C
on 14 títulos en su filmografía como director, y varios más como guionista cinematográfico y de seriales de televisión, el mexicano Carlos Enrique Taboada Walker es recordado por su extraordinaria tetralogía de terror y suspenso conformada por los títulos “Hasta el viento tiene miedo” (1968), “El Libro de Piedra” (1968), “Más Negro que la Noche” (1975) y “Veneno para las Hadas” (1984), siendo ésta no sólo su última película dentro del cine de género, sino también de su carrera, la cual finalmente comenzaba a tener una valoración seria por parte de la crítica, viéndose esto reflejado en los cuatro premios Ariel que recibió, incluyendo el de la mejor dirección y la mejor película del año. Su estilo se caracteriza por su sencillez visual pero con una potente carga psicológica; su cine no está sustentado en el susto sino en la ambigüedad y en la incertidumbre. Estatuas malditas, gatos maléficos, vengativos espectros y presuntas brujas infantiles forman parte del imaginario creado por Taboada.
“Hasta el viento tiene miedo”, la primera cinta de su legado de horror fílmico, tiene lugar en un internado para señoritas donde constantemente hace acto de presencia el fantasma de una chica que se quitó la vida cinco años atrás, pero que aparentemente aún tiene asuntos pendientes con una de las profesoras de la institución. La pesadilla recurrente de Claudia (Alicia Bonet), una de las alumnas, la lleva junto con sus amigas a investigar en una torre del colegio a donde tienen prohibido el paso. La directora Bernarda las descubre y como castigo por la transgresión deben pasar las vacaciones dentro de la escuela, dando inicio así a la más aterradora experiencia de sus vidas. Pese a la extrema sencillez de su guion, destaca en esta obra la capacidad del cineasta de sumergirnos completamente en su atmósfera viciada con una fotografía y un diseño de arte con los que explota al máximo el poder de la locación; y despojando al relato de todo morbo o situaciones explícitas, da forma a un filme de terror gótico ultrasofisticado protagonizado por estrellas de la talla de Marga López, Norma Lazareno, Maricruz Olivier, Elizabeth Dupeyron y Pamela Susan Hall como el espectro de la suicida Andrea. Aunque “Veneno para las Hadas” fue la más reconocida por la crítica, “Hasta el viento tiene miedo” ha sido la más popular entre el público, y su poder de sugestión entre los espectadores ha trascendido generaciones sin poder ser superado o por lo menos igualado por quienes se han atrevido a imitar su estilo o realizar una nueva versión de la historia, como sucedió en 2007 con el desastroso remake a cargo de Gustavo Moheno y con Martha Higareda y Danny Perea al frente del reparto.
Ante el éxito de “Hasta el viento tiene miedo”, los productores presionaron a Taboada para terminar cuanto antes su siguiente cinta antes de que pasara el furor que esta cinta había provocado. Así fue como el realizador se hizo cargo de la apresurada filmación de “El Libro de Piedra”, una cinta inscrita también en la tradición del horror gótico y ambientada en una mansión campestre en las afueras de la Ciudad de México a la que se han mudado la pequeña Silvia, su acaudalado padre (un hombre de negocios encarnado por Joaquín Cordero) y su nueva mujer Mariana (Norma Lazareno). La niña, que se recupera de un fuerte episodio de meningitis que no ha podido superar del todo y que padece de desequilibrios emocionales y psicológicos, acostumbra jugar con Hugo, la estatua de un niño que lee un libro en los jardines de la mansión. Pero lo que inicialmente se tomaba como un inocente caso de juegos con amigos imaginarios, se va transformando en una obsesión pesadillesca y aterradora. Aunque resulta en una propuesta muy poco ambiciosa a nivel formal –resultado de la presión de los productores que impidieron que Taboada sacara todo el provecho de la casa de Emilio “el Indio” Fernández donde fue filmada la cinta–, “El Libro de Piedra” es una obra cinematográfica sólida como una alegoría de la incomprensión de la mirada infantil por parte de los adultos; con ecos del relato clásico “Otra vuelta de tuerca” de Henry James –del cual también podemos encontrar rastros en “Los Otros” (2001), de Alejandro Amenábar–, sobresale por el uso ejemplar de la ambigüedad y la incertidumbre de la naturaleza de los sucesos, por la construcción psicológica detallada de los personajes centrales, por su atmósfera aprensiva, su argumento sólido, su narrativa precisa y su desenlace contundente.
La tercera entrega de su saga, “Más negro que la noche”, tiene un elenco espectacular: Claudia Islas, Susana Dosamantes, Helena Rojo y Lucía Méndes, quienes dan vida a Ofelia, Aurora, Pilar y Marta, respectivamente; el grupo de amigas se mudan a una impresionante casona recién heredada por Ofelia tras la reciente muerte de su tía Susana (la fenomenal primera actriz Tamara Garina, aquí con aires porfirianos), cuya única condición para dejarles habitar la casona es cuidar a su querido gato negro Becker. Y es que pareciera que el amor de la difunta tía sentía por su mascota, trasciende las fronteras de la muerte, pues cada vez que el gato se encuentra en peligro, las chicas comienzan a experimentar sucesos misteriosos que rayan en lo macabro; y cuando finalmente el gato muere poco tiempo después a causa de misteriosas causas en el sótano de la casona, desatando una serie de tragedias que atormentarán a las nuevas inquilinas de la propiedad y que parecen ser obras del vengativo fantasma de la tía Susana. La propuesta formal de esta cinta que desde su inicio deambula entre el terror sobrenatural, el thriller psicológico y la comedia dramática juvenil, se sustenta en la fotografía de Daniel López, quien hace de la arquitectura de la casona un personaje más para la historia, jugando además magistralmente con la iluminación y una paleta de colores con tonos rojos y grises para crear un halo de incertidumbre e inquietud, generando un ambiente asfixiante y macabro que perseguirá a las protagonistas, y que se ve potenciada por las composiciones sonoras de Raúl Lavista. Como en el resto de su filmografía, destaca la fuerte presencia del elenco femenino, pero en esta caso en particular sobresale el retrato de las protagonistas como mujeres fuertes e independientes. Y es que a diferencia de lo acostumbrado por otros directores internacionales que se desenvolvían dentro del género, las mujeres en “Más negro que la noche”, sin bien no alcanzan el estatus de estandartes del movimiento feminista, sí son personajes trazados sin etiquetas, son libres y decididas que distan mucho de ser meros objetos de provocación sensual y/o sexual.
Luego de casi una década de no adentrarse en los terrenos del horror cinematográfico, Taboada forma su tetralogía con “Veneno para las hadas”, una cinta inscrita en la lista de películas donde la imaginación funciona como un refugio frente a la terrible realidad –como por ejemplo las secuencias oníricas de “Ven y Mira” (1960); las aventuras de Ofelia en “El Laberinto del Fauno”; o Jeliza-Rose en “Tideland”. En la película prima una estética pictórica y su historia sigue a Flavia (Elsa María Gutiérrez), una niña adinerada que pasa casi todo su tiempo sola y que entabla una amistad con Verónica (Ana Patricia Rojo), una niña huérfana que, con una imaginación excepcional estimulada por las historias místicas de su nana, desea más que nada en el mundo ser una bruja. Entre los fantasiosos juegos infantiles de Verónica y las dudas de Flavia que ha sido educada bajo una óptica de escepticismo por parte de sus padres, las proposiciones extrañas comienzan a surgir, desencadenando el terror y la tragedia. Relatada visualmente en todo momento desde el punto de vista de la pequeña protagonista -la cámara siempre anclada a la altura de un niño nos niega el rostro de los adultos que esporádicamente aparecen en la historia-, la cinta, al igual que en “El Libro de Piedra”, se presenta como una alegoría de la incomprensión de la mirada infantil por parte de los adultos causada por la infranqueable brecha generacional; también con la ambivalencia de los sucesos bajo la mirada de Flavia, el director echa mano de la inocencia infantil trastocada por presuntos fenómenos paranormales para conseguir el máximo horror.
Sin embargo, “Veneno para las Hadas” no fue su última película. Un lustro después, en la Hacienda de San Andrés en, Xicotepec, Estado de México, filmó “Jirón de Niebla” con la fotografía de Henner Hofmann y bajo la producción de Vicente Silva Lombardo, a quien pertenecía la mencionada hacienda. Protagonizada por un jovencísimo Raúl Araiza y Sonia Linar, la película nunca terminó su proceso de postproducción, pues durante su edición, las latas con el filme se perdieron durante el saqueo de la Hacienda por parte del ejército y la policía como parte de una vendeta política contra Silva, quien presuntamente había trabajado de forma cercana con Cuauhtémoc Cárdenas durante las elecciones de 1988 en las que finalmente “ganó” Carlos Salinas de Gortari. Pero la obra fílmica de Taboada va más allá de confrontarnos ante la representación de nuestros más íntimos temores, sus relatos son también retratos sociales donde se expone la represión femenina, las barreras generacionales que se antojan infranqueables debido a la incomunicación, o las aparentemente incuestionables reglas que separan al bien del mal como dos conceptos opuestos y excluyentes. “Luz de Muerte” y “Silencio de Muerte” son dos de los guiones de terror que dejó sin filmar tras su muerte el 15 de abril de 1997 en la Ciudad de México. Con sus propuestas cinematográficas de carácter casi artesanal, Carlos Enrique Taboada sigue siendo hoy en día el director de cine de terror más influyente de nuestro país, inspirando a cineastas como Daniel Gruener, Guillermo del Toro, Víctor Osuna, Leopoldo Laborde y Jorge Michel Grau.
L
uego de varios cortometrajes, y bajo el cobijo de Michel Franco como productor, David Zonana debuta en los largometrajes con Mano de Obra, una pieza fílmica muy particular que destaca por la manera inesperada de transformar su historia y a su personaje central: Francisco (Luis Alberti), un albañil que pierde a su hermano tras una mortal caída mientras ambos trabajaban en una lujosa construcción en una acomodada zona de la Ciudad de México, y los encargados de la construcción se niegan a pagarle a su viuda embarazada una pensión por accidente laboral. Francisco comienza a presionar para que su cuñada reciba la compensación económica que le corresponde. Así podríamos describir la premisa de Mano de Obra, pero cuando parece que la cinta seguirá un rumbo de crítica y justicia social, ésta da un giro sorpresivo y se transforma en un sugerente thriller donde las líneas éticas y morales del protagonista se van desdibujando. Francisco, que con sus manos construye las más sofisticadas casas, debe transportarse hasta una colonia marginal y una vivienda que, literalmente, se está cayendo a pedazos, decide no tolerar más su situación de desigualdad e injusticias, por lo que decide brincarse la barda de la obra durante las noches y habitarla durante las
noches. En uno de los tantos giros que toma la trama, a Francisco se le presenta una oportunidad única que no piensa desaprovechar. El halo de pesimismo que comúnmente envuelve cine de Michel Franco está presente también en Mano de Obra, sin embargo, afortunadamente aquí está ausente ese discurso aleccionador que, también comúnmente, caracteriza a su cine, y por el contrario, el debutante David Zonana consigue un relato amoral y un ejercicio que resulta sólido en todos los sentidos, desde la excelente dirección de actores –donde destaca un inmenso Luis Alberti que fue merecidamente reconocido en el Festival Internacional de Cine de Morelia con el premio a mejor actor y las interpretaciones convincentes del resto de los actores no profesionales– hasta su audaz forma de transformar un relato inicialmente presentado comp un justiciero drama social urbano en una calculada metáfora de la sociedad anclada en los códigos del thriller. La opera prima de David Zonana entabla un diálogos con obras como Los Albañiles (1976), del maestro Jorge Fons, y La Zona (2007), de Rodrigo Plá; y es que se trata de un notable ejercicio cinematográfico sobre la lucha de clases con el que se ratifica a un sobresaliente talento en ciernes al que no debemos perderle la pista.
