L
a maravillosa Agnès Varda nos dejó en este plano terrenal el 29 de marzo de 2019 a los 90 años de edad. Pero incluso antes de su partida, la directora franco-belga ya había trascendido hacia el Olimpo del Celuloide. En su segunda década de vida y con una cultura cinematográfica confesamente muy limitada –de acuerdo a sus revelaciones, las películas que había visto no superaban la decena–, realizó su primer filme: La Pointe Courte (1955), obra estrenada en el Festival Internacional de Cine de Cannes y dividida en dos capítulos que exploran, respectivamente, la vida cotidiana de la comunidad pesquera que bautiza al filme, y la relación de una pareja a la que dan vida Silvia Monfort y Philippe Noiret. Con ello, y sin proponérselo, la directora tomó la delantera en el cine disruptivo que casi un lustro más tarde se alzaría con el movimiento artístico encabezado por François Truffaut y Jean-Luc Godard con Los 400 Golpes (1959) y Sin Aliento (1960); de ahí que muchos la distingan como «la abuela de la Nouvelle Vague». Como sucede con los grandes artistas, sus apellido se convirtió en el adjetivo que ayuda a describir sus obras y sus estilo. En su última película, Varda por Agnès”, es la propia directora quien se dedica a explorar el significado del apellido Varda para la creación artística en la cinenematografía actual a través de la edición de varias de sus clases magistrales que ha ofrecido a lo largo de los años incitando a la juventud a la creación artística. Contrario a lo que otros cineastas acostumbran –ya sea por un genuino halo enigmático o por mera mamonería–, la cineasta
comparte anécdotas y explica detalladamente algunas de las piezas más importantes de su filmografía a partir de las tres palabras que guiaron su obra –“Inspiración”, “Creación”, y “Compartir”– y de lo que ella llama «cine-escritura», un término que se refiere a todas las decisiones que se toman durante la realización de una película: "¿Qué filmas? ¿Tomas fluidas o abruptas? ¿Tomas claras y aisladas o espacios llenos de gente? ¿Ritmo? ¿Música?” La entrañable cineasta nos comparte las razones que la llevaron a buscar esa ruptura de los esquemas narrativos y revela, a través de una conversación con Sandrine Bonnaire –protagonista de la emblemática Sin techo ni ley (1985)–, cuáles eran sus rigurosos métodos de trabajo con los actores. El lúcido ejercicio que representa Varda por Agnès es mucho más que la suma de una carrera; evadiendo el regodearse en la nostalgia, el cierre de su trilogía autobiográfica –iniciada con Las playas de Agnès (2008) y compuesta también por Rostros y Lugares (2016)–, es inequívocamente un testamento cinematográfico que, aunque se percibe como una amorosa carta de una ya asumida despedida por parte de la directora, va más allá del tono crepuscular al conseguir que este documento fílmico se siente también como una cálida sonrisa que da la bienvenida a todos aquellos que busquen una puerta de entrada hacia esa invaluable labor a la que Varda dedicó su vida con convicción y vocación, y que aquí es compartida con su característica generosidad: el cine.
U U
na joven estudiante de cine en los inicios de los 80 se ve románticamente envuelta con un complicado e inconfiable hombre. Esta es la premisa general de The Souvenir el más reciente largometraje de la directora Joanna Hogg. Sin embargo, sería injusto decir que la película se reduce a ésta sola línea, pues se trata de un ejercicio semiautobiográfico íntimo y personal que busca alejarse de influencias de otros cineastas para narrar con su propia y auténtica voz, una dolorosa experiencia de crecimiento y aprendizaje. Protagonizada por Honor Swynton Byrne (hija de la reconocida Tilda Swinton, quien aquí aparece también en el rol de su madre), la cinta presenta una serie de viñetas que siguen a Julie –el alter ego de la cineasta–, una estudiante de cine de familia acomodada que se encuentra en la etapa de preproducción e investigación de su cinta de ficción que gira en torno a la particular relación que guardan una madre y su hijo en medio de la pobreza de la ciudad de Sunderland. La motivación inicial de esta chica de 25 años, aunque incomprendida por muchos, responde a su deseo de salir de su «burbuja de privilegios» para experimentar con algo que se acerque más a los problemas reales. Durante una fiesta con unos amigos conoce a Anthony (Tom Burke), un hombre enigmático con diez años más que ella y que trabaja en el Ministerio de Relaciones Exteriores. Durante sus charlas, él la escucha y sus respuestas parecen al mismo tiempo, validar, cuestionar e inspirar a Julie para seguir con su película; pronto nace un romance entre ambos, pero también pronto Anthony se revela como un hombre adicto a la heroína. De esta forma, la «burbuja» de Julie estalla violentamente y deja el camino libre a un mundo oscuro a que tendrá que hacerle frente.
La cineasta Joanna Hogg, quien con tan sólo tres películas anteriores –Unrelated (2007); Archipielago (2010); Exhibition (2013)– se ha hecho de una poderosa y auténtica voz cinematográfica, no está interesada en 'contar una historia' sino en transmitir estados de ánimo y revelar las experiencias que nos transforman como seres humanos, en este caso, el de su primer gran amor con un adicto. Estructurada con saltos en el tiempo que no permiten que se manifieste el clásico y definido arco narrativo, la película es una suerte de 'coming of age' formado por una serie de viñetas en las que la directora nos brinda los detalles que marcaron profundamente a la protagonista, pero revelándolos a través de los diálogos que evocan sucesos que fueron omitidos en pantalla. Con una estética impresionista conseguida gracias al diseño de arte y a la fotografía de David Readeker, la directora se entrega de lleno a ese eterno juego de espejos entre la representación artística de la realidad y la vida imitando al arte; de hecho Hogg toma el título del filme de una obra homónima del artista rococó Jean-Honoré Fragonard–. Ganadora del Gran Premio del Jurado en la pasada edición de Sundance, The Souvenir es un personalísimo viaje a un cúmulo de experiencias que construyeron parte de la identidad de Hogg; es la materialización de un valioso y melancólico recuerdo cinematográfico que la cineasta buscará extender en The Souvenir: Part II, proyecto que ya prepara para este 2020 y en el que, además de seguir contando con la presencia de madre e hija tanto en la ficción como en la realidad (Tilda Swinton y Honor Swinton Byrne) añadirá al elenco a Joe Alwyn, Charlie Heaton y Harris Dickinson.
L
a revelación llega de golpe: no hay que sacrificar la diversión para poder obtener buenas calificaciones y lugares en reconocidas universidades. La sorpresa enoja, deprime y anima a dos mejores amigas, Molly (Beanie Feldstein) y Amy (Kaitlyn Dever), a intentar recuperar los años de diversión perdidos... pero en el lapso de una sola noche. La dupla se aventura así fuera de sus casas para recorrer la ciudad de Los Ángeles y vivir una serie de experiencias –sexo, alcohol y otras drogas por supuesto están presentes– que las marcarán de por vida antes de enfrentarse al mundo real en el ambiente universitario. Esta es la premisa de La noche de las nerds, la opera prima de la actriz Olivia Wilde en la que mezcla la comedia adolescente guarra con las road movies para dar forma a un viaje iniciático de dos chicas que apenas se dan cuenta que muy posiblemente dejaron pasar los mejores años de su adolescencia por complacer a un sistema que prometía premiar casi divinamente sólo a los más esforzados y sacrificados, y castigar al resto con la mediocridad. El carisma, la empatía, la espontaneidad y el excelente timing cómico de las jóvenes actrices protagonistas que trabajan bajo el inteligente a la vez que desmadrozo guion de Emily Helpern, Sarah Haskins, Katie Silberman y Susanna Fogel, es uno de los pilares del filme que refresca el género de la comedia de adolescentes al darle la vuelta a la convención y eliminar la mirada masculina sobre las mujeres; algo parecido a lo logrado por Paul Feig y su extraordinaria troupe –Kristen Wiig, Maya Rudolph, Rose Byrne y Melissa McCarthy– en el ya clásico de la comedia guarra del nuevo milenio Damas en Guerra (Bridesmaids; 2011) o a lo conseguido por Will Gluck con una sensacional Emma Stone en Se dice de mí (Easy A; 2010). Y es que La noche de las nerds no sólo funciona como un lúdico ejercicio que revela el talento como directora de Wilde y de su fenomenal veta cómica, sino también como una subversión al género que lo actualiza y reivindica la mirada femenina en el mundo que había sido casi exclusivamente masculino.
L
a directora francesa Céline Sciama se traslada a los dramas de época para continuar con sus estudios sobre la feminidad, base principal sobre la que se sostienen sus primeros tres largometrajes: Naissance des pieuvres (2007); Tomboy (2011) y Bande de filles (2014). En Portrait de la Jeune Fille en feu, nos transporta a finales del siglo XVIII para acompañar a Marianne (Noémie Merlant), una talentosa pintora que es contratada por una Condesa (Valeria Golino) para viajar a una pequeña isla de la bretaña francesa con el fin de elaborar el retrato de bodas de su hija Héloïse (Adèle Haenel), una joven a la que han traído de regreso del convento en el que se encontraba para que cumpla con el destino de su hermana recién fallecida: unirse en un matrimonio por conveniencia con su prometido italiano. Habiéndose Héloïse negado a posar para todos los artistas que ha contratado su madre para pintar el retrato, Marianne no revela su verdadera tarea y debe cazar furtivamente las expresiones de la enigmática prometida para descifrarla como si de un acertijo se tratase y plasmar de memoria en el lienzo los trazos y colores con los que capturará perpetuamente su esencia; sin embargo, la convivencia entre ambas va auspiciando una cercanía cada vez más íntima hasta que deviene en un intenso romance. Aunque con no pocas semejanzas con Call me by your name (2017) –su
inicio anecdótico que da pie a una tormenta emocional, el escenario campestre, el/la visitante que llega a una gran casa contratado/a por el padre/la madre, el intenso pero fugaz romance sumergido en el mundo del arte, el miedo que termina por provocar la pérdida de tiempo valioso y retrasa la confesión de sentimientos que a su vez demora el inicio de la relación, el inevitable desenlace y por supuesto la temida incertidumbre ante el futuro–, Sciamma supera el trabajo de Guadagnino al explorar más en el crecimiento personal de las protagonistas ante este breve pero incandescente romance y además funciona como retrato histórico-social. Con el trágico mito de Orfeo y Eurídice –narrado en la pantalla por Marienne a Héloïse– funcionando como alegoría de este amor, Sciamma ofrece un sensual retrato de lo femenino principalmente a través de las pareja protagónica, aunque ocasionalmente también lo hace mediante la sirvienta Sophie (Luàna Bajrami) y la Condesa. Necesario es aquí subrayar la impecable labor histriónica de la dupla Merlant-Haenel, pues tanto juntas como en solitario ofrecen interpretaciones inmejorables y que llegan a un clímax en su última escena juntas y en la fenomenal secuencia final con una hipnotizante Haenel en uno de los mejores planos de la década. Entretejiendo una serie de anécdotas, la directora captura no solo la esencia de la feminidad sino de toda
una sociedad y una época en la que dominaba la culpa y la represión por sobre la razón. La búsqueda de libertad –o por lo menos pequeños trozos de ella– en el dominio patriarcal de la Francia de 1770, es capturada en este sublime y sensual ejercicio de estilo presentado como un extenso flashback –Marienne, como profesora de pintura, rememora su romance con Héloïse cuando una de sus alumnas saca del almacén del taller el cuadro que bautiza al filme. La directora francesa demuestra un dominio formal sofisticado, especialmente cuando se apoya en la fotografía de Claire Mathon cuyas postales sacan el mayor provecho del extraordinario diseño de arte y evocan a otros clásicos de época como La Edad de la inocencia (1993) y particularmente Barry Lyndon (1975) por el uso exclusivo de velas como iluminación en ambientes cerrados, y gracias a su notable conocimiento del lenguaje cinematográfico consigue evadir los clichés y plagar al filme de símbolos de ese imbatible fuego interno que se aviva con las ansias de emancipación del subyugante mundo masculino. Retrato de una Mujer en llamas es un nostálgico relato de (auto) descubrimiento y amor lésbico de incandescente belleza estética y magistral contención emocional con el que su directora refrenda su compromiso personal con la representación y visibilización de la mirada femenina en el cine internacional.
