I
ván, interpretado por Armando Espitia, es un joven de la provincia mexicana que, a mediados de la década de los 90, aspira a convertirse en chef; pero mientras intenta alcanzar su sueño, debe trabajar como ayudante de cocina en un restaurante para darle manutención a su hijo y su ex pareja. Una noche en un antro, Iván conoce a Gerardo, un guapo profesor universitario al que da vida Christian Vázquez y que, a diferencia suya, ya no se acompleja por su homosexualidad ni intenta ocultarla. La inmediata e irrefrenable química que surge entre ellos los lleva a iniciar un romance, pero éste provocará que su ex pareja ya no le permita ver a su hijo. Desesperado por la falta de oportunidades y el distanciamiento de su desestructurada familia, Iván se enfrenta a la más difícil decisión de su vida hasta ese momento: aventurarse e intentar cruzar la frontera para buscar una carrera culinaria en Estados Unidos. Acompañado de Sandra, su mejor amiga desde la infancia interpretada por la fantástica Michelle Rodríguez, Iván llega a Nueva York para reiniciar su vida desde cero, pero con la promesa de regresar pronto con su hijo y con el amor de su vida. La premisa de la cinta está basada en la vida real de Iván García y Gerardo Sepúlveda, un par de amigos de la directora Heidi Ewing a los que conoció hace más de una década, y quien conmovida por la perseverancia y sacrificio de los amantes, decidió debutar en los terrenos de la ficción para llevar su historia a la pantalla grande con un guion firmado por ella misma junto a Alan Page Arriaga. Inscrita en la lista de las cintas mexicanas sobre la migración, resulta inevitable no pensar en títulos como “Bajo la misma Luna” (2007), o “Guten Tag Ramón” (2013), pero la cinta de Ewing –coproducida por México y Estados Unidos– destaca por escapar casi completamente de los vicios del melodrama gracias a los años de experiencia como documentalista de la cineasta nominada al Oscar por “Jesus Camp”, logrando aquí una mezcla eficaz de ficción con documental en un ejercicio entrañable sobre la resiliencia con la que consigue la inmediata conexión con el espectador, para la cual resulta vital el ensamble actoral en donde, además de los protagónicos, también encontramos los nombres de Luis Alberti, Raúl Briones, Ángeles Cruz y Arcelia Ramírez. Su propuesta visual echa mano del espíritu documental en los momentos donde Iván se entrega por completo a su pasión por la cocina y luego lo cambia de forma orgánica por un estilo en su puesta en cámara que nos remite al cine íntimo de Barry Jenkins. “Te llevo conmingo”, que fue una de las producciones nacionales que fueron seleccionadas para participar en el Festival Internacional de Cine de Sundance en 2020 y luego fue presentada en el Festival de Cine de Nueva York, no sólo se aproxima al tema de la migración, también al de la discriminación hacia una minoría, como las disidencias sexuales. Y es que además de exponer los prejuicios de la familia de su ex pareja al prohibirle la oportunidad de ver a su hijo, la cinta recurre a una serie de flashbacks que van de la ternura a la crueldad que vivieron los protagonistas en su infancia cuando descubrían sus gustos y orientaciones sexuales. Sin embargo, por su estructura narrativa, la película tropieza e interfiere con el ritmo, y por momentos se tiene la sensación de que el estudio de los personajes pudo ser más profundo. Aún así, pese a las irregularidades en su narrativa, se trata de una propuesta que resulta muy superior a los genéricos dramas LGBT; sin duda alguna, este relato sobre el sacrificio y la resiliencia de los migrantes es una de las películas nacionales imprescindibles del año.
E
l dramaturgo francés Florian Zeller se encarga de adaptar para la gran pantalla y dirigir la versión cinematográfica de su exitosa obra teatral “Le Père”. Con Anthony Hopkins y Olivia Colman en los roles centrales, su debut como cineasta le ha granjeado varias nominaciones al Oscar, incluyendo mejor película, mejor actor y mejor actriz de reparto. La película nos presenta a Anthony (Hopkins) y Anne (Colman), padre e hija que se enfrentan a la paulatina pérdida de la memoria del primero a causa de la demencia senil. Su incapacidad para valerse por si mismo ha hecho que su hija contrate a enfermeras para su cuidado, pero el carácter cada vez más difícil del octagenario ha causado que la última de ellas renuncie, obligando a Anne a cuidarlo; sin embargo, su carga de trabajo y su inminente viaje a París para vivir con su nuevo novio la fuerzan a buscar a un reemplazo lo antes posible. La primera adaptación fílmica de “Le Père” se produjo en 2015 bajo la dirección de Philippe Le Guay y el nombre “Floride”, pero “El Padre” se destaca porque no se toma tantas libertades como su primera versión. Aquí, partiendo de una idea sencillísima y aunque está presente su espíritu teatral en su puesta en escena, es gracias al montaje, a los diálogos y a las impresionantes interpretaciones de Anthony Hopkins y Olivia Colman en estado de gracia, que su propuesta alcanza un notable nivel cinematográfico, haciendo de su estilo narrativo y su desarrollo en espacios interiores determinados su principal herramienta para transmitir el desconcierto, el agobio y la desesperación de quienes padecen demencia senil. Inscribiéndose en la lista de cintas sobre enfermedades degenerativas en donde encontramos “Lejos de ella” (“Away from her”; 2006), la opera prima de Sarah Polley y “Siempre Alice” (“Still Alice”; 2014), de Richard Glatzer y Wash Westmoreland, la opera prima de Florian Zeller es un notable primer ejercicio que consigue un drama intimista en el que derecho a vivir nuestra propia vida de forma digna se ve enfrentado a los trágicos estragos del deterioro psicológico; el director consigue un doloroso tratado sobre la pérdida de la memoria, el sacrificio, el abandono y el amor paterno-filial.
E
l detective privado Rómulo tiene la tarea de investigar el maltrato que se sospecha recibe la madre de una sus clientas en el asilo de ancianos donde se encuentra ingresada; para ello necesita un espía octogenario que se infiltre en la institución. De entre los muchos candidatos que respondieron al anuncio que Rómulo publicó en el periódico donde se solicitaba a personas entre 80 y 90 años pero sin dar detalles del trabajo a realizar, el elegido es Sergio, de 83 años, quien debe aprender la metodología del espionaje para recabar información. En su cruzada secreta, descubre que la supuesta terrible realidad que se vive en el interior del hogar de jubilados dista mucho de lo que Rómulo y su clienta habían sospechado. La misión secreta del novato agente encubierto es sólo una excusa para elaborar un retrato de la realidad de los asilos de ancianos. De forma lúdica y creativa, la documentalista chilena Maite Alberdi desdibuja las lineas que separan la ficción de la realidad en un ejercicio de hibridación fílmica que se apropia de los códigos narrativos del film noir para proponer una docuficción, que tras su aparente liviandad, esconde todo un discurso sociopolítico sobre el pronto abandono social que padecen los adultos mayores.
E
n sus primeros dos largometrajes, la cineasta Chloé Zhao se ha encargado de dilucidar el significado y el sentido de ser americano hoy en día. En “Songs my brothers thaught me” (2015) nos compartió un sencillo pero evocador retrato sobre el fuerte vínculo fraternal que se forja entre una niña y su hermano mayor en la reserva india de Pine Ridge, mientras ambos van construyendo su propia identidad y descubren cuál es el significado del concepto hogar, recorriendo cada uno sus respectivos caminos de vida personales. Durante el rodaje de su ya mencionada opera prima, la directora de ascendencia china conoció al joven jinete Brady Jandreau y éste le inspiró para dar forma a su segundo largometraje: “The Rider” (2017), un western contemporáneo que gira en torno a las caídas y ascensos de un vaquero moderno; todo un ejemplo de cine en estado puro en el que la realidad y la ficción se funden en una sola experiencia tan devastadora como inspiradora. La trilogía americana cierra ahora con “Nomadland”, un drama protagonizado por la gran Frances McDormand, quien en esta ocasión da vida a Fern, una mujer de mediana edad que lo pierde todo; primero su estabilidad económica por la terrible recesión que golpeó a su pequeña ciudad cuando la compañía más importante de una zona rural de Nevada cerró sus puertas tras la bancarrota, y luego con la muerte de su marido. Fern emprende entonces un viaje hacia el Oeste Americano para unirse a una caravana nómada, comenzando a manejarse bajo los preceptos de este estilo de vida comunitaria. A bordo de su camioneta, la mujer pone en marcha su misión de convertirse en una nómada moderna y explorar la vida fuera de los convencionalismos sociales en lo profundo de Norteamérica mientras sobrevive gracias a empleos provisionales como empacadora de Amazon o auxiliar en la cocina de un restaurante.frutable– que es muy difícil despegar los ojos de ella. “Nomadland” es una cinta crepuscular en más de un sentido: como película es el último capítulo de la trilogía de su artífice, y es también un relato sobre la resilencia ante la pérdida. Como ya lo hizo en sus dos anteriores largometrajes, por un lado retoma elementos del western y traslada parte de sus convenciones narrativas al contexto actual, y por el otro, realiza una mimetización de la ficción
con la realidad para conseguir una road movie con una belleza visual sobrecogedora que, aunque inicialmente parecería que la cinta tomaría el rumbo de crítica al sistema capitalista –o sobre “la tiranía del dólar”, según las propias palabras de uno de los personajes–, la película pronto deja claro que su discurso se encamina hacia la exploración de la soledad, pero no desde una perspectiva miserabilista o derrotista, sino que la aborda desde la empatía que permite realmente replantear el significado de la pérdida absoluta y encontrar en la dignidad el verdadero valor de uno mismo. No es gratuito que “Nomadland” sea, hasta este momento, la front runner en la carrera al Oscar en varias de las categorías principales como película, dirección, guion adaptado y actriz. La película, basada en el libro "Nomadland: Surviving America in the 21st Century" de Jessica Bruder, nos permite aproximarnos, con algo de nostalgia, a la extraordinaria y genuina camaradería que nace entre estos nómadas modernos que sólo se tienen a ellos mismos. Con respecto a Frances McDormand, estamos frente a la gran interpretación de su carrera: con gran sutileza y menos cinismo que con la también laureada interpretación en “Tres anuncios por un crimen”, la actriz hace de la resilencia de su personaje su principal herramienta para dilucidar sobre el significado y el sentido de ser americano con pulso, acidez y filo. Rodeando a la protagonista de actores no profesionales, es decir, de verdaderos nómadas contemporáneos como Linda May, Bob Wells y Swankie, quienes funcionan como sus camaradas y/o mentores que se abren emocionalmente ante la cámara de una manera sobrecogedora para compartir sus experiencias con base en la improvisación de escenas sin excesivos artificios melodramáticos. Y es que la película no critica ni idealiza el estilo de vida, sino que lo expone como una plausible vía de escape para no someterse a las ataduras sociales o familiares, para no rendirse ante lo preestablecido y dar un salto de fe hacia la incertidumbre, hacia una forma de vivir que no ofrece lujos pero sí brinda caminos directos hacia la verdad, que ofrece la posibilidad infinita de movimiento, pero no para huir como ya lo hizo a los 18 años cuando dejó el hogar de sus padres, sino para reencontrarse con uno mismo.
L
upe y Manuel (Paulina Gaytán y José Pescina respectivamente) son una pareja que llevan tiempo buscando tener un hijo. Los resultados de los estudios a los que se han sometido han revelado que él es estéril, y esto ha comenzado a provocar fisuras en la relación. Entre las opciones para ser padres está la adopción o la inseminación artificial. La primera alternativa no resulta muy convincente para la machista ideología de Manuel, empecinado en procrear un hijo propio, sangre de sus sangre; se decantan por la segunda opción que acuden con un doctor especializado para que los oriente. La búsqueda de un donador de esperma vuelve a trastocar la psique de Manuel, pues ningún candidato parece ser el ideal para engendrad a «su hijo»; mientras tanto, la relación con Lupe se debilita aún más. Entonces Manuel toma la decisión de pedirle Ruben (Jorge A. Jiménez), el nuevo empleado que tiene a su mando en la empresa donde trabaja y que planea partir pronto a los Estados Unidos en busca de una vida mejor, que sea el donador para la inseminación de Lupe a cambio de quedarse una temporada con ellos hasta que junte el dinero para pasar la frontera. La vida gira. El embarazo sigue sin lograrse y la estadía de Rubén se alarga cada vez más. Con la premisa anterior, y cinco años después de presentar su opera prima en el Festival Internacional de Cine de Morelia –Hilda (2014)–, el director Andrés Clariond regresó a la fiesta fílmica
de la capital michoacana con el propósito de incomodar a las audiencias y mover a la reflexión sobre las fronteras de las relaciones de pareja a partir de un análisis de la masculinidad. Territorio es un ejercicio bastante lúdico con el que el cineasta mexicano cuestiona el significado de ser hombre a partir del arco narrativo del personaje de Manuel; este es un hombre ‘chapado a la antigua’, que se niega a asumirse como estéril y no duda en echarle la culpa a su mujer cuando no puede quedar embarazada porque seguramente hay algo malo con ella, o que piensa que puede arreglar todo con una escandalosa serenata en estado etílico. Al momento de examinar los temas de la defensa del territorio y los límites en la pareja que nacen de la fragilidad emocional del macho alfa, el cineasta traza una historia que rayan peligrosamente en las fronteras de lo absurdo; no obstante y al igual que en su opera prima, consigue que las probabilidades jueguen a su favor y, gracias al apoyo en excelentes interpretaciones del trío protagónico, en todo momento el relato se siente absolutamente probable y por completo verosímil. Con Territorio, el director reafirma su capacidad narrativo y refrenda su compromiso con el estudio de lo humano, en esta ocasión llevándolo a cabo mediante un enfrentamiento físico pero sobre todo psicológico de los instintos básicos de dos machos alfa, exponiendo con ello los complejos y las debilidades de la hombría. Imperdible.
S
in un guión formal y sólo con un breve relato como guía, el director Gabriel Mariño se aventuró a la producción de su segundo largometraje: Ayer maravilla fui, un tratado existencialista con múltiples capas de lectura que van desde la soledad y el amor, hasta la exploración del cuerpo humano como prisión o barrera para el espíritu. La película, filmada en blanco y negro, nos presenta a un personaje solitario y perdido en la Ciudad de México, la gran urbe donde sobrelleva su existencia usurpando de manera incontrolable los cuerpos de gente común y corriente cada cierto tiempo. Esta entidad no sabe cuándo viene el siguiente cambio y su esencia se transporta inesperadamente entre organismos humanos, ya sean hombres, mujeres, viejos o jóvenes, llevando así su existencia dentro de cuerpos de desconocidos que eventualmente termina abandonando y casi sin energía vital. Pero la desesperanza de este personaje se ve trastocada cuando, luego de habitar el cuerpo de un anciano (encarnado Rubén Cristiany), despierta en el cuerpo de una mujer mucho más joven a la que bautiza como Ana (Sonia Franco)
y comienza una relación íntima con Luisa (Siouzana Melikian), una melancólica mujer que corta el cabello en la estética que frecuentaba cuando habitaba el cuerpo del anciano y buscaba sólo su compañía. Sin embargo, la entidad no sabe cuánto tiempo estará en el cuerpo de Ana y la angustia comienza a acosarla, intentando revelar a Luisa su extraordinaria condición. El cambio de cuerpo, sin embargo, llega mucho más pronto de lo deseado. El ente ahora es Pedro (Hoze Meléndez), un chico frustrado por la necesidad de estar cerca de Luisa, quien se encuentra demasiado preocupada por la repentina desaparición de Ana. Mariño utiliza con sutileza el realismo mágico para dar forma a su exploración del cuerpo humano y su relación/conexión tanto con el espacio como con otros cuerpos. Inspirado por la premisa de la novela The Body Snatchers, de Jack Finney –que cuenta con al menos cuatro versiones fílmicas–, y la estética del cine de Robert Bresson –sobre todo de Al azar Balthazar (Au hasard Balthazar; 1966), el director recurre a la soberbia lente de Iván Hernández, el director de fotografía que aprovecha la monocromía, la
iluminación con luz natural y el constante uso de close ups para aproximarse a los distintos cuerpos del personaje principal y lograr con ello una conexión emocional con el espectador con el apoyo del talentoso ensamble actoral que lo interpreta. Ayer maravilla fui es una pieza cinematográfica cuya premisa se desarrolla con un ritmo pausado y bajo una elegante colección de monocromáticas postales, planteando en el camino las cuestiones existenciales más básicas a las que el hombre se ha enfrentado: «¿Quién soy?» y «¿Qué es lo que me hace ser yo?». La película, nostálgica y evocadora, busca alejarse lo más posible de la trivialidad con la que se abordan los temas trascendentales dentro del cine comercial, tales como la soledad, el amor, la memoria y las relaciones que se sustentan en la apariencia física. La propuesta de Mariño es una historia sobre la (im)posibilidad del amor que cuestiona la naturaleza humana con relación al enamoramiento, pues su tesis plantea que el enamoramiento ocurre entre las esencias de las personas y no entre su apariencia física, su edad o su orientación sexual.
