CELULOIDE DIGITAL - MARZO 2021 - MUJERES EN EL CINE

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ape and revenge” es un subgénero cinematográfico surgido en los últimos años de la década de los 60 con premisas elementales sobre mujeres que son brutalmente torturadas y abusadas sexualmente para luego ser abandonadas para morir, pero que milagrosamente logran sobrevivir para llevar a cabo su venganza. El problema con la gran mayoría de las propuestas de este subgénero era que la violencia, expuesta desde y para la complacencia mirada masculina, era extremadamente explícita en el acto de la violación, haciendo del sufrimiento femenino un argumento de venta, es decir, haciendo de la tortura femenina un objeto de consumo que hacía que terminara por ser un producto misógino y machista, sin importar la venganza concretada finalmente en la pantalla en el último acto del filme. “Promising Young Woman”, el primer largometraje de la británica Emerald Fennell, a quien en su faceta de actriz pudimos ver como Camila Parker Bowles en la serie “The Crown” y que participó como guionista en la segunda temporada de la serie “Killing Eve”, se inscribe en la lista de este subgénero, pero de igual manera que lo hizo la cineasta australiana Coralie Fargeat con “Revenge” en la que se reivindica a la figura femenina sin explotar su sufrimiento, enfoca sus esfuerzos en la búsqueda de justicia y venganza por parte de la protagonista Cassantra Thomas (Carey Mulligan), una mujer que, cuando era estudiante de medicina vio truncado su prometedor futuro a causa de un atroz suceso.




Diez años después, ahora a sus 30 años, continúa viviendo con sus padres y trabaja en una cafetería donde lleva una agradable relación de camaradería con su jefa Gail (encarnada por Laverne Cox); sin embargo, pronto se revela su oculta doble vida, pues acostumbra visitar bares y clubes nocturnos para emborracharse hasta que le cuesta trabajo mantenerse en pié, y cuando los atentos hombres que se autodenominan como «chicos buenos» se la llevan a su departamento para aprovecharse de ella, revela su fingida ebriedad para encararlos por sus acciones. El actor Bo Burnham –quien hace un par de años también debutó en la dirección con el honesto y entrañable relato sobre la adolescencia femenina “La vida de Kayla” (Eight Grade; 2017), protagonizado por la revelación Elsie Fisher– encarna aquí a Ryan, un encantador ex compañero de Cassandra con quien estudió en la universidad y con quien un casual y divertido reencuentro en la cafetería donde trabaja, la hace confiar nuevamente en los hombres y considerar dejar de lado para siempre su cruzada de justicia y venganza. Sin embargo, Cassandra se entera que uno de los responsables del acto que la marcó en el pasado ha regresado a la ciudad, y con un detalladísimo plan, intentará vengarse de él y otros involucrados. La directora ha declarado que para escribir el guion de “Promising Young Woman” se vio inspirada por las expresiones y excusas del juez Aaron Persky cuando dictó una leve sentencia al estudiante blanco universitario de Stanford y estrella de la natación Brock Turner luego de ser sorprendido por dos testigos cuando estaba violando sexualmente a una chica inconsciente detrás de un contenedor de basura. La liviandad de la sentencia, de acuerdo con el juez, fue porque consideró que una sentencia mayor podría tener un grave impacto sobre la prometedora carrera deportiva de Turner.


En México, la película llevará por nombre “Hermosa Venganza”, el cual no sólo es una traducción errónea que despoja al nombre original de la cinta de su carácter irónico por la anécdota narrada en el párrafo anterior, sino un título simplista y genérico que nos remite al cine protagonizado por figuras de acción que se han convertido casi en un género en sí mismos como Liam Neeson o Jason Statham, lo cual es todo lo opuesto a lo que en realidad es “Promising Young Woman”, pues no es un trabajo fílmico que se queda en la venganza que viene desde lo visceral y lo gratuitamente violento, sino que ésta está ejecutada de forma compleja y profunda para exponer los mecanismos de violencia y represión hacia las mujeres. Sin maniqueísmos, la película intenta abarcar lo más posible el amplio abanico de actitudes y conductas misóginas y machistas a las que se enfrentan las mujeres día con día en los distintos entornos en los que se desenvuelven, y que no sólo padecen por parte del sector masculino, sino también por parte de otras mujeres que están en una situación de poder y privilegio por sobre sus congéneres; y aunque éstas no violentan a las mujeres de forma física, perpetúan el status quo por jugar sin cuestionarse bajo las normas de un sistema y un entorno social eminentemente masculino. El personaje de Cassandra está estupendamente trazado desde el guion –escrito por la misma directora– y excepcionalmente encarnado por Mulligan; y por supuesto que tampoco es gratuito que la protagonista lleve el nombre de Cassandra, quien en la mitología griega fue la sacerdotisa de Apolo, pero luego que éste se sintiera traicionado, la maldijo para que nadie creyera en sus profecías aún cuando éstas fueran verdaderas, lo cual podemos vincular a los casos donde las autoridades y la sociedad en general minimizan o desestiman las declaraciones de las víctimas de violación, tal como lo vimos en el caso de Cecilia (Elisabeth Moss), la protagonista de “El Hombre Invisible”, la nueva versión de la novela de H.G. Wells a cargo del director Leigh Whannell, quien dio forma a un relato donde la sociedad se niega a ver o aceptar el problema de la violencia hacia la mujer, teniendo así al machismo, la misoginia y la masculinidad frágil como parte de un discurso que la vuelven novedosa, relevante y pertinente.




Aunque la pantalla nunca se ve saturada de colores neón, sí se percibe la influencia de Nicolas Winding Refn en su propuesta visual estilizada que se ve acompañada de una banda sonora que por momentos se vuelve satíricamente melosa y que también ofrece desquiciantes composiciones originales o reinterpretaciones de temas célebres como “Toxic” de Britney Spears. Y es que tampoco es gratuito que la cinta tome elementos de la cultura pop como las canciones de la ya mencionada cantante o que deliberadamente utilice un tema musical de Paris Hilton para una hiperedulcorada secuencia romántica. Ambas estrellas, fueron figuras mediáticas sometidas al escarnio público; actualmente la primera de ellas incluso está siendo reivindicada por sus seguidores y por algunos medios que han aceptado que explotaron descaradamente la imagen de la celebridad desequilibrada que perpetuaba el estereotipo de la psicopatía femenina. “Promising Young Woman” es una comedia negra salpicada de elementos de thriller que recurre por momentos al tono casi macabro mostrado en la serie “Killing Eve” y que sobresale por la extraordinaria interpretación de su protagonista y por su pertinente comentario social. Si bien la película no descubre el hilo negro de las cintas sobre abusos y acosos sexuales, la película no pierde oportunidad de ridiculizar a los hombres abusivos que no son más que tipos patéticos y asustadizos que temen a la determinación de una mujer. El tercer acto que sin duda alguna resultará controversial, y aunque su propuesta cinematográficamente no resulta nada excepcional, es un filme que resulta relevante por poner la conversación sobre la mesa y hacerlo de una manera fresca, entretenida, auténtica y muy efectiva.





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n sus primeros dos largometrajes, la cineasta Chloé Zhao se ha encargado de dilucidar el significado y el sentido de ser americano hoy en día. En “Songs my brothers thaught me” (2015) nos compartió un sencillo pero evocador retrato sobre el fuerte vínculo fraternal que se forja entre una niña y su hermano mayor en la reserva india de Pine Ridge, mientras ambos van construyendo su propia identidad y descubren cuál es el significado del concepto hogar, recorriendo cada uno sus respectivos caminos de vida personales. Durante el rodaje de su ya mencionada opera prima, la directora de ascendencia china conoció al joven jinete Brady Jandreau y éste le inspiró para dar forma a su segundo largometraje: “The Rider” (2017), un western contemporáneo que gira en torno a las caídas y ascensos de un vaquero moderno; todo un ejemplo de cine en estado puro en el que la realidad y la ficción se funden en una sola experiencia tan devastadora como inspiradora. La trilogía americana cierra ahora con “Nomadland”, un drama protagonizado por la gran Frances McDormand, quien en esta ocasión da vida a Fern, una mujer de mediana edad que lo pierde todo; primero su estabilidad económica por la terrible recesión que golpeó a su pequeña ciudad cuando la compañía más importante de una zona rural de Nevada cerró sus puertas tras la bancarrota, y luego con la muerte de su marido. Fern emprende entonces un viaje hacia el Oeste Americano para unirse a una caravana nómada, comenzando a manejarse bajo los preceptos de este estilo de vida comunitaria. A bordo de su camioneta, la mujer pone en marcha su misión de convertirse en una nómada moderna y explorar la vida fuera de los convencionalismos sociales en lo profundo de Norteamérica mientras sobrevive gracias a empleos provisionales como empacadora de Amazon o auxiliar en la cocina de un restaurante.frutable– que es muy difícil despegar los ojos de ella. “Nomadland” es una cinta crepuscular en más de un sentido: como película es el último capítulo de la trilogía de su artífice, y es también un relato sobre la resilencia ante la pérdida. Como ya lo hizo en sus dos anteriores largometrajes, por un lado retoma elementos del western y traslada parte de sus convenciones narrativas al contexto actual, y por el otro, realiza una mimetización de la ficción

con la realidad para conseguir una road movie con una belleza visual sobrecogedora que, aunque inicialmente parecería que la cinta tomaría el rumbo de crítica al sistema capitalista –o sobre “la tiranía del dólar”, según las propias palabras de uno de los personajes–, la película pronto deja claro que su discurso se encamina hacia la exploración de la soledad, pero no desde una perspectiva miserabilista o derrotista, sino que la aborda desde la empatía que permite realmente replantear el significado de la pérdida absoluta y encontrar en la dignidad el verdadero valor de uno mismo. No es gratuito que “Nomadland” sea, hasta este momento, la front runner en la carrera al Oscar en varias de las categorías principales como película, dirección, guion adaptado y actriz. La película, basada en el libro "Nomadland: Surviving America in the 21st Century" de Jessica Bruder, nos permite aproximarnos, con algo de nostalgia, a la extraordinaria y genuina camaradería que nace entre estos nómadas modernos que sólo se tienen a ellos mismos. Con respecto a Frances McDormand, estamos frente a la gran interpretación de su carrera: con gran sutileza y menos cinismo que con la también laureada interpretación en “Tres anuncios por un crimen”, la actriz hace de la resilencia de su personaje su principal herramienta para dilucidar sobre el significado y el sentido de ser americano con pulso, acidez y filo. Rodeando a la protagonista de actores no profesionales, es decir, de verdaderos nómadas contemporáneos como Linda May, Bob Wells y Swankie, quienes funcionan como sus camaradas y/o mentores que se abren emocionalmente ante la cámara de una manera sobrecogedora para compartir sus experiencias con base en la improvisación de escenas sin excesivos artificios melodramáticos. Y es que la película no critica ni idealiza el estilo de vida, sino que lo expone como una plausible vía de escape para no someterse a las ataduras sociales o familiares, para no rendirse ante lo preestablecido y dar un salto de fe hacia la incertidumbre, hacia una forma de vivir que no ofrece lujos pero sí brinda caminos directos hacia la verdad, que ofrece la posibilidad infinita de movimiento, pero no para huir como ya lo hizo a los 18 años cuando dejó el hogar de sus padres, sino para reencontrarse con uno mismo.


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os Dyne son una familia muy poco convencional: Robert (Richard Jenkins) es un paranoico que, además de ver señales claras de una conspiración para la guerra del espionaje, se sabe conocedor de que un gran terremoto que acabará con la sociedad como la conocemos; Theresa (Debra Winger), su esposa, es una mujer fría con personalidad pragmática que vive para satisfacer las necesidades del patriarca. Juntos han criado a Old Dolio (Evan Rachel Wood), su extremadamente introvertida hija de 26 años que tiene una profunda relación de codependencia que podría llegar a niveles patológicos. Como familia solitaria y desapegada de los códigos sociales, se dedican a practicar estafas a empresas o negocios, suplantar identidades y cometer robos a la oficina de correo para obtener dinero y poder sobrevivir en la ciudad de Los Angeles; pero cuando están llevando a cabo un plan –ideado por Old Dolio– para reclamar el cobro de unas maletas perdidas en el aeropuerto, conocen a Melanie (Gina Rodriguez) una carismática chica que inesperadamente cambiará su vida para siempre. Bajo esta premisa se presenta Kajillionaire, la nueva película de la artista multidisciplinaria Miranda July, una de las voces más singulares del cine independiente norteamericano. A partir de esta anécdota familiar, la estadounidense realiza una tesis sobre la necesidad de contacto físico y conexión emocional que es inherente al ser humano. Con la extravagancia que caracteriza sus propuestas, la directora presenta a un ser solitario que, por la naturaleza pragmática y cínica de su familia que vive bajo el lema «No tender feelings» (sin sentimientos de ternura), le ha sido negado durante toda su vida el acceso al afecto, al cariño o a cualquier tipo de emoción. Inscrita en la lista de sobresalientes comedias/dramas familiares/sociales que el cine nos ha obsequiado en los últimos años –como Un asunto de Familia de Hirokazu Koreeda y Parasite de Bong

Joon-ho–, la película de July se distingue por centrarse en los muy marcados códigos sociales de los Estados Unidos, aunque por supuesto que eso no le resta la posibilidad de ser leído como un relato de corte universal. En Kajillionaire –como en todo el cine de su artífice–, existen paralelismos tanto estéticos como temáticos entre su propuesta cinematográfica y las de los cineastas como Spike Jonze, Wes Anderson o incluso con Noah Baumbach; pero el arte cinematográfico de Miranda July se distingue claramente y, como su protagonista, va encontrando identidad propia al momento de crear su universo fílmico personal. Lo que inicialmente parece que será una ácida crítica al materialismo y al estadounidense promedio obsesionado con el dinero, pronto da paso a una tesis sobre la naturaleza humana y su inherente necesidad de afecto y sentido de pertenencia. Rayando en el surrealismo –como por ejemplo con una espuma roja que rezuma la fábrica de jabón como una metáfora de los problemas que deben resolver juntos para no sucumbir a la realidad– el concepto de familia nuclear se ve desarticulado por unas figuras paternas que no son otra cosa que explotadores laborales de una hija a la que han despojado de su identidad. Las ideas que ya había expuesto en su opera prima Tu, yo y todos los demás (2005) y que había expandido en The Future (2011), son aquí pulidas y presentadas de una manera más asertiva: nos habla de la aceptación de uno mismo, y ante una imposibilidad de cambio en nuestra esencia, apartarnos del camino de nuestros seres queridos para no arrastrarlos a nuestro destino. Con una gran secuencia estelar dinamitada por uno de los tantos sismos que se presentan en la película, hay una muerte y un renacer metafórico de la protagonista, quien encontrará una salida a su ciclo de codependencia y reinterpretará el significado de «familia» y «amor».




