no.97 / MARZO 2019 MUJERES EN EL CINE
A
los 26 años, y luego de tres cortometrajes –las ficciones Corps Perdu (2012) y L'infini (2014) y el documental Huid von Glad– el cineasta belga Lukas Dhont debuta en los largometrajes con una historia inspirada en un testimonio real: Girl, un drama adolescente protagonizado por Lara, una chica de 16 años que busca un lugar en una prestigiosa academia de danza para alcanzar el sueño de ser bailarina de ballet; pero al mismo tiempo, la chica se encuentra a punto de iniciar su tratamiento hormonal que iniciará con su cambio corporal que culminará con su cirugía de reasignación sexual para que su físico finalmente coincida con su identidad de género. Más allá de abordar de manera certera temas como la discriminación social y el acoso escolar de una chica trans, y aclarar las dudas entre la identidad de género y la orientación sexual que la sociedad confunde atrozmente, la cinta se enfoca en presentar el extenuante camino hacia la madurez de Lara. La construcción de la identidad, la pubertad, la transición sexual y la búsqueda de un sueño profesional son los elementos que Dhont y su coguionista Angelo Tijssens utilizan para bordar con ternura y delicadeza –aunque sin ser condescendientes con los momentos de brutalidad emocional– una historia de autodescubrimiento inserta el relato en el rabioso y competitivo universo del ballet clásico. Con movimientos elegantes y libres, la puesta en cámara del cinefotógrafo Frank Van den Eeden crea, junto con las partituras de
Valentin Hadjadj ambientes etéreos que acompañan a la protagonista de manera íntima tanto en sus extremadamente demandantes entrenamientos como en la intimidad de su personalísima búsqueda de identidad y su camino hacia el autoconocimiento. A pesar de que su temática podría caer en la controversia fácil, la película no victimiza a la protagoniza ni se regodea en su sufrimiento, sino que aborda tanto su proceso de reasignación sexual como su arduo camino hacia su sueño de ser una bailarina con naturalidad y respeto, y para ello resulta imprescindible la labor histriónica del actor y bailarín Victor Polster, quien con una naturalidad histriónica impresionante se erige como absoluto protagonista del filme al entregarse con convicción a un personaje complejo y en perpetua frustración por su disforia de género. En la cinta ganadora de cuatro reconocimientos en el pasado Festival Internacional de Cine de Cannes –premio a la mejor interpretación (sin distinción entre masculina o femenina) para Victor Polster, la Cámara de Oro a la mejor ópera prima, el premio FIPRESCI de la prensa internacional y la Queer Palm– el cineasta debutante fusiona la competitividad en la danza y la frustración adolescente para dar forma a un coming of age con fuertes ecos del cine de los hermanos Dardenne; con Girl estamos ante una pieza artística única de un talento prometedor que deja ver ya una voz con gran autenticidad y que seguramente nos sorprenderá de manera muy grata en un futuro.
E
n 1977, inspirado por Suspiria de Profundis de Thomas Quincy, el director Dario Argento dio inicio a su «Trilogía de las Madres» con el que se convertiría en el filme más reconocido de su carrera y la máxima exponente del subgénero giallo: Suspiria. Pero la obra maestra del cineasta romano nunca sobresalió por su sorpresivo argumento, sino por su potente discurso audiovisual. La vibrante colorimetría y el uso de los estridentes acordes compuestos por la banda Goblin convirtieron a la obra cumbre de Argento en un título de culto inigualable y cuyas influencias estilísticas pueden ser rastreadas hasta el día de hoy en la obra fílmica de directores como Nicolas Winding Refn –Drive, Only God Forgives y The Neon Demon–. Y como ocurre con los grandes clásicos, la sola idea de perpetrar un remake suena a crimen imperdonable; pero el italiano Luca Guadagnino –uno de los cineastas más sobresalientes de la actualidad que cobró relevancia con su muy comentada Call me by your name (2017)– lleva a cabo esta reelaboración fílmica como deberían hacerse todas las nuevas versiones de los clásicos: ofreciendo una visión propia y personal del relato sin tratar de emular a la cinta original. Y es que las Suspiria de Argento y Guadagnino no podrían ser más distintas entre sí tanto en forma como en fondo; cada una recorre un sendero distinto y consiguen llegar también a destinos radicalmente diferentes. En la película setentera, la joven estadounidense Suzy Bannion (encarnada por Jessica Harper) llega a la prestigiada academia de danza Tanz en Friburgo, Alemania durante una tormentosa noche en la que ha sido asesinada una de las alumnas expulsadas de dicha
institución; poco a poco un ambiente pesadillesco va consumiendo la institución hasta dejar al descubierto que la escuela no es más que una fachada para la operación de una hermandad de brujas regida por la perversa bruja Helena Markos. En la visión de Guadagnino es la violenta, oscura y dividida Berlín de la posguerra en 1977 –un guiño al año en que se estrenó la película original de Argento– la que funciona como el escenario al que llega Susie (ahora encarnada por Dakota Johnson), una chica proveniente de una comunidad menonita en Ohio, Estados Unidos, para incorporarse a la reconocida academia de danza al mando de Madame Blanc (Tilda Swinton), quien se encuentra en una disputa contra la enigmática rectora Helena Markos por el poder del instituto. La nueva Suspiria también posee un potente discurso audiovisual pero deja la estética expresionista de lado y se concentra en ambientes opacos donde dominan los grises, verdes y cafés; el relato es sustraído casi de forma absoluta del género giallo y es trasladado a un sobrio drama sobrenatural de la posguerra sonorizado por las melancólicas composiciones de Thom Yorke que se alejan drásticamente de la estridencia del filme original. El guion de David Lajganich mantiene la anecdótica premisa original pero hace del contexto histórico uno de los pilares para del tratado feminista que propone Guadagnino, pues además de las varias alegorías al nazismo, la cinta aprovecha la radicalización del feminismo de la época para presentar a la danza no sólo como un medio de expresión artística de contracultura, sino también como un acto/ritual místico-erótico que permite la reconceptualización de la femini-
dad como una forma de lucha contra la represión. La denuncia de la violencia de género, y sobre todo, la oposición al dominio del patriarcado adopta muchas formas en pantalla pero llama la atención la escena de las brujas 'jugando' con los genitales de los oficiales de policía que investigan la desaparición de Patricia (Chloe Grace Möretz) que sucede en los primeros minutos de la cinta y que después será investigada por su psiquiatra el Dr. Jozef Klemperer, el único rol masculino relevante dentro de la historia y que resulta de la fusión a los personajes originales del Dr. Frank Mandel (Udo Kier) y el Profesor Milius (Rudolf Schündler); al ser el único hombre con peso sustancial en la cinta con una sólida subtrama que indaga en su pasado y al ser encarnado por la misma Tilda Swinton (bajo el pseudónimo artístico de Lutz Ebersdorf), su presencia se convierte en la máxima de una serie de estrategias que el filme utiliza para ir en contra de la misoginia. Y es que Guadagnino no busca que su obra se compare con la original, sino dotarla de un significado distinto y logra que en su relato las brujas funcionen como símbolo de la búsqueda de la libertad femenina. La cinta de Argento se presentaba como un éxtasis pesadillesco y surrealista, pero la película de Guadagnino es cerebral y lúcida, aunque en su delirante acto final –completamente distinto al de la cinta original– dejará complacidos a los más acérrimos seguidores del cine gore. La nueva Suspiria se gana a pulso un lugar de culto entre lo más destacado del cine de horror que en los últimos años nos ha obsequiado joyas como The Babadook, It Follows, The Witch y Hereditary.
