, de un amigo a otro, de bar en bar. Un día, después de medianoche, estaba volviendo a casa en coche y de repente, en la calle Vsehrdova, vi cómo una chica iba arrastrándose con una maleta por el puente. Me detuve y le ofrecí echarle una mano. Así me enteré de que había llegado para encontrarse con un chico con el que había intimado hacía un par de días en Vansdorf. Sin embargo, acababa de averiguar que la dirección que le había dado era falsa. Ella también me contó cómo era la situación en Varnsdorf, cosa que luego apareció en la película: fábricas de textiles gigantes en una región despoblada tras el desalojo de los alemanes y muchas más chicas que chicos. En Zruč pasaba lo mismo, sólo que la f?brica era nueva y estaba m?s cerca de Praga”. — El director Miloš Forman relata la anécdota que sirvió como inspiración para “Los Amores de una rubia”
A
ndula es una joven obrera en una fábrica de zapatos que vive con otras chicas en una pensión de Zruc nad S?zavou, una provincia de Checoslovaquia. La falta de hombres en la región est? obligando a las chicas a pensar seriamente el abandonar la localidad. Preocupados por perder la mano de obra, los due?os de la f?brica consiguen que en el pueblo se instale una guarnición militar. Sin embargo, la decepción pronto sorprende a Andula y sus amigas, pues debido a un error administrativo, en el baile organizado para presentar a los soldados con las chicas, éstas descubren que todos los militares son veteranos de guerra, y por supuesto son mucho mayores que ella y la gran mayor?a son casados. Pero Andula conoce ah?mismo a Milda, el joven y seductor pianista de la banda encargada de amenizar la velada. Luego se pasar la noche juntos, Andula decide viajar a Praga para buscar y sorprender a su nuevo enamorado; pero entre el inesperado descubrimiento de que Milda vive en casa de sus padres y una serie de situaciones agridulces, la decepción entonces se vuelve ya inevitable. “Los amores de una rubia”, que consiguió nominaciones como mejor pel?cula extranjera tanto en los Globos de Oro y en los premios Oscar, es una de las m?s emblem?ticas de la Nueva Ola Checoslovaca. Se trata de una comedia de sencillez argumental arrolladora y con una premisa m?s bien anecdótica, pero que para nada es banal. Con un guión firmado por el propio Miloš Forman junto a Jaroslav Papoušek, Ivan Passer y V?clav Šašek, y con una puesta en c?mara m?s cercana al documental que apuesta por las atmósfera m?s que por la historia en s?misma, el realizador consiguió un retrato generacional de la juventud de los 60. A través de su idealista e inexperta protagonista encarnada por una sensacional Hana Brejchov?, la pel?cula aborda temas como las relaciones de pareja, la sexualidad y las brechas entre adultos y jóvenes, a la vez que conjuga estos tópicos con un discurso sobre su visión personal del autoritarismo socialista.
E
l viaje de una persona hacia su trascendencia, su madurez o su perdición, es una constante eterna en el imaginario colectivo, su representación ha sido la mayor fuente de inspiración para la narrativa. De ahí las grandes comedias y tragedias han cogido no solo sus elementos básicos, también su verosimilitud. Y en esta misma noción existencial el director Rodrigo Fiallega busca inscribir su película “Ricochet”. Desarrollándose a lo largo de un día, Ricochet muestra la apacible vida de Martjin, un hombre ya entrado en años que habita en un idílico pueblo en algún lugar de México. Originario de Alemania presumiblemente, Martjin ha construido una vida llena de logros, como el tener una casa, una amorosa familia, y estar rodeado de amigos y un pueblo entero que lo conoce y estima. Y aun cuando ha sido recientemente diagnosticado con una condición que lo confronta con la inminencia de la muerte, su propia actitud ante la vida lo hace asimilar la adversidad. Hay sin embargo un suceso de su pasado que le impide vivir a plenitud su felicidad, y que eventualmente lo llevará a una decisión crítica. Es esta decisión la que otorga al relato su faceta de visión sobre la condición humana, pues si bien hay un contexto identificable en la realidad, se trata de una cinta que bien puede trasladarse a cualquier lugar o cualquier época, y la conformación de sus diálogos así como su fluir a manera de pequeños encuentros casuales pero trascendentes, la hacen semejante a un relato bíblico, donde las palabras provocan la meditación mientras su conclusión busca una lección, pero a veces solo se queda en el punto de partida de una reflexión mayor. En “Ricochet”, el mundo está en orden, tiene lógica y funciona como debe. Desde el punto de vista de Martjin, la sociedad y las circunstancias trabajan bajo la lógica de que cosas buenas le pasan a la gente buena, y aún cuando pasen cosas malas, superar el
propia recompensa. El único que no parece convencido de todo esto es el propio Martjin, quien parece ir de un lado a otro, de encuentro en encuentro con distintas personas, que parecen querer encaminarlo adecuadamente, para que su vida de hombre recto sea coronada con una última y determinante decisión que lo hará quedar en paz consigo mismo. Este argumento –si bien un tanto básico y hasta un poco reiterativo– es desarrollado con gran solvencia, solidez y organicidad, algo que el público apreciará como una narrativa agradable que se hace entretenida de ver. No obstante, su premisa queda en cierta forma traicionada por un giro final donde el director pareciera querer sacar un discurso que podría interpretarse como la inutilidad de la moral o de las posturas filosóficas, que se antojan banales cuando se vive con dolor o se es víctima de las injusticias. Tal ambición sin embargo no es tan convincente ante otros rasgos que Fiallega pone de manifiesto. Contando con una notable factura, la cinta hace gala desde su inicio de un enorme cuidado en las composiciones y una atención al detalle en la imagen sumamente inusual en el cine mexicano. Tales virtudes poco trascienden al terreno de la simple belleza; el mundo de Martjin, en su orden, también es bello, recordándole que la vida es algo por lo que vale la pena luchar. Esto junto con otras sutilezas en su guión, solo giran en torno al protagonista y la explicación de sus motivos. La de Martjin es finalmente otra cinta más sobre la forma en que una persona reacciona ante una situación de crisis. “Ricochet” se queda corta en su pretensión como un relato universal, y aunque alcanza a funcionar como el retrato de la convulsión de un ser humano, su universalidad y su belleza se quedan en lo anecdótico y visual, diluyendo su discurso.
