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a cinta que abre la 16a edición del Festival Internacional de Cine de Morelia es un logro para Chazelle que recupera la esencia de ese “tour de force” de Whiplash y sublima la acción angustiante de Gravity de Cuarón, dotándola de un fondo emocional mucho más rico y complejo. Algo tienen las películas sobre historia norteamericana. Por supuesto en primer lugar está la forma en que nos las suelen narrar, y con tantos años de influencia cinematográfica y televisiva, realidad y ficción se alimentan una a la otra y es difícil no pensar que todas los relatos populares americanos no ocurrieron con el dramatismo y la emocionante sucesión de hechos que vemos en el cine. Pero aunque la nueva cinta de Damien Chazelle se vale de algunos de los toques narrativos que hacen tanto de sus historias como de las anécdotas estadounidenses un emotivo transitar de la incertidumbre al éxito y de la crisis a la apoteosis, hay en ella un espíritu desromantizador que pone a conversar a la historia oficial del alunizaje con los cuestionamientos del siglo XXI, aunque sin llegar con contundencia a las respuestas. First Man se centra en el primer ser humano que puso un pie en la luna, Neil Armstrong, desde los difíciles momentos de la muerte de su pequeña hija Karen en 1962, hasta su ingreso al proyecto que culminaría con la misión Apolo 11, responsable del alunizaje en 1969. Armstrong es interpretado por Ryan Gosling, un hombre serio cuyo propósito en esta historia parece ser cargar estoicamente con el dolor, la presión, el estrés y las complicaciones propias de una empresa de astronómicas proporciones. Los ojos de Gosling es una de las primeras imágenes que vemos en pantalla, sacudiéndose por la turbulencia tras un casco, reflejando determinación y preocupación, habilidad y temor, en un filme de 16 milímetros que nos transporta a un momento en que la tecnología empezaba a avanzar a grandes saltos pero donde aún se ven texturas y artilugios que hoy llamaríamos vintage. El retrato que Chazelle nos ofrece de la NASA, los cohetes y los astronautas no glamouriza ni
maquilla, más bien contempla, con cercanía y simpleza, a base de primeros planos filmados con una cámara que tiembla, explorando la verdad, con una intención visual que apunta más al intimismo que a la espectacularidad. La trama desarrolla los tropiezos por los que pasó la misión de la llegada a la luna, en pos de ganar la carrera espacial. Muertes y fracasos; fallas y sacrificios; enormes gastos y duras críticas; conforme avanza, se va formulando la pregunta de para qué buscar tal hazaña, de si vale la pena, y particularmente, cuál es la motivación de Armstrong. El Primer Hombre es de esas películas que no recurre a los formulismos típicos ni a las frases del manual para construir su argumento. Gracias a eso no vemos discursos “salidos del alma”, que en realidad saben más a caprichos de un estudio para evitarle complicaciones al público. Pero no por ello es una cinta difícil de ver o un reto intelectual, y sin embargo, transmite cosas honestas y plantea temas valiosos tanto para las reflexiones que hoy se dan en el mundo como para la interpretación de la historia del alunizaje, siempre vista como uno de los símbolos del orgullo gringo. Armstrong no es tratado como un héroe, ni su determinación vista como el romántico sueño de alcanzar altas cumbres, él es ajeno a los discursos de John F. Kennedy, el contexto social y político no es de gran apoyo ni su situación familiar la más perfecta, vamos, en el momento del alunizaje *PEQUEÑO SPOILER* ni siquiera se ve el famoso clavado de la bandera *FIN DE SPOILER*. Asimismo la película no pretende la espectacularidad que muchos esperarían; muy pocos planos amplios y pocas de esas vistas increíbles desde el espacio que nos hacen sucumbir reverencialmente ante la grandeza del cosmos. El que busque aquí una historia inspiradora, un filme de acción para desconectarse o la típica película nacionalista gringa en turno, se verá (gratamente) decepcionado. Pero atención, que no hay que olvidar que es Damien Chazelle con quien
estamos tratando, y el canadiense no renuncia a su vocación por emocionar y estrujar con las admirables hazañas humanas, con la lucha y la evasión de los obstáculos. Tampoco suelta su amor por las composiciones musicales y brinda una banda sonora apoteósica y brutal, que apabulla y a la vez sumerge, transmitiendo la tensión de estar en una situación de delicadísimos componentes. Y finalmente está su ya acostumbrada secuencia final que es un crescendo de lágrimas y sudor, que en esta ocasión nos regala un interesante juego con el manejo del aspect ratio y de la cámara, una libertad técnicacreativa que como un sorpresa nos hace reflexionar, quizá más que todo el melodrama y los parlamentos previos, sobre la gran significado de la llegada del hombre a la luna. Es finalmente un filme redondo, con actuaciones sólidas y correctas, que recupera la esencia de ese “tour de force” de Whiplash y a la vez sublima la acción angustiante de Gravity de Cuarón, dotándola de un fondo emocional mucho más rico y complejo. El guión sencillo y poco pretencioso de Josh Singer no acapara el discurso y permite que los rostros y las circunstancias digan todo. Pero quizás, algunas palabras hicieron falta para terminar de responder a esas preguntas que para el final de la cinta siguen provocando. ¿Vale la vida de un hombre la gloria de otro? ¿Son aceptables las soñadoras ambiciones frente a una realidad de pobreza e injusticias? Retomar el valor humano es parte del debate del 2018, y esta cinta no lo ignora, sin embargo tampoco se anima lo suficiente a tomar una postura (no hay que dejar de lado que la imagen de respetadas personalidades va de por medio). Pero tal vez no es tan necesario, el simple hecho de que haga de la historia del alunizaje algo diferente al típico relato oficial con sesgo propagandístico que promueve los llamados “valores norteamericanos”, es para agradecerse en estos tiempos en que todo es herramienta para una agenda.