C
hela y Chiquita son madura pareja lésbica que lleva tres décadas en una discreta relación fingiendo ser hermanas ante la conservadora sociedad de Asunción, Paraguay. La acomodada rutina que han llevado en el caserón que Chela ha heredado de su familia se ve alterada cuando Chiquita es enviada a prisión acusada de fraude. Chela se ve obligada a abandonar su zona de confort y a enfrentar sus mayores temores; la sexagenaria mujer debe poner a la venta –y casi rematar– los muebles, la platería y hasta el piano, con el fin de saldar las deudas. Pronto se le presenta la oportunidad de ganar dinero como chofer privada de acaudaladas mujeres mayores, brindándole una mirada clarificadora sobre esa burguesía a la que solía –o creía– pertenecer, a la vez que la aparición en su vida de Angy, una mujer un par de década más joven que ella e hija de una de estas mujeres adineradas a las que transporta, la enfrenta a una encrucijada existencial que la conduce hacia una nueva oportunidad de tomar el control de su vida. Esta es la premisa de Las Herederas, la ópera prima de Marcelo Martinessi que se convirtió en la primera película paraguaya en competir en el prestigioso Festival Internacional de Cine de Berlín –o Berlinale– cosechando el efusivo aplauso del público y tres reconocimientos: el Oso de Plata a la me-
jor actriz para la protagonista Ana Brun; el reconocimiento Alfred Bauer y el premio FIPRESCI otorgado por la prensa internacional. Además fue galardonada con el premio Sebastiane que reconoce a lo mejor de la cinematografía queer en el Festival Internacional de Cine de San Sebastián. A partir de una puesta en cámara que apuesta por lo sutil y lo sugerente mediante planos cerrados y fueras de foco y de escena que crean un ambiente perpetuamente limitado y etéreo, Las Herederas se presenta como un ejercicio que paulatinamente va dejando su inicial clima crepuscular para dar paso a ligeros matices luminosos mientras la protagonista de la historia se ve revitalizada tras el forzado despertar de su letargo que suponía ya su desgastada relación con Chiquita y su abrupta expulsión de la clase burguesa. Con ecos del cine de Lucrecia Martel y emparentada espiritualmente con Gloria (2013) de Sebastián Lelio, el director paraguayo se hace acompañar de la fotografía de Luis Armando Arteaga para bordar un relato intimista sobre la madurez femenina y el renacimiento de su sensualidad. Con una encomiable economía narrativa, el novel cineasta logra construir un fascinante universo enteramente femenino y disecciona la psique de su reservada protagonista haciéndola confrontar su nueva realidad: Chela no
sólo es ahora patrona de su sirvienta –su ya única compañía y confidente en la casona transformada casi en un mausoleo dedicado a la melancólica memoria de una vida mejor–, sino que también se ha transformado en empleada de sus amigas. Y es que el encarcelamiento de Chiquita funciona en la película no sólo como detonante para que Chela se enfrente a una nueva realidad y, eventualmente, acceda a una posibilidad de recuperar su libertad, sino que también actúa como una oportunidad para que el director deslice una serie de comentarios sobre la ultraconservadora sociedad paraguaya. A través de las anécdotas sobre la servidumbre que Chela escucha de las mujeres acomodadas a las que transporta, Martinessi lanza algunos apuntes sobre el clasismo, los privilegios sociales, la misoginia y el machismo; no es casualidad, entonces, que el universo masculino esté aquí ausente o completamente nebuloso y poco definido. Las Herederas es, quizá junto con 7 Cajas (2012) de Juan Carlos Maneglia y Tana Schémbori, uno de los pilares más sólidos sobre los que se está levantando la incipiente industria fílmica paraguaya; y su artífice se revela como uno de los talentos latinoamericanos a los que debemos seguirle la pista en los próximos años.
H
acía tiempo que no escuchábamos la palabra "naco" en el cine. El término clasista está en vías de desuso gracias a la suma de voces que claman por una sociedad más igualitaria y sensible. Si el efecto se traslada o no hasta nuestra dinámica cotidiana es asunto del examen moral de cada quien, el arte por su parte cumple con lanzar la provocación, colocarnos el espejo y ajustar la luz, y esto es lo que Alejandra Márquez Abella hace en su su película, la cual hace más que lanzar una crítica o una burla a las élites: las disecciona. El planteamiento lo hemos visto antes: familia burguesa de las Lomas de Chapultepec, pedante y desconectada, con una personalidad dictada por el estatus y las apariencias. El castillo de naipes comienza a derrumbarse cuando los negocios van mal. La burguesía exhibe su miseria oculta. ¿Alguien dijo Nosotros Los Nobles? Afortunadamente, el riesgo de ser una burla más a los ricos para complacer al gran público, o el de ser otro melodrama inofensivo de carácter neo-telenovelesco, quedan cancelados gracias a la incisiva mirada de este drama hacia la condición privilegiada, que trasciende el escarnio personalista y pone los ojos en el sistema mismo. La trama gira en torno a Sofía (Ilse Salas), una socialité en los años ochentas enajenada con el perfumado ambiente de los clubes, las tiendas exclusivas y las fiestas a la europea. Ella sueña con la realeza española, compra su ropa en Nueva York y desprecia a la nueva-rica morena y "naca" que pretende entrar a su círculo. Sus amigas, son más bien competidoras, presumidas pasivo-agresivas que no dudan en pisar sobre el defecto ajeno para elevar
su virtud social. Todas mujeres cuyo oficio es el ornato, piezas de lucimiento sin valor ni responsabilidad por sí mismas. "Niñas", como se les suele llamar condescendientemente, pues no tienen que pensar, decidir o trabajar. "Bien", porque son de buena familia, porque su chequera, sus gustos y accesos VIP dan cuenta de un fiel apego al manual de etiqueta. Son el estereotipo aspiracional que el wannabismo mexicano ha construído para separar las castas. Pero Sofía tiene un secreto, fantasea íntimamente con Julio Iglesias, un affaire platónico que de confesarlo la volvería la comidilla pública: es de mal gusto admirar cantantes. Basada en las memorias de Soledad Loaeza, la cinta no viene a revelar nada que no sepamos sobre esa élite que con las crisis económicas como telón de fondo, seguía destapando champagne y comiendo caviar. Sin embargo, cuando se decide introducir el factor de la gran devaluación del '82 precedida por la nacionalización de la banca por José López Portillo, se revela la condición humana tras el clasismo. Los ricos también lloran, pero ¿por qué lloran, en el fondo? Las actuaciones logran algo más que credibilidad. Salas demuestra control y conexión perfecta con su personaje, sin dejar de expresar —quizá hasta la reiteración— los condicionamientos de época, contexto y género, en un trabajo de guión más fidedigno que creativo, pero innegablemente divertido. A esto se suman los referentes populares; Jacobo Zabludovsky tiene la verdad mientras Rebeca de Alba tiene la clase. La Maldita Primavera ameniza y la ropa marca FILA distingue. Todos elementos que pueden ser de horror o nostalgia, pero igualmente resultan
simpáticos, aunque poco sutiles. A la par está el vestuario de las actrices, el cual conforma un ente propio; refleja la época, el estatus y personalidad de cada personaje. Aquellas hombreras que hoy resultan ridículas y absurdas, antes daban personalidad y figura. Los rosetones y los holanes que las artistas lucían, tenían antes el carácter populachero que toda respetuosa de la elegancia europea despreciaba, aunque hoy sean vintage. Cinematográficamente, el vestuario es el ingrediente que aporta estética y brillo a una cinta que aunque se defiende suficientemente en ambientación, no puede presumir de una gran producción. Accesible y disfrutable, Las Niñas Bien es también importante para la conversación actual. Al igual que otras películas mexicanas del 2018, intenta mirar al pasado para comprender el presente, un presente confuso y de destino incierto, al cual, si queremos usar como punto de partida, primero hay que evaluar. Y así como algunos ensayos analizan el machismo para estudiar las inseguridades en los propios hombres, esta tragedia de tintes cómicos pone luz en los mecanismos de estratificación social para mirar hacia ese frágil orgullo disfrazado de superioridad. Márquez Abella y su elenco casi enteramente femenino han logrado delinear una parte de la identidad mexicana: la clasista y aspiracional, esa que aunque ha dejado de decir naco (algunos la han cambiado por 'chairo'), sigue ahí en nuestro historial, para algunos, tan horrible como unas puntiagudas hombreras; para otros, tan entrañable como una canción de Marisela.
