CELULOIDE DIGITAL - SEPTIEMBRE 2017 - STEPHEN KING

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uego del fracaso taquillero que resultó la fascinante Barry Lyndon, y tras haber rechazado la dirección de la mítica cinta El Exorcista (1973) que se volvió un fenómeno taquillero, Kubrick quiso arriesgarse en el género de terror y aceptó trabajar en la adaptación de El Resplandor, la novela del ya entonces exitoso Stephen King, aunque bajo la condición de poder cambiar a voluntad la historia en lo que le pareciera prudente. De esta manera el maestro neoyorquino junto con la guionista Diane Johnson comenzaron a trabajar en la historia de Jack Torrance (Jack Nicholson), un ex profesor y escritor de poca monta en plena crisis creativa que lleva a su mujer Wendy (Shelley Duvall) y a su pequeño hijo Danny (Danny Lloyd) a que lo acompañen al majestuoso Hotel Overlook, lugar en el que se encargará del mantenimiento de las instalaciones durante el invierno mientras quedará cerrado y aislado del mundo debido a la nieve, mientras que en sus ratos libres buscará la inspiración que le permita dar rienda suelta a su imaginación frente a las teclas de su máquina Adler para trabajar en su nueva novela. Pero con el paso de los días y afrontando las condiciones de su confinamiento, Jack comienza a perder el control de su personalidad mientras que sucesos cada vez más extraños y violentos comienzan a suceder en el hotel, poniendo en peligro la vida de la familia. Kubrick decidió eliminar completamente el componente sobrenatural del relato, pues eso supondría aceptar la existencia de un «más allá», una creencia que iba en contra de su ateísmo, por lo tanto, la trama se presenta desde una perspectiva completamente psicológica; con un obsesivo plan de filmación, una portentosa puesta en escena y un minucioso diseño sonoro, Kubrick crea una atmósfera inquietante y neurótica. La filmación, que extendió por catorce meses y se realizó en orden cronológico, se volvió legendaria debido a la obsesión del cineasta por repetir las secuencias decenas de veces, llevando de esta manera a los actores a un estado de neurosis muy cercano al de sus personajes; además, se sabe que para «entrar en ambiente» el director les mostraba escenas de filmes como El bebé de Rosemary, Eraserhead y El Exorcista.




La portentosa propuesta visual corrió a cargo del cinefotógrafo John Alcott, quien trabajó de la mano con el cineasta para dar forma a sus características secuencias simétricas; además, Kubrick contrató a Garrett Brown, el inventor de la Steadicam cuatro años atrás, para que operara su propio sistema estabilizador de imagen y lograr difíciles secuencias que suponían un reto por la posición y el movimiento de la cámara, como por ejemplo las escenas que siguen al pequeño Danny mientras recorre en su triciclo los pasillos del majestuoso palacete construido sobre un antiguo cementerio indio; y aunque la Steadicam llevaba ya un tiempo en la industria, fue hasta ese momento que Kubrick reveló todas las posibilidades narrativas que tenía el invento. El diseño sonoro, por su parte, se presentó como el complemento ideal para la propuesta visual del filme: Kubrick encargó el trabajo de la composición de la música original a Wendy Carlos y Rachel Elkind, aunque sólo fueron utilizadas algunas de sus piezas sonoras como el tema principal de la película –una composición basada en "Dies Irae", un himno fúnebre latino de la Edad Media que remezclaron con algunas voces y sintetizadores– y la pieza titulada "Rocky Mountains"; como complemento para la ambientación sonora, el director decidió recurrir a las composiciones de autores europeos de música clásica, como Krysztof Penderecki, Gyorgy Ligeti, Hector Berlioz y Béla Bartók, cuyas notas encajaron a la perfección al momento de crear los ambientes angustiantes y opresivos del relato. El Resplandor es una película que nos somete a un alucinante y escalofriante viaje psicológico; Kubrick reescribe, transforma y reinventa la historia original de King y escribe con imágenes en movimiento un relato visualmente luminoso pero psíquicamente oscuro que nos obliga a echarle una mirada al vacío del abismo psicológico del ser humano y a resistir la mirada que éste nos devuelve. En su momento, la película fue duramente criticada y recibió dos nominaciones a los premios Razzies -los anti-Oscars–, y aunque Stephen King quedó bastante molesto con esta adaptación fílmica de su obra por las licencias que se tomó Kubrick –al grado de acusarlo de desconocer completamente las reglas del género de horror–, es innegable que el cineasta nos regaló, como con todos los títulos de su linaje fílmico, una lección de cómo hacer buen cine. El Resplandor es una pieza fílmica imprescindible no sólo del cine de terror norteamericano sino de la cinematografía mundial. Como dato curioso, vale la pena señalar la existencia del documental Room 237 (2012), que se centra en los presuntos simbolismos ocultos a la vista en la cinta El Resplandor; algunos de ellos siendo realmente interesantes, pero otros, la gran mayoría, son simplemente irrisorios.




a primera novela publicada de Stephen King fue también la primera en recibir un tratamiento cinematográfico. Lanzada en 1974, Carrie ya había alcanzado el millón de copias vendidas en tan sólo un año, por lo que el productor Paul Monash se apresuró a conseguir los derechos para levantar el proyecto con United Artist y la dirección del gran Brian De Palma. La historia sigue a la protagonista epónima (encarnada por Sissy Spacek), una adolescente tímida, reprimida y acomplejada por la severa educación hogareña de su madre ultraconservadora y fanática religiosa (Piper Laurie). Sus inseguridades y miedos se vuelven aún mayores cuando se descubre poseedora de habilidades telequinésicas, sobre las cuales comienza a investigar en la biblioteca y a dominarlas con solitarias prácticas. Y como gota que colma el vaso, el acoso juvenil de sus crueles compañeras prepratorianas alcanza niveles extremos cuando la hacen víctima de un descarnado bullying con un baño de sangre de cerdo en plena coronación del baile de graduación, despertando en ella una imbatible furia y sed de venganza.

El guionista Lawrence D. Cohen –quien años más tarde se adaptaría la novela It, también de Stephen King, para la pantalla chica con una mítica miniserie de los años 90 con Tim Curry como aterrador antagonista– fue el encargado de dar el tratamiento fílmico al relato con numerosas diferencias, algunas de ellas intrascendentes como el cambio de nombre de los personajes o su apariencia física, pero en otros casos los cambios resultaron ser sustanciales, como por ejemplo el destino del padre de la protagonista y su repercusión en la personalidad de su madre; sin embargo, el cambio más significativo fue el de su controversial desenlace. Admirador declarado de Hitchcock –y siendo considerado por muchos como su heredero–, De Palma se acerca a los recursos estilísticos del maestro del suspenso en su propia obra cinematográfica pero siempre con su impronta personal que la llena de autenticidad y que lo consagran como un verdadero «auteur» propositivo y audaz. Carrie no es la excepción; se trata de una propuesta artística de impecable factura, visualmente sobresaliente con fascinantes imágenes logradas

gracias al virtuosismo de De Palma y que con el acompañamiento del fascinante score de aire religioso compuesto por el italiano Pino Donaggio crearon las atmósferas opresivas y malsanas que el relato requería. La inquietante escena climática en el baile de graduación con el audaz uso de la pantalla dividida es una de las más emblemáticas en la historia del cine de horror. Pero más allá del virtuosismo técnico, Carrie destaca al lograr extraer la esencia del relato de King: su sanguinolenta metáfora del paso a la adolescencia y de la liberación femenina del yugo moral retrógrada impuesto por la fe. La crueldad juvenil y la angustia adolescente propuesta por la tinta de King se materializó en celuloide bajo la encarnación de la fenomenal Sissy Spacek con una interpretación tan sensible, potente y perturbadora a la vez que se convirtió en uno de los personajes femeninos más destacados dentro del género. Su mirada psicótica bañada en sangre es ya imborrable de nuestras retinas. La película se convirtió en un éxito de taquilla –recaudando 15 millones de


dólares en los Estados Unidos contando con un presupuesto de apenas 1.8 millones– y además de colocar bajo los reflectores a Sissy Spacek –quien recibió una nominación al Oscar como Mejor Actriz al lado de Piper Laurie como Mejor Actriz de Reparto–, inauguró la extensa y exitosa carrera de King en el mundo del celuloide. Carrie ha tenido una secuela –que en realidad era una cínica reelaboración de la premisa original pero con la media hermana de Carrie como protagonista– y dos adaptaciones fílmicas más, una para la televisión en 2002 con Angela Bettis como la chica marginal telequinética, y una última en 2013 con Chloë Grace Moretz y Julianne Moore bajo la dirección de Kimberly Pierce; sobra decir que ambas resultaron muy desafortunadas y quedaron muy lejos del nivel de la versión de De Palma, un filme imprescindible en la historia del cine.



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ese a que el director Rob Reiner –quien ya había dirigido Stand by me, una adaptación del relato corto The Body de Stephen King– había ofrecido 2.5 millones de dólares para quedarse con los derechos para escribir y dirigir la adaptación del breve relato Rita Hayworth and Shawshank Redemption con Tom Cruise y Harrison Ford en los roles centrales, finalmente fue Frank Darabont quien se quedó con los derechos de la película gracias a que sorprendió a King con su cortometraje The Woman in the room (1983), adaptado de su texto homónimo. El relato de King sirvió como base para que el ahora director de culto erigiera su debut cinematográfico, una pieza artística considerada hasta hoy como una de las mejores películas del siglo XX. Shawshank Redemption nos coloca en el interior de la ficticia prisión Shawshank, en Maine, donde Andrew Dufresne (un magistral Tim Robbins) ha sido enviado luego de ser condenado a dos cadenas perpetuas acusado por el asesinato de su esposa y su amante.

Con el paso del tiempo, Dufresne se va ganando la confianza de un grupo de reos, en especial la del jefe de la mafia de los sobornos, Ellis Boyd 'Red' Redding (el siempre extraordinario Morgan Freeman), con quien entabla una entrañable amistad en la que ambos encuentran el consuelo y la redención a sus pecados mientras sueñan con una fuga imposible. Aunque pasó sin pena ni gloria por la taquilla durante su estreno y fue prácticamente ignorada en las entregas de premios –pues ese mismo año Forrest Gump y Pulp Fiction acapararon toda la atención–, el tiempo ha ido colocando a este drama carcelario en su merecido lugar como uno de los ejercicios cinematográficos más sobresalientes del siglo pasado. Shawshank Redemption es una emotiva y dolorosa fábula que disecciona la oscuridad que rodea a la naturaleza del ser humano, así como la fortaleza de su espíritu en una constante lucha contra la pérdida de la dignidad en el hostil ambiente penitenciario y la capacidad de encontrar una suerte de libertad incluso tras las rejas.



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n su tercer largometraje, el muy infravalorado director Rob Reiner trasladó el relato corto The Body, de Stephen King, a la gran pantalla bajo el nombre Stand by me con la ayuda de los guionistas Bruce Evans y Raynold Gideon, y con un gran reparto: Will Weathon, River Phoenix, Corey Feldman y Jerry O'Connell, quienes dieron vida al cuarteto protagonista que se convirtió en uno de los grupos de amigos más entrañables no sólo de la década ochentera sino de la historia del cine. La película se presenta como un largo flashback por parte de Gordie Lachance (Richard Drayfuss), quien ve trastocados sus recuerdos adolescentes cuando dos chicos en bicicleta pasan junto a él mientras descansa al lado de una solitaria carretera al enterarse de la muerte de su mejor amigo de la pre adolescencia; narrada con la voz en off de Gordie, la película sigue a cuatro inseparables y pre púberes amigos –el inteligente Gordie (Weathon), el rudo pero sensible Chris Chambers (Phoenix), el extravagante Teddy Duchamp (Feldman) y el miedoso Vern Tessio (O'Connell)– que viven en el pequeño pueblo de Castle Rock y que se embarcan en una aventura para re-

correr varias decenas de kilómetros hasta las afueras del pequeño pueblo en Oregon en el que viven, con el único fin de dar con el paradero del presunto cadáver de Ray Brower, un chico desaparecido unos días atrás, y así volverse famosos al salir en los diarios y noticieros nacionales. Stand by me es una historia alejada del horror que caracteriza la pluma del autor estadounidense; aquí, la aventura en busca de fama se transforma de manera inesperada en un viaje iniciático hacia la madurez en el que, por supuesto, no pueden faltar las confesiones a la luz de la fogata y la pérdida de la inocencia. Reiner sabe cómo crear complicidad con los chicos y despertar la melancolía de la audiencia manteniendo siempre la perspectiva adolescente del relato, apoyándose en el maravilloso score de Jack Nitzsche y el entrañable soundtrack con temas como Every Day de Buddy Holly, Lollipop de The Cordettes, Great balls of fire de Jerry Lee Lewis, y por supuesto Stand by me, de Ben E. King. La película se destaca por la fantástica creación de personajes adolescentes; los protagonistas no son sólo un montón de chicos en una intrépida aventura, se trata de jóvenes llenos de

sueños, anhelos, inseguridades y miedos muy profundos que no se atreven a mostrar a menos que se sientan completamente cómodos en compañía de su grupo. En este aspecto resulta sobresaliente la charla de Gordie y Chris alrededor de la fogata, quienes se revelan vulnerables el uno con el otro mientras la otra mitad del cuarteto duerme; el primero se confiesa perdido ante la muerte de su hermano mayor Denny (John Cusack) y la falta de atención de sus padres que quedaron sumidos en una profunda depresión, mientras que Chris habla sobre su alcohólico padre y la reputación de "escoria" que tiene en la escuela y que lo ha llevado a ser castigado injustamente en más de una ocasión pese a demostrar arrepentimiento. Originalmente Stand by me sería llevada a la pantalla grande por el sobresaliente Adrian Lyne, y aunque seguramente lo habría hecho con un pulso más sofisticado y un tono más oscuro, no podemos ignorar el hecho de que Rob Reiner hizo un espléndido trabajo con este filme sobre los ritos de paso hacia la madurez y ensamblando una maravillosa oda a la amistad; todo un clásico ochentero imprescindible.