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aniel Kaluuya acaba de ganar el Golden Globe por su actuación en esta película, en la que interpreta a Fred Hampton, un importante líder del grupo Panteras Negras a quien el FBI le sigue la pista y planean detenerlo antes de que su poder sea tal que pueda iniciar una revolución en EUA. A simple vista podría tratarse de un drama más sobre temas raciales, temas que son muy importantes, claro está, pero que al trasladarlos al cine y televisión han estado viciados por mucho tiempo por un punto de vista y estilo muy poco creativos, influidos por directores como Lee Daniels, que antepone el melodrama y victimización de los personajes antes que contar una historia o servir como una voz política como intenta ser. Sin embargo, con esta cinta podemos estar seguros de que veremos lo contrario, es un drama, sí, pero también se vale de los elementos propios del thriller mediante la historia de Bill O´Neal, un ladrón que solía hacerse pasar por miembro del FBI y que al ser atrapado por esta misma dependencia le dan la oportunidad de quedar libre si hace trabajo de espionaje para ellos dentro de las Panteras Negras. Es por medio de este personaje que vamos conociendo la dinámica que vive dicho movimiento, uno de los movimientos afroamericanos más radicales y con mayor difusión en EUA (en gran parte fue difusión proveniente del miedo de las personas blancas hacia lo radicales que fueron). Gracias a O´Neal nos vamos enterando cómo la idea principal de las panteras es el afirmar que efectivamente como población estaban en guerra y bajo amenaza, y que responder de forma pacífica no era la respuesta, vemos cómo realizan actividades para mejorar su propia comunidad y son una especie de autodefensa ante la brutalidad policiaca, y si ellos reciben un golpe, se encargarán de regresarlo tal vez con la misma intensidad o al menos dejando en claro que mensaje llegue a quienes tiene que llegar. No me voy a detener mucho en hacer la comparativa entre esa época y la actualidad porque evidentemente las cosas no han cambiado mucho, la brutalidad policiaca sigue existiendo, la segregación racial también y las voces que se alzan en contra de esto siguen siendo reprimidas.
Sin embargo hay un elemento que si quiero rescatar bastante y es el hecho de que las panteras no se quedaron con la idea de que su lucha era la única, o de que no necesitaban de otros grupos para vencer a un poder tan grande como el gubernamental y el policiaco, sino que, con la astucia y enorme habilidad de oratoria de Fred Hampton, pudieron unir a sus filas a otros grupos, desde los mismos afroamericanos que podrían pertenecer a grupos antagónicos, pasando por los latinos que viven en EUA, llegando incluso a unirse con los rednecks, (sí, esos que de seguro estuvieron en la manifestación por el supuesto fraude electoral hacia Trump hace unas semanas), estrategia importante que si los movimientos sociales actuales también replicaran, su voz llegaría a más oídos. Para esto no podíamos esperar poco del actor que fuera a interpretar a Hampton, tenía que ser alguien que llegara a ser así de convincente y que al interpretar sus discursos lo hiciera con la misma energía y coraje que el Hampton de la vida real. Kaluuya lo logra con creces, me atrevería a decir que es una de las mejores actuaciones que se verá en la próxima década, su interpretación merece todos los premios a los que lo han nominado (solo basta ver el tráiler para darse cuenta la capacidad actoral de Daniel), solo espero que continúe con esas buenas actuaciones porque después de Get Out se salió un poco del camino con una que otra interpretación. LaKeith Stanfield tampoco lo hace mal, él y Kaluuya hacen muy buena dupla y su actuación también es convincente, lamentablemente él si tiene más competencia en esta temporada de premios porque las categorías de actor protagónico tienen sus claros favoritos. El resultado final es magnífico, la película funciona como una fiel recreación histórica de una lucha, sus protagonistas y sus antagonistas; involucra de forma activa al espectador con el buen ritmo que lleva en sus dos horas de duración, y el epílogo no hace más que ahondar en el enorme problema de desigualdad e impunidad que la población afroamericana viene arrastrando desde mucho tiempo atrás. Solo espero que esto le sirva a Shaka King para hacer películas más seguido, porque esta es apenas la segunda y no desearía que se quede ahí.
R
ape and revenge” es un subgénero cinematográfico surgido en los últimos años de la década de los 60 con premisas elementales sobre mujeres que son brutalmente torturadas y abusadas sexualmente para luego ser abandonadas para morir, pero que milagrosamente logran sobrevivir para llevar a cabo su venganza. El problema con la gran mayoría de las propuestas de este subgénero era que la violencia, expuesta desde y para la complacencia mirada masculina, era extremadamente explícita en el acto de la violación, haciendo del sufrimiento femenino un argumento de venta, es decir, haciendo de la tortura femenina un objeto de consumo que hacía que terminara por ser un producto misógino y machista, sin importar la venganza concretada finalmente en la pantalla en el último acto del filme. “Promising Young Woman”, el primer largometraje de la británica Emerald Fennell, a quien en su faceta de actriz pudimos ver como Camila Parker Bowles en la serie “The Crown” y que participó como guionista en la segunda temporada de la serie “Killing Eve”, se inscribe en la lista de este subgénero, pero de igual manera que lo hizo la cineasta australiana Coralie Fargeat con “Revenge” en la que se reivindica a la figura femenina sin explotar su sufrimiento, enfoca sus esfuerzos en la búsqueda de justicia y venganza por parte de la protagonista Cassantra Thomas (Carey Mulligan), una mujer que, cuando era estudiante de medicina vio truncado su prometedor futuro a causa de un atroz suceso. Diez años después, ahora a sus 30 años, continúa viviendo con sus padres y trabaja en una cafetería donde lleva una agradable relación de camaradería con su jefa Gail (encarnada por Laverne Cox); sin embargo, pronto se
revela su oculta doble vida, pues acostumbra visitar bares y clubes nocturnos para emborracharse hasta que le cuesta trabajo mantenerse en pié, y cuando los atentos hombres que se autodenominan como «chicos buenos» se la llevan a su departamento para aprovecharse de ella, revela su fingida ebriedad para encararlos por sus acciones. El actor Bo Burnham –quien hace un par de años también debutó en la dirección con el honesto y entrañable relato sobre la adolescencia femenina “La vida de Kayla” (Eight Grade; 2017), protagonizado por la revelación Elsie Fisher– encarna aquí a Ryan, un encantador ex compañero de Cassandra con quien estudió en la universidad y con quien un casual y divertido reencuentro en la cafetería donde trabaja, la hace confiar nuevamente en los hombres y considerar dejar de lado para siempre su cruzada de justicia y venganza. Sin embargo, Cassandra se entera que uno de los responsables del acto que la marcó en el pasado ha regresado a la ciudad, y con un detalladísimo plan, intentará vengarse de él y otros involucrados. La directora ha declarado que para escribir el guion de “Promising Young Woman” se vio inspirada por las expresiones y excusas del juez Aaron Persky cuando dictó una leve sentencia al estudiante blanco universitario de Stanford y estrella de la natación Brock Turner luego de ser sorprendido por dos testigos cuando estaba violando sexualmente a una chica inconsciente detrás de un contenedor de basura. La liviandad de la sentencia, de acuerdo con el juez, fue porque consideró que una sentencia mayor podría tener un grave impacto sobre la prometedora carrera deportiva de Turner. En México, la película llevará por nombre “Hermosa Venganza”, el cual no sólo es una traducción errónea que
despoja al nombre original de la cinta de su carácter irónico por la anécdota narrada en el párrafo anterior, sino un título simplista y genérico que nos remite al cine protagonizado por figuras de acción que se han convertido casi en un género en sí mismos como Liam Neeson o Jason Statham, lo cual es todo lo opuesto a lo que en realidad es “Promising Young Woman”, pues no es un trabajo fílmico que se queda en la venganza que viene desde lo visceral y lo gratuitamente violento, sino que ésta está ejecutada de forma compleja y profunda para exponer los mecanismos de violencia y represión hacia las mujeres. Sin maniqueísmos, la película intenta abarcar lo más posible el amplio abanico de actitudes y conductas misóginas y machistas a las que se enfrentan las mujeres día con día en los distintos entornos en los que se desenvuelven, y que no sólo padecen por parte del sector masculino, sino también por parte de otras mujeres que están en una situación de poder y privilegio por sobre sus congéneres; y aunque éstas no violentan a las mujeres de forma física, perpetúan el status quo por jugar sin cuestionarse bajo las normas de un sistema y un entorno social eminentemente masculino. El personaje de Cassandra está estupendamente trazado desde el guion –escrito por la misma directora– y excepcionalmente encarnado por Mulligan; y por supuesto que tampoco es gratuito que la protagonista lleve el nombre de Cassandra, quien en la mitología griega fue la sacerdotisa de Apolo, pero luego que éste se sintiera traicionado, la maldijo para que nadie creyera en sus profecías aún cuando éstas fueran verdaderas, lo cual podemos vincular a los casos donde las autoridades y la sociedad en general minimizan o desestiman las declaraciones de las víctimas de violación, tal como lo vimos en el caso de Cecilia (Elisabeth Moss), la protagonista de “El Hombre Invisible”, la nueva versión de la novela de H.G. Wells a cargo del director Leigh Whannell, quien dio forma a un relato donde la sociedad se niega a ver o aceptar el
problema de la violencia hacia la mujer, teniendo así al machismo, la misoginia y la masculinidad frágil como parte de un discurso que la vuelven novedosa, relevante y pertinente. Aunque la pantalla nunca se ve saturada de colores neón, sí se percibe la influencia de Nicolas Winding Refn en su propuesta visual estilizada que se ve acompañada de una banda sonora que por momentos se vuelve satíricamente melosa y que también ofrece desquiciantes composiciones originales o reinterpretaciones de temas célebres como “Toxic” de Britney Spears. Y es que tampoco es gratuito que la cinta tome elementos de la cultura pop como las canciones de la ya mencionada cantante o que deliberadamente utilice un tema musical de Paris Hilton para una hiperedulcorada secuencia romántica. Ambas estrellas, fueron figuras mediáticas sometidas al escarnio público; actualmente la primera de ellas incluso está siendo reivindicada por sus seguidores y por algunos medios que han aceptado que explotaron descaradamente la imagen de la celebridad desequilibrada que perpetuaba el estereotipo de la psicopatía femenina. “Promising Young Woman” es una comedia negra salpicada de elementos de thriller que recurre por momentos al tono casi macabro mostrado en la serie “Killing Eve” y que sobresale por la extraordinaria interpretación de su protagonista y por su pertinente comentario social. Si bien la película no descubre el hilo negro de las cintas sobre abusos y acosos sexuales, la película no pierde oportunidad de ridiculizar a los hombres abusivos que no son más que tipos patéticos y asustadizos que temen a la determinación de una mujer. El tercer acto que sin duda alguna resultará controversial, y aunque su propuesta cinematográficamente no resulta nada excepcional, es un filme que resulta relevante por poner la conversación sobre la mesa y hacerlo de una manera fresca, entretenida, auténtica y muy efectiva.
E
s indudable que en esta 17ª edición del Festival Internacional de Cine de Morelia, los temas por excelencia son los estragos de la desigualdad y el azote por la guerra contra el narcotráfico. En la cinta La Paloma y El Lobo, la violencia no solo lacera; deshumaniza, infecta. Y ante esto, nada sobrevive. La cinta de Carlos Lenin, egresado de la Escuela Nacional de Artes Cinematográficas de México, es un sentido lamento de post-guerra y de post-amor. Norteño, como su historia, intenta exponer un dolor hondo, un estrés del alma que en sus personajes se manifiesta como un invalidante ostracismo o como una patética disfuncionalidad. Nos muestra a Paloma, una joven trabajadora de una maquila, y a Lobo, un obrero cuyos recuerdos lo han dejado seco de emociones. Ambos se aman de la mejor manera que pueden, aun cuando los problemas laborales y su entorno miserable los opriman. Su patético entorno, compuesto de escenarios industriales corroídos, forma un correlativo con el fracaso personal de cada uno.
Apacibles y largas secuencias nos muestran caricias cálidas y de fríos almacenes en ruinas. Observamos así que Lobo y Paloma no son solo desechos de la pobreza, son víctimas colaterales de un estado fallido. Un video viral en redes mostrando la crueldad de unos sicarios, recuerda a Lobo haber atestiguado ese preciso momento de infernal crueldad. El trauma los afecta a ambos. Su tragedia es la de un contexto que les ha robado el presente y el futuro. La lentitud de su ritmo busca acentuar emociones antes que beneficiar una narrativa. Las meditaciones internas y los torpes diálogos que ambos se prodigan se reiteran a veces con demasiada monotonía. Su estilo no logra del todo hacernos ver esa fuerza imponente ante la cual los personajes parecen inermes. Su drama se aprecia más por sus efectos y los elementos que lo simbolizan. Pero La Paloma y El Lobo es más que el drama de una pareja, es el de toda la región del norte de México. El drama de un país donde las promesas de desarrollo industrial tanto como las
historias de amor, han sido arrasadas por una realidad de violencia y miedo. Algo que se ve expuesto a través de la hostilidad con que actúan las personas que rodean a Paloma y Lobo. Aun los adolescentes parecen crueles, infectados por un mal ante el que, o se unen o se consumen. Sin embargo, la parsimonia tanto en sus planos estáticos como en sus travelings no siempre juega en favor del expresionismo que se pretende. Cuando la cámara sobrevuela por las represas donde los personajes se bañan, no se percibe el tiempo como expresión esencial de la vida, sino como minutos que pueden hacernos mirar el reloj. En la reflexión final, esa agua –quizá uno de los pocos espacios donde se experimenta un poco de libertad-, termina por ser el instintivo lugar de retorno, el amniótico refugio para el escape. La Paloma Y El Lobo, en sus homónimos animales, representan el triste estado de consciencia primitivizada por el terror.
L
os hombres solo sirven para dos cosas: para nada y para dar dinero». Este es tan solo uno de los consejos ofrecidos por doña Olga, la mujer que lleva más de 45 años trabajando en el legendario cabaret “Barba Azul” de la Ciudad de México y que protagoniza el documental La Mami de la directora española Laura Herrero Garvín, afincada en nuestro país dese hace 10 años, y quien realizó un trabajo de campo durante tres años en el lugar antes de encender una cámara para contarnos la historia de esta mujer. Ubicado en el piso superior al que alberga la pista de baile, el baño que también tiene la función de vestidor y guardarropa, es atendido por «La Mami», como cariñosamente se le conoce a Doña Olga, quien fue por muchos años fichera en este mítico lugar. Este reducido espacio, además de los múltiples usos, se ha convertido en una suerte de refugio para Ambar, Brenda, Candy, Conie, Fabiola, Geovana, Lucy, Maricela, Michelle, Miriam, Monica, Osiris, Sharon, Vale y Wendy, quienes han encontrado a una amiga y mentora que cuida de ellas emocionalmente al ofrecerles consejos tanto profesionales como personales. La llegada al cabaret de Priscila, una mujer con un hijo enfermo que necesita apremiantemente del trabajo, es aprovechada por la realizadora para que, como espectadores, descubramos con ella este submundo donde las
infernales y donde a los hombres podríamos tomarlos como demonios que acechan a las mujeres del cabaret, las cuales sin embargo, comúnmente no son maltratadas por la clientela masculina, sino por un sector femenino que viene de su burbuja de privilegios, que las miran tan morbosamente como si se trataran de animales en un safari y a las que no tienen reparo en llamarles «putas», un término que 'la Mami' refuta y corrige al denominarlas como «trabajadoras sociales», pues estas damas de compañía tienen que aguantar a los hombres que van desde los más finos y educados, hasta los más machistas y patanes. La directora resuelve con astucia una propuesta visual limitada por el reducido espacio de los baños y aprovecha cada rincón y cada espejo para jugar con los reflejos, los encuadres cerrados y los fuera de cuadro para transmitirnos la sensación de un ambiente de intimidad y resguardo que el lugar proporciona a las ficheras del cabaret. “La Mami” es un ejercicio fílmico que se sostiene por la empatía, el respeto, la dignidad y la sensibilidad desde la que explora la vida de la excepcional guardiana de un refugio donde las mujeres han encontrado en la sororidad, más que solo en el compañerismo laboral, la fuerza y la valentía para hacer frente a una sociedad que juzga, estigmatiza y discrimina brutalmente.
E
n una vieja casona de la Ciudad de México, Beatriz (Sylvia Pasquel) y el Viejo (Alejandro Suárez) viven atormentados por el pasado en una relación de codependencia tan profunda que ninguno concibe la vida el uno sin el otro. Ella sufre diariamente las vejaciones, los insultos y los reclamos de su marido por su promiscuo pasado y sospecha que está saliendo con otro hombre; pero él, despechado, le es infiel con Isabel (Patricia Reyes Spíndola) una mujer casada que trabaja como peluquera en el barrio. De todo esto es testigo Dinorah (Greta Cervantes), la joven sirvienta de la pareja que ocasionalmente hace las veces de hija adoptiva y que en otras ocasiones enaltece la violencia ejercida sobre Beatriz porque «ella se lo buscó». Esta es la premisa de El Diablo entre las piernas, la decimoquinta colaboración entre el director Arturo Ripstein y su pareja sentimental Paz Alicia Garciadiego como guionista –quien fue galardonada por su trayectoria en la pasada edición de los premios Ariel–, una dupla que trabajó por primera vez en El Imperio de la Fortuna (1986). «Descubrí que él tenía un romance con la cámara... yo le tenía unos celos feroces; pero me di cuenta que yo podía hacer lo mismo con las palabras», señaló Garciadiego en el estreno nacional de la cinta en el Festival Internacional de Cine de Morelia. Y es precisamente de estos romances individuales que surge la configuración audiovisual del filme: con un barroquismo marcado no sólo por el rebuscado lenguaje español de finales del siglo XIX al que se acudió para los construcción de diálogos, sino también por la propuesta de transmitir, a través de largas tomas y movimientos de cámara, el espíritu teatral a las postales monocromáticas en movimiento gracias al talentoso director de fotografía Alejandro Cantú y que responden a la idea del cineasta de que el color en las películas es una concesión para el espectador. Las pasiones son turbias y destructivas, Ripstein lo sabe –lo ha declarado–, pero también sabe que el deseo y los celos no se acaban con la edad, y esta tesis la desmenuza rompiendo esquemas en el cine patrio, explorando temas tabú como la sexualidad, el erotismo y la violencia en adultos mayores. Transgresora como lo ha sido siempre su cine, El Diablo entre las piernas es una historia de amor, hastío, traición y venganza narrada desde un lugar muy cercano al esperpento y con excepcionales desempeños histriónicos tanto de Sylvia Pasquel como de Alejandro Suárez. El retrato de una sexualidad activa en la vejez en una afrenta contra la sociedad moralina y mojigata que niega el placer a las personas cuando llegan a la tercera edad; el cuerpo marchito de los personajes, entonces, se transforma en el leitmotiv de esta película honesta y arriesgada que va en contra de la invisibilización sistemática de la vejez en la industria fílmica, en la televisión y en la publicidad. La violencia verbal y física hacia la mujer que se hace presente en la cinta no responde al afán de ser políticamente incorrecto, de la provocación facilona, o de representar fielmente la realidad. La relación afectiva que se retrata en pantalla forma parte de los universos cinematográficos creados por Ripstein en sus cintas y que son mucho más complejos que los que cine hollywoodense ha patentado y nos ha hecho creer que son únicos; la cinta muestra que las relaciones de pareja poseen muchas más aristas de las que la industria nos quiere hacer creer, y que existen muchas relaciones en las que, como si de una simbiosis se tratara, el amor y el odio van siempre de la mano. Oponiéndose tajantemente al falso idealismo y a la romantización de las relaciones de pareja, Ripstein y Garciadiego se deshacen de las preconcepciones de amor y belleza socialmente aceptables para hacer de las mentiras, los celos e infidelidades la estructura que sostiene la relación entre la crepuscular pareja protagonista que muchos podrían etiquetar como 'tóxica'; sin embargo, el preciso guion de Garciadiego no sólo funciona como un amplio muestrario de los vicios de nuestra naturaleza humana, sino que en ningún momento lanza un juicio moral alguno sobre los personajes, sino que por el contrario, con gran empatía y respeto hacia ellos nos revela que hay historias de amor en las que hay tormento y satisfacción por igual.