E
n el espacio profundo, Monte y la pequeña niña Willow viajan solos a bordo de una nave espacial con destino a un agujero negro. Pero padre e hija no estuvieron solos desde el inicio de la misión intergaláctica: él era parte del grupo de reos –unos condenados a muerte; otros con cadenas perpetuas– que intercambiaron cumplir sus sentencias sobre la Tierra por un galáctico viaje experimental para alcanzar el agujero negro más cercano a nuestra galaxia con el fin de capturar su poder y así proporcionarle a la humanidad una fuente de energía ilimitada; ella fue concebida artificialmente durante la misión por la obsesión de la científica al mando, Dibs. Así es como podríamos describir la premisa de la incursión en el cine de ciencia ficción de la gran cineasta Claire Denis acompañada en los estelares por un Robert Pattinson cada vez más sofisticado en sus interpretaciones, la siempre fantástica Juliette Binoche, la promisoria Mia Goth, el talentoso André Benjamin y la revelación de Jessie Ross. High Life tiene un pilar narrativo cronológicamente dislocado con constantes saltos que nos revelan los tres tiempos medulares que dan forma al relato escrito por la misma directora junto a Jean-Pol Fargeau y Geoff Cox: los primeros meses de la misión/experimento; los trágicos sucesos que acabaron con casi todos los tripulantes de la nave; y finalmente la llegada de Monte y Willow a su destino. Alejándose del recurso de la «nave generacional» recurrente en lo relatos de la ciencia ficción espacial, Denis toma a los tripulantes de esta prisión estelar para diseccionar, a través de este puñado de marginados, a toda la raza
humana a través de dos aspectos inherentes a nuestra condición: la violencia y la sexualidad. Con un sugerente diseño sonoro creado por Stuart Staples (líder de la agrupación Tindersticks), la propuesta audiovisual del filme se completa por el uso de una paleta de colores que contrastan hipnóticamente entre la frialdad del azul y la calidez del dorado, y que no es más que la inequívoca evocación de los claroscuros que conforman nuestra naturaleza. De hecho, esta dualidad queda de manifiesto desde que se decide anunciar el vitalista título de la película con una escena que muestra a un puñado de cadáveres ser expulsados de la nave con sus escafandras espaciales y envueltos en improvisados sudarios. El amor y el odio; la vida y la muerte; lo orgánico y lo mecánico; el pecado y la expiación. Todos estos binomios se ven constantemente dispuestos en pantalla, pero dicha representación alcanza su clímax cuando se expone el deseo híbrido de lo carnal y lo robótico representado por una alucinante secuencia erótica a cargo de una impresionante Juliette Binoche en clave de bruja cósmica de largo cabello –de hecho los tripulantes le apodan «Vultura»– como la científica Dibs que, en su incansable búsqueda de redención por sus crímenes, está obsesionada con la creación de vida, aunque por otro lado prohíbe los encuentros sexuales entre los tripulantes de la nave. Con High Life, la maestra francesa ha dado forma no sólo a una de las mejores películas del año, sino a una de las propuestas más auténticas de la ciencia ficción del nuevo milenio y a un relato filosófico esencial sobre la búsqueda de redención y el anhelo de trascendencia.
D
urante el rodaje de su bien recibida opera prima, Songs my brothers taught me (2015), la cineasta china-estadounidense Chloé Zhao conoció al joven jinete Brady Jandreau y éste le inspiró para su segundo largometraje: The Rider, un ejercicio en el que se diluyen las líneas que delimitan la realidad y la ficción. La película, que recogió excelentes críticas en la Quincena de Realizadores en Cannes en 2017, deja ver la nueva vida que Brady Blackburn (Brady Jandreau) debe enfrentar luego de sufrir un incapacitante accidente durante un espectáculo de jinetes. El chico alguna vez fue una de las más famosas estrellas del rodeo en su comunidad y un experimentado entrenador de caballos, pero las secuelas de su grave herida en la cabeza le han imposibilitado para montar. Ahora, en casa con un padre seco y una hermana menor con síndrome de Asperger, se enfrenta como mejor puede a la frustración de no poder continuar con lo que más le apasiona; así comienza a intentar tomar las riendas de una vida no deseada, reconstruyendo su trastocada identidad a la vez que se enfrenta al replanteamiento de lo que significa ser hombre en una sociedad remota de la Norteamérica profunda. El guion de The Rider se formó a partir de la experiencia real de Brady, de su familia y amigos; y es que prácticamente todos los personajes de la cinta se interpretan a sí mismos y recrean en pantalla sus propias experiencias de vida. Al tratarse de actores no profesionales con la única tarea de interpretarse a sí mismos, no atestiguamos aquí los vicios de la dramatización exagerada en la que ocasionalmente caen mu-
chos de los actores de renombre; esta carga de honestidad, naturalismo y espontaneidad en las interpretaciones es una cualidad que exalta la valía cinta y se vuelve uno de sus puntos más fuertes, especialmente en lo que respecta a la ternura y la bravura que se combinan gracias a la sensible interpretación del joven Brady Jandreau. Pero aunque los sucesos relatados en la cinta estén basados en hechos reales, la película no se limita al trabajo de ficcionalización de la realidad, sino que la transforma en toda una experiencia sensorial de primerísima calidad cinematográfica. La conjunción de la melancólica música compuesta por Nathan Halpern –además de un diseño sonoro que nos transporta a ese ambiente rural– y las postales de gran belleza que captura el lente de Joshua James Richards, consigue un trabajo de gran lirismo. La gramática cinematográfica es aprovechada por Zhao para conseguir secuencias profundamente bellas pero así mismo emocionalmente desgarradoras, y con ellas ensamblar un ejercicio sofisticado que sirve como un homenaje al mundo del rodeo, a los sacrificios, a la familia, a los amigos, a las viejas glorias, a los sueños rotos y a las nuevas oportunidades. The Rider es un filme sobre la pérdida en muchos sentidos: en la vida actual de Brady rondan la muerte de su madre, el trágico accidente de su mejor amigo, la difícil relación con su padre, la inesperada venta de su caballo para poder saldar las deudas económicas, y la pérdida de habilidades que lo incapacitan para seguir con lo que le apasiona. Por supuesto esto provoca en él enojo y frustración que se convierten
en esporádicos brotes de violencia incluso hacia sus mejores amigos; su sentimiento se agrava además ante el miedo de volverse como su padre y al sentirse degradado cuando, para pagar la renta de su casa, se ve obligado a trabajar en un supermercado donde frecuentemente es reconocido por algunos miembros de la comunidad y le recuerdan sus días de gloria como jinete. La mirada femenina de Zhao disecciona la figura masculina en la Norteamérica profunda con sensibilidad y comprensión de sus detonantes emocionales –«lo malo de los chicos es que no les gusta que hieras su orgullo», dice una de las amigas de Brady–; y es que aunque nos encontramos con un retrato profundamente intimista y personal, también resuena en su carácter universal. Sobresalen aquí dos tipos de relaciones entre hombres: la relación padre-hijo con una aparente rivalidad y la rebeldía, pero con un cariño demostrado de maneras que sólo la masculinidad del entorno rural lo permite; y la relación con su mejor amigo Lane Scott –al que considera como su hermano mayor y quien en la realidad sufrió un trágico accidente automovilístico–, de quien se hace un tatuaje en la espalda como un homenaje a ese fraterno compañero al que visita continuamente para devolverle un poco de las alegrías de una vida pasada llena de gloria. The Rider es cine en estado puro; un western contemporáneo sobre las caídas y ascensos de un vaquero moderno en el que la realidad y la ficción se funden en una sola experiencia tan devastadora como inspiradora.
E
n el espacio profundo, Monte y la pequeña niña Willow viajan solos a bordo de una nave espacial con destino a un agujero negro. Pero padre e hija no estuvieron solos desde el inicio de la misión intergaláctica: él era parte del grupo de reos –unos condenados a muerte; otros con cadenas perpetuas– que intercambiaron cumplir sus sentencias sobre la Tierra por un galáctico viaje experimental para alcanzar el agujero negro más cercano a nuestra galaxia con el fin de capturar su poder y así proporcionarle a la humanidad una fuente de energía ilimitada; ella fue concebida artificialmente durante la misión por la obsesión de la científica al mando, Dibs. Así es como podríamos describir la premisa de la incursión en el cine de ciencia ficción de la gran cineasta Claire Denis acompañada en los estelares por un Robert Pattinson cada vez más sofisticado en sus interpretaciones, la siempre fantástica Juliette Binoche, la promisoria Mia Goth, el talentoso André Benjamin y la revelación de Jessie Ross. High Life tiene un pilar narrativo cronológicamente dislocado con constantes saltos que nos revelan los tres tiempos medulares que dan forma al relato escrito por la misma directora junto a Jean-Pol Fargeau y Geoff Cox: los primeros meses de la misión/experimento; los trágicos sucesos que acabaron con casi todos los tripulantes de la nave; y finalmente la llegada de Monte y Willow a su destino. Alejándose del recurso de la «nave generacional» recurrente en lo relatos de la ciencia ficción espacial, Denis toma a los tripulantes de esta prisión estelar para diseccionar, a través de este puñado de marginados, a toda la raza
humana a través de dos aspectos inherentes a nuestra condición: la violencia y la sexualidad. Con un sugerente diseño sonoro creado por Stuart Staples (líder de la agrupación Tindersticks), la propuesta audiovisual del filme se completa por el uso de una paleta de colores que contrastan hipnóticamente entre la frialdad del azul y la calidez del dorado, y que no es más que la inequívoca evocación de los claroscuros que conforman nuestra naturaleza. De hecho, esta dualidad queda de manifiesto desde que se decide anunciar el vitalista título de la película con una escena que muestra a un puñado de cadáveres ser expulsados de la nave con sus escafandras espaciales y envueltos en improvisados sudarios. El amor y el odio; la vida y la muerte; lo orgánico y lo mecánico; el pecado y la expiación. Todos estos binomios se ven constantemente dispuestos en pantalla, pero dicha representación alcanza su clímax cuando se expone el deseo híbrido de lo carnal y lo robótico representado por una alucinante secuencia erótica a cargo de una impresionante Juliette Binoche en clave de bruja cósmica de largo cabello –de hecho los tripulantes le apodan «Vultura»– como la científica Dibs que, en su incansable búsqueda de redención por sus crímenes, está obsesionada con la creación de vida, aunque por otro lado prohíbe los encuentros sexuales entre los tripulantes de la nave. Con High Life, la maestra francesa ha dado forma no sólo a una de las mejores películas del año, sino a una de las propuestas más auténticas de la ciencia ficción del nuevo milenio y a un relato filosófico esencial sobre la búsqueda de redención y el anhelo de trascendencia.
C
uando nos hospedamos en un hotel experimentamos la sensación de estar en total paz. Todo está a nuestro alcance, todo está listo y si no lo estamos puede fácilmente arreglarse con una simple llamada a recepción. Pero parece que muchas veces olvidamos que eso no se hace por arte de magia y hay alguien que trabaja duramente para que uno pueda darse el lujo de descansar. Eve es una de estas personas. Trabaja en un exclusivo hotel de la Ciudad de México como camarista; sus jornadas laborales son largas y solitarias, tendiendo camas, limpiando baños, consintiendo exigencias de los clientes día tras día. Tiene una hija a la que prácticamente no ve por lo extenso de su jornada; pero a Eve no le queda de otra, está sola y tiene que sacarla adelante. Es por eso que a pesar de ser tan introvertida, es de las mejores en su trabajo y se esfuerza para obtener un mayor un conocimiento. Desafortunadamente ese trabajo la convierte prácticamente en un fantasma solitario que deambula los pasillos del enorme hotel pasando desapercibida para todos. Mientras limpia, Eve se toma tiempo para soñar distintas vidas y con objetos que nunca tendrá mientras explora las habitaciones y los objetos que se encuentra en ellas. En este hotel, si un objeto perdido no lo reclama su dueño, el hotel se lo regala a un empleado. Entre esos objetos existe un vestido rojo, olvidado por una cliente y que prácticamente se han convertido en otra motivación para hacer bien su trabajo. La camarista es la ópera prima de la también actriz Lila Avilés y está prota-
gonizada por Gabriela Cartol, Teresa Sánchez y Agustina Quinci. Avilés se basó en una obra de teatro escrita por ella hace unos años de nombre La camarera para crear su primera película, pero después le surgió la idea de adaptarla a un hotel. Para ésto, y como trabajo de investigación, la directora se adentró al mundo de distintos hoteles para conocer el oficio y en ellos le compartieron historias que le sirvieron para enriquecer su guión. La actriz Gabriela Cartol, quien captó la atención de Lila después de verla participar en La Tirisia, aquí nos da una gran interpretación, tremendamente natural, contenida y que va a creciendo junto a la película. Tenemos también que reconocer el inigualable carisma de su compañera de reparto Teresa Sánchez y su papel de Minitoy, quien con su tremendo carisma se vuelven un gran complemento al personaje de Eve. Ellas dos tuvieron que aprender el oficio y después de varias semanas reconocen que es un trabajo bastante pesado y poco reconocido y muy mal remunerado económicamente. La camarista es una mirada voyerista a esta noble profesión donde vemos el mundo desde las perspectiva de Eve, donde los sueños se quedan como sólo eso y no pueden ir más allá de las paredes del hotel; un trabajo que otros ven como algo menor pero que no cualquiera podría hacer, que requiere de una fortaleza, paciencia y dedicación que solo hombres y mujeres con verdaderas ganas de salir adelante puede hacer de tu estancia una agradable experiencia.