L
a directora francesa Céline Sciama se traslada a los dramas de época para continuar con sus estudios sobre la feminidad, base principal sobre la que se sostienen sus primeros tres largometrajes: Naissance des pieuvres (2007); Tomboy (2011) y Bande de filles (2014). En Portrait de la Jeune Fille en feu, nos transporta a finales del siglo XVIII para acompañar a Marianne (Noémie Merlant), una talentosa pintora que es contratada por una Condesa (Valeria Golino) para viajar a una pequeña isla de la bretaña francesa con el fin de elaborar el retrato de bodas de su hija Héloïse (Adèle Haenel), una joven a la que han traído de regreso del convento en el que se encontraba para que cumpla con el destino de su hermana recién fallecida: unirse en un matrimonio por conveniencia con su prometido italiano. Habiéndose Héloïse negado a posar para todos los artistas que ha contratado su madre para pintar el retrato, Marianne no revela su verdadera tarea y debe cazar furtivamente las expresiones de la enigmática prometida para descifrarla como si de un acertijo se tratase y plasmar de memoria en el lienzo los trazos y colores con los que capturará perpetuamente su esencia; sin embargo, la convivencia entre ambas va auspiciando una cercanía cada vez más íntima hasta que deviene en un intenso romance. Aunque con no pocas semejanzas con Call me by your name (2017) –su
inicio anecdótico que da pie a una tormenta emocional, el escenario campestre, el/la visitante que llega a una gran casa contratado/a por el padre/la madre, el intenso pero fugaz romance sumergido en el mundo del arte, el miedo que termina por provocar la pérdida de tiempo valioso y retrasa la confesión de sentimientos que a su vez demora el inicio de la relación, el inevitable desenlace y por supuesto la temida incertidumbre ante el futuro–, Sciamma supera el trabajo de Guadagnino al explorar más en el crecimiento personal de las protagonistas ante este breve pero incandescente romance y además funciona como retrato histórico-social. Con el trágico mito de Orfeo y Eurídice –narrado en la pantalla por Marienne a Héloïse– funcionando como alegoría de este amor, Sciamma ofrece un sensual retrato de lo femenino principalmente a través de las pareja protagónica, aunque ocasionalmente también lo hace mediante la sirvienta Sophie (Luàna Bajrami) y la Condesa. Necesario es aquí subrayar la impecable labor histriónica de la dupla Merlant-Haenel, pues tanto juntas como en solitario ofrecen interpretaciones inmejorables y que llegan a un clímax en su última escena juntas y en la fenomenal secuencia final con una hipnotizante Haenel en uno de los mejores planos de la década. Entretejiendo una serie de anécdotas, la directora captura no solo la esencia de la feminidad sino de toda
una sociedad y una época en la que dominaba la culpa y la represión por sobre la razón. La búsqueda de libertad –o por lo menos pequeños trozos de ella– en el dominio patriarcal de la Francia de 1770, es capturada en este sublime y sensual ejercicio de estilo presentado como un extenso flashback –Marienne, como profesora de pintura, rememora su romance con Héloïse cuando una de sus alumnas saca del almacén del taller el cuadro que bautiza al filme. La directora francesa demuestra un dominio formal sofisticado, especialmente cuando se apoya en la fotografía de Claire Mathon cuyas postales sacan el mayor provecho del extraordinario diseño de arte y evocan a otros clásicos de época como La Edad de la inocencia (1993) y particularmente Barry Lyndon (1975) por el uso exclusivo de velas como iluminación en ambientes cerrados, y gracias a su notable conocimiento del lenguaje cinematográfico consigue evadir los clichés y plagar al filme de símbolos de ese imbatible fuego interno que se aviva con las ansias de emancipación del subyugante mundo masculino. Retrato de una Mujer en llamas es un nostálgico relato de (auto) descubrimiento y amor lésbico de incandescente belleza estética y magistral contención emocional con el que su directora refrenda su compromiso personal con la representación y visibilización de la mirada femenina en el cine internacional.
L
e pese a quien le pese, Christopher Nolan es uno de los grandes de la industria hollywoodense hoy en día. En sus ya once largometrajes ha construido una coherencia estilística y narrativa entre todos ellos, y ha ido depurando cada vez más su estilo con una impronta que se ha vuelto inconfundible particularmente por su autenticidad y en ocasiones incluso también por su originalidad; y esto va más allá de explorar distintos géneros como la ciencia ficción y los thrillers, pasando además por el cine de superhéroes en donde elaboró una de las mejores películas de este tan popular subgénero. Luego de su muy ambicioso blockbuster bélico en el que exploró el desastroso episodio histórico conocido como «El Milagro de Dunkerque» a través de una estructura fragmentada que jugaba con el transcurrir del tiempo, el director británico regresa a la ciencia ficción con el que quizá sea su más ambicioso y arriesgado proyecto hasta la fecha: “Tenet”, cuya trama sigue los pasos de un espía anónimo de la CIA que, luego de frustrar un golpe terrorista durante un concierto de ópera, es reclutado por la organización que dan nombre a la película, y que tiene la misión de prevenir la futura tercera guerra mundial, de la cual se cree que han sido encontrados vestigios en el presente a través de una tecnología que e capaz de invertir la entropía tanto en objetos como en personas. Así es como da inicio este juego de espías que refrescan el género combinando elementos de los thrillers contemporáneos como el de los filmes de James Bond encarnado por Daniel Craig, o el de las misiones del Jason Bourne de Matt Damon, pero añadiendo elementos de ciencia ficción y física cuántica entre los planes del villano en turno que toma la identidad del millonario ruso Andrei Sator, encarnado por el actor Kenneth Branagh, con quien Nolan vuelve a trabajar luego de su colaboración en “Dunkerque”. Robert Pattinson y Elizabeth Debicki completan el reparto como Neil y Kat, respectivamente, el primero es otro agente espía al que recurre el protagonista para llevar a cabo su misión, mientras que ella da vida a la esposa casi rehén del magnate antagonista. Christopher Nolan es un cineasta hábil que sabe conjugar el entretenimiento para las masas con una demanda y desafío intelectual para el espectador que es muy poco común en el cine industrializado; sin embargo, y pese a que aquí se repite esta tendencia, en este caso en particular el guion de la película es su talón de Aquiles. Y es que sin importarle la exactitud científica –algo que para nada es algo malo por si sólo–, el director se empeña en sobreexplicar las cosas bajo la lógica de su película con el aparente afán de hacer parecer mucho más complejo lo que ya guarda una complejidad inherente.
“No intentes comprenderlo”, le dice una científica rusa (interpretada por Clémence Poécy), al protagonista de “Tenet”, encarnado por John David Washington; sin embargo, este consejo que hace el mismo Nolan a la audiencia a través de la científica Barbara, no lo toma en consideración para él mismo y presenta, durante toda la película, una serie de diálogos redundantes que explican una y otra vez los conceptos, las posibilidades, los efectos y las consecuencias de la inversión de la entropía no sólo en la historia de la humanidad sino a nivel físico personal, y esto sólo hace que el desconcierto en el espectador sea aún mayor. Otro punto débil es la creación de sus personajes, pues ninguno de ellos resulta interesante por su falta de matices, pese a que los actores se entregan completamente; desde el virtuoso héroe intachable hasta el despreciable villano caricaturesco, todos toman decisiones de forma arbitraria que sólo funcionan para la lógica de la película y para que la trama llegue a los puntos que, a conveniencia, debe alcanzar durante el trayecto hacia su desenlace. Tan sólo por detrás de “Dunkerque”, estamos aquí frente al trabajo más simplista y elemental de Nolan en cuanto a desarrollo de personajes. No obstante estas fallas, que resultarán graves en mayor o menor medida dependiendo de cada espectador y lo que sea que busque en la película, no consiguen que su propuesta pierda ni un ápice de su capacidad de entretenimiento, pues sus dos horas y media de duración no se sienten pasar gracias a su habilidad para envolvernos en una experiencia de acción trepidante e intriga. Con el despliegue técnico más grande y complejo de su carrera que se refleja en la impecable elaboración de secuencias donde los tiempos fluyen hacia distintas direcciones al mismo tiempo –sobresaliendo la impresionante secuencia final con una batalla en el desierto–, Nolan consigue un filme bajo un estilo visual que resulta más sofisticado que nunca, un logro alcanzado con el apoyo en la fotografía de Hoyte van Hoytema y la extraordinaria música de Ludwig Göransson. Además, es justo señalar esa libertad argumental y narrativa que consigue ser equiparable a la de autores literarios como James Joyce o Marcel Proust, y con la cual lleva a su protagonista a una odisea personal equiparable a la del Ulises de Homero, a aventurarse en un viaje que, aunque navegará y se extraviará durante su travesía a través del tiempo y el espacio, alcanzará su ineludible destino.