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espués de La Caída, el siguiente paso es ponerse de pie…siempre y cuando tengas un cuerpo para lograrlo, no importa si eres un ángel, una persona o un híbrido de ambos. Si tienes la suerte de que un médico especialista en tecnología cyborg te ayude, podrás volver al mundo a retomar lo pendiente. La lección es: una vez que reconoces tu cuerpo, reconoces tu potencial. Tal es el caso de Alita, interpretada por Rosa Salazar, muy parecida físicamente al personaje del manga Gunnm, quien además le da expresiones, si bien muy latinas a la interpretación, adecuadas a la transición entre la adolescente que apenas descubre el mundo en el cual se ve inmersa de repente y la guerrera experimentada que en realidad es. Robert Rodríguez dirige, con la guía y visión de James Cameron y Jon Landau (muchos años después del primer intento por realizarla), la cinta que necesariamente retoma elementos visuales de las historias de ciencia ficción que dejaron huella en el cine de todos los tiempos (Cyborg, Terminator, Titán AE), pero sobre todo, le adhiere su particular gusto por los detalles mexicanos a la producción: las flores talladas en brazos y piernas del cuerpo de Alita (reminiscencia del barroco en el Nuevo Mundo), la cantina (inevitable en sus películas El Mariachi, From dusk till down, Pistolero, Érase una vez en México, con pelea incluida), las fachadas de los edificios de Iron City (réplica de cualquier Centro Histórico de ciudad colonial o Pueblo Mágico de México), el calendario azteca en la espalda de Zapan, el rosetón que conforma la ciudad flotante de Salem, insignia inconfundible de las iglesias, centros aspiracionales de los dogmas de fé. Incluso el diseño del pasillo donde los agentes entregan a sus criminales, recuerda los bordados en punto de cruz, si no es que los mismos mosaicos de los pasillos de las iglesias antiguas. Por supuesto, es un espacio apocalíptico en el cual los colores no son tan vivos y los filtros permiten ver el polvo cósmico entre las escenas, contrario a un ambiente Avatar u Oblivion: hay una saturación de edificios, chatarra, basura, gente y cyborgs. Lo que podría ser una ciudad pujante de hoy día. De ahí que haya personalidades de todo tipo pululando por las calles: los ambiciosos que esperan llegar a Salem, pero también los que desean hacerse ricos a costa de los soñadores; los intelectuales que buscan sobrellevar la vida a través de volverse creativos con los recursos que pueden encontrar y por supuesto, los que sólo consideran a Salem como el lugar al que nunca llegarán y por lo mismo viven en la tristeza, frustración y sumisión (¿seguimos hablando de un manga futurista?).
Entonces, se aplica la máxima romana “al pueblo pan y circo”, de ahí que la máxima diversión sea un juego, la carrera para la cual los “guerreros” se preparan y buscan volverse estrellas entre la muchedumbre. Con escenas propias de una batalla en patines, muy al estilo del roller derby de los años 80, definitivamente violentos y aparatosos para brindar el espectáculo que se deseaba en las tribunas siempre llenas de seguidores, el juego pondrá a Alita en una situación inmejorable para conocer el verdadero alcance de sus capacidades, un espacio donde además, se le dará el reconocimiento que necesita para abrirse paso hacia la justicia y el entorno para desarrollar su verdadera personalidad. Aquí cabe destacar que en uno de los diálogos, su amigo Hugo le dice a Alita “eres la persona más humana que he conocido”, ya que el resto parecen no serlo, están “conformes” con su condición tecnológica adherida y se aprovechan de ello para ser máquinas (excelente pretexto para no mostrar sentimientos). Por supuesto la referencia es I Robot y AI, donde precisamente se libra la batalla entre lo que debieran ser los seres creados por el hombre y el hombre mismo, estrictamente en esa condición: ser los seres racionales y amantes de su propia naturaleza, o todo lo contrario. Así que la cuestión sigue en el aire, respecto a quienes son los que deben evolucionar, las máquinas guiadas por el hombre o el hombre guiado por su creador (Alien Covenant). Precisamente la parte humana, interpretada por el Dr. Dyson Ido (Christoph Waltz), Hugo (Keean Johnson) y Chiren (Jennifer Connelly), muestran lo poco que se pueden cambiar los presupuestos ideológicos de las personas, aún después de las catástrofes, de haber sufrido pérdidas, en fin, de haber sobrevivido contra todo pronóstico en un ambiente insalubre y poco propicio para su especie…aún cuando eso mismo implica la adaptación evolutiva. Pareciera una programación de arrastre hacia el pasado, como si antes todo hubiera sido mejor. Alita entonces es otra historia de una salvadora de la humanidad, a costa de su propio sufrimiento y el que le infringen los que están cerca de ella. Tardamos, como siempre, en reconocer que borrar la programación que nos fue impuesta es la que nos dará la libertad, así que llega alguien nuevo y dispuesto a librar esa batalla por nosotros, hasta que llegue una nueva caída, la definitiva, para que podamos reconocer en nosotros lo que alguien más ya sabía: que teníamos la sangre de guerrero dentro de nuestro ser.
H
oy te invito a leer a estás 5 mujeres que han dicho adiós a ser la damisela en peligro que se tiene que salvar para convertirse en esas mujeres llenas de fuerza, valentía e independencia.
En los últimos años México se ha hecho participe en los premios de la Academia gracias a los directores Alfonso Cuarón, Alejandro González Iñárritu y Guillermo del Toro sin embargo, no sólo los hombres han hecho honor en los premios más importantes del séptimo arte, también las mujeres se han destacado y dejado huella por sus majestuosas actuaciones que han sido reconocidas por la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas; estas son algunas de las actrices que han puesto su toque femenino en las nominaciones al Oscar.
Fue una musa llena de talento que comenzó a conquistar a México en 1943. No sólo triunfó en la época de oro del cine mexicano, sino que demostró en Hollywood de lo que está hecha una verdadera mujer mexicana a pesar de su escaso nivel de inglés. En 1951 aparece en la cinta The Bullfighter and The Lady. Fue la primera actriz latinoamericana en ser galardonada con un Globo de Oro gracias a su película High Noon; y en el año de 1952 se convirtió en la primera mujer mexicana nominada al Oscar por su impecable actuación en Broken Lance.
Gracias a su maravillosa forma de traer a la vida a uno de los iconos de la cultura en México la pintora Frida Kahlo a través de la cinta Frida estrenada en el año 2002, la cual le da como resultado cuatro nominaciones en la categoría de Mejor Actriz en los Premios de la Academia, el Globo de Oro, en los BAFTA y en los Premios del Sindicato de Actores, convirtiendo a Hayek en un claro ejemplo de que Hollywood es un sueño posible para las actrices mexicanas.
Con una destacada participación en la pantalla chica por diversas telenovelas. En 2006 Adriana participa en la cinta Babel con una increíble actuación que le brindó una nominación en la categoría de Mejor Actriz de Reparto en los Premios de la Academia; pero eso no es todo, gracias al papel de Amelia, logró entrar en las nominaciones del Globo de Oro y en el Premio del Sindicato de Actores.
Actriz mexicana que de niña jugaba a hacer teatro, y quien hasta ahora cuenta con una gran trayectoria en el cine y la televisión nacional. Este año Marina se encuentra en la cima de las estrellas gracias a su nominación en la categoría de Mejor Actriz de Reparto por su papel como Sofía en la aclamada cinta Roma del reconocido director Alfonso Cuarón, un enorme logro para una actriz latinoamericana que la pone en el ojo de los grandes críticos cinematográficos.
Su debut como actriz y protagonista en la película Roma de Alfonso Cuarón es una grata sorpresa y ejemplo para el pueblo mexicano que, para esta 91ª entrega de los premios Oscar le dio a esta profesora de preescolar la nominación de Mejor Actriz y vivir el sueño de toda actriz mexicana, porque no sólo la Academia la reconoció, sino que la revista Time la clasificó como “la mejor actuación de 2018”. Logro sobresaliente después de catorce años en los que Latinoamérica no aparecía en la categoría de Mejor Actriz.