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a comunidad judía tiene muy arraigadas Ias tradiciones y valores familiares; y en nuestro país, por supuesto, no es la excepción. Son un círculo bastante cerrado, sobre todo en la cuestión de adaptarse a los cambios que van surgiendo en la sociedad en la actualidad. Como en la mayoría de las religiones el tema del matrimonio es algo primordial, pero en el caso de los judíos continúa la idea de que lo correcto para alguien judío es casarse con alguien también judío. En la comunidad judía está mal visto que una persona deje la casa de sus padres sin antes casarse, situación que hace que la mayoría de los jóvenes tenga una clase de adolescencia extendida ya que al tardar más en abandonar su hogar continúan con las comodidades de vivir en familia pero también en la mayoría de los casos hace que estos no atraviesen esas experiencias que, buenas o malas, van formando a una persona y ayudándoles a madurar. Y es esto precisamente por lo qué pasa el personaje de Ariela (Leona en hebreo), una joven judía mexicana de clase acomodada que se dedica al diseño gráfico. Ariela vive rodeada de una familia muy unida y siempre al pendiente de ella; pero comienza a sentir la presión social de tener una pareja y casarse, pero eso no es algo que este en sus planes. Sin embargo, todo cambia de forma inesperada cuando conoce a un apuesto chico, Iván, quien la saca de ese círculo social tan cerrado para conocer el mundo fuera de esa burbuja
ideológico-religiosa que encierra a su comunidad. Iván parece ser perfecto para ella, pero tiene el gran defecto de no compartir su religión; Ariela cree poder lidiar con esta situación, y todo va bien, pero las constantes presiones sociales y familiares van complicando las cosas, pero a la vez la van ayudando a darle un giro a su vida. Leona es dirigida por el joven Isaac Cherem, y protagonizada por los actores Naian González Norvind (hija de la actriz Nailea Norvid, hermana de Tessa Ia, y a quien vimos anteriormente en la cinta Todo el Mundo tiene a alguien menos yo) y Christian Vázquez, a quien ya conocemos por cintas como Oveja Negra y I Hate Love. Cherem, quien escribió el guión del filme junto con su actriz protagonista, se en experiencias personales pero quiso representarlas en un personaje femenino ya que considera que este tipo situaciones siempre será más difícil para una mujer que para aún hombre afrontarlas. Leona, si bien es una cinta sobre el convertirse en un adulto, posee también una ligera crítica no sólo a la comunidad judía, sino a cualquier institución religiosa o social que aún se resista a cambiar una ideología de hace cientos de años, que se niegue a aceptar los tiempos cambiantes. La película es un canto a la libertad que deja su mensaje muy claro: el simple hecho de amar ya es por sí mismo complicado como para preocuparse más si a tu círculo social-religioso le parece o no cómo vivas tu vida.
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arlos Perches Treviño y Ramón Sardina García, ambos estudiantes de Veterinaria, se introdujeron la madrugada del 25 de diciembre de 1985 al Museo Nacional de Antropología de la Ciudad de México y de sus salas robaron poco más de un centenar de piezas arqueológicas mesoamericanas mayas y aztecas. El crimen, considerado como «el robo del siglo», trastocó el exacerbado nacionalismo de una sociedad golpeada apenas tres meses atrás por el fatídico sismo del 19 de septiembre. Tres décadas después, el suceso sirve de inspiración para el segundo largometraje del cineasta Alonso Ruizpalacios: Museo. Apoyado en el guión por Manuel Alcalá, el director toma el crimen como un pretexto para explorar la apatía y el hastío de la juventud mexicana como ya lo hizo en su ópera prima Güeros (2014). Colocando al centro del relato a Juan Núñez (Gael García Bernal), Ruizpalacios realiza un sutil pero contundente estudio de personaje abordándolo desde distintos frentes: su nacionalidad, su ideología política de izquierda, su educación, su ambiente familiar conservador de clase media alta pero ese particular espíritu burgués, su amistad con el bonachón Benjamín Wilson (Leonardo Ortizgris), y sobre todo, su juventud y su inherente rebeldía. Juan es un inadaptado social de espíritu anárquico que goza de derribar el status quo; un joven rebelde e inmaduro con carrera universitaria trunca y una ideología anticolonialista que se opone al uso de palabras en inglés y al descarado imperialismo yanqui encarnado en la figura de Santa Claus. Su oposición al sistema y a la cultura estadounidense es tal que no le importa destruir las ilusiones navideñas de sus sobrinos al revelarles la verdadera identidad de quienes les obsequian los regalos en esa celebración.