L
a opera prima de la cineasta franco-senegalesa Mari Diop propone una inusual mezcla de géneros. En primera instancia, Atlantique es la historia de amor entre Ada (Mame Bineta Sane), una chica de 17 años que se encuentra comprometida con el multimillonario Omar (Babacar Sylla) al que desprecia y repudia, y Souleiman (Traore), un albañil que trabaja en la construcción de una magnánima torre que se yergue en las costas de Dakar. Además, el filme es también un drama social en el que Souleiman, junto con muchos de sus compañeros, renuncia a su trabajo luego que la deuda de su salario supera los tres meses y decide, junto con muchos de sus amigos que también se unieron en su deserción laboral, buscar suerte aventurándose en mar abierto para llegar a Europa en busca de una vida digna tanto para él como para Ada. Pero la película es a la vez un ejercicio con elementos de terror sobrenatural que se ve marcado por el trágico naufragio del bote donde viajaba Souleiman con sus amigos, y el regreso de sus espíritus que, poseyendo los cuerpos de sus novias que dejaron en Dakar, comienzan a atormentar al dueño de la torre, amenazando con quemarla si no les pagan los meses de salarios atrasados. La aparición del detective Issa (Amadou Mbow) que busca a Souleiman por ser presunto responsable de un percance en la casa de Omar, ahora ya como esposo de Ada, es el elemento que termina por anclar al filme también a los terrenos del thriller. Diop no pierde la oportunidad de señalar cómo el capitalismo se expresa y se ejerce socialmente en más de un senti-
do. La propiedad privada también se extiende a las personas, como la protagonista que es obligada a casarse con Omar por conveniencia de su familia; y es que en Dakar la tradición lo es todo, incluso algunas de sus amigas le dicen que es el estatus social y la estabilidad económica lo que realmente importa, no el amor o la libertad. En esta combinación efectiva de drama social, romance y thriller de venganza paranormal destaca la hipnótica composición musical de Fatima Al Qadiri que, junto con una extraordinaria labor de fotografía de Claire Mathon que muestra la desigualdad social mediante el contraste entre una imponente torre que se alza en la playa y que está rodeada de un puñado de edificaciones inconclusas mucho más humildes, nos guían hacia una experiencia audiovisual que por momentos se asemejan a un trance, como una onírica odisea trágico-romántica que de pronto se ve amenazada por elementos sobrenaturales que se presentan de imprevisto. Atlantique, en su diestra combinación de elementos de varios géneros y audaz subversión de algunas de sus convenciones, resulta un sobresaliente ejercicio que da forma a un relato potente con aura seductora y lleno de sensualidad, a la vez que lo dota de un discurso socialmente pertinente y necesario; se trata de un documento fílmico que da fe del talento emergente de una nueva voz femenina en el panorama cinematográfico internacional.
H
acía tiempo que no escuchábamos la palabra "naco" en el cine. El término clasista está en vías de desuso gracias a la suma de voces que claman por una sociedad más igualitaria y sensible. Si el efecto se traslada o no hasta nuestra dinámica cotidiana es asunto del examen moral de cada quien, el arte por su parte cumple con lanzar la provocación, colocarnos el espejo y ajustar la luz, y esto es lo que Alejandra Márquez Abella hace en su su película, la cual hace más que lanzar una crítica o una burla a las élites: las disecciona. El planteamiento lo hemos visto antes: familia burguesa de las Lomas de Chapultepec, pedante y desconectada, con una personalidad dictada por el estatus y las apariencias. El castillo de naipes comienza a derrumbarse cuando los negocios van mal. La burguesía exhibe su miseria oculta. ¿Alguien dijo Nosotros Los Nobles? Afortunadamente, el riesgo de ser una burla más a los ricos para complacer al gran público, o el de ser otro melodrama inofensivo de carácter neo-telenovelesco, quedan cancelados gracias a la incisiva mirada de este drama hacia la condición privilegiada, que trasciende el escarnio personalista y pone los ojos en el sistema mismo. La trama gira en torno a Sofía (Ilse Salas), una socialité en los años ochentas enajenada con el perfumado ambiente de los clubes, las tiendas exclusivas y las fiestas a la europea. Ella sueña con la realeza española, compra su ropa en Nueva York y desprecia a la nueva-rica morena y "naca" que pretende entrar a su círculo. Sus amigas, son más bien competidoras, presumidas pasivo-agresivas que no dudan en pisar sobre el defecto ajeno para elevar
su virtud social. Todas mujeres cuyo oficio es el ornato, piezas de lucimiento sin valor ni responsabilidad por sí mismas. "Niñas", como se les suele llamar condescendientemente, pues no tienen que pensar, decidir o trabajar. "Bien", porque son de buena familia, porque su chequera, sus gustos y accesos VIP dan cuenta de un fiel apego al manual de etiqueta. Son el estereotipo aspiracional que el wannabismo mexicano ha construído para separar las castas. Pero Sofía tiene un secreto, fantasea íntimamente con Julio Iglesias, un affaire platónico que de confesarlo la volvería la comidilla pública: es de mal gusto admirar cantantes. Basada en las memorias de Soledad Loaeza, la cinta no viene a revelar nada que no sepamos sobre esa élite que con las crisis económicas como telón de fondo, seguía destapando champagne y comiendo caviar. Sin embargo, cuando se decide introducir el factor de la gran devaluación del '82 precedida por la nacionalización de la banca por José López Portillo, se revela la condición humana tras el clasismo. Los ricos también lloran, pero ¿por qué lloran, en el fondo? Las actuaciones logran algo más que credibilidad. Salas demuestra control y conexión perfecta con su personaje, sin dejar de expresar —quizá hasta la reiteración— los condicionamientos de época, contexto y género, en un trabajo de guión más fidedigno que creativo, pero innegablemente divertido. A esto se suman los referentes populares; Jacobo Zabludovsky tiene la verdad mientras Rebeca de Alba tiene la clase. La Maldita Primavera ameniza y la ropa marca FILA distingue. Todos elementos que pueden ser de horror o nostalgia, pero igualmente resultan
simpáticos, aunque poco sutiles. A la par está el vestuario de las actrices, el cual conforma un ente propio; refleja la época, el estatus y personalidad de cada personaje. Aquellas hombreras que hoy resultan ridículas y absurdas, antes daban personalidad y figura. Los rosetones y los holanes que las artistas lucían, tenían antes el carácter populachero que toda respetuosa de la elegancia europea despreciaba, aunque hoy sean vintage. Cinematográficamente, el vestuario es el ingrediente que aporta estética y brillo a una cinta que aunque se defiende suficientemente en ambientación, no puede presumir de una gran producción. Accesible y disfrutable, Las Niñas Bien es también importante para la conversación actual. Al igual que otras películas mexicanas del 2018, intenta mirar al pasado para comprender el presente, un presente confuso y de destino incierto, al cual, si queremos usar como punto de partida, primero hay que evaluar. Y así como algunos ensayos analizan el machismo para estudiar las inseguridades en los propios hombres, esta tragedia de tintes cómicos pone luz en los mecanismos de estratificación social para mirar hacia ese frágil orgullo disfrazado de superioridad. Márquez Abella y su elenco casi enteramente femenino han logrado delinear una parte de la identidad mexicana: la clasista y aspiracional, esa que aunque ha dejado de decir naco (algunos la han cambiado por 'chairo'), sigue ahí en nuestro historial, para algunos, tan horrible como unas puntiagudas hombreras; para otros, tan entrañable como una canción de Marisela.
E
sta comprobado que la actitud con la que una perso-na afronta cualquier clase de enfermedad puede ayu-darte a recuperarte rápidamente o a terminar por aca-bar completamente, pero es inevitable que por más optimis-ta que uno sea, el miedo (sobre todo si la enfermedad en cuestión ponga en riesgo tu vida) aparezca en cualquier mo-mento para hacer las cosas aun mas difíciles. Algunas per-sonas optan por no acudir a consultas medicas porque, en caso de serles detectado algo crónico, no tendrían el valor de enfrentar la enfermedad. Esa es una decisión personal, ¿pero qué pasa cuando intervienen terceros y ellos eligen ocultar la verdad?
En algunos países, por ejemplo en China , se cree que la vida de un individuo no le pertenece exclusivamente, sino que es parte de un todo: cada miembro es como uno mismo. Razón por la cual se cree con el derecho de intervenir en la vida de estos sin consultarlo. La directora Lulu Wang escribió el guion de The Farewell inspirada en una experiencia personal que vivió con su familia; su abuela fue diagnosticada con cáncer de pulmón en 2013, y se le pronosticaban por mucho tres meses de vida. Con el apoyo de los médicos todos optaron por ocultarle la verdad, algo que suena poco ético de este lado del mundo, pero que en China es totalmente legal. Wang había contado anteriormente esta historia en 2016 en el podcast This American Life, durante el episodio In Defense of Ignorance, su segmento se llamó What You Don't Know. Los productores del filme escucharon el show, se interesaron en esta historia y contactaron a Wang para apoyarla en convertirla en una película. Es asi que The Farewell está basada en una mentira de la vida real: Billi y sus padres se mudaron a Estados Unidos desde que ella era muy pequeña en busca de una mejor calidad de vida, dejando atrás familia, sus raíces y la tierra que la vio nacer. Ahora Billi ya es una mujer de 30 años, que lucha constantemente por convertirse en una persona autosuficiente, pero por más que se esfuerce en aparentar que todo va bien, es evidente que no está pasando por un buen momento. Sus padres están consientes de la situación y tratan de apoyarla, pero ella se resiste a aceptar, prefiere vivir sola y sufrir en silencio. Ella esta esperanzada a que se le apruebe esa beca universitaria que tanto desea, pero el tiempo pasa, las deudas se incrementan y una respuesta favorable no llega. Para complicar todo aún más se entera que su abuela Nai Nai, una de las personas que más ama en este mundo, acaba de ser diagnosticada con cáncer y le quedan pocos meses de vida. Pero hay un pequeño inconveniente: la familia ha decidido no decirle a Nai Nai que está muriendo; quieren que pase feliz lo que le queda de vida, así que planean una boda falsa que servirá como excusa para que todos sus seres queridos se reúnan y la acompañen en sus últimos días. La familia no quiere que Billi asista, ya que en su estado emocional actual sería muy duro para ella y tal vez no podría soportar el ocultar la verdad; pero la chica hace caso omiso a la petición y se traslada a visitar a su querida Nai Nai y de paso a reencontrarse consigo misma. La cinta tuvo su estreno en el Festival de Sundance, donde gracias a la gran respuesta que tuvo en el publico, la productora A24 puso los ojos en ella y adquirió los derechos para su distribución comercial. Con sólo cuatro salas en las que fue estrenada en Estados Unidos, The Farewell logró romper un récord que tenia Avengers: Endgame. Esta pequeña cinta independiente superó a la producción de Marvel convirtiéndose en la cinta con mayor promedio de ganancias por sala en que se proyecto en su fecha de estreno, a pesar ser un producto independiente y de estar hablado en chino casi en su totalidad.