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ueen & Slim sigue a una pareja de afroamericanos que cenan en un restaurante durante su primera cita concertada a través de Tinder, pero cuando él la está llevando de regreso a casa, son detenidos sin motivo aparente por un agente de policía; luego de un altercado en el que la tensión aumenta velozmente hasta que la situación se sale de control y ella resulta herida, el oficial de policía es asesinado en defensa propia. Temiendo por su vida, deciden darse a la fuga juntos, dando inicio así a una desesperada huida de las autoridades por varios territorios de los Estados Unidos, mientras la convivencia va dando paso a un romance en principio improbable. Bajo esta premisa se presenta la opera prima de Melina Matsoukas, quien ha estado detrás de reconocidos videos musicales para artistas de la talla de Beyoncé, Jennifer Lopez, Kylie Minogue y Christina Aguilera, y que debuta ahora en la realización de largometrajes con una road-movie que, aunque se presenta con una historia que no posee nada novedoso u original, lo que la eleva por sobre otros dramas raciales es la autenticidad de su propuesta. Matsoukas, quien desde sus trabajos en videoclips ya había echado mano de la iconografía de la comunidad negra –incluyendo referencias al movimiento Black Lives Matter– supera el estilo videoclipero y consigue una cinta impresionante en su propuesta audiovisual gracias a la fotografía de Tat

Radcliffe y al score de Dev Hynes; además de estar cargada con un rabioso subtexto bien manejado desde el guion escrito por la reconocida activista LGBT Lena Waithe a partir de un argumento escrito en conjunto con James Frey con inspiración en sucesos reales. Evocando a filmes clásicos como Bonnie y Clyde –mencionados directamente en la cinta–, Thelma y Louise de Ridley Scott y Romeo y Julieta en su estilizada versión del australiano Bazz Luhrmann, la directora logra sublimar en pantalla no sólo el desesperado grito de dolor de una comunidad que sigue siendo sometida sistemáticamente en una nación que presuntamente había alcanzado ya la era posracial, sino también los conflictos íntimos de los protagonistas encarnados por unos formidables Daniel Kaluuya y Jodie Turner-Smith, quienes como en las mejores road movies, a la vez que se desplazan por las carreteras estadounidenses en su intento de escape y les son reveladas ciertas condiciones sociopolíticas de los lugares que atraviesan, también hacen un viaje interno, que de forma introspectiva los obliga a enfrentarse a sus más oscuros y violentos demonios. Queen & Slim es un provocativo estudio de personajes, de dos extraños solitarios que se convierten en mucho más que amantes, se vuelven un símbolo de lucha, de revolución y de resistencia.



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a crítica situación del país con respecto al crimen organizado sigue siendo central en una buena parte de las producciones cinematográficas, y de las cuales han sobresalido en años recientes los documentos cinematográficos Tempestad (2016), de Tatiana Huezo; La Libertad del Diablo (2017), de Everardo González; Hasta los dientes (2018), de Alberto Saúl Arnaut Estrada; Ayotzinapa: el paso de la tortuga (2018), de Enrique García Meza; y El Guardián de la Memoria (2019), de Marcela Arteaga, por mencionar sólo unos cuantos ejemplos. Sin señas particulares, la opera prima de Fernanda Valadez, se une a esta lista con la diferencia de que se acerca a la problemática desde la ficción; pero a diferencia de otras propuestas tremendistas que presuntamente están preocupadas por la crítica situación del país –como la muy reciente cinta Nuevo Orden (2020) de Michel Franco que sólo explota los golpes de impacto para causar controversia–, aquí estamos frente a una ficción realmente urgente y necesaria que pone sobre la mesa el tema de la violencia del crimen organizado, así como de la migración ilegal a los Estados Unidos. La protagonista de Sin señas particulares es la gran actriz Mercedes Hernández, quien da vida a Magdalena, una mujer de 48 años que en la primera secuencia del filme se despide de su hijo Jesús (Juan Jesús Varela), quien junto con su amigo Rigo, deja su pueblo natal para buscar suerte en los Estados Unidos. Meses después de su partida y sin tener noticias de los chicos, Magdalena y la madre de Rigo acuden a pedir ayuda a la fiscalía, donde descubrirán, a través de mórbidas fotografías, la muerte de Rigo a manos del crimen organizado mientras intentaban llegar a la frontera. De Jesús, sin embargo, sólo aparece la maleta que la misma Magdalena le ayudó a empacar; y aunque las autoridades le piden que firme una acta de defunción para cerrar con la búsqueda de Jesús al ya darlo por muerto, Magdalena se niega a hacerlo y emprende una odisea para cerciorarse del destino de su hijo. La mujer se enfrenta así no sólo a los peligros que le supone viajar completamente sola a territorios desconocidos de su país, sino también a los que surgen cuando intenta buscar respuestas sobre el paradero de su hijo, descubriendo que la ominosa sombra de la violencia recubre varios sectores sociales que nos podrían parecer insospechados. Magdalena continúa incansable con su odisea en terminales de autobús, refugios para migrantes y remotas comunidades montañosas, así como entre personajes de quienes sus rostros y/o nombres nos son negados, encontrándose con la implacable burocracia de las autoridades y las nada disimuladas amenazas de no seguir investigando; pero también se encuentra con que son, en su mayoría mujeres, quienes le brindan algunas pistas y el

apoyo pese al peligro que esto conlleva. Haciendo un recorrido inverso al que pretendía Jesús, nos es presentado Miguel (David Illescas), un joven migrante que ha sido recientemente deportado de los Estados Unidos luego de una estadía ilegal de cinco años, y que ahora busca llegar hasta su pueblo natal para reunirse con su madre. A través de su mirada y de su encuentro con Magdalena, descubrimos un país completamente cambiado, un territorio sumido en el más profundo horror de la violencia donde se forma una inesperada relación de empatía y solidaridad. Inspirándose por los miles de casos de migrantes ilegales que buscan llegar a Estados Unidos y las desapariciones forzadas por el crimen organizado, la realizadora egresada del CCC y originaria de Guanajuato donde hay un alto índice de migraciones y desapariciones criminales, comenzó a coescribir el guion en 2010 con la también cineasta Astrid Rondero, directora de Los días más oscuros de nosotras. Ambas dotan al guion con una potencia imbatible que se ve reforzada por la naturalista fotografía de Claudia Becerril, quien da la fuerza a los detalles del rostro de Magdalena cuando les son revelados los detalles de las historias que se viven en la frontera entre México y Estados Unidos, mientras que las composiciones sonoras de Clarice Jensen nos conectan emocionalmente con el estado de la protagonista. Con una cantidad de diálogos que son los absolutamente necesarios y que llevan una gran carga de honestidad y emotividad pero que en ningún momento cae en los vicios del melodrama al que otras historias similares han sucumbido, la directora toma a los dos personajes centrales para hablar, desde su intimidad, de la realidad social mexicana, transformando así al desgarrador relato de una mujer en un grito de desesperación de toda una nación de madres, padres e hijos que están atrapados en la durísima situación del país donde, en muchas ocasiones, la línea entre víctima y victimario no es nada clara, dando origen a un fenómeno social muy complejo que es muy difícil de juzgar. Su debut en los largometrajes –que fue reconocido en el pasado Festival Internacional de Cine de Sundance con el Premio del Público y el de Mejor Guion en la sección World Dramatic Cinema– coloca a Fernanda Valadez como una de las voces que debemos seguir de cerca, pues pronto reafirmará su compromiso social con su siguiente proyecto, coescrito también con Astrid Rondero quien se encargará de la dirección del filme, y tendrá como tema central la relación paterno-filial de un sicario y su hijo, para hablarnos a través de ellos sobre cómo es para un menor vivir en un entorno de violencia del que le es imposible escapar. De esta manera, la realizadora mexicana seguirá rompiendo fronteras con su cine en pos de una sociedad más justa.



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a opera prima de la cineasta franco-senegalesa Maïmouna Doucouré se vio envuelta en un escándalo desde antes de su llegada a Netflix debido a la muy desafortunada decisión de publicidad con la que la plataforma. La hipersexualización de las niñas de once años en el cartel promocional y una sinopsis alejada completamente del espíritu del filme, provocaron que una turba iracunda arremetiera con demandas contra Netflix para que cancelara el estreno de la cinta, y con insultos y amenazas hacia la directora que, en la pasada edición del Festival de Sundance, se alzó con el premio a la mejor dirección por esta misma cinta. Tanto Netflix como el gobierno de Francia –donde se anunció que será usada como material académico en las escuelas para hablar sobre la sexualización de menores–, e incluso varias estrellas de la industria –incluyendo a la estrella hollywoodense Tessa Thompson–, apoyaron a la realizadora para que la cinta se estrenara sin problemas de censura. Sin embargo, tras el estreno global del filme en la plataforma, la película ha seguido recibiendo ataques e intentos de censura por personas que están lejos de entender el mensaje del filme. Pero para entender a cabalidad el mensaje del filme, hay que saber de qué va. “Cuties” nos cuenta la historia de Amy (Fathia Youssouf), una niña senegalesa de once años que acaba de mudarse a los suburbios de París con su madre y sus dos hermanos menores, mientras que su padre se ha quedado en Senegal para desposar a una nueva mujer, aunque pronto se trasladarán al mismo departamento donde vivirá también con su nueva esposa. Agobiada por los códigos musulmanes con los que a la mujer se le acusa de pescadora por naturaleza por una religión misógina que demanda la obediencia absoluta a los hombres, y además sintiéndose asfixiada por lo que se espera de ella durante los preparativos de la nueva boda de su padre, Amy se ve deslumbrada por un grupo de niñas que bailan twerking imitando a mujeres de las redes sociales y aspirando a convertirse en ganadoras en un concurso de baile. La pequeña, que se está enfrentando a una nueva cultura y en plena etapa de necesidad de pertenencia, inevitablemente se ve atraída por el baile, la aceptación y camaradería con sus nuevas amigas, y esto le da un respiro, una suerte de escape de su aprensiva realidad. Amy y sus amigas van aprendiendo que mientras más sensual y sexual se comporte –aun sin entender a cabalidad esos conceptos–, obtiene beneficios del sexo opuesto, de ahí que en la escena donde son atrapadas por unos guardias de seguridad al interior de un negocio al que entraron sin pagar, ellas puedan irse libres de consecuencias al bailar de manera sugerente para ellos.

El mensaje de “Cuties” está clarísimo: las niñas deben tener tiempo para ser niñas. Es verdad que en la película se hace énfasis en los movimientos sexuales que las niñas llevan a cabo durante sus bailes, pero en ningún momento se hace una apología de la hipersexualización infantil, y la cámara nunca se regodea en el morbo. Lo que sí hace la cinta es señalar a una sociedad doblemoralina que sexualiza niños y adolescentes en los medios de comunicación masivos y en las redes sociales, pero para conseguir este discurso en pantalla jamás explota sexualmente el cuerpo de las actrices menores. Por el contrario, la directora echa mano de estas y otras secuencias para mostrar cómo las redes sociales afectan la idea y el concepto de feminidad, así como sus expectativas, en niñas y adolescentes, y también de cómo el autoestima se ve trastocado por la validación tanto en las redes, como entre los vínculos afectivos en la vida cotidiana como la familia y la escuela; esto la emparenta con otro coming of age, “Girlhood” (Bande de filles”, 2014), de la directora Céline Sciama, que también transcurre en los suburbios franceses. Las acusaciones moralinas hacia la cinta son francamente absurdas, para constatarlo sólo hace falta ver que el clímax de la cinta –el tan anhelado concurso para las niñas–, pues resulta extremadamente incómodo... ¡porque así debe ser la hipersexualización de la niñez! Tanto la forma en la que está filmada y editada esta secuencia –mostrando los sugerentes movimientos e intercalándose la reacción del público– ratifica el mensaje que busca transmitir la directora. Son niñas que no tienen idea de lo que están imitando, ni de las consecuencias de sus actos; y como ejemplo está la tan criticada escena del condón que demuestra que son niñas pensando como niñas, jugando como niñas a ser mujeres cuando no tienen ni idea de lo que el mundo les depara, y si por casualidad las niñas intentan concebir dichas ideas, estas están completamente erróneas. La película presenta un desenlace conciliador entre la infancia, la adolescencia y la madurez de no tener que someterse cumplir con ciertas tradiciones o expectativas sociales, religiosas o familiares; la denuncia social de Doucouré es muy clara, pero en un mundo donde las masas carecen de la capacidad de abstracción para analizar una obra, cada quien termina viendo lo que quiere ver. Lástima.


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n un durísimo año para la industria fílmica a causa de pandemia provocada por el COVID-19, Warner Bros. apuesta por lanzar finalmente en cines la película “Mujer Maravilla 1984”, la secuela de la exitosa primera película en solitario del emblema femenino de DC Comics que regresa nuevamente con Patty Jenkins como directora y Gal Gadot como protagonista, generando nuevamente una gran dupla que lleva a buen puerto a una película de aventuras de espíritu ochentero pese a sus no pocos tropiezos en su desarrollo. Ambientada por supuesto en el año que señala el título, entre el consumismo desmedido del sueño americano y la constante amenaza de la Guerra Fría, acompañamos a Diana Prince quien ahora vive en Washington DC intentando llevar una existencia tranquila y con bajo perfil como directora de antropología del museo Smithsoniano, aunque con inevitables apariciones esporádicas como la superheroína Mujer Maravilla pero buscando dejar los menores registros posibles de su existencia, lo que ha causado que se gesten algunas leyendas urbanas sobre la hermosa justiciera anónima. Y precisamente en el Smithsoniano es contratada Barbara Minerva (encarnada por la sensacional Kristen Wiig), una tímida experta en geología, palentología y otras ciencias del estudio de la Tierra, que toda su vida ha sido víctima del rechazo; pero aquí, aunque sigue siendo rechazada por sus colegas e invisibilizada por algunos de sus superiores, gracias a sus conocimientos es inmediatamente comisionada para ayudar al FBI en la investigación de unas piezas arqueológicas recuperadas por la heroína protagonista tras una de sus apariciones en público en la que detiene a unos criminales que habían robado una joyería que era usada como fachada de un almacén usado por contrabandistas en el marcado negro de antigüedades. Por otra parte, entra en escena Maxwell Lord (Pedro Pascal), un empresario petrolero famoso por la carismática publicidad en televisión de su compañía Black Gold, la cual en realidad está a nada ser declarada en bancarrota y por ello se encuentra en una búsqueda desesperada de una reliquia con el mítico poder de conceder cualquier deseo. Es así como los caminos de Barbara y Maxwell se cruzarán, y el anhelo de ver cumplidos sus mayores deseos pondrán en peligro a toda la humanidad. Ambos villanos salen apenas bien librados en sus construcciones psicológicas y sus motivaciones, las cuales no quedan exploradas tan a fondo y rozan peligrosamente la caricatura. Barbara y su alter ego Cheetah, por ejemplo, está construida a partir del arquetipo que también dio forma a otras villanas de DC en el celuloide como Catwoman en la estupenda secuela “Batman Regresa” (1992), de Tim Burton, y Poison Ivy en la vergonzosa “Batman y Robin” (1998), de Joel Schumacher. La transformación de mujer ninguneada a femme fatale se da con credibilidad gracias al porte y el gran talento que tiene la siempre extraordinaria Kristen Wiig y al excelente diseño del personaje que, aun ya en su forma completamente híbrida, resulta bastante sobrio. Por su parte, aunque mantiene la linea argumental de una infancia y adolescencia difícil y se hace referencia a la historia del padre que quiere que su hijo se sienta orgulloso de él, el Maxwell Lord encarnado aquí por Pedro Pascal está alejado del personaje de los cómics y está más bien construido como una referencia al aún presidente megalómano de los Estados Unidos.