Inspirado por la fenomenal secuencia del robo a la joyería en el clásico del cine criminal Rififi entre los hombres (Du rififi chez les hommes; 1955), de Jules Dassin, el director mexicano recrea el robo al Museo Nacional de Antropología con una impecable puesta en escena en las réplicas de las salas del recinto cultural que se construyeron en los foros de los Estudios Churubusco. Y si en Güeros recorríamos la Ciudad de México, ahora toman su lugar las calles Ciudad Satélite –lugar de origen de los protagonistas–, así como Palenque y Acapulco, lugares de la provincia mexicana donde los rebeldes hastiados devenidos a criminales buscan mover las piezas en el mercado negro de las piezas arqueológicas. Es en medio de este viaje alucinante que el director desarrolla a profundidad la contradictoria personalidad de Juan, su casi simbiótica relación con Benjamín, el inicio de su caída y la preparación de su camino hacia la redención que buscará en el tercer acto. Es aquí también cuando al protagonista se le presenta la fortuita oportunidad de conocer a la famosa bailarina exótica Sherezada (interpretada por la argentina Leticia Brédice), un personaje que representa el alter ego fílmico de la vedette Isabel Camila Masiero, mejor conocida como La Princesa Yamal; se trata de una anécdota que el director aprovecha para homenajear, con una fársica secuencia de pelea en los bajos mundos de Acapulco, al llamado «cine de ficheras» –para más información referirse al excelente, revelador y entrañable documental Bellas de Noche (2016), de María José Cuevas–. La relación paterno-filial, al igual que en su ópera prima, tiene un gran peso en la trama: mientras en Güeros teníamos a la figura de un padre fallecido pero no ausente en espíritu gracias a su legado musical –aquella mítica cinta del hombre que alguna vez hizo llorar a
Bob Dylan–, en Museo, en cambio, tenemos a un padre muy presente –encarnado por el excelente actor chileno Alfredo Castro–, una figura paterna imponente que resulta frustrante para Juan por no poder cumplir con las expectativas que depositó en él. Es aquí donde la película adquiere ligeros ecos autobiográficos, pues el padre del director, al igual que el padre de Juan, era médico, así que conocía perfectamente lo que era no poder cumplir con las expectativas de los familiares. El personaje del patriarca adquiere mayor complejidad gracias a una anécdota familiar confesada por el tío de Juan, y es así como desciframos que esa figura estricta y autoritaria responde a una psique atormentada por un pasado de rebeldía e irresponsabilidad. El padre de Juan es un hombre agobiado por la culpa ante una irresponsable fatalidad, y por el desesperado intento de evitar que su hijo repita su historia, sus errores. Museo es un ejercicio que va más allá del ingenio visual y narrativo, es un filme resuelto de manera brillante a través de una mezcla del cine de suspenso con ecos de la estética del film noir, con los riesgos formales heredados de la escuela de la Nouvelle Vague y evocadora del americanísimo género road movie; todo ello resulta en un film de espíritu tan clásico como revitalizante para el cine mexicano contemporáneo por su audaz mezcla de géneros y combinación de tonos dramáticos. Estamos ante el trabajo de un director que no teme mostrar sus influencias porque se sabe poseedor de un estilo propio y de una voz autoral auténtica, una cualidad cada vez más valiosa en la industria fílmica.
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acía tiempo que no escuchábamos la palabra "naco" en el cine. El término clasista está en vías de desuso gracias a la suma de voces que claman por una sociedad más igualitaria y sensible. Si el efecto se traslada o no hasta nuestra dinámica cotidiana es asunto del examen moral de cada quien, el arte por su parte cumple con lanzar la provocación, colocarnos el espejo y ajustar la luz, y esto es lo que Alejandra Márquez Abella hace en su su película, la cual hace más que lanzar una crítica o una burla a las élites: las disecciona. El planteamiento lo hemos visto antes: familia burguesa de las Lomas de Chapultepec, pedante y desconectada, con una personalidad dictada por el estatus y las apariencias. El castillo de naipes comienza a derrumbarse cuando los negocios van mal. La burguesía exhibe su miseria oculta. ¿Alguien dijo Nosotros Los Nobles? Afortunadamente, el riesgo de ser una burla más a los ricos para complacer al gran público, o el de ser otro melodrama inofensivo de carácter neo-telenovelesco, quedan cancelados gracias a la incisiva mirada de este drama hacia la condición privilegiada, que trasciende el escarnio personalista y pone los ojos en el sistema mismo. La trama gira en torno a Sofía (Ilse Salas), una socialité en los años ochentas enajenada con el perfumado ambiente de los clubes, las tiendas exclusivas y las fiestas a la europea. Ella sueña con la realeza española, compra su ropa en Nueva York y desprecia a la nueva-rica morena y "naca" que pretende entrar a su círculo. Sus amigas, son más bien competidoras, presumidas pasivo-agresivas que no dudan en pisar sobre el defecto ajeno para elevar
su virtud social. Todas mujeres cuyo oficio es el ornato, piezas de lucimiento sin valor ni responsabilidad por sí mismas. "Niñas", como se les suele llamar condescendientemente, pues no tienen que pensar, decidir o trabajar. "Bien", porque son de buena familia, porque su chequera, sus gustos y accesos VIP dan cuenta de un fiel apego al manual de etiqueta. Son el estereotipo aspiracional que el wannabismo mexicano ha construído para separar las castas. Pero Sofía tiene un secreto, fantasea íntimamente con Julio Iglesias, un affaire platónico que de confesarlo la volvería la comidilla pública: es de mal gusto admirar cantantes. Basada en las memorias de Soledad Loaeza, la cinta no viene a revelar nada que no sepamos sobre esa élite que con las crisis económicas como telón de fondo, seguía destapando champagne y comiendo caviar. Sin embargo, cuando se decide introducir el factor de la gran devaluación del '82 precedida por la nacionalización de la banca por José López Portillo, se revela la condición humana tras el clasismo. Los ricos también lloran, pero ¿por qué lloran, en el fondo? Las actuaciones logran algo más que credibilidad. Salas demuestra control y conexión perfecta con su personaje, sin dejar de expresar —quizá hasta la reiteración— los condicionamientos de época, contexto y género, en un trabajo de guión más fidedigno que creativo, pero innegablemente divertido. A esto se suman los referentes populares; Jacobo Zabludovsky tiene la verdad mientras Rebeca de Alba tiene la clase. La Maldita Primavera ameniza y la ropa marca FILA distingue. Todos elementos que pueden ser de horror o nostalgia, pero igualmente resultan
simpáticos, aunque poco sutiles. A la par está el vestuario de las actrices, el cual conforma un ente propio; refleja la época, el estatus y personalidad de cada personaje. Aquellas hombreras que hoy resultan ridículas y absurdas, antes daban personalidad y figura. Los rosetones y los holanes que las artistas lucían, tenían antes el carácter populachero que toda respetuosa de la elegancia europea despreciaba, aunque hoy sean vintage. Cinematográficamente, el vestuario es el ingrediente que aporta estética y brillo a una cinta que aunque se defiende suficientemente en ambientación, no puede presumir de una gran producción. Accesible y disfrutable, Las Niñas Bien es también importante para la conversación actual. Al igual que otras películas mexicanas del 2018, intenta mirar al pasado para comprender el presente, un presente confuso y de destino incierto, al cual, si queremos usar como punto de partida, primero hay que evaluar. Y así como algunos ensayos analizan el machismo para estudiar las inseguridades en los propios hombres, esta tragedia de tintes cómicos pone luz en los mecanismos de estratificación social para mirar hacia ese frágil orgullo disfrazado de superioridad. Márquez Abella y su elenco casi enteramente femenino han logrado delinear una parte de la identidad mexicana: la clasista y aspiracional, esa que aunque ha dejado de decir naco (algunos la han cambiado por 'chairo'), sigue ahí en nuestro historial, para algunos, tan horrible como unas puntiagudas hombreras; para otros, tan entrañable como una canción de Marisela.