T
ras el gran tropiezo en su carrera que significó su incursión en el cine anglo parlante –The Death and Life of John F. Donovan (2018)–, el director quebequense Xavier Dolan está de regreso con Matthias y Maxime”, su nuevo melodrama juvenil que en esta ocasión gira en torno a los dos mejores amigos a los que hace referencia el título –Matthias Ruiz (Gabriel D'Almeida Freitas) y Maxime Leduc (Dolan regresando como protagonista de sus historias)– que repentinamente tiene que enfrentarse, cada uno desde su trinchera, a las emociones y sentimientos largamente reprimidos que se agitan por dos eventos: el primero es el de Maxime anunciando a su grupo de amigos un próximo viaje a Australia donde residirá por dos años; y el segundo, es un beso que sucede entre los dos chicos como parte de una actuación amateur en la filmación de un cortometraje universitario dirigido por la hermana de uno de los amigos del grupo. La inminente partida de Matthias y ese beso que, al parecer ya habían experimentado durante su época en Preparatoria, lleva a ambos a cuestionarse la solidez de su orientación sexual y con ello a poner a prueba su amistad y sus vínculos con sus seres queridos. Dolan teje en la historia una serie de subtramas en las que repite sus obsesiones temáticas como las relaciones problemáticas entre madre e hijo, la imposibilidad de adaptarse a una realidad cambiante y la nostalgia por un pasado mejor; sin embargo, el hilo conductor se mantiene entre Matthias y Maxime, y es a partir de ellos que desarrolla en pantalla un estudio de la amistad y del deseo masculino. Dolan decide mostrar de forma individual la manera en la que cada chico lucha contra los sentimientos amorosos que, evidentemente, van mucho más allá del cariño fraternal; la incapacidad de ambos para lidiar con este tema deviene en frustración y enojo, en especial para Matt, quien atormentado por una vergüenza y miedo no verbalizados que se traducen en constantes comportamientos absurdos como su impetuoso nado por un lago, la discusión con sus amigos durante un juego de mímica, o con su pareja a la que le da explicaciones no pedidas sobre su beso con Maxime. Matthias y Maxime confirma una vez más el histérico estilo audiovisual videoclipero con el que se ha consolidado el sello Dolan, pero en su conjunto resulta una obra menor y muy poco arriesgada dentro de filmografía le canadiense en la que sus temas recurrentes comienzan ya a ser lugares comunes y queda muy por debajo del nivel de su otrora cine fresco, vanguardista y trasgresor. Aunque en su defensa debemos señalar que en este título –el octavo de su carrera detrás de la cámara– presenta señales que apuntan a que Dolan se encuentra en una etapa de reflexión sobre su vida y su obra fílmica; y es que tal vez, y sólo tal vez, esta historia sobre juventudes enfrentadas al cambio de realidades sea la representación en pantalla de estar tomando conciencia de que su época juvenil ha llegado a su fin, que ha llegado ya a su tercera década de vida y que debe comenzar a producir obras de mayor madurez.
D
esde su estreno en el Festival de Cine de Sundance, la ópera prima de Ari Aster fue calificada como una de las películas más aterradoras de los últimos años; pero se trata de un calificativo que quizá puede jugar en su contra, pues más que aterradora, es una cinta inquietante sobre el duelo y la descomposición familiar, y aquellos que esperen sustos al por mayor, abandonarán la sala muy decepcionados. La película inicia con una secuencia que nos muestra una habitación donde hay varias maquetas de otras habitaciones y ambientes, la cámara realiza un acercamiento extremo hasta una de ellas y en su interior la acción comienza; esta secuencia pone de manifiesto la naturaleza de la película, es como si una ominosa presencia nos permitiera observar la cotidianidad de sus creaciones antes de someterlas a un juego cruel... o explicado por las propias palabras del director, “es una larga posesión contada desde el punto de vista de los corderos que serán sacrificados”, una visión pesimista que nos recuerda a la muy reciente El Sacrificio del Ciervo Sagrado (The Killing of a Sacred Deer (2017), de Yorgos Lanthimos. La trama de Hereditary inicia con el sepelio de la abuela y matriarca de la familia Graham, dejando como herencia su casa a su hija Annie (Toni Collette), una experta galerista cuya infancia al lado de su madre y su hermano esquizofrénico y suicida no fue precisamente idílica. Ahora, tras el fallecimiento de su madre, y acompañada de su propia familia –su esposo Steve (Gabriel Byrne) y sus dos hijos: Peter (Alex Wolff) y Charlie (Milly Shapiro)–, Annie intenta dejar atrás años de traumas emocionales a través del proceso de duelo en un grupo de ayuda con otras personas que también necesitan apoyo emocional y psicológico para superar sus pérdidas. Sin embargo, la situación familiar se encrudece cuando comienzan a manifestarse fantasmales figuras en la casa y otros extraños fenómenos ante la mirada de la pequeña Char-
lie. Por si fuera poco, un fatídico accidente destroza los ya débiles pilares que sostenían a la familia para arrastrarla a una pesadillesca experiencia. Como ya lo hiciera con sus cortometrajes, el debutante Ari Aster escribe el guion de Hereditary dando prioridad al drama familiar en sus dos primeros actos, pero brindándonos momentos verdaderamente desconcertantes. Es un eficaz ejercicio de género que disecciona de manera lenta pero incisiva la dinámica familiar y sus capas emocionales y psicológicas que, como un cirujano experto, Aster va retirando poco a poco hasta dejar expuesto su núcleo en descomposición; la película se enfoca más en el daño que se causan entre ellos que en la amenaza sobrenatural que de cierne en torno a ellos. La trama se presenta casi en todo momento desde la perspectiva de Annie y ella es el conducto que el director utiliza para desarrollar sus conceptos e ideas sobre temas como la maternidad no deseada o el miedo profundo a la heredar los traumas psicológicos de su madre; Aster aborda el tema de la maternidad no deseada, dinamitando toda idealización que socialmente se construye en torno a «el evento más importante en la vida de una mujer», estableciendo así un enlace con las madres Eva (Tilda Swinton), en Tenemos que hablar de Kevin (We need to talk about Kevin; 2011), de Lynne Ramsay, y Rosemary (Mia Farrow) en El bebé de Rosemary (Rosemary's Baby; 1968), de Roman Polanski. Ambas mujeres, como Annie, atestiguan el resquebrajamiento de una familia perfecta por la amenaza de presencias siniestras; por un lado la psicopatía del adolescente encarnado por Ezra Miller, y por otra parte, un bebé producto de un ritual sexual satánico para engendrar al anticristo. La maternidad les ha dado a todas una herencia maldita de la que no pueden escapar, y en ese sentido, es im-posible no pensar además en Está detrás de ti (It follows; 2014), de David Robert Mitchell, cinta donde la protagonista también se ve asediada
por un ente que ha heredado vía sexual. Este drama familiar de secretos, rencores y culpas sobresale por la profundidad psicológica de Annie y de toda la dinámica familiar; las maquetas que construye para su próxima exposición funcionan como una exploración de su psique; es la literal reconstrucción de su pasado para intentar comprenderlo, hacer las paces con él en el presente y dar forma así a su posible pleno futuro. Y así como la película cuida a detalle su fondo, también lo hace en su forma y se caracteriza por su factura impecable; cada encuadre, cada emplazamiento de la cámara, y cada recurso sonoro está pensado para favorecer su atmósfera claustrofóbica y aumentar paulatinamente la tensión. Acudiendo a audaces recursos narrativos, Aster expone su total conocimiento de la gramática cinematográfica y con pulso firme logra esquivar los terrenos convencionales del cine de terror para conducirnos hasta el último tramo de la cinta donde la pesadilla familiar se vuelve completamente delirante. En este tercer acto el horror paranormal queda en completa libertad y los personajes se enfrentan a situaciones verdaderamente perturbadoras... ¿o acaso hay algo más perturbador que degollar accidentalmente a tu pequeña hermana, encontrar en la estancia de tu casa el cadáver calcinado de tu padre y ver cómo tu madre se convierte en una criatura violenta que termina por cercenar ella misma su cabeza? Hereditary es una cinta de giros inesperados y perturbadores que sabe jugar astutamente con la incertidumbre, un relato inteligente que demuestra que no hay nada más efectivo que trastocar emocional y psicológicamente el entorno familiar para causar terror puro más allá de lo sobrenatural; es un inquietante y prometedor debut para Aster, a quien con gusto le seguiremos la pista esperando que continúe brindándonos títulos tan propositivos para el género como este.
C
ortometraje animado de producción mexicana que, pese a modificar ciertos aspectos del breve relato homónimo firmado por H.P. Lovecraft, sabe extraer el espíritu del autor y plasmarlo en pantalla gracias a sus valores de producción con una animación stop-motion impecable y sorprendente. La historia sigue los pasos de Thurber Phillips, un coleccionista de arte obsesionado con conseguir un cuadro del artista Richard Upton Pickman, su compañero y amigo en un prestigioso Club de Arte de Boston. Pero en su odisea por hacerse de una pieza de su pintor favorito, descubre el perturbador secreto que se esconde en la inspiración de Pickman para la creación de su macabro arte, una revelación que cambiará su vida para siempre.
L
ola es la chica más tímida del colegio. No obstante, se atreve a invitar a Brent al baile escolar, pero éste no acepta la invitación e irá al baile con alguien más: su novia. El chico no se imagina lo que le espera al rechazar a Lola, pues a esta apacible chica no le gusta recibir un no por respuesta, por lo que con ayuda de su padre secuestra a Brent haciendo de su noche del baile un auténtico infierno. El personaje de Lola transmite mucha ingenuidad pero a la vez una frialdad aterradora a la hora de torturar al desafortunado chico. ‘Cita de Sangre' recuerda a las clásicas cintas de adolescentes pero llevándola a un extremo mucho mucho más perverso.
L
os zombies ya no son figuras exclusivamente estadounidenses como lo fueron principalmente con las cintas de George A. Romero, y en 2011, la invasión de los muertos vivientes alcanzó las fronteras cubanas con la coproducción cubano-hispana “Juan de los Muertos” cuya trama se ubica a 50 años de la Revolución Cubana, cuando un virus comienza a infectar a la población, convirtiéndola en salvajes carnívoros hambrientos de carne humana. Los medios de comunicación oficiales sólo señalan los sucesos como "incidentes aislados provocados por disidentes pagados por el gobierno estadounidense", pero poco a poco se va descubriendo que los ataques no son perpetrados por seres humanos comunes y que el matarlos es un tanto más complicado que a una persona regular. Ni vampiros, ni poseídos y mucho menos disidentes; con una sola mordida de estos seres, la víctima es contagiada de una extraña condición de insaciable apetito de carne humana; la única forma de acabar con ellos es destruyéndoles el cerebro. De esto se da cuenta Juan, el cuarentón protagonista de la cinta cuyo estilo de vida durante sus cuatro décadas de vida ha sido principalmente el 'no hacer absolutamente nada', un modus vivendi que defenderá por sobre todas las cosas, decidiendo hacer leña del árbol caído y ante el caos que se vive en la isla, emprende su propio negocio que le resulta bastante redituable: “Juan de los muertos, matamos a sus seres queridos” es el lema que adopta y ofrece los servicios de terminar con los zombies por una módica suma. Juan of the Dead, es una excelente cinta que combina el horror de la pandemia zombie con la comedia. Escrita y dirigida por el argentino Alejandro Brugués, representa su segundo largometraje y en él realiza un homenaje a su gran pasión por el género del horror y su admiración por Sam Raimi, la cual lo llevaron a perseguir un proyecto que involucrara la figura de los muertos vivientes. Según señala el propio director, la comedia y el subgénero de zombies en la cinematografía tienen un punto en común: el subtexto, es por esto que esa combinación se ha vuelto tan popular en los últimos años.
