L
a carrera del actor Paul Dano ha sido excepcional. Desde que lo conocimos como el hermano de la adorable Ollie en “Pequeña Miss Sunshine” (2006) hasta el activista radical en “Okja” (2017) bajo las órdenes del laureado cineasta Bong Joon-ho, hemos sido testigos de su talento histriónico y su capacidad para crear personajes complejos como los que ha interpretado en impecables filmes como “Petróleo Sangriento” de Paul Thomas Anderson y “Prisoners” de Denis Villeneuve. Sin embargo, el reto más grande de su carrera no ha sido frente a la cámara sino detrás de ella como director de “Wildlife”, un doloroso drama familiar escrito junto con su pareja, la actriz Zoe Kazan, teniendo como base en una de las novelas menos conocidas del escritor Robert Ford. La película, a diferencia de la novela que propone un extenso panorama histórico, social y económico de los Estados Unidos de los años 60, se concentra en los efectos que tiene la fractura irreparable del matrimonio de Jerry y Jeanette Briston, en su hijo adolescente Joe. La ruptura de la pareja que tenía poco tiempo de haberse mudado a Great Falls, en Montana, persiguiendo el sueño del éxito por el boom petrolero, es retratada desde el punto de vista de su hijo adolescente, quien atestigua cómo su padre, después de perder su empleo como instructor en un campo de golf privado, se propone escapar de su crítica situación partiendo a combatir los incontrolables incendios que asolan los bosques de la región, mientras que su madre se niega a seguir jugando el papel de ama de casa resignada y consigue un trabajo como instructora de natación e inicia un romance con uno de sus alumnos, un hombre casado y dueño de una empresa de concesiones automotrices.
Paul Dano se acerca a la decadencia marital de los Briston y expone sus anhelos y frustraciones con la gran sensibilidad que ha caracterizado su trabajo frente a la cámara. Con el notable trabajo de fotografía del mexicano Diego García, quien siempre nos coloca a la altura de los ojos de Joe y otorga de forma elegante tonos opuestos a las distintas escenas que el adolescente comparte con su padre y con su madre, la película nos guía como acompañantes en este viaje en el que el joven comienza a forjar su identidad de una manera más apresurada al verse obligado a madurar mientras se ve atrapado en la tierra de nadie de esta guerra sin cuartel que han iniciado sus padres. Joe es testigo las heridas que sufre la masculinidad de su padre al sentirse humillado por la iniciativa de su esposa cuando ésta sale decidida a conseguir un empleo para brindar el necesario sustento de la familia, y también atestigua cómo ella, sintiéndose ya no deseada sexualmente por su marido, da pie a un romance con un hombre varios años mayor que ella. Wildlife es mucho más que un ejercicio de estilo de un cineasta debutante que busca su propia voz, es una compleja tesis sobre las relaciones personales que se aleja de otras propuestas de disoluciones maritales apoyadas en la estridencia melodramática. Por el contrario, Paul Dano echa mano de la cadencia narrativa, del peso de los símbolos como el fuego como elemento tanto de destrucción como de purificación, y de la contención emocional histriónica donde destaca la impecable labor de los protagonistas. Los experimentados Jake Gyllenhall y Carey Mulligan nos ofrecen cátedras de actuación, pero quien se roba cada escena es el joven Ed Oxenbould, de quien ya habíamos visto pruebas de su talento interpretativo en “Los Huéspedes”, la película de terror con la que M. Night Shyamalan resurgió de su limbo creativo en 2015. Sin pretensiones intelectuales ni aspavientos técnicos, esta opera prima de austera producción supone una absorbente experiencia sustentada en sus personajes y en la relevancia de su discurso sobre las relaciones de pareja; es un brillante debut que augura para su artífice una carrera tras las cámaras tan brillante como lo ha sido su trabajo frente a ellas.
L
ucky es el viaje espiritual de un ateo nonagenario que, inesperadamente, tiene que hacerle frente a su propia mortalidad tras sufrir una caída en su casa y escuchar el diagnóstico de su médico: vejez. Este debut tras las cámaras del actor John Carroll Lynch se convirtió en la despedida del legendario de Harry Dean Stanton, tanto del mundo del cine como de este plano físico, al fallecer a los 91 años en septiembre del año pasado. Con una propuesta formal despojada de todo artificio, el director nos introduce a la vida del protagonista: una cotidianidad aletargada en un perdido pueblo del Sur de los Estados Unidos. Allí lo acompañamos durante sus ejercicios matutinos, su brevísimo desayuno, sus caminatas, sus comidas en un restaurante, su adicción a los cigarrillos –una cajetilla al día–, sus crucigramas, sus programas favoritos de concursos por televisión, sus charlas en el bar con sus viejos amigos y conocidos, etc.. Sin alardes preciosistas, la lente de Tim Suhrstedt expone la vida de Lucky, mientras que el director busca resaltar el carácter autobiográfico de algunas de las anécdotas que dan cuerpo a la película, las cuales guardan paralelismos con las experiencias de vida del propio Dean Stanton; tales son los casos de su participación en la Armada durante la Segunda Guerra Mundial –anécdota recordada en la película mediante una charla en el restaurante y en la que sobresale el cameo de Tom Skerrit–, su manía por el cigarro, su afición a los programas televisivos de concursos, su gusto por la música
ranchera mexicana o la emotiva historia del ruiseñor. Pero además de los claros paralelismos entre la vida real del actor y éste, su penúltimo personaje, también se establecen conexiones entre sus más célebres interpretaciones, siendo su rol de Travis en Paris, Texas (1984), de Sam Shepard, el más evidente. En este modesto tratado sobre la vida y su fecha de caducidad, Carroll Lynch recurre a una serie de simbolismos que, si bien podrían considerarse muy obvios o elementales, funcionan a la perfección para transmitir de manera eficaz los cambios en el estado de conciencia existencial de Lucky, comenzando por el entorno desértico donde aparentemente no hay vida, pero habitan cactus y prófugas tortugas que pueden vivir por siglos. Otro ejemplo sucede cuando el protagonista programa a la hora correcta un reloj que, como si el tiempo no transcurriera, siempre había estado marcando intermitentemente las 12:00 horas; de esta forma, con esta sencilla acción, el protagonista asimila y acepta la inevitabilidad del paso del tiempo y los estragos que causa en nuestras vidas. Y en la que quizás sea una de las secuencias más hermosas de la película, Lucky, como invitado a la fiesta de cumpleaños del hijo de una cajera de un minisuper con quien ha entablado una entrañable amistad, decide, de manera completamente inesperada, interpretar una versión ranchera de Volver, volver, del famoso compositor mexicano Fernando Maldonado. Entre otras cosas, con una escena
que es claramente una alusión a los duelos de honor, la película demuestra que, en cierto sentido, el debut de Carroll Lynch guarda no pocas similitudes con los westerns crepusculares de tono elegíaco donde el personaje principal acepta su destino pero no sin antes preparar un valioso legado para quienes dejará atrás. Sin embargo, aquí no se busca un sentido redentor para el personaje, como sucede en el llamado «cine de vaqueros»; en cambio, el mencionado legado está compuesto por la serie de reflexiones que propone este viaje de autodescubrimiento y que no es más que la representación de la eterna búsqueda del Hombre por su propio destino. El resultado es una disertación sobre la no existencia de Dios que nos deja es una serie de reflexiones sobre la soledad, la libertad, la dignidad, la espiritualidad, la muerte, pero sobre todo, la vida, emparentándose de esta manera con las preocupaciones ideológicas, filosóficas, existencialistas y vitalistas de Albert Camus y su estudio del sinsentido de la vida. Estamos, entonces, ante una de las revelaciones más sorpresivas del año. Un lúdico ejercicio de metaficción donde el actor se funde con el personaje; un testamento fílmico que es, a la vez, un sentido homenaje póstumo a las convicciones y los ideales que guiaron en vida al gran rebelde Dean Stanton, quien con su característica sonrisa torcida nos mira breve pero fijamente a los ojos para despedirse y marcharse hacia un lugar donde no morirá jamás. Hasta siempre.