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a decimo-sexta edición del Festival Internacional de Cine de Morelia ha dado inicio, y en su sección de largometraje de ficción viene con la nueva obra de la directora iraní Bani Khoshnoudi, quien luego de meses trabajando en su guión ambientado en la ciudad de Veracruz interseccionando el tema migrante y el drama homosexual, ha plasmado un lienzo compuesto de cicatrices, lazos y fronteras. La historia sigue a Ramin, un inmigrante que huyendo de irán por la condena hacia su homosexualidad, por azares de la travesía migrante terminó en el puerto de Veracruz cuando su objetivo era llevar a Turquía o Grecia. Trabajando en empleos eventuales junta dinero para continuar el viaje, enfrentándose a la barrera del lenguaje y al desapego con el lugar y las personas. Ramin no tiene nada ni nada en México, ni un hogar ni un amor. Pero al conocer a Guillermo, otro suspirante de las oportunidades, encuentra una motivación para franquear los obstáculos que lo han vuelto un preso de la desconexión. Melancólica y sobria, la cinta describe experiencias que fluyen y confluyen; la de Ramin y su soledad física y emocional; la de su arrendadora y su amorodio no resuelto con el exnovio; la de Guillermo y su duro transitar por las pandillas, la traición y las internas inseguridades. Todos con cicatrices, que cuentan historias pero también los definen y los guían. Los personajes se acercan y se alejan, encuentran refle-
jos en los otros y a veces complementos. Por momentos la necesidad de contacto humano es más importante que cualquier sueño terrenal, que cualquier aspiración transfronteriza; algunas fronteras son traspasables, otras inexpugnables. Aunque las circunstancias en esta historia catalizan ciertos dramas, el retrato que Khoshnoudi hace de sus personajes es totalmente humano y humanista. Sus dignidades salen a flote aun cuando esto significa restarle a la historia riesgo o desarrollos de gran calibre. Es una película contenida al servicio de llevar el relato a un punto que para la directora es suficiente pero quizá no para un público más empapado de planteamientos similares. Si el aporte a los temas es flojo, esto no afecta a otros elementos de la obra, que cuenta con una correcta realización, un bien documentado guión y excelentes actuaciones, entre las que destaca Luis Alberti que aunque no siempre convenza con su acento de cholo centromericano, se roba cada escena dotándola de energía y magnetismo. “Es una película sobre experiencia homosexual, no sobre migración”, explicó en la conferencia de prensa la realizadora del largometraje, aclarando sus prioridades en este proyecto, dejando sin embargo un testimonio más que necesario en estos tiempos, sobre la necesidad que tenemos de acercarnos, de tener más lazos y menos fronteras.
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uando nos hospedamos en un hotel experimentamos la sensación de estar en total paz. Todo está a nuestro alcance, todo está listo y si no lo estamos puede fácilmente arreglarse con una simple llamada a recepción. Pero parece que muchas veces olvidamos que eso no se hace por arte de magia y hay alguien que trabaja duramente para que uno pueda darse el lujo de descansar. Eve es una de estas personas. Trabaja en un exclusivo hotel de la Ciudad de México como camarista; sus jornadas laborales son largas y solitarias, tendiendo camas, limpiando baños, consintiendo exigencias de los clientes día tras día. Tiene una hija a la que prácticamente no ve por lo extenso de su jornada; pero a Eve no le queda de otra, está sola y tiene que sacarla adelante. Es por eso que a pesar de ser tan introvertida, es de las mejores en su trabajo y se esfuerza para obtener un mayor un conocimiento. Desafortunadamente ese trabajo la convierte prácticamente en un fantasma solitario que deambula los pasillos del enorme hotel pasando desapercibida para todos. Mientras limpia, Eve se toma tiempo para soñar distintas vidas y con objetos que nunca tendrá mientras explora las habitaciones y los objetos que se encuentra en ellas. En este hotel, si un objeto perdido no lo reclama su dueño, el hotel se lo regala a un empleado. Entre esos objetos existe un vestido rojo, olvidado por una cliente y que prácticamente se han convertido en otra motivación para hacer bien su trabajo. La camarista es la ópera prima de la también actriz Lila Avilés y está prota-
gonizada por Gabriela Cartol, Teresa Sánchez y Agustina Quinci. Avilés se basó en una obra de teatro escrita por ella hace unos años de nombre La camarera para crear su primera película, pero después le surgió la idea de adaptarla a un hotel. Para ésto, y como trabajo de investigación, la directora se adentró al mundo de distintos hoteles para conocer el oficio y en ellos le compartieron historias que le sirvieron para enriquecer su guión. La actriz Gabriela Cartol, quien captó la atención de Lila después de verla participar en La Tirisia, aquí nos da una gran interpretación, tremendamente natural, contenida y que va a creciendo junto a la película. Tenemos también que reconocer el inigualable carisma de su compañera de reparto Teresa Sánchez y su papel de Minitoy, quien con su tremendo carisma se vuelven un gran complemento al personaje de Eve. Ellas dos tuvieron que aprender el oficio y después de varias semanas reconocen que es un trabajo bastante pesado y poco reconocido y muy mal remunerado económicamente. La camarista es una mirada voyerista a esta noble profesión donde vemos el mundo desde las perspectiva de Eve, donde los sueños se quedan como sólo eso y no pueden ir más allá de las paredes del hotel; un trabajo que otros ven como algo menor pero que no cualquiera podría hacer, que requiere de una fortaleza, paciencia y dedicación que solo hombres y mujeres con verdaderas ganas de salir adelante puede hacer de tu estancia una agradable experiencia.