Tanto en su tono como en su estética, la película tiene como principal y más fuerte inspiración el espíritu de la serie de televisión protagonizada por la gran Lynda Carter de 1975 a 1979, y el de las series animadas de “Los Súper Amigos”, con distintas temporadas que van desde 1973 hasta 1985. Y aunque tiene un metraje de 151 minutos que podrían parecer excesivos, sus múltiples lineas narrativas mantienen la atención y permiten explorar –aunque sea superficialmente– temas como la amistad, la soledad, el rechazo, el acoso a las mujeres y los socialmente marcados roles de género. Su parte técnica destaca con el maridaje entre fotografía y banda sonora a cargo de Matthew Jensen y Hans Zimmer respectivamente. El primero consiguiendo fenomenales postales en movimiento que, con su vibrantes colores, potencian las secuencias de acción que, si bien son escasas, resultan visualmente espectaculares; mientras que el segundo reinterpreta el tema de la protagonista que ya habíamos escuchado desde su primera aparición en celuloide en “Batman v Superman” (2016) y en su primera aventura en solitario, pero que aquí añade instrumentación para adaptarla a la época y al lugar donde sucede la acción, como en el corazón de los Estados Unidos y en una espectacular secuencia de persecución por El Cairo. “Mujer Maravilla 1984” juega bien con la nostalgia e integra de manera ingeniosa elementos entrañables del personaje y su mitología, como darle más espacio al uso de su Lazo de la Verdad como arma principal, revelando el origen de su jet invisible y el regreso de su gran amor Steve Trevor (Chris Pine) que es resuelto de manera ingeniosa y que formará parte del crecimiento de la superheroína. Y es que más que una cinta de acción, es una cinta sobre el viaje personal de sus protagonistas. El combate final con Cheetah, aunque bien ejecutado a nivel técnico, se antoja precipitado y falto de impacto, sacrificando este encuentro –que se encontraba entre los más esperados por los fans– para dar mayor peso dramático al enfrentamiento con Maxwell Lord en el que Diana, mirando fijamente a los ojos del espectador, comparte el político discurso pacifista a un mundo deshumanizado, sumido en la enajenación y el egoísmo. Aunque con poca originalidad –su premisa es, a grandes rasgos, una reinterpretación de “La pata de mono” de W. W. Jacobs, a la que de hecho se hace referencia en el filme–, visitando lugares comunes del cine de super héroes y con falta de la frescura que tenía su predecesora, la cinta logra mantenerse a flote por el carisma de sus protagonistas, por la química que logran en pantalla, y por el espíritu ligero del cine ochentero al que consigue retratar entre el homenaje y la parodia, y a través del cual entrega un alentador mensaje de optimismo sobre la importancia de los actos y el poder de los sacrificios.


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a nueva película de la directora Eliza Hittman se une a la lista de películas conformada por títulos como El Secreto de Vera Drake (2005), 4 meses, 3 semanas, 2 días (2007), de Cristian Mungiu y en la muy reciente Unpregnant (2020), la cuales giran en torno al tema del aborto. No obstante, la odisea que vive la protagonista de Never Rarely Sometimes Always para conseguir la interrupción de su embarazo no deseado de forma segura, va mucho más allá y sirve para exponer el dominio social masculino. Desde la primera secuencia del filme, las intenciones de la directora quedan claras: exponer el ambiente hostil al que se enfrentan las mujeres por parte de los hombres. Cuando la protagonista Autumn (Sidney Flanigan) se encuentra interpretando una canción en un acto escolar, uno de los chicos del auditorio le grita «¡Puta!». Las risas cómplices de algunos de sus compañeros y el silencio del resto del público son el reflejo de una sociedad que solapa los abusos hacia las mujeres día tras día. Sin embargo, en esta secuencia hay mucho más: luego de recomponerse la cara desencajada por el sorpresivo ataque verbal de su compañero, el tema que Autumn termina de interpretar con guitarra en mano es He's got the power” de The Exciters, una canción que se ve aquí transformada del himno religioso original para adoptar un significado distinto, pues se vuelve el grito desesperado de ayuda de una chica sometida al yugo masculino. Never Rarely Sometimes Always sigue los pasos de una adolescente de 17 años que debe viajar desde su natal Pennsylvania hasta Nueva York para poder practicarse un aborto legal y seguro, pues ni en su ciudad y ni siquiera en su estado, puede tener acceso a un procedimiento para interrumpir un embarazo no deseado. La chica es acompañada por su prima Skylar (Talla Ryder) con quien trabaja medio tiempo como cajera en un supermercado

donde deben soportar el acoso tanto de los clientes como del gerente de la tienda que les acaricia y besa sus manos cada vez que llega el momento del corte de caja. Presentada en festivales como Sundance, Berlin y San Sebastián, la tercera película de la cineasta se presentó en nuestro país en el Festival Internacional de Cine de Los Cabos. Never Rarely Sometimes Always y resultó una de las sopresas más gratas del año. Con ecos del cine de los hermanos Dardenne, evadiendo los clichés melodramáticos y economizando al máximo sus diálogos, la trama no se centra en argumentar contra las absurdas leyes prohibitivas para negar el aborto a las mujeres, sino que se enfoca en el viaje personal de la protagonista y su prima, aprovechando su travesía interestatal de la protagonista para exponer el acoso femenino sistemático en espacios como su casa, su escuela, en su trabajo, en el transporte público como el autobús en el que viajan a Nueva York y en el metro de dicha ciudad. La película deja incógnitas sin despejar, como por qué no se habla del padre del bebé. El estupendo guion del filme juega con la ambigüedad para dejar claro que no importa si la relación sexual –ya sea con un compañero de la escuela o con su propio padrastro– fue un acto forzado o consensuado; lo relevante aquí es la experiencia de la emancipación femenina oponiéndose a un sistema prohibitivo en cuanto a la salud pública. Una pesada maleta como una metáfora de lidiar en todo momento contra un mundo hecho por y para hombres, es tan solo uno de los simbolismos que la directora utiliza para hablar del dominio masculino; sin embargo, la realizadora nunca se olvida de la importancia de la mirada y de que en ocasiones se consigue transmitir toda la seguridad y confianza del mundo con tan solo estrecharse las manos la una a la otra como muestra de sororidad.


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ando continuidad de manera congruente a una carrera cinematográfica destacada por proyectos socialmente comprometidos con discursos sobre los problemas de la comunidad afroamericana, la actriz Regina King debuta tras las cámaras con un interesante ejercicio cinematográfico que toma como base la premisa de la obra escrita por el dramaturgo Kemp Powers: la narración especulativa de la reunión en un cuarto de hotel en Miami donde se dieron cita el activista Malcolm X, la superestrella del futbol americano Jim Brown, el reconocido cantante de soul Sam Cooke y el boxeador Cassius Clay, la misma noche en que éste último derrotó sobre el ring a Sonny Liston, arrebatándole así el campeonato mundial de los pesos pesado, el 24 de febrero de 1964. La propuesta de la debutante se filma casi por completo en un solo set, pero fácilmente supera las limitantes de un escenario casi teatral y demuestra con el resultado un sobresaliente conocimiento del lenguaje cinematográfico. La película propone un extraordinario aprovechamiento cada rincón del espacio y de las personalidades de los protagonistas para dar fuerza y dinamismo a una cinta que, en manos menos expertas, hubiera podido resultar un gran desastre en cuanto a su puesta en cámara. Pero más allá de sus grandes logros en cuanto a su forma, están sus no pocas virtudes en su fondo. Apoyándose en el estupendo guion adaptado por el propio Powers –también autor de Soul, la más reciente cinta animada de Disney/Pixar–, la opera prima de la protagonista de la estupenda miniserie Watchmen (2019) hace de esta mítica reunión una suerte de debate sobre los compromisos y contradicciones personales en la lucha contra la explotación y segregación racial, en la búsqueda de los derechos civiles; y todo ello lo consigue de una forma orgánica sin que la exposición de información e ideas se sienta didáctica o aleccionadora.

Desde las primeras secuencias de One night in Miami, donde se nos plantea los distintos contextos sociales en los que se desenvuelven cada uno de los protagonistas, Regina King propone una discusión sociopolítica urgentemente necesaria, y lo hace explorando la personalidad, el entorno y las circunstancias de estas grandes figuras afroamericanas; de esta manera, rinde cuenta no sólo de sus éxitos, sino también revela cómo, para haber obtenido éstos, han tenido que jugar bajo las reglas puestas por las corporaciones y la industria del entretenimiento, y por supuesto que ambas están dominadas por el hombre blanco. Ya sea por ceguera causada por la sed de fama o necesidad de aceptación, unos han tenido que «blanquear» su arte para ser consumidos por un público masivo, mientras que otros han tenido que afiliarse a una comunidad religiosa para acceder a un sentido de pertenencia; y por su parte, los deportistas alcanzaron el estrellato al servir como espectáculo para los blancos. One Night in Miami, que en más de un sentido nos recuerda al clásico Insignificancia (1985) –ese experimento a cargo de Nicolas Roeg en el que se intentó ingeniosamente establecer un juego de espejos entre el encuentro de cuatro personajes/celebridades de la década de los 50 y las consecuencias de la Guerra Fría en el estilo de vida de mediados de la década de los 80–, supera con creces la prueba de trasladar a la pantalla grande una historia creada para los escenarios, pues no se limita a una simple representación teatral filmada sino que aprovecha al máximo los recursos que brinda la gramática cinematográfica para lanzar un discurso relevante a nivel mundial.


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na sola línea basta para describir la premisa de la cinta Relic: una hija, una madre y una abuela son acosadas por un tipo de demencia que está consumiendo a la familia. Sin embargo, la opera prima de la directora Natalie Erika James va mucho más allá de la anecdótica sinopsis; se trata de un ejercicio que cocina a fuego lento una historia psicológicamente oscura que nos habla de los miedos atávicos del ser humano como la vejez y la soledad. Relic inicia con Kay (Emily Mortimer) y Sam (Bella Heathcote), madre e hija que visitan la casa de la abuela Edna (Robyn Nevin) en una apartada zona boscosa luego de reportarse su desaparición en extrañas circunstancias y tras presentar una serie de episodios de comportamiento errático. Poco tiempo después, la anciana aparece como si nada hubiera sucedido; sin embargo, además de percibir algo extraño en su personalidad, parecen estar siendo acechadas por una misteriosa presencia en la casa. El guion de Relic, coescrito junto a Christian White, presenta el miedo a los estragos causados por un fenómeno cotidiano como el inexorable paso del tiempo, pero los expone a partir de los códigos del cine de terror sobre maldiciones familiares, emparentándose así en más de un sentido con la extraordinaria cinta Hereditary (2018), de Ari Aster, con The Visit (2016), de M. Night Shyamalan y con The Babadook (2015), de Jennifer Kent. La fotografía de Charlie Sarrof consigue una atmósfera aprensiva y putrefacta donde se dan cita lo real con los fenómenos sobrenaturales; de esta manera da forma a una propuesta sobria y elegante que, en su aparentemente inicial drama generacional, nos habla sobre la importancia de los recuerdos y la memoria, para después transmutar a un filme de horror psicológico que en su secuencia final presenta uno de los desenlaces más poéticos, bellos y a la vez perturbadores de la historia del cine en años recientes.


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a literatura de autores como Richard Matheson, Neil Gaiman y Stephen King, quizá no sería tan reconocida hoy en día sin la fuerte influencia de Shirley Jackson, escritora estadounidense que principalmente se desarrolló en los géneros del terror y el suspenso con breves y macabros relatos como La Lotería y novelas como La Maldición de Hill House, esta última adaptada un par de años atrás por Mike Flanagan en la exitosa miniserie homónima producida por Netflix. Aunque Shirley Jackson no era para nada la imagen de una mujer sumisa, sí tuvo que lidiar –hasta su prematura muerte a los 48 años de edad a causa de un ataque al corazón provocado por su adicción al tabaco y a su sobrepeso– con un marido controlador, con un fuerte agobio por la idealización de la maternidad –tuvo dos hijos– y un mundo literario eminentemente masculino. La peculiar personalidad de la escritora encuentra perfecto complemento en la multidisciplinaria Josephine Decker, quien se encarga de dirigir este atípico biopic basado en un guion escrito por Sarah Gubbins a partir de la novela de Susan Scarf Merrell, quien realiza un ejercicio de ficción especulativa sobre las inspiraciones de Jackson para escribir su reconocida novela Hangsman. De acuerdo con la premisa propuesta en la novela y que es trasladada a la pantalla, Shirley (encarnada por una fenomenal Elisabeth Moss) se encontraba atravesando por una crisis creativa reforzada por su neurosis, depresión, agorafobia y los nada discretos romances que su esposo, el también escritor y profesor Stanley Hyman (Michael Stuhlbarg), sostenía con otras mujeres, incluyendo algunas estudiantes. En este contexto, donde además se dio la noticia de la muerte de una joven universitaria en condiciones inusuales, una joven pareja de recién casados llega para quedarse una

temporada en la apartada casa de los escritores: Fred (Logan Lerman), es un joven recién graduado que busca el apoyo de Stanley para hacerse de una plaza como profesor universitario; mientras tanto, Rose (Odessa Young) entabla una inicialmente turbulenta relación con Shirley, pero poco a poco su vínculo se volverá íntimo e impredecible. Con fuertes ecos de inspiración de ¿Quién teme a Virginia Woolf? (Who's Afraid of Virginia Woolf?; 1966) de Mike Nichols, Shirley propone una tesis sobre la manipulación psicológica y las retorcidas relaciones humanas en términos psicosexuales, y esto lo plasma en la pantalla a través de una propuesta audiovisual alejada de convencionalismos y que rehuye de las complacencias hacia el público hollywoodense acostumbrado al solemne cine biográfico. La directora Josephine Decker es también actriz y artista performática, por eso su forma de aproximarse al cine es más cercana a la creación artística que a la producción cinematográfica industrial; es por ello que, con la música de Tamar-Kali Brown y la fotografía de Sturla Brandt Grøvlen, realiza un ejercicio cinematográfico que huye de convencionalismos a la hora de compartirnos la mirada al abismo psicológico de una mente perturbada. La cineasta bordea los límites del lenguaje narrativo con un sorprendente ingenio visual para provocar y estimular al espectador mediante una experiencia cinematográfica fascinante sobre una mujer en cuya obra comulgaron sexo y muerte bajo la belleza de lo mórbido. Shirley es un drama psicológico que muestra a la inspiración como algo que puede tomar su fuerza de lo retorcido, del dolor, del erotismo, de la sumisión y de la toxicidad, a la vez que juega con un discurso sobre la insatisfacción femenina y su emancipación.