L
a revelación llega de golpe: no hay que sacrificar la diversión para poder obtener buenas calificaciones y lugares en reconocidas universidades. La sorpresa enoja, deprime y anima a dos mejores amigas, Molly (Beanie Feldstein) y Amy (Kaitlyn Dever), a intentar recuperar los años de diversión perdidos... pero en el lapso de una sola noche. La dupla se aventura así fuera de sus casas para recorrer la ciudad de Los Ángeles y vivir una serie de experiencias –sexo, alcohol y otras drogas por supuesto están presentes– que las marcarán de por vida antes de enfrentarse al mundo real en el ambiente universitario. Esta es la premisa de La noche de las nerds, la opera prima de la actriz Olivia Wilde en la que mezcla la comedia adolescente guarra con las road movies para dar forma a un viaje iniciático de dos chicas que apenas se dan cuenta que muy posiblemente dejaron pasar los mejores años de su adolescencia por complacer a un sistema que prometía premiar casi divinamente sólo a los más esforzados y sacrificados, y castigar al resto con la mediocridad.
El carisma, la empatía, la espontaneidad y el excelente timing cómico de las jóvenes actrices protagonistas que trabajan bajo el inteligente a la vez que desmadrozo guion de Emily Helpern, Sarah Haskins, Katie Silberman y Susanna Fogel, es uno de los pilares del filme que refresca el género de la comedia de adolescentes al darle la vuelta a la convención y eliminar la mirada masculina sobre las mujeres; algo parecido a lo logrado por Paul Feig y su extraordinaria troupe –Kristen Wiig, Maya Rudolph, Rose Byrne y Melissa McCarthy– en el ya clásico de la comedia guarra del nuevo milenio Damas en Guerra (Bridesmaids; 2011) o a lo conseguido por Will Gluck con una sensacional Emma Stone en Se dice de mí (Easy A; 2010). Y es que La noche de las nerds no sólo funciona como un lúdico ejercicio que revela el talento como directora de Wilde y de su fenomenal veta cómica, sino también como una subversión al género que lo actualiza y reivindica la mirada femenina en el mundo que había sido casi exclusivamente masculino.
L
a megaestrella de Hollywood, George Clooney, incursionó detrás de las cámaras con un arriesgado proyecto: Confessions of a dangerous minds, la adaptación fílmica de la irónicamente autobiografía no autorizada de Chuck Barris, un icono de la televisión estadounidense de los años 60 y 70 que es considerado como el padre de la televisión basura. Sin embargo, esto no resulta ser lo más interesante de su vida o de la película que la retrata, sino su presunto reclutamiento por parte de la CIA para encargarse de los enemigos de la nación –entiéndase comunistas–. Al proyecto le llevó más de seis años en consolidarse, y los nombres de cineastas como Curtis Hanson, David Fincher y Bryan Singer, sonaban fuertemente como las opciones para tomar la silla de director; mientras que las ya grandes estrellas como Russell Crowe, Mike Myers, Ben Stiller y el entonces más querido que ahora Johnny Depp, se barajaron como posibles protagonistas. Finalmente, George Clooney decidió que él tomaría las riendas del filme y pondría dinero de su bolsillo si era necesario con tal de que el proyecto viera la luz, además de conceder el rol protagónico al entonces desconocido Sam Rockwell. El compromiso con el proyecto por parte de Clooney hizo que sus amigos Julia Roberts, Drew Barrymore, Matt Damon y Brad Pitt aceptaran participar en la película en breves roles o sencillos cameos –la aparición de Damon y Pitt es fabulosa–. La cinta cuenta con un punzante y turbio guion firmado por el extraordinario Charlie Kauffman –responsable de los
el extraordinario Charlie Kauffman –responsable de los guiones más originales de Hollywood desde finales del siglo pasado como Being John Malkovich y Adaptation– y un complejo diseño de arte que combina la experiencia teatral envolvente con el lenguaje cinematográfico más sofisticado; como resultado de esta conjunción, aunado a la fascinante interpretación de una psique atormentada por parte de Sam Rockwell, es un salvaje y alocado viaje por la vida de Chuck Barris mientras se abre camino en el mundo de la televisión con populares programas como The Dating Game, The Newly Wed Game y Gong Show, y es inesperadamente reclutado por la CIA para viajar por el mundo como espía con la misión de deshacerse de personajes comunistas. La doble vida del presentador televisivo y presunto agente gubernamental terminó lejos del mundo de la televisión, en una auto-reclusión con el fin de buscar la redención a través de la confesión escrita que terminaría convertida en su autobiografía. Y aunque la CIA siempre ha negado que Barris haya formado parte de sus filas y el presentador nunca dio mayores detalles al respecto, muchos consideran que la magia de su historia reside precisamente en su absurdo e inverosimilitud. Quizás, como piensa Andrew Lazar, productor del filme y gran amigo en vida de Chuck Barris, la historia de su autobiografía que involucra a la CIA no es más que un retorcido e irónico juego metafórico del mundo del entretenimiento que lo crucificó con duras críticas por el contenido de sus programas televisivos.
I
niciada en la comedia hollywoodense, la carrera del estadounidense Jonah Hill ha tomado rumbos inesperados al ponerse bajo las órdenes de reconocidos cineastas como Quentin Tarantino, los hermanos Coen, Gus Van Sant, Cary Koji Fukunaga, Bennett Miller y hasta el mismísimo maestro neoyorquino Martin Scorsese. Su trabajo con estos dos últimos directores le consiguieron nominaciones a los premios Oscar como mejor actor de reparto en 2012 y 2014. Ahora, con más de una década de carrera actoral y 34 años de edad, debuta en la dirección con un coming of age que, si bien no puede ser considerado como autobiográfico, sí está inspirado ligeramente en algunas experiencias de su infancia/adolescencia en el distrito de Chaviot Hills de la ciudad de Los Ángeles. Mid90s gira en torno a Stevie (Sunny Suljic, a quien podemos recordar como el desafortunado hijo menor del matrimonio protagonista de la perturbadora El Sacrificio del Ciervo Sagrado, del griego Yorgos Lanthimos), un chico de trece años que, durante un verano en la década de los 90, se enfrenta a la vida doméstica con una madre recién separada y un hermano adolescente violento mientras comienza su búsqueda de identidad y de aceptación al conocer a un variopinto grupo de skates que pasan el día patinando, bebiendo cerveza y fumando mota. Stevie ha entrado ya a esa etapa de curiosidad y admiración hacia el mundo de los mayores, y aunque sigue durmiendo con gusto entre sus sábanas de las Tortugas Ninja, explora con una mezcla de miedo, aspiración y devoción los tenis, discos, películas y ropa de Ian (Lucas Hedges), su hermano mayor que atravesó la adolescencia con una situación familiar más dura y que ahora busca curar su invalidez emocional reafirmando su masculinidad y seguridad propia a través de la agresión física. Ante la ausencia emocional de una madre ocupada en otros asuntos (en-
carnada por Katherine Waterstone), inesperada relación fraternal que Stevie establece con Ray (Na-Kel Smith), Fuckshit (Olan Prenatt), Ruben (Gio Galicia) y Fourth Grade (Ryder McLaughlin) –de quienes se gana con su genuina inocencia el cariño, el respeto y el peculiar sobrenombre de «sunburn»– le permite encontrar y compartir con sus nuevos amigos algunos momentos de felicidad en medio de la soledad, la marginación y la tragedia. Apoyándose en el score original compuesto por Trent Reznor y Atticus Ross –además de la inclusión de temas de Morrissey, The Mamas & The Papas, Philip Glass y Wu-Tang Clan– y la propuesta visual capturada en 16mm enmarcada en un aspect ratio de 1.33 : 1 se crea un ambiente noventero melancólico con una naturalidad casi en tono documental que se niega rotundamente a hacer uso de la nostalgia como elemento mercantil para hacer de su debut un producto más comercializable. Y aunque en Mid90s podemos rastrear ecos del cine del ya mencionado Scorsese, Richard Linklater, Harmony Korine y especialmente de Larry Clark –la cinta constantemente nos remite a Kids (1999), pero a diferencia de ésta, no se regodea en lo sórdido y la decadencia de las pandillas juveniles, sino que recorre un sendero más amable pero sin abandonar completamente la crudeza que este particular relato «coming of age» demandaba–, Hill consigue un relato adolescente que exuda autenticidad, ternura y honestidad que, además, no deja pasar la oportunidad de deslizar comentarios mordaces hacia el entorno patriarcal y su imperante masculinidad tóxica que se arraiga en la adolescencia, los despoja en su totalidad de escrúpulos y termina por convertir a los hombres en patanes. La ópera prima de Jonah Hill es un más que afortunado debut fílmico; es un notable ejercicio de estilo con el que busca encontrar su propia voz como cineasta.