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unca había dado o recibido un golpe” dijo Luis Gerardo Méndez durante la conferencia de prensa de la cinta Bayoneta, al ser presentada en el Festival Internacional de Cine de Morelia. Quizá un humilde reconocimiento de una actuación que transmite poco de los profundos conflictos que exigía un personaje quizá más allá de los alcances de esta producción. Es la historia de un boxeador, Miguel, que como muchos pugilistas mexicanos abrazaron tal deporte no solo como una pasión sino como medio de escape a un entorno adverso en numerosos aspectos. Sin embargo, extrañamente este boxeador se encuentra ahora retirado, sirviendo como entrenador a otro joven deportista y viviendo en Finlandia, en lo que parece un refugio ante un pasado tormentoso y a la vez un castigo auto-impuesto, aunque solo sea un desafortunado giro de las circunstancias, que decidieron ponerlo en un lugar que difícilmente podía ser más distinto a México y su natal Tijuana. La situación adversa así como un golpe de auto-reflexión, hacen considerar a Miguel volver al boxeo, pero al hacerlo habrá de enfrentarse al mayor adversario: su propia consciencia. La cinta dirigida por Kyzza Terrazas y escrita por Rodrigo Marquez-Tizano, propone concentrar en un solo personaje, el de Miguel, un compendio de crisis emocionales que hacen de la película un abanico de temas de los que sin embargo poco surge y que poco generan. Empezamos por la situación del protagonista, habitando en una país ajeno, en un ambiente industrial donde lo úni-
co que aparentemente hay para hacer es salir a bares, apropiados para un clima inclemente y prácticamente sin horas de sol. Y aunque esta condición tiene una justificación laboral, claramente Miguel está en un auto-exilio movido por su sentimiento de culpa personal. La alienación y la sensación de no-pertenencia, se acumula a la crisis del deportista fracasado, que probó la gloria para después ser olvidado. Una familia olvidada en México coloca otro lastre a su existencia, mientras entre sus meditaciones se encuentra ocasionalmente con un alce símbolo de la culpa y de la percepción bestial de sí mismo. Son aristas que hablan de un diseño de personaje pero también dicen algo del boxeo mismo. El deporte de los golpes es tratado sin romanticismo, sin las peleas imbuidas de gloria y contagiadas de discursos sobre superación personal, algo que podría ser recriminado por los fans del cine de boxeo, donde si algo no puede faltar es la emoción expectante hacia el peleador de alma guerrera que gane o pierda el combate final, finaliza siendo un héroe para sí mismo. En Bayoneta se ven –sin demasiada crítica o compromiso- algunos de los vicios y tretas que afectan al deporte, incluso los que llevan a las peores consecuencias. La estética fría y el estilo seco de su narrativa aluden al cine de Kaurismaki y remiten en general al cine nórdico, especialista en la ausencia de recursos efectistas o de manipulaciones. Esta película claramente recibe influencia esas referencias, al desproveer a ésta de aquello que podría hacerla emocionante o satisfactoria. Pero no por esto se trata de un cine
primitivamente honesto y real como el del famoso director finlandés (pese a las palabras del propio Terrazas que lo ponen como su principal referente), es una película austera en estilo y correcta en ejecución, pero carente de realidad en su protagonista para lidiar con sus dilemas con honestidad, cayendo en una reflexión moral que resulta buenista. Por otro lado la capitalización dramática queda a medias gracias a parlamentos carentes de fuerza y a una actuación de Méndez levemente convincente; el hidrocálido no se deshace de su acento de norteño fresa y su inglés en un tanto pasado de perfecto para un drama que supuestamente busca humanizar a la figura del boxeador como resultado de una realidad social desoladora y un negocio voraz que lo vuelven una máquina de golpear y después una vorágine de vicios. Miguel debe reflejar una descomposición de identidad y sistema moral que ni por mucho se aprecia en pantalla, o en el guion siquiera. No denostaría el evidente esfuerzo físico del actor para lograr un papel como el de Miguel, pero sus demostrados recursos actorales hacen de esta interpretación poco sentida y que se queda en cumplidora. Bayoneta se queda en un producto de entretenimiento aceptable, bienintencionado y con un loable trabajo de producción, pero sin la capacidad para emocionar con la historia ni para conectar con el dolor que la impregna. Una pelea ganada por decisión técnica, en la que al menos no hay golpes bajos.