U
n quinteto de policías turcos se reúne para tomar unas cervezas justo antes de terminar su turno de servicio. Pero cuando están a punto de irse a casa reciben una solicitud de apoyo en una cercana zona rural conocida por ser protagonista de numerosas leyendas que involucran un sinfín de sucesos paranormales. A su llegada al lugar son arrastrados hacia el interior de unas laberínticas ruinas donde tiene lugar un ritual de misa negra. El cineasta turco Can Evrenol presenta con esta sencilla premisa su opera prima, que es en realidad la ampliación de la trama de su cortometraje homónimo original de 2013 y que eleva de once a noventa y siete minutos la infernal pesadilla de este reducido escuadrón echando mano de una perturbadora puesta en escena muy al estilo del cine de terror de la vieja escuela. “Baskin: La Puerta del Infierno” funciona tanto como un inteligente y visceral thriller policiaco, como una escalofriante y satánica fantasía mórbida de espíritu lovecraftiano, a la que el desconocimiento absoluto de los actores que aparecen en pantalla por parte del público occidental le confiere una verosimilitud mayor. El director nos ha puesto frente a nuestros ojos una de las mejores piezas del género del año, y de manera coyuntural se ha colocado a sí mismo como uno de los talentos emergentes de la cinematografía en medio oriente al que debemos seguir la pista.
E
n el sobresaliente debut en los largometrajes del cineasta Jorge Michel Grau, una familia acaba de quedar desprotegida tras la muerte del padre de la estirpe, quien era el principal proveedor de alimento para su linaje. La muerte del padre en medio de un vómito negro en un lujoso centro comercial, no iría más allá de la evidente tragedia por la pérdida de un ser querido si no fuera por el hecho de que lo que esta familia se lleva a la boca es carne humana, pues pertenecen a un clan cuyos rituales les marcan la práctica del canibalismo. El peso de salvar al grupo recae en Alfredo, el hijo mayor del clan, un inadaptado adolescente que no está listo para el rol que le ha heredado su finado progenitor. Echando mano de algunos elementos del body-horror que remiten a David Cronenberg, la cinta va cocinando lenta y sutilmente sus secuencias estremecedoras, consiguiendo que el terror se apodere frenéticamente de lo que comenzó como drama sobre la reconstrucción de las familias ante la pérdida de uno de sus miembros, donde además de los juegos de poder entre hermanos, también entra en escena la antropofagia. A través de esta familia habitante de la Ciudad de México, recrea una metáfora para exponer que, socialmente al menos, nosotros somos nuestros propios depredadores. La alegoría en el subtexto se ve enmarcada -y remarcada- por la labor fotográfica de Santiago Sanchez, cuyos encuadres dentro otros de encuadres asfixian tanto a personajes como al espectador, mientras en la pantalla nos son expuestas secuencias sórdidas sonorizadas por Federico Schmucler y las notas de Enrico Chapela, y sin temor alguno el cineasta exhibe también sus influencias de la obra de la fotógrafa estadounidense Nan Golding. El relato podría parecer simple pero es protagonizado por seres complejos y que funciona a la vez como un serio comentario social sobre el contraste entre la sordidez y el modernismo aséptico de la capital del país.
S
uspenso, surrealismo, horror y momentos de comedia negra son los elementos con los que el cineasta canadiense Robin Aubert construye su filme: “Los Hambrientos”, una fresca propuesta del subgénero zombie que viene a engrosar la lista del nuevo cine de terror internacional de calidad. Ambientada en un remoto punto de la campiña de Quebec, la historia nos presenta a una variopinta galería de personajes que se han unido para hacerle frente a una misteriosa enfermedad infecciosa con desconocidos alcances, y que ha transformado a la mayoría de los humanos en seres violentos con una incontrolable hambre de carne humana. La trama no nos coloca al inicio de la pandemia, sino cuando ésta ya ha desolado la región, cuando ha cobrado numerosas víctimas y los protagonistas han padecido pérdidas de familiares y seres queridos. Aunque la cinta recurre a una colección de personajes, se centra principalmente en tres de ellos; cada uno con distintas historias de pérdidas causadas por la pandemia que poco a poco se van revelando. Y si bien la película no aporta nada nuevo al género y cumple con cada una de las reglas que dicta el cine de zombies, sí se presenta como una propuesta atípica al poseer una gran autenticidad formal con secuencias evocadoras al cine de maestros del terror y al de otros cineastas que podrían resultar bastante ajenos al género. Y es que la propuesta de Aubert tiene las poderosas postales de Tarkovski, el dominio de los silencios de Bresson, las reflexiones existenciales de Bergman, la crítica social de los zombies seminales de Romero y la fuerte carga de horror de Carpenter.
D
esde el estreno de “El Proyecto de la Bruja de Blair” (1999), incontables han sido las cintas que han intentado replicar la fórmula. “El Ritual”, aunque no pertenece al subgénero del found footage o pietaje encontrado, es una de las que han salido mejor libradas. Basada en la novela homónima firmada por Adam Nevill, la trama sigue a cuatro mejores amigos de la Universidad, quienes luego de la trágica muerte del quinto miembro del grupo, viajan a una remota región de Suecia para practicar senderismo y rendir homenaje a su amigo fallecido. En su camino de regreso, deciden atravesar el bosque para ahorrar tiempo del trayecto, pero ya internados en el bosque comienzan a presenciar extraños sucesos y perder el sentido de la orientación, viéndose obligados por una tormenta a refugiarse en una cabaña en la que descubren evidencias de ritos macabros al tiempo que comienzan a ser acechados por una presencia sobrenatural. “El ritual” es una eficiente pieza de horror que sabe jugar con todos los elementos ya conocidos de una forma auténtica. Con el respaldo de la extraordinaria química entre los actores, la cuidadísima creación de su atmósfera, el sugerente diseño sonoro, el sobresaliente diseño de arte y la naturaleza de su giro argumental en tercer acto, el director debutante consigue una cinta de terror que transita por derroteros ya conocidos, pero lo hace a su propia manera.
M
arion Crane viaja por carretera tras robarse la nomina del lugar donde trabajaba, en su fuga decide quedarse una noche en un motel de carretera donde conoce a Norman Bates, su joven encargado con el comienza a socializar; sin embargo, ocurre un hecho lamentable y Marion dura días desaparecida, por lo que su novio y su hermana emprenden su búsqueda, dando con el motel y con el carismático pero misterioso Norman. La famosa escena de la regadera es quizás la secuencia más recordada, homenajeada y parodiada de una película de terror; con su habitual excelente manejo del suspenso, Hitchcock presentó el giro argumental de la película a la mitad de su metraje y es algo que nadie se esperaba. La obra más reconocida del maestro del suspenso cumple 60 años y este mes representa la ocasión perfecta para descubrir una de las películas que revolucionaron el cine de terror y que más influyeron en las obras del género durante el resto del siglo XX.
E
l cineasta franco-iraní Babak Anvari debutó en los largometrajes con esta sólida propuesta de terror. Ambientada en la década de los 80 en el Teherán islamista, sigue los pasos de una joven madre que, luego de la partida de su esposo médico para cumplir en su servicio militar, debe intentar sobrevivir junto a su hija a los enfrentamientos entre Irán e Irak que sucedieron tras el golpe de estado donde el poder religioso tomó el control. Pero además, deberá hacerle frente a algo siniestro que ha irrumpido en su hogar y que ha comenzado a acechar a su hija La relación materno-filial que se coloca en el corazón de la historia, posee ecos del cine clásico como la emblemática “El Exorcista” (1972), de William Friedkin o “Poltergeist” (1982), de Tobe Hooper, donde las hijas parecen ser las víctimas y receptoras de una maldad sobrenatural. Apegándose a una narrativa tradicional y mezclando géneros como el drama social de denuncia, el director sabe colocar las piezas correctas en los lugares adecuados y en los tiempos precisos para ir construyendo y manteniendo la tensión hasta su satisfactorio clímax.
I
nspirado por un caso presuntamente real que tuvo lugar en el barrio de Vallecas, en Madrid –aunque luego fue desestimado como una farsa montada por la familia de la chica víctima de una posesión demoniaca–, el director Paco Plaza consigue ir mucho más allá con la historia, pues aprovecha la magnética presencia de Sandra Escacena como protagonista y una impecable ambientación noventera para darle la vuelta al relato de horror y transformarlo en una metáfora sobre la adolescencia como un proceso aterrador y doloroso. Con una sorprendente elegancia y sofisticación técnica, el cineasta español logra trastocar profundamente lo conocido y lo habitual sin recurrir a sobresaltos gratuitos, sino con base en la construcción de una atmósfera que va sosteniendo y aumentando la tensión hasta el escalofriante desenlace con su viciada y enrarecida atmósfera. En una época en la que el cine de horror internacional se produce de manera genérica buscando parecerse cada vez más al cine estadounidense, “Verónica” se recubre con una impronta orgullosamente española; es una nueva muestra de la habilidad de su artífice para el género e inmediatamente se consagra como uno de los nuevos clásicos del cine de horror iberoamericano.
A
l director Ari Aster el reconocimiento le llegó desde el estreno de su primera película en el Festival Internacional de Cine de Sundance en enero del año pasado. El Legado del Diablo (Hereditary; 2018) se presentó como un trágico drama familiar que, poco a poco, se va transformando en una perturbadora historia de violencia y horror puro, y poco a poco se fue ganando un merecido lugar como un clásico de culto instantáneo del cine de género. Con su segundo largometraje, Midsommar: el Terror no espera la Noche (Midsommar; 2019), se arriesga con una propuesta mucho más ambiciosa y rigurosa, pero manteniendo sus obsesiones temáticas como la familia, la pérdida y el duelo. Midsommar tiene a la talentosa actriz Florence Pugh al frente del reparto interpretando a Dani, una chica que está atravesando una crisis en su relación con su novio Christian (Jack Reynor), quien lleva meses intentando dejar la relación pero sigue con ella por lástima, pues ella parece siempre necesitarlo cuando su hermana –diagnosticada con bipolaridad– entra en crisis. Durante una noche invernal, Dani recibe oscuros mensajes de su hermana, y poco después recibe la noticia de que la chica asesinó a sus padres mientras dormían y luego terminó con su propia vida. Varios meses después, Dani y Christian, junto con un par de amigos más, son invitados a festejar el Midsommar, un festival folclórico celebrado cada 90 años en Hågar, una remota localidad sueca donde el sol nunca se oculta durante la temporada veraniega. El viaje inicialmente se presenta como la oportunidad ideal para la sanación emocional de Dani, pero cuando las festividades inician el viaje se transforma en una alucinante pesadilla bajo la luz del sol de medianoche. Hace un par de años con su sobresaliente opera prima, Un lugar en silencio (A Quiet Place; 2018), John Krazinsky recurrió al silencio y a la amenaza de su interrupción para construir y sostener la tensión a niveles insoportables, de esta manera dio forma a un sólido ejercicio cinematográfico que, al mismo tiempo que homeneajaba al cine clásico de suspenso, desafiaba los convencionalismos del cine de horror genérico producido en Hollywood y que se sustenta en el ordinario recurso de los sonidos estridentes e inesperados para provocar el sobresalto del espectador –la
escandalosa It: Chapter Two (2019), de Andy Muschietti, sería el ejemplo más reciente que hemos tenido en cartelera. Con Midsommar Ari Aster hace lo propio y, apoyándose nuevamente en la fotografía por el polaco Pawel Pogorzelski, el director hace que la enrarecida y claustrofóbica residencia de la familia Graham en El Legado del Diablo dé paso aquí al campo abierto y a la perpetua luminosidad, no sólo funcionando como la cara opuesta en los terrenos formales de la su ópera prima sino también desafiando a las convenciones del cine de horror con un estilo pictórico. Y aunque formalmente es radicalmente distinta a su opera prima, la temática y las inquietudes que Aster plantea son exactamente las mismas y podríamos considerar a Midsommar como una muy libre adaptación de su filme anterior, pues ambas narran una historia de duelo irresuelto ante una trágica pérdida familiar y cómo esta situación es propicia para que unos personajes enigmáticos –Joan (Ann Dowd) en El Legado del Diablo y Pelle (Vilhelm Blomgren) en Midsommar– aprovechen estas fisuras emocionales como estrechos pasadizos hacia su voluntad para doblegarla y apoderarse de ella. Con fuertes y claros ecos de The Wicker Man (1973), de Robin Hardy, y plagada de simbolismos que evocan al misticismo esotérico de Alejandro Jodorowsky en títulos como El Topo (1970) y La Montaña Sagrada (1973), el cineasta acude, al igual que en el resto de su filmografía inscrita en el cine de género donde encontramos algunos cortometrajes sobresalientes, a un terror más psicológico sin echar mano de ordinarios recursos como los «jumpscares»; y pese a que la película tiene escenas de violencia y ‘gore’ que resultan perturbadoras, lo más brutal del filme son las extremas situaciones emocionales por las que atraviesa la protagonista, a través de la cual Aster lanza comentarios sobre la soledad, la codependencia y el sentido de pertenencia. Con Midsommar, su artífice depura su estilo y repite la hazaña de facturar un clásico de culto instantáneo, continuando así con su camino hacia la cumbre como uno de los cineastas más sobresalientes y propositivos del cine de terror del nuevo milenio.