L
uego de ocho años de ausencia, el sexagenario director surcoreano Lee Chang-dong regresa demostrando encontrarse en plena forma con su sexto largometraje: Burning, relato protagonizado por Lee Jong-su (Yoo Ah-in), un joven mensajero que, cuando se encuentra en medio de una de sus entregas, se encuentra casualmente con Shin Hae-mi (Jun Jong-seo), quien dice ser una antigua compañera de colegio, además que solía vivir en el mismo vecindario, aunque el chico no termina por recordarla con claridad. La pareja, no obstante, comienza un intenso pero brevísimo ro-mance que se ve interrumpido por el ya anunciado viaje a África por parte de la chica, quien le pide al enamorado y servil Lee Jong-su que cuide a su gato en su ausencia. Pero a su regreso, Shin Hae-mi le presenta a Ben (Steven Yeun), un enigmático y atractivo joven de clase alta que conoció durante su viaje y con el que se porta extrañamente cariñosa. Entre ellos surge un triángulo de romance/amistad hasta que Shin Hae-mi desaparece sin dejar rastro alguno y Ben confiesa a Lee Jong-su un extraño pasatiempo: quemar invernaderos. Del breve relato firmado por el japonés Haruki Murakami en el que está inspirado –Quemar graneros que apenas alcanza las catorce páginas de extensión–, el director surcoreano extrae los personajes y la premisa inicial, pero los toma como un mero pretexto para desarrollar un retorcido thriller existencial haciendo pequeños aunque significativos cambios como el estado civil del protagonista, su nivel socioeconómico, sus frustraciones como aspirante a escritor, su incapacidad para expresar sus mayores deseos y su pasado con un trasfondo familiar fracturado –el abandono de su madre y la violenta e irracional personalidad del padre que le han llevado a ser sentenciado a prisión–. Con una atmósfera turbia conseguida con la propuesta fotográfica de Hong Kyung-pyo y la composición sonora de Mowg, y a una magistral construcción de la tensión que va ganando terreno de forma
gradual hasta el explosivo y violento desenlace, Lee Chang-dong entreteje un thriller tan hermoso como perturbador del que pueden extraerse múltiples lecturas que van desde el elemental triángulo amoroso y las relaciones de poder en medio de la lucha territorial entre los hombres, hasta la eterna lucha de clases, así como un retrato metafórico del choque cultural en la sociedad surcoreana entre conservadurismo y modernidad, entre tradicionalismo y occidentalización. Sin embargo, lo más fascinante de Burning es que no ofrece respuestas al espectador; la película está sustentada enteramente en la ambigüedad y el desconcierto. Y es que la semilla de la duda es sembrada desde el inicio de la cinta cuando Shin Haemi le cuenta a Lee Jong-su anécdotas sobre su niñez compartida pero éste parece incapaz de recordarlas, y mientras la trama avanza y la chica desaparece, Lee Jong-su comienza a cuestionar la veracidad de la identidad y los recuerdos de Hae-mi, mientras va quedando sumergido y asfixiándose en el desconcierto con la aparición de vagas pistas sobre la misteriosa y repentina desaparición de la chica. La narración desde la vaguedad y desde la deliberada omisión –como la mandarina que Shin Hae-mi se come al inicio de la cinta– le permite al cineasta entretejer el relato de un modo que demande la participación activa del espectador para complementar la trama con sus propias ideas y teorías sobre la veracidad de los acontecimientos, permitiendo de la misma forma un más profundo y personal estudio de la condición humana. Burning es un ejercicio poético y reflexivo con una elocuencia envidiable y una elegancia formal extraordinaria que, al dejar abiertas todas las interrogantes que plantea, seguramente recompensará gratamente a todos aquellos aventureros y amantes de la ambivalencia y el caos que se atrevan a sumergirse en sus 148 minutos de incertidumbre pura.
E
n la historia del cine existen muchas películas que tratan el tema de las adicciones y drogas, pero son realmente pocas las que se atreven a cruzar los límites que uno pensaría ver. Y es que ver sufrir en la pantalla grande a personajes con situaciones que sí pasan y que todos sabemos lo difícil que son, puede resultar incómodo. Por eso la mayoría de estas cintas siguen un desarrollo sencillo y convencional, mostrándonos los resultados engañosos de usar/consumir esas sustancias para después lanzarnos a los verdaderos resultados de convertirse en adicto, y al final resolverlo de una manera esperanzadora, de esos que nos hacen pensar que esos problemas tienen finales felices. Con “Beautiful Boy” pasa algo similar, no es la excepción aunque tampoco es tan endeble, pues la película nos muestra las adicciones y los excesos de un joven desde sus comienzos hasta el punto más crítico de su adicción, pero sin presentarnos los excesos de forma tan explícita, como por ejemplo, lo que Darren Aronofsky nos mostró con su obra de culto Réquiem por un sueño. Basada en el libro de David Sheff, Beautiful Boy: A father's journey through his son's sddiction, de donde se toma el título, la película narra la historia de David y Nic Sheff, padre e hijo respectivamente, sus adicciones a las drogas, especialmente la metanfetamina, y cómo afecta en su vida, todas las dificultades que pasan, y la incansable búsqueda de David por entender en qué momento y cómo dejó que su hijo se convirtiera en un drogadicto, y también cómo poder ayudarlo.
De ese modo nos adentran en su historia, vemos la formación de Nic desde pequeño (a manera de flashbacks) interpretado de muy buena manera por Jack Dylan Grazer, algunos de los momentos que comparte con su familia, en especial con su padre; hasta su edad adulta, interpretado por un grandioso Timothée Chalamet, quien demuestra otra vez por qué es un actor en ascenso que promete mucho, aquí es especialmente memorable su forma de retratar la autoflagelación emocional a la que se somete su personaje al ver cómo es incapaz de decir no a las drogas. Por el lado de Steve Carell, a veces empieza a costar trabajo recordar que durante un largo tiempo lo conocimos exclusivamente por sus películas de comedia, ya que aquí nos vuelve a entregar una actuación sólida, más moderada (en comparación a Chalamet), que descansa en la fuerza de su mirada, unos ojos que transmiten lo que el padre es incapaz de verbalizar por el dolor que le acucian los problemas de su hijo, pero que en ningún momento es superado por su hijo (en pantalla). Al final Beautiful Boy es una entrañable y desgarradora crónica, que intenta ser algo más que otra película de drogas, pero que se queda corta ante el enorme potencial al que tenía alcance al tratarse de un tema tan sensible como la adicción. Se va por el lado de cómo las adicciones dañan a las personas, no sólo a la víctima, sino a todos los que lo rodean. Por tal motivo puede resultar un tanto perturbador (desde la perspectiva de quienes son padres), pero se queda en el intento a lo que pretendía llegar.
E
l sexto largometraje del director griego Yorgos Lanthimos nos abre paso a la corte de la Reina Anna de Estuardos (Olivia Colman) donde dos mujeres se enfrentan descarnadamente por conseguir la predilección de la monarca británica en los albores del siglo XVIII: Lady Sarah Churchill (Rachel Weisz), la amante y consejera que aprovecha la precaria salud física e inestabilidad emocional y psicológica de la soberana para manipularla y favorecer su posición dentro de la corte y la de su esposo, el Duque de Marlborough (Mark Gatiss), como general al frente de las fuerzas armadas inglesas en la guerra contra Francia; y Abigail (Emma Stone), prima caída en desgracia de Sarah y devenida sirvienta que busca recuperar su status aristócrata a cualquier precio. La anecdótica premisa de su tercera cinta de habla inglesa tras The Lobster (2015) y The Killing of Sacred Deer (2017), sirve al cineasta como un pretexto para tomar la excentricidad de la burguesía como la materia prima que le permite bordar una extravagante sátira política haciendo uso de su acostumbrado cáustico e hiriente humor y su excéntrico y retorcido sentido de la sensualidad para llevarla con precisión y astucia hasta niveles de ridículo inimaginables. Por primera vez Lanthimos no trabaja con su guionista de cabecera Efthimis Filippou y se arriesga con el guion de estructura capitular de la debutante Deborah Davis escrito en conjunto con Tony McNamara, desarrollando a partir de éste un relato feminista en clave de drama de época. Si ya con algunas secuencias de The Lobster, y sobre todo, con The Killing of a Sacred Deer nos había remitido a la obra maestra del horror The Shining (1980), en esta ocasión el griego recurre a otra de las obras maestras de Stanley Kubrick: el ultrasofisticado drama de época Barry Lyndon (1975), y al igual que el genio neoyorquino experimentó en su arriesgada puesta en escena para conseguir su particular estética en la cinta protagonizada por Ryan O'Neal, Lanthimos se apoya en la iluminación de interiores exclusivamente con velas y en la cámara del inglés Robbie Ryan, cuya labor cinefotográfica sobresale por la deformación de los espacios s través de su audaz juego de enrarecidos encuadres contrapicados capturados con lentes gran angular y ojo de pez para colocarnos así en el privilegiado lugar de un voyeourista oculto que atestigua esta retorcida e hilarante historia de delirio y perversión.