Aparte de tocar temas como las relaciones en familia, las diferencias generacionales y la perdida ante una muerte inminente, la directora explora también sobre ese desarraigo cultural que sienten los emigrantes hacia su país natal, de sentirse que no son ni de aquí ni de allá, cuando a pesar de haber logrado sus cometidos obteniendo éxito y dinero, se sienten vacios. La producción le propuso a la directora elegir a la actriz y rapera Awkwafina para el rol principal. La chica comenzó su carrera como rapera subiendo sus videos en YouTube, pero lo que la hizo mundialmente conocida fue su participación en la exitosa Crazy Rith Asians, para después ser parte del multiestelar elenco femenino de Ocean's Eight. Así que un rostro popular ayudaría a llamar la atención de esta modesta cinta, además de que físicamente es idéntica a la directora (recordemos que el papel principal está basado en ella). Wang no estaba del todo convencida del cambio de postu-ra al momento de ver la audición de la actriz. “Había una calidad de luz y oscuridad, donde ella es capaz de hacer una broma, pero de alguna manera sientes que, en cierto modo, lo está haciendo para enmascarar algo más profundo", declara Wang. Y estamos seguros que la realizadora está más que agradecida de que Awkwafina llegara a este proyecto, pues la actriz sorprende con una habilidad para la tragicomedia que nunca se le había visto; definitivamente este rol será el inicio de una nueva etapa para la carrera de la actriz. Pero en donde Wang no cedió a las peticiones de la producción fue cuando propusieron que incluyera mas actores blancos en su cinta, Wang siempre fue fiel a si visión para hacer su historia más apegada a como ella lo deseaba, mas no considero los costoso que iba a ser contratar un elenco conformado totalmente por actores de nacionalidad china. Afortunadamente todo se ajustó perfectamente al presupuesto y consiguió un talentoso reparto. Además de Awkwafina hay otro personaje que roba cámara en cada escena que aparece: la actriz china Shuzhen Zhao, que interpreta a la abuela Nai Nai, la matriarca de la familia de carácter firme y corazón de oro. Es precisamente la interacción de nieta y abuela el pilar principal de toda la cinta, dente encontramos las mejores y más entrañables momentos, íntimos y emotivos, donde este choque de generaciones se complementa para juntos conmover a la audiencia. The Farewell es un filme aparentemente sencillo pero con una gran complejidad interna, lleno de sensibilidad, melancolía y reflexión. Es sutil en la manera de abordar cada uno de los temas, y aun así lo hace de manera clara y efectiva sin tener que llegar a la excentricidad o caricaturizar a una cultura ajena a la nuestra; el guion escrito por Wang nos mantiene en una postura neutral empatizando con todos los personajes sin importar la situación de cada uno. Una cinta que difícilmente nos podrá resultar ajena a nuestra vida debido a todas las familias son iguales, ya sea aquí o en China.
T
odos hemos tenido ese empleo de oficina donde más de una o uno se ha sentido acosado sexualmente por su jefe o compañeros de trabajo; sin embargo las mujeres son más propensas al tener que lidiar día tras día en ese ambiente de sexismo, vanidad y actitud de “enseña más las piernas, baja ese escote, usa un vestido más corto”. Bombshell es esa cinta que no sólo muestra esa atmósfera de acoso sexual que se desató en 2016 en los pasillos de Fox News por Roger Ailes, sino que también da una conciencia al espectador de que las cosas no han cambiado mucho a la actualidad y que aún el silencio por parte de las mujeres forma parte de esa cultura laboral aceptada. La película comienza con un ligero tono alegre y rompiendo paradójicamente el ambiente laboral aceptado, esta historia se cuenta a través de la percepción de las mujeres, principalmente por la conductora de celebridades Megyn Kelly (Charlize Theron), la señorita americana convertida en presentadora Gretchen Carlson (Nicole Kidman) y una joven ficticia que se identifica como la milenaria evangélica que lleva por nombre Kayla Pospisil (Margot Robbie). Mientras Megyn y Gretchen son muy poderosas pero al mismo tiempo problemáticas, Kayla se muestra como la “victima”, asumiendo
la escena más inquebrantable de abuso sexual de toda la película. Sin embargo Kayla alza su voz e impotencia contra Megyn por ser esa “típica mujer” que considera que los hombres son intocables y poderos, y es por ello que cree que guardar el silencio por muchos años y normalizar el abuso sexual en los espacios grises de la oficina es totalmente valido cuando tienes una carrera en ascenso. Mientras sigue avanzando la película fácilmente recrea con mucho éxito la atmósfera laboral misógina antes de que el movimiento #MeToo rompiera a Estados Unidos, y posteriormente la renuncia y jubilación de esas mujeres que lograron liberarse de Fox News. El mensaje de la cinta es mostrar cómo cualquier negocio se encuentra divido con el poder político y la misoginia, pero esto no se lograr explorar profundamente en toda la película. Bombshell es una cinta digna de Oscar gracias a su reparto de actores. Nicole Kidman, será recordada por esa escena sin maquillaje donde sus líneas cobran vida, mientras Charlize Theron muestra esa mujer ambiciosa que quiere tenerlo todo sin importar el cómo lo consiguió; sin embargo tu corazón se volverá loco por esa Margot Robbie frágil, y todo el odio e impotencia se lo ganará John Lithgow.
E
n 2015, el director Robert Eggers acaparó los reflectores de la industria fílmica con el estreno en el Festival Internacional de Cine de Sundance de un clásico instantáneo del cine de terror, The Witch, un sólido ejercicio debut con el que reveló su absoluto conocimiento de los códigos del género, así como su capacidad para facturar un entramado narrativo con varias capas de lectura sobre las consecuencias del despertar sexual femenino en una comunidad fanáticamente religiosa de la primera mitad del siglo XVII. Ahora con The Lighthouse, el director nos ofrece un perturbador thriller psicológico con el que, a la vez que se reafirma como un talentoso narrador, también nos entrega una cuidadosa disección de la psique humana, pero ahora dedicada al análisis de la fragilidad masculina. Si en su opera prima Eggers aislaba a la familia protagonista en un remoto valle de la Nueva Inglaterra junto a un tenebroso bosque acechado por una misteriosa presencia, en este nuevo relato de época –ambientado a finales del siglo XIX– coloca a los dos marinos protagonistas, Ephraim Winslow y Thomas Wake (encarnados por Robert Patttinson y Willem Dafoe respectivamente), en una diminuta y remota isla de la Nueva Inglaterra azotada perpetuamente por un clima imbatible y en la que deben encargarse, durante el lapso de un mes, de que la luz del faro nunca se apague. A partir de la anécdota de la llegada del novato Ephraim a la isla con el veterano Thomas, el guion firmado por el mismo director junto a su hermano Max Eggers, echa mano de la soledad, la monotonía, el clima y la explotación laboral de Ephraim para construir lentamente y sostener
con audacia el suspenso y el desconcierto hasta llevarlo a un punto de delirio que terminará con una suerte de maniaco Prometeo que enfrenta a su superior en una descarnada lucha por el poder y la luz del conocimiento que se resguarda en la punta del faro. La fálica estructura que bautiza al filme no es más que la representación de la masculinidad que se debe alcanzar, poseer y dominar, y a partir de una propuesta visual en formato 4:3 y en contrastante monocromía, Eggers consigue una pesadillesca y surrealista atmósfera con potentes imágenes –tan hipnóticas como repugnantes– para disponer de la masculinidad de los personajes y, a través de alegorías y metáforas, exponerla con todos sus vicios a través de un juego psicológico que la evidencia como mera inmadurez que nace del miedo a la pérdida de poder y de lo que los distingue como machos alfa; un miedo que alcanza su clímax en esa comentada secuencia de tensión homoerótica entre los marineros borrachos. Sostenida por las altisonantes interpretaciones del siempre excepcional Willem Dafoe y de un cada vez más arriesgado y versátil Robert Pattinson, The Lighthouse es una pieza artística que, aunque no logra alcanzar el nivel de The Witch, se atreve a tomar más riesgos formales y conjura en pantalla elementos visuales y sonoros de Hitchcock, Bergman y Dreyer para conseguir una experiencia fílmica realmente angustiante que no ofrece concesión alguna al espectador. Sin duda alguna estamos frente a un nuevo gran clásico instantáneo del género horror fantástico que no tardará mucho en hacerse del merecidísimo título de filme de culto.
L
a nueva película del director Taika Waititi combina de manera efectiva su característico humor con el drama del Holocausto en la sátira nazi Jojo Rabbit. A partir de la novela Caging Skies de Christine Leunens, el director de Thor Ragnarok crea un ambiente lleno de absurdos como el de un campamento infantil nazi Juventudes Hitlerianas donde los niños reciben su particular adoctrinamiento ideológico. Johannes “Jojo” Betzler (el encantador actor revelación Roman Griffin Davis) es un niño de diez años que forma parte de este campamento junto con su amigo Yorki (Archie Yates); su carácter solitario y poco aventurero contrasta con su ceguera patriotera nacionalista y su desmedido entusiasmo por la figura del Führer (interpretado por propio Waititi) a quien tiene como su mejor amigo imaginario y de quien recibe atípicos consejos de vida. La vida de Jojo da un vuelco y queda en riesgo ante el gobierno luego de dos eventos: primero tiene un accidente en el campo de entrenamiento a cargo del Capitán Klenzendorf (Sam Rockwell) y es enviado a casa de manera permanente, y luego descubre que su madre Rosie (Scarlett Johansson) –con quien vive solo pues su padre se encuentra desaparecido en el frente de batalla y su hermana mayor murió unos años antes– ayuda, alimenta y esconde a Elsa (Thomasin McKenzie, a quien descubrimos el año pasado en Leave No Trace), una adolescente judía, tras las paredes de su habitación para evitar que sea asesinada por el régimen. El asunto se complica cuando Jojo no puede delatar a la chica judía, pues todos aquellos que le brindaron ayuda también serán ejecutados. Ante un filme como Jojo Rabbit es imposible no recordar títulos como La Vida es Bella (1997), de Roberto Benigni, o El Niño con el Pijama de Rayas (2008), de Mark Herman sin embargo, destaca que aquí la figura infantil sea el victimario y no la víctima. La astucia de Waititi recae en saber que a través de la comedia se puede hacer la crítica más mordaz a cualquier sistema, y a partir de esta filosa puntada
del niño nazi –y con el apoyo de una banda sonora sobresaliente que es usada con la misma mordacidad: ojo al montaje inicial del movimiento fascista mientras suena de fondo I want to hold your hand de The Beatles– da forma a una sátira que busca desarticular el régimen nazi a través de su salvaje humor; y aunque en realidad no ofrece una crónica del conflicto con una complejidad psicológica profunda, sí consigue otorgarle los suficientes matices a los personajes más importantes para colocarla por sobre las comedias hollywoodenses promedio. Es cierto que visualmente el filme evoca en varios momentos al estilo de Wes Anderson –sobre todo en la primera parte del filme que transcurre en el campamento hay situaciones que nos remiten a Moonrise Kingdom (2012) ¿Recuerdan cuando a Sam (Jared Gilman) es golpeado por un rayo? Pues aquí hay un gag prácticamente idéntico–, pero el director de What we do in the shadows (2014) consigue que su estilo impregne por completo esta historia de aprendizaje y crecimiento de Jojo; y es que pese a que el salvaje humor de su artífice no abandona el relato en ningún momento, éste si deja paso al drama para exponer el horror de la guerra y sobre todo el cambio que se produce en el protagonista tras su inicialmente forzosa convivencia con Elsa –una suerte de Ana Frank–, y el descubrimiento de la farsa de la ideología nazi. Ganadora del premio del público en la pasada edición de Festival Internacional de Cine de Toronto –y estrenada en México en el Festival Internacional de Cine de Los Cabos–, Jojo Rabbit termina por ser un entrañable relato coming of age que evidencia lo lejos que estamos de dejar atrás el conservadurismo y la xenofobia; y pese a sus buenas intenciones, resulta completamente inofensiva e incluso algo ingenua en su presunto discurso controversial, aunque sin duda alguna se convertirá en la feel good movie de la temporada por su tono ligero con el que es capaz de llegar a la totalidad de las masas con su mensaje de empatía.