E
l segundo largometraje de Daniel Castro Zimbrón –tras su opera prima Táu (2012)– se presenta como una cinta de horror salpicada de elementos de ciencia ficción de la vieja escuela que utiliza las convenciones de éstos géneros para metaforizar sobre la paranoia social que se vive en todo el mundo y que se sustenta en el irracional miedo al otro. Planteada en una realidad donde el planeta se ha detenido y los días se han transformado en un ocaso perpetuo debido a una densa y tóxica neblina causada por un incierto evento apocalíptico que parece haber diezmado a la población que, además, ahora se ve acechada por una extraña y feroz criatura a la que han denominado como «la Bestia». En este contexto, una familia fracturada conformada por el padre (Brontis Jodorowsky en su segundo trabajo con el director) y sus tres hijos –Marcos (Fernando Álvarez Rebeil, también en su segunda colaboración con Zimbrón), Argel (Aliocha Sotnikoff Ramos) y su hermana pequeña (Camila Robertson Glennie) siempre en grave estado convaleciente– vive encerrada en el sótano de una vieja cabaña en medio de un bosque. El conflicto en el filme detona cuando, durante una de sus expediciones habituales en busca de alimento, Marcos desaparece tras un ataque de «la Bestia»; Argel, entonces, inicia una personal búsqueda de su hermano pero en su lugar descubrirá los misterios que guardan la bruma y los infinitos árboles del bosque, así como los macabros secretos que esconde su mismo padre.
El inteligente y audaz guión escrito por el mismo director junto con David Pablos (responsable de la laureada Las Elegidas) y Denis Languerand, hace patente una habilidad narrativa sorprendente que encuentra su principal apoyo en una factura técnica impresionante –el elegante movimiento de cámara, la fotografía que exclusivamente empleó luz natural, la música de notas añejas y el sensacional diseño sonoro que, al momento de combinarse, crean impresionantes y sombrías secuencias oníricas–, con la que el cineasta capitalino nos va guiando a través de atmósferas agobiantes que se acercan a las de la ciencia ficción tarkovskiana –en más de una ocasión nos viene a la mente su Stalker– que se funden constantemente con las del cósmico, estremecedor y apocalíptico horror lovecraftiano. En Las Tinieblas, la historia de esta familia aislada que se refugia del presunto fin del mundo y de «la Bestia» que los acosa, no es más que un mero pretexto para hablar de las dolorosas relaciones paternofiliales –tópico que ya había abordado, aunque desde una perspectiva muy distinta, en su cortometraje Negro hace un par de años– y de la grave situación que se vive alrededor del globo donde sociedades enteras buscan refugiarse del miedo al otro, al «extraño»; buscan resguardarse de esa violencia que acorrala desde distintos frentes –el gobierno represor, el crimen organizado, el narco, el terrorismo, etc.– y que incapacita la posibilidad de seguir adelante.
G
eorge A. Romero no pudo iniciar su filmografía de mejor manera. “Night of the Living Dead” se erige hoy por hoy como la obra cumbre del «cine de zombies». Se trata de la primera película de zombies del maestro del terror que aborda una temática a la que regresó constantemente durante su carrera fílmica para crear una numerosa saga; un filme genuina y enteramente independiente, filmado con un bajísimo presupuesto y con la participación de actores no profesionales. Con un presupuesto de 114,000 dólares y un guion de Romero y John A. Russo basado en “Soy Leyenda” de Richard Matheson –pero cambiando la pandemia vampírica por muertos que resucitaban con ansia de carne humana–, se comenzó el rodaje del film con el fin de mostrar el inicio de lo que sería el progresivo colapso de la sociedad y eludiendo mostrar los estragos globales en la sociedad cuando la pandemia ya ha avanzado. La película tiene como protagonistas a Ben (Duane Jones) y Barbra (Judith O’Dea), una pareja de desconocidos que se refugian en la casa de una remota granja en Pensilvania luego de ser atacados por muertos vivientes. A través de transmisiones radiofónicas y televisivas se enteran de que se trata de un fenómeno mundial, y junto con una pequeña familia que se mantenía oculta en el sótano de la casa, intentan repeler el acoso de los zombies que se congregan cada vez en mayor número afuera de la casa. La ópera prima del maestro del terror fallecido en julio del año pasado estableció las reglas de este subgénero, construyendo el arquetipo del muerto resucitado y hambriento de carne humana que se arraigó de manera contundente en la cultura popular alrededor del globo. Atrás quedaron los difuntos reanimados y sometidos a la voluntad de una inteligencia superior, como se mostraban en las exóticas leyendas del folclor haitiano; los nuevos zombies –aunque nunca se refieren a ellos con este término– eran criaturas instintivas con una insaciable hambre caníbal. La sanguinolencia monocromática de su propuesta visual con inquieta cámara en mano marcó un antes y un después en la producción de cintas de horror; cineastas como Croneberg, Sam Raimi y Tobe Hooper heredaron las influencias del cine de Romero al momento de firmar a sus respectivos filmes emblemáticos.
Romero nunca pensó en la cinta como la primera de una saga, de ahí que no prestara atención a las inconsistencias en el comportamiento de los zombies como su velocidad o fuerza. Pero más allá de escribir las normas del género y consolidarse como «la película de zombies», quizá el mayor logro de “Night of the Living Dead” se dio en su vanguardismo social con un discurso de empoderamiento de la comunidad afroamericana… aunque no fue de manera deliberada. Romero colocó al centro del relato a Ben, un personaje negro que se convertiría en el absoluto protagonista y héroe de la película al rescatar y proteger a Barbra luego de que su hermano Johnny (Russell Streiner) fuera asesinado por un zombie en la primera secuencia de la cinta. Sin embargo, este evento respondió sólo al talento del actor, pues según el propio Romero, Duane Jones se quedó con el papel por ser el mejor actor del grupo de histriones que participaron en el film. La trama acude a los distintos personajes para ofrecer una potente crítica sociopolítica mostrando las distintas facciones de la sociedad estadounidense. En este estudio sobresale el contraste que surge entre los personajes del afroamericano Ben (Jones) y el caucásico Harry Cooper (Karl Hardman); el primero siendo bondadoso, considerado y atrevido, mientras que el segundo es un repudiable egoísta y traicionero. Hoy en día, “Night of the Living Dead” sigue más vigente que nunca, y no sólo por heredarnos el prototipo del zombie moderno que absolutamente nadie ha podido superar –Danny Boyle estuvo cerca al revitalizar a la criatura en su formidable “28 days later” (2002)– y por escribir las normas del subgénero, sino también por su aspecto vanguardista en lo referente a la exploración de la sociedad y de sus miedos; porque el monstruo no necesariamente es el muerto que se levanta de su tumba, sino quizá aquel que te acompaña en tu búsqueda de supervivencia durante el apocalipsis.
L
a opera prima de la cineasta franco-senegalesa Maïmouna Doucouré se vio envuelta en un escándalo desde antes de su llegada a Netflix debido a la muy desafortunada decisión de publicidad con la que la plataforma. La hipersexualización de las niñas de once años en el cartel promocional y una sinopsis alejada completamente del espíritu del filme, provocaron que una turba iracunda arremetiera con demandas contra Netflix para que cancelara el estreno de la cinta, y con insultos y amenazas hacia la directora que, en la pasada edición del Festival de Sundance, se alzó con el premio a la mejor dirección por esta misma cinta. Tanto Netflix como el gobierno de Francia –donde se anunció que será usada como material académico en las escuelas para hablar sobre la sexualización de menores–, e incluso varias estrellas de la industria –incluyendo a la estrella hollywoodense Tessa Thompson–, apoyaron a la realizadora para que la cinta se estrenara sin problemas de censura. Sin embargo, tras el estreno global del filme en la plataforma, la película ha seguido recibiendo ataques e intentos de censura por personas que están lejos de entender el mensaje del filme. Pero para entender a cabalidad el mensaje del filme, hay que saber de qué va. “Cuties” nos cuenta la historia de Amy (Fathia Youssouf), una niña senegalesa de once años que acaba de mudarse a los suburbios de París con su madre y sus dos hermanos menores, mientras que su padre se ha quedado en Senegal para desposar a una nueva mujer, aunque pronto se trasladarán al mismo departamento donde vivirá también con su nueva esposa. Agobiada por los códigos musulmanes con los que a la mujer se le acusa de pescadora por naturaleza por una religión misógina que demanda la obediencia absoluta a los hombres, y además sintiéndose asfixiada por lo que se espera de ella durante los preparativos de la nueva boda de su padre, Amy se ve deslumbrada por un grupo de niñas que bailan twerking imitando a mujeres de las redes sociales y aspirando a convertirse en ganadoras en un concurso de baile. La pequeña, que se está enfrentando a una nueva cultura y en plena etapa de necesidad de pertenencia, inevitablemente se ve atraída por el baile, la aceptación y camaradería con sus nuevas amigas, y esto le da un respiro, una suerte de escape de su aprensiva realidad. Amy y sus amigas van aprendiendo que mientras más sensual y sexual se comporte –aun sin entender a cabalidad esos conceptos–, obtiene beneficios del sexo opuesto, de ahí que en la escena donde son atrapadas por unos guardias de seguridad al interior de un negocio al que entraron sin pagar, ellas puedan irse libres de consecuencias al bailar de manera sugerente para ellos.
