CELULOIDE DIGITAL - NOVIEMBRE 2021 - UNA PELÍCULA DE POLICÍAS

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pero contundente filmografía de Alonso Ruizpalacios se encuentra marcada por la experimentación con los límites que dividen la realidad de la ficción. Tanto en su notable opera prima “Güeros” (2014), como en su sobresaliente thriller “Museo” (2018), el artificio se ve revelado de forma deliberada. Su más reciente producción, “Una película de policías”, lleva este recurso a un nivel mucho más ambicioso y se presenta como un documental que es, a la vez, una obra de ficción. Narrada de forma capitular, los primeros tres episodios están dedicados a la pareja protagónica, explorando sus vidas primero por separado, y luego juntos cuando se conocieron y se hicieron pareja ya en las filas de la Academia de Policía. Luego de los tres capítulos en los que conocemos tanto a Teresa (Mónica del Carmen) como a 'Montoya' (Raúl Briones), así como sus motivaciones para formar parte de la institución, el artificio queda al descubierto cuando un aparente desperfecto técnico obliga a detener la filmación. Ese corte no sólo revela de golpe la realidad de la filmación de una ficción, sino que los intérpretes frente a la cámara estaban sincronizando sus gestos y diálogos con los de el audio pregrabado con las voces de los verdaderos Teresa y Montoya. Y es justo ahí donde podríamos decir que «el verdadero documental» entra en escena con los actores compartiendo sus experiencias previas a la filmación de la película.




Las historias de policías no son un novedad para el director mexicano, pues ya en su cortometraje “Verde” (2016), en donde también participó Raúl Briones, se aproximó a un grupo de oficiales encargados de transportar valores en camiones blindados. Con la fotografía de Emilio Villanueva y la edición del experimentado y reconocido Yibrán Asuad —quien hace un par de años ganó el premio Ariel por su labor en la multigalardonada “Ya no estoy aquí” (2019), de Fernando Frías de la Parra—, “Una película de policías” es una propuesta ambiciosa que posee una visión autoral bien definida. Despojada de todo mensaje moralino y proselitista a favor del cuerpo de policía en México, la película de Alonso Ruizpalacios busca exponer y desentrañar cuáles son las causas de la corrupción y la impunidad al interior de la corporación. Pero la película va más allá de ser una propuesta auténtica que explora los códigos del documental y de experimentar con los límites que separan la realidad de la ficción, sino que también consigue —probablemente sin proponérselo— una disección de la labor actoral durante su preparación para representar un rol frente a la cámara bajo el método de Stanislavski, aquel que llevó a estrellas como Marlon Brando o Robert de Niro a alcanzar el reconocimiento como histriones. Y es que las confesiones que hacen tanto Mónica del Carmen pero sobre todo Raúl Briones frente a sus propios celulares, revelan por un lado la demanda física y psicológica que puede alcanzar la preparación de un personaje, y también arrojan luz sobre la muy amarga experiencia que representa prepararse y desenvolverse como un policía en un país como México. Lo conseguido aquí por Alonso Ruizpalacios no se queda sólo en un arriesgado y sofisticado ejercicio de estilo, es la disección de dos oficios que no siempre valoramos en su justa medida. Y aunque podría parecer que Ruizpalacios se ha distanciado de lo que había propuesto en sus películas previas, la verdad es que mantiene sus intereses temáticos como la exploración de personajes urbanos que se enfrentan a la falta de rumbo en sus vidas. “Una película de policías”, por su audacia y autenticidad al echar mano de todos los recursos que posee el lenguaje cinematográfico para yuxtaponer distintos géneros y crear con ello una obra cinematográfica inclasificable, se gana a pulso su lugar entre lo más notable del año en el panorama nacional.





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on el propósito de trasladar exitosamente a la pantalla grande una de las más reconocidas y veneradas creaciones de, ni más ni menos, Jack ‘El Rey’ Kirby hace 45 años, la película “Eternals” se presenta como el proyecto más ambicioso de Marvel al pretender compaginar el cine de autor bajo la batuta de la directora Chloé Zhao —reciente ganadora del Oscar por su película “Nomadland”— con el entretenimiento industrializado para las masas. La raza conocida como ‘Los Eternos’ son semidioses humanoides —que desde el principio de los tiempos hablan un perfecto inglés, por cierto— creados por los seres cósmicos conocidos como Celestiales para que defiendan a la Tierra de las mortíferas criaturas llamadas Deviantes. Es así como nos son presentados Ikari (Richard Madden), Sersi (Gemma Chan), Ajak (Salma Hayek), Thena (Angelina Jolie), Kingo (Kumail Nanjiani), Sprite (Lia McHugh), Phestos (Brian Tyree Henry), Makkari (Lauren Ridloff), Druig (Barry Keoghan) y Gilgamesh (Ma Dong-seok), los diez ‘Eternos’ que con sus muy particulares poderes cuidan nuestro planeta, y desde su llegada durante los orígenes de la civilización humana establecida en Mesopotamia han guiado en secreto a la humanidad a lo largo de la Historia, aunque con la prohibición estricta de intervenir en los conflictos humanos. Miles de años después, una vez que han exterminado a todos los Deviantes, Ajak, la líder del grupo, permite que cada uno de los Eternos encuentren un nuevo propósito para darle un sentido al resto de su vida en la Tierra. De esta forma cada uno intenta encontrar su lugar en el mundo, ya sea como profesores, actores o como padres de familia. Sin embargo, el inesperado ataque de un Deviante trae de regreso al grupo para una misión en la que les serán revelados algunos secretos sobre sus orígenes y su verdadera misión en el universo. Quienes vean en estos Eternos a versiones alternas de los miembros de la Liga de la Justicia no estarán equivocados, pues casi todos estos semidioses tienen su equivalente en la alineación de superhéroes de DC. Por ejemplo, Ikari es el Superman que también vuela y lanza rayos por los ojos pero «no usa capa», Thena es la guerrera rubia que emula a la Mujer Maravilla, y Makkari es una Flash muda que se comunica con lengua de señas. Pero más allá de estas comparaciones que no son más que meros datos de trivia, la gran falla de la cinta es que su ambición y grandilocuencia pagan el precio con diálogos explicativos y extremadamente solemnes declamados sin el más mínimo de credibilidad por un variopinto grupo de actores que, en su mayoría, carecen del carisma para que conectemos con ellos. En cuestiones técnicas, la película presenta los altibajos habituales de las películas de segunda categoría de Marvel Studios. El diseño de arte no decepciona al momento de estilizar y reinterpretar las extravagantes vestimentas y los accesorios que portaban los personajes originales en las viñetas. Aquí el aspecto y los poderes de estos semidioses comparten similitudes con las místicas habilidades de Doctor Strange y por supuesto con su mentor Ancient One —¿acaso se revelará su vínculo en la próxima “Doctor Strange in the Multiverse of Madness”?—. No obstante esta virtud, tanto el diseño de los Deviantes como la calidad del CGI utilizado para darles vida, quedan en saldo rojo, y es que no habíamos visto efectos especiales tan defectuosos desde “Black Panther” (2017) o “Shang Chi” (2021) Si bien existen algunos aciertos como los paralelismos que se tejen entre los distintos principios filosóficos y creencias religiosas de los semidioses protagonistas y los de la propia Humanidad a lo largo de la Historia, esto no es suficiente para sostener una película con una narrativa fragmentada que lastra el ritmo durante sus dos horas y media que se vuelven tediosas. Además, la tan presumida innovación —para el UCM— de filmar en exteriores y con luz natural no es más que un truco publicitario que pretende vender un producto prefabricado y sin alma como una propuesta autoral de la realizadora ganadora del Oscar. Y es que si bien en algunas partes de la película se presentan bellas postales que nos remiten a las películas anteriores de la cineasta, la película sigue conservando el sello distintivo de las películas de Marvel y por supuesto que en su clímax presenta las acostumbradas secuencias de acción genéricas que podemos encontrar en la extensa lista del cine de superhéroes, tanto de esta empresa como de su competencia. “Eternals”, pese a sus buenas intenciones, termina por ser es una pieza defectuosa en la compleja maquinaria que ha hecho de Marvel el monstruo mercadotécnico —que no cinematográfico— que es hoy en día.