uego de seis años de ausencia tras la muy menospreciada The Majestic (2001), Darabont da forma a su cuarto largometraje y para ello vuelve a echar mano de una obra original de su ahora amigo Stephen King, como ya lo hiciera con Shawshank Redemption (1994) y The Green Mile (1999); en esta ocasión, el director toma la novela corta The Mist –publicada en 1983– para reflexionar sobre la aparición de la verdadera –y violenta– naturaleza humana en situaciones límite y sobre el hombre como el mayor enemigo del hombre mismo. The Mist nos traslada hasta un pequeño pueblo de Maine que inesperadamente se ve asolado por una violenta y extraña tormenta durante una madrugada y que termina tan bruscamente como comenzó. A la mañana siguiente, mientras la comunidad se encuentra evaluando los daños causados por el inesperado fenómeno, se ve


asediada por una misteriosa y densa niebla que obliga a todos a refugiarse en el lugar más cercano, pues dentro de ella parece habitar algo monstruoso que devora a todos aquellos que se atreven a aventurarse a su interior. La historia se narra desde la perspectiva de David Drayton (Thomas Jane), un ilustrador de carteles de películas de terror que, junto a su pequeño hijo Billy, se ve obligado a refugiarse en un supermercado con varios conocidos, vecinos y amigos, entre los cuales se encuentra la señora Carmody, una persuasiva fanática religiosa interpretada por una sensacional Marcia Gay Harden. Con esta premisa, Darabont no cedió a las condescendencias que le hubieran garantizado el éxito en taquilla; no estuvo dispuesto a entregar el susto fácil que el público –ya lobotomizado por el cine industrial– busca en el ho-

rror actual. Aquí el realizador rehuye de los lugares comunes del género y se atreve a jugar con una peculiar estética descuidada que nos remite a los clásicos del cine de serie b de maestros como Carpenter y Romero, además de impregnarle un aire lovecraftiano al relato. Contrario al cine de género convencional, Darabont se enfocó en desarrollar las complejas psicologías de sus personajes centrales, en crear un ambiente de tensión, en sostener magistralmente el suspenso hasta el último minuto y en hacer de la confrontación entre las personas encerradas en el supermercado un caldo de cultivo ideal para dar forma a una metáfora sobre la sociedad occidental y desgranar la miserable naturaleza del hombre durante su degradación ética y moral. La dinámica al interior del supermercado ofrece la oportunidad perfecta para que emerja la postura anti-religiosa

de Darabont, dotando a la película de un sentido reflexivo sobre la irracionalidad, el miedo y la monstruosidad inherente del ser humano. El final, incomprendido y despreciado por muchos para quienes resultó más que insatisfactorio –aunque fue alabado por el mismo King, quien lo consideró «perturbador»–, es completamente diferente al de la novela; sin embargo, no sólo es consecuente con el relato planteado por el cineasta, sino que le confiere un aura mucho, mucho más oscura. El inesperado desenlace es demoledoramente irónico, y es por esa contundencia –además de la sobresaliente musicalización con The Host of Seraphim, de la banda australiana de Dead Can Dance, originalmente concebida como un himno fúnebre para la humanidad–, que se convierte en un final de antología.



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odd Bowden (Brad Renfro) es un inteligente pero hastiado adolescente con peculiar fascinación sobre el Holocausto; un día se topa con un anciano en el transporte público y comienza a sentir un extraño interés por él al ser muy parecido a un miembro del ejército nazi. El antisocial y anciano hombre que vive cerca de su vecindario resulta ser Kurt Dussander (Ian McKellen) un alemán que estuvo bajo las órdenes de Hitler y que ahora intenta pasar de incógnito sus últimos años en los suburbios estadounidenses. Pero en lugar de denunciarlo a las autoridades, Todd comienza a chantajearlo con revelar su identidad si no accede a contarle todas sus historias; así se gesta una extraña relación entre los dos, la cual va seduciendo al chico, siempre hambriento de nuevas y macabras anécdotas de su nuevo «amigo», acercándose cada vez más al lado oscuro de su naturaleza. El tercer largometraje de Singer es

una tesis sobre la maldad como un aspecto inherente al ser humano que sólo espera el detonante adecuado para ser liberada; esta idea es reforzada por las composiciones a cargo de John Ottman, quien utiliza música de orquesta para emular musicalmente la atmósfera bélica teutona con ritmos que remiten al sector militar; en este aspecto sobresalen el tema inicial de la cinta cuya melodía evoca a un macabro vals con piano y violín, así como la inclusión de "Das ist Berlin", una típica pieza alemana. El aprendiz, que es una de las películas basadas en la obra literaria de Stephen King menos conocidas por las masas, pues está alejada de los terrenos del horror, no estuvo exenta de polémica, pues las protestas de los sectores más conservadores de la audiencia no se hicieron esperan ante ciertos momentos que revelan aspectos tanto de promiscuidad como de homosexualidad, generándose una controversia aún mayor por el hecho de

que tanto el director Bryan Singer como el coprotagonista Sir Ian McKellen fueran activistas abiertamente gays. Pero más allá de la polémica detrás de ella, la película se convirtió en una de las más sobresalientes adaptaciones de la literatura de King gracias a que Bryan Singer supo capturar la esencia del relato original y explorar de manera psicológica el origen de la maldad. Es un logro nada fácil pero para el que obtuvo la ayuda de un sensacional trabajo histriónico de los protagonistas, quienes nos regalan un par de legendarios duelos de actuaciones y un tour de force que quedó entre lo mejor del cine de los 90s y que recalcó el ya entonces reconocido talento de Ian McKellen –generando una química particular con Singer con quien dos años después iniciaría su serie de colaboraciones en tres futuras entregas de la saga X-Men– y reafirmó el prometedor talento del malogrado Brad Renfro.



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aul Edgecomb (Tom Hanks) es el guardia encargado de vigilar 'la Milla Verde', un pasillo que separa a los reos condenados a muerte en la silla eléctrica en la prisión de Cold Mountain, localizada al sur de los Estados Unidos durante la Gran Depresión. En dicha prisión se encuentra esperando su inminente ejecución el reo John Coffey (Michael Clarke Duncan), un gigantesco hombre afroamericano que ha sido acusado de asesinar de manera brutal a dos niñas de nueve años. Pero mientras el día de la ejecución llega, la vida de los otros reos y de los guardias de seguridad, en especial la de Edgecomb, se ven trastocadas por la infantil e ingenua personalidad de Coffey, quien además posee un misterioso don sobrenatural que los guía hacia una inesperada relación. A pesar de ser un drama penitenciario como Shawshank Redemption, aquí la redención no es exclusiva de los reos, sino que se expande y alcanza in-

cluso a los guardias de la prisión. La película, que a diferencia de la ópera prima de su artífice recorre los terrenos paranormales más característicos de King, se presenta llena de giros sorprendentes y una evolución clara y consecuente de los personajes, pudiendo conocerlos desde distintas perspectivas y mostrándolos como seres humanos con matices emocionales, lo cual se logró gracias a que la filmación se dio de forma cronológica y los actores pudieron marcar la evolución de sus personajes a la par que avanzaban la historia y la filmación en la sensacional ambientación creada por Terence Mash, diseñador de producción que hizo maravillas con tan sólo un set que representaba ocho celdas de la prisión con un trabajo detallado tan impresionante que inquietó al mismo Stephen King en una de sus visitas durante las grabaciones. Ya consagrado como un estupendo narrador, Darabont ahora hace lo pro-

pio como un excelente director de actores, obteniendo de Tom Hanks una de sus interpretaciones mejor logradas de su carrera; y por otra parte, tenemos a Michael Clarke Duncan demostrándose poseedor de matices histriónicos hasta entonces insospechados y nunca nuevamente explorados. El director, que por tercera ocasión recurre a un relato de Stepen King como base para su obra fílmica, da forma a una oscura fábula que, pese a tener más de tres horas de duración, se presenta con un envidiable dinamismo y una audaz combinación de suspenso sobrenatural, aventuras y hasta romance con toques de comedia. The Green Mile es un sobresaliente filme con una gran carga humanista y con pinceladas existencialistas que pone sobre la mesa algunas reflexiones sobre el tema de la pena capital a través de una metáfora cristiana ¿O acaso creyeron que las iniciales del protagonista eran una mera coincidencia?



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l gran James Caan encarna al reconocido escritor Paul Sheldon que, durante sus vacaciones en las montañas, sufre un accidente automovilístico en el que seguramente hubiera perdido la vida de no ser porque 'afortunadamente' –en unos momentos notarán el sarcasmo– es rescatado por una solitaria mujer que vive cerca del lugar del incidente. Annie Wilkes, a quien da vida la fenomenal Kathy Bates, es la mujer lo rescata y traslada hasta su cabaña para cuidar de él mientras se recupera de las graves heridas en sus piernas. Las cosas comienzan a ponerse muy turbias cuando la mujer se declara admiradora del autor y en especial de la serie literaria protagonizada por Misery, una heroína de la cual se considera su más fiel seguidora; sin embargo, la gran emoción inicial por tener en casa a su admirado escritor deviene en enfermiza obsesión cuando no le gusta el

trágico final que el autor ha planeado para el último libro de la saga y que recién ha salido a la venta, amenazando con matarlo si no escribe una historia que altere el destino de la protagonista como ella lo desea. Reiner vio al proyecto como un reto, pues había desarrollado su carrera casi por completo en comedias románticas, y aunque ya había adaptado otro relato de Stephen King –Stand by me–, no poseía las características con las que se identifica al escritor. Misery, en cambio, es un verdadero cuento de terror; es además una magistral lección de cine de suspenso. La fenomenal interpretación de Bates como una mujer que puede ser completamente adorable y en un instante transformarse en una brutal psicópata, resultó un pieza esencial para que la película funcionara; su sobresaliente desempeño fue reconocido con el premio Oscar como Mejor Actriz.