El mensaje de “Cuties” está clarísimo: las niñas deben tener tiempo para ser niñas. Es verdad que en la película se hace énfasis en los movimientos sexuales que las niñas llevan a cabo durante sus bailes, pero en ningún momento se hace una apología de la hipersexualización infantil, y la cámara nunca se regodea en el morbo. Lo que sí hace la cinta es señalar a una sociedad doblemoralina que sexualiza niños y adolescentes en los medios de comunicación masivos y en las redes sociales, pero para conseguir este discurso en pantalla jamás explota sexualmente el cuerpo de las actrices menores. Por el contrario, la directora echa mano de estas y otras secuencias para mostrar cómo las redes sociales afectan la idea y el concepto de feminidad, así como sus expectativas, en niñas y adolescentes, y también de cómo el autoestima se ve trastocado por la validación tanto en las redes, como entre los vínculos afectivos en la vida cotidiana como la familia y la escuela; esto la emparenta con otro coming of age, “Girlhood” (Bande de filles”, 2014), de la directora Céline Sciama, que también transcurre en los suburbios franceses. Las acusaciones moralinas hacia la cinta son francamente absurdas, para constatarlo sólo hace falta ver que el clímax de la cinta –el tan anhelado concurso para las niñas–, pues resulta extremadamente incómodo... ¡porque así debe ser la hipersexualización de la niñez! Tanto la forma en la que está filmada y editada esta secuencia –mostrando los sugerentes movimientos e intercalándose la reacción del público– ratifica el mensaje que busca transmitir la directora. Son niñas que no tienen idea de lo que están imitando, ni de las consecuencias de sus actos; y como ejemplo está la tan criticada escena del condón que demuestra que son niñas pensando como niñas, jugando como niñas a ser mujeres cuando no tienen ni idea de lo que el mundo les depara, y si por casualidad las niñas intentan concebir dichas ideas, estas están completamente erróneas. La película presenta un desenlace conciliador entre la infancia, la adolescencia y la madurez de no tener que someterse cumplir con ciertas tradiciones o expectativas sociales, religiosas o familiares; la denuncia social de Doucouré es muy clara, pero en un mundo donde las masas carecen de la capacidad de abstracción para analizar una obra, cada quien termina viendo lo que quiere ver. Lástima.
E
n la Inglaterra de finales del siglo XIX, el doctor Frederick Treves (Anthony Hopkins), profesor de anatomía en la Facultad de Medicina y médico cirujano en el Hospital de Londres, asiste a un espectáculo circense y atestigua un espectáculo insólito presentado como «el terrible Hombre Elefante». Se trata en realidad de John Merrick (John Hurt), un joven británico de 21 años que padece una bronquitis crónica –impidiéndole dormir en la habitual posición horizontal– y cuyo cuerpo se encuentra plagado casi en su totalidad de tumores papilomatosos a causa de su fibromatosis crónica. La gravísima imagen del joven que es utilizado como atracción del circo hace que el doctor Treves se disponga a llevarlo al hospital con la esperanza de curarle. Con esta premisa, el maestro David Lynch abre la década de los 80 con su segundo largometraje en el cual, pese a tratarse de un proyecto por encargo, mantiene su impronta estilística y temática inconfundible que ha fascinado a sus seguidores desde la ya legendaria Eraserhead (1977). Tomando como base los libros El Hombre Elefante y otras reminiscencias, escrito por Sir Frederick Treves y El Hombre Elefante: un estudio sobre la dignidad humana, de Ashley Montagu, el guion escrito por el mismo Lynch junto a Eric Bergren y Christopher De Vore, evade de manera astuta casi todos los clichés del género dramático-biográfico que comúnmente marcan el cine sobre discriminación; y aunque no puede evitar por completo los diálogos moralinos, Lynch borda con sensibilidad un trabajo intimista con gran carga humanista, sin dejar de lado el aspecto oscuro y perverso que es inherente a la historia del real Joseph Merrick. El Hombre Elefante es un trabajo alejado de maniqueísmos y personajes unidimensionales; todos ellos muestran matices, contradicciones y complejidades emocionales y psicológicas bajo una estilizada propuesta monocromática caracterizada por la cámara de Freddie Francis que, de un modo casi furtivo, captura tanto las atmósferas siniestras casi macabras como los más íntimos momentos gesticulares de los actores de primer nivel, complementando junto la composición sonora de John Morris una impecable puesta en escena de carácter casi artesanal pero extremadamente sofisticada. Tan dolorosa y cruda como genuinamente conmovedora, la película es una modesta obra maestra que se aleja del manido retrato que pretende dignificar al monstruo, y propone una elegante tesis sobre la banalidad de la apariencia física, la crueldad y la hostilidad social ante aquello que por ignorancia teme, y la monstruosidad que se esconde en todos nosotros.
L
a cotidianidad de un grupo de soldados franceses en un país de África. La cinta muestra los "momentos muertos" de los soldados. Cuando trabajan, cuando lavan, cuando cocinan, cuando planchan, cuando entrenan, hasta cuando "nada hacen" y cuando parece que nada hacen lo que nos mantiene atentos es la misma imagen, el movimiento que la directora Claire Denis crea al mostrar la quietud de la vida de los soldados. Una película muy visual, la historia pasa a segundo plano, las imágenes son la historia, sin muchos diálogos, sólo sabemos lo suficiente de los personajes, ellos son una incógnita. Visual. No sé si soy yo, pero algo de orientaciones sexuales ocultas. Eso sí, es diferente.
L
uego de debutar en el cine angloparlante con Snowpiercer (2014) y hacerse cargo de la dirección de Okja (2017) bajo el cobijo de Netflix, el director Bong Joon-ho regresa a su natal Corea del Sur para filmar en su lengua materna un relato que, por su marcada identidad surcoreana y su vigencia temática, se ve emparentada con Burning, la obra maestra de su compatriota Lee Chang-dong que en 2018 se reveló como una de las mejores propuestas internacionales del año. Y como ya lo había hecho con la película de ciencia ficción postapocalíptica protagonizada por Chris Evans, Tilda Swinton, John Hurt y Song Kang-ho, el director nuevamente nos coloca en medio de una lucha de clases a partir del momento en el que el hijo mayor de la familia Kim, Ki-woo (Choi Woo-sik) consigue trabajo como profesor particular de la hija mayor de la inescrupulosamente acomodada familia Park. Cuando el chico conoce la casa de sus nuevos empleadores, pone en marcha un plan para que despidan a sus empleados y sean su hermana, su padre y su madre, quienes los reemplacen como psicoterapeuta artística, chofer privado y asistente del hogar, respectivamente.
Ganadora del máximo galardón fílmico a nivel mundial –la Palma de Oro en el Festival de Cannes–, Parasite echa mano de los espacios como metáforas del estatus social y en mucho nos recuerda a la segmentación social de los vagones de Snowpiercer. Nótese aquí la casa de la familia Kim, una suerte de bunker con ventanas a ras de suelo donde mendigan la señal wi-fi del vecino, y el contraste que se crea con la opulenta mansión de la familia Park, ubicada en lo alto de una exclusiva colina y con una arquitectura diseñada con numerosas escaleras en su interior. La cinta de Joon-ho, al igual que lo hiciera algunos meses atrás el cineasta Jordan Peele, juega con la premisa de los invasores/suplantadores como alegoría de la lucha de clases y las injusticias sociales; pero la propuesta surcoreana toma derroteros distintos, y partiendo de una premisa anecdótica, construye un complejo entramado de enfrentamientos sociales. Ya en su tercer acto, aunque hay un violento giro que cambia completamente el rumbo del relato –esa lluvia torrencial como elemento de limpieza y purificación que se lleva las máscaras y el maquillaje para que las mentiras salgan a flote–, prima en todo momento el tono fársico
y el director se niega a ser condescendiente; por el contrario, se atreve a llevar los hechos hasta las últimas consecuencias. Sin emitir juicios éticos o de valor, Joon-ho delinea y construye a sus personajes con respeto y cariño a pesar de estar sustentados en una serie de estereotipos de clase, desde los marginales y trepadores de la familia Kim, como los acomodados e hipócritas de la familia Park. Y es que el director se preocupa por presentar un retrato que trasciende su identidad surcoreana y se transforma en una oscuramente cómica fábula transcultural sobre el perpetuo enfrentamiento de clases sociales que no es más que uno más de los engranajes bien lubricados del voraz sistema capitalista, como ya bien lo había señalado en la revelación final de Snowpiercer. Al final, la pregunta se mantiene: ¿quiénes son los parásitos a los que alude el título? Porque los oportunistas de la familia Kim son tan parasitarios al adueñarse de los espacios de sus patrones, como los ingenuos de la familia Park al esclavizar a sus trabajadores y alimentarse gracias a su trabajo.
F
erdinand Griffon (Jean-Paul Belmondo) es un hombre que, hastiado de la vida burguesa y el agobiante trabajo como directivo que le ha conseguido su suegro, ha decidido buscar una vida de libertad y ha huido de París junto a Marianne Renoir (Anna Karina), la niñera de su hijo que había contratado su esposa, una adinerada mujer italiana, para vivir en la zona costera de Francia. Pero inesperadamente la pareja comienza a ser acechada por una peligrosa banda de gangsters argelinos con los que la chica estuvo implicada. Partiendo de esta premisa basada en la novela negra Obsession (1962), de Lionel White, Godard juega con los géneros cinematográficos refrescando sus reglas, haciendo a un lado sus convenciones, y proponiendo su propio lenguaje del cine de gánsters. La fotografía de Raoul Coutard se inspira en la cultura pop con brillantes colores y composiciones estilizadas, añadiendo un estilo audaz a la técnica de yuxtaposición de imágenes
tan gustada por Godard, y que adquieren un nuevo significado bajo las notas del compositor Antoine Duhamel y de las canciones Ma ligne de chance y Jamais je ne t'ai dit que je t'aimerai toujours con letras de Cyrus Bassiak. Así va tomando forma una sugerente y sensual mezcla de drama, thriller romántico-criminal y road movie con un humor sardónico con toques de surrealismo que, como resultado, lograron un emblema de la memoria fílmica mundial. Godard, con su décimo largometraje, pone fin a sus colaboraciones –y su relación marital– con la actriz Anna Karina y con el galán JeanPaul Belmondo tras haber filmado con ellos seis y tres películas respectivamente. Pero el cineasta cierra también un ciclo basado en la plena experimentación cinematográfica antes de entregarse por completo al cine de corte político, aunque aquí ya desliza comentarios críticos sobre sociopolítica –particularmente en contra la Guerra de Vietnam–, manifestando así su filosofía pacifista.