L
uego de debutar en el cine angloparlante con Snowpiercer (2014) y hacerse cargo de la dirección de Okja (2017) bajo el cobijo de Netflix, el director Bong Joon-ho regresa a su natal Corea del Sur para filmar en su lengua materna un relato que, por su marcada identidad surcoreana y su vigencia temática, se ve emparentada con Burning, la obra maestra de su compatriota Lee Chang-dong que en 2018 se reveló como una de las mejores propuestas internacionales del año. Y como ya lo había hecho con la película de ciencia ficción postapocalíptica protagonizada por Chris Evans, Tilda Swinton, John Hurt y Song Kang-ho, el director nuevamente nos coloca en medio de una lucha de clases a partir del momento en el que el hijo mayor de la familia Kim, Ki-woo (Choi Woo-sik) consigue trabajo como profesor particular de la hija mayor de la inescrupulosamente acomodada familia Park. Cuando el chico conoce la casa de sus nuevos empleadores, pone en marcha un plan para que despidan a sus empleados y sean su hermana, su padre y su madre, quienes los reemplacen como psicoterapeuta artística, chofer privado y asistente del hogar, respectivamente. Ganadora del máximo galardón fílmico a nivel mundial –la Palma de Oro en el Festival de Cannes–, Parasite echa mano de los espacios como metáforas del estatus social y en mucho nos recuerda a la segmentación social de los vagones de Snowpiercer. Nótese aquí la casa de la familia Kim, una suerte de bunker con ventanas a ras de suelo donde mendigan la señal wi-fi del vecino, y el contraste que se crea con la opulenta mansión de la familia Park, ubicada en lo alto de una exclusiva colina y con una arquitectura diseñada con numerosas escaleras en su inte-
rior. La cinta de Joon-ho, al igual que lo hiciera algunos meses atrás el cineasta Jordan Peele, juega con la premisa de los invasores/suplantadores como alegoría de la lucha de clases y las injusticias sociales; pero la propuesta surcoreana toma derroteros distintos, y partiendo de una premisa anecdótica, construye un complejo entramado de enfrentamientos sociales. Ya en su tercer acto, aunque hay un violento giro que cambia completamente el rumbo del relato –esa lluvia torrencial como elemento de limpieza y purificación que se lleva las máscaras y el maquillaje para que las mentiras salgan a flote–, prima en todo momento el tono fársico y el director se niega a ser condescendiente; por el contrario, se atreve a llevar los hechos hasta las últimas consecuencias. Sin emitir juicios éticos o de valor, Joon-ho delinea y construye a sus personajes con respeto y cariño a pesar de estar sustentados en una serie de estereotipos de clase, desde los marginales y trepadores de la familia Kim, como los acomodados e hipócritas de la familia Park. Y es que el director se preocupa por presentar un retrato que trasciende su identidad surcoreana y se transforma en una oscuramente cómica fábula transcultural sobre el perpetuo enfrentamiento de clases sociales que no es más que uno más de los engranajes bien lubricados del voraz sistema capitalista, como ya bien lo había señalado en la revelación final de Snowpiercer. Al final, la pregunta se mantiene: ¿quiénes son los parásitos a los que alude el título? Porque los oportunistas de la familia Kim son tan parasitarios al adueñarse de los espacios de sus patrones, como los ingenuos de la familia Park al esclavizar a sus trabajadores y alimentarse gracias a su trabajo.
E
l reciente fenómeno de la radicalización de adolescentes para las filas yihadistas dentro de países francófonos ha dado lugar a varias películas que conjugan dos aspectos esenciales:la adolescencia con su inseguridad y volatilidad por un lado, y por el otro la ilusión de esperanzay sentido a la vida que el fanatismo religioso suele ofrecer a las mentes impresionables. El espectro ha ido desde una ilustración cuasididáctica producto del cine de industria francés, que busca advertir con seriedad y quizá cierto alarmismo en Le Ciel Attendra de Marie-Castille Mention-Schaar, hasta la sensual exhibición del terrorismo de Bertrand Bonello donde los extremos de la frivolidad y del anarquismo parecieran tocarse en Nocturama. Este año tocó el turno a los hermanos Dardenne para que con su empático y a la vez frío ojo para el drama juvenilexploren el tema, en el que siempre surge la misma pregunta como base: ¿qué lleva a un adolescente común y corriente a cometer un acto terrorista? Algo que en El Joven Ahmed no encuentra una verdadera respuesta, y es que los Dardenne terminan por crear una película que dentro de su tradición se siente ya vista, y para el temaque trata, un tanto deficiente, aunque no por ello poco atrapante. El cine de Jean-Pierre y Luc Dardenne siempre ha gozado la admiración que solo puede dar su alto grado de realismo y verosimilitud, aun cuando esto significa sacrificar explicaciones. La vida no se explica tanto como en Le Fils no se nos dice qué ocurre en el corazón de un adolescente recién salido de un reformatorio por matar accidentalmente a un niño pequeño, sin embargo la hábil austeridad de su puesta en escena nos da las claves suficientes. En toda la filmografía dardenniana hay las mismas fórmulas; conocemos a los personajes a través de
sus actos, de esos rápidos movimientos que en sus detalles revelan mucho y en los que nos sumergimos gracias a esa cámara de estrecho campo que no nos muestra más que lo esencial y nos hace acompañar a los personajes a centímetros de distancia. Pero mientras en otras entregas lo cinematográfico es forma y fondo, en su más reciente película se acude al menos imaginativo recurso de hacer que los personajes hablen y den claramente el planteamiento que el espectador necesita. Acaso el hecho de que en esta ocasión el tema a tratar no se sea un conflicto tan común e identificable como aquellos que suelen aquejar a los niños y jóvenes en el cine de los Dardenne, sea lo que motive esta decisión, de cualquier forma el resultado es un planteamiento que no provoca la angustiante seducción que surge de ver a un silencioso personaje sorteando vicisitudes. En cambio se nos revela rápidamente que Ahmed es un adolescente belga, musulmán, sin padre, cuyo primo murió en la causa yihadista y que ahora se encuentra bajo un proceso de adoctrinamiento por parte de un iman para hacerlo miembro de una próxima generación de mártires del profeta. El conflicto viene cuando una profesora local desea enseñar a hablar el árabe a musulmanes francoparlantes, lo cual el iman considera una herejía pues lo hace utilizando canciones, lo que significa una profanación a la lengua de Mahoma. Quizá el mayor problema de la película es que el desarrollo del personaje principal parece ser demasiado claro en las acciones y argumentos, pero poco en las emociones. Y aunque esto pareciera una ingenua apreciación para unos directores distinguidos precisamente por tal estilo, no deja de ser un problema cuando lo que se quiere es
tratar un tema tan complicado. Es así que aquella básica pregunta no solo no intenta responderse a cabalidad sino que no es vista como un fin, sino como un medio para la construcción típica que los hermanos hacen de sus historias para provocar la empatía hacia seres que, aun dentro de la complicada problemática en que están inmersos, no dejan de parecer vulnerables. Esta vulnerabilidad no es del todo apreciada en Ahmed. Su primer acto “terrorista” consiste en soltar un chisme públicamente para dañar la imagen de la herética profesora. Eso que parece ser la semilla de un impulso que más tarde se convertirá en algo mucho más grave, no encuentra su conexión con algún conflicto psicológico en el joven que nos permita comprender su camino a la oscuridad. Ciertamente no todas las preguntas tienen respuesta –el mismo Ahmed se enfrenta al enigma implícito de “qué es ser un verdadero musulmán”–, y su bien se muestra que hay claros factores estresantes para generar en Ahmed el descontento y el rechazo a la realidad, ese punto de debilidad de carácter se encierra en un enigma. En la visión de Bonello por ejemplo, no solo se elude la razón,sino que de esa evasiva se hace una respuesta negativa: quizá no se puede explicar, y sin embargo no hay drama más desolador que el de ver a una madre preguntándose qué hizo mal cuando crio a un terrorista. Es aquí donde esa añeja preocupación de los Dardenne por los niños puede encontrar contrapunto. Tal vez son sus ojos cercanos, intimistas y diáfanos los que necesitamos para ver lo que otros ignoraron, para apreciar en la superficie fría y llana aquello que el cine nos muestra como subtexto, y que en la realidad bien puede ser las respuestas que buscamos.
E
l personaje creado en 1897 por el escritor británico H.G. Wells –considerado como padre de la ciencia ficción moderna con otras novelas como La Máquina del Tiempo (1895), La Isla del Dr. Moreau (1896), La Guerra de los Mundos (1898) o El Alimento de los Dioses (1904)– regresa al mundo del celuloide y bajo una nueva perspectiva. Si bien ya en la versión fílmica El Hombre Invisible (1933) dirigida por mítico James Whale se abandonaba el estudio psicológico propuesto en la novela y el personaje pasaba de ser un brillante científico a un lunático y desquiciado antihéroe cegado por la ambición y sediento de poder, en la versión que hoy nos ocupa el personaje adquiere una personalidad que responde a un discurso pertinente sobre la violencia de género. La actriz Elisabeth Moss, a quien hemos visto en pantalla chica en grandes papeles como el de Peggy Olson en Mad Men (2007-2015) y como June/Offred en The Handmaid's Tale (2017-), encarna aquí a Cecilia Kass, una mujer que se ve obligada a dejar su lujosa e hipertecnologizada residencia durante una madrugada para escapar de su marido abusador Adrian Griffin (Oliver Jackson-Cohen), una reconocida eminencia científica que actualmente se encuentra trabajando en experimentos relacionados con el campo de la visión; pero cuando éste parece haber cometido suicidio y ella recibe una cuantiosa herencia, las cosas no comienzan a ir mejor, sino que su estabilidad emocional y psicológica se ven afectadas cuando comienza a ser acechada por una entidad que presuntamente se trata Adrien, quien habría conseguido acceder a la invisibilidad. El director a cargo de esta reinterpretación de la historia es Leigh Whannell, conocido por ser actor y guionista de la sagas iniciadas por las cintas Saw (2004) e Insidiuos (2010) –ambas de James Wan–, y que hace tres años presentó su segundo largometraje como director: Upgrade: Máquina Asesi-
na (2017) una historia que, con una combinación de acción, comedia negra y ciencia ficción con ligeros toques cyberpunk –a la vez que se vinculaba con el body-horror de Carpenter y Cronenberg–, nos obsequió una de las más agradables y a l vez pesimistas experiencias del cine de género en su año de estreno. Con El Hombre Invisible, al igual que con su película anterior, Whannell nos transporta hacia una experiencia inmersiva llena de angustia y claustrofobia a través de una puesta en escena elegante y sofisticada con la fotografía a cargo de Stefan Duscio que no trata de disimular sus influencias de David Fincher; además, no echa mano de grandilocuencias en cuando a los efectos especiales, sino que los utiliza con mesura para estar al servicio de una historia de intriga que, con el apoyo de un excelente score a cargo de Benjamin Wallfisch y una brillante interpretación de Elisabeth Moss, logra transmitir el estado de terror puro que experimenta una mujer acechada por su pareja en una sociedad que se niega a ver o aceptar el problema de la violencia hacia la mujer. Inscrita ya en la lista de clásicos e inolvidables thrillers como Atracción Fatal (1987), Misery (1990), Durmiendo con el enemigo (1991), La mano que mece la cuna (1992), entre otras tantas, El Hombre Invisible tiene al machismo, la misoginia y la masculinidad frágil como parte de un discurso que vuelven novedosa, relevante y pertinente esta versión; mientras que el gran logro particular para Whannell como cineasta es facturar su propia visión de la historia –él mismo escribió el guion reinterpretativo– sin intentar emular ni la novela ni las versiones fílmicas previas, consiguiendo así una pieza cinematográfica ingeniosa, audaz y una de las más auténticas del género en lo que va del año gracias a su disciplina técnica, su mezcla de ciencia ficción y terror con un manejo del suspenso que complacería a Hitchcock.