E
l director chileno Omar Zúñiga Hidalgo retoma la premisa de su séptimo cortometraje “San Cristóbal” (2015) para expandir la historia de Lucas y Antonio y con ella elaborar su primera película de largo metraje: “Los Fuertes”. Protagonizada por Samuel González y Antonio Altamirano, quienes repiten sus personajes del mencionado cortometraje, la película sigue los pasos de Lucas, un joven arquitecto que visita a su hermana Catalina en Niebla una remota localidad costera de la provincia sureña de Valdivia en Chile antes de partir a Canadá donde vivirá un par de años para estudiar gracias a una beca que ha obtenido. En este pueblo, sostenido económicamente por la tradición e industria pesquera, conoce a Antonio, el contramaestre de un barco pesquero y que resulta ser también el nieto de la mujer que ayuda en la limpieza en la casa de Catalina. Su inmediata atracción da paso a romance que guía a ambos hacia nuevos horizontes y a territorios insospechados de su adultez. La película hace del ambiente húmedo y boscoso el refugio perfecto para la sensual e intimista relación de Lucas y Antonio que destaca por una química y complicidad que trasciende la pantalla, y en la que es necesario resaltar la madurez de sus decisiones para alcanzar su añorada independencia, mientras dan forma con pasión y ternura a una inolvidable historia de amor. Con base en algunas de sus propias experiencias de vida como sus estudios en el extranjero o su afición por el té, el director escribió el guion con la idea de una historia de amor que se alejara de los acostumbrados relatos de romances homosexuales donde prevalece la tragedia que termina fatalmente con la felicidad de la pareja. Y es que aunque en la cinta están presentes las situaciones de acoso y discriminación hacia las disidencias sexuales, el director toma la decisión de celebrar la valentía de sus protagonistas sobreponiéndose siempre a la hostilidad del entorno machista; Omar Zúñiga busca exponer una historia de personajes capaces de soportar los embates de las adversidades, y de esta forma hacer eco como una metáfora de los fuertes españoles que se encuentran en la localidad de Niebla, de esas edificaciones que han resistido durante siglos el paso del tiempo así como del intempestivo clima costero. Ante la premisa de “Los Fuertes”, resulta imposible no pensar en “Weekend” (2011), de Andrew Haigh, por la forma de abordar el inesperado romance y la madurez de las decisiones que toman los personajes cuando se acerca el desenlace; y es precisamente eso lo que hace de la cinta una propuesta más compleja, madura y humana que el promedio del cine romántico. Este tratamiento que recibió la historia de amor desde su concepción en papel, responde a una necesidad personal del cineasta por contar historias alejadas de la tragedia que prima en los filmes sobre relaciones sexoafectivas entre personas del mismo sexo; porque en un país donde hacen falta avances en temas de igualdad social para la comunidad LGBT, donde no hay matrimonio igualitario ni se permite adopción para familias homoparentales, el retrato de una relación entre dos hombres que se da sin reservas, sin culpas y celebrando la posibilidad del amor es un tema tanto personal, como una urgente respuesta política.
N
os encontramos ante una de las máximas exponentes del cine nacionalista del 'Indio' Fernández, la moral y el valor cívico que se ven explotados en cada fotograma de este metraje. Único en su momento por varias razones, contar con secuencias filmadas a color y retratar a una María Félix totalmente diferente a lo que se le había visto hasta entonces. La profesora Rosaura Salazar (María Félix) acude al llamado del Sr. Presidente de la República, una importante misión le es encomendada, debe ir a Rio Escondido y ser la maestra de aquel retirado pueblo, advirtiéndole que enfrentará pruebas y retos que deberá hacer frente. Al llegar al pueblo debe enfrentar al autoritario y temido cacique (gobernador) Regino Sandoval (Carlos López Moctezuma). Desafortunadamente, día tras día encuentra más dificultades para cumplir con tan importante encomienda. Un film que incluso hoy en día puede despertar cierto grado de polémica, y al mismo tiempo un alto grado de aprecio y aceptación, un tema tan cuestionado como es el sistema educativo y la cultura de un país siempre se prestará para hacer un doble análisis (positivo y negativo) y desde varias perspectivas: el social (padres y maestros), el cultural, el económico y el político, este último el que más ha afectado al concepto y perspectiva de tan noble profesión. El ser maestro siempre se había visto como una entrega total, una nobleza y dedicación a la enseñanza de quienes les son encomendados para cultivar el conocimiento, seres que servirán a su país siendo adultos. El personaje central, se ha caracterizado por sus valores y alta entrega, hablamos de un 'estereotipo' distinto y en vías de extinción en nuestra sociedad actual. Una imagen desvirtuada con el paso de las décadas y con la llegada del nuevo siglo, el maestro del siglo XXI no podría ser como aquella emblemática Rosaura. Cinematográficamente, el trabajo estilizado de Fernández, Magdaleno y Figueroa es excelente, este trío logra capturar y transmitir lo que se propuso, claroscuros de la educación mexicana, atormentada por la ignorancia y la opresión de la sociedad, y con un rayo de esperanza en la voz que se alza entre tantas para indicar el camino correcto. Las actuaciones son 'la cereza del pastel', sin estas la historia hubiera sido demasiado pesada; el melodrama cargado en cada uno de los personajes crea un microcosmos de lo que 'es realmente México': instituciones al borde de la corrupción y resignación ante tal panorama, sin embargo, siempre habrá un 'granito de arena' que irá contracorriente y buscará los medios para destruir ese yugo. María Félix regala la que es (para muchos, incluyéndome) su mejor actuación de toda su trayectoria, entregada y totalmente convencida del personaje (imposible llegar al borde de las lágrimas en la escena de su primer clase); Carlos López Moctezuma (como siempre) entrega otro gran villano del cine mexicano (y del cine del 'Indio'), su papel le otorgó el tan merecido premio Ariel como Mejor Actor Protagonista. Domingo Soler y Fernando Fernández también tienen un fuerte impacto en el film, sobre todo por el sector social que representan (iglesia y servicio de salud), ambos moralmente destruidos internamente, esto se nota en sus rostros en todo momento; no hay que olvidar al gran Eduardo Arozamena quien se roba las dos secuencias que tiene en la película: su temple ante los fuetazos del cacique y el desgarrador consejo que le da a la profesora a su salida del pueblo. Un film que gustará o no, pero estoy seguro de que llena de emoción y sembrará un poco de esperanza en este 'rincón del cielo en donde Dios nos permitió nacer'. ¡Ay de ti México, que has vivido tanto y has resistido tantas tempestades! No dejen de verla, estoy seguro que les encantará.