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ajo un gris y triste cielo, Stephen King trae otra tragedia en Dolores Claiborne. Es una historia de horror, un poco, pero no supernatural, con elementos como el alcoholismo, violencia doméstica, abuso infantil, entre otros. Las películas no supernaturales de este escritor como Stand by me, Misery, The Shawshank Redemption y esta, son interesantes en la manera que tratan situaciones infelices, pero aun así, no alejan a la audiencia, principalmente porque los personajes son tan fuertes, que te atraen. Tenemos una historia que involucra a una trabajadora ama de casa llamada Dolores (Kathy Bates) y la hija que no ha visto por 15 años, una escritora de NY llamada Selena (Jennifer Jason Leigh). Un día Selena recibe un fax con un artículo en Maine, sobre una mujer que es sospechosa de asesinato. En la misma página, las palabras; ¿no es esta tu madre? Y aunque tiene una tarea importante en Arizona que desea cubrir, Selena se aventura a Maine Island donde su madre espera la posible condena del crimen. Llega a la clase de ciudad donde los moteles cierran en invierno, todos se conocen y las personas usan frases extrañas. Ahí conoce al fiscal Mackey (Christopher Plummer). Nosotros como audiencia ya hemos visto lo que realmente pasó, en la secuencia inicial, y luce como si Dolores empuja a esa anciana por las escale-

ras y luego se dispone a golpearla de nuevo en la cabeza, justo cuando el cartero interrumpe. Pero tal vez hay otra manera de mirar esto y la muerte del marido de Dolores y el padre de Selena hace 15 años, el alcohólico abusivo que murió después de caer en un pozo. Dolores trabajó por muchos años para la anciana, una perfeccionista llamada Vera Donovan (Judy Parfit). Que sin decir mucho, tal vez si tenía un motivo para matarla. Descubrimos que la hija de Dolores consume una combinación peligrosa de alcohol, pastillas y cigarros, tiene poco interés por su madre e incluso puede creer que tuvo que ver con la muerte de su padre. Dolores Claiborne es el tipo de película, donde cada esquina de la casa y alrededores, contienen sus propios flashbacks, a eventos que lucen diferente al haber pasado hace tiempo, pero depende tu ángulo. Y tanto depende qué pasó en un día donde hubo un eclipse total de 6 minutos (a Stephen King le encantan los eclipses) y cómo el esposo alcohólico terminó en ese pozo. Dado el nivel de melodrama de esta historia, es sorpresivo como se convierte en un drama de dos personajes. Bates y Leigh se encuentran en el mismo nivel de actuación, como madre e hija, con una historia larga de dolor y sospechas. Nunca hay falso sentimentalismo, y más importante, no teatros

en su relación; son personas resentidas y reservadas con mucho dolor compartido. Su química es tan completa que un subplot involucrando el trabajo de Selena en NY es una distracción innecesaria. Es a veces la misma distracción contar una historia en flashbacks y recuerdos; la línea de ella se vuelve confusa. Sin embargo, el director Taylor Hackford es exitoso en hacer que el presente parezca ir y salir del pasado. Un poco ayudado del parecido entre Leigh y Ellen Muth, la actriz que la interpreta como adolescente. Un hilo clave para crear algo más convincente es el uso de discursos, recreados de manera perfecta por Judy Parfitt, como la molesta pero no malvada anciana. Se le asignan quotes importantes que son hasta ahora recordadas; como: “sometimes being a bitch is all a woman has to hold on to”. El final fue satisfactorio para mí, en especial la última frase: “whatever you did, I know you did it for me” perfectamente dicha por Leigh. Los fans de Stephen King que esperan demonios y subtramas satánicos, pueden estar un poco decepcionados con Dolores Claiborne. Sin embargo, estaba sorprendida por lo profunda que es la película y lo mucho que te afecta, mayormente porque Bates y Leigh formaron tan convincente dúo.



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l joven profesor Johnny Smith (Christopher Walken) mantiene una relación con su colega Sarah Bracknell (Brooke Adams); pero sufre un accidente automovislístico que lo deja en un coma. Cuando despierta, cinco años después, se encuentra bajo el cuidado del neurólogo Weizak (Herbert Lom), y además de no tener daños visibles en su cuerpo y enterarse de que Sarah se ha casado con otro hombre, se descubre poseedor de habilidades psíquicas que le permiten conocer todos los secretos de las personas. Al tener contacto físico con ellas, Johnny tiene acceso al pasado, presente y futuro de las personas, por lo que la policía pide su ayuda para resolver una serie de asesinatos. Johnny ahora se enfrenta a situaciones que con profundos dilemas morales y éticos; sin embargo, nada lo prepara para enfrentarse a un posible evento cataclísmico: cuando Johnny busca tener

contacto nuevamente con Sarah, quien ahora es activista política, éste conoce al candidato presidencial Greg Stillson (Martin Sheen), y al saludarlo de mano, tiene una aterradora premonición de un futuro apocalíptico por una catástrofe nuclear causada por el mismo Stillson; es entonces que Johnny debe decidir si permite que el destino siga su curso o asesina al candidato para evitar la muerte de millones de personas. Con esta premisa, basada en una de las novelas menos conocidas del prolífico Stephen King –y adaptada por el guionista Jeffrey Boam– y con la producción del legendario Dino de Laurentiis, el maestro Cronenberg incursiona en los terrenos mainstream del industrializado cine hollywoodense y realiza su segunda película 'por encargo' luego de la intrascendente Fast Company (1979). Si bien es cierto que estamos frente a la película más impersonal de Cronenberg, también es ver-

dad que representó un proyecto que lo obligó a salirse de su zona de confort al trabajar con un argumento que no era suyo; pese a ello, hizo de la película un ejercicio decoroso, teniendo en cuenta que película posee un aburrido convencionalismo formal. The Dead Zone es una película con una modesta cantidad de seguidores, pero lo suficiente para considerarla como una cinta de culto entre los fans del cine ochentero como de los adeptos a las versiones fílmicas de las novelas de King. Se trata, como ya se dijo, de un proyecto impersonal para el director, pero que destaca por abordar de manera acertada los dilemas a los que se enfrenta su protagonista y por la capacidad de su artífice de conseguir la actuación contenida de un Christopher Walken despojado casi por completo de sus característicos tics.



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unque originalmente el segundo libro publicado por Stephen King iba a ser adaptado a la pantalla grande bajo la dirección de George A. Romero, éste último rechazó el proyecto y Salem's Lot terminó siendo una miniserie de dos capítulos para la cadena TNT dirigida por el no menos interesante cineasta Tobe Hooper, quien unos años antes había sorprendido con la cinta seminal del subgénero slasher The Texas Chainsaw Massacre. La miniserie, en cuyo guión adaptado participó el mismo King junto a Paul Monash, tiene como protagonista a Ben Mears (David Soul), un novelista que, luego de muchos años, regresa a su pueblo natal en Maine buscando inspiración para su nuevo libro, pero inesperadamente se ve atraído fuertemente por una casona encantada encumbrada en lo alto de una colina, donde vivió una experiencia terrible cuando era niño. Una serie de misteriosas desapariciones, muertes y resurrecciones comienzan a ocurrir en el pueblo, y Ben sospecha que el anticuario Kurt

Barlow (Reggie Nalder), el enigmático nuevo dueño de la casona a quien nadie ha visto en persona y que todos sus asuntos los trata a través de su asistente Richard K. Straker (James Mason)– tiene algo que ver con los misteriosos eventos; pronto descubrirá que una pandemia vampírica está por diezmar a la población e intentará detenerla a toda costa. Salem's Lot se convirtió en todo un clásico televisivo vampírico gracias a que Hooper supo cómo sortear el bajo presupuesto y con sus limitados recursos creó atmósferas angustiantes de una manera asombrosa, logrando plasmar con secuencias impecables e impactantes –como las de los niños vampiros en las ventanas– el horror que trastoca la cotidianidad de la pequeña comunidad. Además, la figura del actor Reggie Nalder como el vampiro principal se inscribió en las páginas de los monstruos emblemáticos de los 70, gracias al diseño de arte que emula a Max Schreck como el conde Orlok de la seminal cinta de horror Nosferatu (1922).



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iniserie de 8 episodios basada en el libro 11.22.63 de Stephen King, el cual se publico en el año 2011. Siendo este uno de los últimos grandes éxitos del autor tanto en popularidad como aceptados por la crítica, y debido a la revaloración de los textos de King, sigue la tendencia que las cadenas de televisión y el mundo del cine han llevado los últimos años, la cual es adaptar los libros y aprovechar la popularidad que el autor posee con un gran número de fans por todo el mundo. 11.22.63 trata sobre un profesor de literatura, Jake Epping (James Franco), el cual viajara al pasado para detener el asesinato del presidente norteamericano John F. Kennedy. La cadena de streaming HULU aprovecha el formato de la novela para traernos una muy interesante propuesta, si bien no innova en nada y la trama es algo ya conocida para el público, J.J. Abrams como productor ejecutivo le inyecta una calidad increíble al proyecto, calidad que podemos apreciar en el piloto de la serie con una duración de 80 minutos. En este piloto nos mostraran el proceso de los viajes en el tiempo, cómo su amigo Al Templeton (Chris Cooper)

funge como guía para esta misión y cómo viajar en el tiempo. Al Templeton tiene una pequeña cafetería donde al adentrarse a un armario este te llevara siempre al 21 de octubre de 1960 todos los cambios que se hagan en ese pasado se mantendrán cuando regrese al 2016 pero si regresa al armario todo lo hecho se reiniciara; no importa cuánto tiempo pase en el pasado, cuando regrese Jack solo habrán transcurrido 2 minutos. Bajo esta premisa inicia la miniserie, una historia llena de suspenso con gran ritmo e historias secundarias que nutren a la trama inicial presentándonos nuevos personajes, unos misteriosos, otros que ayudaran a Jake y un personaje muy interesante que es el tiempo, el cual no desea ser cambiado. Una historia que camina sobre la ciencia ficción, el suspenso y el drama histórico resulta una gran combinación; una combinación de guion, actores y productores entre los que el mismo King se encuentra involucrado. Otro punto es el juego sobre las teorías que involucran el asesinato del famoso presidente, teorías que aborda la serie: si fue el FBI, la CIA, un acto independiente o los rusos;, la serie en sus capítulos juega con todas esas su-

posiciones que nunca quedaron aclaradas, la misión es solo una, tratar de detener a Lee Harvey Oswald de disparar el rifle que terminara con la vida de Kennedy no importando que recursos se tengan que utilizar. Recordando a Sartre: “Somos lo que han hecho de nosotros”, el mundo es lo que hemos hecho del mismo, con un final inesperado que nos deja pensando sobre nuestras acciones, nunca sabremos si la decisión tomada fue la correcta o es la mejor para nuestro futuro, tal vez no. Hulu se anota otro acierto pese a ser la empresa “pequeña" en el mundo de las cadenas de streaming. Comparando los presupuestos con Netflix, Amazon, HBO, Hulu se encuentra atrás de ellas pero apostando por productores, directores y showrunners que este año han producido las mejores propuestas como The Handmaid's Tale, Harlots y 11.22.63, dejando de lado los éxitos mundiales de las demás empresas, además el catalogo en películas de la plataforma es muy interesante. Una miniserie correcta, que no se alarga innecesariamente, fluida y que mantiene un ritmo atrapante, son ocho horas que seguramente las terminarás viendo en un maratón.




C

uando pensamos en Stephen King, una de las primeras estampas que acude al llamado de nuestra memoria es la del payaso Pennywise. Y es que, a pesar de sus múltiples y graves deficiencias, la miniserie de dos capítulos estrenada en 1990 que adaptó su mastodóntica novela Eso, tuvo como gran antagonista a un extraordinario Tim Curry, cuya emblemática imagen aterrorizó a toda una generación con su interpretación de sanguinario payaso. 27 años después llega la primera adaptación fílmica de esta popular novela luego de seis años de preparación y sortear obstáculos que dificultaron su materialización, como el inesperado cambio de director (Cary Fukunaga estaba al frente del proyecto pero las diferencias creativas con el estudio obligaron a que dejara su puesto) y del antagonista que ya había sido anunciado (Will Poulter encarnaría al sádico payaso pero el retraso en la filmación lo obligó a abandonar el proyecto). Ahora, bajo la dirección del argentino Andrés Muschietti (responsable de la exitosa Mamá, su ópera prima que contó con el respaldo de Guillermo del Toro), el demoníaco payaso (encarnado por Bill Skarsgård) verá la luz en una pantalla de cine por primera vez. Como ya es por todos sabido, Eso es la historia de un grupo de siete chicos del poblado de Derry, en Maine, que se ven amenazados por una siniestra presencia que adopta la forma de los peores y más profundos miedos de los infantes –aunque su forma preferida es la de un pérfido payaso– para atraparlos, arrastrarlos a las profundidades del sistema de drenaje del pueblo y finalmente allí devorarlos. El equipo autodenominado como «el Club de los Perdedores» y conformado por Bill (Jaden Lieberher), Richie (Finn Wolfhard), Eddie (Jack Dylan Grazer), Stan (Wyatt Oleff), Ben (Jeremy Ray Taylor), Mike (Chosen Jacobs) y Beverly (Sophia Lillid), descubre que la historia de violencia, desapariciones y asesinatos que se vive en Derry data de siglos atrás y que resurge con fuerza cada 27 años, por lo que deciden dar caza a este siniestro ente para evitar la muerte de más niños del pueblo... y la de ellos mismos. En esta adaptación, Muschietti se toma bastantes libertades con respecto a la novela y la mayoría de ellas resultan acertadas. Los principales y más acertados cambios se presentan en la estructura de la historia –pues la transporta a 1989 cuando originalmente transcurre en los años 50– y en la actualización de los miedos de los protagonistas; de esta manera nos encontramos con que los niños no son acechados por monstruos como momias, hombres lobo, vampiros o monstruos de la laguna negra –miedos colectivos infantiles durante la niñez de Stephen King gracias a la popularidad del cine de horror manufacturado por Universal Pictures–, sino que son atormentados por la pérdida de seres queridos –Bill perdió a su hermano menor Georgie (víctima de Pennywise) y Mike perdió a sus padres en un incendio– y los profundos traumas causados por sus padres –Beverly es abusada emocional y físicamente por su padre viudo; Eddie es un chico hipocondriaco por la sobreprotección de su madre y Stan es tímido y retraído por su estricta educación religiosa–.