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l nombre de Leos Carax es sinónimo de un fenómeno de culto entre la cinefilia alternativa, y desde su fama internacional alcanzada con “Holy Motors” en el año 2013, se antojaba ya su siguiente producción cinematográfica. Siete años tuvieron que pasar para que finalmente llegara a las pantallas “Annette”, un musical trágico-romántico protagonizado por Adam Driver y Marion Cotillard en el que nuevamente coloca a un romance como el eje de su trama, remitiéndonos de inmediato a sus primeros trabajos y particularmente a “Les Amants du Pont-Neuf” (1991). El protagonista Henry McHenry (Driver) es un comediante de stand-up que sostiene una relación sentimental con Ann (Cotillard), una cantante de opera con reconocimiento internacional. La relación, rodeada de glamour, es el centro de atención de la prensa rosa a nivel mundial. Sin embargo, la pareja ideal tendrá que enfrentarse a dos sucesos, el nacimiento de su hija Annette y el surgimiento a la luz de un lado oscuro y violento por parte de Henry. ¿Hasta qué punto el personaje encarnado por Driver es un alter ego del cineasta? La verdad, sería imposible de conocer, pero hay que recordar que el cineasta ya estuvo bajo los reflectores cuando, diez años atrás, la actriz rusa Yekaterina Goluveba, su pareja sentimental y madre de su hija, cometió suicidio luego de un episodio de depresión. Y es que no es casualidad que el maquillaje de Adam Driver juegue con sus rasgos para acercarlo a la imagen que Leos Carax tenía en aquel entonces. Pero dejando eso de lado, la crítica/burla hacia el estrellato que ofrece el director en “Annette” ya había tenido mejor ejecución y resultados en la ya mencionada “Holy Motors”, en la que Carax proponía una mirada al fenómeno de la extravagante existencia de los famosos y de la vida mimetizándose con el arte en una suerte de ritual simbiótico. Pero aquí, además de acudir nuevamente al recurso de presentar a la vida como un acto performático, el director se aventura en su propuesta en donde la hija de los protagonistas es representada como un muñeco o marioneta que bien podría representar una figura metafórica sobre las parejas sentimentales que ven a los hijos como objetos a los que se puede poseer y utilizar para fines económicos o de chantaje emocional, y no es sino hasta que éstos hijos asimilan su realidad y se apropian de su identidad y su destino, que se convierten en seres humanos de verdad. A nivel técnico y artístico, esta suerte de mezcla entre sombría opera rock —compuesta por Russell Mael y Ron Mael del grupo “Sparks”— y musical deslavado de Broadway de 140 minutos de duración se presenta impecable en su factura y no ofrece concesiones al espectador, refrescando algunos conceptos que el director ha heredado de la Nouvelle Vague y a los que el director ha recurrido a lo largo de su filmografía y otros aspectos estéticos que provienen de maestros franceses como Jean Cocteau o Jean Vigo. Rabiosa y auténtica, “Annette” es, cinematográficamente hablando, una propuesta de autor de altos vuelos; sin embargo, es en su discurso sobre las naturaleza humana donde la propuesta flaquea y el director peca de tibieza al momento de abordar las relaciones de pareja marcadas por la masculinidad tóxica y la explotación infantil, pues no solo evita a toda costa problematizar estos temas, sino que se atreve a plantear que las violentas y mortales conductas misóginas del protagonista son tan sólo el resultado de su severa propensión a mirar de frente a la oscuridad del abismo y ser engullido por ésta, quitando con esta decisión toda la responsabilidad a la podrida estructura de un sistema sociocultural que no sólo le ha privilegiado durante toda su vida sino que además le ha brindado todas las oportunidades para salir impune de sus actos.



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a saga “Las Crónicas de Dune”, de Frank Herbert, es uno de los pilares de la ciencia ficción literaria del siglo XX. La primera novela publicada en 1965 conserva hasta hoy el título de la novela de ciencia ficción más vendida de la historia. Herbert decidió continuar con la historia a través dos novelas más —“El Hijo del Mesías de Dune” (1969) e “Hijos de Dune” (1976)— para así dar forma a una trilogía. Sin embargo, el demoledor éxito de los libros lo llevó a extender el proyecto a una tetralogía con “Dios emperador de Dune” (1981) con la que pretendía cerrar su historia, aunque pocos años después retomaría la saga y la expandiría dos volúmenes más: “Herejes de Dune” (1984) y “Casa Capitular Dune” (1985), aunque dejó un capítulo abierto para que la saga pudiera continuar; lo cual sucedió a manos de su hijo Brian Herbert junto con el escritor Kevin J. Anderson, quienes publicaron dos trilogías a manera de precuelas —“Preludio a Dune” (1999 - 2001)— y un par de novelas más que —“Cazadores de Dune” (2006) y “Gusanos de Arena” (2007)— con las que cerraban finalmente la saga original. La atracción de los estudios para trasladar las novelas al lenguaje audiovisual se ha suscitado desde el estreno de la primera entrega. De hecho, en 1975 el artista multidisciplinario de origen chileno Alejandro Jodorowsky se colocó al frente de la adaptación de “Dune” para la pantalla grande y durante la etapa de preproducción trabajó con el guionista y experto en efectos especiales Dan O'Bannon, el diseñador H.R. Giger –quien cuatro años después crearía al ya legendario xenomorfo para la cinta “Alien” (1979) de Ridley Scott– y el afamado artista Jean “Moebius” Giraud; además de sostener conversaciones con Salvador Dalí, Orson Welles, Mick Jagger y David Carradine para que protagonizaran la cinta. El ambicioso proyecto “Dune” de Jodorowsky, que no iba a ser completamente fiel al material original sino que usaría a la novela de Herbert sólo como la base para una libre interpretación de su historia y sus postulados, no prosperó, pero poco a poco fue migrando hasta llega a manos de David Lynch, quien estrenó su versión en 1984. Y aunque la mente maestra de este excéntrico cineasta fue capaz de crear una obra de culto para cierto sector de sus seguidores —quienes aceptan que el resultado es bastante desigual—, en su momento el filme protagonizado por estrellas como Kyle MacLachlan, Virginia Madsen, Max von Sydow, Dean Stockwell, Leonardo Cimino, Brad Dourif, José Ferrer, Linda Hunt, Kenneth McMillan y el cantante Sting, fue un estrepitoso fracaso taquillero y duramente tratado por la crítica especializada. Casi cuatro décadas más tarde, y luego de algunas adaptaciones televisivas, llega a los cines la que pretende ser la versión fílmica definitiva de una obra literaria que se presume es inadaptable. A cargo del director Denis Villeneuve —uno de los mejores directores en activo de la industria y que nos ha regalado películas imprescindibles como “Incendies” (2011), “Sicario” (2016); “Arrival” (2017) y “Blade Runner 2049” (2018)—, la película “Dune” nos presenta a la Casa Atraides, quienes por orden imperial deben dejar su planeta natal Caladan para establecerse en el planeta Arrakis, donde además de gobernar deberán explotar el desierto para extraer la «especia», la sustancia más valiosa del universo que es producida por gigantescos gusanos que viven bajo tierra y que lo mismo funciona como droga psicotrópica con olor a canela que como el poderoso combustible que hace posible los viajes intergalácticos y la conquista del universo. El Duque Leto Atraides (Oscar Isaac), su esposa Lady Jessica (Rebecca Ferguson) y su hijo