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ristemente, en nuestro país aproximadamente el 70% de las mujeres encarceladas están ahí por razones involucradas por su pareja, y nuestra sociedad que aún es bastante machista, parece ser más dura con ellas que con el hombre, la sociedad las juzga el doble. Alma es una mujer albina que acaba de salir de la cárcel pero que está dispuesta a retomar su vida, desafortunadamente la sociedad es muy dura con ella y le niega la oportunidad de trabajar por sus antecedentes penales. Ella trabajaba en una farmacia y robaba medicamentos para revenderlos, aunque básicamente lo hizo para ayudar a su pareja y padre de su hija, al ser descubierta la dejó abandonada a su suerte. Un día, cuando regresa a visitar a una antigua amiga de la farmacia, conoce a don Clemente, un solitario hombre hipocondríaco que queda admirado por la chica, por su aspecto físico, por su apariencia alvina. Le recuerda a la apariencia de su ángel protector. El hombre contacta a Alma para que sea su enfermera, ya que ella tiene experiencia para ello, tanto por su trabajo en la farmacia como por lo aprendido en prisión. Es así como estos dos seres solitarios crean un hermoso vínculo donde se apoyarán mutuamente, don Clemente se sentirá más acompañado y apoyará a Alma en la búsqueda de su hija, la cual desapareció con su ex pareja durante su reclusión. Asfixia está dirigida por Kenya Márquez y cuenta con las actuaciones de
Johana Fragoso, Azul Magaña Muñiz, Mónica del Carmen, Enrique Arreola y Raúl Briones. La directora estuvo años tratando de conseguir una verdadera mujer albina para el papel de su protagonista, hasta dar con Johanna, quien es psicóloga de profesión y a quien su carrera le ayudó a la hora de construir el personaje. El elenco compuesto por actores experimentados y novatos se tuvo que adaptar a trabajar de manera conjunta pero al final el ensamble actoral es de los puntos más rescatables de la película. Asfixia inicialmente se enfoca en relación entre Alma y don Clemente, y en un principio parecía que sería algo más importante en la historia; sin embargo ese lazo tan fuerte entre los dos apenas queda planteado y no logra a cabalidad reflejarse en pantalla a causa de darle más tiempo a la búsqueda de la niña. Y es que en realidad a este aspecto no era tan necesario darle tanto tiempo en pantalla y hubiera sido más interesante ver cómo se graba este vínculo entre estos dos seres solitarios que extender el tiempo que se toman para la búsqueda de la hija y que, siendo sinceros, las respuestas estaban muy al alcance de la protagonista. La directora se esforzó en verdad en hacer de su cinta un documento de denuncia pero pudo haber sacado provecho a ambas situaciones por igual y seguramente el filme hubiera tenido un resultado más satisfactorio.
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irigido por Nuria Ibáñez Castañeda, el documental que recibió el premio Ojo a Largometraje Documental Mexicano en la 16ª edición del Festival Internacional de Cine de Morelia, plasma la humanidad en un sentido primitivo y a la vez elevado, sugiriendo conversaciones sobre las construcciones sociales. En un remoto paraje a la orilla del mar, en una localidad indeterminada sucede una manifestación humana que podría ser la trama sobre un naufragio que acabó en una isla desierta. Una choza y una casa rodante desvencijada son el refugio de los protagonistas: dos hombres que por motivos y circunstancias poco claros –y en realidad poco importantes– viven juntos y sin visible contacto con el resto del mundo. La cámara entra en escena como un observador invisible, cercano pero respetuoso, en un concepto que logra hacer confluir la soledad humana con la pasividad del entorno. Las vidas de estos hombres son tranquilas y simples como el soplar del viento o el romper de las olas. Lo que en principio parece un acercamiento a la vida difícil de las poblaciones pesqueras o a la pobreza, resulta ser una intromisión en la intimidad de una relación, exponiendo sentimientos y revelando los principios que construyen las relaciones humanas. Omar y Chilo tienen sus rutinas, cada uno se ocupa de sus labores y tiene sus propias opiniones. Uno se interna en la inmensidad oceánica a bordo de una lancha, otro se queda en tierra con
una red. Ambos contemplan el imperturbable horizonte, meditan sobre sus vidas y comentan desde sucesos triviales hasta heridas del alma. Ambos se respetan, se abren el uno al otro y aunque no lo digan o siquiera lo piensen, claramente se quieren. La dinámica entre ellos va desde la amistad de charla vecinal hasta la compañía marital. ¿Hay algo de extraño aquí? ¿Qué nos enseña este caso de conexión humana? Lo que hace a este documental importante es que no viene a sumar argumentos sino a quitar preconcepciones. Hace transparentes las construcciones sociales, permitiendo ver cuánto hay de prejuicio en nuestra idea de cómo deben relacionarse las personas. Al ver a estos dos hombres, curtidos en la madurez y el trabajo pesado, con recuerdos y pesares, siendo honestos el uno con el otro, ocurre la reflexión de lo importante en todo lazo, sea del tipo que sea. En una situación donde las miradas externas están ausentes, la relación entre Omar y Chilo puede ser libre y pura. No es que se trate de una idea que no pueda extraerse de cualquier película o documental en la que hay relaciones amorosas diversas, pero cuando se trata de una situación donde ni siquiera hay un factor sexual sino únicamente las más primordiales necesidades de la condición humana como la empatía y la conexión, el mensaje se vuelve más patente y veraz.