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reta Gerwig se ha consolidado como una de las actrices y guionistas de comedia inteligente más reconocidas de cine indie y finalmente se aventura en solitario hacia la dirección luego de haber incursionado con Nights and weekends (2008) junto a Joe Swanberg. Su ópera prima –cargada de referencias autobiográficas– nos transporta a finales de 2002 para acompañar a Christine McPherson (Saoirse Ronan), una adolescente con inclinaciones artísticas que se hace llamar «Lady Bird» y que sueña con dejar atrás su barrio modesto para trabajar y vivir en alguna gran ciudad de la costa Este, pero que por el momento se ha mudado con su familia a Sacramento, California para estudiar su último año de preparatoria y buscar un lugar en alguna prestigiosa universidad. Pero aunque en la escuela parece todo marchar a la perfección –pronto se ha encontrado a una mejor amiga, Julie Steffans (Beanie Feldstein), y un novio con el que comparte su gusto por el teatro, Danny O'Neill (Lucas Hedges)–, la adolescencia siempre tiene preparadas varias malas jugadas en cuanto al despertar emocional y sexual; y las cosas tampoco resultan nada fáciles en relación con su familia, pues pelea constantemente con su madre Marion (Laurie Metcalf) y su hermano Miguel (Jordan Rodrigues), y aunque con el único con quien parece llevar una relación cordial es su padre Larry (Tracy Letts), éste ha perdido su trabajo y enfrenta una profunda depresión.
Lady Bird confirma el talento como guionista de Gerwig y la consolida como una cineasta auténtica que sabe retratar con sensibilidad la adolescencia femenina y su camino hacia la madurez. Cobijada por una modesta producción pero con mucha autenticidad, Gerwig se apoya en la fotografía de Sam Levy, el score de Jon Brion y en un soundtrack que rescata temas como Crash into me de Dave Matthews Band, Hand in my pocket de Alanis Morissette y Cry me a river de Justin Timberlake, para crear el ambiente necesario para desarrollar esta historia de autodescubrimiento personal. La ópera prima de Gerwig es esa historia que todos hemos protagonizado: la búsqueda de un camino propio que nos guíe hacia nuestro lugar en el mundo en una etapa marcada por el hastío de esa cotidianidad que, sin embargo, esconde algunos de los momentos más trascendentales que marcaran nuestra personalidad como adultos. Esta historia coming-of-age, de ritos de iniciación, es presentada de manera fresca, divertida y emotiva, con muchos toques de sinceridad pero sin escaparse de la mordacidad; sobresalen en ella los paralelismos entre la protagonista tratando de encontrar su camino y la propia Gerwig intentando encontrar su propia voz como cineasta.
C
uando un actor decide aventurarse detrás de la cámara, este es juzgado con mayor ferocidad que quien desde sus inicios se presenta meramente como cineasta, y en muchos casos se califica a sus trabajos como pretenciosos, poco originales o propuestas bastante cuestionables (por decir lo menos). Uno de los casos más sonados el año pasado fue el del célebre actor Ryan Gosling (Only God Forgives, Blue Valentine, The place beyond the pines, y un largo etc.), quien presentó en el Festival de Cannes -como parte de la sección Una Cierta Mirada (Un Certain Regard)- su ópera prima, Lost River, la cual levantó expectativas tan elevadas que la decepción estaba casi asegurada; finalmente se desató una ola de comentarios negativos e incluso ofensivos sobre su incursión como director. Y es que, siendo completamente sinceros, la película de Gosling abusa de las referencias/homenajes hacia el cine de directores que ha admirado (David Lynch, Mario Bava, Gaspar Noé) y de con quienes ha trabajado (Nicolas Winding Refn, Derek Cianfrance), pero esto no logra ocultar que la película tiene una historia escrita por el mismo Gosling- con autenticidad y personalidad propia que logra sostener por sí sola al filme y que da muestras de tener como responsable a un director en ciernes con gran ingenio y dispuesto a arriesgarse. Lost River transcurre en un pueblo fantasmal donde la crisis económica y los fallidos planes gubernamentales para el desarrollo de la localidad han hecho casi
imposible la supervivencia; un poblado que, según cuenta una leyenda, está bajo un hechizo desde que el río devoró parte de la ciudad que ahora se encuentra bajo el agua y donde habita un dragón; la única forma de romper el hechizo es adentrarse en ese mundo subacuático y traer una pieza del fondo a la superficie. En este espectral escenario se desarrolla la trama conformada por dos historias paralelas que convergen esporádicamente a lo largo del filme y que finalmente se fusionan en el desenlace. Billy (Christina Hendricks) es una madre que debe sacar adelante a sus dos hijos, el adolescente Bones (Iain De Caestecker) y el pequeño Franky (Landyn Stwart); ante la imposibilidad de pagar la hipoteca y el inminente desalojo y demolición de su hogar, Billy se ve obligada a adentrarse en el oscuro mundo de un misterioso club de fetichismo gore manejado por el lascivo Dave (Ben Mendelsohn). Bones, el personaje central de la otra trama principal, un joven enamorado de su vecina Rat (Saoirse Ronan) y que busca ayudar económicamente a su madre robando cobre de los inmuebles abandonados para después venderlos al chatarrero de la comunidad, pero que se ve amenazado por un violento vándalo que se hace llamar Bully (Matt Smith)y que se proclamado amo del pueblo. Esta sencilla trama -bifurcada durante gran parte del metraje- se presenta como un enrarecido y violento relato de príncipes pobres y huérfanas princesas, de sádicos dragones y sátiros gigantes,
de magia negra y luminosa hechicería. Un relato enmarcado por la excelsa composición fotográfica de Benoît Debie con la que Gosling ha decidido apoyarse para la creación de surrealistas atmósferas lynchianas y sórdidas postales neon con el alma de Winding Refn. Es por ello que posiblemente se le pueda reprochar a Gosling la poca originalidad estética de su debut cinematográfico (aunque ¿quién es original realmente?), pero que es imposible recriminarle alguna falta de valentía en su propuesta, pues Lost River es una cinta completamente arriesgada y fuera de los cánones del cine comercial. Sí, Gosling comete el error de recubrir su ópera prima con sofisticadas referencias de grandes realizadores, pero bajo ellas está presente una historia muy personal y auténtica; el resultado final es una propuesta visual y sonoramente sugerente que en ningún momento pierde el hilo conductor y desarrolla con precisión un bizarro cuento de 95 minutos con una voz propia, una voz que quizá en esta ocasión se presente muy débil y se pierda entre su indiscutible poderío visual, pero que al igual que ha pasado con el también canadiense Xavier Dolan, en sus futuros proyectos irá dejando de lado el influjo de sus grandes mentores del cine para encontrar una voz propia. Lost River es un certero debut que deja ver un futuro prometedor para su artífice al que la prensa ha menospreciado de una manera injusta.