Esta actualización de los miedos más profundos resulta efectiva gracias no sólo a los avances tecnológicos que permiten la materialización en pantalla de estos traumas psicológicos –las apariciones de Georgie, el leproso que aterroriza a Eddie o la sangre que invade violentamente el baño de Beverly– y a la macabra caracterización e interpretación de Skarsgård como Pennywise con un evidente pero discreto uso de efectos generados por computadora, sino también a que se encontraron a los interpretes perfectos para dar vida a este grupo de marginados. Todos y cada uno de los niños intérpretes hacen un trabajo sensacional, tanto en sus escenas en solitario como en grupo; la química es simplemente extraordinaria, su conexión se siente orgánica y de ahí deriva que funcione como su principal arma para luchar contra «Eso». Pero Eso no resulta del todo efectiva, pues aunque se trata de una película bien lograda en la mayoría de sus aspectos técnicos y narrativos, falla en la creación de esa atmósfera de pueblo maldito que exuda cada página de la novela de Stephen King. La película, retratada por la experta lente de Chung-hoo Chung, funciona como una película de aventuras adolescentes con el espíritu de los ritos de paso hacia la adolescencia de grandes clásicos ochenteros como Los Goonies (The Goonies; 1985), de Richard Donner y Cuenta conmigo (Stand by me; 1986), de Rob Reiner –casualmente basada en otra novela de King– y que con éxito ha sido replicada por series como Stranger Things, pero al momento de seguir los lineamientos del terror mainstream hollywoodense y buscar principalmente los sobresaltos del público a través de shocks visuales y sonoros, deja mucho que desear como experiencia fílmica de horror puro. Eso, luego de la muy reciente y muy decepcionante versión fílmica de La Torre Oscura, resulta una más que satisfactoria adaptación; es entretenida y emocionante, como todo blockbuster que se precie de serlo, pero a pesar de que se nota un formidable trabajo de diseño artesanal en el fondo, resulta fallida como la terrorífica pesadilla que su autor concibió.







E

l quinto largometraje de Mia Hansen-Løve llega a las salas mexicanas tras haber ganado el Oso de Plata a la Mejor Dirección en la pasada edición del Festival Internacional de Cine de Berlín. En El Porvenir, la ex actriz firma el guión en el que desarrolla una elegante tesis sobre las secuelas del tiempo en la vida de una mujer madura que creía tener la existencia resuelta por el resto de sus días; pero el arribo de los inevitables estragos del tiempo a su vida convierte su zona de confort en un entorno inhóspito que la obliga a replantearse sus decisiones, responsabilidades e identidad. La protagonista de El Porvenir, Nathalie Chazeaux (interpretada por la siempre extraordinaria Isabelle Huppert), es una profesora de filosofía casada y con dos hijos, que se desenvuelve sin contratiempos mayores a los que se enfrenta cualquier otra profesionista de su edad. Sin embargo, el futuro llega intempestivamente y se instala en su vida a través de una secuencia de tragedias –pérdidas familiares, traiciones sentimentales y declives laborales– que van demoliendo uno a uno los pilares que sostenían su vida. Si ya con su película anterior, Eden (2014), la directora había entregado un

trabajo notable en el que, por cierto, tomaba como excusa la carrera como DJ de su hermano Sven para abordar el tema del paso del tiempo, la nostalgia por lo perdido y la idea de la vida que nunca tendremos, ahora con El Porvenir va mucho más allá y dedica su radiografía emocional a la antesala de la tercera edad a través de algunas de las experiencias de vida de su madre. Se trata de una pieza cinematográfica soberbia en todos los aspectos; un antes y después en la filmografía de una de las directoras más interesantes no sólo del cine francés, sino de toda Europa; un trabajo de gran honestidad y madurez en el que permite a la cámara de Denis Lenoir abandonar a un lado toda clase de artificios narrativos y pretensiones formales para centrarse en llevar un registro con la mayor naturalidad posible de la vida de Nathalie, quien representa la encarnación de la máxima existencialista: «la existencia precede a la esencia». El Porvenir es un ejercicio nostálgico que voltea la mirada desencantada hacia el pasado para poder hacer un recuento de lo que se perdió y lo que fuimos, tan sólo para después regresar la vista al frente y obligarnos a sobreponernos ante la premonitoria visión de lo

que nunca seremos. Sin embargo, Nathalie, pese a lo perdido, a lo que ya no es y jamás será, no guarda resentimiento alguno o se deja guiar por una actitud autoindulgente; sí, claramente se ve afectada emocionalmente, pero en medio de esta crisis, el reencuentro con Fabien (Roman Kolinka), un antiguo ex alumno con el que desarrolló una fuerte complicidad intelectual durante su etapa mentor-aprendíz, le permite darse cuenta de que ahora es poseedora de una libertad que jamás había tenido. En el resto la vida de Nathalie no hay ataduras ni compromisos de ningún tipo, por el contrario, ahora existe un infinito horizonte de oportunidades para comenzar de nuevo, de seguir adelante con mayor fortaleza, y tal vez, mucho mejor que nunca. Y es que las pérdidas, lejos de ser un desolador punto final, son un melancólico punto y aparte, tal como lo deja ver HansenLøve en el epílogo con el que cierra los cien minutos de concienzudo análisis del ser humano frente al paso del tiempo y el desconcierto que provoca el desconocimiento de lo que nos espera durante el tiempo que nos resta.



F

rançois Ozon es uno de los directores franceses más renombrados en los últimos años. Sus historias suelen cautivar con su intriga y seducen con el sex appeal de sus protagonistas. Los juegos psicológicos y la invitación al espectador a involucrarse son uno de sus sellos, pero este año, el francés dirige una historia que enamora con su sencillez. Frantz es la historia de un joven francés que luego de volver de la primera guerra mundial, decide visitar a la familia de un viejo amigo en Alemania, pero al ser un francés visitando suelo enemigo, en un momento en que los rencores y odios al país vecino vibran en la sociedad, se enfrenta al rechazo general, y más aun cuando lo que busca es la tumba de un soldado que bien podría haber muerto por su causa. En su atrevimiento se encontrará con los padres de su amigo y la bella Ana, su prometida. La cinta que obtuvo 11 nominaciones a los premios César, los principales galardones del cine francés, además del premio Marcello Mastroiani a Paula Beer como la mejor actriz joven en su

papel de Ana, es un remake de una cinta norteamericana de 1932 llamada Broken Lullaby, a su vez basada en una obra de teatro. El corte teatral y la sencillez del viejo cine, es plasmado por Ozon en Frantz, al utilizar planos amplios y básicos, y una dirección de cámaras suave que ameniza la fluidez de la historia, dando guiños al viejo cine. Al estar filmada casi en totalmente en blanco y negro, se acentúa ligeramente el contexto triste y la melancolía de los personajes, mientras que el uso de colores se acopla perfectamente con la variación de emociones, sin que resulte forzado ni como un recurso pretencioso. El armado del argumento es otro acierto en el filme, evoluciona con consistencia y pese a su tono novelesco y a no tener escenas de gran intensidad, la historia es entretenida, aspecto apoyado por actuaciones auténticas, mesuradas y a la vez muy creíbles en lo que buscan transmitir. Todo lo anterior se resume en honestidad y tacto en guión así como en narrativa. Ozon no recurre a golpes bajos, sorpresas efectistas o dramatismos forzados, incluso

pese a haber detalles predecibles y elementos algo típicos especialmente en la segunda mitad, la historia conserva credibilidad. Se trata de una historia de tragedia, culpa y amor, de lo injustos que son los sentimientos y de la esperanza que ofrece el olvido. Temas que pueden sonar cursis o convencionales, sin embargo todo es transmitido con autenticidad, mientras que ciertos detalles introducen un tono dulcemente triste, aportando más realismo al drama. La virtud en la obra de Ozon tiene también su debilidad. La suavidad y estilo clásico pueden generar monotonía en cierto punto, y aunque se agradece que el director evite las manipulaciones, algo más de emotividad con algunos personajes secundarios podría haber intensificado el drama en momentos clave. No son defectos que arruinen pero sí que restan potencial para hacer de esta una cinta inolvidable. Su director al menos puede quedar satisfecho de anotarse otro acierto al dejar de lado su estilo efectista para buscar algo más honesto.



P

resentada en la sección Una Cierta Mirada del Festival de Cannes en 2016, la segunda película escrita y dirigida por el cineasta Boo Jungeng propone una tesis sobre la construcción de la identidad en el mundo carcelario. La premisa coloca en el centro del relato a Aiman (Fir Rahman), un joven de 28 años que comienza a trabajar como guardia en la ficticia penitenciaría Larangan, en Singapur, aparentemente guiado por una profunda vocación de servicio y una convicción espiritual religiosa (es cristiano) que lo guía a ayudar al prójimo en la expiación de sus culpas (crímenes); sin embargo, pronto comienza a mostrar un inusitado interés por el tema de las ejecuciones capitales, y sobre todo, por Rahim (Wan Hanafi), el principal ejecutor de la prisión y responsable de su falta de una figura paterna, pues fue él quien colgó a su padre luego de ser encontrado culpable de un crimen cuando el ahora vigilante de prisión tenía apenas tenía algunos años de edad. Además, y pese a la oposición de su hermana mayor Suhaila (Matsura Ahmad), Aiman se va involucrando cada vez más en el sistema capital hasta convertirse en el aprendiz del verdugo de su padre. Por su premisa, Apprentice es una película a la que inmediatamente podemos emparentar con Apt pupil, el relato de Stephen King que ya fue llevado a la pantalla grande por el director Bryan Singer con el siempre extraordinario Ian McKellen y el entonces prometedor Brad Renfro como los protagonistas que respectivamente dieron vida a un ex oficial nazi que vive de incógnito

en los suburbios norteamericanos y a su vecino adolescente que descubre su secreto a la vez que se ve seducido por una extraña fascinación hacia una figura responsable del holocausto. Pero la propuesta de Boo Junfeng transita derroteros muy distintos, tanto en su forma como en su fondo. Echando mano de una muy cuidada puesta en escena en la que la fotografía digital de Benoit Soler emula la atmósfera del clásico cine setentero para reproducir la oscuridad y sordidez del submundo penitenciario al que desciende Aiman, el relato va tomando como principal motor la disyuntiva ética y moral del protagonista enfrentado al complejo personaje antagónico con quien poco a poco establece una relación cordial no sólo como mentor/alumno, sino más cercana a la de un padre con su hijo; una dinámica familiar de la que ambos son carentes y que ahora pueden experimentar a tal grado que Rahim comienza a ver reflejada su juventud en Aiman y lo considera como su perfecto sustituto como ejecutor. Así va aumentando la intriga sobre el verdadero interés de Aiman por la macabra actividad y las repercusiones en la formación de su identidad nos son compartidas poco a poco. El cineasta que debutó seis años atrás con la bien recibida Sandcastle, ahora disecciona el significado de los lazos familiares y la ambigua atracción de Aiman hacia lo macabro como parte de la desesperada búsqueda de identidad de un hombre que intenta a toda costa demostrar a otros, pero sobre todo a sí mismo, que no es igual que su padre, que no es un criminal; de ahí

que su atracción al polo opuesto sea tan poderosa, pues esa fascinación es proporcional el anhelo de distanciarse de la criminalidad y la marginación que representa en su vida la figura de su padre. Apprentice, contrario a la mayoría de los dramas carcelarios, se centra principalmente en el retrato de quienes están fuera de las rejas. No se trata de un filme en el que los prisioneros inicien un motín o estén planeando un espectacular escape; y mucho menos se trata de un panfletario documento cinematográfico que busque concienciar contra la pena capital en Malasia. Se trata, por el contrario, de una pieza sofisticada que inicialmente aparenta destinarse hacia una oda a la venganza pero que se transforma gradualmente en una deconstrucción de la condición humana mediante el retrato de la realidad sin juicios de valores y con la responsabilidad asumida de mostrar personajes sin maniqueísmos, sino plenos en matices, humanos; como por ejemplo, la revelación del personaje antagónico como un hombre que muestra compasión ante los prisioneros al preparar detalladamente su ejecución para que la muerte se presente con el menor dolor y sufrimiento posibles. Y es que Apprentice no sólo permite espacio de redención a los condenados a muerte sino también a sus verdugos; la película no toma partido moral por ninguna de las partes, solo muestra a seres humanos actuando de acuerdo a sus convicciones, tanto para bien como para mal.