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l director Christian Petzold cierra su trilogía sobre historias de romances en entornos represivos con Transit, un drama basado en la novela de la escritora alemana, judía y comunista Angela Seghers. El experimentado director rehuye de las adaptaciones ordinarias y toma la historia que en el papel transcurre en la Segunda Guerra Mundial y la traslada a la Marsella actual; pero no se trata solamente de la actualización de la anécdota social de la novela, sino de un ejercicio enteramente conceptual, pues aunque la historia transcurre en nuestros días, el ambiente es casi anacrónico y en él se puede respirar y casi palpar la era de la alemania nazi donde la transmisión de información aún se da por cartas, llamadas telefónicas entre teléfonos fijos u otros sistemas hoy rudimentarios. En este contexto de ficción especulativa encontramos a Georg (Franz Rogowski), un alemán que se ve forzado a abandonar su natal Alemania luego de la ocupación nazi y buscar un refugio en París, de donde tiene también que escapar para llegar Marsella y ahí intentar encontrar una forma de llegar hasta México como refugiado. Durante su espera en la ciudad costera por una resolución por parte del Consulado Mexicano sobre su visa, Georg comenzará a establecer la-
zos con una madre y su pequeño hijo que esperan el regreso de su esposo y padre, y con Marie (Paula Beer), una mujer atormentada por la culpa de haber abandonado a su esposo, el escritor de apellido Weidel, y vivir un romance con el Dr. Richard (Godehard Giese). Transit, cuyo título hace referencia a la visa temporal que se recibe para poder salir de un país y transitar por otro(s), es un deslumbrante y lúdico ejercicio conceptual en el que Petzold expone la característica cíclica de la historia y la importancia del acercamiento consciente a nuestro pasado; en un experimento similar al ejecutado magistralmente por su compatriota Valeska Grisenbach con su sobresaliente cinta Western (2017), el cineasta alemán establece conexiones entre el legado del nazismo con la actual crisis de refugiados en Europa y el resurgimiento de movimientos de ultraderecha con discursos de intolerancia y discriminación, sorprendiendo amargamente la actual vigencia del fascismo. Pero Petzold no sólo se queda en la construcción de un relato que, con pinceladas de thriller de usurpaciones de identidades y destellos de drama histórico alternativo, recurre a los elementos propios del melodrama pero de una manera reinterpretativa del género,
sino que también propone un dedicado estudio de personaje central. En este melancólico y sugerente relato sobre las personas que deambulan en una suerte de limbo esperando una oportunidad de tener un lugar al cual pertenecer, la ambigüedad y la incertidumbre que caracterizan a la personalidad y a la situación migratoria del protagonista –un hombre pleno en claroscuros con una ética y moral altamente cuestionables y un gran desapego, pero a la vez con una notable sensibilidad y empatía por el prójimo– están además presentes en todos los aspectos del filme, desde la ambientación en la época actual pero con un diseño de arte y de vestuario que nos transporta a la década de los 40, así como a la serie de encuentros y desencuentros entre sus protagonistas en las subtramas que se van trenzando de una manera orgánica, hasta la fuerza del amor que es presentada tanto como un salvavidas que sublima la existencia como una fuerza destructora. Por supuesto la ambigüedad e incertidumbre también se hacen presentes en el sorpresivo y desconcertante desenlace que, aunque no se compara con el magnífico final de su película anterior, Phoenix (2014), nos quedará igualmente grabado en la memoria para siempre.
P
awel Pawlikowski presentó en el Festival Internacional de Cine de Morelia su más reciente filme, un drama de posguerra donde la inmisericorde opresión comunista y la pureza del folklore rural conviven para amalgamar una historia de amor tan minimalista como conquistadora. Inspirada en los padres del director pero basada materialmente en dos personas reales, Cold War hace un viaje por la cultura polaca a partir de los momentos posteriores a la Segunda Guerra mundial, cuando Polonia se encontraba devastada y en ruinas. La llegada del comunismo trae al país una reavivación del nacionalismo y un rechazo a lo occidental. Es así que una comisión cultural del gobierno envía a Wictor para reunir danzas y canciones populares aportados por gente común. Wiktor, conoce a Zula, una rubia de belleza no del todo eslava pero con una actitud desafiante y un nato talento para el escenario. Se conforman números musicales y una compañía de baile. La atracción nace. El proyecto se desarrolla con giras y presentaciones por toda Europa, llevando la cultura polaca a ojos occidentales. Las tensiones y obstáculos del rígido régimen crean desencuentros entre Wiktor y Zula. Su historia se cuenta por pequeños y esporádicos episodios en que su relación toca puntos clave, dejando grandes lagunas de tiempo que el espectador ha de llenar. La fotografía es uno de los aspectos que primero cautivan la atención. Además de presentar un aspect ratio de
4:3, la cámara de Lukasz Zal –que ya hemos conocido desde Ida y en Loving Vincent– encuadra los escenarios con composiciones horizontales; los personajes muchas veces aparecen en el segmento inferior de la imagen mientras arriba hay escenarios y ambientes, dando una sensación de tridimensionalidad; una plástica construida con naturaleza, callejones oscuros y puestas en escena. Pese a ser visualmente cuidadosa, la ambientación es austera; el contraste del blanco y negro hace resaltar lo principal: la complementariedad de la pareja. Sus visiones distintas del mundo y de la situación política los hacen interesantes uno para el otro. La vigilancia de los burócratas que controlan el proyecto artístico y el peso omnisciente de un gobierno obsesionado con la fidelidad de sus ciudadanos, vuelven a Wiktor y Zula aún más necesitados entre sí, su naturaleza artística se contrapone con los dictados del bloque comunista para quien el arte solo es útil cuando engrandece a un partido, a un líder y a una idea de sociedad donde no existe la individualidad. El choque ideológico se evidencia con imágenes perturbadoramente bellas como la de un coro de angelicales voces cantando frente a una gigantesca imagen de Stalin. Otro factor notable es la narrativa escueta que transita por espacios de varios años. Desde antes de la función, Pawlikowski advertía de que el espectador debía llenar los espacios, construyendo interiormente los procesos
políticos y las vidas de los personajes, evitando las explicaciones innecesarias o la documentación histórica que no viene al caso en una historia donde lo que importa es la conexión humana y la comunión cultural. Aunque esto no impide encontrar un eco de esta cinta en la Polonia actual en la que un nacionalismo xenófobo y anti-occidental se vale de la revaloración étnica y racial en favor de una clase política. Difícil saber si se trata de un análisis involuntario o no. Es de resaltar que siendo una película básicamente romántica, prescinde de todo ornamento lírico que pueda forzar el romance. Hay una honestidad cabal por parte de Pawlikowski que confía plenamente en la química de sus personajes y en esa narrativa que el espectador elabora dentro sí, para hacer de esta una historia que conquiste y conmueva. Tal efecto no es sin embargo tan potente, pero que haya esa consideración y ausencia de manipulaciones es para agradecer enormemente. Cold War es una película de contrastes e ironías; la belleza nacional es usada al servicio de la represión, y el terror burocrático es coadyuvante para desarrollar un relato de amor. Se crea así una película simpática y desoladora, bella e indignante, donde no hay cortapisas pero tampoco politización (no forzada al menos), donde el cliché de “el amor no conoce obstáculos” pareciera estarse inventando, en lugar de estarse usando una vez más.