A
Quiet Place, es una película neurótica. Diseñada para hacerte un participante activo en un juego de tensión, y no sólo un espectador de un evento de tragedias a punto de desencadenarse. La mayoría de las grandes películas de horror lo son porque nos convertimos rápidamente en parte del futuro de los personajes. La clase de película que te acelera el corazón, y juega con las expectativas de la audiencia. En otras palabras, es una excelente película. Con este guion, escrito por Bryan Woods y Scott Beck, el director no pierde tiempo. Vemos a una familia, con la hija mayor que es sorda, una tarjeta muestra: día 89, y nos dice que está situada en un mundo post apocalíptico, la familia camina lentamente y se mueve en una tienda, tomando lo último disponible. Se comunican con lenguaje de señas y tienen cuidado para no hacer ningún sonido. Aprendemos que el sonido en este mundo es peligroso, y es intensificado en la siguiente secuencia cuando el niño más joven encuentra un ju-
guete que hace ruido y las cosas no terminan bien. Depredadores que pueden detectar a la víctima han sido parte natural de la gran historia del cine. Desde Alien hasta Jurassic Park, y el director lo sabe. Es increíblemente inteligente sobre la manera en que los presenta al público. También ayuda que el director muestra un sentido de composición simple en la narración; honestamente A quiet Place no tiene sentido, y es de lo más lineal, las mejores cualidades si me preguntan cuando se trata de thrillers. Se siente como si cada toma se consideró cuidadosamente, que balancean los jump scares y la historia emocional en el mundo de estos personajes. La película tiene un hermoso sentido de geografía, tomando mayor parte lugar en una granja. No confunde movimientos bruscos de la cámara como otras películas de horror, tiene una técnica refinada que juega con la perspectiva y la naturaleza de un mundo en el que no podemos gritar para advertirle a los personajes, o en el
caso de la hija sora, escuchar lo que viene. En esa nota, sin espoilear nada, hay un mensaje fuerte en las raíces de la película, es más sobre empoderamiento que debilidad y miedo, y es el gancho emocional que eleva la parte final. Sin mucho dialogo, se respalda en lo visual, y en el talento del compositor Marco Beltrami. Vivimos en un mundo tan ruidoso que es difícil imaginarnos sin ese sonido constante, usamos el ruido para expresarnos, es parte de quienes somos, A quiet place condiciona esa parte de la condición humana, por lo que pone un precedente. Muchas películas de horror son sobre las personas que se tienen que adaptar para sobrevivir, tienen que desafiar sus propios miedos, inseguridades o preconcepciones para sobrevivir la noche. Así, estos horror films son sobre empoderamiento, tomando lo que unos considerarían débil. No sales sintiéndote la experiencia de un thriller normal, sino un hype que solo viene de las mejores películas de horror.
E
l año pasado pudimos ver en la cartelera mexicana El Juicio de Vivian Amsalem (Gett, 2014), un gran drama judicial que los directores hermanos Ronit y Shlomi Elkabetz utilizaron como documento de denuncia social a través de la historia de una mujer a la que le es negado su derecho al divorcio y que lucha por su libertad en una cultura falocéntrica con graves vacíos legales que perpetúan la inferiorización del sexo femenino en el privilegiado patriarcado del Medio Oriente. En una línea similar llega ahora Mustang: Belleza Salvaje (Mustang, 2015), un drama rural con el que la directora debutante Deniz Gamze Ergüven presenta testimonio de su natal cultura turca basada en tradiciones retrogradas y castrantes donde las que las mujeres no tienen decisión alguna sobre su cuerpo o su sexualidad; una sociedad en la que, por ejemplo, la virginidad es obligatoria al momento del matrimonio, y aún se mantiene la tradición de mostrar la sábana con la mancha de sangre como prueba de que el himen ha sido roto durante la noche de consumación. Esta sobresaliente ópera prima está situada en un pequeño poblado al norte de Turquía donde crecen las protagonistas del relato: cinco hermanas huérfanas con edades que van de los 12 a los 16 años, y que literalmente se ven atrapadas en su propia casa por su
estricto tío y abuela abnegada durante el verano tras difundirse rumores de comportamiento inmoral en la playa mientras festejaban el fin de curso. Como adición al castigo, los planes para sus matrimonios pactados se aceleran. Deniz Gamze Ergüven sorprende con una obra contundente sustentada por un guión sólido –escrito por la misma realizadora junto con Alice Winocour– donde las situaciones, los diálogos, los silencios y las acciones fuera de cuadro, configuran un fresco un movimiento sobre la represión que sufren las mujeres por su simple condición de género. Con una puesta en escena sobria y un trabajo fotográfico elegante –labor preciosista de la dupla David Chizallet y Ersin Gok–, logra recrear el cerrado ambiente que llega a niveles claustrofóbicos para las chicas desesperadas ante la rutinaria cotidianidad sin contacto con el exterior y ante la angustiante espera del destino que les ha sido impuesto; a la vez, la película logra dotar agilidad y emoción al relato con la minúscula revuelta juvenil en el microcosmos familiar que tendrá un gran alcance, adquiriendo un matiz social más marcado. En este sentido, es inevitable hacer las conexiones con otras obras como Las Virgenes Suicidas (The Virgin Suicides, 1999), de Sofia Coppola, o la muy reciente Las Elegidas (2015), del mexicano David Pablos. En este caso, como en las cintas recién menciona-
mexicano David Pablos. En este caso, como en las cintas recién mencionadas, las interpretaciones de las protagonistas resultan esenciales para la cabal eficacia del discurso del filme: sus personajes están perfectamente delineados, cada una de ellas posee una personalidad perfectamente delimitada que se diferencia a la del resto de sus hermanas a pesar de haberse criado en el mismo limitante entorno. Es así como, pese a la corta edad de las actrices, sus cualidades histriónicas logran crear un abanico de caracteres que reaccionan de desigual manera a la represión bajo la que viven, y esta discrepancia de perspectivas permite tener un panorama social más amplio respecto al tema, aunque principalmente es el punto de vista de la menor de las hermanas la que lleva el relato. Mustang: Belleza Salvaje se erige orgullosa como una atrevida y estimulante oda al individualismo, una declaración contra las sociedades represoras que coartan los derechos humanos más elementales; tal es el cuestionamiento que el filme hace sobre las tradiciones turcas, que su realizadora ha recibido gran cantidad de amenazas en su país natal. De esta manera tenemos, entonces, que la película no sólo es en un trabajo imprescindible como obra cinematográfica, sino como un propositivo documento testimonial sobre un problema social que lamentablemente sigue vigente.