U
na sola línea basta para describir la premisa de la cinta “Relic”: una hija, una madre y una abuela son acosadas por un tipo de demencia que está consumiendo a la familia. Sin embargo, la opera prima de la directora Natalie Erika James va mucho más allá de la anecdótica sinopsis; se trata de un ejercicio que cocina a fuego lento una historia psicológicamente oscura que nos habla de los miedos atávicos del ser humano como la vejez y la soledad. “Relic” inicia con Kay y Sam, madre e hija que visitan la casa de la abuela Edna en una apartada zona boscosa luego de reportarse su desaparición en extrañas circunstancias y tras presentar una serie de episodios de comportamiento errático.Poco tiempo después, la anciana aparece como si nada hubiera sucedido; sin embargo, además de percibir algo extraño en su personalidad, parecen estar siendo acechadas por una misteriosa presencia en la casa. El guion de “Relic”, coescrito por la directora junto a Christian White, presenta el miedo a los estragos causados por un fenómeno cotidiano como el inexorable paso del tiempo, pero los expone a partir de los códigos del cine de terror, particularmente el relacionado a las maldiciones familiares. En este maridaje de códigos cinematográficos de géneros tan disímiles como el horror sobrenatural y los dramas sobre la vejez, es imposible no remitirse a filmes como “Amor”, de Michael Haneke y “Lejos de ella”, de la cineasta Sarah Polley, además de emparentarse también en más de un sentido con la extraordinaria cinta “El legado del Diablo”, de Ari Aster, con “Los Huéspedes” de M. Night Shyamalan y con “The Babadook”, de la directora australiana Jennifer Kent. En “Relic”, la fotografía de Charlie Sarroff consigue una atmósfera aprensiva y putrefacta donde se dan cita lo real en comunión con los fenómenos sobrenaturales; de esta manera da forma a una propuesta sobria y elegante que, en su aparentemente inicial drama generacional, nos habla sobre la importancia de los recuerdos y la memoria, para después transmutar a un filme de horror psicológico que en su secuencia final presenta uno de los desenlaces más perturbadores a la vez que poéticos y bellos de la historia del cine en años recientes.
E
l dramaturgo francés Florian Zeller se encarga de adaptar para la gran pantalla y dirigir la versión cinematográfica de su exitosa obra teatral “Le Père”. Con Anthony Hopkins y Olivia Colman en los roles centrales, su debut como cineasta le ha granjeado varias nominaciones al Oscar, incluyendo mejor película, mejor actor y mejor actriz de reparto. La película nos presenta a Anthony (Hopkins) y Anne (Colman), padre e hija que se enfrentan a la paulatina pérdida de la memoria del primero a causa de la demencia senil. Su incapacidad para valerse por si mismo ha hecho que su hija contrate a enfermeras para su cuidado, pero el carácter cada vez más difícil del octagenario ha causado que la última de ellas renuncie, obligando a Anne a cuidarlo; sin embargo, su carga de trabajo y su inminente viaje a París para vivir con su nuevo novio la fuerzan a buscar a un reemplazo lo antes posible. La primera adaptación fílmica de “Le Père” se produjo en 2015 bajo la dirección de Philippe Le Guay y el nombre “Floride”, pero “El Padre” se destaca porque no se toma tantas libertades como su primera versión. Aquí, partiendo de una idea sencillísima y aunque está presente su espíritu teatral en su puesta en escena, es gracias al montaje, a los diálogos y a las impresionantes interpretaciones de Anthony Hopkins y Olivia Colman en estado de gracia, que su propuesta alcanza un notable nivel cinematográfico, haciendo de su estilo narrativo y su desarrollo en espacios interiores determinados su principal herramienta para transmitir el desconcierto, el agobio y la desesperación de quienes padecen demencia senil. Inscribiéndose en la lista de cintas sobre enfermedades degenerativas en donde encontramos “Lejos de ella” (“Away from her”; 2006), la opera prima de Sarah Polley y “Siempre Alice” (“Still Alice”; 2014), de Richard Glatzer y Wash Westmoreland, la opera prima de Florian Zeller es un notable primer ejercicio que consigue un drama intimista en el que derecho a vivir nuestra propia vida de forma digna se ve enfrentado a los trágicos estragos del deterioro psicológico; el director consigue un doloroso tratado sobre la pérdida de la memoria, el sacrificio, el abandono y el amor paterno-filial.
B
ajo un gris y triste cielo, Stephen King trae otra tragedia en “Dolores Claiborne”. Es una historia de horror, un poco, pero no supernatural, con elementos como el alcoholismo, violencia doméstica, abuso infantil, entre otros. Las películas no supernaturales de este escritor como “Stand by me”, “Misery”, “The Shawshank Redemption” y esta, son interesantes en la manera que tratan situaciones infelices, pero aun así, no alejan a la audiencia, principalmente porque los personajes son tan fuertes, que te atraen. Tenemos una historia que involucra a una trabajadora ama de casa llamada Dolores (Kathy Bates) y la hija que no ha visto por 15 años, una escritora de NY llamada Selena (Jennifer Jason Leigh). Un día Selena recibe un fax con un artículo en Maine, sobre una mujer que es sospechosa de asesinato. En la misma página, las palabras; ¿no es esta tu madre? Y aunque tiene una tarea importante en Arizona que desea cubrir, Selena se aventura a Maine Island donde su madre espera la posible condena del crimen. Llega a la clase de ciudad donde los moteles cierran en invierno, todos se conocen y las personas usan frases extrañas. Ahí conoce al fiscal Mackey (Christopher Plummer). Nosotros como audiencia ya hemos visto lo que realmente pasó, en la secuencia inicial, y luce como si Dolores empuja a esa anciana por las escaleras y luego se dispone a golpearla de nuevo en la cabeza, justo cuando el cartero interrumpe. Pero tal vez hay otra manera de mirar esto y la muerte del marido de Dolores y el padre de Selena hace 15 años, el alcohólico abusivo que murió después de caer en un pozo. Dolores trabajó por muchos años para la anciana, una perfeccionista llamada Vera Donovan (Judy Parfit). Que sin decir mucho, tal vez si tenía un motivo para matarla. Descubrimos que la hija de Dolores consume una combinación peligrosa de alcohol, pastillas y cigarros, tiene poco interés por su madre e incluso puede creer que tuvo que ver con la muerte de su padre.
“Dolores Claiborne” es el tipo de película, donde cada esquina de la casa y alrededores, contienen sus propios flashbacks, a eventos que lucen diferente al haber pasado hace tiempo, pero depende tu ángulo. Y tanto depende qué pasó en un día donde hubo un eclipse total de 6 minutos (a Stephen King le encantan los eclipses) y cómo el esposo alcohólico terminó en ese pozo. Dado el nivel de melodrama de esta historia, es sorpresivo como se convierte en un drama de dos personajes. Bates y Leigh se encuentran en el mismo nivel de actuación, como madre e hija, con una historia larga de dolor y sospechas. Nunca hay falso sentimentalismo, y más importante, no teatros en su relación; son personas resentidas y reservadas con mucho dolor compartido. Su química es tan completa que un subplot involucrando el trabajo de Selena en NY es una distracción innecesaria. Es a veces la misma distracción contar una historia en flashbacks y recuerdos; la línea de ella se vuelve confusa. Sin embargo, el director Taylor Hackford es exitoso en hacer que el presente parezca ir y salir del pasado. Un poco ayudado del parecido entre Leigh y Ellen Muth, la actriz que la interpreta como adolescente. Un hilo clave para crear algo más convincente es el uso de discursos, recreados de manera perfecta por Judy Parfitt, como la molesta pero no malvada anciana. Se le asignan quotes importantes que son hasta ahora recordadas; como: “sometimes being a bitch is ll a woman has to hold on to”. El final fue satisfactorio para mí, en especial la última frase: “whatever you did, i know you did it for me” perfectamente dicha por Leigh. Los fans de Stephen King que esperan demonios y subtramas satánicos, pueden estar un poco decepcionados con “Dolores Claiborne”. Sin embargo, estaba sorprendida por lo profunda que es la película y lo mucho que te afecta, mayormente porque Bates y Leigh formaron tan convincente dúo.