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aniel Kaluuya acaba de ganar el Golden Globe por su actuación en esta película, en la que interpreta a Fred Hampton, un importante líder del grupo Panteras Negras a quien el FBI le sigue la pista y planean detenerlo antes de que su poder sea tal que pueda iniciar una revolución en EUA. A simple vista podría tratarse de un drama más sobre temas raciales, temas que son muy importantes, claro está, pero que al trasladarlos al cine y televisión han estado viciados por mucho tiempo por un punto de vista y estilo muy poco creativos, influidos por directores como Lee Daniels, que antepone el melodrama y victimización de los personajes antes que contar una historia o servir como una voz política como intenta ser. Sin embargo, con esta cinta podemos estar seguros de que veremos lo contrario, es un drama, sí, pero también se vale de los elementos propios del thriller mediante la historia de Bill O´Neal, un ladrón que solía hacerse pasar por miembro del FBI y que al ser atrapado por esta misma dependencia le dan la oportunidad de quedar libre si hace trabajo de espionaje para ellos dentro de las Panteras Negras. Es por medio de este personaje que vamos conociendo la dinámica que vive dicho movimiento, uno de los movimientos afroamericanos más radicales y con mayor difusión en EUA (en gran parte fue difusión proveniente del miedo de las personas blancas hacia lo radicales que fueron). Gracias a O´Neal nos vamos enterando cómo la idea principal de las panteras es el afirmar que efectivamente como población estaban en guerra y bajo amenaza, y que responder de forma pacífica no era la respuesta, vemos cómo realizan actividades para mejorar su propia comunidad y son una especie de autodefensa ante la brutalidad policiaca, y si ellos reciben un golpe, se encargarán de regresarlo tal vez con la misma intensidad o al menos dejando en claro que mensaje llegue a quienes tiene que llegar. No me voy a detener mucho en hacer la comparativa entre esa época y la actualidad porque evidentemente las cosas no han cambiado mucho, la brutalidad policiaca sigue existiendo, la segregación racial también y las voces que se alzan en contra de esto siguen siendo reprimidas.

Sin embargo hay un elemento que si quiero rescatar bastante y es el hecho de que las panteras no se quedaron con la idea de que su lucha era la única, o de que no necesitaban de otros grupos para vencer a un poder tan grande como el gubernamental y el policiaco, sino que, con la astucia y enorme habilidad de oratoria de Fred Hampton, pudieron unir a sus filas a otros grupos, desde los mismos afroamericanos que podrían pertenecer a grupos antagónicos, pasando por los latinos que viven en EUA, llegando incluso a unirse con los rednecks, (sí, esos que de seguro estuvieron en la manifestación por el supuesto fraude electoral hacia Trump hace unas semanas), estrategia importante que si los movimientos sociales actuales también replicaran, su voz llegaría a más oídos. Para esto no podíamos esperar poco del actor que fuera a interpretar a Hampton, tenía que ser alguien que llegara a ser así de convincente y que al interpretar sus discursos lo hiciera con la misma energía y coraje que el Hampton de la vida real. Kaluuya lo logra con creces, me atrevería a decir que es una de las mejores actuaciones que se verá en la próxima década, su interpretación merece todos los premios a los que lo han nominado (solo basta ver el tráiler para darse cuenta la capacidad actoral de Daniel), solo espero que continúe con esas buenas actuaciones porque después de Get Out se salió un poco del camino con una que otra interpretación. LaKeith Stanfield tampoco lo hace mal, él y Kaluuya hacen muy buena dupla y su actuación también es convincente, lamentablemente él si tiene más competencia en esta temporada de premios porque las categorías de actor protagónico tienen sus claros favoritos. El resultado final es magnífico, la película funciona como una fiel recreación histórica de una lucha, sus protagonistas y sus antagonistas; involucra de forma activa al espectador con el buen ritmo que lleva en sus dos horas de duración, y el epílogo no hace más que ahondar en el enorme problema de desigualdad e impunidad que la población afroamericana viene arrastrando desde mucho tiempo atrás. Solo espero que esto le sirva a Shaka King para hacer películas más seguido, porque esta es apenas la segunda y no desearía que se quede ahí.



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l viaje de una persona hacia su trascendencia, su madurez o su perdición, es una constante eterna en el imaginario colectivo, su representación ha sido la mayor fuente de inspiración para la narrativa. De ahí las grandes comedias y tragedias han cogido no solo sus elementos básicos, también su verosimilitud. Y en esta misma noción existencial el director Rodrigo Fiallega busca inscribir su película Ricochet. Desarrollándose a lo largo de un día, Ricochet muestra la apacible vida de Martjin, un hombre ya entrado en años que habita en un idílico pueblo en algún lugar de México. Originario de Alemania presumiblemente, Martjin ha construido una vida llena de logros, como el tener una casa, una amorosa familia, y estar rodeado de amigos y un pueblo entero que lo conoce y estima. Y aun cuando ha sido recientemente diagnosticado con una condición que lo confronta con la inminencia de la muerte, su propia actitud ante la vida lo hace asimilar la adversidad. Hay sin embargo un suceso de su pasado que le impide vivir a plenitud su felicidad, y que eventualmente lo llevará a una decisión crítica. Es esta decisión la que otorga al relato su faceta de visión sobre la condición humana, pues si bien hay un contexto identificable en la realidad, se trata de una cinta que bien puede trasladarse a cualquier lugar o cualquier época, y la conformación de sus diálogos así como su fluir a manera de pequeños encuentros casuales pero trascendentes, la hacen semejante a un relato bíblico, donde las palabras provocan la meditación mientras su conclusión busca una lección, pero a veces solo se queda en el punto de partida de una reflexión mayor. En Ricochet, el mundo está en orden, tiene lógica y funciona como debe. Desde el punto de vista de Martjin, la sociedad y las circunstancias trabajan bajo la lógica de que cosas buenas le pasan a la gente buena, y aún cuando pasen cosas malas, superar el dolor y sobreponerse a la adversidad tiene también su propia recompensa. El único que no parece convencido de todo esto es el propio Martjin, quien parece ir de un lado a otro, de encuentro en encuentro con distintas personas, que parecen querer encaminarlo adecuadamente, para que su vida de hombre recto sea coronada con una última y determinante decisión que lo hará quedar en paz consigo mismo. Este argumento –si bien un tanto básico y hasta un poco reiterativo– es desarrollado con gran solvencia, solidez y organicidad, algo que el público apreciará como una narrativa agradable que se hace entretenida de ver. No obstante, su premisa queda en cierta forma traicionada por un giro final donde el director pareciera querer sacar un discurso que podría interpretarse como la inutilidad de la moral o de las posturas filosóficas, que se antojan banales cuando se vive con dolor o se es víctima de las injusticias. Tal ambición sin embargo no es tan convincente ante otros rasgos que Fiallega pone de manifiesto. Contando con una notable factura, la cinta hace gala desde su inicio de un enorme cuidado en las composiciones y una atención al detalle en la imagen sumamente inusual en el cine mexicano. Tales virtudes poco trascienden al terreno de la simple belleza; el mundo de Martjin, en su orden, también es bello, recordándole que la vida es algo por lo que vale la pena luchar. Esto junto con otras sutilezas en su guión, solo giran en torno al protagonista y la explicación de sus motivos. La de Martjin es finalmente otra cinta más sobre la forma en que una persona reacciona ante una situación de crisis. Ricochet se queda corta en su pretensión como un relato universal, y aunque alcanza a funcionar como el retrato de la convulsión de un ser humano, su universalidad y su belleza se quedan en lo anecdótico y visual, diluyendo su discurso.



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s indudable que en esta 17ª edición del Festival Internacional de Cine de Morelia, los temas por excelencia son los estragos de la desigualdad y el azote por la guerra contra el narcotráfico. En la cinta La Paloma y El Lobo, la violencia no solo lacera; deshumaniza, infecta. Y ante esto, nada sobrevive. La cinta de Carlos Lenin, egresado de la Escuela Nacional de Artes Cinematográficas de México, es un sentido lamento de post-guerra y de post-amor. Norteño, como su historia, intenta exponer un dolor hondo, un estrés del alma que en sus personajes se manifiesta como un invalidante ostracismo o como una patética disfuncionalidad. Nos muestra a Paloma, una joven trabajadora de una maquila, y a Lobo, un obrero cuyos recuerdos lo han dejado seco de emociones. Ambos se aman de la mejor manera que pueden, aun cuando los problemas laborales y su entorno miserable los opriman. Su patético entorno, compuesto de escenarios industriales corroídos, forma un correlativo con el fracaso personal de cada uno.

Apacibles y largas secuencias nos muestran caricias cálidas y de fríos almacenes en ruinas. Observamos así que Lobo y Paloma no son solo desechos de la pobreza, son víctimas colaterales de un estado fallido. Un video viral en redes mostrando la crueldad de unos sicarios, recuerda a Lobo haber atestiguado ese preciso momento de infernal crueldad. El trauma los afecta a ambos. Su tragedia es la de un contexto que les ha robado el presente y el futuro. La lentitud de su ritmo busca acentuar emociones antes que beneficiar una narrativa. Las meditaciones internas y los torpes diálogos que ambos se prodigan se reiteran a veces con demasiada monotonía. Su estilo no logra del todo hacernos ver esa fuerza imponente ante la cual los personajes parecen inermes. Su drama se aprecia más por sus efectos y los elementos que lo simbolizan. Pero La Paloma y El Lobo es más que el drama de una pareja, es el de toda la región del norte de México. El drama de un país donde las promesas de desarrollo industrial tanto como las

historias de amor, han sido arrasadas por una realidad de violencia y miedo. Algo que se ve expuesto a través de la hostilidad con que actúan las personas que rodean a Paloma y Lobo. Aun los adolescentes parecen crueles, infectados por un mal ante el que, o se unen o se consumen. Sin embargo, la parsimonia tanto en sus planos estáticos como en sus travelings no siempre juega en favor del expresionismo que se pretende. Cuando la cámara sobrevuela por las represas donde los personajes se bañan, no se percibe el tiempo como expresión esencial de la vida, sino como minutos que pueden hacernos mirar el reloj. En la reflexión final, esa agua –quizá uno de los pocos espacios donde se experimenta un poco de libertad-, termina por ser el instintivo lugar de retorno, el amniótico refugio para el escape. La Paloma Y El Lobo, en sus homónimos animales, representan el triste estado de consciencia primitivizada por el terror.



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os hombres solo sirven para dos cosas: para nada y para dar dinero». Este es tan solo uno de los consejos ofrecidos por doña Olga, la mujer que lleva más de 45 años trabajando en el legendario cabaret “Barba Azul” de la Ciudad de México y que protagoniza el documental La Mami de la directora española Laura Herrero Garvín, afincada en nuestro país dese hace 10 años, y quien realizó un trabajo de campo durante tres años en el lugar antes de encender una cámara para contarnos la historia de esta mujer. Ubicado en el piso superior al que alberga la pista de baile, el baño que también tiene la función de vestidor y guardarropa, es atendido por «La Mami», como cariñosamente se le conoce a Doña Olga, quien fue por muchos años fichera en este mítico lugar. Este reducido espacio, además de los múltiples usos, se ha convertido en una suerte de refugio para Ambar, Brenda, Candy, Conie, Fabiola, Geovana, Lucy, Maricela, Michelle, Miriam, Monica, Osiris, Sharon, Vale y Wendy, quienes han encontrado a una amiga y mentora que cuida de ellas emocionalmente al ofrecerles consejos tanto profesionales como personales. La llegada al cabaret de Priscila, una mujer con un hijo enfermo que necesita apremiantemente del trabajo, es aprovechada por la realizadora para que, como espectadores, descubramos con ella este submundo donde las

infernales y donde a los hombres podríamos tomarlos como demonios que acechan a las mujeres del cabaret, las cuales sin embargo, comúnmente no son maltratadas por la clientela masculina, sino por un sector femenino que viene de su burbuja de privilegios, que las miran tan morbosamente como si se trataran de animales en un safari y a las que no tienen reparo en llamarles «putas», un término que 'la Mami' refuta y corrige al denominarlas como «trabajadoras sociales», pues estas damas de compañía tienen que aguantar a los hombres que van desde los más finos y educados, hasta los más machistas y patanes. La directora resuelve con astucia una propuesta visual limitada por el reducido espacio de los baños y aprovecha cada rincón y cada espejo para jugar con los reflejos, los encuadres cerrados y los fuera de cuadro para transmitirnos la sensación de un ambiente de intimidad y resguardo que el lugar proporciona a las ficheras del cabaret. “La Mami” es un ejercicio fílmico que se sostiene por la empatía, el respeto, la dignidad y la sensibilidad desde la que explora la vida de la excepcional guardiana de un refugio donde las mujeres han encontrado en la sororidad, más que solo en el compañerismo laboral, la fuerza y la valentía para hacer frente a una sociedad que juzga, estigmatiza y discrimina brutalmente.