Paul (Timothée Chalmet), deberán conquistar este nuevo mundo para ellos y hacerle frente a las comunidades nómadas que viven en el desierto y que son conocidas como Fremen, y también a la familia Harkonnen, quienes hasta hace poco gobernaban Arrakis enriqueciéndose con la «especia» por más de 80 años y no piensan ceder el control de la extracción de la valiosa materia prima universal. Abrevando de las influencias de directores emblemáticos de la ciencia ficción cinematográfica del siglo XX como Stanley Kubrick, Luc Besson pero sobre todo de Ridley Scott, el director canadiense se apoya nuevamente de los diseños de producción de Patrice Vermette —con quien ya había trabajado en cintas como “Prisoners” (2013) y las ya mencionadas “Sicario” (2015) y “Arrival” (2016)— para crear un universo sofisticado que consigue explotar al máximo con la labor del director de fotografía Greig Fraser, quien se hizo cargo de la cinematografía de “Rogue One: A Star Wars Story” (2016) y en la serie “The Mandalorian” y que además se hizo cargo de la próxima cinta “The Batman” (2022), y también con las partituras originales del célebre compositor Hans Zimmer. Todo el conjunto funciona a la perfección para dar forma a un espectáculo visual especialmente diseñado para experimentarse en la pantalla de cine más grande a la que se pueda tener acceso. Pero la grandilocuencia de la cinta más ambiciosa de Villeneuve hasta la fecha no puede evitar que sean muy evidentes sus carencias narrativas y que su desarrollo resulte muy pobre. Porque aunque es verdad que se trata de una película que se mueve a contracorriente del cine industrializado donde prima la acción sobre la historia, el desarrollo de su trama resulta muy poco sustancioso. Y es que si bien está presente la alegoría al imperialismo con las guerras contra los pueblos para apoderarse de sus recursos, y también hay subtramas con intrigas palaciegas y traiciones políticas al estilo “Game of Thrones” pero en un ambiente intergaláctico, así como referencias a planteamientos religiosos/mesiánico, éstas solo se presentan como un bosquejo mal elaborado que no propone reflexión alguna, quedándose sencillamente en una anécdota narrada de forma esquemática y con personajes unidimensionales, provocando con ello que se haga muy difícil la conexión con los personajes; y si acaso hay intentos de matizar sus personalidades, pronto estos esfuerzos son dejados de lado para priorizar la majestuosidad de los fantásticos mundos que habitan. Buenos que son muy buenos y malos que son muy malos; así son los personajes que habitan el mundo de “Dune” que ha creado Denis Villeneuve en este su nuevo viaje del héroe que nos deja un regusto amargo y un tanto decepcionante, sobre todo luego de una filmografía casi impecable cuyo referente más reciente era la estupenda “Blade Runner 2049”, en la que además de presentarnos una digna secuela de una obra maestra, nos ofreció un muy inspirado ensayo sobre un replicante que busca su origen y destino, así como sobre el poder de las corporaciones tecnológicas capitalistas que alcanzan niveles cada vez más invasivos, y donde la manipulación genética no sólo se requiere para replicar humanos esclavos de mente, sino también como una herramienta para replicar el alimento que nos permitiría sobrevivir. Habrá que esperar ahora la secuela —que según Warner Bros. es prácticamente un hecho— para averiguar si la pretendida saga épica se eleva hacia otros mundos o si sucumbe definitivamente en las peligrosas arenas del fracaso y el olvido.




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n 2013 un reducido pero valeroso grupo de jóvenes georgianos que desfilaron en el primer desfile del orgullo gay en Tiflis (capital de Georgia) fueron atacados por miles de fervientes devotos de la iglesia ortodoxa, la cual domina la forma de pensar y actuar en los países balcánicos, quienes aun se resisten a abrir sus mentes y se rigen por sus costumbres tan extremistas. Como sabemos, esta zona de Europa está enfrentando una polémica mundial al ser acusada de terribles crímenes en contra de la comunidad LGBTQ, que por más que traten de mantenerse ocultos son una realidad y hace que el ser gay en aquellos países sea prácticamente una sentencia de muerte. Este hecho impactó mucho al director sueco de origen georgiano Levan Akin, quien sintió la necesidad de abordar el tema en su película And then we danced, que después de un gran recibimiento en la Quincena de Realizadores de Cannes se ha convertido en la representante de Suecia para la próxima entrega de los premios Oscar en la categoría de mejor película de habla no inglesa. El director sitúa su historia en el mundo de la danzas tradicionales georgianas, que son un gran símbolo nacional y en las que, a diferencia de otras partes del mundo donde está mal visto que un niño se dedique a la danza, en Georgia practicarla es motivo de orgullo, pues en sus coreografías llenas de fuerza son un reflejo de su identidad… del poderío, virilidad y orgullo de los varones georgianos. And then we danced narra la historia de Merab, (interpretado por el novato pero encantador Levan Gelbakhiani), un joven bailarín de la Compañía Nacional de baile Georgiano que junto con su hermano continúan con la tradición familiar, pues sus padres fueron parte del ballet y Merab ha soñado con bailar desde que era niño. El joven combina sus extenuantes ensayos con su trabajo de mesero, porque aunque está determinado en lograr sus metas, en ningún momento descuida su hogar. Merab cuenta con el cariño y apoyo incondicional de Mary (Ana Javakishvili), una especie de novia que ha sido su pareja de baile desde la niñez. Pero a pesar de su innegable talento que lo hacen uno

de los más destacados de la compañía, el chico no termina por convencer a su estricto profesor ni a sus compañeros varones, ya que su estilo para bailar es “diferente” en comparación del resto del cuerpo de baile. En pocas palabras, Merab no es lo suficiente masculino en sus movimientos al momento de interpretar las coreografias. La llegada un nuevo chico llamado Irakli (Bachi Valishvili) hace que el lugar y reconocimiento por el que tanto ha luchado Merab corra peligro, ya que aparte de su atractivo físico y talento, Irakli tiene ese estilo fuerte y varonil que la danza georgiana tanto demanda. Pero esto solo sirve de motivación para Merab, quien pide ayuda a Irakli para perfeccionar sus movimientos. La convivencia entre ambos va despertando nuevas sensaciones, nuevos sentimientos que no habían experimentado, lo que derivara en una gran amistad que se terminara convirtiendo en un inminente romance. La elección del actor protagonista no pudo ser más acertada. Gelbakhiani, quien es bailarín de ballet profesional, se preparó intensamente para aprender las danzas georgianas y curiosamente al igual que el personaje, tuvo que adaptar su acostumbrado estilo de danza más delicado a algo más “masculino”. Poseedor de un rostro bastante expresivo ,una mirada de inocencia y elevadas aptitudes para la danza le hizo el candidato ideal, y de verdad resulta increíble saber que este chico nunca haya actuado antes, pues logra transmitir fácilmente todo sentimiento. El resto de los personajes, igual interpretados en su mayoría por actores no profesionales, no están escritos y plasmados tan detalladamente como el de Merab, pero no por falta de importancia sino para dejar claro que él es el protagonista absoluto de esta historia. La cinta nos plantea una lucha constante entre dos distintas generaciones europeas que tienen dificultades para coexistir debido a sus grandes diferencias de pensamiento. Para plasmar los deseos liberales de la juventud contra las arraigadas e inflexibles tradiciones de aquel país, el director se apoya en varios aspectos técnicos para lograrlo, como la fotografía que luce suave y natural para reflejar la cotidianidad geor-

giana y en los momentos de los ensayos dancísticos, para después cambiar a algo mas psicodélico en las escenas de Merab y compañía divirtiéndose y viviendo al máximo su juventud. El soundtrack funciona de igual manera, presentando desde lo más moderno de la música sueca hasta las piezas clásicas y tradiconales de la region (como las usadas para las danzas y las de los cantos populares) pasando por la atemporal música de ABBA. La dirección y guion (escrito por el mismo Akin) nos adentra a la historia y vida de Merab, con momentos cotidianos íntimos y encantadores que logran atraparnos en la historia de la evidente situación de pobreza de nuestro protagonista, pero siempre enfrentada de manera esperanzadora por parte de él en un pueblo que se resiste a la modernidad anclando a su juventud, en un pasado que debe de dejarse atrás para así evolucionar. Hacia la mitad de la cinta, la trama se comienza a llenar de situaciones y subtramas melodramáticas que le restan impacto y peso al argumento inicial; pero este pequeño percance no dura mucho, pronto la historia retoma su rumbo y se vuelve a centrar en Merab y su búsqueda por su identidad y libertad. Porque aunque Merab conoce por primera vez el amor, la cinta no se puede catalogar como una película romántica, pues el romance solamente es un escalón más hacia su crecimiento personal. Teniendo como marco la danza, la cinta no podía quedarse corta en sus escenas de baile que son de lo mejor de la película; el director demuestra una gran habilidad para filmar exquisitas secuencias, donde vemos el esfuerzo y personalidad de los personajes, y donde vemos todas las emociones a flor de piel para culminar en una increíble secuencia final que sirve de metáfora de lo que pasa en la vida del protagonista, donde todo el dolor de Merab es convertido en arte puro y en un vehículo hacia su libertad. “And then we danced” es una propuesta sobresaliente sobre cómo tomar lo mejor de tus aprendizajes, alcanzar excelencia para finalmente hacerlos tuyos y vivir tu verdad, alejado de los convencionalismos.