L
a oferta televisiva centrada en los superhéroes se vio refrescada en la década pasada por las producciones de Netflix sobre las figuras de cuatro personajes poco conocidos del universo de Marvel. Títulos como “Daredevil” y “Jessica Jones” llevaron las series de superhéroes a un nuevo nivel, a un terreno más adulto y violento que, además, se tomaba su tiempo para adentrarse psicológicamente en sus protagonista y, en ocasiones, como en el caso particular de “Jessica Jones”, para hablar de problemas sociales como la violencia de género, todo ello por supuesto sin perder su capacidad de emocionante entretenimiento. “The Boys”, la propuesta de Amazon Prime Video que tiene como base los cómics creados por Garth Ennis e ilustrados por Darick Robertson, llegó no solo para elevar la calidad en este subgénero con una propuesta que no sólo presenta a unos personajes complejos que también se desenvuelven en un universo adulto y violento, sino que lo hace desde una perspectiva distinta, desde la critica mordaz e irreverente a la cultura de la ciega devoción a las figuras mediáticas que alcanzan un nivel casi fascista, incluyendo por supuesto a los superhéroes. En este universo creado para la televisión por el showruner Eric Kripke existen los superhéroes que forman el grupo de Los Siete, una suerte de representación alterna de la Liga de la Justicia de DC, pero en sus versiones bastante trastornadas. Y es que más allá de ser vitoreados por sus hazañas al rescatar a personas inocentes de crímenes atroces o fatales accidentes, son idolatrados como celebridades. Pero existe un lado oscuro de esta fama súper heroica, pues en realidad estos seres dotados son fichas de ajedrez creadas por una corporación ultraconservadora llamada Vought, y bajo la presidencia de Madelyn Stillwell, atiende intereses personales que van desde la publicidad de productos para el uso cotidiano, pasando por el control social a través de los medios para crear una homogeneización cultural, hasta llegar al uso militar de sus increíbles habilidades al servicio del gobierno. En este escenario, un chico llamado Hughie (Jack Quaid), pierde a su novia cuando ésta es, literalmente, arrollada por el héroe más veloz del planeta mientras se dirigía a una aparente misión de rescate; ante la insensible respuesta del corporativo Vought, el dolido chico se une a un experimentado grupo de vigilantes formado por Billy Butcher (Karl Urban), Frenchie y Mother’s Milk (Laz Alonso), quienes personalmente también han sido víctimas de otras tantas intransigencias cometidas por estos héroes mediáticos. Juntos deciden detenerlos y desenmascarar su farsa ante la sociedad, sin importar los riesgos que esta misión conlleva, y que por supuesto son bastante elevados, sobre todo porque ellos no poseen ninguna habilidad sobrehumana... aunque siendo sinceros, sus métodos muy poco ortodoxos les dan algunas ventajas y consiguen descubrir una conspiración corporativa mucho más grande de lo que jamas hubieran podido imaginar. En su primera temporada, compuesta por ocho episodios, “The Boys” sobresale por su discurso contestatario sobre temas político-sociales que la vuelve muy cercana a las obras creadas por Alan Moore como “V de Venganza” o “Watchmen”, donde el mítico autor despoja a sus personajes del aura heroica y casi divina con la que la industria promueve a sus superhéroes.
Homelander, la representación de un Superman en este universo, es un maniático egocéntrico con profundos problemas de afecto que llegan a niveles patológicos. Black Noir, así como su ridículo y redundante nombre lo indica, lleva al extremo de lo absurdo todas las características del encapotado de Ciudad Gótica. Queen Maeve, la símil de Wonder Woman, está lejos de ser la amazona fuerte emocionalmente, y por el contrario, es una mujer bisexual que se ha visto forzada a abandonar pasado idealista y su relación con su novia, tanto para guardar las apariencias, como para salvaguardar la integridad física de Elena, su gran amor. A-Train, la versión azul del Velocista Escarlata de DC, es un drogadicto obsesionado por mantener sus poderes, pero sus motivaciones no son las personas a las que con ellos puede ayudar, sino los patrocinadores que podrían retirarle su apoyo y perder su puesto como uno de los Siete héroes de Vought. The Deep, la versión alterna de aquel insulso Aquaman del que todos se burlaban en las caricaturas ochenteras, es un pobre imbécil con problemas de aceptación física que trata de superar sus traumas abusando sexualmente de las mujeres. Translucent posee la capacidad de volverse invisible gracias a su piel cubierta con un metamaterial de carbono, el cual además le da una resistencia a su piel que la vuelven prácticamente impenetrable. Digamos que su personaje es la versión masculina de la conjunción entre Susan Storm y Emma Frost, y su pasatiempo favorito es infiltrarse en los vestidores y en los baños de mujeres. Starlight es la integrante novata del grupo de Los Siete y está reemplazando a un héroe de quien se nos darán más detalles en la segunda temporada. Proviene de una familia ultraconservadora y religiosa que dolorosamente se topará con una nula vocación súperheroica por parte de sus compañeros con una serie de motivaciones personales más mundanas, superficiales y violentas. Por su personalidad y superpoderes podemos decir que es una mezcla de Supergirl, Stargirl y Jubilee de los X-Men. Aquí en “The Boys” estos personajes se presentan mucho más humanos, son víctimas de sus inseguridades y sus deseos; pocas veces pueden controlar sus emociones y tienen que poner su mayor esfuerzo en tratar de ocultar su misoginia, machismo y homofobia; y no es para nada raro ser testigos de sus constantes ataques de ira o de lujuria, o también ser invadidos por la depresión y la frustración. “The Boys” es el nuevo paso en la evolución lógica hacia la deconstrucción de la figura superheroica en el nuevo milenio como una herramienta más de mercadeo, y esto lo consigue retomando el espíritu pesimista de Alan Moore en “Watchmen” y agregándole un alto grado cinismo con un fantástico humor negro y absurdo y con constantes explosiones de violencia explícita. Esta crudeza y sordidez impulsan su discurso de exponer a la cultura de la veneración superheroica como vehículo para el control de masas a través de las corporaciones que resultan mucho más poderosas que los gobiernos, poniendo además sobre la mesa un tema sociopolítico que va mucho más allá de la simplificación de la eterna lucha del bien contra el mal. Actualmente se está estrenando su segunda temporada y te traeremos la reseña de ésta muy pronto.
C
ada cierto tiempo tenemos la suerte de ser testigos de algún producto audiovisual que funciona como voz de toda una generación. Si bien los millennials ya hemos tenido bastantes series y películas que nos han dado voz, pareciera que después de los 20 años no somos tan importantes si no estamos buscando pareja o queremos formalizar una familia, es por ello que I May Destroy You ha surgido como una serie bastante importante que espero el tiempo le de su lugar. Creada por Michaela Coel, esta serie no se detiene a explorar solamente un tema, que de por sí es importante como lo son las relaciones interpersonales entre los millennials y los límites de la sexualidad consensuada y el abuso, sino que nos adentra en otros tópicos actuales como el problema racial que se vive en los entornos urbanos y la agenda cada vez más importante sobre el cambio climático. A lo largo de sus doce episodios vemos como Arabella, una influencer que está escribiendo un libro sobre sus ya famosos tuits de la vida de los millenials, sufre los efectos psicológicos y emocionales desencadenados de un abuso sexual, del cual ella no recuerda nada porque la drogaron en un bar. Poco a poco iremos viendo quienes de sus amigos realmente fungen como una red de apoyo y cuales prefieren mantenerse al margen. también vemos los problemas cotidianos de sus dos amigos más cercanos, Kwame a quien le gusta hacer cruising (tener sexo con desconocidos en ocasiones en lugares públicos o por medio de aplicaciones conn este mismo fin) y Terry, una actriz que ha tenido menos suerte al conocer sus parejas por una barrera autoimpuesta de inseguridad, misma que se ve reflejada en su vida profesional al no conseguir trabajo fácilmente. Como ya mencionaba antes, lo verdaderamente valioso de esta serie es que podemos ser testigos de todas esas actividades sexuales que se han normalizado y que dejamos de ver como un abuso, ¿Cuántas veces hemos escuchado de personas a las que les gusta quitarse el condón sin que su pareja lo sepa? ¿O personas con las que tenemos solo un encuentro sexual pero cuyas prácticas no son compatibles con las nuestras y nos hacen vernos obligados a aceptar? Y no solo sobre los límites sexuales se aba en esta serie sino sobre la impartición de justicia hacia los abusos sexuales, justicia que depende totalmente del ojo subjetivo de quien se encarga de los procesos judiciales y su interpretación personal de la ley (en un mismo episodio vemos cómo es atendida Arabella por trabajadoras
competentes que le atienden de la mejor manera su caso y con el respeto a sus derechos humanos, y del otro lado vemos a Kwame atendido por sujetos desensibilizados por lo que le está pasando y casi casi burlándose de la forma en la que conoció al sujeto que abusó de él). Hay un par de asuntos que no han dejado de dar vueltas en mi cabeza porque yo no había visto hasta ahora una serie que los abordara así, uno de ellos tiene que ver con la agenda verde con la que muchas personas han comenzado a expresar afinidad, que prumueven un estilo de vida en el que se deje de contaminar pero que a la vez, directa o indirectamente están generando críticas importantes sobre quienes no se apegan a este estilo de vida, y antes de sonar como un boomer gritandole a la “generación de cristal”, la crítica en la serie va en el sentido de los movimientos sociales totalmente blanqueados, que ignoran si el estilo de vida o la racialización de la que han sido víctima las personas influye en que se sumen o no a su movimiento (uno de los personajes hace enfasis en que a las personas de color se les ha privado de facilidades de movilidad, de alimentos y de oportunidades laborales a lo largo de la historia, y ahora que pueden al menos darse un lujo como comprarse un automóvil, los blancos les dicen que está mal que lo usen y que ayudan a contaminar el planeta). Ya hacia el final de esta temporada (aún no sabemos si habrá más pero espero que si) Coel toma a su personaje para desarrollarlo de la manera más íntima posible, en el último episodio no vemos más que el diálogo interno de Arabella tratando de llevar a una conclusión el tema de su abusador y las secuelas que dejó en ella, por su cabeza pasan diversos escenarios en los que ella podría considerar que se hizo justicia, todo esto para ayudarle a concluir su libro de la mejor manera y por fin poder poner su mente en paz, es brillante para uno como espectador ver por todo lo que las personas podemos ser capaces de imaginar con tal de sentirnos bien con nosotros mismos y convencernos de que nuestro actuar y pensar tiene sentido. Justo como el año pasado no se dejó de hablar de Phoebe Waller-Bridge como escritora, considero que este año y a futuro, no debemos de perder de vista lo que haga Michaela Coel, como portavoz de una generación y como voz auténtica en busca de ser escuchada, la serie está hecha de una forma en la que, a pesar de que se sufre o desesperan algunas de las decisiones de sus personajes, se disfruta y uno puede verse reflejado en ella.