N
ed Kelly es una figura ambigua en la cultura australiana: por un lado ostenta el título del más famoso criminal del continente oceánico, y por otra parte, es considerado como un contestatario héroe que se enfrentó al Estado colonial británico. Entre las representaciones fílmicas del personaje más recordadas está la del músico Mick Jagger en 1970 bajo la dirección de Tony Richardson, y poco más de tres décadas después, en la encarnación hecha por Heath Ledger en el año 2003 bajo las órdenes de Gregor Jordan. Ahora, el cineasta australiano Justin Kurzel retoma a esta leyenda de su tierra, retratándola con la particular estética que ha definido su cine y desde la condición y naturaleza mítica de su objeto de estudio. Con base en la novela La verdadera historia de la banda de Kelly de Peter Carey publicada en el año 2000, el director otorga el rol central al joven actor George MacKay, quien como el legendario bandolero narra su propia historia para que su hijo lo conozca desde su propia voz. Es así cómo acompañamos a Ned desde que a muy temprana edad y tras la muerte de su padre, tuvo que intentar hacer hasta lo imposible para que su madre y hermanos sobrevivieran, viéndose envuelto en problemas con la ley desde su juventud cuando tuvo que labrar su tormentoso camino hacia la supervivencia en la mísera, salvaje y desolara tierra australiana en la segunda mitad del siglo XIX. En la filmografía de Justin Kurzel podemos rastrear fácilmente las evidencias de sus inquietudes temáticas como sus protagonistas que quieren huir de su entorno pero que se ven irremediablemente arrastrados por una vorágine de violencia y fanatismo ideológico sembrado por sus seres queridos cercanos: en Snowtown, su opera prima, Jamie es arrastrado por su padrastro al submundo criminal; en Macbeth, la mujer del líder guerrero protagonista provoca su fractura psicológica para traicionar a su rey y asirse con la corona de sangre; y en Los Bandidos de Kelly, es la madre del mismo Ned quien no le permite escapar de su destino en un país
construido sobre los restos de un genocidio indígena. Luego de su tropiezo en el cine hollywoodense con la decepcionante adaptación de los videojuegos de la franquicia “Assassin's Creed”, el director aquí reafirma de manera contundente ser uno de los directores auténticamente visionarios del panorama internacional; el cineasta encuentra en su violento estilo personal la fórmula perfecta para aproximarse a la ambigua figura del famoso criminal australiano. Y es que Justin Kurzel sabe del absoluto poder de fascinación que posee Ned Kelly como figura legendaria en su nación, y aprovecha que ésta puede tener paralelismos con la vida de grandes estrellas del rock o de celebridades mediáticas, tal como ya lo habían mostrado Quentin Tarantino en el guion y Oliver Stone en la dirección de Asesinos por Naturaleza (Natural Born Killers; 1994). El director se enfoca en el estudio del personaje roto que busca un destino mayor pero al que las circunstancias y sus seres queridos lo arrastran continuamente a la vorágine criminal, y esto lo hace mediante una propuesta audiovisual estimulante con una fotografía poética de cámara nerviosa a cargo de Ari Wegner, acompañada del score original compuesto por Jed Kurzel, hermano del director, quien entrega una propuesta minimalista pero evocadora y donde no se desapega por completo de las notas que ya había usado en la tragedia shakespeareana protagonizada por Michael Fassbender. Con un reparto sobresaliente en donde encontramos a Essie Davis, Charlie Hunnam, Russell Crowe, Nicholas Hoult y Thomasin McKenzie, Los Bandidos de Kelly es un estimulante western de espíritu punk donde tienen cabida el travestismo, la bisexualidad y la androginia con ecos del estilo laberíntico de Borges tanto en su propuesta narrativa dispersa como en su discurso visual anacrónico; el más reciente ejercicio de estilo de Kurzel es un violento drama criminal que posee en cada fotograma la impronta de un artífice al que debemos seguirle la pista muy de cerca.
C
on tan sólo un puñado de filmes de corto y largo metraje en su legado cinematográfico, caracterizado por su espíritu transgresor y provocativo de exótico surrealismo, el director dominicano Jean-Louis Jorge posee un estatus de culto en los círculos underground de la cinefilia francesa y española principalmente. Su obra cinematográfica, hoy olvidada y desconocida por la gran mayoría de cinéfilos alrededor del mundo, fue precursora de la estética kitsch y una fuerte inspiración para el estilo de los primeros títulos del director manchego Pedro Almodóvar. Su muerte prematura a los 53 años de edad por un cobarde crimen cometido en su departamento aún está sin resolver. En La Fiera y la Fiesta, el director mexicano Israel Cárdenas colabora por cuarta ocasión con la cineasta dominicana Laura Amelia Guzmán –quien además es sobrina del legendario cineasta– para producir un filme que se aleja de su acostumbrado estilo cinematográfico más cercano al documental, y se encamina en cambio hacia un proyecto onírico y surreal que nos remite, tanto en forma como en fondo, al invaluable legado fílmico de uno de los directores latinoamericanos más propositivos del siglo XX. La dupla de directores se reúnen nuevamente con Geraldine Chaplin luego de trabajar con ella en su tercer largometraje en conjunto: su proyecto anterior Dólares de Arena (2014). En esta ocasión, la experimentada actriz encarna a Vera, una estrella de fama olvidada que anhela filmar una película que rinda homenaje a la memoria de su gran amigo Jean-Louis Jorge. Inspirado en Edwige Belmore, conocida como «la reina del Punk» en los años 80, el personaje central llega a la isla dominicana con el propósito de ponerse al frente del proyecto y rodearse de un equipo de grandes talentos que, durante la década de los 70s, trabajaron con el legendario director tanto al frente como detrás de
las cámaras. Entre ellos se encuentra el productor Víctor (interpretado por Jaime Piña), el camarógrafo y director de fotografía Martín (encarnado por el también cineasta Luis Ospina) y el coreógrafo Henry (el gran Udo Kier, a quien recientemente vimos también en Bacurau de Kleber Mendonça Filho y Juliano Dornelles). Sin embargo, una serie de sucesos ponen el riesgo el proyecto: desde los desacuerdos artísticos sobre el diseño de arte y los números musicales, hasta la desaparición de uno de los jóvenes actores y la muerte de un par de bailarinas que aparentemente fueron víctimas de un ataque vampírico. La Fiera y la Fiesta es un drama fantástico sobre la memoria, el paso del tiempo, la trascendencia y la creación artística que se ve salpicado por dentelladas sanguinolentas de un thriller sobrenatural con el que Guzmán y Cárdenas atienden a refrescar la memoria fílmica colectiva a través de un homenaje en clave de ficción poseída por el espíritu del cineasta con postales en movimiento donde la plasticidad del glamour del Hollywood de antaño, la sensualidad caribeña y el tono histriónico nostálgico rescatan el particular estilo del legendario director mediante un interesante ejercicio de metaficción. Y aunque evidentemente es un filme que apela principalmente a un público que no sea ajeno a los extravagantes universos fílmicos creados por Jean-Louis Jorge, las referencias constantes a su filmografía con material de archivo –donde sobresalen La serpiente de la luna de los piratas (1973), una versión libre, personal e irreverente de Bella de día (Belle de jour; 1964) de Luis Buñuel; y Mélodrame (1976)– proveen de las suficientes pistas para que el espectador casual pueda tener un contexto histórico-artístico del legado fílmico del cineasta y se consiga a cabalidad el pretendido homenaje y reivindicación de un artista cinematográfico maldito injustamente caído en el olvido.
E
l nombre de Matteo Garrone destacó en el panorama internacional con la sensacional Gomorra (2008), filme ganador del Gran Premio del Jurado en Cannes que, apostando por una estética más cercana al cine documental y con el respaldo de la investigación periodística contenida en los once capítulos el libro homónimo firmado por el joven periodista Roberto Saviano, propone un acercamiento a los capos napolitanos pero alejándose radicalmente del glamour y la seducción con que Hollywood envuelve a estas figuras criminales en su «cine de mafiosos». Entre droga, violencia, corrupción, y sobre todo, impunidad, cinco historias individuales –presentadas de manera intercalada en su narrativa caleidoscópica– tienen lugar en un barrio de Nápoles, y a través de ellas la película detalla el modus operandi y las costumbres de la «Camorra», aunque sin revelar tantos detalles sobre las identidades de los mafiosos que hicieron que Saviano terminara con protección las 24 horas del día tras ser sentenciado por la mafia napolitana al ver expuestos sus trapos sucios. Luego de explorar los terrenos de las fábulas oscuras con El cuento de los cuentos (2015), el director se inspira en el caso real ocurrido en 1988 –el de Pietro De Nigri, que pasó 16 años en prisión– para regresar a la violencia y la sordidez urbana, pero lo hace jugando también con los códigos de la comedia absurda. Marcello (Marcello Fonte), el apocado y compasivo dueño de una estética canina en un barrio napolitano y padre amoroso de una adorable pequeña de 9 años con la que asiste a concursos de belleza canina y a expediciones de buceo. Pero la figura de padre ejemplar contrasta con su amistad con Simone (Edoardo Pesce), un violento pandillero con un pasado pugilístico que tiene aterrado al barrio y con el que
comparte la afición a la cocaína –la cual también distribuye al menudeo– y los picarescos ambientes nocturnos, y al cual ayuda a cometer atracos menores. Tras un golpe criminal en el barrio perpetrado por Simone, Marcello termina en la prisión por proteger a su amigo y se gana el repudio de los comerciantes del barrio; pero a su salida, el único camino que le queda para recuperar el honor, el respeto y cariño de la gente del barrio es el de la venganza. Si bien ahora propone un tono cómico-dramático, el guion firmado por Garronne junto a Ugo Chito, Massimo Gaudioso y Maurizio Braucci, consigue que de forma orgánica se conjugue la exageración caricaturesca del personaje de Marcello con la violencia criminal ya retratada en sus filmes anteriores y a través de esta mezcla explora las inquietudes recurrentes del cineasta como la amistad en medio de la violencia. Como una suerte de mezcla entre la ya mencionada Gomorra y El Taxidermista (2002), la nueva película de Garrone marca también el regreso del director a una serie de retratos sociales en los que priman los los conflictos humanos, los dilemas éticos y morales a través de las hamponas aventuras de Marcello –con una impecable interpretación de Fonte merecidamente reconocido como mejor actor en Cannes 2018–, convertido en una suerte de antihéroe que comparte destino con varios de los personajes más patéticos pero a la vez entrañables del gran Álex de la Iglesia –el plano final, de gran desolación moral y emocional, recuerda a El Día de la Bestia y a Crimen Ferpecto. La elegante, audaz, amarga y tragicómica parábola moral del salvajismo social que representa Dogman, es el gran retorno de Garrone a su cine más personal, un efectivo thriller construido con una ejemplar manejo del suspenso y ejecutado con el talento autoral que caracteriza al director romano.
E
l director Julián Hernández es hoy por hoy uno de los directores mexicanos más reconocidos en el panorama nacional. Sus películas da fe de la continua exploración de las posibilidades que ofrece el lenguaje cinematográfico. “Rencor Tatuado”, su quinto largometraje, representó un distanciamiento tanto en forma como en fondo de las propuestas que nos tenía acostumbrados con argumentos que involucraban a la comunidad LGBT, y a través de una propuesta monocromática anclada a los códigos del cine noir que a la vez echaba mano de la estética teatral expresionista, nos obsequió un sofisticado ejercicio con el que incursionó en el 'cine de género' con una apuesta pertinente y relevante en donde la expresión artística y la solidaridad masculina eran los elementos clave en la lucha contra la violencia y la corrupción que tienen sometido al país. Ahora, con “La Diosa del Asfalto”, el director reitera encontrarse en su etapa de experimentación que permite la gramática cinematográfica. Las mujeres, que ya formaban parte del reparto principal de sus cortometrajes, continúan reclamando protagonismo en los recientes largometrajes del cineasta; en el caso particular de “La Diosa del Asfalto”, funciona como continuación y complemento del discurso sobre la violencia de género y la venganza presentado en “Rencor Tatuado” a través del personaje de Aída Cisneros, pero aquí la revancha femenina se lleva hasta las últimas consecuencias siendo absolutamente radical. Max (interpretada por Ximena Romo), es una chica rockera que regresa a su barrio ya convertida en vocalista de la banda «La Diosa del Asfalto y sus desperdicios». Los recuerdos de su antigua vida en el lugar se agolpan en su mente desde que baja del autobús, y los secretos que alguna vez dejó atrás comienzan a acecharla. Recién salida de prisión, Ramira (encarnada por una extraordinaria Mabel Cadena) también ha regresado al barrio, y junto con su mano derecha, La Carcacha (interpretada por Nelly González), se propone recobrar el dominio de las calles. El reencuentro entre Max y Ramira trae consigo un sentido que se creía perdido para su vida en el pasado, pero también significa el resurgimiento de los rencores. Luego de un incidente trágico entre las ex amigas, un extenso flashback nos transporta diez años al pasado donde nos son revelados los pormenores de su relación y conocemos las motivaciones de las decisiones que tomaron y que las llevaron a ese destino. Conocemos entonces también a Sonia (Samantha Orozco), una tierna adolescente que es acosada sexualmente por su padrastro; y a Guama (Alejandra Herrera), una chica que termina hospitalizada luego de ser brutalmente atacada por negarse a tener sexo con un hombre. “La Diosa del Asfalto” refrenda el compromiso de Julián Hernández con temas sociales y aborda nuevamente la violencia de género, y se ve inspirado por una serie de historias reales ocurridas en la década de los 80, que son compartidas por una de las sobrevivientes de la marginación y la violencia al sur de la Ciudad de México. Las directoras, guionistas y rockeras Inés Morales y Susana Quiroz coescriben el argumento de “La Diosa del Asfalto” con base en las vivencias de esta última, quien formó parte de uno de los movimientos pandilleros femeniles. La idea del guion para la realización del largometraje surgió desde 2009, cuando se le pidió al director Julián Hernández que fuera asesor en el tratamiento argumental y ambas intentaron levantar el proyecto; sin embargo, no consiguieron el apoyo suficiente para que se materializara el filme, y fue hasta varios años después que el realizador les pidió la oportunidad para intentar llevarlo a cabo respetando absolutamente lo que estaba señalado en el guion durante las siete semanas de rodaje. La cantante Jessy Bulbo, originalmente contemplada para interpretar a Max cuando Inés Morales y Susana Quiroz trataron de levantar el proyecto una década atrás, participa aquí como compositora de tres canciones originales, las cuales, junto a una extraordinaria curaduría de temas de Rigo Tovar, José José y Cecilia Toussaint, se integran de forma orgánica a la dirección de arte de Erika Ávila y el diseño de vestuario de Alajandro Caraza, para ayudar a la construcción de la atmósfera con la fotografía de Alejandro Cantú, quien presenta nuevamente sus escenas con giros de 360° y los planos holandeses a los que el director ya había acudido desde su trabajo anterior y que van más allá de ser un capricho estético, pues la potencia y dinamismo que aportan con el ritmo de la edición, obedecen a la búsqueda de un ambiente muy específico que nos anuncia la llegada de momentos clave en la trama de la película que posee ecos estéticos del cine de los 80s, principalmente con evocaciones a “Perro Callejero” (1980), protagonizada por Valentín Trujillo bajo la dirección de Gilberto Gazcón, y “La Banda de los Panchitos” (1986) de Arturo Velazco. Aunque inicialmente el realizador no tenía el propósito de que la cinta fuera una carta de denuncia de la marginación y la violencia hacia la mujer, la crítica situación en el país da cuenta de que el tema es hoy mucho más actual y relevante; de ahí la necesidad de visibilizar este problema social con sus múltiples aristas en torno al concepto de venganza y justicia. Porque cuando la familia consanguínea no les ofrece cuidado y apoyo, la sororidad se convierte en el único refugio donde pueden encontrar la protección, el cariño y la fuerza para seguir viviendo un día a la vez, para hacerle frente a la hostilidad y reclamar su lugar en el mundo como aguerridas y combativas guerreras con las drogas y la música también como posibles salvavidas. Y es justo aquí, en la profunda amistad entre estas mujeres fuertes y con determinación, donde se encuentra el verdadero rabioso corazón de “La Diosa del Asfalto”.