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l cinefotógrafo Jaiziel Hernández Máynez presenta su primer ejercicio de ficción como director y acude a sus propias vivencias y experiencias de amigos y familiares para dar forma a un ensayo sobre las relaciones familiares y las decisiones que deben tomarse para dejar atrás un pasado que impide el crecimiento personal. “Días de Invierno” tiene como protagonista a Nestor (Miguel Narro), un chico de 22 años que se encuentra estancado en su vida con un trabajo de noche como recepcionista de un hotel en una pequeña ciudad industrial al norte de México cerca de la frontera con Estados Unidos. El joven, que vive solo con su madre, transita en este mundo casi en automático, aunque desea abandonar ese lugar inhóspito para buscar algo más. Por su parte, Lilia (Leticia Huijara), su madre se 58 años, acaba de ser despedida de la empresa donde trabajaba a causa de un recorte de personal. Madre e hijo ahora se encuentran atravesando sus propias crisis. Ella, la del repentino desempleo y la mediana edad; buscando además la emoción de vivir con viajes a un casino y de encontrar un segundo aire en su vida sexual. Él, apenas llegando a la adultez con una búsqueda de identidad y de un lugar en el mundo, deseando con todas sus fuerzas irse a vivir con su hermana en Estados Unidos, pero con la culpa de dejar atrás a su madre. El reencuentro con una cabaña, la última de sus propiedades que los ata al pasado, provocará en ellos un replanteamiento de sus caminos en esta vida, especialmente cuando su madre decida poner a la venta el inmueble. Presentada en la sección “Ahora México” del 10° FICUNAM y en el Festival Internacional de Cine de Guanajuato, “Días de Invierno” es un drama familiar que se propone examinar cómo las personas muchas veces se encuentran atrapadas entre dos deseos muy fuertes, el de querer permanecer junto a su familia y el de querer escapar de un lugar para hacer su propio camino. El director muestra cómo en ocasiones la presión familiar para permanecer al lado de los padres se ejerce a costa del sacrificio de los deseos personales de forjar una vida independiente y alejados de un ambiente que resulta inhóspito y con pocas alternativas de avanzar. El guion coescrito junto con Oriana Jimenez echa mano de un problema matemático abstracto que alguna vez el director encontró en un problemario de las olimpiadas matemáticas en las que competía cuando estudiaba la Secundaria, y con dicha premisa matemática que parece imposible de resolver, realiza una metáfora al trasladar el planteamiento al terreno de la toma de decisiones de los personajes para dejar atrás un pasado de hastío y enfocarse en un futuro que, aunque lleno de incertidumbre, también está lleno de esperanza. Con la ciudad de Saltillo, Coahuila convertida en un personaje más dentro de la película gracias a la fotografía de Juan Pablo Ramírez, y otras metáforas como la de un vehículo atrapado en el fango para representar el estado emocional de los personajes, el director propone en “Días de invierno” un íntimo coming of age que seguramente encontrará eco en todos aquellos que alguna vez se han sentido atrapados y perdidos en sus propias vidas.



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a filmografía del mexicano Carlos Armella se ha desarrollado principalmente en los terrenos del documental, pero en sus dos incursiones en la ficción cinematográfica, ha elaborado dos sobresalientes propuestas que, aunque diametralmente opuestas en cuanto a forma y fondo, están vinculadas por la honestidad al explorar sus intereses temáticos como cineasta. En su primer largometraje de ficción, “En la estancia” (2014), el cineasta desdibuja las fronteras entre ficción y documental en un sofisticado ejercicio de estilo que inicia como un documento que da fe de la dura realidad económico-social de una comunidad fantasma de Guanajuato, y que en su último acto se transforma en un tenso thriller de venganza. Ahora con “¡Ánimo Juventud!”, el director cambia de registro para transportarnos a la adolescencia de cuatro chicos de la Ciudad de México con sus respectivas crisis personales propias de la edad: Martín (Rodrigo Cortés) es un chico grafitero que está enamorado de una chica a la que apenas conoce y ha decidido gritarlo al mundo a través de una pinta clandestina de grafiti; Dulce (Daniela Arce) es una adolescente que tiene que esconder su genuina ternura y necesidad de cariño para hacerse la dura de carácter y seguir conservando el respeto de su grupo de amigas en el colegio; Daniel (Mario Palmerin) es un chico de 18 años que, luego de embarazar a su novia, busca hacer lo correcto y encargarse del bebé mientras se ve obligado a trabajar como taxista tras ser expulsado de la escuela; Pedro (Iñaki Godoy), por su parte, es un adolescente que, harto de la incomprensión de los adultos, ha decidido hablar única y exclusivamente con un lenguaje que él mismo ha inventado. Narrada de forma fragmentada y de manera no lineal, “¡Ánimo Juventud!” se inscribe en la lista de filmes narrados a través de historias entrecruzadas en la que pueden observarse influencias de cintas como “Pulp Fiction” (1994), de Quentin Tarantino, y a través de este recurso otorga el mismo nivel de importancia y protagonismo a los cuatro adolescentes. Con un espíritu de búsqueda de libertad que hemos visto retratado en nuestro cine como en “Sopladora de Hojas” (2015), de Alejandro Iglesias Mendizabal, el cineasta nos brinda un retrato adolescente ligero cuya principal motivación es el entretenimiento, pero que no por ello deja de ofrecer reflexiones inteligentes y profundas sobre el doloroso proceso de crecimiento y maduración emocional, así como un honesto grito de rebeldía ante la mirada de los adultos que navegan entre la indiferencia, la apatía y la corrupción. Con la fotografía a cargo de Ximena Amann, se consiguen en pantalla algunas sobresalientes metáforas visuales que apoyan a otras alegorías más conceptuales como el lenguaje propio de Pedro como símbolo de una genuina seña de identidad y de fidelidad a uno mismo frente a las demandas de normalidad por parte de una sociedad cerrada a lo diferente. Y aunque se abordan con cierta ingenuidad algunas situaciones en la cinta, se trata de un pequeño detalle que para nada afecta el propósito del director: ofrecernos una entrañable coming of age a través de una comedia inteligente, donde la gran naturalidad y química que se logra entre los jóvenes actores resulta crucial para que la película funcione y se logre la conexión con el espectador, de quienes se obtiene la empatía para con los protagonistas durante su difícil proceso de autodescubrimiento. Así, entre embarazos no deseados, declaraciones de amor adolescente, reafirmación de la identidad a través de la experiencia sexual, y de discursos de rebeldía juvenil, el director da forma a la fresca y entretenida "¡Ánimo Juventud!”, un rabioso grito de desencanto, soledad e inconformidad social que toma su energía de la resiliencia.



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uana de Arco” es la segunda parte del díptico centrado en la figura de la líder francesa a la que ya se había aproximado en “Jeannette, l’enfance de Jean d’Arc” (2017). En esta ocasión, se centra en el episodio del punto álgido de la contienda bélica con la chica comandando al ejército en la defensa por el trono francés, hasta que esta es enfrentada por la Iglesia católica que espera condenarla a la ejecución en la hoguera bajo el crimen de herejía. Con un número mucho menor de musicales que en su antecesora, un tono más sombrío y narrativamente también mucho más convencional, “Juana de Arco” es una pieza artística tanto estética como conceptualmente subversiva: Por ejemplo, la doncella de Orleans que comanda al ejercito y posteriormente espera su juicio de manera estoica es encarnada por la jovencísima actriz Lise Leplat Prudhomme, mientras que las batallas entre los ejércitos son resueltas con ingenio mediante un impresionante ballet ecuestre. Con base en la obra de Charles Peguy, de la que hereda sus espíritu teatral, la propuesta radical de Bruno Dumont hace que su “Juana de Arco” se presente a contracorriente del canon del cine biográfico comercial y refrenda el valor de su artífice como uno de los cineastas más originales del cine europeo.