Lo más sonado en la prensa internacional con respecto a The Favourite ha sido la sobresaliente labor histriónica del trío protagónico, y no es exageración decir que las actrices dan una muestra de su poderío interpretativo. Rachel Weisz está espléndida como una sombría y viperina consejera real, mientras que Emma Stone sorprende con el papel más arriesgado de su carrera y con el que finalmente le hace honor a su Oscar como mejor actriz –¿alguna vez se imaginaron ver a Stone masturbando a su amante mientras su mente maquina las intrigas para quitar del camino a su enemiga? Pues aquí la verán ejecutar con maestría esa escena y varias más–. La película, sin embargo, pertenece de forma absoluta a Olivia Colman; la británica que ya había trabajado a las órdenes de Lanthimos como la gerente del bizarro hotel en The Lobster –que por cierto fue recientemente agregada al catálogo de Netflix– ofrece aquí uno de los tour de force más sobresalientes del año al bordar magistralmente un personaje que en manos de otra actriz pudo haber sido fácilmente una caricatura burda de una monarca desequilibrada y caprichosa que ha sustituido con diecisiete conejos a la misma cantidad de hijos que perdió en labor de parto. Pero la cinta es mucho más que un simple vehículo de lucimiento histriónico para las actrices, es toda una tesis sobre la deshumanización de la guerra, aunque no la que libra Inglaterra –con la alianza española– en contra de Francia, sino la que con intrigas palaciegas que devienen en la batalla campal se libra en el interior de la corte entre Sarah y Abigail por el amor y la predilección de la Reina Anna. El más brillante logro de Lanthimos con The Favourite radica en haber dotado a su obra de una aparente ligereza que la convierte en su película más accesible hasta la fecha, pero que, sin embargo, bajo esa falsa banalidad mantiene oculto un complejísimo estudio de la feminidad que no carece del poder de provocación que ha marcado su filmografía ni de su capacidad para incomodar a la audiencia con sus ácidos cuestionamientos sobre el absurdo y patético comportamiento humano, particularmente con su desenlace que es, por decir lo menos, fatalista, rabioso y brutal, pues con una serie de lentísimas disolvencias –culmen del fenomenal trabajo de montaje a cargo del editor Yorgos Mavropsaridis– el cineasta lanza su apabullante veredicto: en los juegos de poder y dominación nadie tiene la victoria absoluta.
E
stá claro que vivir del arte -cualquiera de las 7- no es nada fácil, y más cuando se es verdaderamente apasionado y lo que se intenta es ser auténtico, pues siempre hay grandísimos obstáculos que incluso ocasionan que el artista considere (o logre) cambiar de profesión. Sólo piensen en cuántas grandes mentes, cuántos talentos natos, se pierden por tener que escoger una profesión que te dé de comer. Sin embargo, hay quienes a pesar de todas esas dificultades se arriesgan y se aventuran a ir por sus pasiones. Can you ever forgive me? es la biopic de la escritora Lee Israel, quien ante la desesperación de ver su carrera al límite de la extinción, se vio en la necesidad (y facilidad) de hacer falsificación literaria, crimen que la llevaría a la fama, más que por sus propias obras. Uno primeramente pensaría que cualquier crimen por más “ingenuo” que pueda parecer- debe ser castigado de acuerdo a la gravedad del asunto, pero a veces la justicia suele ser muy imparcial e irónica, refiriéndose que a grandes crimines que han pasado en la vida en ocasiones quedan sin resolver, y otros que son un tanto más entendibles son juzgados muy injustamente, tal vez no por la condena, sino por la imagen eterna que queda grabada. Esta película nos cuenta cómo la famosa escritora tomó la decisión de cometer dichos delitos, por los cuales entró a la lista negra en la industria. Se dice que más de 400 cartas de celebridades, personajes históricos, artistas, etc., fueron falsificadas por ella para ganar dinero, pues su carrera prácticamente había
terminado al no tener ese “olfato” comercial necesario para seguir vigente, y todavía sumemos su difícil carácter, muy antisocial, y su alcoholismo. Melissa McCarthy encarnando a la escritora se apodera del papel y nos entrega la que es para muchos su mejor interpretación en su carrera histriónica, los matices en su interpretación son tan precisos que logra capturar la esencia de la escritora, muy bien merecida tiene la nominación al Oscar, aunque considerando cómo está la competencia en la categoría de mejor actriz, difícilmente ganará el ansiado premio. Por otro lado, su coprotagonista Richard E. Grant tampoco se queda lejos, pues tanto su actuación como su papel del mejor amigo de Lee son sublimes, incluso me atrevo a decir que se roba la película. Richard E. Grant también está nominado al Óscar en la categoría de mejor actor de reparto, aunque pasa la misma situación que con McCarthy. El tratamiento que el director le da a la cinta es el de una comedia dramática, y la película triunfa precisamente por las actuaciones de Melissa y Richard, en la que uno empatiza con los personajes, teniendo momentos de mucha diversión y otros de compasión. Al final Can You Ever Forgive Me? se siente como una carta de arrepentimiento, no tanto de la escritora, sino de los errores que todos podemos llegar a cometer y cómo nos puede afectar; pero oigan, incluso Pablo Picasso una vez dijo: “los buenos artistas copian, los grandes roban”. Cuánta razón hay en eso, ¿no?
E
n este documental, la directora Dalia R. Reyes realizó un trabajo asiduo de confianza, y esto se ve reflejado en el resultado del documental: sus personajes se muestran al natural sin filtros, realizando una catarsis de sus vidas al estar limpiando sus cuerpos. Felipe es el encargado de los baños desde 1984. Es una persona alegre pero a la vez solitaria, su vida son los baños pues aparte de trabajar, vive en uno de los cuartos de la finca, sus días transcurren entre limpiar y cantar, éste es su hobby. Él se sabe muchas historias de tanta gente que ha pasado por el lugar, ellos le confían lo felices o tristes que están. Juana es barrendera del centro de la ciudad de México. Vive sola y es una mujer muy fuerte que lucha por salir adelante ante la intempestiva vida que le ha tocado, desde la dolorosa perdida de seres queridos hasta abusos sexuales. Pese a todo esto, ella está en pie, luchando por tener una vida mejor. La Sra. José es clienta de los baños desde hace más de 40 años.
Su vida es menos trágica que la de Juana, pues ella vive en familia, pero en algún momento de su historia, descubrió infidelidades de su pareja. Ella sigue con la tradición y hace lo posible por que sus hijas y nietos compartan esta experiencia: el baño, aparte de limpieza, es de convivencia, pues en los baños comunales puede entrar toda la familia. El documental Baño de Vida tiene puntos dramáticos, pero sus protagonistas, a través de sus historias, nos hacen reír con la filosofía con la que ven la vida, aceptando lo que les tocó pero no decayendo, al contrario buscan ser más felices aceptando su pasado y aprendiendo de él. Se trata de un relato que nos muestra la vida de tres personajes muy peculiares, su directora logra un estupendo juego metafórico cuando éstos escarban en sus más hondos recuerdos de lo que ha sido su vida y que comparten lo mucho que les ha ayudado el cuarto de vapor; quizás para limpiar, además de sus cuerpos, sus almas.
B
eale Street está localizada la ciudad de Memphis, Tennessee. Es una calle de gran tradición, llena de música blues donde leyendas como Louis Armstrong, Muddy Waters, B. B. King, entre otros, tocaban todas las noches antes de convertirse en leyendas. También era una zona habitada en su mayoría por gente afroamericana que ubicaba sus negocios a lo largo de la calle; personas trabajadoras que luchabas por salir adelante y a su vez batallaban por las cuestiones raciales que aquejaban a la comunidad. Es por eso que es considerada una pieza de historia para la cultura afroamericana en Estados Unidos. Cuántas historias de lucha, injusticias y amor se habrán vivido en esas calles. Todo esto inspiró al escritor James Baldwin a crear una de las novelas más emblemáticas: If Beale Street Could Talk, lanzada en 1974 y que en 2018 fue adaptada al cine dirigida y adaptada por Barry Jenkins, siendo este es su primer proyecto después de haber sido el ganador del Óscar a mejor película por Moonlight. En If Beale Street Could Talk conocemos la historia de Tish (una prometedora KiKi Layne) y Fonny (Stephan James), una joven pareja que se conocen desde su niñez y siempre se han querido y cuidado mutuamente, así que conforme van creciendo terminan inevitablemente enamorados. El amor entre los dos es incondicional, incluso comienzan a vivir juntos. Pero cuando todo marcha de maravilla, repentinamente Fonny es acusado injustamente de violar a una chica puertorriqueña y es encarcelando sin prueba definitiva alguna, sólo la palabra de un oficial de policía y una perturbada víctima que creen haberlo visto. Al poco tiempo de ocurrido esto Tish descubre que está embarazada; esta situación martiriza más a Fonny por no poder estar su lado, pero a ella le da la fuerza para no doblegarse y seguir luchando por la libertad de su amado. Afortunadamente no están solos, las familias de la pareja se unen para tratar de demostrar a toda costa la inocencia de Fonny; pero el caso es complicado de resolver y durante el proceso el gran amor entre ellos es puesto a prueba.