L
a filmografía del cineasta estadounidense de ascendencia coreana Lee Isaac Chung se ha desarrollado en el género del drama en sus variantes románticas, sociales y familiares; su más reciente largometraje, el cuarto dirigido el solitario, posee fuertes ecos autobiográficos y lo ha llevado a posicionarse como una de las películas que comparten 6 nominaciones a los premios Oscar en las principales categorías. Inspirada por sus recuerdos de la infancia, la película nos convierte en acompañantes de una familia coreana que, en la década de los 80, busca establecerse en una zona rural de Arkansas con el anhelo de alcanzar el sueño americano del padre de abrir su propia granja de vegetales coreanos, para así poder brindar sustento a su esposa, sus dos hijos, y a su suegra que pronto se reunirá con ellos, a la vez que busca mantener las tradiciones culinarias de su tierra en Estados Unidos. El nombre de la película hace referencia a la manera en que se le conoce a la planta Oenanthe javanica –conocida popularmente también como apio chino o perejil japonés–, la cual forma parte de la tradición culinaria asiática y que tiene como peculiaridad la capacidad de crecer en cualquier tipo de suelo y de renacer, en su llamada segunda temporada, de una forma más fuerte que en su primera etapa. Y es que la conexión de la planta con la cinta se establece ya que ésta habla de la capacidad de echar raíces, de crecer en cualquier lugar pese a las adversidades y del poder de renacer o reinventarse y presentarse incluso con más fuerza que en el pasado. Pero la cualidad poética de la cinta no sólo se limita a la alegoría con el vegetal asiático, sino también se deja ver en su factura, con postales en movimiento que nos remiten a clásicos del Western dirigidos por John Ford donde se retrataba la otra conquista de los territorios de la Norteamérica profunda. La impecable fotografía de Lachlan Milne y las notas de Emile Mosseri llenas de melancolía, nos evocan al cine clásico pero sobresale por eludir la excentricidad en el retrato de otras culturas, a la vez que también evita mensajes demagógicos. Porque “Minari” es, antes que todo, un filme sobre la supervivencia y la resistencia de la identidad del ser humano cuando se ve obligado a vivir en una sociedad en la que resultan antagónicas sus formas de ver el mundo. No obstante las virtudes del filme, por momentos es inevitable sentir que el director ha decidido evadir los violentos choques entre culturas y otros aspectos no tan agradables con respecto a la inmigración con el fin de llegar a un público comercial más amplio, lo cual sin duda alguna conseguirá al ser un drama correcto y complaciente que posee, sin embargo, calidez, ternura y autenticidad en su propuesta.
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l canto, como una tradición y expresión artística que se desdobla como una extensión del lenguaje, representa una ventana hacia la trascendencia del espíritu y nos permite el acceso a distintas formas de percibir e interpretar el mundo. El documental “A morir a los desiertos”, de la directora Marta Ferrer, nos transporta a la Comarca Lagunera para conocer a Los ‘Cardencheros de Sapioriz’, el último grupo de cantantes de «Cardenche», un particular estilo musical surgido en el siglo XIX como una tradición entre los peones de las haciendas algodoneras de Durango para soportar las largas jornadas de trabajo en condiciones de pobreza y con abuso de poder. Actualmente, este cando que guarda similitudes en su origen con el del blues de las comunidades de esclavos afroamericanos del Sur de Estados Unidos, se enfrenta a una posible desaparición. El nombre del canto Cardenche –que entona en versos a tres voces: primera, de arrastre, y contralta, y sin el uso de instrumentos musicales– proviene de una variedad de cactáceas de la región cuyas espinas entran con facilidad en la piel causando dolor, pero lastiman aún más al momento de tratar de extraerlas debido a que poseen unos filamentos que se abren; y es por esta característica de las espinas que las relacionan como una metáfora del amor, que duele cuanto entra en tu vida pero causa un daño mayor cuando se marcha. De ahí que el llamado ‘mal de amores’ sea la temática principal del Cardenche, aunque también encontramos temas que hablan del duelo, la tragedia y la nostalgia por tiempos mejores y que son interpretados con profunda melancolía e incluso con dramatismo. En su primer documental “El Varal”, de 2009, la cineasta catalana se aproximó a la región del bajío para adentrarse en la apartara comunidad de la que toma su nombre la cinta y explora la vida cotidiana, sus costumbres y el impacto social de una pobre economía. Ahora con “A morir a los desiertos” se percibe el compromiso reafirmado de la directora por retratar realidades lejanas de la hegemonía mediática, y aquí consigue un sobresaliente ejercicio con un cuidadoso diseño sonoro a cargo de Christian Giraud y un sobrio trabajo de fotografía a cargo de la misma directora junto a Hugo Royer, con el cual consigue capturar a cabalidad la esencia del canto Cardenche en su originario ambiente semidesértico. Acompañando los pasos de Guadalupe Salazar, Fidel Elizalde, Antonio Valles y Genaro Chavarría –los miembros de los ‘Cardencheros de Sapioriz’–, la directora elabora un revelador y entrañable documental que no se limita a intentar escudriñar cuáles son los orígenes particulares e íntimos de la melancolía que cada miembro de la agrupación deposita en los versos que interpretan, sino que además de explorar la importancia de la música como una tradición regional y como un intangible patrimonio histórico-cultural, también muestra el poder que posee el Cardenche tanto para curar un alma herida, como para intentar establecer puentes entre las generaciones que han dejado atrás las haciendas algodoneras y ahora trabajan en maquilas en condiciones que se asemejan mucho a las que dieron origen a este canto. Aunque la realizadora nunca se propuso hacer el documental con el propósito de rescatar al Cardenche de la extinción, “A morir a los desiertos” sí consigue exponer la importancia de preservar las tradiciones como parte de la memoria histórica de las comunidades apartadas, pues con la desaparición de cada una de ellas también se desvanecen de manera definitiva formas distintas de conocer el mundo y conocerse a uno mismo; con cada expresión artística que se extingue en el tiempo, se pierde también una ventana hacia la trascendencia del espíritu.
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ras el gran tropiezo en su carrera que significó su incursión en el cine anglo parlante –The Death and Life of John F. Donovan (2018)–, el director quebequense Xavier Dolan está de regreso con Matthias y Maxime”, su nuevo melodrama juvenil que en esta ocasión gira en torno a los dos mejores amigos a los que hace referencia el título –Matthias Ruiz (Gabriel D'Almeida Freitas) y Maxime Leduc (Dolan regresando como protagonista de sus historias)– que repentinamente tiene que enfrentarse, cada uno desde su trinchera, a las emociones y sentimientos largamente reprimidos que se agitan por dos eventos: el primero es el de Maxime anunciando a su grupo de amigos un próximo viaje a Australia donde residirá por dos años; y el segundo, es un beso que sucede entre los dos chicos como parte de una actuación amateur en la filmación de un cortometraje universitario dirigido por la hermana de uno de los amigos del grupo. La inminente partida de Matthias y ese beso que, al parecer ya habían experimentado durante su época en Preparatoria, lleva a ambos a cuestionarse la solidez de su orientación sexual y con ello a poner a prueba su amistad y sus vínculos con sus seres queridos. Dolan teje en la historia una serie de subtramas en las que repite sus obsesiones temáticas como las relaciones problemáticas entre madre e hijo, la imposibilidad de adaptarse a una realidad cambiante y la nostalgia por un pasado mejor; sin embargo, el hilo conductor se mantiene entre Matthias y Maxime, y es a partir de ellos que desarrolla en pantalla un estudio de la amistad y del deseo masculino. Dolan decide mostrar de forma individual la manera en la que cada chico lucha contra los sentimientos amorosos que, evidentemente, van mucho más allá del cariño fraternal; la incapacidad de ambos para lidiar con este tema deviene en frustración y enojo, en especial para Matt, quien atormentado por una vergüenza y miedo no verbalizados que se traducen en constantes comportamientos absurdos como su impetuoso nado por un lago, la discusión con sus amigos durante un juego de mímica, o con su pareja a la que le da explicaciones no pedidas sobre su beso con Maxime. Matthias y Maxime confirma una vez más el histérico estilo audiovisual videoclipero con el que se ha consolidado el sello Dolan, pero en su conjunto resulta una obra menor y muy poco arriesgada dentro de filmografía le canadiense en la que sus temas recurrentes comienzan ya a ser lugares comunes y queda muy por debajo del nivel de su otrora cine fresco, vanguardista y trasgresor. Aunque en su defensa debemos señalar que en este título –el octavo de su carrera detrás de la cámara– presenta señales que apuntan a que Dolan se encuentra en una etapa de reflexión sobre su vida y su obra fílmica; y es que tal vez, y sólo tal vez, esta historia sobre juventudes enfrentadas al cambio de realidades sea la representación en pantalla de estar tomando conciencia de que su época juvenil ha llegado a su fin, que ha llegado ya a su tercera década de vida y que debe comenzar a producir obras de mayor madurez.
A
partir de una anécdota que le compartieron sobre una pequeña población costera donde cada Navidad un Santa Claus muy peculiar surcaba el cielo en colorido paracaídas para lanzar bolsas con dulces a los niños, el director Bruno Santamaría –quien ya nos había obsequiado el íntimo y personal ejercicio llamado “Margarita” (2016) sobre el destino de una ex actriz del cine nacional ahora olvidada por el público y que deambula por las calles de la Colonia del Valle– se interesó en la historia de El Roblito para llevarlo a la pantalla a través de “Cosas que no hacemos”, su segundo trabajo documental con el que nos transporta hasta esta pequeña comunidad rodeada de manglares localizada en la costa del Pacífico en los límites de Sinaloa y Nayarit, donde como si se tratase de una suerte de País de Nunca Jamás bordeado por territorios dominados por el crimen organizado, los Niños Perdidos juegan con sorprendente calma en las calles, campos y lagos mientras los adultos abandonan el pueblo para trabajar. Aunque El Roblito está localizada en un territorio dominado por el crimen organizado, la violencia en el lugar es mínima y responde a tensiones y pleitos aislados entre civiles, no entre carteles. Los factores que golpean a la población son la escasez de agua y la explotación laboral; pero el objetivo documental no es sobre la violencia, sino que nace de la necesidad de reflexionar sobre el proceso de maduración, y en este caso en
particular, sobre cómo los niños y adolescentes hacen frente a este inevitable rito de paso en una comunidad remota. En el documental, como en la vida cotidiana de El Roblito, hay poco espacio para los adultos; el espacio casi en su totalidad pertenece a los lúdicos juegos infantiles y al autodescubrimiento adolescente donde destaca Arturo –aunque todos le llaman Ñoño–, un chico asumido como gay frente a sí mismo y su familia, pero que aun guarda el secreto de su mayor sueño: maquillarse y vestirse de mujer. De la misma forma en que “Margarita” se convirtió en un trabajo personal para el realizador por la relación de amistad que sostuvo con la protagonista más allá de ser el objeto de su estudio, el documental “Cosas que no hacemos” es un filme personal que le sirvió como catarsis para la aceptación de su homosexualidad llevándolo a la salida del clóset con sus padres. Pero más allá de ser un ejercicio de reconocimiento y aceptación personal –y de contar con un nivel de producción de primer nivel gracias a la participación de Tomás Barreiro en la composición musical y Zita Erffa como sonidista– “Cosas que no hacemos” es un documento cinematográfico que encuentra su mayor virtud en la historia de emancipación de Ñoño con una de las frases más hermosas que puede escuchar un hijo, pues proviene de un padre que incita y refuerza su espíritu de libertad: “Si es tu sueño, pues realízalo”.
E
n 2016, través del cortometraje Uriel y Jade, el director Eduardo Esquivel nos presentó a Uriel Ramos, un joven coreógrafo de la religiosa y conservadora comunidad de Mezcala, en Jalisco; en este breve documento fílmico, el chico nos compartía sus experiencias sobre la búsqueda de libertad y su lucha personal al momento de construir su identidad en la que, por supuesto, su orientación sexual era determinante. Ahora en Las Flores de la Noche, el director cuenta con Omar Robles como aliado tras la cámara y ambos expanden la idea para presentarnos también a Violeta, Gardenia y Alexa, quienes junto con Uriel forman un grupo de disidentes sexuales que, a las orillas del lago más grande de México, cultivan una profunda y poderosa amistad de la que toman la fuerza necesaria para no ceder ante la presión social que pretende que abandonen su identidad femenina. En el centro del documental, así como lo fue en el cortometraje predecesor, sigue estando Uriel, una persona compleja que está en la búsqueda de libertad para construir su identidad pero que se enfrenta a la presión social marcada por una fuerte convicción religiosa. Uriel se presenta con un discurso contradictorio, pues por una parte sostiene una relación de amistad con las otras chicas del colectivo, pero por otro lado se ha unido a un grupo religioso donde predica que ha dejado atrás su antinatural etapa de homosexualidad gracias a la palabra de Cristo. Pero el documental no juzga a Uriel ni a ningún miembro de la
comunidad, se limita a exponer la encrucijada en la que se encuentra: ceder ante la presión del resto de los habitantes de Mezcala o mantenerse fiel a su identidad y orientación sexual. Los obstáculos y difíciles circunstancias han marcado y siguen marcando las vidas de estos jóvenes soñadores, pero la película afortunadamente no se centra en el dolor ni se regodea en el sufrimiento para chantajear emocionalmente al espectador; por el contrario, los directores buscan hacer un retrato luminoso de la comunidad LGBT cuya representación en el cine patrio ha dejado mucho que desear. En Las Flores de la Noche, documento fílmico que nos habla de los claroscuros tanto de las personas como de la vida misma, acompañamos a un puñado de personajes y conocemos sus íntimos viajes personales; en este viaje, la dupla formada por Eduardo Esquivel y Omar Robles apelan a la empatía y entregan un sensible y poderoso ejercicio coral que se niega a hacer un retrato de victimización de las personas queer, sino que se dedica a plasmar en pantalla una imagen digna y con orgullo de los jóvenes disidentes sexuales que han hecho del travestismo performático un acto de resistencia y rebeldía para cuestionar al género como un constructo social, que han encontrado en la felicidad su máxima arma de combate, y en la amistad un refugio ante el rechazo, la discriminación, la violencia y el mortal riesgo de ser uno mismo.
E
n la primera secuencia de la película “First Cow” –que probablemente sea un guiño a “Wendy y Lucy” (2008), una de las películas previas de la directora Kelly Reichardt– una chica encarnada por Alia Shawkat pasea junto a su perro por sendero boscoso. La imagen de un barco carguero y la ropa de la mujer nos dan las referencias necesarias para comprender que la secuencia transcurre en el presente. Luego que el perro percibe algo con su olfato, la mujer encuentra un craneo humano, y su curiosidad la lleva a escarbar en el lugar hasta dejar al descubierto a dos esqueletos masculinos que se encuentran tomados de las manos. Un corte abrupto nos coloca ahora en una zona boscosa caracterizada por la abundante y húmeda vegetación, y las prendas que viste el personaje masculino que ahora vemos en pantalla nos permite comprender que hemos dado un salto de dos siglos hacia el pasado. A Otis “Cookie” Figowtz, uno de los protagonistas del relato y al que da vida el actor John Magaro, lo conocemos cuando recorre el bosque recogiendo ingredientes para preparar la comida improvisada para la banda de tramperos que han contratado sus servicios como cocinero durante su campaña de recolección de pieles. Su personalidad, radicalmente opuesta a los escandalosos, toscos y sucios tramperos, le granjea constantes humillaciones. Durante una noche conoce a un hombre particular llamado King-Lu, un comerciante chino al que da vida Orion Lee y que ha escapado casi milagrosamente de una banda de rusos. El cocinero le ayuda con comida y refugio en su tienda de campaña, y desde este primer brevísimo encuentro se da la primera señal de una amistad que será forjada con el tiempo y las coincidencias. Ambos se encuentran poco después en una suerte de cantina, y mientras el resto de los clientes del establecimiento del lugar salen para ver cómo un par de bravucones pelean para medir su hombría –lo que sea que eso signifique–, Cookie y King-Lu dejan el lugar para visitar la improvisada cabaña del segundo y compartir una botella de vino. Cuando llega la primera vaca de la región –de ahí el nombre de la película– los nuevos mejores amigos planean asociarse para comenzar juntos un negocio de pastelillos preparados con leche ordeñada clandestinamente, lo cual los convierte instantáneamente en postres únicos en la región donde están acostumbrados a los preparados sólo con harina y agua. La popularidad de la exquisitez de los pastelillos no tarda en llegar a los oídos del acomodado inglés Chief Factor, quien se apersona con la cara y cuerpo del actor Toby Jones frente a los ladrones de su leche para probar sus celebres maravillas culinarias; su fascinación inmediata
con el postre, que le recuerda a la comida de su natal Inglaterra, le planta la idea de contratarlos para que cocinen un postre con el que pueda humillar a un capitán del ejército con avasalladora soberbia. Luego de la exitosa tarea con la que queda sorprendido el capitán, una serie de sucesos circunstanciales dejan al descubierto el robo de la leche, provocando su que negocio se venga abajo y su vida peligre. La película –basada en la novela homónima de Jonathan Raymond, habitual colaborador de la realizadora como guionista y quien aquí por supuesto participa en la adaptación de su relato– sigue la línea de personajes solitarios y marginados que han marcado el cine de Reichardt a través de las casi tres décadas de carrera; aquí se presentan como personajes de un western atípico que, a partir de una sencillísima anécdota, desarrolla un complejo tratado sobre la amistad masculina en el hostil territorio de Oregon de principios del siglo XIX. Este discurso queda de manifiesto en varias secuencias, pero me parece que hay una escena de la cinta en particular que lo refleja: cuando Cookie visita por primera vez la cabaña de King Lu se establecen los roles dentro de la amistad de una manera tácita, y mientras uno corta leña para cocinar la cena, el otro, por propia voluntad, comienza a hacer la limpieza de la casa barriendo y sacudiendo, e incluso busca flores para decorar la improvisada vivienda que a partir de entonces ambos compartirán y mantendrán. Abordando también tópicos como el constructo de los estratos sociales, así como el sexismo sistémico en la sociedad, la película deconstruye la masculinidad –lo que sea que eso signifique– a través de un par de protagonistas sensibles, con sueños, anhelos, ilusiones y un profundo deseo de conexión emocional para acompañar sus soledades, sin importar que ese vínculo íntimo se establece con otro hombre. Y si bien la cinta posee un final abrupto y anticlimático de acuerdo con las convenciones del cine industrializado, éste responde a cabalidad y dialoga con la primera secuencia de la cinta, y es entonces cuando cobra sentido el relato como un antiwestern sobre las profundas relaciones de complicidad que pueden surgir entre los hombres en un ambiente hostil. De esta forma, “First Cow” se emparenta con “Western: La Ley del Más Fuerte” (2017), de Valeska Grisebach, como una cinta en la que no solo dinamita el significado de la hombría mediante la disección del universo masculino bajo la sutileza y la comprensión empática de la mirada femenina de la cineasta, sino que también desensambla y reelabora las convenciones del género fundacional del cine estadounidense.