M

organa es una soprano transgénero, que está decidida a quitarse lo que no va con su cuerpo. En su vida común, ella es una mujer, pero sabe que algo la hace recordar que hay algo de hombre en ella, y está convencida que necesita ese cambio para sentirse satisfecha. Este documental es realizado por Flavio Florencio quien logra captar, la necesidad y sensibilidad de Morgana por luchar por su ideal. Así, Morgana entra en un certamen de belleza en Bangkok donde asisten representantes de todo el mundo; es igual al que conocemos: desfiles en vestidos típicos, de noche, preguntas, etc., la única diferencia es que todas son “trans”. Aquí Morgana conoce a Miss Venezuela, que es muy divertida y hacen una buena amistad, ellas comparten experiencias y tips para sobresalir entre la competencia. Lamentablemente Morgana no gana el concurso, pero es contactada por un doctor muy reconocido que realiza las cirugías de cambio de género. Ella está muy emocionada, acude a la cita para la explicación del proceso y de las posibilidades de cirugías que puede tener, pero hay algo que la inquieta: el costo de la

cirugía. Ella no cuenta con el dinero, desde la primera persona que la atiende son muy amables pero no le dan información del costo cosa que la angustia, pues de que le sirve la información si al final no tendrá el dinero. Mas que el “cómo” consigue su meta, es la actitud con la que lo logra, siempre es positiva y con la idea firme y clara de querer una vagina; ella está dispuesta a hacer cualquier cosa, con la finalidad de sentirse una mujer completa. Cuando tienes una operación, por la causa que sea, siempre hay un familiar, alguien que te acompaña y apoya en esos momentos de dolor y angustia; entonces ¿por qué en su cirugía de cambio de género nadie estaba con ella?, quizá fue la geografía, pero si hubiera sido en México alguien la hubiera acompañado. Nuestra cultura, nuestras familias, todavía no aceptan diversidad que existe, los queremos, pero que la gente no se entere que son diferentes. Prueba de ello es que cuando Morgana regresa a México, va a visitar a su familia y se tiene que transformar en él, para no incomodar y tener una visita agradable especialmente con su padre.



L

uego de años de ir y venir por varios estudios cinematográficos y cambiar tanto de director –J.J. Abrams y Ron Howard estuvieron involucrados al frente del proyecto– como de protagonista –originalmente Javier Bardem tendría el rol estelar–, la ambiciosa adaptación de la serie de ocho novelas que conforman la saga de La Torre Oscura del célebre Stephen King finalmente llega a la pantalla grande con el respaldo de su autor fungiendo como productor, un nada despreciable presupuesto de $60 millones de dólares, un reparto de talento comprobado como Idris Elba y Matthew McConaughey –ganador del Oscar como Mejor Actor por Dallas Buyers Club (2013)– y un director solvente –Nikolaj Arcel– que cobró notoriedad con su drama de época La Reina Infiel (En Kongelig Affære; 2012) con el que incluso logró algunas nominaciones a los Premios de la Academia y los Golden Globe. La Torre Oscura nos transporta al Mundo Medio, un tiempo y realidad que corre de manera paralela a la nuestra, donde el último de los Pistoleros, Roland Deschain de Gilead (Elba), persigue a Walter O'Dim (McConaughey), también conocido como «el Hombre de Negro», su eterno enemigo que busca destruir la mítica edificación del título que representa el centro del universo y la convergencia de todo lo existente. La caída de esta torre significaría la perdición de todos los mundos, pues quedarían a merced de las criaturas de la oscuridad que habitan allende sus

fronteras. A este Mundo Medio llega Jake Chambers (Tom Taylor), un preadolescente neoyorquino con un singular don –un «resplandor», ¿les suena?– que se ha ido agudizando desde la muerte de su padre en un incendio, provocándole inquietantes visiones sobre la Torre, el Pistolero y «el Hombre de Negro». El encuentro de Jake con Roland representa la posible salvación de la Torre, pero también su posible destrucción, pues Walter busca a un joven con un poderoso poder psíquico que pueda usar como fuerza de ataque contra la Torre. Concebida como una suerte de secuela de la serie de novelas –finalizada en 2004 pero con la posibilidad de una expansión según el propio King–, La Torre Oscura posee todos los elementos que hubieran podido convertirla en una atractiva franquicia: se trata de una aventura épica que mezcla mundos fantásticos con extrañas criaturas con aires de Tolkien, el horror cósmico lovecraftiano, la ciencia ficción y los dramas familiares. Sin embargo, es la corta visión del equipo creativo –gran parte del diseño de arte es simplemente horrendo; parece creado por personal de producción de las teleseries del afortunadamente extinto Hallmark Channel– aunado a la poca habilidad narrativa de los responsables de la adaptación –el mismo Arcel junto con Akiva Goldsman y Anders Thomas Jensen– y la impersonal labor de dirección, lo que hunde a esta ambiciosa producción. La película no funciona ni siquiera

como un sencillo esbozo de toda la mitología contenida en las miles de páginas de King; se trata de un caso fallido en todo sentido, una propuesta de fórmula hollywoodense alejada de todo el espíritu místico de la serie literaria y mucho más cercana al cada vez más intrascendente y genérico cine de superhéroes. En este desastre de grandes proporciones ni siquiera el carisma de los actores puede ocultar el pobre trabajo de adaptación y la precaria construcción que se ha hecho de los personajes, especialmente de «el Hombre de Negro» del aquí particularmente mal actor McConaughey, un personaje anodino sin el menor atractivo como antagonista... y recordemos que una película es tan buena como lo es su villano. Y es que, aunque consigue sostener cierto ritmo que mantiene entretenido al público, también presenta un incomprensible afán por terminar rápidamente con la historia –la película apenas rebasa los noventa minutos de metraje–; de ahí que los hechos se presenten de la manera más superficial, con explicaciones que parecen ir dirigidas a un público con taras mentales –la explicación de Roland a Jake sobre lo que es la Torre Oscura y su importancia para el equilibrio y bienestar del universo es de lo más elemental; ni a los niños de preescolar les explican las cosas con ese nivel de subestimación intelectual– y que se precipiten demasiado rápido hacia el vergonzoso final con el duelo héroe-villano más inverosímil y sobre todo absurdo en la historia del cine reciente.



H

ace tres años, la dupla formada por Chad Stahelski y David Leitch dio forma a un frenético filme de acción que se convirtió en objeto de culto pese a su absurda premisa: John Wick. Protagonizada por Keanu Reeves, la cinta sobresalió del resto de las producciones del género por sus impresionantes secuencias llenas de adrenalina y testosterona bajo una estética neon-noir, uniéndose a la lista de títulos que han acudido a esta particular estética para crear los mundos donde habitan sus personajes como Nightcrawler (2014), Drive (2011) y por supuesto la emblemática Blade Runner (1982). Luego del gran éxito de John Wick, su tándem creador siguió caminos separados, y mientras Stahelski se enfocó en la preparación de la secuela John Wick 2 –estrenada hace unos meses– y en la actual producción de Deadpool 2, Leitch canalizó su creatividad a la preparación de un nuevo filme de acción pero ahora con una mujer como protagonista. Así es como llegamos a Atomic Blonde, adaptación a cargo de Kurt Johnstad de la novela gráfica The Coldest City, escrita por Anthony Johnston, ilustrada por Sam Hart y publicada en 2012 con la ciudad de Berlín aún dividida por el vergonzoso muro durante la Guerra Fría como telón de fondo. En este contexto se mueve Lorraine Broughton (Charlize Theron), una agente del MI6 con la misión de encontrar una lista que otro agente recién asesinado intentaba hacer llegar al lado oeste de la capital alemana, y que contiene nombres clave de los agentes encubiertos que trabajan en la parte este. Pero la misión se complica cuando nadie es quien di-

ce ser y las traiciones y dobles identidades se manifiestan. Sí, es verdad que estamos ante una propuesta con más estilo que sustancia –si la analizas un poco más a fondo veras que la trama apenas está sostenida con pinzas–; pero lo principal aquí son las sensacionales peleas hiperestilizadas con el estridente soundtrack sonando al fondo. No obstante, es importante señalar que pocas veces hemos visto una protagonista como Lorraine. Se trata de una mujer ruda y sin concesiones con sus enemigos; estamos frente a una agente que podría enfrentarse sin ningún problema a colegas como James Bond, Jason Bourne o Ethan Hunt, y seguramente podría vencerlos fácilmente. Pero lo importante es la otra parte de Lorraine, la que explota su feminidad a diferencia de otras heroínas representadas en la gran pantalla que son obligadas a dejar de lado ya sea su feminidad o sus emociones para convertirse en figuras empoderadas –recordemos sólo a una andrógina Sigourney Weaver rapándose en Alien 3 o a Angelina Jolie con sus atuendos masculinizados en Tomb Raider–. El caso de Lorraine es distinto, y en un caso muy similar al de la reciente Wonder Woman, de Patty Jenkins, la heroína se muestra vulnerable emocionalmente... aunque sea por breves instantes; el personaje interpretado de manera fantástica por la actriz sudafricana no sólo resalta su feminidad con ajustados y sensuales atuendos y accesorios que combinan con su platinada cabellera, sino que se le permite mostrarse vulnerable también en lo físico mediante las escenas donde atiende las heridas causadas por los

gajes del oficio. Atomic Blonde se presenta como una eficiente combinación de la hiperestilización visual neon-noir con las brutales escenas de acción que hicieron sobresaliente a la saga de Jason Bourne –donde Leitch trabajó como asesor profesional de las secuencias de pelea–; de esta manera nos encontramos con largas tomas en las escenas de acción –característica poco común en el género–, sobresaliendo dos secuencias memorables: la primera es una pelea a puño limpio detrás de la pantalla de un cine donde se proyecta la mítica Stalker (1979), del maestro Tarkovski –sin duda un homenaje que todo cinéfilo sabrá apreciar–; y la segunda, una de las secuencias climáticas que, mediante el impecable uso de cortes invisibles, emula un frenético plano secuencia de más de quince minutos y una de las mejores peleas del cine en el nuevo milenio. Además, el filme suma puntos gracias a la curaduría que conforma el fantástico soundtrack repleto de los éxitos que entonces dominaban la programación de MTV como 99 Luftballons, Hungry Like the Wolf, Just Like Heaven, Father Figure, Cat People, I Ran (So Far Away), Killer Queen, Under Pressure y un largo etcétera. Hay tal cantidad de música en el filme que podríamos considerarlo como un extenso –e hiperviolento– videoclip ochentero. Y si el público de John Wick la volvió una película de culto, entonces Atomic Blonde se merece un lugar en el olimpo del cine de género del nuevo milenio, pues es igual de dinámica y visualmente atractiva... y no tiene una trama ridícula.






L

os casos de los asesinos seriales australianos Eric Edgar Cooke –conocido como «The Night Caller»– y la pareja David y Catherine Birnie, sirvieron de inspiración para la ópera prima del también australiano Ben Young. Hounds of Love llega bajo la forma de un thiller que gira en torno a Evelyn (Emma Booth) y John White (Stephen Curry), una pareja de mediana edad que secuestra a ingenuas jóvenes preparatorianas con el fin de someterlas a torturas y abusos psicológicos y sexuales, para finalmente asesinarlas cuando ya han saciado a John, quien se deshace de los cadáveres en un espeso bosque cercano a su casa en los suburbios de clase media-baja en Perth, al oeste de Australia. Pero estas prácticas, que ya se han convertido en actividades cotidianas para la pareja, se ven amenazadas cuando secuestran a Vicki Maloney (Ashleigh Cummings), una chica de diecisiete años que está atravesando por una etapa de rebeldía ante el reciente divorcio de sus padres. Al igual que las otras víctimas, Vicki es llevada con engaños a la casa de la pareja para terminar amordazada y atada a una cama en una aislada habitación donde John libera sus retorcidos instintos sexuales; sin embargo, éste comienza a generar un interés muy particular por Vicki, por lo que retrasa cada vez más el momento en el que debería asesinarla, llevando a Evelyn hacia un estado de celos intolerables. Young logra que su retorcido thriller lentamente vaya mutando para convertirse en todo un estudio psicológico de la pareja criminal, pues aunque película continúa desarrollando las subtramas de Vicki, quien con su astucia comienza a idear planes para escapar o