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n su tercer largometraje, el director mexicano Marcelino Islas Hernández se reúne con la actriz Verónica Langer tras haber trabajado en su película anterior, “La Caridad” (2016), un sobrio drama marital sobre la soledad en la pareja central del relato y donde la previa fractura emocional entre los protagonistas se agrava luego de que su vida es trastocada por la partida del hogar de su hijo y por un terrible accidente automovilístico. Ahora, en “Clases de Historia”, el director vuelve a hacerse cargo del guión y escribe el personaje protagónico especialmente para que sea interpretado por la experimentada actriz, quien aquí se transforma en una maestra de Historia con la que comparte nombre y cuya vida marital y familiar recuerda a la de su papel en el filme anterior. La relación que la profesora mantiene con su esposo e hijos, es distante, fría, y apenas desea tocar el tema del cáncer que padece desde hace tiempo, que le fue detectado tardíamente y que posiblemente terminará con su vida muy pronto. Entre la apatía y el cuestionarse si someterse a un tratamiento con quimioterapia que le ofrece muy pocas esperanzas de vida, Verónica conoce a Eva (encarnada por Renata Vaca), una alumna de nuevo ingreso con quien desde el primer día en su clase tiene varios roces en el salón por su mala actitud y conducta. Pero de manera inesperada, la profesora es despedida por la directiva escolar que no quiere tener problemas si, debido a su enfermedad, le ocurriera algo en las instalaciones de la escuela. Eva entonces consigue la dirección de la profesora y acude a su casa para pedirle un favor y solucionar un embarazo no deseado; entre ellas comienza a gestarse así una inicialmente insospechada relación de amistad que irá evolucionando y las unirá íntimamente. “Clases de Historia” es una película honesta, un retrato de la clase media mexicana en el que, al igual que en sus dos filmes previos, el cineasta destaca por su empatía con la mirada y la experiencia femenina, y a través de ella explora sus inquietudes temáticas como la soledad, la monotonía y la reconfiguración que se debe hacer en la vida cuando nos enfrentamos a un evento trágico inesperado que nos trastoca profundamente. Sin embargo, en esta cinta hay una diferencia sustancial y contundente que la separa del resto de su obra. Y es que tanto Martha como Angélica, las protagonistas de sus filmes previos, eran mujeres que de cierta forma aceptaban sus destinos, pero aquí sobresale un discurso que en cierto sentido, es más optimista, luminoso y vitalista, aunque no por ello resulta evasivo, escapista o menos doloroso. En las tres películas, el punto de partida es la soledad y la monotonía, pero el trayecto lleva a Verónica hacia un destino muy distinto. Y por supuesto para ello Eva resulta esencial, se trata de una chica que poco a poco consigue derribar la aparentemente infranqueable barrera emocional de Verónica. Su relación afectiva comienza a estrecharse, y con ello, sus respectivas carencias afectivas van encontrando sustitutos a le vez que la una a la otra se van revelando nuevas formas de ver y experimentar al máximo tanto la vida como la muerte. Profesora y alumna, se van apoyando mutuamente, se van dando fuerzas con su compañía, hasta generar en Verónica un renacer de su deseo íntimo, de estar con alguien más para sentirse viva por última vez, para volver a vivir en su camino hacia la muerte. Y es a través de la fotografía, el diseño sonoro, la selección musical y la estupenda labor histriónica de sus dos protagonistas, que el director consigue capturar y transmitir a cabalidad la decisión de Verónica de vivir de ahora en adelante bajo sus reglas y recorrer su marcado camino hacia la inevitable muerte pero bajo sus propios términos.




L

uego de presentar su sobresaliente opera prima, la entrañable “Los Insólitos Peces Gato” (2013) que poseía tintes semiautobiográficos, y tras ofrecernos el drama “La Caja Vacía” (2016) en el que también estaban presentes elementos de su vida y en el que además se colocó frente a la cámara como protagonista, la directora Claudia Sainte-Luce regresa luego de cinco años al Festival Internacional de Cine de Morelia con su tercer largometraje “El Camino de Sol”. La realizadora propone esta vez la historia de Sol, una madre encarnada por Anajosé Aldrete Echevarría y cuya vida cambia drásticamente cuando su pequeño hijo Christian de siete años de edad es secuestrado justo afuera del conjunto habitacional donde vive su ex esposo interpretado Armando Hernández, y con el que estaba teniendo una discusión sobre la pensión alimenticia. Ante la ineptitud, ineficiencia y corrupción de las autoridades frente a la denuncia del secuestro del menor, y frente al poco apoyo de su ex pareja para conseguir el dinero que piden los secuestradores, Sol comienza a padecer los estragos psicológicos del trauma y gradualmente se va desligando de la realidad, alcanzando niveles de un estado de delirio en el que toma decisiones muy cuestionables, como por ejemplo buscar ayuda en una secta religiosa donde lucran con la fe de las personas que en la desesperación buscan cualquier tipo de ayuda, así como también comienza a secuestrar perros para después pedir rescate a sus dueños. Aunque la película muestra el desamparo de la sociedad y la ineptitud por parte de las instituciones encargadas de impartir justicia y combatir la violencia, la directora no se propone crear una típica cinta de denuncia social, sino centrarse en el particular drama humano que vive una madre a la que le han arrebatado lo más valioso que tenía y lo único que la mantenía a flote en una sociedad descarnada. Con la fotografía de Carlos Correa y la música de Haraldur Prastarson, la realizadora borda un relato despojado de juicios moralinos hacia su protagonista, y aunque bordea peligrosamente el terreno del absurdo, la cineasta consigue con sensibilidad aproximarse a la amarga y delirante travesía de esta mujer que está dispuesta a pasar por encima de todo y todos con tal de recuperar lo más importante de su vida.



E

l solitario adolescente Rodrigo (Adrián Rossi) y su alegre madre Valeria (Sophie Alexander-Katz) viven solos en una modesta casa de interés social en las periferias de la Ciudad de México. Separada y resentida con el conflictivo padre de su hijo, la madre ha formado con su vástago un vínculo muy particular donde el complejo de Edipo hace su velada aparición desde las primeras secuencias del filme: en medio de la noche, el adolescente entra al cuarto de su madre para acomodarse entre sus brazos para continuar durmiendo; por las mañanas, en el cuarto de baño, ambos con el torso desnudo, se lavan juntos los dientes frente al espejo. Todo comienza a cambiar en la peculiar relación materno-filial cuando Valeria conoce a Fernando (Fabián Corres), un compañero de trabajo con el que va surgiendo una fuerte atracción físico-afectiva. La interacción entre el adolescente y la nueva pareja de su madre inicia de una manera cordial y por momentos hay incluso cierta camaradería, pero cuando ella le anuncia a su hijo que Fernando se mudará definitivamente a su casa para vivir con ellos. Rodrigo, entonces, se vuelve más y más rebelde, y está decidido a todo con tal de recuperar la exclusividad del amor y los cuidados de su madre. A partir de una anécdota minúscula, el director Rodrigo Ruiz Patterson cocina a fuego lento una historia universal sobre el doloroso proceso de crecer, de esa adolescencia llena de

miedos y de búsqueda de un lugar propio en el mundo. Con una propuesta visual naturalista –a cargo de la fotografía de María Sarasvati Herrera– la película apuesta por los silencios y las acciones para comunicar los volátiles estados de ánimo de los protagonistas. Narrada casi absolutamente desde el punto de vista del adolescente, resulta inevitable pensar en “Los 400 golpes” (1960) de François Truffaut. Y es que tal como el actor JeanPierre Leaud fue el alter ego del cineasta francés con el que buscó preservar su infancia perdida en la memoria fílmica mundial, el director mexicano elabora su relato con tintes autobiográficos sobre el final de la infancia con su personaje protagonista homónimo, una suerte de Antoine Doinel mexicano que se enfrenta a las encrucijadas de la moral, el despertar sexual, los celos y la dependencia emocional con tan sólo trece años de edad. La película resulta un sorprendente debut tanto para el director como para el increíble joven actor protagonista Adrián Rossi, cuya presencia, talento y sensibilidad componen el corazón de este sobresaliente coming of age. Coescrito por el director junto a Raúl Sebastián Quintanilla, “Blanco de Verano” es un íntimo relato sobre las angustias existenciales, sobre los inevitablemente torpes y burdos primeros pasos que damos en el mundo de las emociones y las experiencias adultas.