E
n una época en la que los movimientos sociales han logrado ser tema de conversación en los medios de comunicación, no se podía dejar de lado el cómo uno de los movimientos mas importantes como lo es el feminista, tuvo sus problemas en el pasado al enfrentar, por decir ejemplo, al propio congreso en la lucha por la equidad y el reconocimiento de sus derechos. Esta serie está centrada en una mujer que, moviendo toda su influencia a lo largo de EUA, se opuso al movimiento feminista, hablamos de Phyllis Schlafly. La serie inicia presentándonos paralelamente a Schlafly, mujer conservadora y ama de casa con un fuerte interés en la legislación armamentista de su país, ella quiere llegar a los oídos del congreso con las ideas sobre cómo debe intervenir EUA en las guerras y el uso de las armas nucleares, al darse cuenta que ese es un tema de conversación que solo le compete a los hombres, deciden otorgarle otro tema político, el ir en contra del movimiento feminista que amenaza las buenas costumbres de la familia norteamericana, es ahí donde también conocemos al grupo feminista representado por Gloria Steinem y Bella Abzug, grupo que desea verse representado en el congreso para exigir derechos fundamentales para las mujeres que hasta ese momento no se reconocían. Con una estructura similar a Orange is the New Black, cada episodio está centrado en un personaje diferente sin perder de vista el desarrollo de los personajes principales, así podemos conocer la historia de mujeres que desde su muy personal punto de vista luchan por sus derechos o se dan cuenta de que no los tienen aunque creían que si, vemos a feministas con ideas más radicales que el grupo de Steinem que lamentablemente tienen que tratar con hombres que no comprenden su problemática para que ellos voten en el congreso, o mujeres que defienden sus derechos aunque sus ideales políticos estén dentro del partido republicano. Conforme pasan sus 8 episodios vemos que para ninguna lucha es sencillo el apegarse a sus ideales, incluso Phyllis se da cuenta de que su voz, a pesar de ser influyente y tener un gran número de seguidores, tiene que seguir el discurso que los hombres le indiquen, y tiene que callarse cuando ellos quieran hablar. También vemos como dentro de una lucha social, los objetivos no están unificados y hay otras cuestiones por las que también vale la pena luchar y que no todos logran ver, en este caso se menciona el racismo, vemos que para los personajes de por sí es difícil lograr luchar por sus derechos siendo mujeres, lo es aún más siendo afroamericanas. Hay un episodio que resume muy bien la idea central de la serie, el que está centrado en el personaje de Sarah Paulson (el único personaje ficticio de la serie, pero supongo pudo ser inspirado por muchas mujeres que pudieron encontrarse en una situación similar) en el que se da cuenta de que no es favorable y no tiene absoluto sentido que siendo una persona adulta tenga que seguir a merced de lo que diga su esposo solo por ser mujer, ella conoce de cerca a las feministas una noche y se da cuenta cómo feminismos hay muchos y sus ideales no tienen por qué pelearse con exigir sus derechos, es cuando se da cuenta que su vida no puede seguir como iba hasta ese entonces y algo cambia en ella. La serie se disfruta bastante, logrando que empaticemos con los personajes y darnos cuenta de que las situaciones por las que pasan no son tan diferentes a los problemas que vivimos hoy en día, y creo que ese es un elemento muy importante por el que debería verse la serie, para que el público que no esté del todo familiarizado por la lucha feminista, vea y reflexione en carne propia si el no considerar el estado de derecho actual como un problema tiene que ver con el privilegio con el que se vive. Las actuaciones van de lo cumplidor a lo sobresaliente dependiendo mucho el episodio que se vea, Blanchett está como siempre espectacular pero es Sarah Paulson quien se roba la serie, y no solo en el episodio que protagoniza, sino a lo largo de los 8 capítulos, fue una injusticia que no la nominaran al Emmy. Sin duda los personajes de la vida real en los que está basada esta serie dan para una serie por si solos o una película, ya veremos qué es lo que se hace o escribe sobre ellas a futuro o sobre los personajes actuales que luchan por sus derechos o los que impiden que los demás luchen por ellos.
H
ace ya 2 años que la serie The Haunting of Hill House nos tomó por sorpresa cuando creíamos que iba a ser otra serie más sobre casas embrujadas y fantasmas, trayendo consigo un contexto de pérdida, duelo, depresión, y una visión sobre la muerte que no habíamos visto antes, o por lo menos no en algo tan popular. Las expectativas por esta nueva serie que otra vez venía de la mano de Mike Flanagan y conservando casi en su totalidad el reparto de Hill House. Esta vez nos trasladan a Reino Unido, a la mansión Bly en donde se requiere una institutriz para dos niños huérfanos, ya que la anterior institutriz murió. Dani, quien es originaria de EUA toma este empleo, y ahí conoce a los niños Flora y Miles quienes se han estado comportando de formas extrañas y todo apunta a que lo hacen por la pérdida de sus padres. Los otros adultos que entran a la casa son el ama de llaves, el cocinero y la jardinera, con quienes Dani lleva una relación cordial pero parecen ignorar un dato importante de la casa: en las noches hay fantasmas rondando por todas partes y no se sabe si son peligrosos o no. Conforme avanzamos en la serie nos vamos enterando de cosas del pasado de varios personajes, y como en Hill House, vamos descubriendo que los fantasmas no son sólo espectros que han decidido aparecerse para asustar, sino que son la personificación de situaciones pasadas que los personajes vivos han dejado inconclusas. Hasta aquí parece que no veremos nada que se aleje de lo que ya nos mostraron en la serie anterior, y creo que por una parte está bien que se mantenga fiel a su sello personal, ya que no hay muchas series que traten así los temas fantasmales y hasta ahora no se ha vuelto cansado este tema (contrario a como ha pasado con la ciencia ficción y sus constantes reminiscencias a Black Mirror). Seguramente seguiremos viendo más de él en próximas temporadas de esta serie y yo estaré a bordo para lo que se venga. La principal diferencia que tiene con su antecesora es que esta vez los fantasmas tienen un papel que los involucra más en la serie y en algunos capítulos vemos las cosas desde su punto de vista, el cual involucra una forma narrativa poco convencional, que juega con el tiempo a manera de recuerdos, los fantasmas ven los sucesos de forma no lineal y repetidamente regresan a un momento de su vida en el que se sintieron bien, incluso cuando poseen un cuerpo hacen que la persona viva haga esto mismo, el problema que resulta de esto es que por 3 episodios no vemos más que eso y se vuelve un recurso repetitivo, que si bien no evita que la trama avance, si da la impresión de que solo quieren alargar las cosas. Por suerte la serie vuelve a buen puerto para los últimos dos episodios los cuales tienen una carga emocional muy fuerte para los personajes, conocemos a un fantasma del pasado de la mansión y el por qué inició la maldición que la aqueja, a la vez que da cierre a la historia de Dani. Si consideramos a la serie en general, si resulta de menor calidad que Hill House, aún así se deja ver y sigue resultando innovadora en cómo juega con los sentimientos y expectativas del espectador. De nuevo nos encontramos con buenas actuaciones, personajes bien escritos (a excepción tal vez del tío de los niños que no pudo importarme menos con cada capítulo en el que salía) y un trabajo de dirección y edición impecable. Me habría gustado ver otro episodio rodado en un una sola toma pero eso iba a hacer las cosas muy repetitivas.
S
i hay una persona dedicada a la televisión cuyo nombre es sinónimo de éxito, ese es Ryan Murphy, quien no se cansa de producir series de muy variadas temáticas y que tienen su público meta asegurado. En este caso ha decidido tomar un personaje icónico de la historia del cine como lo es la enfermera Mildred Ratched de One Flew Over the Cuckoo’s Nest y hacer una serie sobre sus orígenes, no sin antes dejarnos en claro que la serie estaría plasmando su muy particular estilo que desde el trailer ya nos adelantaba que sería algo similar a American Horror Story. Y así es precisamente como se siente esta serie, son 8 episodios que parecen una temporada más de AHS, con sus defectos y virtudes, más que una adaptación de alguna otra fuente. Y no, eso no me molesta, ya que muchas de las críticas que surgieron fueron por salirse completamente del personaje que ya conocíamos y volverlo un personaje más de la galería de Murphy. Mi problema está en que no le veo nada de sentido anunciar la serie inspirada en ese personaje, esperar a que los fans de la película y/o el libro en el que aparece se abalancen a verla y que no haya nada ni en fondo ni forma que nos remita a ella, entonces ¿para qué hacer una serie así? Como si el nombre del mismo Murphy no fuera suficiente para atraer público, para dar de qué hablar y para que podamos disfrutar una serie, bien pudo llamarse enfermera Juana Pérez y no habría ninguna repercusión en lo que estamos viendo. Una vez que se logra poner de lado este descontento nos encontramos con un thriller en el que Mildred acaba de llegar a un hospital psiquiátrico en el que están a punto de transferir a un chico que asesinó a 4 sacerdotes, ahí en el hospital se le evaluará si tiene un trastorno mental o condenarlo a la pena de muerte si no lo tiene. Mildred se presenta como una enfermera con toda la actitud de servir, y a la vez la vemos como una persona manipuladora, que sabe perfectamente qué hilos mover para lograr su objetivo (el cual no contaré porque es un gran spoiler sobre el que gira toda la temporada y al parecer la temporada siguiente). Los otros personajes son un desfile de arquetípicos personajes de Murphy, con excentricidades, móviles
criminales y mucho erotismo para compartir. Tenemos a un doctor que se presume experto en los más grandes avances de la psiquiatría, un político corrupto que ve en el hospital psiquiátrico la catapulta necesaria para impulsar su reelección, una actriz superestrella que está buscando venganza por lo que le hicieron a su hijo, pero quien sobresale en los pocos episodios en los que aparece, es Sopie Okonedo interpretando a una mujer con la entonces llamada personalidad múltiple. De ahí en más, visualmente es bellísima y tiene una producción impecable, con bastante cuidado de los detalles y colores, así como la fotografía que hace lucir también los paisajes naturales, creo que es lo más estilizado que le he visto a Ryan Murphy y espero que la segunda temporada lo siga siendo. Es respecto a esta posible (muy segura) segunda temporada que vuelvo al tema, ¿Para que usar el personaje de Mildred Ratched?, la serie fue muy exitosa, Netflix no ha dejado de presumir que es el estreno más visto en su plataforma este año, fue exitosa a pesar de quienes decían que no era una adaptación fiel del personaje, entonces ¿Por qué empeñarse en hacer como que si? Además, está basada más bien en la conceptualización que a lo largo de la historia se ha tenido del personaje, haciéndola ver como la villana de One Flew Over the Cuckoo’s Nest cuando es todo menos eso, es simplemente una enfermera que estaba haciendo su trabajo, estemos de acuerdo o no con él, tal vez si es la personificación de todo el complejo tema de la salud mental y la ética en la psiquiatría, pero eso no la convierte en un personaje malvado, maquiavélico y controlador como se le ha descrito antes, apareciendo incluso en listas de los mejores villanos cinematográficos de la historia. Si me preguntaran después de haber visto la serie si me gustaría ver la segunda temporada, contestaría que no, me costó mucho trabajo terminar esta primera, llegó a un punto en el que no podía importarme menos lo que pasaba, pero quién sabe si cuando se llegue a estrenar resulte algo atractivo, esperemos que sí, porque Sarah Paulson merece una y mil temporadas más.