D
urante el rodaje de su bien recibida opera prima, Songs my brothers taught me (2015), la cineasta china-estadounidense Chloé Zhao conoció al joven jinete Brady Jandreau y éste le inspiró para su segundo largometraje: The Rider, un ejercicio en el que se diluyen las líneas que delimitan la realidad y la ficción. La película, que recogió excelentes críticas en la Quincena de Realizadores en Cannes en 2017, deja ver la nueva vida que Brady Blackburn (Brady Jandreau) debe enfrentar luego de sufrir un incapacitante accidente durante un espectáculo de jinetes. El chico alguna vez fue una de las más famosas estrellas del rodeo en su comunidad y un experimentado entrenador de caballos, pero las secuelas de su grave herida en la cabeza le han imposibilitado para montar. Ahora, en casa con un padre seco y una hermana menor con síndrome de Asperger, se enfrenta como mejor puede a la frustración de no poder continuar con lo que más le apasiona; así comienza a intentar tomar las riendas de una vida no deseada, reconstruyendo su trastocada identidad a la vez que se enfrenta al replanteamiento de lo que significa ser hombre en una sociedad remota de la Norteamérica profunda. El guion de The Rider se formó a partir de la experiencia real de Brady, de su familia y amigos; y es que prácticamente todos los personajes de la cinta se interpretan a sí mismos y recrean en pantalla sus propias experiencias de vida. Al tratarse de actores no profesionales con la única tarea de interpretarse a sí mismos, no atestiguamos aquí los vicios de la dramatización exagerada en la que ocasionalmente caen mu-
chos de los actores de renombre; esta carga de honestidad, naturalismo y espontaneidad en las interpretaciones es una cualidad que exalta la valía cinta y se vuelve uno de sus puntos más fuertes, especialmente en lo que respecta a la ternura y la bravura que se combinan gracias a la sensible interpretación del joven Brady Jandreau. Pero aunque los sucesos relatados en la cinta estén basados en hechos reales, la película no se limita al trabajo de ficcionalización de la realidad, sino que la transforma en toda una experiencia sensorial de primerísima calidad cinematográfica. La conjunción de la melancólica música compuesta por Nathan Halpern –además de un diseño sonoro que nos transporta a ese ambiente rural– y las postales de gran belleza que captura el lente de Joshua James Richards, consigue un trabajo de gran lirismo. La gramática cinematográfica es aprovechada por Zhao para conseguir secuencias profundamente bellas pero así mismo emocionalmente desgarradoras, y con ellas ensamblar un ejercicio sofisticado que sirve como un homenaje al mundo del rodeo, a los sacrificios, a la familia, a los amigos, a las viejas glorias, a los sueños rotos y a las nuevas oportunidades. The Rider es un filme sobre la pérdida en muchos sentidos: en la vida actual de Brady rondan la muerte de su madre, el trágico accidente de su mejor amigo, la difícil relación con su padre, la inesperada venta de su caballo para poder saldar las deudas económicas, y la pérdida de habilidades que lo incapacitan para seguir con lo que le apasiona. Por supuesto esto provoca en él enojo y frustración que se convierten
en esporádicos brotes de violencia incluso hacia sus mejores amigos; su sentimiento se agrava además ante el miedo de volverse como su padre y al sentirse degradado cuando, para pagar la renta de su casa, se ve obligado a trabajar en un supermercado donde frecuentemente es reconocido por algunos miembros de la comunidad y le recuerdan sus días de gloria como jinete. La mirada femenina de Zhao disecciona la figura masculina en la Norteamérica profunda con sensibilidad y comprensión de sus detonantes emocionales –«lo malo de los chicos es que no les gusta que hieras su orgullo», dice una de las amigas de Brady–; y es que aunque nos encontramos con un retrato profundamente intimista y personal, también resuena en su carácter universal. Sobresalen aquí dos tipos de relaciones entre hombres: la relación padre-hijo con una aparente rivalidad y la rebeldía, pero con un cariño demostrado de maneras que sólo la masculinidad del entorno rural lo permite; y la relación con su mejor amigo Lane Scott –al que considera como su hermano mayor y quien en la realidad sufrió un trágico accidente automovilístico–, de quien se hace un tatuaje en la espalda como un homenaje a ese fraterno compañero al que visita continuamente para devolverle un poco de las alegrías de una vida pasada llena de gloria. The Rider es cine en estado puro; un western contemporáneo sobre las caídas y ascensos de un vaquero moderno en el que la realidad y la ficción se funden en una sola experiencia tan devastadora como inspiradora.