E
l cine de terror industrializado lleva ya varios años -¿décadas?con una parálisis creativa lamentable. De la numerosa lista anual de producciones de este género, la gran mayoría son filmes que van de lo mediocre Unfriended, el remake de Poltergeist: Juegos Diabólicos, etc.- a lo realmente patético -Annabelle, Exorcismo en el Vaticano, y otro largo etcétera-. Sólo algunas cintas logran sobresalir, y por lo regular, no son producciones estadounidenses las que sorprenden de una manera propositiva, sino cintas modestas en su presupuesto que lo compensan con gran imaginería y autenticidad -la cinta australiana The Babadook, por mencionar algún título, es uno de los ejemplos más recientes-. Y para confirmarlo, la película que hoy nos ocupa no proviene de territorio yanqui, sino directamente desde el viejo continente; desde Austria, para ser más precisos -aunque si se anunciara un remake gringo en los próximos meses no nos sorprendería en lo más mínimo. La historia de Dulces Sueños, Mamá (Ich seh Ich seh, 2014), se desarrolla casi en su totalidad en el cotidiano y veraniego microuniverso hogareño que se crea entre las cuatro paredes de una lujosa casa localizada en la campiña austriaca, un tanto aislada de la civilización. En ella vive Die Mutter, una madre soltera y estrella televisiva local con moderada popularidad, acompañada de sus hijos gemelos Lukas y Elias. La trama de la
cinta detona casi de inmediato cuando la madre regresa a casa tras haberse sometido a una cirugía estética facial; pero casi de manera inmediata, los pequeños comienzan a sospechar que quien ha regresado a casa con la cara oculta tras los vendajes podría no ser su madre. Un errático comportamiento y la implementación de nuevas reglas en la casa, son sólo algunos indicios que hacen sospechar a Lukas y Elias que su madre está siendo suplantada. Este elegante thriller psicológico parte de esta premisa y pone a cocer a fuego lento una fascinante historia sobre los juegos de poder mientras se explora la estabilidad emocional de los personajes infantiles -que por lo regular son retratados bajo un halo de inocencia- y cuestiona de manera punzante la maternidad. Además, el filme trastoca dos figuras importantes en las que el ser humano, por naturaleza, busca refugio: el Hogar y la Madre. Y es que, cuando estos dos elementos se ven alterados ¿a quién se puede recurrir? Con el respaldo de Ulrich Seidl responsable de la trilogía Paraíso: Amor (2012), Paraíso: Fe (2012) y Paraíso: Esperanza (2013), que hemos podido ver aquí en México el año pasado- quien ejerce como productor de la cinta, y un formalidad visual similar a la fenomenal Funny Games (1997) de Michael Haneke, la dupla de realizadores Severin Fiala y Veronika Franz, construyen un filme sustentado en atmósferas taciturnas
y un espléndido uso del suspenso -recurriendo como apoyo a la limpia fotografía de Martin Gschlacht y el inquietante score de Olga Neuwirth, elementos que consiguen hacer más aprehensiva esa atmósfera que ya de por si presenta la minimalista residencia-, añadiendo esporádicamente ciertas dosis de violencia, en algunos casos bastante gráfica, pero en otros tantos -la mayoría- brutalmente emocional. El guión -escrito por los mismos realizadores- rehúye de cualquier efectismo y artificio para representar con maestría un juego de personajes pasivo-agresivos que se va retorciendo conforme avanzan los minutos y culmina con un interesante giro de tuerca que permite apreciar la historia con un prisma distinto. Las actuaciones de los tres protagonistas (Susanne Wuest como la Madre/Monstruo, y Lukas Schwarz y Elias Schwarz como los gemelos) representan otra de las principales bazas del filme, pues estos transmutan de una manera muy orgánica a lo largo del relato al tiempo que se plantean, desenvuelven y cierran las situaciones que van engarzando los capítulos que dan forma a esta perturbadora anécdota. Dulces Sueños, Mamá es un drama familiar que va transfigurando su estructura para terminar como una salvaje y macabra fábula de ritmo lento y sombrío; un ejercicio sobresaliente que refresca al género y ofrece una experiencia que es, al tiempo, inquietante y formidable.
E
l largometraje debut de Julia Ducourneau se alzó con el premio FIPRESCI –entregado por la prensa internacional– en la Semana de la Crítica de la pasada edición del Festival Internacional de Cine de Cannes. Y es que la película, que recurre al tema del canibalismo como la excusa perfecta para tomar algunos elementos del cine de terror para con ellos dar forma a una salvaje historia de corte coming of age sobre el despertar sexual, el miedo a la soledad y el violento proceso que supone la entrada a una universidad, es una las más inteligentemente provocadoras propuestas del cine de terror de la década pasada. Justine (Garance Marillier), nuestra protagonista, es una chica de 16 años que ha sido educada bajo un estricto y casi radical estilo de vida vegetariano y con valores sobre el amor a los animales, de ahí que en su familia también se encuentre con una recientemente inaugurada tradición de estudiar veterinaria. Pero cuando entra a la Universidad, y pese a que allí está acompañada por su hermana mayor Alexia (Ella Rumpf) ya con algunos grados por encima de ella, es víctima de las crueles pero tradicionales novatadas
que incluyen una serie de rituales iniciáticos, como por ejemplo, comer hígado de conejo. El hecho no sólo golpea emocionalmente a la chica y fracturan sus convicciones sobre el vegetarianismo, sino que le provoca un apetito voraz por la carne... carne cruda... carne fresca... carne humana. Julia Ducourneau se sirve de una sofisticada fotografía y potente banda sonora para configurar este hipnótico drama juvenil y, con el uso constante de primeros planos –que atienden cuidadosamente a la muy particular mirada de Justine–, va retratando su paulatina transformación de inicial chica ingenua a mujer devorahombres... literalmente hablando. Abrevando directamente de títulos clásicos como Carrie (1966) –con todo y un homenaje del baño de sangre de cerdo– y Suspiria (1977), así como de propuestas más recientes como la canadiense Ginger Snaps (2000) y el brutal drama social The Tribe (2014) en lo que respecta a la vida dentro de las instituciones educativas, además dportar la escatología y lo grotesco como estandartes, la cineasta habla del apetitoso despertar sexual y del violento proceso que supone la entrada a la Universidad, ese
nuevo estrato que es al mismo tiempo social y educativo, y que de igual manera que la industria del modelaje profesional a la que inocentemente se adentra Jessie (Elle Fanning) en la reciente The Neon Demon, o devoras o te devoran... también literalmente hablando. Con su capacidad de concebir el maridaje perfecto entre drama juvenil universitario y el canibalístico horror gore con ingeniosos diálogos inyectados de negrísimo humor y secuencias sanguinolentas, Julia Ducourneau convierte al instante su opera prima en un clásico del género, y seguramente, también será a partir de los próximos meses en un título de culto. Ganador de tres premios en el festival de SITGES –Premio Citizen Kane a la mejor revelación de director; Premio del Jurado del Carnet Jove a la Mejor Película y el premio Méliès d'Argent a la Mejor Película Europea– este poderoso e inteligente drama juvenil psicosexual y antropofágico con un giro de antología en la secuencia final, será referente en la venidera producción de cine de género a nivel mundial.