U

n conquistador bajo el mando de Cortés, naufraga en su regreso a España en 1521 e inexplicablemente aparece de nuevo en las costas de Veracruz, aunque ya son las que él dejó atrás luego de conquistar y saquear al Imperio Azteca, sino que son las playas del México contemporáneo. Ante el desconcierto, toma la decisión de volver sobre sus pasos, recorrer el mismo trayecto que, cinco siglos atrás, le permitió fraguar la caída de la gran Tenochtitlán. La realidad con la que se topa en el trayecto a la ahora capital mexicana es atroz, pues la brutalidad actual es incomparable con la violencia con la que se sometió a los pueblos indígenas. El horror en persona se materializa ante la mirada atónita del conquistador, quien se ve ahora atormentado por su pasado en busca de una redención que parece inalcanzable. Esta es la original y audaz premisa central de 499, el ejercicio cinematográfico en el que el realizador Rodrigo Reyes mezcla elementos fantásticos de la ficción con aspectos de la brutal realidad en formato documental. A través del inesperado viajero del tiempo encarnado por el actor Eduardo San Juan Breña, y con el apoyo de la sugestiva labor de fotografía de Alejandro Mejía y la música de Pablo Mondragón, la película toma al hecho histórico de la conquista y lo plantea como el nacimiento de nuestra actual identidad nacional. La tesis que Rodrigo Reyes propone es la de revisar a detalle nuestro inconsciente colectivo y adoptar a la Conquista como el germen de la desigualdad que devino en violencia; exponer a las expediciones de los españoles y la violencia que consiguió la caída del Imperio Azteca y la instauración de un nuevo gobierno como el origen de una sociedad brutal donde parecen irrefrenables los feminicidios, la migración forzada ante la precariedad, el crimen organizado, las desapariciones forzadas de periodistas y activistas, y un extenso etcétera. Pasado y presente se entrelazan en este sobresaliente ejercicio cinematográfico de naturaleza híbrida para exponer las fatídicas consecuencias históricas del colonialismo español en el que, además, el cineasta aprovecha el muy próximo aniversario de este suceso para, a través de un juego de vasos comunicantes distanciados por 500 años de historia entre la Conquista y el México contemporáneo, proponer una revaluación de nuestro punto de vista sobre el pasado con el fin de comprender a cabalidad nuestro presente, y en consecuencia, reconsiderar nuestras acciones con miras a un mejor futuro.





L

a película de Alonso Ruizpalacios cuenta ya con el respaldo de no pocos premios internacionales entre ellos el de Mejor Ópera Prima en el Festival Internacional de Cine de Berlín (Berlinale) y los de Mejor Fotografía y Mejor Nuevo Director, así como una Mención Honorífica del Jurado en el Festival de Cine de Tribeca- y a éstos hay que sumarle ahora los obtenidos en la pasada edición del Festival Internacional de Cine de Morelia -Mejor Primer o Segundo Largometraje, Mejor Actor (premio compartido por los tres protagonistas Tenoch Huerta, Sebastián Aguirre y Leonardo Ortizgris) y Premio 'Guerrero' (otorgado por la prensa)- donde tuvo su estreno nacional previo a su lanzamiento oficial en cines que se realizará durante el primer trimestre del próximo año. La trama de Güeros (2014) -filmada en contrastante blanco y negro y en formato 4:3- detona cuando Tomás (Aguirre), incapaz de ser controlado ya por su madre, es enviado por la misma al D.F. para que viva un tiempo indeterminado con su hermano Fede 'el Sombra' (Huerta), quien vive con su mejor amigo y colega universitario Santos (Ortizgris) en un departamento de una unidad habitacional en Copilco. La vida de estos dos personajes que se han declarado en huelga de la huelga de estudiantes de la máxima casa de estudios en México -en una referencia más que clara a la famosa huelga del '99 en la UNAM-, transcurre en una especie de limbo existencial donde no saben bien qué decisiones tomar respecto a sus vidas y su futuro. La llegada de Tomás brinda una suerte de propósito a sus vidas: encontrar a Epigmenio Cruz, una legendaria figura

musical que, dicen, una vez hizo llorar a Bob Dylan y que pudo haber salvado al rock nacional, pero que ahora se encuentra agonizando en un hospital de la ciudad de México. A partir de este punto -que no tarda más de 20 minutos en llegar-, el filme se transforma en una road movie -a la que eventualmente se une la única mujer protagonista, Ana (Ilse Salas)- dentro de los límites del D.F., una travesía de auto(re)descubrimiento para todos y cada uno de los personajes. Pero no únicamente los personajes de Güeros pasan por un proceso de auto(re)descubrimiento, la película en sí misma es un redescubrimiento de un formato y un lenguaje cinematográfico en desuso y casi olvidado. Bajo este experimento presentado de manera monocromática y con el ratio de aspecto equiparable al de las televisiones de antaño, los encuadres, paneos, travellings, la iluminación, las texturas, los cortes y las interpretaciones, tienen un sabor fílmico añejo, pero a la vez potente, refrescante, divertido, atrevido, y por no pocos instantes, propositivo. La sencilla anécdota de la película da bastante hilo para soltar una que otra reflexión respecto a la realidad nacional, y no sólo a la educativa, sino también a la realidad que corresponde al descompuesto tejido social e incluso a la realidad fílmica de México; reflexiones necesarias, puntuales y carentes de fecha de caducidad alguna. Güeros es una película sencilla y honesta, y estas dos cualidades son también sus mayores virtudes, porque mucho más allá de su fantástica y cuidadísima producción para la puesta en escena, se encuentra una película con personalidad propia que sólo ha podido alcanzar gracias a su honestidad.



C

on “Adiós a la memoria”, el director Nicolás Prividera cierra su trilogía de documentales con los que repasa al tiempo su historia familiar y la de su país: Argentina. Iniciada por “M” (2007), centrado en la desaparición de su madre, Marta Sierra, luego del golpe militar de 1976, y seguida por “Tierra de los padres” (2011), donde se aproximó a las víctimas de la violencia política, la trilogía ahora termina tomando a la figura de su padre como excusa para divagar no sólo sobre la degradación paulatina e irrefrenable de su memoria a causa del Alzheimer, sino también para realizar un ensayo sobre la memoria colectiva en la era de la inmediatez, la sobre estimulación de los sentidos y la (des)información que generan un efecto de anestesia social. Su padre, Héctor Prividera, según las palabras del propio cineasta, vivió “en piloto automático” luego de la desaparición de su esposa; de esta forma, a través de la historia de retraimiento su padre y el posterior avance de su Alzheimer, el director propone no sólo un ejercicio ensayístico sobre la decadencia de la memoria individual, sino un repaso de la igualmente frágil memoria histórica colectiva, aproximándose al pasado “como un museo de espejismos”. Ganador del premio al mejor guion en el Festival de Mar del Plata, el documental “Adiós a la memoria” busca y consigue exitosamente alejarse de las convenciones del cine sobre enfermedades mentales y toma ventaja de una dolorosa enfermedad degenerativa para proponer un diálogo sobre la memoria que va y viene de lo personal y familiar hasta lo político y social. Para ello rescata las filmaciones de su padre con su cámara Bolex Paillard y se aboca a presentar una combinación de sustratos y formatos cinematográficos con referencias culturales, musicales, literarias y políticas. Estamos entonces ante un ejercicio que demanda la participación del espectador ofreciendo como recompensa una experiencia valiosa en muchos niveles. El ensayo supera la reflexión en torno la relación paterno-filial que siempre estuvo marcada por el distanciamiento, el abandono y el profundo rencor, y consigue que ésta reflexión sea a la vez un tratado sobre la brecha generacional en la sociedad argentina y cómo éstas diferencias trastocan la forma de aproximarse a la vida política de un país en perpetua crisis de identidad. Así, además de un retrato sobre los fracturados lazos familiares y su imposibilidad de reconexión total, “Adiós a la memoria” es un potente y filoso ensayo crítico y de denuncia sobre la historia sociopolítica reciente de Argentina, y que termina, a través de una referencia a “La Peste” de Albert Camus, con una sentencia pesimista y casi funesta: “…que el bacilo de la peste no muere, ni jamás desaparece; que puede permanecer durante decenas de años dormida en los muebles, en la ropa; que espera pacientemente en las habitaciones, en las bodegas, en las maletas, en los pañuelos y los papeles, y que llegará un día que la peste, para desgracia y enseñanza de los hombres, despierte a sus ratas y las mande a morir en una ciudad dichosa”.