E
n 2018 el actor John Krasinski, reconocido por interpretar a Jim Halpert en la versión estadounidense del popular serial británico “The Office” (2005-2013), se colocó tras la cámara por tercera ocasión para ofrecernos “Un lugar en silencio”, una película de terror y suspenso cuya premisa nos traslada a una época incierta en un mundo desolado por la invasión de monstruosas criaturas alienígenas que, pese a ser ciegas, responden de manera sensible al sonido y devoran todo a su paso. Krasinski no sólo logró sostener el suspenso de manera magistral a lo largo de toda la película sino que también consiguió una sólida construcción de sus personajes –la familia Abbot–, pues estaban delineados con conflictos personales que se iban revelando a lo largo de la trama y tomaban su correspondido lugar como piezas clave para las resoluciones en el clímax de la historia. La solidez argumental junto con el sensacional uso de las herramientas que el lenguaje cinematográfico ofrece para narrar una historia casi sin lenguaje hablado, la colocaron como un prodigio del suspenso que el cine de género hollywoodense nos ha obsequiado en años recientes, una cinta de terror y ciencia ficción que, en más de un sentido, rompe con lo establecido dentro del cine hollywoodense y obteniendo su merecido lugar como una de las mejores cintas de terror de la década pasada. El éxito tanto con el público como con la crítica, propiciaron el desarrollo de una secuela y ésta llegaría a las pantallas en marzo de 2020; sin embargo, la contingencia global provocada por la COVID19, obligó a retrasar el estreno por más de un año. Con la reapertura de cines y bajo las recomendaciones para una nueva normalidad, finalmente llegó a México esta esperada secuela en la que acompañamos a los sobrevivientes de la familia Abbot tras los fatales acontecimientos: la madre Evelyn (Emily Blunt), la hermana mayor Regan (Millicent Simmons), el hermano mediano Marcus (Noah Jupe) y el nuevo miembro recién nacido. La película inicia con un flashback que nos muestra el día de la llegada de los alienígenas a la tierra y cómo un común fin de semana con un partido de beisbol se vio interrumpido por una estela de fuego en el cielo que marcó el inicio la lucha por la supervivencia de la familia. En este prólogo es introducido Emmet, un padre de familia encarnado por el actor irlandés Cillian Murphy y con el que
los Abbot parecen tener una relación de amistad cercana. Luego de este trepidante inicio, la cinta nos coloca exactamente donde nos dejó su predecesora, y ahora que su refugio ha quedado expuesto frente a la letal amenaza alienígena, madre e hijos se ven obligados a aventurarse al mundo exterior, intentando por supuesto luchar en silencio para alcanzar la supervivencia. Y aunque la esperanza parece abrirse paso cuando se encuentran con Emmet durante la búsqueda de un nuevo refugio, el peligro crece ante lo desconocido al descubrir que las mortales criaturas no es el único peligro que los acecha más allá de su ya sobrepasado camino de arena. El guión, escrito ya en solitario por Krasinski a partir de los personajes creados por los guionistas de la cinta anterior –Scott Beck y Bryan Woods–, se enfrenta como obstáculo principal a la previsibilidad de los sucesos. Dentro del cine industrializado parece existir una regla que indica que en las segundas partes debe recurrirse a los mismos elementos que hicieron de la primera cinta un éxito pero presentarlos al doble de potencia; “Un lugar en silencio: Parte II” no escapa de este vicio hollywoodense y el guión se siente muy poco orgánico al forzar la acción en dos escenarios distintos y presentando en cada uno de ellos los mismos elementos particulares: cuando en unos personajes se enfrentan al fuego, los otros también lo hacen en su propio entorno; cuando ahora unos se mueven en el agua, los otros también se ven involucrados en alguna situación donde este elemento entra en escena. Y es que aunque la cinta vuelve a contar con eficaces secuencias de suspenso –gracias a la manufactura del realizador conseguida con la fotografía ahora a cargo de Polly Morgan, el score nuevamente compuesto por Marco Beltrami y la edición de Michael P. Shawver– éstas escenas no consiguen repetir en su totalidad el nivel de comunión entre tensión e intimidad que sí se alcanzaba en la primera entrega. Si bien la trama avanza y los personajes crecen y evolucionan –particularmente los hermanos Regan y Marcus–, la película no puede evitar que las situaciones se vuelvan reciclajes de las ya vistas en la cinta anterior. Pero pese a sus notables fallos, “Un Lugar en Silencio: Parte II” se erige como una secuela digna aunque quede por debajo de la cinta que inició lo que aparentemente se convertirá en una trilogía.
U
n efecto esperable del clima angustiante que se vive en México a raíz de la violencia, es el escape. El cine que ofrece reductos de evasión a la realidad, más que valido, puede ser necesario. Un reflejo de esto era de esperarse en un festival de cine cuyo principal tema ha sido el de la violencia asociada al narco y sus efectos en núcleos sociales y en ser humanos. Es así que esta edición del Festival de Morelia incluye entre sus obras a concurso a una cinta que, sin borrar el horror del panorama, acude a las fantasías de adolescencia. No logra sin embargo, que esa adolescencia en su visión, supere del todo la inmadurez. Muerte al verano es la historia de Dante, un adolescente regiomontano y su grupo de amigos, que han formado una banda de heavy metal. La búsqueda de un nuevo vocalista introduce una tensión entre ellos, agravada por la llegada de una chica de quien Dante se enamora. El gran obstáculo es que ella, Lucy, es la novia de su hermano, quien se encuentra en coma sin esperanza de recuperación. No es ni por mucho una historia novedosa y de hecho, su arco narrativo va incrementando paulatinamente en previsibilidad y la evolución de sus personajes es superficial. Se adereza con referencias musicales, sesiones de juegos de cartas estilo Magic, y algún cómico infortunio relacionado con el sueño de la banda por conseguir un contrato discográfico. Todos estos, elementos que ofrecen un escape al deprimente contexto de violencia. En su entorno, cada día amanecen cadáveres en las esquinas, ya como parte de la decoración urbana. Resalta la manera en que esta violencia es retratada, ausente de la atención de los personajes, quienes, acostumbrados, caen en la anestesia. Considerando que la historia se narra en comedia y sus personajes irradian un cierto carisma, la problemática de fon-
do se antoja más bien recordada, antes que reflexionada. Es evidente que estamos ante una película que surge de la nostalgia; su director recrea su experiencia intentando sobrevivir con la violencia como fondo, pero sin mostrarnos de forma contundente sus efectos. El escape no solo llega a la evasión, sino que hace que la historia se regodee en aspectos como el amor imposible y, eventualmente, la obtención de la chica deseada. No por mucho el personaje femenino que carece de arco y anécdota propia, se muestra actuando en función del protagonista. En adición, Luci es desenfadada, canta en gutural y le gusta andar con chavitos. Todo un sueño. Todo esto termina convirtiendo a esta narración en una fantasía sexual, más que en un discurso emocional sobre el trauma de crecer en un ambiente infernal. Tampoco se consideraría un típico comming of age, género donde cierto crecimiento se da en los personajes. En Muerte al Verano, apenas se llega al recuento de una anécdota, sin aprendizajes o problematizaciones. Algunos elementos en el montaje hacen alguna compensación, al alternar entre las escenas los paisajes industriales y los marginales ambientes de una ciudad que no parece vivible, sino sobrevivible. Cabe resaltar que hay un buen manejo de cámaras y un excelente ritmo narrativo, si bien hay algunos regodeos en recursos como la cámara lenta en alta definición, introducida de forma no del todo orgánica. La conclusión de la historia muestra cómo el contexto complejo, aunque puede ser ignorado, termina por afectarnos. Sin embargo, el mecanismo de consuelo hace pensar en el tema como un mero ruido ambiental para un personaje (o un director) que se refugia en la inmadurez. La sensibilidad incel, curiosamente, también puede ser un bálsamo para el horror.
L
uego de Somos Mari Pepa, su sobresaliente opera prima, el director tapatío Samuel Kishi presenta su segundo largometraje de ficción y pasa de la angustia adolescente retratada en su primer largometraje, a la frustrante búsqueda del sueño americano por parte de Lucía, una madre mexicana que, junto a sus pequeños hijos Max y Leo de 8 y 5 años, ha cruzado la frontera ilegalmente buscando hacer una nueva vida instalándose en Albuquerque, Nuevo México, donde ella debe trabajar en dos empleos de medio tiempo para poder pagar la renta de un deteriorado departamento en un condominio que es propiedad de una pareja de ancianos chinos, y donde los pequeños «lobos» –como los llama su madre– pasan el día encerrados entre cuatro paredes. A veces, con juegos imaginativos donde son lobos ninjas que viven emocionantes aventuras, y en otras ocasiones, pasan largas horas frente a la ventana viendo a los niños vecinos jugar futbol o a su casera sacar a pasear a su perro; su compañía son canciones y lecciones básicas de inglés mientras esperan la llegada de su madre al final de la tarde para repetir la rutina al día siguiente hasta que llegue el prometido día de visitar Disneylandia. Inspirado por sus propias vivencias de cuando, junto con su madre y hermano, cruzó la frontera para vivir en Santa Ana, California, el director utiliza sus recuerdos como materia prima para dar forma a un drama social sobre el anhelo de una vida mejor en la llamada «tierra de las oportunidades». Por su evidente similitud temática, es imposible no pensar en The Florida Project (2016), de Sean Baker; pero la propuesta del director mexicano se separa de la sordidez que mostraba por momentos la cinta del neoyorquino, y aunque no duda en mostrar rasgos de crueldad y crudeza en la situación de los inmigrantes, apuesta más hacia la melancolía por un pasado que, aunque difícil de recordar para los menores protagonistas, logran apreciarlo como una época un tanto mejor que la
actual gracias al apoyo de las historias de su madre y de una cinta musical grabada por su abuelo. De esta manera, Los Lobos se centra más en el proceso de abandonar el lugar de origen y adaptarse al nuevo entorno intentando no dejar que mueran las raíces mientras se aferran a un sueño que alcanzar. El trabajo actoral conseguido por Martha Reyes Arias como Lucía resulta impresionante, abordado su personaje desde la complejidad de compaginar rasgos como fortaleza, vulnerabilidad y creatividad, y transmitirlo principalmente a través de su mirada. Mientras tanto, los hermanos en la vida real Maximiliano y Leonardo Nájar Márquez son parte fundamental de la eficacia emocional de la cinta como un relato sobre las lecciones de la vida pero desde la perspectiva de la niñez. Por ello, más que emparentada más con la mencionada The Florida Project, establece diálogo con propuestas como la de la realizadora Paula Markovitch y su destacada cinta El Premio (2011), la cual también está basada en experiencias autobiográficas; o incluso se podrían establecer vasos comunicantes con Temporada de Patos (2004), aquella sobresaliente opera prima de Fernando Eimbcke que también giraba en torno a la soledad y los anhelos entre las cuatro paredes de un departamento. Luchando a contracorriente de lo que colectivamente se cree como única forma de migración, Samuel Kishi apuesta por la ternura de su relato, por evocar la mirada infantil para apelar a la empatía con su historia en la que se materializan las que ahora se convierten en constantes temáticas y que ya había explorado en su opera prima como la figura paterna ausente y la memoria sonora como apoyo para el crecimiento personal y para la construcción de la identidad. Los Lobos es un coming of age con una mirada esperanzadora sobre las oportunidades de encontrar personas solidarias que nos puedan ayudar mientras trabajamos arduamente para lograr nuestros sueños.
S
eis años después de presentar su opera prima –el drama romántico “Hinterland” (2014)–, el director Harry Macqueen presentó en el Festival de San Sebastián y en el Festival de Toronto su segundo largometraje: “Supernova”, un doloroso drama en el que una pareja se enfrenta a su propia mortalidad cuando una enfermedad degenerativa ataca a uno de ellos. La película, que en México será distribuida bajo el nombre “Un Amor Memorable”, es protagonizada por Colin Firth y Stanley Tucci, quienes interpretan respectivamente a Sam y Tusker, un concertista de piano y un reconocido escritor que han sostenido una relación de pareja durante 20 años y que han decidido tomarse unas vacaciones en su vieja furgoneta para recorrer las caminos rurales de la campiña británica, visitando en el trayecto los lugares especiales de su pasado, a sus familiares y amigos más cercanos. La decisión de hacer este viaje responde a que Tusker ha comenzado a presentar episodios graves de su diagnosticado Alzheimer en fase temprana, así que el tiempo que puedan aprovechar para pasar juntos en pareja y con sus seres queridos es lo más importante que tienen ahora. El guion de la película fue firmado por el propio cineasta y mostrado a Stanley Tucci para ofrecerle uno de los roles estelares; el actor quedó fascinado por la historia y aceptó el papel, y mientras se barajaban las posibilidades para el rol de su pareja en la ficción, para el cual el director quería a un histrión con con el que Stanley Tucci tuviera una gran química en pantalla, éste en secreto le envió el guion a su mejor amigo: el actor Colin Firth, quien también quedó encantado con el trabajo de Macqueen e inmediatamente aceptó participar en la cinta. Y con esta anécdota en mente cobra más sentido la formidable química que transmite la pareja protagonista, traspasando la pantalla con una complicidad inigualable. Aunque en Inglaterra no hay una tradición fílmica de road movies, el director Harry Macqueen se ha manejado en este subgénero en sus dos primeros ejercicios de largo metraje, y en esta ocasión, el cineasta recurre al experimentado director de fotografía Dick Pope, en cuya larga trayectoria ha colaborando con realizadores como Mike Leigh –con quien ha forjado una sólida mancuerna–, Neil Burger y Richard Linklater, para capturar los bellos paisajes británicos con sensibilidad europea pero emulando a los grandes paisajes estadounidenses que han sido emblemas de este género americano. Y como en toda buena road movie, a la par que los protagonistas recorren cierto trayecto geográfico, transitan también por un terreno introspectivo que les resulta revelador y catártico. “Supernova”, al igual que la opera prima de Macqueen, posee una premisa que echa mano del reencuentro de los protagonistas con su pasado que los obligará a tomar decisiones sobre su futuro. ¿Qué hacer cuando la pérdida del control sobre nuestra propia vida es inminente? Es la pregunta última a la que nos confronta el realizador en este drama de pareja en el que, aunque las metáforas a las que recurre resultan bastante obvias, funcionan de forma eficaz en una propuesta sobria y elegante que huye del estilo emocionalmente chantajista que es el sello distintivo en el cine hollywoodense.
E
l solitario adolescente Rodrigo (Adrián Rossi) y su alegre madre Valeria (Sophie Alexander-Katz) viven solos en una modesta casa de interés social en las periferias de la Ciudad de México. Separada y resentida con el conflictivo padre de su hijo, la madre ha formado con su vástago un vínculo muy particular donde el complejo de Edipo hace su velada aparición desde las primeras secuencias del filme: en medio de la noche, el adolescente entra al cuarto de su madre para acomodarse entre sus brazos para continuar durmiendo; por las mañanas, en el cuarto de baño, ambos con el torso desnudo, se lavan juntos los dientes frente al espejo. Todo comienza a cambiar en la peculiar relación materno-filial cuando Valeria conoce a Fernando (Fabián Corres), un compañero de trabajo con el que va surgiendo una fuerte atracción físico-afectiva. La interacción entre el adolescente y la nueva pareja de su madre inicia de una manera cordial y por momentos hay incluso cierta camaradería, pero cuando ella le anuncia a su hijo que Fernando se mudará definitivamente a su casa para vivir con ellos. Rodrigo, entonces, se vuelve más y más rebelde, y está decidido a todo con tal de recuperar la exclusividad del amor y los cuidados de su madre. A partir de una anécdota minúscula, el director Rodrigo Ruiz Patterson cocina a fuego lento una historia universal sobre el doloroso proceso de crecer, de esa adolescencia llena de
miedos y de búsqueda de un lugar propio en el mundo. Con una propuesta visual naturalista –a cargo de la fotografía de María Sarasvati Herrera– la película apuesta por los silencios y las acciones para comunicar los volátiles estados de ánimo de los protagonistas. Narrada casi absolutamente desde el punto de vista del adolescente, resulta inevitable pensar en “Los 400 golpes” (1960) de François Truffaut. Y es que tal como el actor JeanPierre Leaud fue el alter ego del cineasta francés con el que buscó preservar su infancia perdida en la memoria fílmica mundial, el director mexicano elabora su relato con tintes autobiográficos sobre el final de la infancia con su personaje protagonista homónimo, una suerte de Antoine Doinel mexicano que se enfrenta a las encrucijadas de la moral, el despertar sexual, los celos y la dependencia emocional con tan sólo trece años de edad. La película resulta un sorprendente debut tanto para el director como para el increíble joven actor protagonista Adrián Rossi, cuya presencia, talento y sensibilidad componen el corazón de este sobresaliente coming of age. Coescrito por el director junto a Raúl Sebastián Quintanilla, “Blanco de Verano” es un íntimo relato sobre las angustias existenciales, sobre los inevitablemente torpes y burdos primeros pasos que damos en el mundo de las emociones y las experiencias adultas.