C
on su tercer largometraje, Las Olas, y con tan sólo 31 años cumplidos, el director Trey Edward Shults reafirma no su talento u versatilidad al demostrar sus habilidades para acercarse de forma exitosa a varios géneros cinematográficos en cada una de sus propuestas pero teniendo siempre como base la disección de las dinámicas familiares. Ya en su opera prima, Krisha (2015), había presentado un experimento que extendía su cortometraje homónimo en una historia en la que echaba mano de su propia familia para protagonizar un potente y doloroso drama sobre las adicciones, la dependencia y el resentimiento a través de una sobresaliente puesta en escena que alcanzaba niveles psicodélicos con un juego de cámara a cargo de Drew Daniels y una base sonora compuesta por Brian McOmber. Luego, en el sobresaliente thriller Viene de Noche, la dinámica familiar es explorada a partir de una extraña pandemia que obliga a dos parejas y sus respectivos hijos a convivir en una confinada cabaña en lo profundo de un bosque. Ahora, con Las Olas, nos encontramos ante la más arriesgada y ambiciosa de sus propuestas: un melodrama adolescente ambientado en una de las zonas acaudaladas de Florida. La película está conformada las historias entrecruzadas de los hermanos adolescentes Tyler (Kelvin Harrison Jr.) y Emily (Taylor Russell), quienes viven junto con sus padres (encarnados por Sterling K. Brown y Renée Elise Goldsberry) en una acaudalada zona al sur de Florida. La primera mitad del filme se centra en el chico: adolescente de 18 años locamente enamorado de Alexis (Alexa Demie), pero profundamente agobiado por cumplir con las expectativas sociales y con las exigencias de su padre tanto en su desempeño académico como en el deportivo. La segunda parte del filme le pertenece completamente a Emily, de quien seguimos los pasos en su experiencia del primer gran amor, aunque la situación familiar constantemente trae a la superficie los remordimientos y resentimientos por una tragedia reciente que pone en riesgo su estabilidad. Shults, como ya lo había hecho en sus trabajos previos, recurre al cambio de relación de aspecto para enfatizar las distintas situaciones y los estados de ánimo de los protagonistas; así nos encontramos tanto con una cámara vertiginosa y frenética durante los segmentos correspondientes a la historia de Tyler, como con una tranquila y sosegada cuando se relata la historia de Emily. Apoyándose por tercera ocasión en la prodigiosa labor de Drew Daniels y en la estimulante banda sonora compuesta por Atticus Ros y Trent Reznor –así como por una estupenda curaduría de éxitos musicales de Kanye West, Frank Ocean, Kendrick Lamar, entre varios más–, el director nos evoca al cine de Terrence
Malick y Andrea Arnold. Pero lo que fácilmente podría haber sido un lacrimógeno y aleccionador melodrama, en manos de Shults resulta una vibrante experiencia sobre la presión social/familiar, la fragilidad, la pérdida, el rencor, la redención, el perdón y el amor. El director no teme a acudir a los clichés o regodearse en las exageraciones melodramáticas, y éstas nunca se sienten como trucos baratos para provocar la lágrima fácil, sino como herramientas para explorar de forma honesta las emociones que se experimentan en la adolescencia, en las situaciones trágicas y en el tránsito hacia la madurez. El pretendido destino marcado por la sociedad se ve cuestionado y dinamitado a partir de la tragedia en el primer acto del filme, donde Emily parece opacada por los dos hombres principales del relato. Ellos no la dejan sobresalir y la cámara ni siquiera la muestra completamente; se le niega y nos niegan su lugar como parte elemental de la familia. Pero en el segundo acto Emily arrebata todo el protagonismo, la propuesta visual se transforma y también el discurso nos guía la mirada hacia la exposición de otras masculinidades. Las Olas sobresale en la breve pero contundente filmografía de Shults por su discurso pertinente sobre las consecuencias de la masculinidad tóxica tanto en quienes la ejercen como en quienes la padecen. Por ejemplo, todas las decisiones que, durante la primera mitad del filme, toma el padre tanto con respecto a su hijo como con su hija y su esposa, regresan como las olas en el segundo acto, con todo su poder devastador, pero también con la capacidad de limpieza y purificación; su toma de conciencia y redención cuestionan la paternidad socialmente aceptada hoy en día. Por otra parte, el personaje de Luke (interpretado por el estupendo Lucas Hedges) es la representación de las nuevas masculinidades en los jóvenes de hoy, aquellos que pueden compaginar la fuerza y la testosterona de la lucha grecorromana con la afinidad a la música, con el perdón y con el permitirse ser sensibles ante una pérdida familiar irreparable, así como con romper en llanto sin sentir vergüenza alguna por dejar ver sus sentimientos. Comparada incansablemente con Moonlight (2016) de Barry Jenkins –comprensible pertenecer al mismo género y por la similitud tanto en su estilizado aspecto visual como en tener a protagonistas afroamericanos en ambientes de Florida–, The Waves se distancia de la ganadora del Oscar en la manera de acercarse a la tragedia, aunque ambas presentan un desenlace esperanzador cuando en ambas descubre la posibilidad de un mejor futuro alejándose de las relaciones humanas marcadas por la masculinidad tóxica.
L
os secretos familiares que salieron a la luz luego del fallecimiento una persona cercana a la directora, así como varios artículos periodísticos sobre profesoras que habían tenido relaciones sexuales con sus estudiantes, fueron la inspiración para que la directora May el-Touhky, junto con su coguionista Maren Louise Käehne, escribieran la idea principal de Reina de Corazones, filme protagonizado por la reconocida actriz y cantante danesa Trine Dyrholm que aquí encarna a Anne, una mujer madura con la vida resuelta: vive en una apartada casa se ensueño, es una amorosa madre de unas gemelas, esposa de un reconocido médico (Peter, interpretado por Magnus Krepper), y trabaja como abogada para una firma defendiendo a menores de edad en casos de acoso, abuso y violencia tanto física, como emocional y psicológicamente. La perfecta vida de Anne se ve trastocada con la llegada de Gustav (Gustav Lindh), el hijo de 17 años de una relación anterior de Peter y que, contra su voluntad, vivirá temporalmente con ellos luego de haber sido expulsado –otra vez– de la escuela y de haber sido detenido por la policía bajo cargos criminales menores. La presencia en casa de una figura masculina joven, provocan en Anne una necesidad de volver a sentirse deseada, y aunque la relación con el chico al principio es en extremo conflictiva, la atracción los va acercando lentamente. La historia que comparte May elTouhky en Reina de Corazones no es nada novedosa, sin embargo, su visión es completamente auténtica, audaz y honesta. Y el éxito del filme se debe en gran medida a la fascinante presencia y química que logran la dupla Dirholm y Lindh. La estrella danesa –poseedora de una belleza, elegancia y magnetismo que físicamente recuerda a actrices como Helen Mirren y Robin Wright– se entrega completamente tanto en lo físico como emocional para dar vida a esta mujer madura que necesita volver a sentirse atractiva y deseada; y de esa necesidad nace esa
secuencia en la que repentinamente cambia la música durante una reunión y comienza a bailar Tainted Love de manera un tanto sugerente. La complejidad de esta mujer con dobles estándares que se transforma de amorosa madre de familia y decidida abogada de menores abusadas en depredadora y despiadada villana encuentra su contrapeso en Gustav, un joven al que el novato actor consigue delinear con precisión y construir un personaje lejos de los estereotipos al que lo podemos ver comportarse como un chico rebelde y difícil, para después atestiguar su transformación en un adolescente vulnerable cuya inmadurez, pero sobre todo, su vacío emocional lo lleva a pensar en algún momento en que el romance secreto con su madrastra se convertirá en una historia de amor correspondido. La cineasta danesa consigue en su segundo largometraje un elegante ejercicio formal que mezcla al desquiciado personaje de la realeza en Alicia en el País de las Maravillas –cuento que lee Anne a sus hijas en algún momento en el relato– con el clásico mito de Fedra –en el que la hija del rey Minos intenta seducir a su hijastro, pero al no conseguirlo, ésta lo acusa de violación– y como resultado obtiene una oscura y retorcida fábula que desliza comentarios sociales sobre la hipocresía y los dobles estándares; pero lo más fascinante es que esto lo logra sin lanzar un solo juicio de valor sobre ninguno de los personajes. Reina de Corazones es un filme que inicialmente se presenta como un drama familiar común, pero que poco a poco va adquiriendo los tintes oscuros y retorcidos propios de los mejores thrillers. Lo que inicia como una historia de un respiro de aire fresco para una mujer madura inmersa en la cotidianidad de su trabajo y matrimonio, evoluciona en un relato de corte erótico sobre un romance prohibido que finalmente da un giro hacia el suspenso y la tragedia que deviene de las traiciones y los juegos de poder. Imperdible.
S
e dice que una niña muy enferma fue llevada con una poderosa hechicera para que ésta le salvara la vida, pero además de curarla le otorgó habilidades sobrenaturales que convirtieron a la niña en un ser escalofriante que terminó con la vida de su propio padre. Ante tal aberración, la madre la abandonó en lo profundo del espeso bosque; la pequeña, entonces, comenzó a atraer a los niños para no quedarse sola. Con esta leyenda abre Gretel & Hansel, el más reciente filme del director, actor y guionista Oz Perkins, cuyo nombre quizá no sea reconocido por las masas, pero dentro del cine de terror indie es una de las voces más interesantes y auténticas como cineasta que ha ido cobrando fuerza con apenas dos títulos previos al que hoy nos ocupa: su ópera prima La enviada del mal, con Emma Roberts, Kiernan Shipka y Lucy Boynton y Soy la cosa bella que vive en esta casa, estrenada bajo el cobijo de Netflix. En su tercer largometraje, el director retoma el clásico cuento de los hermanos Grimm y lleva a cabo una reinterpretación de la historia colocándonos en la Baveira de principios del siglo XIV junto a Gretel como una adolescente que debe cuidad a su hermano menor, Hansel, luego de ser expulsados de su casa por su madre al no tener cómo alimentarlos y tras haber fracasado en su intento de conseguir un trabajo con un acomodado y obsceno anciano de la localidad. Los hermanos se ven obligados a adentrarse en el bosque para buscar sobrevivir en algún poblado cercano, pero en su camino se encuentran con constantes peligros al acecho y buscan refugio en una enigmática cabaña donde son recibidos por Holda, una extraña anciana que los colma de ricos alimentos y comodidades. La inversión del orden de los nombres de los protagonistas con respecto al cuento original popularizado por los alemanes responde a que el director no busca una adaptación fiel del texto sino que hace una reinterpretación de la historia, y en su versión, la adolescente Gretel (encarnada por la actriz
Sophia Lillis, a quien vimos como Beverly Marsh en el díptico de terror It) es la conflictuada figura femenina que ha marcado la filmografía de su artífice; y es que es la pérdida de la inocencia, el proceso de autodescubrimiento y el paso hacia la madurez de Gretel el verdadero centro de la trama. Perkins –hijo del legendario Anthony Perkins, el mismísimo Norman Bates en el clásico de culto Psicosis (1960), de Alfred Hitchcock– recurre a una producción casi artesanal y a una estética minimalista donde prima el preciosismo visual para dar forma en pantalla a un cuento de terror que no recurre a los sustos baratos sino a la construcción de ambientes asfixiantes y situaciones perturbadoras para provocar ansiedad y desconcierto en el espectador. Y aunque es verdad que la historia palidece un poco frente a las atmósferas y el cuidadísimo apartado visual apoyado en la dirección de arte de Jeremy Reed, la fenomenal fotografía del uruapense Galo Olivares que crea oscuras postales oníricas y la sobresaliente banda sonora compuesta por el francés Robin Coudert en la que sobresalen los sintetizadores que evocan al cine ochentero, la película ofrece momentos interesantes de los cuales se pueden abstraer varias lecturas o interpretaciones. Inscrita en la tradición de los ‘cuentos de hadas’ trasladados al lenguaje cinematográfico, Gretel y Hansel sobresale por la capacidad de adaptar la anécdota de los hermanos abandonados por su madre y transformarla en un macabro y crudo relato coming of age de autodescubrimiento personal enmarcado por atmósferas enrarecidas y cocinado a fuego lento. Estamos sin duda ante un formidable ejercicio de estilo que representa un paso adelante en el camino hacia la consolidación del cineasta neoyorquino como uno de los mejores directores del género del nuevo milenio que apuesta por un terror más sugerente, siniestro, atmosférico y narrativo que de sobresaltos pasajeros que se olvidan cuando se abandona la sala.