Como lo hizo con su anterior trabajo, Jenkins logra combinar el cine de denuncia con el drama romántico; el director consigue empatar imágenes de bellísima estética con el realismo y la crudeza de la situación social apoyándose en la elegante fotografía de James Laxton y la emotiva banda sonora de Nicholas Britell. Kiki Lane y Stephan James, los encargados de protagonizar esta historia, nos transmiten sus sentimientos en esas tomas directas a su rostro donde apreciamos sus mirada de amor, de deseo, de compasión y de vulnerabilidad, ya sea mientras caminan por la calle o cuando los divide un cristal penitenciario. A Lane y James los acompaña un talentoso elenco de rostros no tan conocidos pero no por ello menos talentosos, y con algunas breves participaciones de actores más reconocidos como Diego Luna y Dave Franco en roles pequeños. Pero si alguien destaca del elenco a parte de sus protagonistas es Regina King, con su corto pero contundente papel como la madre de la protagonista, fuerte, entregada, que da la cara por sus hijos y lucha por la felicidad de estos; es un rol secundario con pocas escenas en pantalla pero son extremadamente lucidoras para la actriz, muy similar a lo ocurrido con el personaje de Mahershala Ali en Moonlight, un rol pequeño pero determinante para la historia. Narrada paralelamente durante el antes y el después de dicho acontecimiento, en If Beale Street Could Talk somos testigos de la evolución de la relación de nuestros protagonistas pero a la vez también apreciamos la vida de la comunidad afroamericana en la década de los 70, llena de injusticias, donde tu color de piel hacía que tu opinión valiera menos, que tus derechos fueran pisoteados por cualquiera, que tu vida valiera menos que la de alguien de tez clara. Por historias cómo estas vemos que el mensaje de inclusión que existe en la industria del cine actualmente no es exagerado, sino necesario.
L
a figura del director mexicano Carlos Reygadas ha estado rodeada siempre de polémica, y su ópera prima no fue la excepción. Tras la realización de tres cortometrajes, Reygadas presentó en Cannes -donde ya ha sido galardonado en varias ocasiones- su primer largometraje: Japón, con un guión escrito por él mismo en el que nos hace acompañar a un hombre que busca huir de la vida urbana de la gran ciudad para refugiarse en un pequeñísimo pueblo hidalguense llamado Ayacatzintla, para encontrar paz, serenidad y el momento adecuado para quitarse la vida. En el remoto lugar, el hombre conoce a Ascen, una viuda indígena en cuya aún más remota casa -en lo alto de una colina- encuentra refugio por algunos días. A medida que los días transcurren, la omnipotencia de la naturaleza y la ingenuidad/sabiduría de la anciana desafían sus impulsos suicidas al grado de hacerlo replantearse su existencia, pero la estabilidad se ve amenazada tras el regreso del sobrino de Ascen, quien reclama que las piedras que conforman la
choza donde vive su tía le pertenecen por derecho. Reygadas, influenciado indudablemente por el estilo visual de Andrei Tarkovsky y comprendiendo al igual que el maestro ruso- que el cine es uno de los mayores vehículos de expresión artística para el espíritu humano, nos lleva como acompañantes en este viaje físico y espiritual del forastero protagonista, donde la inmensidad natural del México profundo y la amistad con la anciana Ascen, despiertan en él una serie de emociones y una imperiosa necesidad de volver a percibir la vida a través de los sentidos, un proceso catártico/orgánico experimentado por un hombre que otrora esperaba ‘el momento’ para matarse. Paisajes naturales imponentes, aletargados silencios que nos permiten escuchar el ambiente natural, largas secuencias contemplativas donde -aparentemente- no pasa nada, impactantes situaciones que confrontan al espectador, y todas las características del cine de Reygadas, ya están presentes aquí en Japón, una experiencia au-
diovisual sustentada por sus dos protagonistas no profesionales: Alejandro Ferretis (el forastero) y Magdalena Flores (Ascen), quienes se desenvuelven en el ambiente fotografiado por Diego Martínez Vignatti y con música de Johann Sebastian Bach, Dmitri Shostakovich y Arvo Pärt, cuya pieza Cantus in Memory of Benjamin Britten acompaña el extraordinario plano secuencia final de la película: una escena ferroviaria de las más hermosas que se tenga memoria en la historia de nuestro cine. Japón no es un cine fácil, no es un cine para todos, tanto su propuesta narrativa como temática son difíciles de digerir si uno está acostumbrado a deglutir el ‘cine Cinépolis’, por lo que seguramente muchos no lograrán terminar ni siquiera los primeros veinte minutos; pero para quienes busquen propuestas diferentes, Japón es una buena opción, es la cinta más accesible y con menos pretensiones del ya consagrado cineasta mexicano.
L
a cinta sobre terapia de conversión Boy Erased no era la favorita de muchos, pero si aclamada por la crítica. Cabe mencionar que la película está basada en el libro Boy Erased: A Memoir de Garrard Conley que se publicó en el año 2016. Cuando Garrard Conley le dijo a sus padres, fanáticos religiosos, que era homosexual, pensaron que someterlo a una terrible terapia de conversión lograría curarlo; es entonces cuando Garrard pierde el amor a su propio padre y de su divino salvador para convertir a su madre en su verdadera salvadora. Este film está escrito y dirigido por el actor Joel Edgerton, que se reserva el papel del desagradable terapeuta (Victor Sykes); La actriz Nicole Kidman (Nancy Eamon) interpreta a esa mamá arrepentida y protectora de su hijo en contra de su propia religión y de las decisiones de su esposo; Rusell Crowe (Marshall Eamons), destaca por su actuación de un fiel servidor a Dios a tal grado que prefiere “curar” a su hijo que apoyarlo. Lucas Hedges, no solo interpreta a Garrard (Jared), le da vida a ese miedo que viven muchos jóvenes de “salir del closet” por ser rechazados por la sociedad, la religión o peor por las personas que amamos.
La historia te envuelve con ecos de varios flashbacks mientras Jared lucha contra lo que su entorno llama “enfermedad” además de experimentar el hecho de que su fragilidad fuese rota por un acto traumático por parte de su compañero de cuarto (en lo personal lo peor que pueda vivir cualquier chico en la Universidad). La interpretación por parte del actor no hizo necesario un diálogo interno de Jared ya que permitía al espectador percibir el verdadero conflicto interno que el personaje trasmitía a través de la pantalla, haciendo muy reales las sensaciones durante estas escenas. Lamentablemente esta historia la viven millones de jóvenes alrededor del mundo que son discriminado o rechazados o aun peor que son sometidos a terapias de conversión por creer que están “enfermos” pero sabes no hay que tener miedo, no te encuentras solo, tampoco tienes un padecimiento, solo amas como todo el mundo. Se valiente, vive y disfruta al máximo que no hay nada que curar, mucho menos el amor.