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n conquistador bajo el mando de Cortés, naufraga en su regreso a España en 1521 e inexplicablemente aparece de nuevo en las costas de Veracruz, aunque ya son las que él dejó atrás luego de conquistar y saquear al Imperio Azteca, sino que son las playas del México contemporáneo. Ante el desconcierto, toma la decisión de volver sobre sus pasos, recorrer el mismo trayecto que, cinco siglos atrás, le permitió fraguar la caída de la gran Tenochtitlán. La realidad con la que se topa en el trayecto a la ahora capital mexicana es atroz, pues la brutalidad actual es incomparable con la violencia con la que se sometió a los pueblos indígenas. El horror en persona se materializa ante la mirada atónita del conquistador, quien se ve ahora atormentado por su pasado en busca de una redención que parece inalcanzable. Esta es la original y audaz premisa central de 499, el ejercicio cinematográfico en el que el realizador Rodrigo Reyes mezcla elementos fantásticos de la ficción con aspectos de la brutal realidad en formato documental. A través del inesperado viajero del tiempo encarnado por el actor Eduardo San Juan Breña, y con el apoyo de la sugestiva labor de fotografía de Alejandro Mejía y la música de Pablo Mondragón, la película toma al hecho histórico de la conquista y lo plantea como el nacimiento de nuestra actual identidad nacional. La tesis que Rodrigo Reyes propone es la de revisar a detalle nuestro inconsciente colectivo y adoptar a la Conquista como el germen de la desigualdad que devino en violencia; exponer a las expediciones de los españoles y la violencia que consiguió la caída del Imperio Azteca y la instauración de un nuevo gobierno como el origen de una sociedad brutal donde parecen irrefrenables los feminicidios, la migración forzada ante la precariedad, el crimen organizado, las desapariciones forzadas de periodistas y activistas, y un extenso etcétera. Pasado y presente se entrelazan en este sobresaliente ejercicio cinematográfico de naturaleza híbrida para exponer las fatídicas consecuencias históricas del colonialismo español en el que, además, el cineasta aprovecha el muy próximo aniversario de este suceso para, a través de un juego de vasos comunicantes distanciados por 500 años de historia entre la Conquista y el México contemporáneo, proponer una revaluación de nuestro punto de vista sobre el pasado con el fin de comprender a cabalidad nuestro presente, y en consecuencia, reconsiderar nuestras acciones con miras a un mejor futuro.



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partir de una anécdota que le compartieron sobre una pequeña población costera donde cada Navidad un Santa Claus muy peculiar surcaba el cielo en colorido paracaídas para lanzar bolsas con dulces a los niños, el director Bruno Santamaría –quien ya nos había obsequiado el íntimo y personal ejercicio llamado “Margarita” (2016) sobre el destino de una ex actriz del cine nacional ahora olvidada por el público y que deambula por las calles de la Colonia del Valle– se interesó en la historia de El Roblito para llevarlo a la pantalla a través de “Cosas que no hacemos”, su segundo trabajo documental con el que nos transporta hasta esta pequeña comunidad rodeada de manglares localizada en la costa del Pacífico en los límites de Sinaloa y Nayarit, donde como si se tratase de una suerte de País de Nunca Jamás bordeado por territorios dominados por el crimen organizado, los Niños Perdidos juegan con sorprendente calma en las calles, campos y lagos mientras los adultos abandonan el pueblo para trabajar. Aunque El Roblito está localizada en un territorio dominado por el crimen organizado, la violencia en el lugar es mínima y responde a tensiones y pleitos aislados entre civiles, no entre carteles. Los factores que golpean a la población son la escasez de agua y la explotación laboral; pero el objetivo documental no es sobre la violencia, sino que nace de la necesidad de reflexionar sobre el proceso de maduración, y en este caso en

particular, sobre cómo los niños y adolescentes hacen frente a este inevitable rito de paso en una comunidad remota. En el documental, como en la vida cotidiana de El Roblito, hay poco espacio para los adultos; el espacio casi en su totalidad pertenece a los lúdicos juegos infantiles y al autodescubrimiento adolescente donde destaca Arturo –aunque todos le llaman Ñoño–, un chico asumido como gay frente a sí mismo y su familia, pero que aun guarda el secreto de su mayor sueño: maquillarse y vestirse de mujer. De la misma forma en que “Margarita” se convirtió en un trabajo personal para el realizador por la relación de amistad que sostuvo con la protagonista más allá de ser el objeto de su estudio, el documental “Cosas que no hacemos” es un filme personal que le sirvió como catarsis para la aceptación de su homosexualidad llevándolo a la salida del clóset con sus padres. Pero más allá de ser un ejercicio de reconocimiento y aceptación personal –y de contar con un nivel de producción de primer nivel gracias a la participación de Tomás Barreiro en la composición musical y Zita Erffa como sonidista– “Cosas que no hacemos” es un documento cinematográfico que encuentra su mayor virtud en la historia de emancipación de Ñoño con una de las frases más hermosas que puede escuchar un hijo, pues proviene de un padre que incita y refuerza su espíritu de libertad: “Si es tu sueño, pues realízalo”.



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l solitario adolescente Rodrigo (Adrián Rossi) y su alegre madre Valeria (Sophie Alexander-Katz) viven solos en una modesta casa de interés social en las periferias de la Ciudad de México. Separada y resentida con el conflictivo padre de su hijo, la madre ha formado con su vástago un vínculo muy particular donde el complejo de Edipo hace su velada aparición desde las primeras secuencias del filme: en medio de la noche, el adolescente entra al cuarto de su madre para acomodarse entre sus brazos para continuar durmiendo; por las mañanas, en el cuarto de baño, ambos con el torso desnudo, se lavan juntos los dientes frente al espejo. Todo comienza a cambiar en la peculiar relación materno-filial cuando Valeria conoce a Fernando (Fabián Corres), un compañero de trabajo con el que va surgiendo una fuerte atracción físico-afectiva. La interacción entre el adolescente y la nueva pareja de su madre inicia de una manera cordial y por momentos hay incluso cierta camaradería, pero cuando ella le anuncia a su hijo que Fernando se mudará definitivamente a su casa para vivir con ellos. Rodrigo, entonces, se vuelve más y más rebelde, y está decidido a todo con tal de recuperar la exclusividad del amor y los cuidados de su madre. A partir de una anécdota minúscula, el director Rodrigo Ruiz Patterson cocina a fuego lento una historia universal sobre el doloroso proceso de crecer, de esa adolescencia llena de

miedos y de búsqueda de un lugar propio en el mundo. Con una propuesta visual naturalista –a cargo de la fotografía de María Sarasvati Herrera– la película apuesta por los silencios y las acciones para comunicar los volátiles estados de ánimo de los protagonistas. Narrada casi absolutamente desde el punto de vista del adolescente, resulta inevitable pensar en “Los 400 golpes” (1960) de François Truffaut. Y es que tal como el actor JeanPierre Leaud fue el alter ego del cineasta francés con el que buscó preservar su infancia perdida en la memoria fílmica mundial, el director mexicano elabora su relato con tintes autobiográficos sobre el final de la infancia con su personaje protagonista homónimo, una suerte de Antoine Doinel mexicano que se enfrenta a las encrucijadas de la moral, el despertar sexual, los celos y la dependencia emocional con tan sólo trece años de edad. La película resulta un sorprendente debut tanto para el director como para el increíble joven actor protagonista Adrián Rossi, cuya presencia, talento y sensibilidad componen el corazón de este sobresaliente coming of age. Coescrito por el director junto a Raúl Sebastián Quintanilla, “Blanco de Verano” es un íntimo relato sobre las angustias existenciales, sobre los inevitablemente torpes y burdos primeros pasos que damos en el mundo de las emociones y las experiencias adultas.




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a filmografía del mexicano Carlos Armella se ha desarrollado principalmente en los terrenos del documental, pero en sus dos incursiones en la ficción cinematográfica, ha elaborado dos sobresalientes propuestas que, aunque diametralmente opuestas en cuanto a forma y fondo, están vinculadas por la honestidad al explorar sus intereses temáticos como cineasta. En su primer largometraje de ficción, En la estancia (2014), el cineasta desdibuja las fronteras entre ficción y documental en un sofisticado ejercicio de estilo que inicia como un documento que da fe de la dura realidad económico-social de una comunidad fantasma de Guanajuato, y que en su último acto se transforma en un tenso thriller de venganza. Ahora con ¡Ánimo Juventud!, el director cambia de registro para transportarnos a la adolescencia de cuatro chicos de la Ciudad de México con sus respectivas crisis personales propias de la edad: Martín (Rodrigo Cortés) es un chico grafitero que está enamorado de una chica a la que apenas conoce y ha decidido gritarlo al mundo a través de una pinta clandestina de grafiti; Dulce (Daniela Arce) es una adolescente que tiene que esconder su genuina ternura y necesidad de cariño para hacerse la dura de carácter y seguir conservando el respeto de su grupo de amigas en el colegio; Daniel (Mario Palmerin) es un chico de 18 años que, luego de embarazar a su novia, busca hacer lo correcto y encargarse del bebé mientras se ve obligado a trabajar como taxista tras ser expulsado de la escuela; Pedro (Iñaki Godoy), por su parte, es un adolescente que, harto de la incomprensión de los adultos, ha decidido hablar única y exclusivamente con un lenguaje que él mismo ha inventado. Narrada de forma fragmentada y de manera no lineal, “¡Ánimo Juventud!” se inscribe en la lista de filmes narrados a través de historias entrecruzadas en la que pueden observarse influencias de cintas como Pulp Fiction (1994),

de Quentin Tarantino, y a través de este recurso otorga el mismo nivel de importancia y protagonismo a los cuatro adolescentes. Con un espíritu de búsqueda de libertad que hemos visto retratado en nuestro cine como en Sopladora de Hojas (2015), de Alejandro Iglesias Mendizabal, el cineasta nos brinda un retrato adolescente ligero cuya principal motivación es el entretenimiento, pero que no por ello deja de ofrecer reflexiones inteligentes y profundas sobre el doloroso proceso de crecimiento y maduración emocional, así como un honesto grito de rebeldía ante la mirada de los adultos que navegan entre la indiferencia, la apatía y la corrupción. Con la fotografía a cargo de Ximena Amann, se consiguen en pantalla algunas sobresalientes metáforas visuales que apoyan a otras alegorías más conceptuales como el lenguaje propio de Pedro como símbolo de una genuina seña de identidad y de fidelidad a uno mismo frente a las demandas de normalidad por parte de una sociedad cerrada a lo diferente. Y aunque se abordan con cierta ingenuidad algunas situaciones en la cinta, se trata de un pequeño detalle que para nada afecta el propósito del director: ofrecernos una entrañable coming of age a través de una comedia inteligente, donde la gran naturalidad y química que se logra entre los jóvenes actores resulta crucial para que la película funcione y se logre la conexión con el espectador, de quienes se obtiene la empatía para con los protagonistas durante su difícil proceso de autodescubrimiento. Así, entre embarazos no deseados, declaraciones de amor adolescente, reafirmación de la identidad a través de la experiencia sexual, y de discursos de rebeldía juvenil, el director da forma a la fresca y entretenida ¡Ánimo Juventud!, un rabioso grito de desencanto, soledad e inconformidad social que toma su energía de la resiliencia.



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n 2016, través del cortometraje Uriel y Jade, el director Eduardo Esquivel nos presentó a Uriel Ramos, un joven coreógrafo de la religiosa y conservadora comunidad de Mezcala, en Jalisco; en este breve documento fílmico, el chico nos compartía sus experiencias sobre la búsqueda de libertad y su lucha personal al momento de construir su identidad en la que, por supuesto, su orientación sexual era determinante. Ahora en Las Flores de la Noche, el director cuenta con Omar Robles como aliado tras la cámara y ambos expanden la idea para presentarnos también a Violeta, Gardenia y Alexa, quienes junto con Uriel forman un grupo de disidentes sexuales que, a las orillas del lago más grande de México, cultivan una profunda y poderosa amistad de la que toman la fuerza necesaria para no ceder ante la presión social que pretende que abandonen su identidad femenina. En el centro del documental, así como lo fue en el cortometraje predecesor, sigue estando Uriel, una persona compleja que está en la búsqueda de libertad para construir su identidad pero que se enfrenta a la presión social marcada por una fuerte convicción religiosa. Uriel se presenta con un discurso contradictorio, pues por una parte sostiene una relación de amistad con las otras chicas del colectivo, pero por otro lado se ha unido a un grupo religioso donde predica que ha dejado atrás su antinatural etapa de homosexualidad gracias a la palabra de Cristo. Pero el documental no juzga a Uriel ni a ningún miembro de la

comunidad, se limita a exponer la encrucijada en la que se encuentra: ceder ante la presión del resto de los habitantes de Mezcala o mantenerse fiel a su identidad y orientación sexual. Los obstáculos y difíciles circunstancias han marcado y siguen marcando las vidas de estos jóvenes soñadores, pero la película afortunadamente no se centra en el dolor ni se regodea en el sufrimiento para chantajear emocionalmente al espectador; por el contrario, los directores buscan hacer un retrato luminoso de la comunidad LGBT cuya representación en el cine patrio ha dejado mucho que desear. En Las Flores de la Noche, documento fílmico que nos habla de los claroscuros tanto de las personas como de la vida misma, acompañamos a un puñado de personajes y conocemos sus íntimos viajes personales; en este viaje, la dupla formada por Eduardo Esquivel y Omar Robles apelan a la empatía y entregan un sensible y poderoso ejercicio coral que se niega a hacer un retrato de victimización de las personas queer, sino que se dedica a plasmar en pantalla una imagen digna y con orgullo de los jóvenes disidentes sexuales que han hecho del travestismo performático un acto de resistencia y rebeldía para cuestionar al género como un constructo social, que han encontrado en la felicidad su máxima arma de combate, y en la amistad un refugio ante el rechazo, la discriminación, la violencia y el mortal riesgo de ser uno mismo.