E
ugenia agoniza en una casona de la provincia mexicana donde vive junto a sus dos hijos: Helena y Sebastián. Algunas noches, Eugenia les cuenta sus logros sobre los escenarios frente a miles y miles de personas, cómo se moría de nervios y se le secaba la garganta. Helena, fuerte, decidida y obstinada vive una relación incestuosa no confesada con Sebastián, joven débil, ingenuo y sobreprotegido tanto por su hermana como por sus compañeros del colegio, especialmente por Ismael. La relación intrafamiliar es sospechada por Chayo, quien trabaja en la vieja casona realizando las compras, las labores del hogar y en ocasiones cuidando a la ex cantante en agonía. Así como Francisco Franco, el director del filme, tuvo que dejar ir lo que más quería (hacer teatro) para poder hacer lo que amaba (el cine), Helena y Sebastián tendrán que hacerle frente a la vida cuando la muerte de su madre y la llegada de Juan (un joven que viene del mar) les hará tomar decisiones vitales que definirán su vida. Sebastián tendrá su despertar artístico y sexual al conocer a Juan, el nuevo alumno del colegio que viene de Mazatlán y que únicamente soporta estudiar la preparatoria porque se lo ha prometido a su madre antes de que ésta muriera. Durante una de sus escapadas
de la escuela, los dos jóvenes serán perseguidos por el Padre Chacón por haber entrado sin permiso al convento, lugar donde Sebastián se dará cuenta de lo que siente hacia el arte y hacia Juan, el cual, sin proponérselo, enseñará a Sebastián una nueva forma de ver la vida, le enseñará a saltar a pesar de tener miedo, a no hacer siempre lo que le dicen, le enseñará el mar aunque estén rodeados de unos 'pinches cerros', como dice Juan. Helena, por su parte, tras el fallecimiento de su madre, sigue empeñada en quedarse en la casa, quiere seguir junto con Sebastián como si nada hubiera pasado, renta cuartos para sacar algo de dinero e intentar mantener las cosas como estaban, a pesar de que el alejamiento físico y emocional con Sebastián es cada vez mayor. La ópera prima de Franco está llena de hermosas imágenes de gran carga poética: las reuniones de Sebastián y Juan en el cerro, la escena donde Sebastián llena las paredes de hojas en donde ha pintado fragmentos de un paisaje del mar, las interpretaciones de Helena de los temas de su madre y la secuencia de Sebastián y Juan en el convento hacen, junto con un elenco que se desempeña fluidamente a través de toda la cinta, uno de los mejores filmes mexicanos de la primera década del siglo XXI.
Q
ué tan difícil es seguir un ideal, una pasión o simplemente un sueño? La mayor parte de nuestras vidas pasamos por alto aquellas cosas, -locas por momentos- pero que siempre las tendremos en mente, y que guardamos con culpa o tristeza (si no las hicimos realidad) o llenos de alegría y emoción, cuando decidimos seguir nuestra mente y sus ideas. Durante la época 'victoriana' en Inglaterra, Maurice un pre-adolescente tiene una 'típica' y necesaria conversación con su profesor, el tema central: la sexualidad; hay que tomar en cuenta lo difícil que era tocar ese tema en sus tiempos. Tras varios años, Maurice convertido en un joven adulto se enfrenta a un nuevo dilema, puesto que tras tener todo 'en orden', uno de sus compañeros de escuela parece despertar en Maurice algo totalmente incomprensible. Además de que me gusta aprender inglés, que mejor oportunidad de escucharlo que viendo películas hechas en el país monárquico, y aún mejor cuando se me presenta un trabajo del gran James Ivory, sin duda uno de los mejores ejemplos de cine 'clásico inglés'; siempre ha-
ciendo uso de los elementos necesarios e ideales para abordar a su país en distintas épocas, ya sea en la Inglaterra de la Segunda Guerra Mundial o de la Gran Guerra, como de la época Victoriana; sin duda un gran cineasta y que nuevamente logra cumplir con su tradicional fórmula y encanta con esta 'atrevida y distinta' historia. Hugh Grant y James Wilby es la dupla protagonista de esta película con temática homosexual (ambos hacen un gran trabajo), pero, que está muy bien disfrazada con otros contextos que hacen que 'la homosexualidad' no sea el realce de la película; la película se levanta por los temas de clases sociales, ideales políticos, el papel de juez por parte de la sociedad, la inseguridad y el temor al rechazo; y al final el amor, un amor que nace puro e inocente por parte de Maurice. Sin duda una película que me dejó con una gran sonrisa, no solo por las actuaciones sino el complemento, el guión, la fotografía, la dirección y diseño. Todo un trabajo que invita a reflexionar y que dice: 'Sigue tus sueños sin importar lo que los demás digan'.
A
partir del breve relato homónimo escrito por el veracruzano Jorge López Páez, el cineasta Jaime Humberto Hermosillo dio forma a un legendario filme dentro del cine nacional. Y es que aunque las tensiones homoeróticas ya habían estado presentes en títulos previos de su filmografía –como El Cumpleaños del Perro (1974) y Las apariencias engañan (1978)– es en Doña Herlinda y su hijo donde se exhibe abiertamente la relación afectivo-sexual de una pareja de hombres en la machista y heteronormada sociedad tapatía de mediados de los años 80. La historia tiene como personajes centrales a Rodolfo y Ramón. El primero es un médico soltero que vive con su madre –la Doña Herlinda del título– y sostiene un romance secreto con el segundo, un joven estudiante de música en el Conservatorio. La madre de Rodolfo, aunque acepta silenciosamente el romance de su hijo con el guapo músico, comienza a presionarlo cada vez más para que siente cabeza con una mujer y le dé los nietos que siempre ha deseado; y ante la renuencia de su hijo, ella se empeña en comprometerlo con Olga, una chica feminista que trabaja en Amnistía Internacional. Ro-
dolfo acepta el compromiso pero ocultándoselo a Ramón, quien tras descubrir el secreto se hunde en una profunda depresión hasta que Doña Herlinda le propone una solución para que absolutamente todos puedan vivir juntos y felices. Y es que aunque parece que al final todos obtienen lo que quieren –Rodolfo y Ramón pueden continuar su relación viviendo juntos en casa de Doña Herlinda, quien finalmente puede presumir socialmente a su familia perfecta; mientras que Olga, quien en realidad está más enfocada en su futuro profesional, no puede negar las oportunidades que un “matrimonio bien” le puede brindar–, la realidad es que Doña Herlinda y su hijo es un estudio antropológico de una sociedad hermética ante los asuntos de diversidad sexual, donde todo aquello que se coloque fuera de la heteronorma se ve absolutamente marginado y sólo puede ser obtenido en secreto y manteniendo las apariencias para no molestar la mentalidad retrógrada imperante de la época que se ve reforzada por la ultraconservadora presión religiosa y que guía hacia la internalización de actitudes machistas y misóginas incluso dentro de la comunidad LGBT.
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on este diálogo extraído de la obra Doctor Fausto, del dramaturgo Christopher Marlowe, el maestro Arturo Ripstein nos introduce de lleno al infierno cotidiano de un México doloroso y sórdido: en un pequeño y decadente pueblo de la provincia mexicana llamado El Olivo –las locaciones son en realidad en Querétaro– sobreviven en un pequeño prostíbulo la Manuela (Roberto Cobo), un travesti entrado en años, y la Japonesita (Ana Martin), su joven hija prostituta y fruto de un desliz de la Manuela con la Japonesa (Lucha Villa), quien regenteaba el negocio antes de su muerte. Don Alejo (Fernando Soler) es un viejo cacique que es prácticamente dueño de todo el pueblo –y de sus habitantes–, y entre sus planes está comprar el prostíbulo y vender todo el territorio a un consorcio inmobiliario. Pero el regreso de Pancho (Gonzalo Vega), un joven camionero que en su momento fue protegido y ahijado de don Alejo y que ahora se ha convertido en su despreciado deudor, desata las tensiones sexuales de un triángulo amoroso con la Manuela y la Japonesita. He aquí el que –quizá– sea el primer acercamiento comprometido y serio a la homosexualidad en la historia del cine nacional. Basada en la novela del célebre escritor chileno José Donoso, la adaptación para la gran pantalla corrió a cargo del dramaturgo Manuel Puig, pero después se rehusó a que su nombre apareciera en los créditos del filme, un tanto temeroso por la forma en que Ripstein abordaría la homosexualidad en pantalla, fue así que Ripstein y José Emilio Pacheco se encargaron del nuevo tratamiento del guion de la entonces transgresora cinta que nos sumerge en un ambiente de violencia contenida y de relaciones de poder económico-sexual. En este retrato de la idiosincracia nacional, Ripstein utiliza a la figura de Pancho para explorar y exponer el machismo, ese miedo a la aceptación de las pulsiones homosexuales del que emerge la homofobia y la mi-
soginia; sin embargo, este personaje se nos muestra con una mayor complejidad más allá de su fuerte y genuino deseo por la Manuela mediante su historia pasada con don Alejo. Y es que Pancho también carga con un pasado de miseria y humillaciones por parte del cacique hacia él y hacia su padre –también ex empleado de don Alejo–; de esas experiencias podemos comprender que sus traumas infantiles, sus rencores personales, sus frustraciones económicas y su represión sexual exploten violentamente cuando las intenta diluir en alcohol. Como es habitual en el trabajo del maestro Ripstein, el melodrama deviene en sórdida tragedia; estamos ante un cine que se niega a dar concesiones, un cine que nace desde las visceras desafiando a las buenas conciencias y a su hipócrita doble moral, y también a todos aquellos que desprecian ver a su país mísero, grotesco y gobernado por la corrupción y la impunidad. El impecable desempeño histriónico de todo el reparto brilla aún más gracias a su puesta en escena sostenida en una serie de planos fijos que exaltan no sólo la cotidianidad, sino también la sordidez, pero que a diferencia de otras filmografías, ésta representa aquí su principal cualidad estética. El siempre magnífico Roberto Cobo deslumbra como nunca antes con su interpretación de la Manuela –obtuvo el premio Ariel como mejor actor– y se consagra con la secuencia del ya legendario vestido rojo –no podía ser de otro color, igual que el camión de Pancho– y del baile de seducción que detona la tragedia en el último acto. El Lugar sin Límites es una obra sublime que obtuvo el Ariel de Oro como mejor película del año, mientras que Arturo Ripstein recibió en el Festival Internacional de Cine de San Sebastián el Premio Especial del Jurado, un merecidísimo reconocimiento para el creador de uno de los títulos imprescindibles de la historia del cine nacional.
P
oco más de tres años después del estreno en cines de “Liga de la Justicia”, la versión de Zack Snyder es una realidad y ya puede verse en distintas plataformas digitales. La historia central que ahora nos comparte el director en su corte personal es prácticamente la misma que ya vimos antes, sin embargo, en su cuatro horas de metraje hay una cantidad de secuencias que hacen una diferencia sustancial con respecto a la muy deficiente versión de Joss Whedon, y no es un error el referirse a ella como una película totalmente distinta tanto en forma como en fondo. En el centro de la trama sigue estando Batman (Ben Affleck), quien busca a toda costa una redención personal y está determinado a honrar la memoria de Superman (Henry Cavill) para que su sacrificio ante Doomsday no haya sido en vano, y para ello ha iniciado una cruzada para reclutar a un equipo de metahumanos con el fin de proteger a nuestro planeta de una oscura amenaza que se cierne sobre él y de la cual ya han sido alertados por las Amazonas, quienes se han enfrentado a uno de sus esbirros: Steppenwolf (Ciarán Hinds) un implacable emisario de Darkseid (Ray Porter), el tiránico gobernante del planeta Apokolips, y quien está en una misión personal para reunir las tres Cajas Madre, unos míticos artefactos de tecnología alienígena con los que Darkseid pretende conquistar no sólo nuestro planeta sino el universo con la ecuación anti-vida. Es así que con la ayuda de Diana Prince (Gal Gadot), quien ahora trabaja como restauradora de arte en el Museo de Louvre en París, y su fiel mayordomo Alfred (Jeremy Irons), el Hombre Murciélago va en busca de Arthur Curry (Jason Momoa), Barry Allen (Ezra Miller) y Victor Stone (Ray Fisher) para proponerles unirse a él en su heroica misión. Sin embargo, el convencerlos de unirse a la iniciativa resulta un tanto más complicado de lo que había imaginado, pues cada uno se encuentra luchando con sus demonios personales e intentando descubrir cuál es su lugar y propósito en el mundo. En una época difícil donde el público no ha podido asistir masivamente a las salas de cine para el acostumbrado ritual escapista, resulta refrescante la
aparición de esta visión del director que ofrece un espectáculo audiovisual de primer nivel, aunque su extensa duración bien podría ser exhaustiva para el espectador común que no sea fan del universo extendido de DC en el cine o de los personajes en las viñetas impresas, quienes por supuesto son el target principal de estas propuestas cinematográficas hollywoodenses. Sin embargo, su presentación en episodios podría resultar perfecta para que el público ocasional pueda disfrutar la cinta en partes, evitando así sentirse abrumados por su duración. Por supuesto que su mastodóntico metraje es aprovechado para permitirnos conocer más a los personajes, algo que no sucedió en la versión de Joss Whedon. Aquí Zack Snyder da a los personajes el tiempo necesario en pantalla y cada uno brilla a su manera y en su justo momento, y ahora podemos podemos confirmar que cuando el director declaró que el personaje de Cyborg era el corazón de la película, no estaba en un error, pues el viaje personal de Victor Stone resulta por mucho el más conmovedor y entrañable de la película, ya que no sólo conocemos su trágico pasado, sino que conocemos la personalidad caritativa del personaje y comprendemos las decisiones que toma. Wonder Woman, por su parte, no tiene un desarrollo de su personaje pero sí la vemos en su faceta de heroína más salvaje y brutal, tanto en la secuencia extendida que ya vimos en cines en 2017 como en su enfrentamiento con Steppenwolf a la mitad del filme como en su climax. Y aunque el personaje de Flash continúa siendo el 'comic-relief' del filme, sus intervenciones cómicas resultan esporádicas y su humor no tan bobo, aunque sí infantil e ingenuo; además que somos testigos de su búsqueda de un lugar en el mundo y de una forma de ayudar a su padre que se encuentra en prisión acusado de asesinar a su madre. Quizá quien no destaca tanto sea Aquaman, pero si tomamos en cuenta que de este personaje ya hemos tenido una película en solitario, no resulta necesario que en esta cinta se aborde más a su personaje, el cual tiene la presencia y carisma para resultar atractivo y posee las secuencias de
acción necesarias y correctas en esta cinta donde hay más cohesión entre los miembros de la Liga y se consigue realmente esa sensación de camaradería en un equipo superheroico que se ha unido con un fin común a pesar de que se mantienen sus diferencias. Pero así como los héroes tienen su momento adecuado en pantalla, también lo tiene Steppenwolf, de quien conocemos su pasado como sirviente de Darkseid y con ello sus motivaciones para su implacable búsqueda de las Cajas Madre. El desarrollo de Steppenwolf le permite a Snyder que la ominosa presencia de Darkseid se perciba en la pantalla aunque no se encuentre físicamente en ella; además debe ser señalada la impresionante mejoría en el aspecto visual del personaje, sobresaliendo el diseño de su extraordinaria armadura con inteligencia artificial orgánica. “La Liga de la Justicia de Zack Snyder” es hasta cierto punto una historia convencional del bien contra el mal que tiene al sacrificio –tema recurrente en su filmografía– como el eje central de esta aventura, pero que sobresale más allá del estilo característico de su artífice por su espíritu aventurero que nos remite al de los relatos épicos y con un tono un tanto más ligero que en sus anteriores filmes. Pero así como las virtudes audiovisuales de Snyder brillan en la pantalla de este ambicioso proyecto, también lo hacen sus defectos, pues se hacen más evidentes que nunca sus deficiencias narrativas al momento del montaje. Y es que al conectar las secuencias que dan forma a la película, hay varios momentos en los que el ritmo de la película cae peligrosamente. Con la visión de Zack Snyder sobre el primer filme del equipo de DC, estamos ante la historia de origen que la Liga de la Justicia merecía en cuanto al entretenimiento en pantalla grande que ofrece para los fans tanto de su cine como de los personajes de la editorial, pues posee mucha más de la espectacularidad que se espera de los blockbusters; sin embargo, como obra cinematográfica tiene todos fallos que han caracterizado al cine de Snyder y que ha impedido que sus películas se encumbren como las grandes referentes del cine de superhéroes.