L
a cinta sobre terapia de conversión “Boy Erased” no era la favorita de muchos, pero si aclamada por la crítica. Cabe mencionar que la película está basada en el libro “Boy Erased: A Memoir de Garrard Conley” que se publicó en el año 2016. Cuando Garrard Conley le dijo a sus padres, fanáticos religiosos, que era homosexual, pensaron que someterlo a una terrible terapia de conversión lograría curarlo; es entonces cuando Garrard pierde el amor a su propio padre y de su divino salvador para convertir a su madre en su verdadera salvadora. Este film está escrito y dirigido por el actor Joel Edgerton, que se reserva el papel del desagradable terapeuta (Victor Sykes); La actriz Nicole Kidman (Nancy Eamon) interpreta a esa mamá arrepentida y protectora de su hijo en contra de su propia religión y de las decisiones de su esposo; Rusell Crowe (Marshall Eamons), destaca por su actuación de un fiel servidor a Dios a tal grado que prefiere “curar” a su hijo que apoyarlo. Lucas Hedges, no solo interpreta a Garrard (Jared), le da vida a ese miedo que viven muchos jóvenes de “salir
del closet” por ser rechazados por la sociedad, la religión o peor por las personas que amamos. La historia te envuelve con ecos de varios flashbacks mientras Jared lucha contra lo que su entorno llama “enfermedad” además de experimentar el hecho de que su fragilidad fuese rota por un acto traumático por parte de su compañero de cuarto (en lo personal lo peor que pueda vivir cualquier chico en la Universidad). La interpretación por parte del actor no hizo necesario un diálogo interno de Jared ya que permitía al espectador percibir el verdadero conflicto interno que el personaje trasmitía a través de la pantalla, haciendo muy reales las sensaciones durante estas escenas. Lamentablemente esta historia la viven millones de jóvenes alrededor del mundo que son discriminado o rechazados o aun peor que son sometidos a terapias de conversión por creer que están “enfermos” pero sabes no hay que tener miedo, no te encuentras solo, tampoco tienes un padecimiento, solo amas como todo el mundo. Se valiente, vive y disfruta al máximo que no hay nada que curar, mucho menos el amor.
E
n 2009, los cuerpos sin vida de los hermanos gemelos Alberto y Alejandro Jiménez –mejor conocidos como los mini luchadores Espectrito Jr. y La Parkita– fueron encontrados en la habitación 52 del Hotel Moderno en el Centro Histórico de la Ciudad de México, víctimas de un par de prostitutas que los narcotizaron con gotas oftalmológicas con el fin de robarles sus pertenencias. "Las Goteras", como se les bautizó, fueron aprehendidas y sentenciadas algunas semanas después del crimen. Esta macabra anécdota capitalina sirve como germen y pretexto ideal para que la portentosa pluma de la guionista Paz Alicia Garciadiego desarrolle toda una tesis en torno a la miseria humana, tomando como personajes centrales a dos prostitutas cuya madurez las ha ido privando de las oportunidades de trabajar para la madrota que regentea el negocio del sexo servicio en el arrabalero barrio que ahora oferta únicamente lozanas mujeres. Arturo Ripstein, un cineasta tachado por muchos como tremendista y pretencioso, pero que aún así se ha convertido en un género en sí mismo dentro del cine patrio, está de regreso con otro tremebundo drama donde la amargura reclama su habitual protagonismo, pero ahora al punto de colarse hasta el título del filme –'La Calle de la Amargura' (2015)– en el que las fenomenales Patricia Reyes Spíndola y Nora Velázquez encarnan a las prostitutas que buscan no sólo la solución a su desempleo sino un escape de sí mismas: en sus respectivas casas, una se enfrenta a la soledad y al tener que hacerse cargo de su madre a la que obliga a pedir limosna postrada en una suerte de carro de madera improvisado; mientras la otra debe responder a una exigente hija adolescente y a su nueva pareja (Alejandro Suárez) que sorpresivamente
gusta travestirse con sus vestidos para citarse con jovencitos... a veces incluso en su propia casa. Con 'La Calle de la Amargura' Ripstein celebra cinco décadas de carrera manteniéndose fiel a su radicalidad y huye de las concesiones en la manera de filmar; vuelve a echar mano de una sofisticada puesta en escena con sus habituales largos y poderosos planos secuencia donde cada movimiento de cámara, cada fenomenal diálogo y cada gesto de los actores está perfectamente ensayado y pulido sin que se sienta forzado en ningún momento, con una apabullante retórica visual invadida por reflejos y claroscuros. También vuelve a prescindir del color y con la ayuda de la monocromática y prodigiosa lente del cinefotógrafo Alejandro Cantú –con quien repite tras los espléndidos resultados en 'Las razones del corazón' (2011)– alcanza las sórdidas y agobiantes atmósferas requeridas para un relato de esta naturaleza. En la mejor tradición de la tragedia griega –donde los personajes intentan escapar pero son alcanzados por su pasado y su destino–, con la herencia iconoclasta de su maestro Buñuel, y marcadas pinceladas de melodrama mexicano donde el llorar frente a la cámara es todo un arte –y en este sentido, Silvia Pasquel, quien encarna a la madre de los mini luchadores, está descomunal, y Ripstein vuelve a demostrar que también es un fenomenal director de actores–, 'La Calle de la Amargura' está perfectamente inserta dentro del universo ripsteiniano: es descarnada, visceral y grotesca, pero es al tiempo honesta, humana y personal. El director mexicano ha elaborado otro imprescindible retrato social con sardónico humor sobre el doble pensar moral y la atrocidad de la que es capaz el hombre; un nuevo retrato sobre la condición humana.