mandar mensajes cifrados en las cartas que la pareja le obliga a escribir a sus padres (Susie Porter y Damian de Montemas) para decirles que está bien y que ha decidido marcharse para hacer su vida sola, así como con la historia de los padres y su novio Jason (Harrison Gilberston) en su incansable búsqueda, la trama principal se mantiene sobre el personaje de Evelyn que es, por mucho, el personaje más interesante y psicológicamente mejor desarrollado de la cinta. Hounds of Love es una tesis de espíritu «lynchiano» sobre los comportamientos patológicos de estos dos criminales. Para Evelyn, su rol dentro de los secuestros, torturas y asesinatos de las chicas, es la de un elemento activo en la relación amorosa, pero en realidad está tan atada y controlada por John como cualquiera de las víctimas; situación de la que se va volviendo más consciente mientras el tiempo corre y él no quiere aún deshacerse de Vicki. En esta disección psicológica que propone Young, comienzan a surgir los reproches y los rencores que revelan algunos secretos del pasado de la pareja y que sirven para subrayar qué tan arraigado está el comportamiento patológico de Evelyn. Y es que, cuando John abusa, asesina y se deshace de los cuerpos de otras mujeres que son mucho más jóvenes y bellas que Evelyn, ella lo interpreta como una prueba de amor y fidelidad hacia ella, así como una muestra de compromiso hacia la relación; por ello, aunque esté siendo arrastrada en una vorágine de celos e impotencia ante la negativa de John a deshacerse de la chica, ella termina invariablemente tan fiel a su hombre como un perro a su amo. Aunque sólo contaba con experiencia

en la dirección de videoclips y algunos cortometrajes, Young se revela como un detallado conocedor de los mecanismos del suspenso –es evidente que ha puesto atención al cine de Hitchcock y ha tomado nota–, consiguiendo crear y mantener la tensión desde el primer minuto hasta la secuencia final de este sórdido relato de atmósferas sugestivas logrado por una atinada conjunción de factores: en primer lugar, por las sorprendentes interpretaciones del reparto central, lleno de rostros frescos y desconocidos en esta parte del mundo que está sobre saturada de estrellas hollywoodenses; en segundo lugar, gracias a una ambientación lograda de manera sobresaliente que no tiene que recurrir a lugares comunes para establecer que estamos en la década de los 80, lo cual logra de una manera sobria y elegante; y finalmente, a la fotografía de Michael McDermott, cuya composición visual está basada en la omisión de la violencia, pero con una gran carga de sugestión que vuelve a las situaciones de tensión en secuencias casi insoportables; por otro lado, sobresalen las secuencias ralentizadas con las que se remarca en ritmo de vida en los suburbios. Además, tiene puntos extras por incluir canciones de Joy Division, Cat Stevens, Boys Next Door y Nick Cave como parte del soundtrack que acompaña al inquietante score compuesto por Dan Luscombe con toques electrónicos. Hounds of Love es uno de los debuts cinematográficos más satisfactorios del 2016; una muestra más de que existe talento, historias originales, y sobre todo, auténticas más allá de las fronteras del cine «Made in Hollywood».




os encontramos ante una de las máximas exponentes del cine nacionalista del 'Indio' Fernández, la moral y el valor cívico que se ven explotados en cada fotograma de este metraje. Único en su momento por varias razones, contar con secuencias filmadas a color y retratar a una María Félix totalmente diferente a lo que se le había visto hasta entonces. La profesora Rosaura Salazar (María Félix) acude al llamado del Sr. Presidente de la República, una importante misión le es encomendada, debe ir a Río Escondido y ser la maestra de aquel retirado pueblo, advirtiéndole que enfrentará pruebas y retos que deberá hacer frente. Al llegar al pueblo debe enfrentar al autoritario y temido cacique Regino Sandoval (Carlos López Moctezuma). Desafortunadamente, día tras día encuentra más dificultades para cumplir con tan importante encomienda. Un film que incluso hoy en día puede despertar cierto grado de polémica, y al mismo tiempo un alto grado de aprecio y aceptación, un tema tan cuestionado como es el sistema educativo y la cultura de un país siempre se prestará para hacer un doble análisis (positivo y negativo) y desde varias perspectivas: el social (padres y maestros), el cultural, el económico y el político, este último el que más ha afectado al concepto y perspectiva de tan noble profesión. El ser maestro siempre se había visto como una entrega total, una nobleza y dedicación a la enseñanza de quienes les son encomendados para cultivar el conocimiento, seres que servirán a su país siendo adultos. El personaje central, se ha caracterizado por sus valores y alta entrega, hablamos de un 'estereotipo' distinto y en vías de extinción en nuestra sociedad actual. Una imagen desvirtuada con el paso de las décadas y con la llegada del nuevo siglo, el maestro del siglo XXI no podría ser como aquella emblemática Rosaura. Cinematográficamente, el trabajo estilizado de Fernández, Magdaleno y Figueroa es excelente, este trío logra capturar y transmitir lo que se propuso, claroscuros de la educación mexicana, atormentada por la ignorancia y la opresión de la sociedad, y con un rayo de esperanza en la voz que se alza entre tantas para indicar el camino correcto. Las actuaciones son 'la cereza del pastel', sin estas la historia hubiera sido demasiado pesada; el melodrama cargado en cada uno de los personajes crea un microcosmos de lo que 'es realmente México': instituciones al borde de la corrupción y resignación ante tal panorama, sin embargo, siempre habrá un 'granito de arena' que irá contracorriente y buscará los medios para destruir ese yugo. María Félix regala la que es (para muchos, incluyéndome) su mejor actuación de toda su trayectoria, entregada y totalmente convencida del personaje (imposible llegar al borde de las lágrimas en la escena de su primer clase); Carlos López Moctezuma (como siempre) entrega otro gran villano del cine mexicano (y del cine del 'Indio'), su papel le otorgó el tan merecido premio Ariel como Mejor Actor Protagonista. Domingo Soler y Fernando Fernández también tienen un fuerte impacto en el film, sobre todo por el sector social que representan (iglesia y servicio de salud), ambos moralmente destruidos internamente, esto se nota en sus rostros en todo momento; no hay que olvidar al gran Eduardo Arozamena quien se roba las dos secuencias que tiene en la película: su temple ante los fuetazos del cacique y el desgarrador consejo que le da a la profesora a su salida del pueblo. Un film que gustará o no, pero estoy seguro de que llena de emoción y sembrará un poco de esperanza en este 'rincón del cielo en donde Dios nos permitió nacer'. ¡Ay de ti México, que has vivido tanto y has resistido tantas tempestades! No dejen de verla, estoy seguro que les encantará.



omando como base la novela A painted Devil de Thomas Cullinan, los guionistas Albert Maltz (bajo el seudónimo John B. Sherry) e Irene Kamp (bajo el seudónimo Grimes Grice) adaptan para la gran pantalla este intimista y sexual relato de liberación femenina ubicado en plena Guerra Civil Estadounidense protagonizado por John "McBee" McBurney (Clint Eastwood), un malherido soldado yanki de las fuerzas de La Unión que se encuentra casi al borde de la muerte cuando es rescatado por Amy (Pamelyn Ferdin), una pequeña de trece años de una escuela para señoritas al Sur del país en territorio dominado por la Confederación; al llevarlo a la casona que funciona como institución de la señorita Martha (Geraldine Page), ésta decide que lo cuidarán y curarán para luego entregarlo a las fuerzas confederadas. Sin embargo, con la lenta recuperación del soldado también se va presentando un juego de seducción con el que el soldado va conquistando a todas y cada una de las mujeres de la escuela. Desde las otras alumnas del instituto –principalmente a la precoz Carol (Jo Ann Harris)– hasta la maestra Edwina (Elizabeth Hartman), todas se ven atraídas por los encantos del soldado, pero pronto la inocencia del juego de conquistas se transforma en un obsesivo deseo sexual que las arrastra hacia un estado de celos exacerbado. The Beguiled está sostenida por las interpretaciones del reparto que realiza un excepcional trabajo en la representación de sus personajes, sobresaliendo el mismo Eastwood como el irresistible soldado y la gran Geraldine Chapman como la regidora del lugar con un oscuro secreto familiar, los cuales resultan bien delineados y con trazos psicológicos complejos con los que se evita cualquier oportunidad de superficial juicio moral ante sus acciones. Sobresale además por la hermosa puesta en escena construida por la preciosista fotografía de Bruce Suertees y la partitura del argentino Lalo Schifrin –quien participó también en la banda sonora

de Dirty Harry, dirigida por el mismo Don Siegel y estrenada ese mismo año–; la atmósfera creada por la conjunción fotografía/música logra transportarnos emocionalmente de la inicialmente aislada e idílica institución femenil hasta la psicótica prisión donde se conjugan violencia y muerte. Se trata de un filme arriesgado, no sólo para su director al abordar una temática espinosa como la propuesta por la novela de Cullinan, sino también para Clint Eastwood, quien vio la oportunidad de "trabajar con verdaderas emociones", según sus propias palabras, al apartarse de sus habituales héroes pistoleros e inclinándose aquí por un cínico soldado convaleciente que utiliza sus evidentes encantos para seducir tanto a la veterana Miss Martha como a la angelical Amy con un apasionado beso en la boca tan sólo unos segundos después de conocerla en febril agonía en el bosque. Comúnmente se acusa a The Beguiled de ser un filme machista y misógino por el tratamiento de los personajes femeninos; pero no hay nada más alejado de la realidad: la película es un estudio de caracter en el que se exploran las vías de seducción mediante la sexualidad, tanto por parte de las mujeres del instituto como por parte del soldado herido. Ambos lados utilizan su sexualidad como un as bajo la manga con el que toman ventaja de la jugada a través de los favores logrados: por un lado tenemos al soldado que, sabiéndose objeto de deseo, logra que las mujeres reconsideren su idea de entregarlo a los confederados; mientras que por otro lado tenemos a las mujeres que reciben favores sexuales, muestras de cariño especial o promesas de un anhelado escape. Pero como era de esperarse, este psicótico juego de poder sexual se sale de control en medio de un ambiente enrarecido por los celos, llevando a la historia hacia un desenlace que funciona como un tratado feminista de liberación de la opresión machista.


M

ientras más analizas West Side Story, la decisión de trasladar Romeo y Julieta hacia las calles de Nueva York cobra más sentido. No solo por la trivia (la primera producción de Shakespeare en Estados Unidos fue de esa obra, en 1730) sino por las implicaciones sociales, y es que aquí los Montesco y Capuleto, las pandillas de los Jets y los Sharks, no están motivados por un odio simplemente partidario sino por un odio racial. West Side Story es una de las historias quintaesenciales de la americana y, como muchas otras, apunta hacia este tipo de división como el núcleo del sufrimiento de la tierra de la libertad. En uno de los números de baile más divertidos, los hombres y las mujeres de los Jets (inmigrantes puertorriqueños) cantan un pregunta-respuesta: Life is all right in America/If you're all white in America! (“¡La vida es buena en América!”/”¡Si eres blanco en América!”). El hecho de que una película tan avejentada en algunos aspectos sea tan moderna en su comentario es prueba de por qué ha trascendido tanto.


Pero, ¿está realmente avejentada? ¿Acaso la jerga que manejan los personajes (intenta no reír al escuchar “cracko jacko”) no se siente ya arcaica? Bueno, sí, pero del mismo modo que Shakespeare se lee viejo. El guion de Ernest Lehman no tiene precisamente los mejores diálogos (una de las razones por las cuales Pauline Kael destruyó la película en su tiempo) pero las letras de Stephen Sondheim son tan memorables como las composiciones de Leonard Bernstein, y hasta respetan la métrica shakespeariana. Y como negarlo, hay algunas líneas de diálogo que aciertan en grande: es más que obvio que Bon Jovi se inspiró en el take my hand and we're halfway there de “Somewhere” para “Livin' On a Prayer”. West Side Story comenzó como un musical de Broadway de 1957, y fue traído a la pantalla grande por Robert Wise, quien pocos años más tarde dirigiría otro clásico, The Sound of Music (1965). El coreógrafo de la obra, Jerome Robbins, insistió en codirigir la película, lo que resultó en algunas de las escenas de baile más innovadoras de la historia del cine. Si ves los detrás de cámaras terminas con un enorme respeto por cada bailarín en pantalla, que estaba haciendo el trabajo de un doble de acción en algunas secuencias que de seguro le costaron lesiones a varios de ellos. Mirar a los Jets chasqueando y rematando a todo mundo con un beat it vuelve imposible no pensar en artistas como Michael Jackson y en como basarían incontables vídeos musicales en la película. Pocas películas tienen una presentación tan preciosa. Es desconcertante la manera casi protokubrickiana en la que comienza, con un fondo de color repleto de líneas prolongándose por varios minutos mientras la banda sonora suena de fondo. Luego, se revela como el contorno de Manhattan; la cámara flota por encima de la ciudad, con bellísimas tomas del director de fotografía, Daniel L. Fapp,