E

n 2018, la escritora Laura Santullo publicó su “El Otro Tom”, una novela centrada en Lena, una madre que tiene que enfrentarse al hecho de que su hijo es diagnosticado con Trastorno de Déficit de Atención e Hiperactividad (TDAH). Santullo adapta su propia novela para la pantalla grande y debuta en la dirección colaborando con el realizador Rodrigo Plá, con quien ya había colaborado como guionista en sus películas previas desde su opera prima “La Zona” (2007), una oscura fábula social en la que el juego de los buenos contra los malos y el repentino intercambio de los roles sobresalen en lo que resulta ser también un gran homenaje a 'Los Olvidados' de Luis Buñuel. La versión fílmica de “El Otro Tom” es protagonizada por Julia Chávez como Elena, la madre soltera mexicana pero radicada en El Paso, Texas que se sostiene gracias a un modesto empleo y con la ayuda de los servicios sociales. Su vida, que parece ir siempre cuesta arriba, se ve afectada cuando Tom, su pequeño hijo de 9 años que es encarnado por Israel Rodriguez, es diagnosticado con TDAH luego de que su comportamiento en la escuela se agravara y se le señalara como «niño problema». Frente a su disfuncionalidad social y algunos episodios que resultan incluso violentos, Tom es llevado de forma inmediata a terapia y es sometido a tratamiento médico. Las cosas parecen mejorar: el niño comienza a sacar muy buenas notas y su comportamiento con compañeros y profesores es ejemplar; sin embargo, durante una discusión con su madre, Tom se cae (¿o acaso se deja caer?) del auto en movimiento. La culpa inicialmente consume a Elena porque piensa que fue un accidente, que el pequeño se cayó porque no llevaba el cinturón de seguridad y la puerta no estaba cerrada correctamente. Sin embargo, comenzará a cuestionarse que el tratamiento que le recomiendan los especialistas no es tan milagroso como aparentaba, y que algunos menores han presentado cuadros graves de depresión e intentos de suicidio. Como ya lo hicieran en “Un Monstruo de Mil Cabezas”, Santullo y Plá exponen la insensibilidad de la burocracia institucional, pero en esta ocasión lo hacen tanto con la del sector médico como con la del educativo, además de señalar la poca empatía de la sociedad frente a estos temas. Por una parte, se manifiestan los intereses de las grandes empresas farmacéuticas en seguir vendiendo medicamentos sin importarles realmente sus efectos secundarios en los niños; y por otra parte está el sector educativo que de forma absolutamente insensible se lava las manos de su responsabilidad en las aulas y rechazan tajantemente a los infantes que presentan comportamientos disruptivos o «fuera de la norma», sin interesarse en la integración al colectivo académico de todo individuo, provocando con ello una marginación de estas minorías infantiles. Con “El otro Tom” lo que bien podría haber resultado en un drama telenovelesco, en las talentosas y hábiles manos del tándem Plá-Santullo se presenta como un filme sólido que rehúye de los artificios melodramáticos y aunque no evita la dureza del tema, sí da prioridad los factores humano del relato, subrayando aspectos como la empatía y el amor, convirtiéndose con ello en una de las propuestas imprescindibles del año en el cine nacional.



E

l infame reto de la 'Ballena Azul', que presuntamente inició en Rusia y que luego se extendió a todo el mundo con decenas de casos de muertes de jóvenes que cumplían con los desafíos diarios y cuya última tarea era quitarse la vida, es tomado como pretexto por el director Jorge Cuchí para hablar de la depresión no tratada en la adolescencia en su opera prima: “50 o dos ballenas se encuentran en la playa”. Aunque este juego es considerado más una leyenda urbana, cuando el realizador escuchó por primera vez sobre él le llamó poderosamente la atención que algunos afirmaban que uno de los retos diarios señalaba que se tenía que cumplir con una cita con otra 'ballena azul', como se les conoce a quienes supuestamente aceptaban entrar en la dinámica de los retos diarios. Esto detonó la idea de qué ocurriría si, en caso de que el juego fuera real, uno de los administradores —es decir, quien envía de forma anónima las tareas que se deben cumplir— se aprovechara de la situación para conocer en persona a una ballena azul. Con esta premisa en mente Jorge Cuchí plantea la historia de un chico y una chica de 16 años que se encuentran inmersos en el reto de la 'Ballena Azul', y cuando llega el reto número 45, el administrador les ordena que tengan una cita con otro de los jugadores. Es así como Félix (José Antonio Toledano) y Elisa (Karla Coronado) se conocen. Pese a la timidez de ambos, la química entre los adolescentes va funcionando de maravilla y toman la decisión de contactarse para compartirse cómo van con sus retos y posiblemente llevarlos a cabo juntos. Así comienza una amistad que inevitablemente evoluciona se transforma en relación amorosa, pero pronto se nos es revelado que el administrador del juego no existe, sino que es Elisa quien ha estado enviando los retos a Félix y el encuentro de ambos tiene un motivo oculto. “50 o dos ballenas se encuentran en la playa” se alzó con el Premio Ojo a la mejor película en la Sección de Largometraje Mexicano del Festival Internacional de Cine de Morelia en medio de una polémica suscitada

por la decisión del jurado de nombrarla como la ganadora del evento fílmico anual de la capital michoacana. Y es que la polémica no es para menos, pues no obstante la audacia del director para abordar un tema delicado como lo son los trastornos psicológicos no tratados o atendidos a tiempo —como la depresión en el caso particular del filme—, el resultado final pone en evidencia el poco oficio que aún posee el realizador para narrar historias. No estamos ante una propuesta desastrosa en todo sentido, pues hay aspectos que resultan sobresalientes en este debut, como es el caso del score compuesto por el talentoso Giorgio Giampà —quien creó la música también para la estupenda cinta “Tiempo Compartido” de Sebastián Hofmann—, la fotografía de José Casillas, e incluso las notables actuaciones de la pareja protagónica, que por cierto también merecieron reconocimientos en la categoría de actuaciones del festival. Sin embargo, la película presenta algunas decisiones tanto en su forma como en su fondo que resultan excesivas y cuestionables, como la constante división de la pantalla para narrarnos la vida de Felix y Elisa en paralelo; él viviendo con su madre divorciada y viendo esporádicamente a su padre, mientras que ella vive con su madre y su padrastro. Este recurso al que tanto acuden los estudiantes de cine cuando desarrollan sus primeros ejercicios, se une a la falta sensibilidad de la película al momento de abordar temas tan delicados como la depresión en adolescentes, llegando incluso a presentar una peligrosa romantización del auto flagelo y el suicidio, además de mostrar algunos otros actos de violencia explícita no justificados y completamente gratuitos. “50 o dos ballenas se encuentran en la playa” sigue la tradición alarmista y exagerada de programas como “La Rosa de Guadalupe” y confunde la descripción gráfica de situaciones con el desarrollo de una historia humana, lanzando irresponsablemente en su secuencia final el mensaje de que estos adolescentes que se autodefinían como «tristes», están en un lugar mejor una vez que han muerto.



S

iete años después de presentar “La guerra de Manuela Jankovic”, su estupenda opera prima protagonizada por siempre fantástica Karina Gidi, la cineasta de origen uruguayo Diana Cardozo regresa con un doloroso coming of age que da cuenta de los pasos de Luis, un pequeño de siete años que vive en la desértica localidad de San Luis Potosí que bautiza al filme, y que un día, mientras tomaba clases en su primaria, debe desalojar la escuela y buscar refugio en junto con su familia, escondiéndose en silencio en su casa con las ventanas tapiadas mientras un grupo del crimen organizado ataca el pueblo dejando muerte y destrucción. En cuanto el peligro pasa, Luis acompaña a su padre Manuel a revisar los daños en la zona, encontrándose con sus vecinos los Hernández ejecutados en la calle y la indiferencia del resto de los habitantes, quienes además de ignorar a los cadáveres que quedaron tendidos a unos cuantos metros de su casa, aprovechan el caos para saquear la propiedad de los difuntos antes de que sea consumida por el fuego. Manuel se lleva un sillón, unos cuadros y un juego de té de la casa de la familia Hernández, y sin saberlo, este acto será el inicio de un doloroso capítulo para Luis, quien con tan sólo 7 años, ya se habrá enfrentado a la pérdida de la inocencia, habrá mirado de cara a la muerte y habrá descubierto con amargura la fragilidad de su padre. Con el apoyo de un estupendo manejo de la cámara a cargo del cinefotógrafo Martín Boege y con la música de Alejandro Castaños, la directora Diana Cardozo da forma a un drama sobre cómo un niño, entre felices juegos y lecerante realidad, va perdiendo prematuramente su infancia, y para lograr tal empresa resultó esencial el estupendo trabajo del pequeño gran protagonista Luis, quien es encarnado por Gael Vázquez, hijo de campesinos que viven cerca de Estación Catorce y quien con tan solo 7 años de edad se convirtió en actor con solo un par de semanas de preparación y ensayos previos a la filmación, la cual se llevó a cabo como una suerte de juego en el que se pretendía capturar el descubrimiento del mundo por parte de los niños en su estado más puro, tanto en sus momentos más luminosos como en los más oscuros. Y es que aunque buena parte de la producción cinematográfica nacional responde a la crítica situación social a merced del crimen organizado y a que “Estación Catorce” se inscribe en este apartado del cine mexicano que refleja la realidad de un país violentado, la propuesta firmada por Diana Cardozo, más que ser un relato sobre cómo las acciones del crimen organizado trastocan las vidas de los niños que se tienen que enfrentar a grandes y dolorosas pérdidas a una muy temprana edad, es principalmente un ensayo sobre la caída de los ídolos de la infancia, sobre cómo nos enfrentamos a ese devastador momento en el que descubrimos que nuestros padres no son invencibles, que sufren, que son frágiles y vulnerables, que además pueden lastimar a otros, y con ellos, también a nosotros.