L
a filmografía del británico Peter Strickland se caracteriza por la creación de universos inquietantes y llenos de sensualidad. En In Fabric, su cuarto largometraje, la constante se no sólo se mantiene sino que crece exponencialmente. Aunque ambientada en 1993, el cineasta nos transporta una vez más espíritu de los 70 donde ya habíamos sido testigos de lésbicos rituales sadomasoquistas de la pareja protagonista de Duke of Burgundy (2016) y antes también ya habíamos acompañado a un tímido ingeniero de sonido durante su pesadillesco descenso hacia el delirio lynchiano en Berberian Sound Studio: La Inquisición del Sonido (2012). Pero en In Fabric seguimos a Sheila Woodchapel (fantástica Marianne Jean-Baptiste), una solitaria mujer de mediana edad que, luego de su divorcio, está tratando de rehacer su vida mientras se enfrenta a su rutinario trabajo como cajera en un banco y a los arranques de temperamento de su hijo veinteañero Vince (Jaygann Ayeh). Cuando durante un día de grandes ofertas entra a la tienda de ropa Dentley & Soper –atendida por su enigmática dependienta Lady Luckmoore (una sensacional Fatma Mohamed con aires vampíricos)– queda cautivada por un vestido de seda rojo que, pese a tener una historia extraña en su pasado y sentir ciertas dudas sobre su compra, no puede evitar esa imperiosa necesidad de poseerlo para, tal vez, conquistar un nuevo amor, pero sin imaginar que la prenda cambiará el rumbo de su vida para siempre. Si en Berberian Sound Studio el giallo se hacía presente principalmente de
forma sonora, en In Fabric el subgénero italiano toma absoluto protagonismo también en la imagen. De los italianos, Strickland rescata aquí el glamour y la extravagancia visual, pero lo combina con ese tan peculiar humor británico y a través de esta arriesgada mezcla explora las contradicciones del hombre entre su desprecio hacia el mercantilismo y su entrega total al feroz consumismo capitalista. A la mitad de la cinta, su trama da un giro inesperado y Sheila es puesta a un lado para dar paso a un mecánico de lavadoras llamado Reg Speaks (encarnado por Leo Bill), cuya trama inicialmente parece echar por la borda todo lo que el filme se había esmerado en construir; sin embargo, mientras el metraje avanza, nos damos cuenta que el centro del relato siempre fue el vestido rojo, y éste toma el absoluto protagonismo y nos precipita hacia el satisfactorio climax de una cinta que entre lo hermoso y lo perturbador de su diseño audiovisual, brilla por su crítica al consumismo, y no sólo a esa tradición del «usar y desechar» que parece ley en las dinámicas del capitalismo, sino también la esclavitud moderna, de ahí la escena que despide la cinta, donde se muestran las entrañas de la infame fábrica de ropa donde a sus “trabajadores” los mantienen en condiciones no sólo precarias, sino inhumanas, despojados de toda oportunidad de dignidad alguna. Está demás decir que se recomienda ampliamente dejarse volar la cabeza por una de las propuestas más arriesgadas, originales y auténticas del año.
E
l director estadounidense Quentin Tarantino es uno de los pocos «auteurs» del Hollywood actual; su autenticidad y estilo lo han consagrado como uno de los cineastas más influyentes de la industria fílmica. De ahí que cada una de sus películas se espere con fervor por parte del público, y en particular por sus acérrimos seguidores. El originario de Knoxville ambienta su nueva y ambiciosa producción en la ciudad de Los Angeles en 1969. Ahí, entre los destellos de la Ciudad de los Sueños, conocemos a nuestros tres protagonistas: Rick Dalton (Leonardo DiCaprio), una frustrada estrella televisiva venida a menos que, luego de protagonizar un exitoso Western serial, no ha logrado dar el salto del mundo televisivo al de la pantalla de plata y ahora sólo participa dando vida a villanos segundones en programas con jóvenes promesas como los héroes estelares. Cliff Booth (Brad Pitt), el doble de acción de Dalton que, al igual que el actor, ha visto disminuido su trabajo, pero en cambio, no se refugia en la condescendencia o en los excesos, y continúa a las órdenes del actor como su chofer. Y Sharon Tate (Margot Robie), vecina de Dalton y glamorosa nueva esposa de Roman Polanski (Rafal Zawierucha), director polaco que, luego de su gran éxito con el cine de horror de culto Rosemery’s Baby (1968), se está abriendo camino en la industria del llamado «Nuevo Hollywood». En escena también aparecen los miembros de un culto liderado por un tal Charles Manson (Damon Herriman, actor australiano que encarna al mismo criminal en la segunda temporada del serial Mindhunter) y será la coyuntura para que las vidas de Dalton, Booth y Tate se crucen de manera inesperada. El título del nuevo filme de Tarantino guarda dos lecturas que podrían parecer diametralmente distintas pero que, en realidad, aquí se vuelven comple-
mentarias. Por un lado es una clara referencia a Once Upon a Time in the West (1968), el spaghetti western clásico del italiano Sergio Leone –con un guion firmado, ni más ni menos, que por Sergio Donati, Dario Argento y Bernardo Bertolucci– en el que una historia de venganza se entrelaza con la crónica de la ambiciosa construcción de una ruta ferroviaria y a partir de ello se realiza un análisis de los retos que supone la llegada de la «modernidad» a los agrestes y salvajes parajes norteamericanos; mientras que, por otro lado, se trata de una alusión a la frase inicial de los cuentos de hadas. Y es que, para Tarantino, Hollywood es el lugar donde todos los sueños se cumplen, es el lugar feliz de su infancia, el lugar de las estrellas; y continuando con su tradición revisionista –inaugurada con Inglourious Basterds (2009) donde los judíos obtienen su venganza en contra de los nazis, y a la que dio continuidad con Django Unchained (2012) donde los esclavos del sur estadounidense hacen lo propio con los esclavistas–, el director trastoca nuevamente la historia para elaborar un relato que, si bien sirve como una venganza figurativa, funciona a la vez como una carta de amor y un homenaje al cine hollywoodense con el que creció y a las figuras olvidadas de la industria fílmica de los años ‘50 y ‘60. La figura de Rick Dalton, pese a no estar basada particularmente en un personaje real, sí tiene ecos de Steve McQueen, quien sí logró hacerla en grande en el mundo del celuloide luego de su inicial carrera televisiva. Por su parte, el personaje de Cliff Booth sí está inspirado en una figura real, la de Hal Neddham, un veterano de guerra y doble de acción del actor Burt Reynolds que, según se decía, había asesinado impunemente a su esposa. La decadencia de estos personajes es tomada por el director para hablar del fin de una era en Hollywood, donde un
sistema de producción a cargo de los grandes estudios dio paso a otro de producciones independientes y contraculturales entre las que encontramos títulos dirigidos por cineastas propositivos como Brian De Palma, Francis Ford Coppola, Stanley Kubrick, Roman Polanski, Martin Scorsese, entre varios más. La icónica actriz Sharon Tate, a diferencia de su trágico final en el verano del 69 a manos de «La Familia Manson», es abordada aquí no desde la tragedia, sino desde la celebración de su espíritu vitalista; su presencia en pantalla no se construye a partir del estereotipo de la rubia tonta o la actriz bella pero con limitaciones histriónicas, sino desde la empatía, el intelecto, la dulzura y la inocencia. Y pese a que el arrollador carisma y la vena cómica que revelan DiCaprio y Pitt son los pilares de la cinta, la figura de Margot Robbie como Sharon Tate es esencial para el propósito del director, pues el personaje funciona como la encarnación del Hollywood idealista e inocente, de ese cuento de hadas que se cimbró con la violenta muerte de Tate, pero que ahora Tarantino tiene la oportunidad de perpetuar, aunque sea en la ficción, desde su evocador título hasta su venganza en el hilarante y excesivo clímax. Exactamente 25 años después de llevarse la Palma de Oro en el Festival de Cannes con la obra maestra Pulp Fiction (1994), el enfant terrible de Hollywood buscó repetir la hazaña con su noveno largometraje, y aunque tras su proyección recibió una extensa ovación, Once Upon a Time… in Hollywood no consiguió adueñarse de la presea. Quizá Tarantino no consiguió volver manufacturar una obra maestra que se equiparara a la cinta protagonizada por John Travolta, Samuel L. Jackson y Uma Thurman, pero definitivamente logró dar forma a su film más personal e íntimo hasta la fecha; y eso no es poca cosa.
S
téphane (Damien Bonnard) es un policía en su primer día en la Brigada de Lucha contra la Delincuencia donde conoce a sus experimentados colegas: el agente fascista Chris (Alexis Manenti, también coguionista del filme) y el agente Gwada (Djibril Zonga). Durante su primera y rutinaria ronda por las calles, les es solicitada la investigación del robo de un cachorro de león a un líder importante de la comunidad; pero mientras llevan a cabo tal investigación se desata un suceso de abuso de poder por parte del trío de policías en contra del chico marginado responsable del robo. Un desafortunado hecho termina con el chico malherido y la evidencia queda grabada en la cámara de un dron de un niño del barrio. Con esta premisa el cineasta francés de ascendencia maliense da el salto del cine documental a la ficción. Los Miserables –expansión de la historia narrada en su cortometraje homónimo de 2017– transcurre en Montfermeil, el mismo barrio en el que Victor Hugo colocó a los personajes de su más célebre novela. Se trata de la crónica de una cotidianidad marcada por los enfrentamientos urbanos donde la tensión va en aumento, y donde la violencia agazapada es avivada a cada segundo que pasa, terminando inevitablemente por detonar con furia ante nuestros ojos. Ladj Ly creció en el barrio de Montfermeil, ubicada a unos cuantos kilómetros del centro de París, así que fue testigo presencial de la violencia en esa marginada comunidad urbana; vio cómo la juventud era despojada de sus derechos, sueños e ideales, contradiciendo los valores prometidos por los colores de la bandera francesa: liber-
tad, igualdad, fraternidad. Los Miserables revela una sobresaliente capacidad narrativa de su artífice, y comprueba una vez más su sensibilidad reflexiva. Con alusiones tanto a la revolución francesa como a las revueltas entre inmigrantes y policías ocurridas en ese barrio en 2005, la cinta se presenta a través de un montaje que alcanza niveles frenéticos e inclusive angustiantes; la propuesta del director se rige bajo las normas de los thrillers urbanos y se nota influenciado por el cine norteamericano dedicado a abordar las tensiones raciales entre ciudadanía y autoridad. Así nos encontramos con descarnadas secuencias de represión social mezcladas con el espíritu de filmes como Día de Entrenamiento (Training Day; 2001), de Antoine Fuqua, o propuestas televisivas como The Wire (2002-2008) con las que revisa las estructuras de poder en un mismo estrato social y cuestiona el status quo sin valerse del oportunismo y de la violencia por la violencia. Los Miserables destaca por el aire documental con el que el director dota a su obra de inmediatez al mismo tiempo que la despoja de tremendismos visuales o maniqueismos morales; la película presenta una serie de personajes y cada cual con sus matices, ideales y contradicciones, y a través de ellos revisa el odio y el miedo al otro, al diferente. El realizador carga potentemente sus imágenes gracias a su audacia heredada de su pasado como documentalista y con el apoyo de la remarcable labor de fotografía de Julien Poupard, haciendo del filme una propuesta con un discurso político-social que adquiere cada día más pertinencia y relevancia.