A
mbientada en 1986, año del atentado contra el dictador Augusto Pinochet, “Tengo Miedo Torero” tiene en el rol central a un anónimo travesti que es conocido como ‘La Loca del Frente’ y al que da vida de manera extraordinaria el siempre fantástico Alfredo Castro. El solitario protagonista, que tiene como hogar una casona semiderruida y abandonada a causa de un reciente terremoto, sobrevive gracias a los encargos de manteles bordados para las esposas de los militares de alto rango y pasa su tiempo de ocio reunido con sus mejores amigos: Mamita Rana (Sergio Hernández), Lupe (Ezequiel Díaz) y Myrna (León Gnecco). Durante una noche en un clandestino bar de ambiente, una redada entra al lugar y varias de quienes ahí se encontraban resultan muertos o tras las rejas; la heroína de la cinta consigue apenas escapar del lugar, pero en un oscuro callejón donde iba a ser descubierta por una patrulla, es rescatada por Carlos, un terrorista mexicano encubierto encarnado por un fenomenal Leonardo Ortizgris, del cual queda prendado inmediatamente y al que le permite usar su vieja casona como escondite para una cajas presuntamente llenas de libros y como «lugar de estudio» de dichos libros; sin embargo, lo que contienen las cajas, además de lecturas prohibidas por el gobierno, son documentos clasificados y explosivos, y las reuniones de estudio son clandestinos encuentros para que la guerrilla a la que pertenece Carlos planee un futuro atentado contra el dictador. La premisa de la cinta fue escrita en conjunto por el propio realizador junto
con Juan Elías Tovar a partir de la homónima novela de culto firmada por el ya fallecido escritor, artista y activista chileno Pedro Lemebel, cuya obra literaria quizá no sea no tan conocida fuera del ambiente underground de las disidencias sexuales, pero su público cautivo la atesora y defiende apasionadamente. El propio Lemebel en su momento trabajó junto con Sepúlveda en la adaptación para la pantalla grande de su propia novela; sin embargo, una serie de desacuerdos fueron retrasando el proyecto hasta que sobrevino la muerte del autor en 2015. Cinco años después, “Tengo Miedo Torero” es ya una realidad y Sepúlveda cumplió la voluntad de Lemebel de contar con el gran Alfredo Castro como el protagonista de la cinta, el cual es una suerte de alter ego del escritor y la interpretación del actor es indudablemente uno de los aspectos más sobresalientes de esta adaptación. Y es que el siempre extraordinario histrión chileno evoca aquí a aquella Manuela encarnada por el inmortal Roberto Cobo en “El Lugar sin Límites”, la obra maestra de la leyenda viva Arturo Ripstein que partía de la novela del también chileno José Donoso. Por su parte, Leonardo Ortizgris sigue demostrando ser uno de los mejores actores mexicanos de su generación y aquí sorprende con un personaje al que imprime de forma fenomenal una mezcla de ternura, cariño, delicadeza y mucha virilidad. El director santiaguino, que cuenta con una amplia trayectoria como documentalista y como director de seriales televisivos en su natal Chile, condensa de forma certera en tan sólo 94 minutos la improbable relación de
íntima amistad y amor no correspondido de ‘La Loca del Frente’ y de Carlos echando mano de la fotografía a cargo de Sergio Armstrong y con un soundtrack que colecciona temas pasionales que van desde boleros, rancheras y hasta baladas con célebres interpretes como Paloma San Basilio, Chavela Vargas, Lola Flores y por supuesto Sara Montiel. Frente a lo conseguido por Rodrigo Sepúlveda con esta adaptación, es imposible no recordar grandes títulos del cine queer como “El Beso de la Mujer Araña”, “Fresa y Chocolate” e incluso “Antes que anochezca”. El desencanto vivido por el propio Pedro Lemebel ante la izquierda en la que militó por algún tiempo se ve también reflejada en “Tengo Miedo Torero” a través de ‘La Loca del Frente’, quien cuestiona al movimiento radical que tiene un discurso revolucionario pero que en los hechos sigue discriminando a las disidencias sexuales tanto o más que el ultraconservador régimen al que se opone: “Si alguna vez hay una Revolución que incluya a las Locas, avísame: ahí voy a estar yo en primera fila”. El tercer largometraje de Rodrigo Sepúlveda es un sensacional relato sobre el encuentro de las soledades de dos parias sociales, pero sobre todo, es un estupendo ejercicio que consigue evocar la esencia del relato sobre un personaje que encuentra en el sabido imposible romance con Carlos, un bálsamo tranquilizante para su soledad emocional marcada por el implacable desamor: “Si algo me quedó a deber la vida es el amor que inventó para los otros”.
E
n la madrugada del 18 de noviembre de 1901, en la Ciudad de México, una redada policial se hizo presente en la calle de la Paz –ahora Ezequiel Montes–, y terminó con una fiesta donde 42 hombres de aristócratas familias bailaban entre sí. Entre los detenidos del evento que el periódico “El Hijo del Ahuizote” bautizó como «La aristocracia de Sodoma», presuntamente se encontraba Ignacio de la Torre y Mier, el yerno del entonces presidente Porfirio Díaz y esposo de su hija Amada. La presión del presidente –se dice, pues el hecho jamás pudo ser confirmado– hizo que se borrara de los reportes el nombre de su yerno y que el escándalo mediático fuera conocido entonces como “El baile de los 41”, título que ahora adopta el tercer largometraje del cineasta mexicano David Pablos para entregarnos una cinta que se mueve a contracorriente del cine comercial mexicano que abarrota las salas para continuar perpetuando impunemente los más ramplones estereotipos de etnias, clase, género, preferencias e identidades sexuales. Con “El baile de los 41”, estamos en efecto ante un cine industrializado, de entretenimiento más que uno completamente de autor –como sí lo habían sido sus filmes previos: “La Vida Después” (2013) y “Las Elegidas” (2015)–, pero eso en ningún momento vuelve a su propuesta condescendiente con el espectador ni lo trata como un imbécil al que todo hay que entregárselo empaquetado listo para el consumo. La propuesta de David Pablos se centra en la figura de Ignacio de la Torre –encarnado por un estupendo Alfonso Herrera que sigue consolidándose como un histrión serio– y su ambición política con la que pretende pasar de ser diputado a lanzarse como candidato para la gobernatura del Estado de México; y
por supuesto para ello se impulsará de su matrimonio con Amada (interpretada por una estupenda Mabel Cadena). Sin embargo, su secreta homosexualidad y su incipiente romance con Evaristo Rivas (a quien da vid Emiliano Zurita), así como su afiliación a un exclusivo club de gays en su mayoría de la clase aristócrata, se interpondrán en sus aspiraciones políticas e interferirán en su matrimonio cuando las personas den rienda suelta a los chismes de alcoba de la alta sociedad. Las consecuencias del verdadero episodio histórico fueron irreversibles: aunque la lista de los detenidos jamás se hizo pública, el tema de la homosexualidad y el travestismo se habló finalmente y por primera vez en la sociedad porfirista; aunque por supuesto el enfoque siembre fue el de la burla, los comentarios soeces y el señalamiento del flamígero dedo inquisidor del ultraconservadurismo por «faltas a la moral y a las buenas costumbres». Y es muy loable que la película “El baile de los 41” –casi 120 años después de los sucesos ocurridos en la colonia Tabacalera que fueron inmortalizados en la memoria colectiva por una prensa agresiva y las caricaturas de José Guadalupe Posada– busque no sólo visibilizar a la comunidad LGBT en la gran pantalla y humanizar a los personajes homosexuales sin ceñirse a la tradición de la burla y la caricatura. El punto fuerte de la película es la incuestionable calidad en su factura; su atractiva puesta en cámara –que es lograda por un sobresaliente diseño de arte y una cinefotografía limpia a cargo de Carolina Costa– consigue algunas secuencias evocadoras con sus atmósferas capturadas en postales de excelentes composiciones visuales en las que se subliman los deseos reprimidos que apenas pueden conseguirse en el semianonimato que permite la oscuridad de una restrictiva
moral. Sin embargo, la apabullante belleza del filme queda en un mero ornato para acompañar a una anécdota de amor prohibido de época; el guion firmado por Monika Revilla se queda en la superficie de un relato que, si bien afortunadamente no se regodea en el melodrama, tampoco sobrepasa los convencionalismos para indagar más profundo en la sistemática represión machista de la época que subyugaba tanto sobre hombres como a mujeres, consiguiendo que la historia no tenga los alcances necesarios para realmente incomodar y cuestionar las actitudes represoras de la época y que, desafortunadamente, muchas se han perpetuado hasta nuestros días. Aunque hay tomas que nos evocan al autor arriesgado en forma y fondo que conocimos con sus primeros largometrajes –por ejemplo esa secuencia que muestra a los miembros del exclusivo club gay con sus ropas aristócratas en imágenes que nos remiten a los bien conocidos retratos de época para intercalarlas con su trágico destino de humillaciones y castigos en público– y a que desliza con sensibilidad comentarios sobre las expectativas de la masculinidad y la importancia de los juegos de poder en las cúpulas de la aristocracia con ambiciones políticas, la película no consigue alcanzar todo su potencial. Aún así, con estas limitantes en su propuesta, “El Baile de los 41” hace historia en el cine patrio y se inscribe junto a otras cintas como “El lugar sin límites” (1978), de Arturo Ripstein, “Doña Herlinda y su Hijo” (1985) de Jaime Humberto Hermosillo, y “Mil nubes de paz cercan el cielo, amor, jamás acabarás de ser amor” (2003), de Julián Hernandez, en la lista del cine nacional que, a contracorriente, busca exponer una sociedad que se mantiene corrupta, hipócrita y cruel, y a una minoría que sólo busca amor, respeto y aceptación.
T
ras ganar el Premio Horizontes en San Sebastián con su opera prima Gasolina (2008) y haberse consolidado como reconocido cineasta con Las Marimbas del Infierno (2010), el director Julio Hernández Cordón autodenominado como mesoamericano por su crianza en México, Guatemala y Costa Rica- presentó en Morelia Te Prometo Anarquía (2015), su más reciente largo de ficción que gira en torno a una joven pareja de amantes dedicada al negocio de tráfico de sangre que se enfrenta a un nuevo destino cuando una transacción a gran escala se les escapa de las manos. Miguel y Johnny son los protagonistas del relato, dos mejores amigos desde la infancia que se conocieron cuando la mamá del último entró a trabajar como sirvienta en la casa del primero. Con el tiempo se volvieron amantes, aunque su relación es sólo un secreto a voces ya que Johnny no quiere aceptar públicamente su amorío con Miguel y se empeña en mostrar una imagen heterosexual. Además de pasar el tiempo patinando, fumando mota y aspirado la mona con sus amigos, la pareja se dedica al tráfico de sangre, ven-
diendo la suya y consiguiendo también "donadores" para el demandante mercado negro. El último encargo que tienen de Gabriel, el camillero de un hospital con pretensiones histriónicas que sirve de 'conecte' entre Miguel y Johnny y los miembros del narcotráfico que utilizan la sangre para sus clínicas clandestinas, es de varias decenas de unidades de sangre, por lo que reúnen a cincuenta personas entre amigos del skate y conocidos del barrio para que donen y reciban un pago de mil pesos por unidad. Pero las cosas no salen como lo planearon, el juego da un giro inesperado y la pareja se ve obligada a huir: Johhny, junto con su madre, se refugian con unos familiares a las afueras de la Ciudad de México, mientras que la madre de Miguel decide que lo mejor es sacarlo del país. Hernández Cordón toma una anécdota sucedida a un familiar y con base en ella escribe el guión y desarrolla un contundente retrato generacional en el que juega con elementos de cine negro y ecos de tragedia griega que invariablemente alcanzan a sus protagonistas: dos jóvenes incapaces de escapar a su destino -encarnados con sorpren-
dente naturalidad por los debutantes Diego Calva (Miguel) y Eduardo Martinez (interpretando a Johnny)-. Gastadas patinetas, poéticas letras de rap, sexo juvenil pasional -aunque secreto-, homenajes a Buñuel y sus Olvidados y una profunda división de clases son los elementos principales con los que el director da forma a este relato de hipnóticos planos sobre un par de vampiros sociales posmodernos -estupendamente retratados de manera metafórica por los colmillos plásticos que uno de ellos lleva colgados al cuello- y su trágica historia de amor que recurre a las agresivas calles del Distrito Federal como escenario en el que, al igual que lo hace Jorge Hernández Aldana con Los Herederos, expone la hipocresía y doble moral de una clase acomodada que utiliza el poder que otorga el dinero para influenciar su escape y evadir responsabilidades. Un alegórico epílogo con desoladora melancolía cierra -a través de un final abierto- esta historia destinada a convertirse en una cinta referencial del cine mexicano.
L
a opera prima del francés Camille Vidal-Naquet nos sumerge en el mundo de la prostitución masculina, pero no con el propósito dar forma a un documento analítico sobre este oficio, sino para narrarnos una historia sobre la eterna búsqueda del amor y la libertad a partir del personaje principal, Léo (Félix Maritaud), un sexo servidor veinteañero que se ha entregado a un vertiginoso ritmo de vida en las periferias de París con poco sueño y muchos excesos que han comprometido su salud; viviendo al día a día y sin planes a futuro, se aferra al anhelo de encontrar el amor, buscando constantemente cariño, protección y ternura en los brazos de desconocidos, desde los de una doctora que lo atiende hasta los de un cliente anciano. Salvaje, que cuenta con un guion firmado por el mismo Vidal-Naquet, es un cuidadoso estudio de personaje que se ocupa de suprimir por completo cualquier oportunidad de romantizar de la prostitución, pero también evita cualquier tipo de estigmatización o juicio moral hacia los trabajadores sexuales. Sin una trama definida, es decir, que no posee una estructura narrativa clara que señale los mismos puntos de referencia que el cine comercial propone habitualmente, el filme avanza como una sucesión de experiencias en la vida de Léo en este sórdido ambiente, y pese a que es un filme explícito y crudo, se encuentra alejado completamente del morbo y muy cargado de una filosofía humanista. La lectura a la que apunta la película con su título está lejos de referirse a
una naturaleza violenta de Léo, y por el contrario, evoca a su carácter puro, inocente y sensible; y es aquí cuando debemos subrayar el trabajo de Maritaud, quien consigue con su expresión corporal pero especialmente con la mirada, transmitir a la vez energía y vulnerabilidad mimetizándose de esta forma con Léo en esta vorágine que lo arrastra al abismo. Al atestiguar la labor histriónica de Maritaud con este interpretación honesta y brutal, no resulta entonces extraño que se le haya reconocido con el premio a la mejor revelación masculina en el Festival Internacional de Cine de Cannes donde se presentó en la sección de la ‘Semana de la Crítica’. Bajo la atmósfera sensual y erótica que se desprende de las imágenes capturadas por la lente de Jacques Girault y las notas de Romain Trouillet, se encuentra un relato profundamente conmovedor y despojado de maniqueísmos y concesiones sobre cómo los vicios emocionales, como el dolor por el amor no correspondido y el profundo miedo a la soledad, nos pueden arrastrar al abismo con la misma o con mayor voracidad que otras adicciones. Sin duda estamos frente a un debut solvente que muestra claras señales de un talento emergente en la cinematografía internacional al que no debemos perder de vista, así como refrenda el de un intérprete al que ansiamos ver en otro tipo de trabajos y a las órdenes de otros directores.
P
arece que las cosas no han cambiado mucho para la comunidad LGBT en la actualidad. La situación en distintos países del mundo va de extremo a extremo. Mientras en algunos países se están certificando leyes que aprueban los matrimonios de personas del mismo sexo y la adopción para éstas parejas, en otros parece que vamos hacia atrás con gobiernos que apoyan la intolerancia, llegando a condenar la homosexualidad como un crimen incluso merecedor de la pena de muerte. Esto hace pensar que tantos años de lucha son sólo el comienzo para lograr una mejoría y que todavía falta mucho por recorrer para crear conciencia. Pride: Orgullo y Esperanza (Pride, 2014), nos presenta la que justamente es el arma necesaria para ganar esta lucha: la unión. La cinta dirigida por Matthew Warchus nos narra un hecho que podría resultar desconocido en este lado del mundo, pero que ya hemos visto anteriormente retratado en el cine en cintas como Todo o Nada: El Full Monty (The Full Monty, 1997, Peter Cattaneo) y Billy Eliott (2000, Stephen Daldry), cuando allá por los años 80, en pleno gobierno de la llamada "Dama de Hierro", Margaret Thatcher, se desencadenó una huelga en el sindicato nacional de mineros por estar en desacuerdo con las exigencias de la primer ministro. En Londres, un grupo de jóvenes gays y lesbianas se enteran de la situación y deciden, sin buscar algún beneficio en ello, apoyar la causa. Ellos saben lo que es ser una minoría, que el mundo esté contra ellos, ser marginados por la sociedad, y aún teniendo sus propios problemas se sienten motivados a hacer una colecta para ayudarlos, más que nada como un acto de hermandad. Es así que crean el grupo con las siglas LGSM (lesbians and gays support the miners / lesbianas y gays apoyan a los mineros), lo cual resulta ser todo un éxito. Contentos con lo obtenido, se dirigen al sindicato de mineros
para entregarles lo recaudado, pero el sindicato se niega a recibir la ayuda por sus prejuicios hacia los homosexuales; el grupo no se desanima y deciden ir directamente a los grandes afectados de todo esto: los mineros. El grupo viaja a un pequeño pueblo galés minero para ofrecerles su total apoyo, los cuales en un principio se muestran renuentes a aceptarlo, pero es el entusiasmo de los chicos lo que los convence a aceptar la ayuda. Para ambos grupos es un choque, son dos mundos completamente diferentes los que colisionan, pero que sin percatarse de ello dejarán enseñanzas mutuas que les permitirán dejar a un lado los prejuicios en beneficio ambas causas. La cinta cuenta con dosis de comedia y drama por igual, lo que ayuda al ritmo y tono equilibrado de la cinta, dotándola también de una gran naturalidad de la mano de un fantástico soundtrack ochentero que nos transporta a esas épocas de protesta. Llena de diversos personajes e historias, y como buena película coral, cuenta con notables interpretaciones de un joven y prometedor elenco, destacando Ben Schnetzer como el idealista líder del colectivo gay Mark y George MacKay como un ingenuo joven fotógrafo que está en plena etapa de aceptación de su homosexualidad, los cuales son respaldados por actores consagrados como Andrew Scott, Dominic West, Bill Nighy e Imelda Staunton. El gran cometido de la cinta es ser esperanzadora, lo cual logra con creces sin sentirse en ningún momento manipuladora ni tremendista, logra ser motivadora, emotiva y divertida. Sonaría trillado decir que la gran enseñanza que nos deja la cinta es que "la unión hace la fuerza", que debemos sentirnos orgullosos de lo que somos, a ser solidarios y tolerantes... pero por cómo se encuentra la situación mundial actualmente, pareciera que eso todavía no nos queda claro, y no está de más que películas como esta nos lo recuerden.