quien también merece un reconocimiento por esa impresionante secuencia inicial. Como todo gran musical, West Side Story tiene que abrir en grande y deslumbrante. Miramos a los Jets, dirigidos por Riff (Russ Tamblyn) en un duelo callejero con los Sharks, los puertorriqueños liderados por Bernardo (George Chakiris en brownface… sí, les dije que algunas cosas no han envejecido bien). Su pelea es poetizada como danza, a diferencia de la escaramuza climática que llega más tarde y causa la tragedia final. Pero esa no es la única ocasión en la que la película entra en la realidad fantástica del musical. En la escena del baile donde se conocen estos nuevos Romeo y Julieta, María y Tony (Richard Beymer), todas las luces se apagan y las parejas que quedan iluminadas están sincronizadas perfectamente; es un escenario casi estelar gracias a las luces de colores, un perfecto reflejo de la temática cósmica del amor que permea la obra de Shakespeare. Pero la culpa aquí no es de las estrellas, sino del odio: West Side Story toma un giro mucho más violento y oscuro que su material fuente rumbo al final, haciendo ver al suicidio de Romeo y Julieta como una bendición. Unlike other classics, West Side Story grows younger (“a diferencia de otros clásicos, West Side Story se vuelve más joven con el tiempo”) rezaba la publicidad de antaño de la película, y si bien es difícil pensar que alguna vez Natalie Wood como puertorriqueña (pfff) o el brownface alguna vez se verán válidos para una audiencia cada vez más consciente, es cierto que esta historia cada vez parece más una advertencia, una adaptación que parece gimmicky (¡pongamos a Shakespeare en la ciudad!) y luego encaja cada vez más con el zeitgeist. El dorado de los Jets (que contrasta con el morado de los Sharks) se siente análogo de la estética de los movimientos de supremacía blanca; nótese el rojo del salón de baile, tanto neutro (es el único momento donde con-

viven en “armonía” un rato) y advertencia del derramamiento de sangre que está por venir. En su momento, por supuesto, algunos críticos se dejaron llevar por el impulso de culpar de las problemáticas sociales a la siempre culpada juventud, a las nuevas generaciones. Hacen eco de las palabras del Doc (Ned Glass), el jefe de Tony, cuando reprende a los Jets: When do you kids stop? You make this world lousy! (“¿Cuando se detendrán, muchachos? ¡Hacen de este mundo un desastre!”). Pero inmediatamente después, uno de ellos le contesta: we didn't make it, Doc (“Nosotros no lo hicimos, Doc”). Sea intención o no de los autores, es evidente que, tanto en la película como en el Estados Unidos y el mundo real, el verdadero culpable es un sistema de opresión sistemática, incluso para los blancos en las posiciones menos privilegiadas (“Gee, Officer Krupke” es de los momentos más punk en un musical, y la manifestación de los impulsos pasionales de la Reina Mab en la obra de Shakespeare). Es por ello que el mayor villano no es quien mata a Tony sino el policía que abusa de los muchachos inmigrantes (“es un país libre y no tengo derecho, pero tengo una placa”, les dice), y es por ello que es una mayor tragedia que nuestra Julieta termine viva y tenga que dar el discurso que el policía (análogo del príncipe que da el discurso en la contraparte shakespeareana de la historia), que calla ante la visión del cadáver, tenía que haber dado. Mientras más joven parezca West Side Story, más grande es su advertencia, y más necesario es tomarla en cuenta. Si el conflicto entre los Jets y los Sharks parece risiblemente fútil para el espectador y para Tony, es porque lo es. Dato final para subir el ánimo y que siempre vuela algunas cabezas nerds: Russ Tamblyn y Richard Beymer, treinta y cincuenta años después, serían el Doctor Jacoby y Ben Horne en Twin Peaks. Yep. The more you know.



U

n joven afroamericano visita a los padres de su novia blanca. Planteada así, la premisa de la ópera prima de Jordan Peele parece la versión moderna de Guess who's coming to dinner (1967), la película dirigida por Stanley Kramer en la que el doctor John Prentice (el gran Sidney Poitier) visitaba a los padres de su caucásica prometida Joey Dreyton (Katherine Hoghton). La pareja conservadora encarnada por Spencer Tracy y Katherine Hepburn, teóricamente de ideologías liberales, quedaba en shock al descubrir que su futuro yerno sería un hombre de color, aunque intentaba disimular su incomodidad de la mejor manera que podían. Sin embargo, la secuencia que sirve como prólogo del debut de Peele es mucho más que una advertencia de que nos enfrentaremos a algo completamente diferente; su introducción es toda una declaración de intenciones. La mencionada escena inicial muestra a un nervioso afroamericano buscando una dirección en un lujoso barrio blanco; pero justo cuando ha decidido desistir en su búsqueda, el chico se ve sorprendido por un hombre blanco encapuchado que logra dejarlo inconsciente para luego meterlo a la cajuela de su lujoso automóvil que, por supuesto, también es de color blanco. El protagonista de Get Out es el joven fotógrafo Chris Washington (protagonizado por un sorprendente Daniel Kaluuya), quien junto con su novia Rose Armitage (Allison Williams) pasarán un fin de semana en la casa de campo de sus padres, la exitosa psiquiatra Missy Armitage (Catherine Keener) y el renombrado neurocirujano Dean Armitage (Bradley Whitford). Y aunque inicialmente el comportamiento del matrimonio resulta extremadamente complaciente, con el correr de las horas se van presentando una serie de

extrañas situaciones que van transformando un fin de semana incómodo en una inquietante experiencia. La película se presenta como una oscura sátira de la realidad social a la que podemos emparentar con The Stepford Wives (1975) de Bryan Forbes –adaptación de la novela homónima de Ira Levin–, The Truman Show (1998) de Peter Weir e incluso con el thriller Arlington Road (1999) de Mark Pellington, y para ello resulta esencial recalcar que Jordan Peele tuvo su popular origen en la escena cómica de Estados Unidos a través de suprograma Key and Peele, y por ello no resulta nada extraño que eche mano del humor en esta propuesta de tono macabro. De esta manera el debutante nos comparte una efectiva mixtura de géneros que van desde el terror puro y la ciencia ficción con corrosivas pinceladas de humor que audazmente utiliza para deslizar mordaces críticas hacia la hipocresía social y su presunta postura ideológica progresista que, sin embargo, no es más que una máscara que esconde el racismo y la discriminación en su máxima expresión. El audaz guión consigue de manera pausada pero firme dar forma a una atmósfera enrarecida que ocupa muy pocas explosiones de violencia a lo largo de la trama para transmitir el terror puro, mientras que las estupendas actuaciones del elenco –especialmente la revelación de Daniel Kaluuya y Betty Gabriel como la desconcertante sirvienta– son el complemento perfecto para el funcionamiento cabal de esta aguda y cáustica crítica social y política que, sin concesiones, desenmascara el cruel ilusionismo que ha resultado ser el «american way of life» de la era post Obama. Get out es un debut potente, escalofriante, incómodo, pero sobre todo, necesario.


A

dama es un preadolescente de catorce años de edad que vive con su madre en un gueto al norte de París. Angustiado por el abandono de su padre, la separación de sus medios hermanos y hermanas, y falta de dinero a pesar de las largas jornadas nocturnas en los trabajos que su madre encuentra de manera esporádica, el chico toma la decisión de convertirse en narcomenudista cuando su mejor amigo Mamadou, unos años menor que él, casualmente encuentra tras una redada en el barrio un paquete con 150 gramos de contenido cannábico, el cual dividen y venden en escuelas para adolescentes ricos. Estableciendo su centro de operaciones en el sótano de su escuela, y aprovechando que nadie sospecha de dos estudiantes preadolescentes, la dupla emprendedora pronto encuentra la posibilidad de entrar de lleno al mundo del crimen organizado trabajando para un importante traficante local. Así es como llega la oportunidad dorada para estos dos hi-

jos de inmigrantes que buscan dejar atrás el estigma social que los clasifica como «parias»; pero por supuesto, el negocio se sale de control. Las líneas anteriores describen la premisa central de La vida es grande, opera prima de Mathieu Vadepied, prolífico cinefotógrafo francés que, entre otros títulos, posee dentro de su currículum la reconocida Amigos (Intouchables; 2011), película que lanzó a la fama internacional a Eric Toledano y Olivier Nakache, tándem de cineastas que fungen ahora como productores de este afortunado debut. La película que clausuró la Semana de la Crítica en el Festival Internacional de Cine de Cannes en 2015 se ve emparentada con Samba (2014), cinta dirigida por los ya mencionados Toledano y Nakache que también se presenta como un retrato de la situación económico, social y migratoria de personajes que se mueven en las comunidades marginadas la Ciudad Luz, así como de sus sueños y aspiraciones de superar ese

hábitat gobernado por la pobreza y el crimen al que socialmente han sido confinados. Encarnada por los actores no profesionales Ali Bidanessy y Balamine Guirassy, la pareja de amigos protagonistas representa el corazón de la película; el primero como el adorable Mamadou, y el segundo como el arrojado Adama, y quien nos ofrece el mejor trazo histriónico de un personaje: un conflictivo chico que se ha quedado sin un rol masculino en casa al cual imitar o aspirar, mientras que es absorbido por las preocupaciones económicas, que a su vez merman su capacidad de estudio, provocando constantes fallas en la escuela, especialmente en clases de inglés y francés. Con un guión que entreteje audazmente la dramática realidad social con la fábula juvenil, Vadepied da forma a una interesante propuesta que integra elementos de humor para aligerar la carga dramática y, aunque apuesta por no mostrar con toda crudeza la descar-


nada violencia generada por las pandillas narcotraficantes que rigen los guetos de los suburbios parisinos, la atractiva historia y, sobre todo, el estilo con el cual se desarrolla ésta en pantalla –es decir, bajo los estándares del género documental con cámara en mano y en muchas ocasiones sólo con luz natural, y que afortunadamente se mantiene siempre al servicio de la historia y nunca deja que lo formal se sobreponga a la que se nos quiere contar–, sí permite una aproximación lo suficientemente directa y clara respecto a la preocupante situación en la que los niños y adolescentes viven cada día expuestos a ese mundo hostil. El director debutante presenta con "La vida es grande" un emotivo relato «coming of age» sobre la búsqueda de un camino directo a los sueños, la verdadera amistad y las oportunidades de redención. Una de las recomendaciones para ver en cines este fin de año.



asi ocho décadas después de su primera aparición en las viñetas, la superheroína de DC Comics creada por el psicólogo William Moulton Marston –quien también desarrolló el precursor del polígrafo– hace su primera aparición fílmica en solitario con un soporte femenino tanto delante como detrás de las cámaras. La modelo y actriz de ascendencia israelí Gal Gadot es quien carga sobre sus hombros con todo el peso protagónico como Diana, la Princesa Amazona de Themyscira –una paradisíaca isla que Zeus ocultó de la vista de los hombres y, en particular, de Ares, el Dios de la Guerra– que es acompañada durante el primer tercio de la cinta por Connie Neilsen como su madre la Reina Hippolyta y Robin Wright como su tía Antiope, la general del ejército de la isla a la que llega accidentalmente Steve Trevor (Chris Pine), un espía que se ha infiltrado en las filas del ejército alemán con el fin de detener la amenaza de la Primera Guerra Mundial. Con un guión firmado por Allan Heinberg –partiendo de una historia co escrita con Zack Snyder y Jason Fuchs– la película se ciñe al ya conocido viaje del héroe cuando Diana decide traspasar los místicos confines de Themyscira para ayudar a detener la gran guerra que, aparentemente, está siendo causada por el mismo Ares. Con esta sencilla premisa Patty Jenkins muestra su oficio cinematográfico y sorprende con su convicción al sacar adelante con una gran autenticidad, frescura y fidelidad al espíritu del cómic original un producto cinematográfico comercial prediseñado por Warner Bros. para que embone con las otras piezas de su universo superheroico. Wonder Woman juega con la fórmula del cine de superhéroes, y sin descubrir el hilo negro nos presenta la historia de los orígenes de esta Princesa Amazona que eficazmente cumple con su misión como producto de entretenimiento ligero, pero que se da el lujo de presentar un debate –por supuesto todo ello con la profundidad que caracteriza a un blockbuster– sobre la naturaleza humana, su libre albedrío y

C

la ambivalencia de luz/oscuridad que reside en el corazón de cada ser humano. La película, además, funciona como un sólido pilar y episodio de expansión del Universo Cinematográfico de DC, y aunque no está exenta de inconsistencias se adapta perfectamente a los moldes tanto del género de superhéroes como del estilo visual que ha creado Zack Snyder con Man of Steel (2013) y Batman v Superman (2016), pero lo hace de una manera equilibrada entre aventuras bélicas con secuencias de acción estimulantes y con una solemnidad heroica que es combinada a la perfección con un humor elegante que toma como principal materia prima la contraposición de mundos de la pareja protagonista –quienes por cierto generan una gran química en pantalla– y utiliza la profunda descontextualización e ingenuidad de Diana en el violento entorno de la Primera Guerra Mundial para exponer con ello lo absurdo de las guerras. La propuesta fílmica de Jenkins inteligentemente aprovecha el heroísmo innato y la preocupación genuina por la humanidad de su protagonista y plasma en pantalla de manera certera la manera en la que el sufrimiento del hombre causado por el hombre mismo la golpea emocionalmente y la hiere más que cualquier arma o deidad maligna a la que se enfrente. En este sentido, cabe señalar que el espíritu del Superman de Christopher Reeve se percibe en varias escenas y no sólo en el claro homenaje que supone la escena de los disparos en el callejón donde Diana salva a Steve Trevor. Cargada con un discurso pacifista y humanista y echando mano de un muy necesario mensaje feminista que cuestiona –aunque muy ligeramente– el imperio de la cultura falocéntrica y le hace responsable del fatídico destino al que se ha sentenciado a la humanidad por la ambición y el odio, la película se corona como la mejor película del aún incipiente Universo Cinematográfico de DC que se consolidará o desmoronará con la primera película de la Liga de la Justicia en noviembre próximo.