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ara su ópera prima, la actriz, guionista y directora Eva Husson se inspira en una anécdota ocurrida en una preparatoria estadounidense: un gran número de estudiantes se contagiaron de una enfermedad venérea a causa de las orgías que practicaban. Tiempo después descubrió que lo mismo había ocurrido en distintos puntos de Francia. Adaptando la historia a la ciudad de Biarritz durante un particularmente caluroso verano, Husson pone bajo la lupa a un quinteto de adolescentes que se ve envuelto en un juego sexual que se sale de control, y mediante esta sencilla premisa procura un acercamiento a la grave apatía, el hastío, las frustraciones y la vida sexual de la juventud contemporánea. En Bang Gang: Una Historia de Amor Moderna, Alex (Finnegan Oldfield) es un adolescente que vive solo en Biarritz tras la separación de sus padres; su madre se ha ido a Marruecos para trabajar durante nueve meses y lo ha dejado a cargo de su gran casa, la cual aprovecha para beber cuanto y cuanto le apetece –es decir, casi todo el tiempo–, llevar chicas y divertirse con su mejor amigo Nikita (Fred Hotier). Sus más recientes «victimas» son George (Marilyn Lima) y Laetitia (Daisy Broom), dos mejores amigas que se dejan llevar por la emoción del momento, pero mientras Alex consigue que George se entregue completamente a él, Laetitia, siempre mucho más tímida, dice a Nikita que ella sólo preferiría observar el acto sexual de su mejor amiga. Los días transcurren y mientras
George busca la compañía de Alex de quien ha quedado enamorada desde su primer encuentro sexual, éste la evita e inventa pretextos para estar lo menos posible a solas con la chica de la que ya ha obtenido el sexo que deseaba. La desesperación de George por llamar la atención del presuntuoso Casanova hace que se involucre en un juego sexual al que denominan «Bang Gang» –una suerte de «Verdad o Reto» pero con excesos alcohólicos y sexuales– y al cual paulatinamente se van sumando nuevos jugadores del colegio hasta que cada encuentro se convierte en una verdadera orgía al ritmo de música electrónica y bajo la influencia del alcohol, la cocaína y otras drogas psicoactivas. Paralelamente, Alex ahora lleva su juego de seducción hacia Laetitia, quien halagada porque alguien la encuentre atractiva y sexy no duda en involucrarse con él, traicionando la confianza y la amistad con George, quien a su vez busca refugio/consuelo con Gabriel (Lorenzo Lafebvre), el vecino de Laetitia con aspiraciones musicales. Husson utiliza la historia de estos jóvenes de clase media-alta para representar a la juventud contemporánea, mientras que la gran casa de Alex sirve para representar el oscuro y enrarecido microuniverso que alberga el voraz universo sexual de los chicos, capturándolo de manera preciosista por el sofisticado lente de Terry Richardson y sonorizado por la música de White Sea –el proyecto como solista de Morgan Kibby–. La película retrata las actividades sexuales de los adolescentes
sin pudor alguno, pero en ningún momento pretende shockear o provocar al espectador de manera gratuita; el acercamiento hacia los protagonistas, aunque íntimo y explícito, se mantiene alejado de cualquier juicio o condena moral y nos coloca como voyeuristas agentes externos que contemplan a una generación cuya única consigna es el placer. Con ecos del cine de Sofia Coppola –The Virgin Suicides (1999) y The Bling Ring (2013), principalmente– y Larry Clark –Kids (1997)–, con un valor artístico muy cercano al de la exploración adolescente de Gus Van Sant –My own private Idaho, (1991)– y emparentada también con The Rules of Attraction (2002) de Roger Avary –con base en la novela del ácido Bret Easton Ellis– y The Dangerous Liaisons (1988), de Stephen Frears, el resultado final es un erótico relato sobre la banalidad de los encuentros sexuales casuales cuyas consecuencias se pueden borrar con un tratamiento antibiótico o la interrupción de algún embarazo no deseado; los juegos de poder a través del sexo, las traiciones, el tedio y las frustraciones adolescentes que propone Husson rompen con estereotipos y maniqueísmos mediante el trazo en pantalla de personajes perdidos que buscan en el hedonismo un bálsamo para las insatisfacciones y el desencanto, dando forma así a un análisis sociológico sobre la actividad sexual de los adolescentes para quienes el sexo deviene en el más mediocre de los pasatiempos.
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l realizador francés Robin Campillo continúa con su exploración de la juventud homosexual en París –tal como lo hiciera con el drama erótico-social Eastern Boys (2014)– pero en esta ocasión toma como telón de fondo el surgimiento en Francia del movimiento ACT UP –grupo activista internacional dedicado a la concienciación de la epidemia del SIDA y a la lucha por los derechos de las minorías infectadas con VIH– para dar forma a un drama trágico-romántico. 120 battements par minute nos sitúa en la capital francesa a principios de los años 90, donde el grupo ACT UP busca sensibilizar y crear conciencia entre los jóvenes sobre la mortalidad de la pandemia del SIDA, a la vez que lucha ferozmente para que las autoridades farmacéuticas liberen los resultados de las pruebas hechas con sus medicamentos retrovirales, los cuales parecen no estar dando resultados confiables y, en ocasiones, incluso enferman a un más a los jóvenes ya infectados con VIH. En medio de esa lucha social, surge la relación entre entre Nathan (Arnaud Valois), un nuevo elemento del grupo que, pese a no estar infectado si posee una conciencia so-
cial y personalidad altruista para unirse a la causa activista, y Sean (Nahuel Pérez Biscayart), uno de los miembros fundadores más radicales y enérgicos del colectivo y quien sí está infectado. Aquí cabe señalar que el director Robin Campillo fue activista en su juventud, por lo que es notable su compromiso con la memoria histórica y social relacionada con este triste episodio que vivió en carne propia. Ese compromiso queda en evidencia en la película, pues acierta en la humanización de la crisis del SIDA; se trata de una propuesta que va más allá de las estadísticas y logra dar forma a un potente drama romántico, erótico y social sobre la solidaridad humana. La cinta es un sentido agradecimiento al apoyo en tiempos de crisis que se presenta bajo una estética cinematográfica llena de vitalidad, con una narrativa inicial trepidante y con un soundtrack que cubre con una extraordinaria aura sonora las secuencias que ya son visualmente asombrosas, como la escena donde el ambiente de baile en un antro se convierte, por medio de una metáfora visual hermosa, en una secuencia donde el virus ataca células sanas en el cuerpo humano, o la pesadillesca secuen-
cia donde el agua del río Sena se ha convertido en sangre. 120 battements per minute refuerza la habilidad narrativa que Campillo ya había demostrado en su filme anterior, y aunque el trepidante ritmo de su primera hora se vuelve pausado en su segunda mitad, se trata de una decisión deliberada y necesaria para la evolución de la trama –la cual va dejando de lado el demandante ambiente activista y las volátiles discusiones del colectivo al tener opiniones encontradas sobre el reaccionar del grupo ante la emergencia de la crisis del SIDA en las calles de París– para centrar su atención en el romance entre Nathan y Sean que se ve amenazado por la enfermedad, y obsequiándonos unos 20 minutos finales profundamente tiernos y emotivos, pero sin caer en ningún momento en las sensiblerías de los dramas ordinarios del cine norteamericano, y sin perder el optimismo y la energía para invitarnos a continuar en la lucha. Elegida por Francia como su representante en la carrera por el Oscar en busca de la nominación en la categoría de Película Extranjera, la película es desde ya clásico contemporáneo esencial del cine LGBT.