E
l cineasta Wong Kar-wai, basándose en la obra de Manuel Puig, "The Buenos Aires Affair", escribe y dirige esta historia sobre Lai y Ho, una pareja homosexual en medio de una apasionada relación, ambos se aman pero el amor de cada uno es totalmente diferente. Para escapar de la rutina, ambos deciden viajar de Hong Kong a Argentina, pero el cambio de residencia no hace más que poner aún más en evidencia que a pesar de amarse sus diferencias jamás les otorgarán la felicidad que buscan. Un buen día Ho decide abandonar a Lai y este se consigue un trabajo con el único fin de ganar el dinero suficiente para volver su país de origen. Ho reaparece en la vida de Lai pero las cosas ya no son como antes y a pesar de que retoman su relación -más empujados por el miedo a la soledad que porque en realidad quieran estar juntos-, Lai ha comenzado a sentir algo por Chang un compañero de trabajo. Con una ironía presente desde el título, y como muchas cintas del cineasta hongkonés, "Happy Together" es una disección sobre la soledad humana, repleta de emotividad lograda (además de las actuaciones completamente honestas y encomiables de sus protagonistas) con las tomas tanto en blanco y negro como en color por parte del director de fotografía Christopher Doyle. Los celos y el engaño también están presentes en esta cinta que le valió el premio a Mejor Director en el Festival de Cine de Cannes en 1997, y en palabras del mismo director, “no es solamente sobre dos hombres sino sobre la relación humana, sobre la comunicación y las formas de mantenerla; estos dos podrían ser cualquier otra pareja”, es una historia de desencuentro que relata las relaciones contemporáneas y cuyo visionado es recomendado para desencontrarnos y volvernos a encontrar, no sólo con nuestras parejas sino con nosotros mismos.
B
asada en la obra de teatro In moonlight black boys look blue (A la luz de la Luna los chicos negros se ven azules) de Tarell Alvin McCraney –de ahí que se presente de manera episódica–, el director Barry Jenkins ofrece con su segundo largometraje una intimista aproximación a la vida del afroamericano Chiron. Narrada a través de su propia voz, pero prescindiendo de descripciones verbales que comúnmente resultan reiterativas, el protagonista nos permite acompañarle e involucrarnos en tres episodios decisivos en distintas etapas de su vida: infancia, adolescencia y madurez. I. Little Con nueve años de edad «Little» (Alex Hibbert) se enfrenta al acoso escolar y a la adicción a las drogas de su madre Paula (Naomie Harris), encontrando como únicos refugios una incondicional amistad con su compañero Kevin (Jaden Piner), quien intenta enseñarle a defenderse de los chicos mayores, y en la inusitada la relación paterno-filial que entabla con Juan (Mahershalla Ali), un inmigrante cubano y narcotraficante local que lo acoge en su casa junto a su novia Teresa (Janelle Monáe). Sin embargo, no tardamos en descubrir que Juan, es un personaje contradictorio, pues mientras por un lado se convierte en una suerte de mentor/protector, por otro lado se descubre altamente responsable del violento entorno en el que vive Little. II. Chiron A los 15 años de edad Chiron sigue lidiando con las adicciones de su madre y encuentros casuales con desconocidos; además, sigue como víctima de bullying al ser acosado ahora por ser gay. En esta etapa tiene su primer contacto homosexual con su mejor/único amigo Kevin (Jharrel Jerome), pero una inesperada y
violenta tragedia cambia el destino de ambos y Chiron se enfrenta al primer cisma de su vida. III. Black Muchos años después, Chiron (Trevante Rhodes) se ha transformado radicalmente, ahora es un musculoso y respetado narcotraficante que se hace llamar «Black» y ha adoptado el estilo de vida de su otrora protector Juan en las calles de Georgia, Atlanta; sin embargo, la apariencia pronto se delata una simple coraza, aún continúa acechado por los fantasmas del pasado y ocasionalmente aún se asoman atisbos de su retraída personalidad que le impide expresar sus sentimientos. Una noche recibe una inesperada llamada de Kevin (Andre Holland). Moonlight viene catalogada como «una película gay», pero Jenkins va mucho más allá de presentar una historia sobre el despertar homosexual de un chico afroamericano; nos ofrece un dedicado estudio del protagonista, y a través de éste, desarrolla una tesis que, bajo la forma de un sensible melodrama, transforma la personalísima anécdota de la construcción de la personalidad de Chiron a lo largo de su vida, en un retrato universal sobre la familia, el perdón y soledad del ser humano en la perpetua búsqueda de identidad y de un lugar al cual pertenecer. Se trata de un sofisticado relato intimista que comparte el nostálgico espíritu de otros dramas de parejas homosexuales como Happy Together (1997), Brokeback Mountain (2005), Weekend (2011), y más recientemente la excelsa Carol (2015). La fotografía del experimentado James Laxton, con quien Jenkins ya había trabajado en su opera prima Medicine for Melancholy (2008), da como
resultado una propuesta formalmente impecable. El resultado estético es una radical separación de las folclóricas postales de la Florida y, por el contrario, retrata los violentos barrios bajos de Miami mediante un elegante y sofisticado uso del claroscuros y colores vibrantes que, junto con el melancólico score compuesto por Nicholas Britell y la muy inspirada curaduría musical –tenemos desde Mozart hasta, Caetano Veloso, pasando por Boris Gardiner y Barbara Lewis– funcionan a la perfección como muletas emocionales de las experiencias de Chiron. Con el recurrente uso de close ups, la lente de Laxton captura gestos, miradas y largos silencios que tienen más resonancia que cualquier palabra enunciada, y la gran carga pictórica que posee su preciosista estilo visual logra integrar secuencias con alto grado de lirismo entre su predominante tono realista y sombrío. Moonlight es una película cruda, dura y sin condescendencias, pero a la vez romántica y emocional que busca alejarse de los clichés y derribar estereotipos relacionados con las minorías afroamericana y LGBT. Plagada de personajes complejos trazados con delicadeza pero con contundencia, Jenkins ha creado mucho más que un ejercicio de estilo, una pequeña gran joya cargada de alegorías sobre la soledad que se vive cuando se busca de un lugar en el mundo, y con sutileza alcanza una brutal potencia emocional hasta el desenlace más humano y emotivo en años recientes. Sin duda alguna estamos ante el imprescindible melodrama del año y que llega ya a nuestras pantallas con decenas de reconocimientos, entre ellos el Globo de Oro a la Mejor Película (Drama), y ocho nominaciones al Oscar –incluyendo Mejor Película– bajo el brazo.
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a decimo-sexta edición del Festival Internacional de Cine de Morelia inauguró su sección de largometraje de ficción con la nueva obra de la directora iraní Bani Khoshnoudi, quien luego de meses trabajando en su guión ambientado en la ciudad de Veracruz interseccionando el tema migrante y el drama homosexual, ha plasmado un lienzo compuesto de cicatrices, lazos y fronteras. La historia sigue a Ramin, un inmigrante que huyendo de irán por la condena hacia su homosexualidad, por azares de la travesía migrante terminó en el puerto de Veracruz cuando su objetivo era llevar a Turquía o Grecia. Trabajando en empleos eventuales junta dinero para continuar el viaje, enfrentándose a la barrera del lenguaje y al desapego con el lugar y las personas. Ramin no tiene nada ni nada en México, ni un hogar ni un amor. Pero al conocer a Guillermo, otro suspirante de las oportunidades, encuentra una motivación para franquear los obstáculos que lo han vuelto un preso de la desconexión. Melancólica y sobria, la cinta describe experiencias que fluyen y confluyen; la de Ramin y su soledad física y emocional; la de su arrendadora y su amorodio no resuelto con el exnovio; la de Guillermo y su duro transitar por las pandillas, la traición y las internas inseguridades. Todos con cicatrices, que cuentan historias pero también los definen y los guían. Los personajes se acercan y se alejan, encuentran refle-
jos en los otros y a veces complementos. Por momentos la necesidad de contacto humano es más importante que cualquier sueño terrenal, que cualquier aspiración transfronteriza; algunas fronteras son traspasables, otras inexpugnables. Aunque las circunstancias en esta historia catalizan ciertos dramas, el retrato que Khoshnoudi hace de sus personajes es totalmente humano y humanista. Sus dignidades salen a flote aun cuando esto significa restarle a la historia riesgo o desarrollos de gran calibre. Es una película contenida al servicio de llevar el relato a un punto que para la directora es suficiente pero quizá no para un público más empapado de planteamientos similares. Si el aporte a los temas es flojo, esto no afecta a otros elementos de la obra, que cuenta con una correcta realización, un bien documentado guión y excelentes actuaciones, entre las que destaca Luis Alberti que aunque no siempre convenza con su acento de cholo centromericano, se roba cada escena dotándola de energía y magnetismo. “Es una película sobre experiencia homosexual, no sobre migración”, explicó en la conferencia de prensa la realizadora del largometraje, aclarando sus prioridades en este proyecto, dejando sin embargo un testimonio más que necesario en estos tiempos, sobre la necesidad que tenemos de acercarnos, de tener más lazos y menos fronteras.
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uego de una gran cantidad de cortometrajes -El Joven Telarañas (2006), Jet Lag (2011), entre otros, y de su ópera prima -Aurora Boreal (2007)-, el director mexicano Sergio Tovar Velarde presentó su segundo largometraje en la pasada edición del Festival Internacional de Cine en Guadalajara (FICG), en donde estuvo como filme en competencia por el premio Premio Maguey, el cual se entrega a las destacadas películas con la diversidad sexual como temática central. Además, el filme también llegó al pasado Festival Internacional de Cine de Morelia (FICM) con una proyección especial como parte de la programación con la que se celebraron los primeros diez años de Morelia Lab, proyecto gracias al cual se pudo concretar la producción de este filme que retrata cuatro historias de personajes homosexuales en distintas etapas y edades, realizando un paralelismo entre ellas y las fases lunares, de ahí su nombre: Cuatro Lunas (2014). “Luna nueva", "Cuarto creciente", "Luna llena" y "Cuarto menguante" son los cuatro capítulos que Velarde intercala dinámicamente para compartirnos el mismo número de relatos: "Luna nueva" es la historia de Mauricio (Gabriel Santoyo), un preadolescente de once años que comienza una lucha interna por mantener en secreto la fuerte atracción que ha comenzado a sentir por su primo Oliver (Sebastián Rivera); "Cuarto creciente" es la historia de Leo (Gustavo Egelhaaf) y Fito (César Ramos), dos mejores amigos de la infancia que se han reencontrado después de una larga y forzada separación, descubriendo entre ellos una fuerte atracción que va más allá de la amistad, pero poniendo en riesgo la relación ente el miedo de uno de ellos a que sus familias y amistades no
los acepten; "Luna llena" es la historia de Andrés (Alejandro de la Madrid) y Hugo (Antonio Velázquez), una pareja que ya lleva un largo tiempo viviendo juntos y en aparente estabilidad, aunque Hugo ha comenzado a salir con un hombre más joven (Hugo Catalán) que parece ofrecerle "algo" que la rutinaria vida en pareja no le permite; y finalmente, "Cuarto menguante" es la historia de Joaquín (Alonso Echánove), un hombre de edad madura con esposa e hijas, que intenta reunir dinero para pagarle a Gilberto (Alejandro Belmonte), un joven prostituto con el que se ha obsesionado. Cuatro Lunas se presenta a manera de mosaico de anécdotas homoeróticas que retratan de una manera sensible y desde distintas perspectivas el historial psicológico-emocional por el que todos los homosexuales hemos pasado en algún momento de nuestras vidas, es por ello que no resulta nada sorprendente la excepcional manera en la que la película conecta con la audiencia, y principalmente con la comunidad gay, la cual se verá retratada de una manera auténtica en este honesto ejercicio fílmico -la positiva reacción de los asistentes a la función en el FICM fue muestra de ello. Y es que resulta imposible no conectarse con la historia del pequeño Mauricio, su despertar sexual y la ineludible atracción que, a esa edad, despierta en nosotros esa persona especial con la que compartimos gran parte de nuestro tiempo -en este caso, su primo Oliver-, además que la historia hace un pertinente acercamiento al acoso escolar, un tema crítico en nuestros días al que se debería prestar una mayor atención. Es así como tampoco podemos dejar de identificarnos con Leo o Fito y su primer amor, aún con todas las vicisitudes que
esta clase de relaciones traen consigo como el miedo a autoaceptarse, la ansiedad por el qué dirán la familia y los amigos, etcétera. Por su parte, la relación entre Andrés y Alejandro -con la sacudida emocional que representa siempre la posible llegada de un tercero que pone a prueba la resistencia del amor en la relación-, tampoco nos es ajena, y tal vez ya hayamos estado en el lugar de alguno de los dos -o del tercero, ¿por qué no?. Finalmente, quizá no hayamos estado en la misma situación de Joaquín, pero aunque no nos dediquemos a la prostitución como Gilberto, conocemos a hombres casados -e inclusive con hijos- que nunca se aceptaron a ellos mismos y que esporádicamente buscan vivir la tan necesaria experiencia homosexual que sus miedos y/o ataduras morales/religiosas no les permiten. En la filmografía queer mexicana contamos con algunos verdaderos clásicos del subgénero, y este ejercicio episódico de Sergio Tovar Velarde seguramente se convertirá en otro de ellos gracias a su excelente manufactura, la honestidad del guión y el gran desempeño de todo su reparto en el que también encontramos a Monica Dionne, Karina Gidi, Juan Manuel Bernal, Laura Ley, Marta Aura, Jorge Luis Moreno y Astrid Hadad, así como los ya fallecidos Héctor Arredondo y Joaquín Rodríguez. Cuatro Lunas -ganadora del premio a Mejor Largometraje en el Festival de Cine LGBT "El Lugar sin Límites" de Quito, Ecuador, entregado a la película con mayor votación por parte del público, así como el Cabrito de Plata en el Festival de Monterrey como Mejor Largometraje de Ficción en agosto pasado- es una muestra del cine de calidad que se produce en México y que seguramente encontrará eco en la audiencia mexicana.
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n su cuarto largometraje de ficción, el director Hari Sama recurre a sus propias experiencias de juventud para elaborar un relato sobre la construcción de la identidad con la movida underground mexicana durante la década de los 80 como telón de fondo. El adolescente protagonista, Carlos (Xabiani Ponce de León), funciona como el alter ego del cineasta y lo seguimos en su exploración fuera de su burbuja de conservadurismo de clase media y familia fracturada por un divorcio en Lomas Verdes para encontrarse, en el clandestino Aztec, con algo que para él resulta como una realidad alterna, una de revolución musical post punk, experimentación con sustancias, liberación sexual, expresión radical artística y lucha contracultural; además atestiguamos cómo se pone a prueba su relación con su mejor amigo Gera (José Antonio Toledano). En Esto no es Berlín, Sama explora la etapa en la que se hace consciente de que sólo uno mismo tiene el derecho y la capacidad de autodefinirse por completo… o de no hacerlo para nada. Y es que si bien deja claro que la identidad se encuentra en perpetua construcción, es en la adolescencia donde se va definiendo nuestro carácter y personalidad que será casi inalterable a través del tiempo. Y es aquí donde es pertinente el auto regalo que se ha-
ce Hari Sama a través de Esteban, el personaje del tío de Carlos que es interpretado por el mismo director; se trata de una entrañable presencia que responde al anhelo del cineasta por no haber contado con una figura paterna similar durante su etapa de formación personal. “No eres tus padres. No estás destinado a convertirte en ellos” son las consignas que se lanzan en un performance que encuentra eco y entabla diálogo con rebeldes propuestas como el de la cinta Leto (2018), de Kirill Serebrennikov. Melancolía y psicodelia delinean este filme de rabiosa y hormonal atmósfera que traza el viaje iniciático en el que Carlos es seducido y deslumbrado por la revelación de libertad sobre la construcción y deconstrucción de su persona a través del arte, a la vez que nos permite echar vistazos a la situación social de un país alienado con la fiesta futbolera del Mundial mientras aún respira por las heridas del mortal sismo de 1985. Aunque sin ofrecer nada realmente novedoso, Esto no es Berlín es una vibrante historia coming of age que destaca por su honestidad, autenticidad y capacidad evocadora de esa etapa de autodescubrimiento, de búsqueda de pertenencia y de necesidad de validación que representa la adolescencia.