E
l nombre de Paul Schrader puede ser reconocido por el cinéfilo promedio como guionista de algunos de los más grandes títulos del maestro neoyorquino Martin Scorsese como Taxi Driver; Raging Bull, The Last Temptation of Christ y Bringing Out the Dead; todos ellos tienen como protagonistas a personajes atormentados en busca de redención, algunos de ellos incluso presentan comportamientos violentos y/o autodestructivos. Sin embargo, como director de cine el estadounidense posee una filmografía con casi una veintena de títulos que, aunque con irregularidades, tiene presentes algunos ejercicios fílmicos contundentes, tal es el caso de la seminal Blue Collar (1978) en la que desmontó rabiosamente el sueño americano, Hardcore (1979), American Gigolo (1980), el sobresaliente biopic Mishima: A Life in Four Acts (1985), la delirante, lisérgica y casi experimental Dog Eat Dog (2016), y su más reciente trabajo: First Reformed, un inquietante drama religioso protagonizado por Ethan Hawke dando vida a Ernest Toller, un pastor evangélico de una antigua parroquia al norte del estado de Nueva York y ex capellán del ejército con un pasado dolorosamente marcado por la muerte de su hijo en la Guerra de Iraq, y a quien un encuentro con Michael (Philip Ettinger), un desesperanzado activista ecológico, y su esposa embarazada Mary (Amanda Seyfried), provoca en él una suerte de radicalización ideológica con respecto a su fe y al papel que juega Dios y la iglesia cristiana en el destino del mundo. El tema de la redención como una constante en el cine de Schrader tanto como guionista como director obedece a la especialmente estricta educación recibida por su padre, Charles, un miembro de la comunidad calvinista que, al no poder terminar sus estudios para convertirse en ministro de la congregación, vio la posibilidad de cumplir sus sueños a través de sus hijos Paul y Leonard, planeando los estudios de ambos en la Universidad Calvinista para convertirse en sacerdotes. La educación bajo la que se crió Schrader fue tan estricta que no pudo ver una película sino hasta que cumplió 15 años cuando desobedeció las reglas familiares y eclesiásticas y, junto con un amigo, se escapó al cine para ver el ahora clásico de las comedias familiares The Absent-Minded Professor; 1961) de Robert Stevenson; tiempo después, y ahora bajo el amparo de sus tías menos ortodoxas, asis-
tió a la función del drama musical Wild in the Country; 1961) de Philip Dunne con Elvis Presley como protagonista. Sin embargo, no fue sino hasta que, ya con el permiso de su madre, atestiguó en la gran pantalla la historia del mártir en Spartacus (1969), de Stanley Kubrick, que el joven Paul se adentró también en los terrenos de la rebeldía y el sacrificio además de la ya mencionada redención. Cómo conciliar su fe cuando la iglesia a la que pertenece es más una empresa preocupada por capitalizar la devoción de los feligreses que un refugio espiritual y de culto cristiano y que, además, es subsidiada por una de las compañías que generan más contaminación a nivel global; esa es la gota que rebasa el vaso, es el dilema que detona la serie de crisis existenciales que llevan al pastor a un estado de radicalización ideológica que apenas encuentra consuelo con la presencia de Mary –no podría llamarse de otra forma la mujer que lleva en su vientre la esperanza en alusión a la madre del redentor–. En un formidable ejercicio de contención formal y dramática que se aleja de sus anteriores producciones, Schrader propone una suerte de reelaboración y relectura del guion de la mítica Taxi Driver, y al igual que el mítico taxista encarnado por De Niro en la película ganadora de la Palma de Oro en 1976, el pastor Toller se ve arrastrado por una espiral de muerte, dolor, ira y frustración que tiene como únicas esperanzas de escape a la justicia y la redención. Con una propuesta impecable tanto en forma como en fondo –su estética y narrativa presentan claros ecos temáticos y estilísticos de las obras de Bresson, Bergman y Tarkovski–, el director Paul Schrader ofrece un denso, violento y sórdido ensayo existencialista centrado en la fragilidad del hombre y con un sobrecogedor «tour de force» por parte del gran Ethan Hawke como carta de presentación ante el público. El director, afortunadamente, no ofrece respuestas a las interrogantes éticas y morales que plantea, sino que utiliza la monumental experiencia sensorial que supone First Reformed para depositar el germen que con el paso de los días –tal vez semanas, incluso meses– da paso a una serie de dolorosas y abrumadoras reflexiones sobre el futuro de la humanidad y sobre nuestros actos en consecuencia a partir de estas reflexiones.
S
er joven y no ser revolucionario es una contradicción hasta biológica». Esta frase de Salvador Allende, utilizada ya en anteriores ocasiones en el mundo del celuloide –¿recuerdan Güeros (2014), de Alonso Ruizpalacios?– sirve para definir el espíritu del más reciente título de la breve pero contundente filmografía del cineasta John Cameron Mitchell. Partiendo de un relato breve de Neil Gaiman –reconocido creador del cómic de culto The Sandman–, el director presenta la historia de dos adolescentes rebeldes que se oponen a seguir las normas de sus sociedades totalitarias. Enn (Alex Sharp) es un tímido pero rebelde adolescente de Londres que ama la música punk y que una noche, luego de asistir a un concierto underground organizado por la respetada Queen Boadicea (encarnada por una Nicole Kidman única) termina junto con sus dos mejores amigos en una casona que alberga una extraña fiesta con personajes y situaciones extravagantes. Allí conoce a Zan (Elle Fanning), una chica que se encuentra en la Tierra junto a una parte de su sociedad alienígena con la misión de concluir con un extraño ritual antes de regresar a su planeta. Sin embargo, la curiosidad que nace en la chica por la raza humana, sus costumbres y eso a lo que llaman «punk», hacen que se cuestione las reglas de sus superiores, deci-
diendo rebelarse y huir con Enn antes del inminente e inevitable retorno a su planeta. Aunque posee ecos estilísticos y argumentales del clásico Logan's Run (1976), de John Carpenter, y establece también conexiones con los filmes de culto underground Liquid Sky (1982), de Slava Tsukerman y Zardoz (1974), de John Boorman, la nueva cinta de Mitchell crea un universo propio con la autenticidad que ha marcado su carrera; y en este ambiente de ciencia ficción psicotrópica presenta un romance juvenil interestelar en clave punk como vehículo para continuar explorando sus recurrentes inquietudes como la búsqueda del amor, la construcción de la identidad, la pérdida y las relaciones paterno-filiales. Con la ideología punk representada como un virus que infecta a su huésped y sirve como combustible de la rebeldía, y ésta presentada como un acto liberador y catártico, Mitchell reflexiona sobre la importancia de la anarquía como modo de vida para escapar de las opresiones totalitarias, ya sea en forma de padres que buscan la auto realización vía el control absoluto de la vida de sus hijos, o razas alienígenas con estrictas normas privativas de experiencias enriquecedoras con otras especies galácticas para mantener el orden social. How to talk to girls at parties es una cinta mucho más ligera que
sus propuestas anteriores, y pese a que se trata de un cambio en la factura del trabajo de Mitchell con una imagen más limpia y depurada en lo formal y que por momentos peca de ingenuidad al momento de retratar el ambiente underground, en su fondo mantiene la mordacidad en sus comentarios y se resiste a formar parte del cine mainstream y busca asirse al espíritu contracultural con elementos del cine de serie B. Con la figura del adolescente como el rebelde original, Mitchell, en su acostumbrada y deliciosa insolencia, lanza comentarios irreverentes y contestatarios que dinamitan los ridículos cánones heteronormados –«evolucionar o morir»– y que invitan a la experimentación plena y libre de la sexualidad. La cinta no está exenta de fallos en su guion que repercuten principalmente en su ritmo, y junto a otras irregularidades la colocan como su trabajo menos afortunado –no resulta tan rabiosa como su debut Hedwig and the Angry Inch (2001), ni tan osada como Shortbus (2006), y tampoco es tan precisa en temas dramáticos como Rabbit Hole (2010)–, sin duda se convertirá en una nueva cinta de culto en la filmografía del cineasta texano gracias a su imaginería visual y al poder de su discurso sobre la rebeldía frente al totalitarismo.
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ara su ópera prima, el director francés Xavier Legrand expande y profundiza en la premisa de su cortometraje Antes que perderlo todo (Avant que de tout perdre; 2013). En aquel minifilme ganador del premio Cesar al mejor cortometraje y nominado a los premios Oscar como mejor cortometraje de ficción, la protagonista Miriam (Léa Drucker) escapa de su violento marido Antoine (Denis Ménochet) junto con sus hijos. Ahora en Por un hijo, el director nos adentra en los tensos y dolorosos mecanismos del proceso de divorcio entre Miriam y Antoine (interpretados nuevamente por Drucker y Ménochet), quienes más allá de la separación se enfrentan en una contienda legal por la custodia completa de su hijo menor Julian (Thomas Gioria). Con ecos del cine social de los hermanos Dardenne, la precisa dirección y las interpretaciones sobresalientes del reparto completo elevan el nivel de lo que pudo haber sido un drama familiar arquetípico cualquiera. En sólo 93 minutos Legrand consigue una cátedra de cine en estado puro, alejándose de fórmulas y acercándose a un cine que, en su búsqueda de personalidad propia, combina hábilmente un estilo cercano al documental con una ficción
dramática en tono naturalista para finalmente deslizar elementos de thriller y terror. Legrand consigue superar los limitados recursos para su producción gracias a la potencia e ingenio de su lenguaje narrativo y a la pesada carga emocional inherente a la naturaleza del relato, consiguiendo poco a poco una atmósfera que se desboca en el tercer acto cuando el drama marital se transforma en una historia de terror de violencia intrafamiliar. Revelándose como un hábil cuentacuentos y un prometedor talento de la nueva cinematografía francesa, el director consigue con Por un hijo un drama potente y violento, un documento social duro e incómodo que no ofrece concesiones ni cae en maniqueísmos a la hora de retratar el violento entorno familiar. Sin florituras estilísticas ni grandilocuencias formales, el director dedica sus esfuerzos a que la trama se limite a lo básico de la anécdota y a partir de ello elaborar una impactante tesis del horror del mundo real, diseccionando con pulso firme pero a la vez sensible el terror en el que viven sumergidas cientos de miles de familias alrededor del mundo al descubrir que el Mal habita en su casa, come en su mesa y duerme en su cama.