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a desesperada búsqueda de una mujer por prolongar la vida de su marido enfermo de un avanzado cáncer es el motor que pone en marcha Un monstruo de mil cabezas (2015), el cuarto largometraje del director mexicano Rodrigo Plá (La Zona, 2007; Desierto Adentro, 2008 y La Demora, 2012), una adaptación de la novela homónima de Laura Santullo editada en 2013, quien traduce y adecua su propio texto al lenguaje audiovisual. Sonia es la protagonista de este descarnado retrato de la burocracia que considera una vida humana como un mero trámite legal, un número de expediente o una cifra bancaria. Su esposo está gravemente enfermo de cáncer, pero un nuevo tratamiento en etapa experimental podría brindarle una mejor calidad de vida al disminuirle el dolor de la enfermedad y las sesiones de quimioterapia. Sin embargo, el seguro médico privado que han estado pagando mensual y puntualmente desde años atrás no considera a su esposo como un viable candidato para un tratamiento tan costoso. Sonia, desesperada, intenta convencer a los directivos de la empresa de reconsiderar la petición, pero al toparse con las cínicas políticas internas de la aseguradora, decide arriesgarlo todo para conseguirle el seguro a su marido. En su versión fílmica, y a diferencia de la novela original que transcurre a manera de monólogo en la voz de Sonia, Un monstruo de mil cabezas da voz (en off) a varios personajes para formar una suerte de rompecabezas narrativo en donde cada involucrado en el caso que exponen las imágenes dé su propio testimonio de lo ocurrido, presentando de esta manera un pano-
rama mucho más completo de la hisoria y con distintos puntos de vista. No obstante esta decisión de tener varios puntos de vista, es el personaje de Sonia quien lleva prácticamente todo el peso de la película, y el encomiable trabajo de la actriz Jana Raluy se convierte en el pilar esencial de la propuesta al dotar al personaje de una gama de matices que le humanizan y permiten la empatía con la audiencia a pesar de sus acciones. La propuesta visual es otro de los elementos destacables, Plá recurre a la lente de Odei Zabaleta para crear las atmósferas claustrofóbicas que enmarcan esta atípica tragedia familiar y que nacen a partir de una fría paleta de colores, el uso continuo de close up contrastados con repentinas aperturas de tomas, largas y angustiantes secuencias de tensión, y un ingenioso juego de cámaras que recurre frecuentemente a los reflejos y las tomas imposibles con movimientos casi imperceptibles. Un monstruo de mil cabezas, además de exponer la insensibilidad de la burocracia institucional que desampara a sus beneficiarios en los momentos de mayor necesidad -podríamos describirlo como un tratado sobre la corrupción en las organizaciones (una aseguradora privada en este caso)- y la indiferencia social ante la cotidiana tragedia ajena, es un sobresaliente trabajo que pone en evidencia la fragilidad de la moral humana en situaciones límite; además por supuesto de dejarnos ver nuevamente el dominio que Plá tiene sobre su oficio y comprobar que estamos frente a uno de los cineastas mexicanos más importantes de la actualidad que ha vuelto a entregar otro trabajo imprescindible.
L
a película de Alonso Ruizpalacios cuenta ya con el respaldo de no pocos premios internacionales entre ellos el de Mejor Ópera Prima en el Festival Internacional de Cine de Berlín (Berlinale) y los de Mejor Fotografía y Mejor Nuevo Director, así como una Mención Honorífica del Jurado en el Festival de Cine de Tribeca- y a éstos hay que sumarle ahora los obtenidos en la pasada edición del Festival Internacional de Cine de Morelia -Mejor Primer o Segundo Largometraje, Mejor Actor (premio compartido por los tres protagonistas Tenoch Huerta, Sebastián Aguirre y Leonardo Ortizgris) y Premio 'Guerrero' (otorgado por la prensa)- donde tuvo su estreno nacional previo a su lanzamiento oficial en cines que se realizará durante el primer trimestre del próximo año. La trama de Güeros (2014) -filmada en contrastante blanco y negro y en formato 4:3- detona cuando Tomás (Aguirre), incapaz de ser controlado ya por su madre, es enviado por la misma al D.F. para que viva un tiempo indeterminado con su hermano Fede 'el Sombra' (Huerta), quien vive con su mejor amigo y colega universitario Santos (Ortizgris) en un departamento de una unidad habitacional en Copilco. La vida de estos dos personajes que se han declarado en huelga de la huelga de estudiantes de la máxima casa de estudios en México -en una referencia más que clara a la famosa huelga del '99 en la UNAM-, transcurre en una especie de limbo existencial donde no saben bien qué decisiones tomar respecto a sus vidas y su futuro. La llegada de Tomás brinda una suerte de propósito a sus vidas: encontrar a Epigmenio Cruz, una legendaria figura
musical que, dicen, una vez hizo llorar a Bob Dylan y que pudo haber salvado al rock nacional, pero que ahora se encuentra agonizando en un hospital de la ciudad de México. A partir de este punto -que no tarda más de 20 minutos en llegar-, el filme se transforma en una road movie -a la que eventualmente se une la única mujer protagonista, Ana (Ilse Salas)- dentro de los límites del D.F., una travesía de auto(re)descubrimiento para todos y cada uno de los personajes. Pero no únicamente los personajes de Güeros pasan por un proceso de auto(re)descubrimiento, la película en sí misma es un redescubrimiento de un formato y un lenguaje cinematográfico en desuso y casi olvidado. Bajo este experimento presentado de manera monocromática y con el ratio de aspecto equiparable al de las televisiones de antaño, los encuadres, paneos, travellings, la iluminación, las texturas, los cortes y las interpretaciones, tienen un sabor fílmico añejo, pero a la vez potente, refrescante, divertido, atrevido, y por no pocos instantes, propositivo. La sencilla anécdota de la película da bastante hilo para soltar una que otra reflexión respecto a la realidad nacional, y no sólo a la educativa, sino también a la realidad que corresponde al descompuesto tejido social e incluso a la realidad fílmica de México; reflexiones necesarias, puntuales y carentes de fecha de caducidad alguna. Güeros es una película sencilla y honesta, y estas dos cualidades son también sus mayores virtudes, porque mucho más allá de su fantástica y cuidadísima producción para la puesta en escena, se encuentra una película con personalidad propia que sólo ha podido alcanzar gracias a su honestidad.
E
ma es una joven bailarina chilena que atraviesa por una fuerte crisis. Su relación con su pareja y coreógrafo Gastón se ha fracturado casi de manera irreparable desde que devolvieron a Polo, el hijo al que habían adoptado poco tiempo atrás, luego de que éste provocara una tragedia familiar. La chica, con la ayuda incondicional de sus amigas, pone en marcha a un plan para recuperarlo todo y a toda costa. Así podríamos describir la premisa de la película con la que el director chileno Pablo Larraín regresa a su país de origen luego de su incursión en el cine angloparlante con la estupenda biopic Jackie, centrada en la figura de la esposa de John F. Kennedy justo tras el atentado que le quitó la vida a su marido. Ema podría considerarse una continuación temática de su exploración a la feminidad que inició en la cinta protagonizada por Natalie Portman, pero también podemos considerarla como un distanciamiento del particular estilo visual al que nos tiene acostumbrados en su cine. Formalmente arriesgada y con un discurso audiovisual distante al cine previo de Larraín que se caracteriza por sus atmósferas aprehensivas, frías y oscuras, aquí la fotografía de Sergio
Armstrong nos sumerge en un mundo que por momentos resulta saturado de color y bañado en luces neón, y donde la estridencia lumínica se complementa con la fantástica curaduría musical y el score compuesto por Nicolas Jaar. El guion firmado por el propio Larraín junto con Alejandro Moreno y Guillermo Calderón, nos propone una exploración del deseo de la maternidad, pero uno que para satisfacerlo debe derrumbar el subyugante sistema patriarcal que no repara en los señalamientos que lanza hacia aquellas mujeres que no cumplen con las restrictivas normas moralmente caducas de lo que significa ser una buena madre o una buena mujer. Protagonizada por Mariana Di Girolamo, cuyo inmenso talento artístico y potente labor interpretativa sostienen por completo la película con una poderosa sensibilidad, Ema es un relato de espíritu profundamente feminista y transgresor con el que se dinamitan y deconstruyen las expectativas de género, los roles sociales, la idealización del amor y el concepto de familia; todo ello con la utilización del cuerpo y el baile como instrumentos para desatar la revolución y lanzar un discurso relevante hoy más que nunca.