D
aniel Kaluuya ganó el Golden Globe por su actuación en esta película, en la que interpreta a Fred Hampton, un importante líder del grupo Panteras Negras a quien el FBI le sigue la pista y planean detenerlo antes de que su poder sea tal que pueda iniciar una revolución en EUA. A simple vista podría tratarse de un drama más sobre temas raciales, temas que son muy importantes, claro está, pero que al trasladarlos al cine y televisión han estado viciados por mucho tiempo por un punto de vista y estilo muy poco creativos, influidos por directores como Lee Daniels, que antepone el melodrama y victimización de los personajes antes que contar una historia o servir como una voz política como intenta ser. Sin embargo, con esta cinta podemos estar seguros de que veremos lo contrario, es un drama, sí, pero también se vale de los elementos propios del thriller mediante la historia de Bill O´Neal, un ladrón que solía hacerse pasar por miembro del FBI y que al ser atrapado por esta misma dependencia le dan la oportunidad de quedar libre si hace trabajo de espionaje para ellos dentro de las Panteras Negras. Es por medio de este personaje que vamos conociendo la dinámica que vive dicho movimiento, uno de los movimientos afroamericanos más radicales y con mayor difusión en EUA (en gran parte fue difusión proveniente del miedo de las personas blancas hacia lo radicales que fueron). Gracias a O´Neal nos vamos enterando cómo la idea principal de las panteras es el afirmar que efectivamente como población estaban en guerra y bajo amenaza, y que responder de forma pacífica no era la respuesta, vemos cómo realizan actividades para mejorar su propia comunidad y son una especie de autodefensa ante la brutalidad policiaca, y si ellos reciben un golpe, se encargarán de regresarlo tal vez con la misma intensidad o al menos dejando en claro que mensaje llegue a quienes tiene que llegar. No me voy a detener mucho en hacer la comparativa entre esa época y la actualidad porque evidentemente las cosas no han cambiado mucho, la brutalidad policiaca sigue existiendo, la segregación racial también y las voces que se alzan en contra de esto siguen siendo reprimidas. Sin embargo hay un elemento que si quiero rescatar bastante y es el hecho de que las panteras no se quedaron con la idea de que su lucha era la única, o de que no necesitaban de otros grupos para vencer a un poder tan grande como el gubernamental y el policiaco, sino que, con la astucia y enorme habilidad de oratoria de Fred Hampton, pudieron unir a sus filas a otros grupos, desde los mismos afroamericanos que podrían pertenecer a grupos antagónicos, pasando por los latinos que viven en EUA, llegando incluso a unirse con los rednecks, (si, esos que de seguro estuvieron en la manifestación por el supuesto fraude electoral hacia Trump hace unas semanas), estrategia importante que si los movimientos sociales actuales también replicaran, su voz llegaría a más oídos. Para esto no podíamos esperar poco del actor que fuera a interpretar a Hampton, tenía que ser alguien que llegara a ser así de convincente y que al interpretar sus discursos lo hiciera con la misma energía y coraje que el Hampton de la vida real. Kaluuya lo logra con creces, me atrevería a decir que es una de las mejores actuaciones que se verá en la próxima década, su interpretación merece todos los premios a los que lo han nominado (solo basta ver el tráiler para darse cuenta la capacidad actoral de Daniel), solo espero que continúe con esas buenas actuaciones porque después de Get Out se salió un poco del camino con una que otra interpretación. LaKeith Stanfield tampoco lo hace mal, él y Kaluuya hacen muy buena dupla y su actuación también es convincente, lamentablemente él si tiene más competencia en esta temporada de premios porque las categorías de actor protagónico tienen sus claros favoritos. El resultado final es magnífico, la película funciona como una fiel recreación histórica de una lucha, sus protagonistas y sus antagonistas; involucra de forma activa al espectador con el buen ritmo que lleva en sus dos horas de duración, y el epílogo no hace más que ahondar en el enorme problema de desigualdad e impunidad que la población afroamericana viene arrastrando desde mucho tiempo atrás. Solo espero que esto le sirva a Shaka King para hacer películas más seguido, porque esta es apenas la segunda y no desearía que se quede ahí.
L
os Dyne son una familia muy poco convencional: Robert (Richard Jenkins) es un paranoico que, además de ver señales claras de una conspiración para la guerra del espionaje, se sabe conocedor de que un gran terremoto que acabará con la sociedad como la conocemos; Theresa (Debra Winger), su esposa, es una mujer fría con personalidad pragmática que vive para satisfacer las necesidades del patriarca. Juntos han criado a Old Dolio (Evan Rachel Wood), su extremadamente introvertida hija de 26 años que tiene una profunda relación de codependencia que podría llegar a niveles patológicos. Como familia solitaria y desapegada de los códigos sociales, se dedican a practicar estafas a empresas o negocios, suplantar identidades y cometer robos a la oficina de correo para obtener dinero y poder sobrevivir en la ciudad de Los Angeles; pero cuando están llevando a cabo un plan –ideado por Old Dolio– para reclamar el cobro de unas maletas perdidas en el aeropuerto, conocen a Melanie (Gina Rodriguez) una carismática chica que inesperadamente cambiará su vida para siempre. Bajo esta premisa se presenta “Kajillionaire”, la nueva película de la artista multidisciplinaria Miranda July, una de las voces más singulares del cine independiente norteamericano. A partir de esta anécdota familiar, la estadounidense realiza una tesis sobre la necesidad de contacto físico y conexión emocional que es inherente al ser humano. Con la extravagancia que caracteriza sus propuestas, la directora presenta a un ser solitario que, por la naturaleza pragmática y cínica de su familia que vive bajo el lema «No tender feelings» (sin sentimientos de ternura), le ha sido negado durante toda su vida el acceso al afecto, al cariño o a cualquier tipo de emoción. Inscrita en la lista de sobresalientes comedias/dramas familiares/sociales que el cine nos ha obsequiado en los últimos años –como “Un asunto de Familia” de Hirokazu Koreeda y “Parasite” de Bong Joon-ho–, la película de July se distingue por centrarse en los muy marcados códigos sociales de los Estados Unidos, aunque por supuesto que eso no le resta la posibilidad de ser leído como un relato de corte universal. En “Kajillionaire” –como en todo el cine de su artífice–, existen paralelismos tanto estéticos como temáticos entre su propuesta cinematográfica y las de los cineastas como Spike Jonze, Wes Anderson o incluso con Noah Baumbach; pero el arte cinematográfico de Miranda July se distingue claramente y, como su protagonista, va encontrando identidad propia al momento de crear su universo fílmico personal. Lo que inicialmente parece que será una ácida crítica al materialismo y al estadounidense promedio obsesionado con el dinero, pronto da paso a una tesis sobre la naturaleza humana y su inherente necesidad de afecto y sentido de pertenencia. Rayando en el surrealismo –como por ejemplo con una espuma roja que rezuma la fábrica de jabón como una metáfora de los problemas que deben resolver juntos para no sucumbir a la realidad– el concepto de familia nuclear se ve desarticulado por unas figuras paternas que no son otra cosa que explotadores laborales de una hija a la que han despojado de su identidad. Las ideas que ya había expuesto en su opera prima “Tu, yo y todos los demás” (2005) y que había expandido en “The Future” (2011), son aquí pulidas y presentadas de una manera más asertiva: nos habla de la aceptación de uno mismo, y ante una imposibilidad de cambio en nuestra esencia, apartarnos del camino de nuestros seres queridos para no arrastrarlos a nuestro destino. Con una gran secuencia estelar dinamitada por uno de los tantos sismos que se presentan en la película, hay una muerte y un renacer metafórico de la protagonista, quien encontrará una salida a su ciclo de codependencia y reinterpretará el significado de «familia» y «amor».