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on la extraordinaria Arcelia Ramírez y las jovensísimas Nancy Gutiérrez –elegida en un casting posterior a un taller de actuación en el Barrio de Santo Domingo de la Ciudad de México– y Ximena Ayala como protagonistas, la directora Maryse Sistach materializó en pantalla el guión que su esposo, José Buil, escribió inspirado por un caso criminal publicado en una nota roja publicada en 1985 sobre dos menores que robaban un perfume. Perfume de violetas gira en torno a Miriam y Yessica, dos adolescentes que comienzan una forjar una profunda amistad para combatir la soledad en la que se encuentran en sus respectivos y diametralmente opuestos ambientes familiares: mientras Miriam vive sobreprotegida por su madre soltera que debe trabajar todo el día en una zapatería para poder mantenerse, Yessica debe enfrentar la perpetua

padrastro que la odia, y un hermanastro que la vende al mejor postor. Una violación desata la tragedia entre las amigas. En este su quinto largometraje y primera parte de su trilogía sobre la violencia de género –conformada por Perfume de violetas (nadie te oye), 2000; Manos libres (nadie te habla), 2004 y La niña en la piedra (nadie te ve), 2006– la cineasta Maryse Sistach se apoya no sólo en el excelente guión de Buil y su detallado trabajo en la creación psicológica de los personajes adolescentes, sino también en la frescura con la que ambas chicas aportan una riqueza expresiva como pocas veces se veía en el cine patrio de principios de siglo; de esta manera va tomando forma una cruenta fábula de la violencia cotidiana en el corazón del país que intenta ocultarse bajo la esencia de un perfume.


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a primera novela publicada de Stephen King fue también la primera en recibir un tratamiento cinematográfico. Lanzada en 1974, Carrie ya había alcanzado el millón de copias vendidas en tan sólo un año, por lo que el productor Paul Monash se apresuró a conseguir los derechos para levantar el proyecto con United Artist y la dirección del gran Brian De Palma. La historia sigue a la protagonista epónima (encarnada por Sissy Spacek), una adolescente tímida, reprimida y acomplejada por la severa educación hogareña de su madre ultraconservadora y fanática religiosa (Piper Laurie). Sus inseguridades y miedos se vuelven aún mayores cuando se descubre poseedora de habilidades telequinésicas, sobre las cuales comienza a investigar en la biblioteca y a dominarlas con solitarias prácticas. Y como gota que colma el vaso, el acoso juvenil de sus crueles compañeras prepratorianas alcanza niveles extremos cuando la hacen víctima de un descarnado bullying con un baño de sangre de cerdo en plena coronación del baile de graduación, despertando en ella una imbatible furia y sed de venganza. El guionista Lawrence D. Cohen –quien años más tarde se adaptaría la novela It, también de Stephen King, para la pantalla chica con una mítica miniserie de los años 90 con Tim Curry como aterrador antagonista– fue el encargado de dar el tratamiento fílmico al relato con numerosas diferencias, al-

gunas de ellas intrascendentes como el cambio de nombre de los personajes o su apariencia física, pero en otros casos los cambios resultaron ser sustanciales, como por ejemplo el destino del padre de la protagonista y su repercusión en la personalidad de su madre; sin embargo, el cambio más significativo fue el de su controversial desenlace. Admirador declarado de Hitchcock –y siendo considerado por muchos como su heredero–, De Palma se acerca a los recursos estilísticos del maestro del suspenso en su propia obra cinematográfica pero siempre con su impronta personal que la llena de autenticidad y que lo consagran como un verdadero «auteur» propositivo y audaz. Carrie no es la excepción; se trata de una propuesta artística de impecable factura, visualmente sobresaliente con fascinantes imágenes logradas gracias al virtuosismo de De Palma y que con el acompañamiento del fascinante score de aire religioso compuesto por el italiano Pino Donaggio crearon las atmósferas opresivas y malsanas que el relato requería. La inquietante escena climática en el baile de graduación con el audaz uso de la pantalla dividida es una de las más emblemáticas en la historia del cine de horror. Pero más allá del virtuosismo técnico, Carrie destaca al lograr extraer la esencia del relato de King: su sanguinolenta metáfora del paso a la adolescencia y de la liberación femenina del

yugo moral retrógrada impuesto por la fe. La crueldad juvenil y la angustia adolescente propuesta por la tinta de King se materializó en celuloide bajo la encarnación de la fenomenal Sissy Spacek con una interpretación tan sensible, potente y perturbadora a la vez que se convirtió en uno de los personajes femeninos más destacados dentro del género. Su mirada psicótica bañada en sangre es ya imborrable de nuestras retinas. La película se convirtió en un éxito de taquilla –recaudando 15 millones de dólares en los Estados Unidos contando con un presupuesto de apenas 1.8 millones– y además de colocar bajo los reflectores a Sissy Spacek –quien recibió una nominación al Oscar como Mejor Actriz al lado de Piper Laurie como Mejor Actriz de Reparto–, inauguró la extensa y exitosa carrera de King en el mundo del celuloide. Carrie ha tenido una secuela –que en realidad era una cínica reelaboración de la premisa original pero con la media hermana de Carrie como protagonista– y dos adaptaciones fílmicas más, una para la televisión en 2002 con Angela Bettis como la chica marginal telequinética, y una última en 2013 con Chloë Grace Moretz y Julianne Moore bajo la dirección de Kimberly Pierce; sobra decir que ambas resultaron muy desafortunadas y quedaron muy lejos del nivel de la versión de De Palma, un filme imprescindible en la historia del cine.



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nicialmente nadie daba un peso por una cinta sobre el nacimiento de Facebook, incluso cuando se anunció a David Fincher como director de la película basada en la biografía no autorizada de Mark Zuckerberg. Y es que sí, debemos ser sinceros y aceptar que una historia así podría resultar anodina; sin embargo, la cinta protagonizada por Jesse Eisenberg, Andrew Garfield y Justin Timberlake, sorprendió a todos cuando se volvió todo un fenómeno cinematográfico y conquistó, entre otros reconocimientos, tres premios de la Academia, incluyendo el premio a mejor guion adaptado por el prodigioso Aaron Sorkin con base en la novela The Accidental Millionaires, de Ben Mezrich. En el minuto uno de la cinta Fincher nos coloca de golpe en una fría noche otoñal del año 2003, cuando un engreído Mark Zuckerberg (Eisenberg) es dejado por su novia Erica (Rooney Mara) y, como una suerte de venganza hacia su ex pareja y hacia el género femenino en general, comienza a desarrollar un sitio web donde los estudiantes de Harvard pueden votar sobre el mucho, poco o nulo atractivo de sus compañeras de universidad. Pero al ser contactado por los hermanos Winklevos (ambos encarnados por Armie Hammer en su gran revelación), quienes vieron sus habilidades para la programación y necesitan su ayuda para desarrollar una red social interna en la universidad, Zuckerberg aprovecha la oportunidad para pulir la idea original de los gemelos emprendedores y desarrollar el proyecto en solitario y con la posterior ayuda como socio inversionista de su mejor –y único– amigo Eduardo Saverin (Garfield). La cinta se presenta bajo la forma de un thriller en combinación con cine de cortes judiciales y tribunales y con las atmósferas habituales del cine de Fincher; presenta además una trama con saltos espacio-temporales entre el juicio por la demanda impuesta por Eduardo Saverin por la copropiedad de Facebook –ya consolidado como un imperio y Zuckerberg convertido en el billonario más joven de la historia– y las maquinaciones del genio informático por levantar y consolidar su proyecto de manera ajena a los gemelos Winklevos. Pero The Social Network presenta una historia que no es real, que no coincide con los hechos reales,

pues se sacrifica la veracidad de los sucesos en pos de un argumento cautivador a nivel dramático; y es que ni Fincher ni Sorkin se propusieron en lo más mínimo ser una película histórico-biográfica precisa, sino tomar a los involucrados en el conflicto de la vida real y desarrollar a partir de ellos una tesis sobre el poder, la ambición, la obsesión con la popularidad y la amistad, además de explorar los cambios sociales que se dieron a partir de la aparición de la red social, tales como la devaluación de la privacidad y del anonimato. Aunque muchos le han reprochado que sus personajes resultan ser demasiado esquemáticos y alejados de las verdaderas personalidades de los hombres y mujeres de la vida real en los que se inspiran, Sorkin demuestra su talento al construir en su guion a personajes complejos y alejados de todo estereotipo, sobresaliendo por supuesto el personaje central que deambula entre la conspiración y la ambición, y que tuvo su base para la creación de Facebook en el enojo y el rencor por el rechazo, tanto en lo social como en lo íntimo. En este apartado, Jesse Eisenberg demuestra ser un solvente histrión cuando es dirigido por un cineasta competente y consigue la construcción de un personaje con matices dramáticos y complejidades psicológicas que no ha vuelto a repetir. Este ejercicio del maestro Fincher es simplemente brillante. Con diálogos increíbles y avasalladores por su rapidez y contundencia, y con una narrativa caracterizada no sólo por su audacia sino también por su inteligencia, es un estimulante y provocador relato que nos permite reconceptualizar el término “amigo” al tiempo que explora los cambios en la interacción humana y en los límites éticos y morales que se respetan o transgreden para conquistar la materialización de un imperio. La cinta, además y por si fuera poco, se dedica a definir a la juventud de esta primera década del nuevo milenio con la tecnología formando parte de sus vidas cada vez con un mayor grado de protagonismo. Facebook ha sido, hasta ahora, la mayor revolución de la era de la internet, y The Social Network es, ni más ni menos, el emblema de esa generación.



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uego del estreno de “Superman” de Richard Donner en 1978 y de “Batman” de Tim Burton en 1989, –con sus altos picos y profundos y vergonzosos valles en sus respectivas sagas–, la industria cinematográfica inspirada por los cómics había rendido muy pocos frutos al trasladar a la pantalla grande las coloridas y emocionantes viñetas donde colisionaban héroes y villanos que marcaron la infancia de generaciones. Durante la década de los 90, hubo algunos intentos para revitalizar el cine basado en cómics, como los bienintencionados y entretenidos proyectos “Rocketeer” (1991) de Joe Johnston, “Spawn” (1997), de Mark A.Z. Dippé o “Blade” (1998), de Stephen Norrington. Sin embargo, la era dorada para este subgénero, y en particular para los personajes de Marvel, llegó con el nuevo milenio y fue inaugurada por los Hijos del Átomo, quienes bajo las órdenes de un joven y diestro cineasta que estaba despertando el interés de Hollywood con sus primeros tres largometrajes, ofrecieron un espectáculo vital que se convertiría en la piedra angular de los blockbusters que hoy abarrotan los complejos cinematográficos... o por lo menos lo hacían antes de la pandemia provocada por el COVID-19.


En el año 2000, las historietas de los X-Men se encontraban en su mejor momento con cuatro millones de copias vendidas mensualmente, y los planes para llevar a los personajes creados por Stan Lee a la gran pantalla ya llevaban tiempo por los pasillos de Hollywood. Al frente del proyecto se colocó al director Bryan Singer, quien había ganado fama y reconocimiento en Hollywood una brevísima trayectoria en la que ya destacaban su opera prima “Public Access” (1993), ganadora del Gran Premio del Jurado en Sundance; el sobresaliente thriller “Sospechosos Comunes”, protagonizada por Kevin Spacey y con un extraordinario guion a cargo de Christopher McQuarrie que le valió ser galardonado con un premio Oscar; y el estupendo filme de suspenso “El Aprendiz”, una gran adaptación de la novela de Stephen King que en pantalla protagonizaron el siempre extraordinario Ian McKellen y el entonces joven y prometedor actor Brad Renfro. La extensión de la saga impresa, así como la complejidad de sus personajes que se desenvuelven en un contexto social de discriminación, rechazo, temor y odio, hacían difícil la tarea de trasladar su historia de las viñetas al celuloide sin dejar de lado detalles que los acérrimos fans de los cómics no perdonarían. Afortunadamente desde el guion –escrito por David Hayter a partir de un borrador escrito por el propio director junto a Tom DeSanto– se trabajó en una historia sobre la marginación social de seres inadaptados, de personajes que sufrían al ser rechazados y atacados por ser diferentes; de ahí que no podamos tachar a los villanos de esta saga como seres psicópatas como el Joker o como un genio megalómano como Lex Luthor, sino como personas que, en su duro camino de acoso, violencia e incomprensión, no contaron con guías éticos y morales para disuadirlos de sus radicales ideologías. La premisa de la cinta acudió a la famosa Acta del Registro de Mutantes con la que el gobierno pretende regular la actividad de aquellos que nacieron con habilidades extrahumanas; a partir de este argumento, se presentaron a los dos bandos del filme: los mutantes liderados por Erik Lehnsherr (también conocido como Magneto) quienes creen que su especie, al ser superior al homosapiens, merecen dominar el planeta y aniquilar al resto para acelerar la inevitable evolución humana; por otra parte están los mutantes guiados por el Profesor Charles Xavier, quien cree firmemente que su condición genética no los coloca por sobre el resto de los seres humanos y se puede llegar a una convivencia global pacífica. Apasionado el cine de Steven Spielberg –de quien siempre se ha declarado un gran admirador– y devoto absoluto a la saga de ciencia ficción “Star Trek”, Singer supo conjugar la historia de los mutantes odiados y temidos

creados por Stan Lee con la audacia y el ritmo del cine de aventuras y acción necesario para el nuevo milenio; ésto aunque declaró no haber sido fan de las historietas. El nivel de producción conseguido con el presupuesto de $75 millones de dólares ayudó a crear una estética de la película conveniente para el inicio de siglo, alejándose por completo de los coloridos uniformes de lycra que la agrupación mutante lucía tanto en los cómics como en la estupenda serie de los 90s producida por 20th Century Fox. Con 25 años en la industria y con una carrera casi totalmente dentro de los géneros de acción y aventuras –sus trabajos más conocidos habían sido en las series fílmicas de “Duro de Matar” y “Arma Mortal–, podría decirse que el compositor Michael Kamen era el candidato ideal para musicalizar el debut de los mutantes en la gran pantalla. Sin temor a recurrir a tonos caricaturescos ni a melodías heroicas, el neoyorquino combinó a la perfección el espíritu de las series animadas de los superhéroes de antaño con sonidos extraídos del rock y la música electrónica del nuevo milenio. El resultado con “X-Men” fue un evento fílmico veraniego con un importante discurso sociopolítico ingeniosamente insertado entre las secuencias de acción y los dramas íntimos de los personajes centrales; y para ello, el elenco fue otro de los puntos fuertes: aunque la personalidad varios personajes quedaron desdibujados en su versión final –algo comprensible si tomamos en cuenta que se trata de una película que debe introducir a una gran cantidad de personajes emblemáticos en la serie impresa–, se consiguió una química en pantalla extraordinaria gracias a la conjunción de experimentados actores de la talla de Patrick Stewart e Ian McKellen, con futuras promesas del celuloide como Hugh Jackman y Halley Berry dieron. Recaudando 54.4 millones durante su primer fin de semana –para un total de 157.2 mdd al final de su corrida comercial en Estados Unidos–, la cinta se convirtió en el evento decisivo que catapultó a la fama a Hugh Jackman y Halle Berry, consagrándolos, junto a casi todo el reparto, como las encarnaciones definitivas de los personajes del cómic creados por Stan Lee... ¿o acaso se imaginan a otro actor interpretando a Wolverine? Por lo menos para nosotros, el actor australiano es irremplazable. El éxito de “X-men” (2000) y la posterior llegada del primer filme del Hombre Araña bajo la dirección del ya entonces director de culto Sam Raimi, atrajeron la atención del público y encendieron las antenas de los productores hollywoodenses, quienes no dejarían pasar la oportunidad de aprovecharse de la nueva gallina de los huevos de oro en la meca del cine. El resto, el resto es historia...