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odos hemos tenido ese empleo de oficina donde más de una o uno se ha sentido acosado sexualmente por su jefe o compañeros de trabajo; sin embargo las mujeres son más propensas al tener que lidiar día tras día en ese ambiente de sexismo, vanidad y actitud de “enseña más las piernas, baja ese escote, usa un vestido más corto”. Bombshell es esa cinta que no sólo muestra esa atmósfera de acoso sexual que se desató en 2016 en los pasillos de Fox News por Roger Ailes, sino que también da una conciencia al espectador de que las cosas no han cambiado mucho a la actualidad y que aún el silencio por parte de las mujeres forma parte de esa cultura laboral aceptada. La película comienza con un ligero tono alegre y rompiendo paradójicamente el ambiente laboral aceptado, esta historia se cuenta a través de la percepción de las mujeres, principalmente por la conductora de celebridades Megyn Kelly (Charlize Theron), la señorita americana convertida en presentadora Gretchen Carlson (Nicole Kidman) y una joven ficticia que se identifica como la milenaria evangélica que lleva por nombre Kayla Pospisil (Margot Robbie). Mientras Megyn y Gretchen son muy poderosas pero al mismo tiempo problemáticas, Kayla se muestra como la “victima”, asumiendo
la escena más inquebrantable de abuso sexual de toda la película. Sin embargo Kayla alza su voz e impotencia contra Megyn por ser esa “típica mujer” que considera que los hombres son intocables y poderos, y es por ello que cree que guardar el silencio por muchos años y normalizar el abuso sexual en los espacios grises de la oficina es totalmente valido cuando tienes una carrera en ascenso. Mientras sigue avanzando la película fácilmente recrea con mucho éxito la atmósfera laboral misógina antes de que el movimiento #MeToo rompiera a Estados Unidos, y posteriormente la renuncia y jubilación de esas mujeres que lograron liberarse de Fox News. El mensaje de la cinta es mostrar cómo cualquier negocio se encuentra divido con el poder político y la misoginia, pero esto no se lograr explorar profundamente en toda la película. Bombshell es una cinta digna de Oscar gracias a su reparto de actores. Nicole Kidman, será recordada por esa escena sin maquillaje donde sus líneas cobran vida, mientras Charlize Theron muestra esa mujer ambiciosa que quiere tenerlo todo sin importar el cómo lo consiguió; sin embargo tu corazón se volverá loco por esa Margot Robbie frágil, y todo el odio e impotencia se lo ganará John Lithgow.
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iete años después de haber presentado su opera prima –la atípica y arriesgada comedia romántica Rezeta (2012)– en el Festival Internacional de Cine de Morelia, el director Fernando Frías de la Parra regresa a la capital michoacana para compartirnos una historia sobre dignidad y autenticidad a partir de una experiencia inmersiva del movimiento musical y contracultural denominado «Kolombia», nacido en Monterrey, Nuevo León, de donde Ulises, el adolescente de 17 años que protagoniza esta ficción, se ve obligado a huir luego de poner en peligro su vida y la de toda su ya fracturada familia al verse accidentalmente envuelto en una violenta guerra de pandillas del crimen organizado, y a refugiarse completamente solo en los Estados Unidos. Ya no estoy aquí tiene a la «cumbia rebajada» –estilo musical que ralentiza el ritmo de las cumbias tradicionales para extender así su duración a la vez que se busca que su conexión emocional sea también más duradera y profunda– como su columna vertebral, y partir de una narrativa fragmentada con saltos espacio-temporales entre el pasado de Ulises en las violentas y marginadas comunidades de Monterrey –la trama se ubica durante el sangriento sexenio de Felipe Calderón-, y el presente del adolescente sobreviviendo en las calles de Jackson Heights, en Queens, el director consigue un relato que es a la vez crudo y entrañable sobre la defensa de la identidad. El director acude a aquella época en la que los cárteles comenzaron a absorber a las pandillas juveniles hasta disolverlas por completo, para reflexionar sobre cómo la violencia también alcanza a lacerar los movimientos contraculturales y la identidad de toda una comunidad de jóvenes que necesitan
de medios y espacios para expresar su sentir sobre su realidad. El cineasta, además, se sirve de la ralentización de las cumbias como una metáfora de los anhelos juveniles de querer hacer eternos los mejores momentos de sus vidas. Y es que lo que antes brindaba a Ulises aceptación e identificación en su barrio, ahora es motivo de burlas, rechazo, discriminación y abuso al otro lado de la frontera. Tomemos como ejemplo el personaje de Lin, quien luego de parecer genuinamente interesada en Ulises como persona, finalmente se revela como una chica superficial y egoísta que utiliza a Ulises sólo como un vehículo para dar autenticidad a su imagen y poder pertenecer a un grupo de adolescentes ‘cool’ que, de otra manera, nunca la hubieran aceptado en su ‘selecto’ grupo social. Porque en un país donde los jóvenes son dejados de lado, a éstos les quedan pocas opciones: o ven cómo su ciudad se convierte en tierra de nadie y terminan por trabajar directa o indirectamente para el crimen organizado, o abandonan su hogar para escapar de la violencia e intentan adaptarse y subordinarse a una sociedad que les exige eliminar hasta el menor rastro de su verdadera identidad. De esta manera, Ya no estoy aquí supone un lamento que entabla diálogo con Esto no es Berlín –también en competencia en el 17° Festival Internacional de Cine de Morelia– donde un adolescente melancólicamente confiesa “ya no sé qué somos”. Ambas propuestas, desde sus respectivas trincheras, y sus propios recursos –por ejemplo aquí destaca la sobresaliente labor histriónica de Juan Daniel García Treviño “Derek”–, apuntan a la importancia de la fidelidad a uno mismo.
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ever Have I Ever tiene una gran conciencia de las comedias adolescentes que aparecieron antes. Su valiente protagonista tiene una madre dominante, dos mejores amigas, un némesis y un típico boy crush. Todo lo que quiere es triunfar en su segundo año de secundaria, tener nuevas experiencias, equivocarse (lo hace mucho), y lo más importante, ser normal. Es una fórmula familiar usada en varias series de adolescentes, pero Never Have I Ever lo toma de una forma más interesante. Una gran parte del éxito de la nueva comedia de Netflix es gracias a Devi (Maitreyi Ramakrishnan), la protagonista de 15 años y el balance del show. Como lo dijo el consejero de la universidad, su ensayo de admisión puede ser sobre el hecho de que es una indian-american adolescente, cuyo padre cayó muerto en el medio de un concierto de orquestra de su secundaria, lo que llevo a Devi a perder el movimiento de sus piernas por unos meses. Pero Devi y la serie se niegan a la idea de usar este trauma como un punching joke.
Devi es lo que muchos adolescentes de 15 años: una tormenta dormida de contradicciones que no comprende completamente su propio poder en el medio de dejarlo salir. La rabia de Devi, que es una de las características más fascinantes, pero no es toda su personalidad. Es un personaje completo. Uno de los highlights de la serie llega con Andy Samberg narrando uno de los episodios. Al respecto el actor comentó: "Algo que me atrajo mucho más es el hecho de que se le presta atención a los personajes a su alrededor, a la prima que quiere ser una bióloga independiente, pero esta casi atrapada a tener un matrimonio arreglado, su mamá (uno de los mejores personajes) que lucha con ajustarse a poder criarla, empujando su propio dolor. Sus mejores amigas Fab y Eleanor tienen sus propias historias y se les da la oportunidad de mostrarlos. Algo de lo más interesante de Never Have I Ever resulta también la historia de Fabiola, quien se resiste al hecho de ser gay al principio, antes de apropiarse, y esto está especialmente muy bien hecho.