L
uego de darse a conocer como Jim Halpert en la versión estadounidense del popular serial británico “The Office” (2005-2013) y tras ofrecernos la extrañísima comedia dramática “Brief interviews with Hideous Men” (2009) y la maternal y entrañable “The Hollars” (2016) como sus primeras incursiones como director, John Krasinski nuevamente se coloca tras la cámara con una propuesta radicalmente opuesta a sus acostumbrados proyectos televisivos y cinematográficos tanto en los terrenos actorales como en el de sus inquietudes como cineasta. “A Quiet Place” es una cinta de terror y ciencia ficción que, en más de un sentido, rompe con lo establecido dentro del cine de género hollywoodense y se erige como una de las mejores cintas de terror de la década y por supuesto de este aún joven año. Su premisa nos traslada a una época incierta en un mundo desolado por la invasión de monstruosas criaturas alienígenas que, pese a ser ciegas, responden de manera sensible al sonido y devoran todo a su paso. La anecdótica historia tiene como protagonistas a los miembros de la familia Abbott –el padre Lee (Krasinski); la madre Evelyn (Emily Blunt); la hermana mayor Regan (Millicent Simmonds); el hermano mediano Marcus (Noah Jupe); y el pequeño Beau (Cade Woodward)– y la cinta se enfoca en su lucha por sobrevivir y la eterna amenaza por la emisión de algún sonido que pueda atraer a las criaturas hasta su refugio. Cuando gran parte del cine de terror se sustenta en el ordinario recurso de los sonidos estridentes e inesperados para provocar el sobresalto del espectador, llega “A Quiet Place”, un sólido ejercicio fílmico que recurre al silencio y la constante amenaza de su interrupción para causar
tensión a niveles insoportables. El audaz manejo de cámara y el cuidadoso diseño sonoro logran crear una experiencia cinematográfica inmersiva bajo una atmósfera aprehensiva y muchas secuencias verdaderamente angustiantes. Pero Krasinski, apoyado por sus coguionistas Brian Woods y Scott Beck, no sólo logra sostener el suspense de manera magistral a lo largo de toda la película sino que también consigue una sólida construcción de sus personajes, pues pese a que podríamos considerarlos arquetípicos, están delineados con conflictos personales –la hermana mayor con discapacidad auditiva, su sentimiento de culpa por el trágico destino de su hermano menor, el miedo excesivo del hermano mediano, el embarazo de la madre, el nacimiento inminente del nuevo bebé, la impotencia del padre ante la constante amenaza de las criaturas y el riesgo de no poder proteger siempre a la familia– que se van revelando a lo largo de la trama y que van tomando su correspondido lugar como piezas clave para las resoluciones en el clímax de la historia. La solidez argumental de “A Quiet Place” y el sensacional uso de las herramientas que el lenguaje cinematográfico ofrece para narrar una historia que es 95% sin lenguaje hablado, la colocan junto a “10 Cloverfield Lane” (2016) y “Don't breathe” (2016) en la lista de los prodigios del suspense que el cine de género hollywoodense nos ha obsequiado en años recientes y de los que Hitchcock se sentiría plenamente orgulloso. Un instantáneo clásico del género por parte de un director que se revela más interesante de lo que sospechábamos y al que deberemos seguirle la pista.
A
casi un año de su estreno mundial en Cannes, llega con el premio principal de la sección 'Un certain regard' bajo el brazo la cinta islandesa "Carneros" (Rams / Hrútar), del realizador Grímur Hákonarson, quien nos sitúa en un remoto valle de Islandia cuya única sustentabilidad económica depende de la crianza de los tozudos ovinos que bautizan al filme. En este minúsculo pueblo conviven –entre otros– Gummi y Kiddi, dos hermanos septuagenarios que se encargan de granjas vecinas pero que, por una razón que nunca nos es revelada aunque se intuye trágica, no se han dirigido la palabra durante las últimas cuatro décadas. Durante uno de los torneos anuales que se realizan para elegir al mejor ejemplar del ganado, la ya conflictiva situación entre los hermanos se agrava cuando Kiddi obtiene el primer lugar del concurso, mientras Gummi se tiene que conformar con la segunda posición. Sin embargo, el punto de inflexión en la trama sucede cuando una plaga comienza a diezmar a los carneros de distintas granjas, por lo que las autoridades sanitarias ordenan el sacrificio de todos los animales criados en el valle para poder erradicar el problema de manera efectiva, además de dar un plazo de dos años para volver a practicar la crianza de los rebaños o se corre el riesgo de la reaparición de la plaga. Hákonarson –también autor del guión– retrata las rutinarias existencias rurales de los habitantes de esta Islandia profunda que no concibe la vida sin la crianza de carneros, y desde las primeras secuencias de la cinta, el realizador islandés pone de manifiesto la importancia que tendrán estos animales en la historia, no sólo desde el punto de vista socioeconómico –sin la crianza de los
carneros muchas familias no tienen la oportunidad de salir adelante y deberán mudarse a otro lugar para comenzar su vida de nuevo– sino también desde un punto de vista metafórico del vínculo familiar de Kiddi y Gummi y la desaparición de su linaje –los carneros que están a punto de ser sacrificados son los últimos de una particular casta, mientras que los hermanos son también los últimos vestigios de su estirpe–. Narrada con habilidad sorprendente con más silencios que diálogos, "Carneros" se puede colocar en ese peculiar rubro conocido como 'historias mínimas' –recordemos aquella maravilla (también islandesa, por cierto) igualmente coprotagonizada por animales de granja: "Historias de caballos y de hombres" (Hross í oss, 2013; Benedikt Erlingsson)– pero destaca por el humanismo que refleja la historia que, tan sólo en apariencia, está sustentada por los carneros del título, pero que en realidad son sólo un pretexto para hablar de esta peculiar relación fraternal retratada por la lente de Sturla Brandth Grøvlen, quien aprovecha el paisaje gélido para contrastarlo con la naturaleza de la relación inicialmente irreconciliable de los hermanos que se va volviendo cada vez más cordial y afable –aunque esté motivada principalmente por la necesidad de ayuda que por iniciativa–, mientras las inclemencias climáticas se van volviendo más feroces hasta el punto de la completa desolación. "Carneros" es una película cubierta de postales metafóricas y sobresale la última secuencia del abrazo desnudo que se queda impregnada en la retina y que seguramente pasará a los anales de la historia del cine como una de las más bellas postales sobre la reconciliación y la solidaridad humana.