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reta Gerwig se ha consolidado como una de las actrices y guionistas de comedia inteligente más reconocidas de cine indie y finalmente se aventura en solitario hacia la dirección luego de haber incursionado con Nights and weekends (2008) junto a Joe Swanberg. Su ópera prima –cargada de referencias autobiográficas– nos transporta a finales de 2002 para acompañar a Christine McPherson (Saoirse Ronan), una adolescente con inclinaciones artísticas que se hace llamar «Lady Bird» y que sueña con dejar atrás su barrio modesto para trabajar y vivir en alguna gran ciudad de la costa Este, pero que por el momento se ha mudado con su familia a Sacramento, California para estudiar su último año de preparatoria y buscar un lugar en alguna prestigiosa universidad. Pero aunque en la escuela parece todo marchar a la perfección –pronto se ha encontrado a una mejor amiga, Julie Steffans (Beanie Feldstein), y un novio con el que comparte su gusto por el teatro, Danny O'Neill (Lucas Hedges)–, la adolescencia siempre tiene preparadas varias malas jugadas en cuanto al despertar emocional y sexual; y las cosas tampoco resultan nada fáciles en relación con su familia, pues pelea constantemente con su madre Marion (Laurie Metcalf) y su hermano Miguel (Jordan Rodrigues), y aunque con el único con quien parece llevar una relación cordial es su padre Larry (Tracy Letts), éste ha perdido su trabajo y enfrenta una profunda depresión.

Lady Bird confirma el talento como guionista de Gerwig y la consolida como una cineasta auténtica que sabe retratar con sensibilidad la adolescencia femenina y su camino hacia la madurez. Cobijada por una modesta producción pero con mucha autenticidad, Gerwig se apoya en la fotografía de Sam Levy, el score de Jon Brion y en un soundtrack que rescata temas como Crash into me de Dave Matthews Band, Hand in my pocket de Alanis Morissette y Cry me a river de Justin Timberlake, para crear el ambiente necesario para desarrollar esta historia de autodescubrimiento personal. La ópera prima de Gerwig es esa historia que todos hemos protagonizado: la búsqueda de un camino propio que nos guíe hacia nuestro lugar en el mundo en una etapa marcada por el hastío de esa cotidianidad que, sin embargo, esconde algunos de los momentos más trascendentales que marcaran nuestra personalidad como adultos. Esta historia coming-of-age, de ritos de iniciación, es presentada de manera fresca, divertida y emotiva, con muchos toques de sinceridad pero sin escaparse de la mordacidad; sobresalen en ella los paralelismos entre la protagonista tratando de encontrar su camino y la propia Gerwig intentando encontrar su propia voz como cineasta.



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ncabezando la lista de blockbusters liderados por mujeres con próximos estrenos programados –como Black Widow (2020), también de Disney bajo el sello Marvel en Noviembre y Wonder Woman 1984 (2020) de Warner Bros. y DC un mes antes si la situación sanitaria lo permite– la versión live-action del clásico animado de 1998 se estrena en la plataforma Disney+ siendo una de las primeras grandes apuestas de la Casa del Ratón para competir en el reñido mercado de los servicios de streaming. La historia nos transporta a la China Medieval cuando el imperio es amenazado por un ejército mongol liderado por el sanguinario Bori Khan (Jason Scott Lee), quien con la ayuda de una poderosa hechicera llamada Xian Lang (Gong Li) busca recuperar las tierras arrebatadas por el imperio chino y vengar la muerte de su padre a manos del emperador (Jet Li). Ante esta amenaza, el monarca requiere que cada familia de la nación envíe a un hombre como representante en el ejército que defenderá al imperio en las batallas invasoras. Mulan (Liu Yifei), hija de un condecorado guerrero que luchó en guerras pasadas y que ahora se encuentra enfermo, decide hacerse pasar por hombre bajo la identidad de Hua Jun y reemplazar a su padre formando parte del Ejército Imperial. La directora al frente de esta versión de Mulan es la neozelandesa Niki Caro, una directora que no es para nada ajena a los relatos cinematográficos de fuerte protagonismo femenino en entornos hostiles y machistas como lo fue La Leyenda de las Ballenas (2002) y Tierra Fría (2005), además de haber dirigido un episodio de la serie Anne with an E de Netflix. Dejando de lado el humor y la parte musical del filme amimado, además de dejar fuera a personajes como el dragón cómplice Mushu, la apuesta de Disney es intentar emular a las épicas del cine Chino y homenajear a clásicos del género wuxia, es decir, películas que combinan sus espectaculares y elaboradas coreografías de artes marciales –principalmente Kung-Fu– con su milenaria tradición filosófica, y que desde finales del siglo pasado sufrió de una etapa de occidentalización con títulos como El Tigre y el Dragón (2000) de Ang Lee y Héroe (2002) de Zhang Yimou, dos grandes referentes del género que aquí sirven como inspiración. Desafortunadamente, la impronta de la realizadora se ve sepultada en la estética plástica con la que Disney ha

revestido a todas sus versiones live-action de clásicos animados. Mulan, como ya sucedió con las anteriores La Bella y la Bestia (2017), Aladdin (2019) y El Rey León (2019), pudo ser dirigida por Bill Condon, Jon Watts o Peyton Reed y el resultado hubiera sido exactamente el mismo, pues la producción de estos blockbusters está ya tan controlada por el estudio productor, que borra por completo cualquier rastro autoral para presentarse sólo como un genérico producto cinematográfico más de su maquila. La propuesta cinematográfica de Mulan se acerca peligrosamente a la nulidad y nos recuerda más al lenguajes televisivo de producciones menores, y para muestra está la secuencia de la avalancha, pues ni siquiera toda la nieve digital puede ocultar un rescate que no sólo es inverosímil sino que está mal montado. Pero si hay algo muy valioso podemos rescatar de esta versión, es la revelación en occidente de Liu Yifei como una intérprete con talento, encanto y carisma para trabajar en varios registros; pero sobre todo, el gran logro este remake es su discurso feminista. Y es que más allá de los estereotipos sobre el género ya superados en su versión animada, aquí sobresalen los diálogos entre Mulan y la hechicera Xian Lang en sus tres encuentros que tienen a lo largo del filme; son dos personajes que, desde sus respectivas trincheras, intentan oponerse al discurso impositivo “aprender cuál es tu lugar” con el que desde la infancia se les intenta adoctrinar en un ambiente hostil, misógino y machista respaldado por las tradiciones. El encuentro de estas mujeres, aunque pertenecen a bandos opuestos, funciona como la representación de dos caras que padecen el mismo sometimiento de un sistema patriarcal que no les permite acceder a las mismas oportunidades. Pero mientras que la hechicera no ha podido oponerse al sistema y ha tenido que jugar bajo sus reglas para ganar un poco de espacio –aunque nunca con una aceptación total–, la novata guerrera es la encarnación de una juventud que demuestra ser merecedora de los mismos espacios que cualquier otra persona más allá de su género. Mulan es una obra menor en cuanto a nivel cinematográfico, pero su capacidad como producto de entretenimiento con un importante y relevante discurso para las nuevas generaciones la coloca como un elemento valioso en las producciones mainstream para las masas.



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a carrera de la cineasta Lynne Ramsay fue catapultada internacionalmente cuando presentó al mundo la perturbadora We need to talk about Kevin, una tesis doble sobre la maternidad y la psicopatía basada en la novela de Lionel Shriver. Seis años después regresa para presentar su cuarto largometraje: una nueva adaptación cinematográfica de un material literario –firmado ahora por Jonathan Ames– y, también nuevamente, un tratado sobre la psicopatía, pero ahora vinculada con las relaciones de abuso de poder hacia menores. En la interpretación que le valió el premio a mejor actor en el Festival de Cine de Cannes y que posee ecos de su rol en The Master (2012), de Paul Thomas Anderson, el gran Joaquin Phoenix interpreta a Joe, un veterano de guerra, ex marine y ex agente del FBI que ahora intenta pasar desapercibido mientras trabaja de manera solitaria en misiones asignadas por el detective privado John McCleary (interpretado por John Doman) para rescatar a chicas de las garras de los tratantes de blancas. Su más reciente misión –rescatar a la hija del senador Albert Votto (Alex Manette) que ha sido secuestrada y es explotada sexualmente en una casa de citas– revela un oscuro negocio de explotación de menores que involucra directamente a otros miembros del Senado de los Estados Unidos. El talento de Ramsay se despliega a partir de esta premisa para tomar el pulso a la decadente sociedad estadounidense contemporánea. En su fondo, You were never really here comparte similitudes con la ya mencionada We need to talk about Kevin, en tanto que

ambas son protagonizadas por personajes psicópatas; sin embargo, existe otra cinta que resulta mucho más cercana en espíritu: Taxi Driver. La cinta de Ramsay, al igual que la obra maestra de Martin Scorsese, echa mano de las claves narrativas del cine negro, como la ambigüedad moral de su antihéroe –aquel inolvidable Travis Bickle (Robert De Niro)– con una misión de rescate de una rubia menor de edad prostituida en un negocio donde también resultan estar vinculados algunos miembros de la política. En cuanto a su forma, nos remite a clásicos modernos del cine neon noir como Drive (2011) y The Neon Demon (2016), ambas de Nicolas Winding Refn, pero con una estructura narrativa sustentada en una intrépida edición que causa fracturas espacio-temporales –que podría en un principio parecer un relato caótico pero que, en realidad, demuestra constantemente ser mucho más preciso que muchas de las películas con narrativas convencionales– y en una atmósfera viciada conseguida por la fotografía de Thomas Townend y la sugerente composición sonora de Jonny Greenwood, quien ya había trabajado con la directora en la ya citada cinta protagonizada por Tilda Swinton y Ezra Miller. En esta disección del decadente tejido social estadounidense que alcanza las altas esferas políticas, no es, entonces, una casualidad que las «herramientas» que Joe utiliza para «hacer su trabajo» sean de manufactura netamente norteamericana: el cromado martillo de bola completamente negro con la nada discreta leyenda que revela ser 100% «made in USA», y el

elegante automóvil Ford –compañía con más de un siglo de tradición automotriz estadounidense–; estos artilugios gringos, además, emparientan más íntimamente al personaje central con el también antihéroe anónimo interpretado por Ryan Gosling en la ya mencionada Drive (2011). Por otra parte, tampoco es gratuito que se haga referencia directa al filme Psicosis (1960), un clásico de la cinematografía hollywoodense que retrata la disfuncional relación entre un asesino psicópata y su castrante progenitora; una trama que guarda paralelismos con el abuso que Joe sufrió durante su infancia a manos de su padre –comúnmente armado con un martillo de bola– y las experiencias que atravesó como ex marine y como agente del FBI. A Ramsay, el ajustado metraje de la cinta –que apenas alcanza los 95 minutos– no le impide desarrollar con potencia y profundidad este inquietante estudio del inestable personaje en el que la violenta crianza y los traumas de la guerra provocaron un impacto emocional tan profundo que marcaron la personalidad del psicopático adulto. You were never really here es una hábil y auténtica pieza de género cuya sofisticada puesta en escena –que en ocasiones alcanza momentos poéticos con una estética experimental– no rivaliza en ningún momento con el fondo de la historia que presenta sorpresivos giros; esta crítica al abuso de poder en la sociedad estadounidense está invariablemente destinada a alcanzar el estatus de culto, y su artífice se consolida como una de las voces femeninas más potentes y auténticas del cine contemporáneo.



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esde un punto de vista lógico, llegar a la vejez significaría gozar de plenitud en la mayoría de los aspectos de la vida, pero el retrato de la vejez de una actriz retirada, alcohólica y con perdida de la memoria, muestra una realidad distinta del adulto mayor. No la única, pero si una ocasional. No quiero dormir sola, de Natalia Beristain, premiada como Mejor Largometraje Mexicano en el Festival Internacional de Cine de Morelia, cuenta la historia de dos mujeres, una abuela y su nieta unidas por la soledad que se ha instalado en su vida. Una mañana, Amanda, mujer de unos 30 años de edad que vive sola en la casa de su padre, recibe una llamada en la que le informan que su abuela está sola y desde hace días los vecinos no la ven salir de su hogar. Dolores, la abuela, cercana a los 80 años, es descubierta por la nieta en estado de ebriedad; por el aspecto de la casa: desordenada, sucia y obscura, se puede notar que lleva días encerrada en su recamara, bebiendo y escuchando música. Lola, como la nieta le dice a la abuela, consume cantidades de alcohol para poder conciliar el sueño, acto que denigra su aspecto, su salud, su vida. Amanda, desempleada y sin dinero, traslada a su abuela, con el dinero de su padre cineasta, a un asilo de actores en el que recibe los cuidados que su hijo y nieta no pueden brindarle. Ahí comienza a vivir a través de sus glorias pasadas como actriz.

Si antes conciliaba el sueño con el alcohol, ahora lo hace con pastillas; la compañía ocasional de su nieta, que al igual que ella no logra conciliar el sueño, le hacen menos difícil el abandono porque disfruta lo poco que tiene de una persona para sobrevivir con ello los largos tiempos de ausencia. Tanto abuela y nieta se descubren y unen sus soledades para hacerse compañía, situación que las lleva a alcanzar cierta paz cuando están juntas, como la del sueño. La cinta es un retrato de muchos adultos mayores y de actores también, dejados al olvido por sus familias, por los hijos principalmente, haciéndose cómplices de la soledad y el silencio, esperando que llegue el final, porque como suele suceder, esa soledad difícilmente es reemplazada por el afecto y amor de los familiares. Natalia Beristain, que hace un homenaje a su finada abuela, la actriz Dolores Beristain, logra cautivar con la realización de un guión redondo, en el que concluye de manera inesperada y controversial. Las ejemplares actuaciones de Adriana Roel (Dolores) y Mariana Gajá (Amanda) hacen que la historia cobre fuerza y dinamismo con el ritmo de momentos lento pero eficaz del filme.