E
n un decadente y sórdido ambiente industrial, un depresivo chico llamado Henry Spencer (encarnado por Jack Nance) descubre ser el padre de un bebé prematuro con abominables deformaciones, por lo que tiene que llevarse a su ex novia Mary X (interpretada por Charlotte Stewart) y a su hasta entonces desconocido y extraño hijo a vivir con él. La criatura no para de llorar y lleva a la pareja al borde de la locura. Ella termina por abandonar a ambos poco después para regresar con sus padres, el señor y la señora X (interpretados por Allen Joseph y Jeanne Bates respectivamente). El chico queda a cargo del «niño», al que procura cuando éste enferma; sin embargo, pronto comienza a padecer alucinaciones y otras experiencias oníricas, suertes de evasivas ensoñaciones que, entre lo surreal y lo macabro, lo guiarán hacia su destino final. Bajo esta premisa se presentó la primera película de largo metraje del ahora director de culto David Lynch, quien fungió también como guionista, productor, editor, diseñador de arte, especialista en efectos especiales y diseñador de sonido –esto último junto al gran Alan Slpet– que fue producido parcialmente bajo la asistencia del American Film Institute mientras Lynch estudiaba la carrera. Sin embargo, la filmación de extendió durante varios años por problemas de financiamiento y logística de producción, teniendo que recurrir a su amigo Jack Fisk y su entonces esposa Sissy Spacek para que financiaran parte del rodaje de la película. Buscando representar, entre otras cosas, la ansiedad y el miedo que vivió mientras vivía en Philadelphia, y su aversión hacia la paternidad, Lynch sembró simbolismos en este su inquietante debut, un delirante ejercicio de estilo en el que ya quedan expuestas todas las obsesiones del director con la deformación de la realidad y que constituyen su marcado e inconfundible estilo que juega constantemente a desafiar la lógica convencional de la narrativa fílmica echando mano constantemente de secuencias oníricas y juegos de realidades desquiciadas impregnadas por una oscura atmósfera pesadillesca y con un espíritu freudiano. “Eraserhead” fue despreciada por gran parte de la crítica especializada en su momento, pero hoy en día, a más de cuatro décadas de su estreno, es catalogada por cientos de miles de cinéfilos como el emblema mundial del cine de culto, título que se ganado a pulso con el paso de los años mientras es descubierta por aquellos que, en las nuevas generaciones, están ávidos de un cine que se aleje de complacencias y academicismos. En 2004, el filme recibió el reconocimiento como una obra cultural, histórica y estéticamente significativa, por lo que fue seleccionada para su preservación por el National Film Registry; además, en la lista de los 100 mejores debuts de cineastas, convocada por el grupo Online Film Critics Society, quedó en segundo lugar, tan sólo por debajo de “Ciudadano Kane” (1941) de Orson Welles.
E
n su cuarto largometraje de ficción, el director Hari Sama recurre a sus propias experiencias de juventud para elaborar un relato sobre la construcción de la identidad con la movida underground mexicana durante la década de los 80 como telón de fondo. El adolescente protagonista, Carlos (Xabiani Ponce de León), funciona como el alter ego del cineasta y lo seguimos en su exploración fuera de su burbuja de conservadurismo de clase media y familia fracturada por un divorcio en Lomas Verdes para encontrarse, en el clandestino Aztec, con algo que para él resulta como una realidad alterna, una de revolución musical post punk, experimentación con sustancias, liberación sexual, expresión radical artística y lucha contracultural; además atestiguamos cómo se pone a prueba su relación con su mejor amigo Gera (José Antonio Toledano). En Esto no es Berlín, Sama explora la etapa en la que se hace consciente de que sólo uno mismo tiene el derecho y la capacidad de autodefinirse por completo… o de no hacerlo para nada. Y es que si bien deja claro que la identidad se encuentra en perpetua construcción, es en la adolescencia donde se va definiendo nuestro carácter y personalidad que será casi inalterable a través del tiempo. Y es aquí donde es pertinente el auto regalo que se ha-
ce Hari Sama a través de Esteban, el personaje del tío de Carlos que es interpretado por el mismo director; se trata de una entrañable presencia que responde al anhelo del cineasta por no haber contado con una figura paterna similar durante su etapa de formación personal. “No eres tus padres. No estás destinado a convertirte en ellos” son las consignas que se lanzan en un performance que encuentra eco y entabla diálogo con rebeldes propuestas como el de la cinta Leto (2018), de Kirill Serebrennikov. Melancolía y psicodelia delinean este filme de rabiosa y hormonal atmósfera que traza el viaje iniciático en el que Carlos es seducido y deslumbrado por la revelación de libertad sobre la construcción y deconstrucción de su persona a través del arte, a la vez que nos permite echar vistazos a la situación social de un país alienado con la fiesta futbolera del Mundial mientras aún respira por las heridas del mortal sismo de 1985. Aunque sin ofrecer nada realmente novedoso, Esto no es Berlín es una vibrante historia coming of age que destaca por su honestidad, autenticidad y capacidad evocadora de esa etapa de autodescubrimiento, de búsqueda de pertenencia y de necesidad de validación que representa la adolescencia.
E
l renombrado autor de novelas de misterio Harlan Thrombey (encarnado por Christopher Plummer) es hallado sin vida en su habitación la mañana siguiente de haber celebrado por la noche su cumpleaños 85 rodeado de su numerosa –y codiciosa– familia. Todos en la casa parecen haber tenido un motivo para querer que el patriarca muriera; todos excepto Marta Cabrera (interpretada por Ana de Armas), su enfermera personal de origen uruguayo. Pero aunque todo parece indicar que se trata de un suicidio y la familia no quiere hablar más del asunto, a la escena del crimen llega el célebre detective privado Benoir Blanc (un Daniel Craig dejando un poco de lado a su brutal Bond), contratado anónimamente para resolver el misterio. Con este argumento, el director Rian Johnson se revela como conocedor del género detectivesco y sus reglas, lo cual le permite jugar con ellas y subvertirlas. Recuerden el momento en que Alfred Hitchcock rompió las reglas y cambió la historia del cine en su más reconocida cinta, Psicosis (1960), al decidir matar a su protagonista –la maravillosa Janeth Leigh– en una de las más legendarias secuencias del celuloide cuando la película apenas rebasaba la mitad del metraje. Ahora, en una audaz decisión similar, Rian Johnson nos revela quién es el asesino del escritor cuando apenas entramos al segundo acto del filme; sin embargo, existe un misterio aún mayor, y es el que debemos descubrir. El director de Looper nos ofrece un ejercicio lúdico mediante un guion que se nota pulidísimo y que deconstruye al mejor cine de misterio clásico bajo el
aura de Agatha Christie –sólo hace falta notar los sobresalientes y detallados diseños de arte y vestuario. Apoyándose en un cast inmejorable conformado por grandes estrellas hollywoodenses que están en todo momento al servicio de una historia narrada con astucia y precisión, llena de sorpresas y salpicada de un humor desfachatado, Knives Out resulta un homenaje refrescante al género de detectives de antaño que brindaba entretenimiento a la audiencia con un rebuscado misterio a resolver. El espíritu satírico del filme está muy alejado del cine criminal que actualmente se produce y que no repara en los límites de lo macabro, lo escabroso o lo sórdido. Aquí lo interesante no está en el crimen en sí, sino en el misterio que engancha al espectador y los inesperados giros en la trama que lo mantienen, junto con los personajes, especulando teorías mientras se van discriminando pistas falsas y desenmascarando verdades a medias. Sin embargo, la mayor virtud de Knives Out –más allá de sus aciertos del trabajado guion con el que se permite deslizar un discurso crítico vigente sobre la discriminación y el miedo a los migrantes, así como una narrativa que hace un uso más que competente de los recursos cinematográficos– es que logra una gran empatía y conexión por parte del público, pues no sólo consigue hacerse de su inmediato interés desde el minuto uno del metraje, sino que el espectador se transforma de un agente meramente testimonial a ser un elemento activo de una investigación criminal realmente emocionante y divertida. Pocos títulos hollywoodenses hoy en día pueden presumir tal logro.
L
a filmografía del director James Mangold nunca ha destacado por su carácter artístico o autoral, sin embargo, siempre ha demostrado ser un narrador cinematográfico más que competente. Entre sus filmes más reconocidos tenemos Girl Interrupted (1999); Identity (2003); Walk The Line (2005) y una de las mejores películas basadas en comics: Logan (2017), por la cual fue nominado a los premios Oscar en la categoría a mejor guion adaptado. Ahora, el neoyorquino incursiona en los terrenos del drama deportivo con una cinta cargada de adrenalina y basada en hechos reales que nos sumerge en el mundo del automovilismo en 1963. En Contra lo imposible seguimos a los directivos de la compañía Ford, cuya crisis financiera e imagen anticuada que poco interesa a la nueva generación de la posguerra los obliga a buscar una alianza con Enzo Ferrari (Remo Girone), dueño de la compañía automotriz especializada en autos deportivos que, aunque también se encuentra en números rojos, al menos mantiene la atención del público adulto joven recurriendo a estrellas de cine y otras celebridades para vender la idea del glamour y la distinción social. Luego del rotundo rechazo de la oferta por parte de Enzo Ferrari –y de atacar de paso el orgullo de Henry Ford II (Tracy Letts), nieto del fundador de la compañía–, el asesor Lee Iacocca (Jon Bernthal) propone recurrir al ex piloto de carreras Carroll Shelby (Matt Damon) y a su amigo ingeniero y ex combatiente de la Segunda Guerra Mundial, Ken Miles (Christian Bale), para desarrollar un prototipo deportivo que pueda derrotar a las máquinas de Ferrari en las competencias internacionales, especialmente en el circuito de carreras de Le Mans, en Francia. El guion escrito por Jason Keller con los hermanos Jez Butterworth y
John-Henry Butterworth no busca escapar de la formula, sino que toma todos los tópicos y situaciones previsibles como oportunidades para entretejer eficazmente una historia de amistad y camaradería en la pista con personajes entrañables que sobresalen por están bien trazados y mostrar matices en su personalidad. Es una película con un estilo que evoca al cine clásico, aquel que apelaba a las grandes historias; y es así como está narrada, con los códigos del Hollywood de antaño pero a partir de las ventajas tecnológicas con las que cuenta la industria hoy en día. No hay frente a nosotros una obra autoral, por supuesto, pero sí un producto industrializado de excelente calidad; es cine convencional y académico en su forma, pero es poseedor de un discurso en uno de sus subtextos que colocan al filme sobre la media de las producciones hollywoodenses del género. Y es que más allá de ser una cinta que entrega emoción y adrenalina pura para los amantes de la velocidad –con secuencias de carreras espectacularmente armadas con la fotografía de Phedan Papamichael, la edición de Andrew Buckland, Michael McCusker y Dirk Westervelt, y el score de Marco Beltrami y Buck Sanders–, podemos apreciarla también como una crítica al corporativismo que vorazmente explota y sacrifica sin reparos a sus trabajadores para obtener beneficios empresariales y vender una imagen positiva de las compañías. Mangold refrenda su oficio como habilidoso cineasta de proyectos comerciales por encargo de los estudios más importantes de Hollywood, y con Contra lo imposible, aunque no propone nada nuevo dentro del género, sí consigue dar forma a experiencia cinematográfica muy estimulante que no dejará decepcionado a nadie.
Joel y Clementine tienen una relación amorosa intensa y a la vez tóxica, hasta que optan por separarse. Joel trata de buscar a Clementine pero por alguna razón cada vez que la encuentra ella actúa como si no lo conociera, hasta que él descubre el motivo de tal indiferencia: Clementine, literalmente, lo ha borrado de su mente. Desconsolado y enfurecido, Joel acude a Lacuna Inc., donde se someterá al mismo tratamiento para borrarla de su memoria para siempre. Sin embargo, conforme va avanzando el procedimiento, va recorriendo los rincones de su psique y volviendo a vivir agridulces anécdotas de cuando eran pareja, por lo que Joel se arrepiente y trata de salvar a Clementine, ocultándola en lo más recóndito de sus recuerdos. Gracias al genio visual de Michel Gondry, el original guión Charlie Kaufman y la química y buenas actuaciones de Jim Carrey y Kate Winslet, la cinta nos lleva a un alucinante viaje dentro de la mente humana. "Eterno resplandor de una mente sin recuerdos" nos habla del amor y demuestra que todas las personas que marcan tu vida se quedan ahí por alguna razón, por más que trates de olvidarlas... o borrarlas.
Aunque la obra fílmica de Hayao Miyazaki –y de Studio Ghibli en general– ya contaba con una sólida y numerosa base de fanáticos alrededor del mundo, no fue sino hasta que El Viaje de Chihiro fue multigalardonada alrededor del mundo que el público masivo comenzó a acercarse al legado cinematográfico de este genio de la animación tradicional. La trama tiene como protagonista a una pequeña de diez años que está por mudarse con sus padres a una nueva casa, pero durante el trayecto, su padre toma el sendero equivocado y al cruzar por un túnel son transportados hacia un mundo de fantasía habitado por dioses y otros extraños personajes, y donde los humanos no tienen cabida. Esta alucinante experiencia 'coming of age' representa el culmen en la carrera de Miyazaki, conjugando no sólo la animación tradicional más sofisticada con una premisa sencilla en apariencia pero elaborada y compleja en su subtexto, examinando varias cuestiones existenciales con varios niveles de lectura y sin sacrificar ni un ápice de su capacidad de entretenimiento que le permiten ser disfrutada tanto por niños como por adultos. Una obra maestra de la cinematografía mundial.