E
n la primera secuencia de la película “First Cow” –que probablemente sea un guiño a “Wendy y Lucy” (2008), una de las películas previas de la directora Kelly Reichardt– una chica encarnada por Alia Shawkat pasea junto a su perro por sendero boscoso. La imagen de un barco carguero y la ropa de la mujer nos dan las referencias necesarias para comprender que la secuencia transcurre en el presente. Luego que el perro percibe algo con su olfato, la mujer encuentra un craneo humano, y su curiosidad la lleva a escarbar en el lugar hasta dejar al descubierto a dos esqueletos masculinos que se encuentran tomados de las manos. Un corte abrupto nos coloca ahora en una zona boscosa caracterizada por la abundante y húmeda vegetación, y las prendas que viste el personaje masculino que ahora vemos en pantalla nos permite comprender que hemos dado un salto de dos siglos hacia el pasado. A Otis “Cookie” Figowtz, uno de los protagonistas del relato y al que da vida el actor John Magaro, lo conocemos cuando recorre el bosque recogiendo ingredientes para preparar la comida improvisada para la banda de tramperos que han contratado sus servicios como cocinero durante su campaña de recolección de pieles. Su personalidad, radicalmente opuesta a los escandalosos, toscos y sucios tramperos, le granjea constantes humillaciones. Durante una noche conoce a un hombre particular llamado KingLu, un comerciante chino al que da vida Orion Lee y que ha escapado casi milagrosamente de una banda de rusos. El cocinero le ayuda con comida y refugio en su tienda de campaña, y desde este primer brevísimo encuentro se da la primera señal de una amistad que será forjada con el tiempo y las coincidencias. Ambos se encuentran poco después en una suerte de cantina, y mientras el resto de los clientes del establecimiento del lugar salen para ver cómo un par de bravucones pelean para medir su hombría –lo que sea que eso signifique–, Cookie y KingLu dejan el lugar para visitar la improvisada cabaña del segundo y compartir una botella de vino. Cuando llega la primera vaca de la región –de ahí el nombre de la película– los nuevos mejores amigos planean asociarse para comenzar juntos un negocio de pastelillos preparados con leche ordeñada clandestinamente, lo cual los convierte instantáneamente en postres únicos en la región donde están acostumbrados a los preparados sólo con harina y agua. La popularidad de la exquisitez de los pastelillos no tarda en llegar a los oídos del acomodado inglés Chief Factor, quien se apersona con la cara y cuerpo del actor Toby Jones frente a los ladrones de su leche para probar sus celebres maravillas culinarias; su fascinación inmediata con el postre, que le recuerda a la
comida de su natal Inglaterra, le planta la idea de contratarlos para que cocinen un postre con el que pueda humillar a un capitán del ejército con avasalladora soberbia. Luego de la exitosa tarea con la que queda sorprendido el capitán, una serie de sucesos circunstanciales dejan al descubierto el robo de la leche, provocando su que negocio se venga abajo y su vida peligre. La película –basada en la novela homónima de Jonathan Raymond, habitual colaborador de la realizadora como guionista y quien aquí por supuesto participa en la adaptación de su relato– sigue la línea de personajes solitarios y marginados que han marcado el cine de Reichardt a través de las casi tres décadas de carrera; aquí se presentan como personajes de un western atípico que, a partir de una sencillísima anécdota, desarrolla un complejo tratado sobre la amistad masculina en el hostil territorio de Oregon de principios del siglo XIX. Este discurso queda de manifiesto en varias secuencias, pero me parece que hay una escena de la cinta en particular que lo refleja: cuando Cookie visita por primera vez la cabaña de King Lu se establecen los roles dentro de la amistad de una manera tácita, y mientras uno corta leña para cocinar la cena, el otro, por propia voluntad, comienza a hacer la limpieza de la casa barriendo y sacudiendo, e incluso busca flores para decorar la improvisada vivienda que a partir de entonces ambos compartirán y mantendrán. Abordando también tópicos como el constructo de los estratos sociales, así como el sexismo sistémico en la sociedad, la película deconstruye la masculinidad –lo que sea que eso signifique– a través de un par de protagonistas sensibles, con sueños, anhelos, ilusiones y un profundo deseo de conexión emocional para acompañar sus soledades, sin importar que ese vínculo íntimo se establece con otro hombre. Y si bien la cinta posee un final abrupto y anticlimático de acuerdo con las convenciones del cine industrializado, éste responde a cabalidad y dialoga con la primera secuencia de la cinta, y es entonces cuando cobra sentido el relato como un anti-western sobre las profundas relaciones de complicidad que pueden surgir entre los hombres en un ambiente hostil. De esta forma, “First Cow” se emparenta con “Western: La Ley del Más Fuerte” (2017), de Valeska Grisebach, como una cinta en la que no solo dinamita el significado de la hombría mediante la disección del universo masculino bajo la sutileza y la comprensión empática de la mirada femenina de la cineasta, sino que también desensambla y reelabora las convenciones del género fundacional del cine estadounidense.
E
l director estadounidense Quentin Tarantino es uno de los pocos «auteurs» del Hollywood actual; su autenticidad y estilo lo han consagrado como uno de los cineastas más influyentes de la industria fílmica. De ahí que cada una de sus películas se esperen con fervor por parte del público, en particular por sus acérrimos seguidores. El originario de Knoxville ambienta su nueva y ambiciosa producción en la ciudad de Los Angeles en 1969. Ahí, entre los destellos de la Ciudad de los Sueños, conocemos a nuestros tres protagonistas: Rick Dalton (Leonardo DiCaprio), una frustrada estrella televisiva venida a menos que, luego de protagonizar un exitoso Western serial, no ha logrado dar el salto del mundo televisivo al de la pantalla de plata y ahora sólo participa dando vida a villanos segundones en programas con jóvenes promesas como los héroes estelares. Cliff Booth (Brad Pitt), el doble de acción de Dalton que, al igual que el actor, ha visto disminuido su trabajo pero, en cambio, no se refugia en la condescendencia o en los excesos, y continúa a las órdenes del actor como su chofer. Y Sharon Tate (Margot Robie), vecina de Dalton y glamorosa nueva esposa de Roman Polanski (Rafal Zawierucha), director polaco que, luego de su gran éxito con el cine de horror de culto “Rosemery’s Baby” (1968), se está abriendo camino en la industria del llamado «Nuevo Hollywood». En escena también aparecen los miembros de un culto liderado por un tal Charles Manson (Damon Herriman, actor australiano que encarna al mismo criminal en la segunda temporada del serial “Mindhunter”) y será la coyuntura para que las vidas de Dalton, Booth y Tate se crucen de manera inesperada. El título del nuevo filme de Tarantino guarda dos lecturas que podrían parecer diametralmente distintas pero que, en realidad, aquí se vuelven complementarias. Por un lado es una clara referencia a “Once Upon a Time in the West” (1968), el spaghetti western clásico del italiano Sergio Leone –con un guión firmado, ni más ni menos, que por Sergio Donati, Dario Argento y Bernardo Bertolucci– en el que una historia de venganza se entrelaza con la crónica de la ambiciosa construcción de una ruta ferroviaria y a partir de ello se realiza un análisis de los retos que supone la llegada de la «modernidad» a los agrestes y salvajes parajes nortoamericanos; mientras que, por otro lado, se trata de una alusión a la frase inicial de los cuentos de hadas. Y es que, para Tarantino, Hollywood es el lugar donde todos los sueños se cumplen, es el lugar feliz de su infancia, el lugar de las estrellas; y continuando con su tradición revisionista –inaugurada con “Inglourious Basterds” (2009) donde los judíos obtienen su venganza en contra de los nazis, y a la que dio continuidad con “Django Unchained” (2012) donde