O

nce años después de presentar al mundo su segundo largometraje, Sehnsucht (2006), la directora Valeska Grisebach regresa junto a la también cineasta Maren Ade (Toni Erdmann; 2016) fungiendo como productora de Western: la ley del más fuerte, película presentada en la sección Un Certain Regard en el Festival de Cannes del año pasado, y que sigue a Meinhard (Meinhard Neumann), un retirado legionario que forma parte de los trabajadores alemanes que establecen un improvisado campamento en territorio fronterizo entre Bulgaria y Grecia y donde vivirán durante el periodo de la construcción de una central hidráulica con el fin de optimizar la canalización de un río. La cinta presenta una colisión de nacionalidades, idiomas, costumbres e ideologías con las que la cineasta establece paralelismos entre la exploración y conquista de territorios salvajes en el americanísimo género cinematográfico –expuesto por cineastas como John Ford, Howard Hawks, Anthony Mann, Sam Peckinpah y Clint Eastwood– y la serie de encuentros y desencuentros que surge del contacto de los trabajadores teutones con los lugareños. En esta suerte de neowestern Grisebach subvierte las convenciones del

género cinematográfico al que alude su título y que sutilmente coloca como pilares de su narrativa. Se trata de un documento fílmico con una propuesta formal que brilla por su sencillez con la fotografía de cámara en mano de Bernhard Keller capturando casi estilo documental los evocadores paisajes donde la cineasta coloca a los trabajadores alemanes como los colonos americanos que se enfrentan a los inicialmente hostiles nativos de la región –incluso hay una escena donde los teutones colocan su bandera en el campamento, aludiendo no sólo a un terco nacionalismo sino a una conquista del territorio–. Este recurso metafórico sirve para deslizar comentarios sociopolíticos que van desde la situación económica en Europa, los conflictos entre la fronteras y las disputas por los recursos naturales y la inmigración laboral, hasta la idiosincracia occidental, incluyendo el machismo y el significado de «ser hombre». Todo ello, sin embargo, es expuesto por la directora rehuyendo cuidadosamente de tomar partido y evitando un discurso moralino facilón. El universo masculino en Western: la ley del más fuerte es diseccionado con sutileza y comprensión empática por la mirada femenina de Grisebach, frac-

turando las expectativas de género de su protagonista, pues aunque Meinhard es reflejo nítido de los ensimismados, rudos y taciturnos antihéroes del cine del viejo oeste que la directora veía de niña en la televisión, también se presenta mostrando melancolía, fragilidad y sensibilidad, una característica ambigua también representada por James Mangold en Logan (2016), ese sobresaliente capítulo final del personaje originario de los cómics que, en su última participación en el cine bajo la piel de Hugh Jackman, jugó bajo las reglas de los westerns crepusculares de tono elegíaco. Y es que Meinhard es la encarnación contemporánea y reconceptualizada de un vaquero clásico, pero mientras que por un lado puede montar a caballo, portar una navaja, empuñar un fusil, jugar baraja y beber cerveza con los lugareños, puede al mismo tiempo aborrecer la violencia y valorar la lealtad, la nobleza, el afecto y la amistad. Meinhard es, entonces, sólo un hombre que está buscando su lugar en el mundo, y gracias a su último gesto podemos inferir que finalmente lo ha encontrado.


C

uando nos hospedamos en un hotel experimentamos la sensación de estar en total paz. Todo está a nuestro alcance, todo está listo y si no lo estamos puede fácilmente arreglarse con una simple llamada a recepción. Pero parece que muchas veces olvidamos que eso no se hace por arte de magia y hay alguien que trabaja duramente para que uno pueda darse el lujo de descansar. Eve es una de estas personas. Trabaja en un exclusivo hotel de la Ciudad de México como camarista; sus jornadas laborales son largas y solitarias, tendiendo camas, limpiando baños, consintiendo exigencias de los clientes día tras día. Tiene una hija a la que prácticamente no ve por lo extenso de su jornada; pero a Eve no le queda de otra, está sola y tiene que sacarla adelante. Es por eso que a pesar de ser tan introvertida, es de las mejores en su trabajo y se esfuerza para obtener un mayor un conocimiento. Desafortunadamente ese trabajo la convierte prácticamente en un fantasma solitario que deambula los pasillos del enorme hotel pasando desapercibida

para todos. Mientras limpia, Eve se toma tiempo para soñar distintas vidas y con objetos que nunca tendrá mientras explora las habitaciones y los objetos que se encuentra en ellas. En este hotel, si un objeto perdido no lo reclama su dueño, el hotel se lo regala a un empleado. Entre esos objetos existe un vestido rojo, olvidado por una cliente y que prácticamente se han convertido en otra motivación para hacer bien su trabajo. La camarista es la ópera prima de la también actriz Lila Avilés y está protagonizada por Gabriela Cartol, Teresa Sánchez y Agustina Quinci. Avilés se basó en una obra de teatro escrita por ella hace unos años de nombre La camarera para crear su primera película, pero después le surgió la idea de adaptarla a un hotel. Para ésto, y como trabajo de investigación, la directora se adentró al mundo de distintos hoteles para conocer el oficio y en ellos le compartieron historias que le sirvieron para enriquecer su guión. La actriz Gabriela Cartol, quien captó la atención de Lila después de verla participar en La Tiri-

sia, aquí nos da una gran interpretación, tremendamente natural, contenida y que va a creciendo junto a la película. Tenemos también que reconocer el inigualable carisma de su compañera de reparto Teresa Sánchez y su papel de Minitoy, quien con su tremendo carisma se vuelven un gran complemento al personaje de Eve. Ellas dos tuvieron que aprender el oficio y después de varias semanas reconocen que es un trabajo bastante pesado y poco reconocido y muy mal remunerado económicamente. La camarista es una mirada voyerista a esta noble profesión donde vemos el mundo desde las perspectiva de Eve, donde los sueños se quedan como sólo eso y no pueden ir más allá de las paredes del hotel; un trabajo que otros ven como algo menor pero que no cualquiera podría hacer, que requiere de una fortaleza, paciencia y dedicación que solo hombres y mujeres con verdaderas ganas de salir adelante puede hacer de tu estancia una agradable experiencia.



E

l quinto largometraje de Mia Hansen-Løve llega a las salas mexicanas tras haber ganado el Oso de Plata a la Mejor Dirección en la pasada edición del Festival Internacional de Cine de Berlín. En El Porvenir, la ex actriz firma el guión en el que desarrolla una elegante tesis sobre las secuelas del tiempo en la vida de una mujer madura que creía tener la existencia resuelta por el resto de sus días; pero el arribo de los inevitables estragos del tiempo a su vida convierte su zona de confort en un entorno inhóspito que la obliga a replantearse sus decisiones, responsabilidades e identidad. La protagonista de El Porvenir, Nathalie Chazeaux (interpretada por la siempre extraordinaria Isabelle Huppert), es una profesora de filosofía casada y con dos hijos, que se desenvuelve sin contratiempos mayores a los que se enfrenta cualquier otra profesionista de su edad. Sin embargo, el futuro llega intempestivamente y se instala en su vida a través de una secuencia de tragedias –pérdidas familiares, traiciones sentimentales y declives laborales– que van demoliendo uno a uno los pilares que sostenían su vida. Si ya con su película anterior, Eden (2014), la directora había entregado un trabajo notable en el que, por cierto, tomaba como excusa la carrera como DJ de su hermano Sven para abordar el tema del paso del tiempo, la nostalgia por lo perdido y la idea de la vida que nunca tendremos, ahora con El Porvenir va mucho más allá y dedica su radiografía emocional a la antesala de la tercera edad a través de algunas de las experiencias de vida de su madre. Se trata de una pieza cinematográfica soberbia en todos los aspectos; un antes y después en la filmografía de una de las directoras más interesantes no sólo del cine francés, sino de toda Europa;

un trabajo de gran honestidad y madurez en el que permite a la cámara de Denis Lenoir abandonar a un lado toda clase de artificios narrativos y pretensiones formales para centrarse en llevar un registro con la mayor naturalidad posible de la vida de Nathalie, quien representa la encarnación de la máxima existencialista: «la existencia precede a la esencia». El Porvenir es un ejercicio nostálgico que voltea la mirada desencantada hacia el pasado para poder hacer un recuento de lo que se perdió y lo que fuimos, tan sólo para después regresar la vista al frente y obligarnos a sobreponernos ante la premonitoria visión de lo que nunca seremos. Sin embargo, Nathalie, pese a lo perdido, a lo que ya no es y jamás será, no guarda resentimiento alguno o se deja guiar por una actitud autoindulgente; sí, claramente se ve afectada emocionalmente, pero en medio de esta crisis, el reencuentro con Fabien (Roman Kolinka), un antiguo ex alumno con el que desarrolló una fuerte complicidad intelectual durante su etapa mentor-aprendíz, le permite darse cuenta de que ahora es poseedora de una libertad que jamás había tenido. En el resto la vida de Nathalie no hay ataduras ni compromisos de ningún tipo, por el contrario, ahora existe un infinito horizonte de oportunidades para comenzar de nuevo, de seguir adelante con mayor fortaleza, y tal vez, mucho mejor que nunca. Y es que las pérdidas, lejos de ser un desolador punto final, son un melancólico punto y aparte, tal como lo deja ver HansenLøve en el epílogo con el que cierra los cien minutos de concienzudo análisis del ser humano frente al paso del tiempo y el desconcierto que provoca el desconocimiento de lo que nos espera durante el tiempo que nos resta.


E

n una noche de tormenta en 1816, Lord Byron auspició una "apuesta literaria" con Mary Shelley, su marido Percy Bysshe Shelley y John Polidori, su médico personal. El reto consistía en crear un relato de terror, y aunque él único que completó una historia como tal fue Polidori –El Vampiro, relato seminal del subgénero vampírico literario que serviría como inspiración para la célebre Drácula, de Bram Stoker–, Mary Shelley concibió la premisa de Frankenstein, o el moderno Prometeo, novela que fue publicada un par de años después y que trasciende el género del horror para plantear cuestionamientos sobre los límites del conocimiento y la transgresión del orden natural a través del personaje de Victor Frankenstein, un estudiante de medicina suizo obsesionado con desentrañar "los secretos del cielo y de la tierra" buscando otorgar vida a una criatura formada por partes corporales de distintos cadáveres.

El texto de Shelley, anclado a la tradición gótica y que hace uso del siempre efectivo recurso epistolar, se convirtió además en la primera obra literaria de ciencia ficción de la historia al explorar temas como la transgresión científica desde las perspectivas de la ética, la moral, la religión y la sociedad. Ya desde el alusivo subtítulo de la novela –una referencia a Prometeo Encadenado donde un titán desafía a los Dioses robando el fuego divino y entregándolo a los Hombres– se vislumbra que el hilo conductor de la novela será la tragedia que viene de la transgresión. Pero más allá de reelaborar el mito clásico de Esquilo con el robo del fuego sagrado, la novela de Shelley propone un estudio de la relación Hombre–Dios / Creación–Creador / Padre–Hijo desde el punto de vista científico, y a la vez plantea la revaluación del concepto «monstruo» no tanto como lo cercano a la deformidad física sino como todo aquello que se aleja de «lo humano».


El Dr. Frankenstein, con su irrefrenable deseo de conocimiento y su obsesión con desentrañar los secretos de la vida, termina emparentándose con el Dr. Fausto y el Dr. Jekyll, los protagonistas de las obras maestras de Marlowe y Stevenson respectivamente. El sueño de otorgar vida comienza a poner en riesgo su integridad física, se olvida de sí mismo y de sus necesidades más elementales. Ahí da inicio su proceso de abandono, de aislamiento, su paulatina separación del resto de la humanidad lo llevan a un radical cambio en su fisonomía; sus rasgos cambian drásticamente a consecuencia de su delirio y obsesión que, aunque es consciente de ella, no es capaz de dominarla. El sendero elegido por Frankenstein lo lleva hacia la irreparable pérdida de su propia humanidad. Mientras tanto, su creación recorre un trayecto paralelo, pero por momentos lo hace en dirección opuesta. Inicia como criatura sin nombre –signo más evidente de su «orfandad»– que toma conciencia de su naturaleza y deformidad, pero se va transformando en un ser complejo, culto y sensible que busca contacto y cariño, pero en su encuentro con su creador y con la sociedad sólo encuentra rechazo y desprecio, despertando en él una imperiosa necesidad de vengarse de toda la humanidad, y especialmente de su creador. Y aunque en la novela la criatura nunca reclama el nombre familiar de su «padre», en el imaginario popular estimulado por las versiones teatrales y cinematográficas de la historia, siempre ha llevado el nombre de Frankenstein. Al final, el sueño febril de poder dar vida –ser Dios– que devino en desafío y profanación de las reglas divinas –o de las “Leyes de la Naturaleza” si se prefiere– y tuvo como consecuencia un castigo implacable: sólo consiguió que creación y creador fueran ya indivisibles, y sus destinos terminaran por ser también compartidos e ineludibles. Pero la novela puede leerse también como una alegoría de la trágica vida familiar de Shelley y en ella podemos rastrear las experiencias filtradas de la escritora: la historia del monstruo sin identidad es una metáfora de la orfandad de Shelley, quien perdió a su madre –la escritora Mary Wollstonecraft, una pionera del pensamiento feminista– tan sólo once días después de haberla dado a luz. La escritora se consideraba a sí misma como una criatura extraña y ajena al nombre de la familia de su padre –el reconocido filósofo William Godwin–, de ahí que decidiera llevar sólo el apellido de su madre hasta adoptar el de Percey Shelley. Y pese a que durante una etapa de su vida procuró ser aceptada por el llamado «padre del Anarquismo», el rechazo constante y las humillaciones sufridas terminaron por hacerla ceder en su intento de acercamiento emocional. Frankenstein o el moderno Prometeo se yergue hoy por hoy como una pieza imprescindible de la historia de la literatura mundial por carácter polisémico y sus nudos morales que continúan abriendo debates sobre sus múltiples –y en ocasiones contradictorias– lecturas que se pueden obtener de ella; además de poseer un discurso que se mantiene vigente hasta nuestros tiempos donde la ingeniería genética va cobrando fuerza día con día y donde sigue reinando una pesada incertidumbre que dialoga entre los miedos atávicos y la esperanza de un progreso.



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