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a cinta que abre la 16a edición del Festival Internacional de Cine de Morelia es un logro para Chazelle que recupera la esencia de ese “tour de force” de Whiplash y sublima la acción angustiante de Gravity de Cuarón, dotándola de un fondo emocional mucho más rico y complejo. Algo tienen las películas sobre historia norteamericana. Por supuesto en primer lugar está la forma en que nos las suelen narrar, y con tantos años de influencia cinematográfica y televisiva, realidad y ficción se alimentan una a la otra y es difícil no pensar que todas los relatos populares americanos no ocurrieron con el dramatismo y la emocionante sucesión de hechos que vemos en el cine. Pero aunque la nueva cinta de Damien Chazelle se vale de algunos de los toques narrativos que hacen tanto de sus historias como de las anécdotas estadounidenses un emotivo transitar de la incertidumbre al éxito y de la crisis a la apoteosis, hay en ella un espíritu desromantizador que pone a conversar a la historia oficial del alunizaje con los cuestionamientos del siglo XXI, aunque sin llegar con contundencia a las respuestas. First Man se centra en el primer ser humano que puso un pie en la luna, Neil Armstrong, desde los difíciles momentos de la muerte de su pequeña hija Karen en 1962, hasta su ingreso al proyecto que culminaría con la misión Apolo 11, responsable del alunizaje en 1969. Armstrong es interpretado por Ryan Gosling, un hombre serio cuyo propósito en esta historia parece ser cargar estoicamente con el dolor, la presión, el estrés y las complicaciones propias de una empresa de astronómicas proporciones. Los ojos de Gosling es una de las primeras imágenes que vemos en pantalla, sacudiéndose por la turbulencia tras un casco, reflejando determinación y preocupación, habilidad y temor, en un filme de 16 milímetros que nos transporta a un momento en que la tecnología empezaba a avanzar a grandes saltos pero donde aún se ven texturas y artilugios que hoy llamaríamos vintage. El retrato que Chazelle nos ofrece de la NASA, los cohetes y los astronautas no glamouriza ni
maquilla, más bien contempla, con cercanía y simpleza, a base de primeros planos filmados con una cámara que tiembla, explorando la verdad, con una intención visual que apunta más al intimismo que a la espectacularidad. La trama desarrolla los tropiezos por los que pasó la misión de la llegada a la luna, en pos de ganar la carrera espacial. Muertes y fracasos; fallas y sacrificios; enormes gastos y duras críticas; conforme avanza, se va formulando la pregunta de para qué buscar tal hazaña, de si vale la pena, y particularmente, cuál es la motivación de Armstrong. El Primer Hombre es de esas películas que no recurre a los formulismos típicos ni a las frases del manual para construir su argumento. Gracias a eso no vemos discursos “salidos del alma”, que en realidad saben más a caprichos de un estudio para evitarle complicaciones al público. Pero no por ello es una cinta difícil de ver o un reto intelectual, y sin embargo, transmite cosas honestas y plantea temas valiosos tanto para las reflexiones que hoy se dan en el mundo como para la interpretación de la historia del alunizaje, siempre vista como uno de los símbolos del orgullo gringo. Armstrong no es tratado como un héroe, ni su determinación vista como el romántico sueño de alcanzar altas cumbres, él es ajeno a los discursos de John F. Kennedy, el contexto social y político no es de gran apoyo ni su situación familiar la más perfecta, vamos, en el momento del alunizaje *PEQUEÑO SPOILER* ni siquiera se ve el famoso clavado de la bandera *FIN DE SPOILER*. Asimismo la película no pretende la espectacularidad que muchos esperarían; muy pocos planos amplios y pocas de esas vistas increíbles desde el espacio que nos hacen sucumbir reverencialmente ante la grandeza del cosmos. El que busque aquí una historia inspiradora, un filme de acción para desconectarse o la típica película nacionalista gringa en turno, se verá (gratamente) decepcionado. Pero atención, que no hay que olvidar que es Damien Chazelle con quien
estamos tratando, y el canadiense no renuncia a su vocación por emocionar y estrujar con las admirables hazañas humanas, con la lucha y la evasión de los obstáculos. Tampoco suelta su amor por las composiciones musicales y brinda una banda sonora apoteósica y brutal, que apabulla y a la vez sumerge, transmitiendo la tensión de estar en una situación de delicadísimos componentes. Y finalmente está su ya acostumbrada secuencia final que es un crescendo de lágrimas y sudor, que en esta ocasión nos regala un interesante juego con el manejo del aspect ratio y de la cámara, una libertad técnicacreativa que como un sorpresa nos hace reflexionar, quizá más que todo el melodrama y los parlamentos previos, sobre la gran significado de la llegada del hombre a la luna. Es finalmente un filme redondo, con actuaciones sólidas y correctas, que recupera la esencia de ese “tour de force” de Whiplash y a la vez sublima la acción angustiante de Gravity de Cuarón, dotándola de un fondo emocional mucho más rico y complejo. El guión sencillo y poco pretencioso de Josh Singer no acapara el discurso y permite que los rostros y las circunstancias digan todo. Pero quizás, algunas palabras hicieron falta para terminar de responder a esas preguntas que para el final de la cinta siguen provocando. ¿Vale la vida de un hombre la gloria de otro? ¿Son aceptables las soñadoras ambiciones frente a una realidad de pobreza e injusticias? Retomar el valor humano es parte del debate del 2018, y esta cinta no lo ignora, sin embargo tampoco se anima lo suficiente a tomar una postura (no hay que dejar de lado que la imagen de respetadas personalidades va de por medio). Pero tal vez no es tan necesario, el simple hecho de que haga de la historia del alunizaje algo diferente al típico relato oficial con sesgo propagandístico que promueve los llamados “valores norteamericanos”, es para agradecerse en estos tiempos en que todo es herramienta para una agenda.
L
a invasión aliada a Normandía en el legendario Día D toma un giro inesperado en Overlord, la nueva producción de J.J. Abrams que, bajo la dirección de Julius Avery –Son of a Gun (2014)– y en un ejercicio similar al practicado por el gran Quentin Tarantino con su obra maestra Inglorious Basterds (2009), reescribe la historia de la Segunda Guerra Mundial en clave de cine de horror de serie B. Con una extensa, estresante y frenética secuencia de apertura con unos soldados estadounidenses saltando desde un avión envuelto en llamas durante la víspera del ya mencionado Día D, el director nos remite al drama bélico Saving Private Ryan (1998) y al filme de acción y sci fi Edge of Tomorrow (2014) para darnos la bienvenida con una inmersión total a un mundo tan aterrador y sanguinario como entretenido y divertido. Luego de una feroz recepción por parte de las fuerzas alemanas, los soldados estadounidenses continúan su camino hacia una sola misión crucial para el destino de la guerra –destruir una torre de radio en una base nazi improvisada en una iglesia–, pero pronto descubren que la aldea francesa ocupada por los nazis guarda muchos más terribles secretos de los que imaginaban, pues no se trata de una base militar cualquiera, sino de un laboratorio donde se practican aberrantes experimentos científicos. Al ser producida por J.J. Abrams bajo su sello Bad Robot, en algún momento se especuló que se trataba de la cuarta entrega de la franquicia Cloverfield; sin embargo, los rumores pronto fueron desmentidos: Overlord es una cinta independiente a esa saga de
ciencia ficción; crea su propio universo y juega bajo sus propias reglas. El guion firmado por Mark L. Smith y Billy Ray consigue un equilibrio perfecto entre horror, acción y comedia, y el coral desempeño histriónico logra una química y complicidad fantástica. El solvente reparto de actores emergentes poco –o nada– conocidos por las masas es comandado por un excelente Jovan Adepo como el cabo Joyce, y es completado por Wyatt Russell en el papel de Ford, Mathilde Ollivier dando vida a Chloe, John Magaro interpretando a Tibbet, Ian De Caestecker como Chase y Pilou Asbæk como Wafner; y si bien los personajes no muestran profundas complejidades psicológicas, están bien escritos, con personalidades bien definidas –el rudo, el sensible, el inexperto, el líder, el ingenuo–, creando un grupo equilibrado y entrañable. Overlord consigue ser más que un blockbuster gracias a sus fenomenales secuencias de acción rodadas con un sofisticado uso de la cámara; estamos frente una experiencia más cercana a la de un videojuego de realidad virtual altamente violento y entretenido que, pese a que tiene sus discursos patrioteros y moralinos, éstos son fallos menores que no perjudican en lo más mínimo la salvaje e imaginativa experiencia de un sobresaliente híbrido dirigido con confianza, narrado con eficacia y que juega con los géneros bélico y de horror bajo el halo de las películas de antaño de bajo presupuesto que no sólo no se tomaban en serio a sí mismas, sino que no tenían miedo de caer en lo excesivo.