los esclavos del sur estadounidense hacen lo propio con los esclavistas–, el director trastoca nuevamente la historia para elaborar un relato que, si bien sirve como una venganza figurativa, funciona a la vez como una carta de amor y un homenaje al cine hollywoodense con el que creció y a las figuras olvidadas de la industria fílmica de los años ‘50 y ‘60. La figura de Rick Dalton, pese a no estar basada particularmente en un personaje real, sí tiene ecos de Steve McQueen, quien sí logró hacerla en grande en el mundo del celuloide luego de su inicial carrera televisiva. Por su parte, el personaje de Cliff Booth sí está inspirado en una figura real, la de Hal Neddham, un veterano de guerra y doble de acción del actor Burt Reynolds que, según se decía, había asesinado impunemente a su esposa. La decadencia de estos personajes es tomada por el director para hablar del fin de una era en Hollywood, donde un sistema de producción a cargo de los grandes estudios dio paso a otro de producciones independientes y contraculturales entre las que encontramos títulos dirigidos por cineastas propositivos como Brian De Palma, Francis Ford Coppola, Stanley Kubrick, Roman Polanski, Martin Scorsese, entre varios más. La icónica actriz Sharon Tate, a diferencia de su trágico final en el verano del 69 a manos de «La Familia Manson», es abordada aquí no desde la tragedia, sino desde la celebración de su espíritu vitalista; su presencia en pantalla no se construye a partir del estereotipo de la rubia tonta o la actriz bella pero con limitaciones histriónicas, sino desde la empatía, el intelecto, la dulzura y la inocencia. Y pese a que el arrollador carisma y la vena cómica que revelan DiCaprio y Pitt son los pilares de la cinta, la figura de Margot Robbie como Sharon Tate es esencial para el propósito del director, pues el personaje funciona como la encarnación del Hollywood idealista e inocente, de ese cuento de hadas que se cimbró con la violenta muerte de Tare, pero que ahora Tarantino tiene la oportunidad de perpetuar, aunque sea en la ficción, desde su evocador título hasta su venganza en el hilarante y excesivo clímax. Exactamente 25 años después de llevarse la Palma de Oro en el Festival de Cannes con la obra maestra “Pulp Fiction” (1994), el enfant terrible de Hollywood buscó repetir la hazaña con su noveno largometraje, y aunque tras su proyección recibió una extensa ovación, “Once Upon a Time... in Hollywood” no consiguió adueñarse de la presea. Quizá Tarantino no consiguió manufacturar una obra maestra, pero definitivamente logró dar forma a su film más personal e íntimo hasta la fecha; y eso no es poca cosa.
U
na vergonzosa anécdota abre el más reciente documental del cineasta mexicano Nicolás Echevarría: durante la administración del presidente Ernesto Zedillo el gobierno mexicano decidió donar a Francia una obra creada por la comunidad wixárica, el elegido para tal "honor" fue el artista indígena Santos de la Torre. La obra, compuesta por ochenta paneles de 30 x 30 cm. cada uno con diseños creados con miles de cuentas de chaquira, fue colocada en la estación del metro 'Palais Royal-Musée du Louvre de París' –la cual guía directamente al que probablemente es el albergue artístico más famoso del planeta–; sin embargo, ésta fue montada de una manera arbitraria, sin respetar el orden original –y por ende, el correcto– de las piezas que conforman el retablo concebido por Santos de la Torre, quien no sólo no fue consultado para el ensamble de los paneles, sino que tampoco fue invitado a la ceremonia inaugural de su obra, y por si fuera poco, jamás se le remuneró por su trabajo. Este penoso suceso, narrado con amargura por su protagonista y complementado por el material de archivo del noticiero "24 Horas" con Jacobo Zabludowski, es suficiente para que Echevarría vuelva a presentar su declaración de principios sociopolíticos que continúan intactos a más de cuatro décadas de haber iniciado su carrera cinematográfica –su primer corto documental, "Judea", está fechado en 1973–, a lo largo de la cual ha retratado las problemáticas de grupos étnicos como los coras, nahuas, rarámuras (tarahumaras) y wixáricas (huicholes). "Eco de la Montaña" mantiene el compromiso social de su realizador para con el muy golpeado México indígena mediante las exploraciones de las culturas milenarias de las que otros documentalistas se limitan a explotar su folclor como elemento "mexican curious" de exportación. Y es que los documentales de Echevarría no sólo representan respetuosos acercamientos a las culturas indígenas, sino que a la vez ponen de manifiesto la urgencia para proteger a sus habitantes, sus tierras y sus tradiciones "Eco de la Montaña" no es la excepción. Con una formidable destreza visual –la excelente fotografía alcanza momentos de gran valor iconográfico– , Echevarría nos permite acompañar a Santos de la Torre en la preparación y creación de su próximo mural –de dimensiones idénticas al que se envió a París–; se trata de momentos que nos permiten atestiguar los instantes de
creación artística donde cada pieza representa una cosmogonía entera sobre la religión, la cultura y los orígenes de la vida, pero que, al mismo tiempo, representan un metafórico acto de resistencia que, aunque pacífico, es espiritualmente combativo. Por otra parte, audazmente entrelazada se inserta una una subtrama que muestra la peregrinación de la comunidad y nos abren las puertas para conocer su cultura, creencias, sueños, miedos, música, ceremonias y rituales sagrados como la del consumo del peyote, aspecto que ya había abordado dos décadas atrás en "La peregrinación del peyote entre los huicholes" (1975), pero que no podía dejar de lado en esta historia pues se trata de una tradición que resulta elemental para la creación artística de Santos de la Torre, quien de manera inesperada nos sorprende con varias frases de las que podríamos rescatar una en particular: «el que se divierte no se enferma». Aunado a todo lo anterior –que ya en sí es suficiente razón para considerársele un título imprescindible del cine nacional–, es necesario señalar la fuerte carga política que yace en el subtexto del documental. Y es que sin ser un documento panfletario, "Eco de la Montaña" posee una fuerte crítica al doble discurso gubernamental que, por un lado, se ha encargado de despojar, debilitar y casi exterminar a las culturas indígenas del territorio nacional; mientras que por otro lado, muestra una falso orgullo de nuestras tradiciones y 'presume' las creaciones artísticas/artesanales alrededor del mundo. Para muestra de esta doble cara ética, moral y humana del gobierno, basta retomar la anécdota que inició este texto: el año en que se montó la pieza artística de Santos de la Torre en París, fue el mismo año en el que se ordenó la incursión paramilitar que culminó con la infame 'Matanza de Acteal', ocurrida en dicha comunidad del municipio de Chenalhó en los Altos de Chiapas donde fueron asesinados decenas de indígenas tzotziles, incluyendo mujeres y niños. De esta manera tenemos en "Eco de la Montaña" no sólo una pieza cinematográfica imprescindible, sino un documento social invaluable que, por un lado, nos permite tomarle el pulso a una realidad nacional que los medios tradicionales se empeñan en ignorar –y que nosotros tampoco hemos querido ver–, y por otro lado, nos permite comprobar la buena salud de Echevarría como cineasta comprometido con el pueblo de México.