L

a filmografía de la cineasta Tatiana Huezo se ha caracterizado por su labor documental y su compromiso con problemáticas sociales de sus dos hogares: El Salvador y México. Su primer largometraje documental “El lugar más pequeño” (2011), está dedicado a los sobrevivientes de la Guerra Civil salvadoreña que inició en 1979 y se extendió por doce años con un saldo de 80 mil muertos y otros tantos miles de desaparecidos. Su segundo largometraje, “Tempestad” (2016), presentó un nuevo retrato social, pero en esta ocasión se adentró en la violenta realidad mexicana a través de la historia de dos mujeres que se han enfrentado a la ineptitud de las autoridades que han provocado que la impunidad y la injusticia gobiernen a lo largo y ancho del país. “Noche de Fuego” (2021), representa su debut en la ficción, sin embargo, mantiene el contacto con sus trabajos previos y establece vasos comunicantes para dialogar con ellos a través de la historia basada en “Prayers for the stolen”, la novela de la escritora estadounidense de ascendencia mexicana Jennifer Clement ambientada en una zona rural montañosa del estado de Guerrero, donde Rita (Mayra Batalla) y su hija Ana (Ana Cristina Ordoñez), intentan sobrevivir en la región gobernada por el crimen organizado que les ha dejado sólo dos caminos: o trabajan para ellos en sus cultivos de amapola, o se marchan de la comunidad antes de ser asesinados. Presentada en la sección 'Una Cierta Mirada' en el Festival de Cannes —donde obtuvo una Mención Especial—, “Noche de Fuego” es presentada desde los ojos de Ana, una pequeña de ocho años que entre los juegos cotidianos con sus dos mejores amigas, es golpeada constantemente por la cruda realidad de estar en peligro simplemente por ser mujer. En este lugar, las niñas se han visto obligadas a modificar su apariencia para intentar pasar por niños y evitar con ello ser capturadas por el cartel que gobierna la región que las utiliza para su negocio de trata de mujeres. Pero la película no sólo dialoga con el cine previo de Tatiana Huezo por su temática social, sino también porque la directora acude nuevamente a recursos audiovisuales particulares como el diseño sonoro y la fotografía para crear un ambiente donde sólo se sugiere la pesadillesca realidad de sus protagonistas, pero jamás se presentan imágenes de violencia explícita. Desde la escena inicial, donde Rita escarba un hoyo en la tierra y calcula la profundidad y el diámetro necesarios para que quepa el cuerpo de su hija, la película nos deja claro que algo no va bien y que algo está acechándolas. Aquí, el diseño sonoro a cargo de Lena Esquenazi, las partituras de Leonardo Heiblum y Jacobo Lieberman y la fotografía de Dariela Ludlow, crean una atmósfera donde siempre hay una amenaza invisible pero palpable que amenaza la belleza y la tranquilidad de la región selvática donde (sobre)viven y juegan Ana y compañía. “Noche de Fuego” también dialoga con otras cintas del cine nacional reciente donde, cada una desde distintos géneros con sus respectivas convenciones, abordan el tema de las desapariciones forzadas de menores por parte del crimen organizado para su negocio de trata de blancas, tal es el caso de “La Jaula de Oro” (2013) de Diego Quemada-Díez o “Cómprame un revólver” (2018) de Julio Hernández Cordón. Seleccionada por México como su candidata en la carrera por el Oscar como Mejor Película Internacional, “Noche de Fuego” es un potente coming-of-age donde la pérdida de la inocencia es robada prematuramente por un entorno violento, y donde la sensible mirada documentalista de la cineasta y su gran talento para la dirección de actores no profesionales, permite un retrato entrañable de una relación materno-filial que se presenta siempre frágil y hasta cierto punto con un desapego causado por el constante temor de una madre de no volver a ver a su hija. La directora realiza un debut en la ficción con una soltura impresionante, tomando elementos de ambos formatos narrativos para elaborar un relato con un lirismo que parecería insospechado pero que abona para hacer de “Noche de Fuego” una de las más sobresalientes obras cinematográficas del México reciente.



L

os Dyne son una familia muy poco convencional: Robert (Richard Jenkins) es un paranoico que, además de ver señales claras de una conspiración para la guerra del espionaje, se sabe conocedor de que un gran terremoto que acabará con la sociedad como la conocemos; Theresa (Debra Winger), su esposa, es una mujer fría con personalidad pragmática que vive para satisfacer las necesidades del patriarca. Juntos han criado a Old Dolio (Evan Rachel Wood), su extremadamente introvertida hija de 26 años que tiene una profunda relación de codependencia que podría llegar a niveles patológicos. Como familia solitaria y desapegada de los códigos sociales, se dedican a practicar estafas a empresas o negocios, suplantar identidades y cometer robos a la oficina de correo para obtener dinero y poder sobrevivir en la ciudad de Los Angeles; pero cuando están llevando a cabo un plan –ideado por Old Dolio– para reclamar el cobro de unas maletas perdidas en el aeropuerto, conocen a Melanie (Gina Rodriguez) una carismática chica que inesperadamente cambiará su vida para siempre. Bajo esta premisa se presenta Kajillionaire, la nueva película de la artista multidisciplinaria Miranda July, una de las voces más singulares del cine independiente norteamericano. A partir de esta anécdota familiar, la estadounidense realiza una tesis sobre la necesidad de contacto físico y conexión emocional que es inherente al ser humano. Con la extravagancia que caracteriza sus propuestas, la directora presenta a un ser solitario que, por la naturaleza pragmática y cínica de su familia que vive bajo el lema «No tender feelings» (sin sentimientos de ternura), le ha sido negado durante toda su vida el acceso al afecto, al cariño o a cualquier tipo de emoción. Inscrita en la lista de sobresalientes comedias/dramas familiares/sociales que el cine nos ha obsequiado en los últimos años –como Un asunto de Familia de Hirokazu Koreeda y Parasite de Bong

Joon-ho–, la película de July se distingue por centrarse en los muy marcados códigos sociales de los Estados Unidos, aunque por supuesto que eso no le resta la posibilidad de ser leído como un relato de corte universal. En Kajillionaire –como en todo el cine de su artífice–, existen paralelismos tanto estéticos como temáticos entre su propuesta cinematográfica y las de los cineastas como Spike Jonze, Wes Anderson o incluso con Noah Baumbach; pero el arte cinematográfico de Miranda July se distingue claramente y, como su protagonista, va encontrando identidad propia al momento de crear su universo fílmico personal. Lo que inicialmente parece que será una ácida crítica al materialismo y al estadounidense promedio obsesionado con el dinero, pronto da paso a una tesis sobre la naturaleza humana y su inherente necesidad de afecto y sentido de pertenencia. Rayando en el surrealismo –como por ejemplo con una espuma roja que rezuma la fábrica de jabón como una metáfora de los problemas que deben resolver juntos para no sucumbir a la realidad– el concepto de familia nuclear se ve desarticulado por unas figuras paternas que no son otra cosa que explotadores laborales de una hija a la que han despojado de su identidad. Las ideas que ya había expuesto en su opera prima Tu, yo y todos los demás (2005) y que había expandido en The Future (2011), son aquí pulidas y presentadas de una manera más asertiva: nos habla de la aceptación de uno mismo, y ante una imposibilidad de cambio en nuestra esencia, apartarnos del camino de nuestros seres queridos para no arrastrarlos a nuestro destino. Con una gran secuencia estelar dinamitada por uno de los tantos sismos que se presentan en la película, hay una muerte y un renacer metafórico de la protagonista, quien encontrará una salida a su ciclo de codependencia y reinterpretará el significado de «familia» y «amor».



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