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ace cinco años, Ridley Scott volvió a los terrenos de la ciencia ficción con una precuela que exploraba los orígenes de aquel mítico Space Jockey que tripulaba la nave varada en el planeta LV-223 que albergaba a la criatura que daría caza a la tripulación de la nave Nostromo al acudir en respuesta a una señal de auxilio. Prometheus generó altas expectativas y no pudo cubrirlas; planteó muchas más incógnitas de las que resolvió, aunque fue una más que decorosa precuela de la saga. Ahora Alien: Covenant llega para intentar enmendar los errores y regresar a la franquicia a los terrenos del terror cósmico que caracterizó al filme original que vio la luz el último año de la década de los 70. La película nos transporta diez años después de los sucesos ocurridos en Prometheus y nos coloca en el interior de la Covenant, una nave colonizadora que se dirige al planeta Origae-6 con el fin de establecer la primera colonia humana al otro lado de la galaxia; sin embargo, un accidente obliga a despertar a la tripulación siete años antes de llegar a su destino, y mientras se llevan a cabo las reparaciones de la nave para continuar su camino, una misteriosa señal de posible origen humano llega desde un planeta que se encuentra a tan sólo unas semanas de desviación, por lo que deciden dirigirse a lo que parece una suerte de paraíso inexplorado ideal para albergar a la colonia humana. Sin embargo, lo que inicialmente se presenta como un planeta idílico se revela pronto como un mundo hostil que pondrá en peligro la misión entera. Con Alien: Covenant el ya casi octogenario cineasta recupera el espíritu de la película original; la propuesta de Scott está dedicada a acercarse más hacia el terror que a la ciencia ficción, aunque desde luego no olvida dar continuidad a la historia de la raza de los Ingenieros que nos introdujo en Prometheus. La película plantea ideas interesantes sobre la (in)existencia de un Dios como fórmula para el origen de la vida y la ultra desarrollada inteligencia artificial a través del encuentro del nue-

vo modelo sintético Walter (Michael Fassbender) con el personaje de David y el sorpresivo desarrollo de características humanas como el orgullo y la egolatría, planteando con ello la tesis del moderno Prometeo de Shelley con sus inherentes pinceladas de romanticismo gótico-necrofílico y hasta el incesto sintético. Pero lamentablemente la película se queda en eso; en ideas que no logra desarrollar a profundidad, no entrega nada que no hayamos visto antes en la saga original y además se da el lujo de olímpicamente destruir la historia de los Ingenieros en menos de cinco minutos. Se trata de una propuesta que refresca la franquicia al inyectarle una gran carga de tensión y adrenalina, pero no posee la originalidad que, aunque con sus múltiples defectos, caracterizó a cada una las secuelas a cargo de Cameron, Fincher y Jeunet. Alien: Covenant, aunque presenta a una nueva criatura –el muy inquietante «neomorfo», variación más humanoide que el monstruo original de H.R. Giger– en un ecosistema distinto y con los momentos más sanguinolentos de toda la saga, no se arriesga en la exploración de nuevos terrenos, dedicándose únicamente a la complacencia de aquellos acérrimos fans que reclamaron la ausencia de los xenomorfos en la cinta previa como una traición a la esencia de la saga. Scott ha escuchado esas voces y ha dado forma a un entretenido y por momentos escalofriante filme de terror con su tradicional puesta en escena hipersofisticada, pero ha dejado de lado el trasfondo filosófico y el desarrollo de personajes –inexplicable resulta que se haya eliminado del corte final la secuencia de la cena y que haya sido lanzada de manera virtual semanas antes de su estreno–. Aún así, la película es un eslabón lo suficientemente sólido en esta cadena de precuelas que esperemos sepa equilibrar mejor el entretenimiento con la reflexión en las futuras entregas ya confirmadas por el mismo Scott.



C

uando Light Turner (la versión estadunidense de Light Yagami) comienza a hojear la Death Note en esta adaptación de Netflix dirigida por Adam Wingard (V/H/S, Blair Witch de 2016), está sentado en detención, en un salón de clases. De repente, las luces comienzan a parpadear y todo queda a oscuras, canicas ruedan por el suelo; sintetizadores pulsan mientras todo el material de clases vuela por los aires, á la Poltergeist. Entonces, una manzana mordida emerge de las sombras: Ryuk. Ahora imagina este otro escenario: las luces no parpadean, no hay papeles revoloteando por el techo, la música se mantiene discreta y escalofriante. La manzana en el escritorio del profesor se mantiene inmóvil, una mancha roja en la penumbra que súbitamente es reducida al hueso por una boca invisible. Vemos el terror en los ojos de Light. Mucho mejor, ¿no? Bueno, ahí tienes una demostración del nivel de cineastas con el que estamos tratando en esta versión del adorado manga/anime de Tsugumi Ohba y Takeshi Obata. Te preguntarás por qué Light estaba en detención. Bien, porque esta es una americanización, y el arquetipo estudiantil de este lado del charco no es el típico aplicadito japonés sino el douchebag. Ya me lo esperaba viéndole el copete rubio a Natt Wolf en los tráilers: este Light de seguro es el tipo de muchachito blanco al que le gusta decir “n*gga” pero busca porno de negras en XVideos, ese troll que usa un emoji de rana en Twitter y sube nudes de sus compañeras a 4chan. Y, ¿saben qué? Tenía una sincera curiosidad de verlo con la libreta asesina. Una adaptación interesante no calca el material fuente sino que lo reinterpreta. Este tipo de personaje nos regalaba campo fértil para una versión americana de Death Note, una que pudo haber sido —perdónenme dioses de la muerte por usar esa palabra otra vez— hasta relevante. Ugh. Bien, el problema aquí es el tratamiento. Wingard y su equipo de guionistas de nombres impronunciables (unos tales Parlapanides y Jeremy Slater de la Fantastic Four de

2015… sí, lo sé) hacen muchos cambios, pero no saben por qué o qué hacer con ellos. Empecemos por lo básico: como prescinden de los recursos visuales que hacen la exposición en el manga y el anime (o sea, los cartelitos con las reglas de la libreta), aquí Ryuk tienta a Light cual Satanás a inocente criatura, y en vez del agente pasivo pero fascinante del manga, vemos a un aburridísimo agente activo que se sugiere como el villano y cuya única virtud es tener la voz de Willem Dafoe. Este Ryuk presiona mucho más a los personajes, y es una figura simplona del demonio tentador en lugar de una divinidad aburrida que nos usa de conejillos de indias porque le somos éticamente interesantes (ejemplo de la simplificación del tema moral en la película). También luce horrible: hubiera sido un gran personaje en Labyrinth, rodeado de títeres, pero aquí parece una botarga con lucecitas en los ojos. No tengo mucho qué decir contra el elenco en sí; son todos competentes. Incluso lo peor que puedo decir de Nat Wolff es que el pobre hizo lo que pudo. Están todos mal dirigidos: Light al principio de la película defiende a su interés romántico, Mia (Margaret Qualley de The Leftovers), de unos bullys, en una escena tan penosa que casi parece una visión a lo que hubiera sido otro reboot aún más edgy de Spider-Man si Sony no lo hubiera entregado al MCU. Lo mejor de Death Note es su L (Keith Stanfield), quien si bien hizo llorar a todos los fachos de Internet porque no parece el alfeñique ojeroso y pálido de la versión original (o mejor dicho, porque es negro), se comporta exactamente como L, al menos hasta que el guion hace que empiece a hacer estupideces. Pero hey, realmente parece el tipo de chico al que le haría bien un fidget spinner. Ahora vámonos a lo básico: ¿de quién fue la idea de convertir Death Note en una sola película? Esto era material para una serie, pero si iba a ser así de mala, entonces me quedo con lo que obtuvimos: algo que se estrena, hace algo de bulla, y luego se olvida en el gran panteón de pésimas adaptaciones live action de animes. Lo malo no es la omisión de momentos y

elementos icónicos de la original sino el cómo se perpetra la esencia. Hasta la primera hora es llevadera: como la nueva Ghost in the Shell, la ves en relativa paz, notando todo lo malo sin indignarte demasiado. Pero después de llegar hasta su punto más alto con una persecución a pie entre L y Light, todo sucumbe en uno de los clímaxes más ridículos que he visto. Es algo que tienes que ver para creer. En esta calamidad de final, la película cae en el peor denominador del young adult, convirtiendo el golpe amargo de realidad del manga a un melodrama emo que sacrifica a Mia al ritmo de “I Don't Wanna Live Without Your Love”; una muerte pobre para un personaje pobre, que hace ver a Kristen Stewart en Twilight como un ícono feminista. Y hablando de malas elecciones musicales, la película finaliza con “The Power of Love” sonando por sobre un final abierto que cree que es inteligente; el final musical más improbable desde que Michael Bay cerró Armageddon con “I Don't Wanna Miss a Thing”. Asumo que estas canciones fueron elegidas en aras de hacer un James Gunn o un Edgar Wright o un Ridley Scott (¿recuerdan las rolas disco de The Martian?) porque es lo “hip” entre los auteurs, pero como todo, tienes que incluirlas por algo. Aquí simplemente el material no se presta. Y es que Death Note no se compromete con su material, y ya no hablo solo de lo superficial sino de lo mórbido de su premisa. Para lo más que es usado el hecho tan altisonante y delicado de que un jovencito tenga el poder de acabar con la vida de las personas es para unas secuencias hechas para los que aún creen que Final Destination es cool y hacen “oooooh” cuando ven una cabeza explotar en chorros de sangre y tripas tras un efecto dominó. Es una película sobre imbéciles para imbéciles, para ese tipo de perdedores que prefieren no ver “monos chinos” y que de seguro van a conocer la historia con esta cosa. Pobres de ellos. Quizá pondría sus nombres en una Death Note. Y qué va, el tan solo escribir eso ya me hizo reflexionar más sobre mi propia moralidad que hora y cuarenta minutos de película.



E

sther Greenwood es una estudiante estrella becada, viviendo en un lujoso hotel en Nueva York, escribiendo para una revista de moda y asistiendo a eventos y fiestas regularmente. Quiere ser una poeta reconocida, y por las ingeniosas observaciones de su hábil mente vemos que se le daría bien. No es exactamente un panorama oscuro, pero ¿quién necesita una completa oscuridad cuando ya tenemos ahí a los cánones de la sociedad, oprimiendo las psiques de hasta los más afortunados? The Bell Jar es una de las novelas en clave definitivas de la literatura, la ópera prima de Sylvia Plath, quien apenas si veló sus experiencias personales al tejer esta historia —para evitar problemas, la publicó bajo un pseudónimo, Victoria Lucas—. La frase que escribió a su madre en una carta cuando comenzó a ir a la universidad nos recuerda a Esther al principio de la novela: “El mundo se abre a mis pies como una sandía madura y jugosa”. Pero pronto otros sentimientos comienzan a emerger: Esther asoma por la ventana de su habitación y ve en Nueva York un yermo grisáceo, metálico, opresivo y desolado.

Hay cierto carisma embebido en una expresión tan ominosa como la anterior. Una de las palabras más comunes que se encuentran en recomendaciones de esta novela es —adecuadamente— “depresión”, pero The Bell Jar no es una lectura cien por ciento taciturna. No provoca la lágrima fácil o cae en un simplista patetismo, pero lo que retrata puede ser —con todo y sentido del humor— quizá más retador aún: una batalla interna.

Plath escribe los líos mentales de Esther de manera tan identificable que la vida de la muchacha no tarda en volverse adictiva y, además, nos da la clave para entender la historia. Si quisiéramos buscar un antagonista, tendría que ser la misma sociedad machista y capitalista, pero a pequeña escala, la enemiga de Esther es ella misma: está dividida entre la Esther que quiere vivir en la ciudad y la Esther que quiere vivir en los suburbios con su madre, entre la Esther que quiere ser una poeta exitosa y la Esther que considera, aunque sea por un momento, que quizá tendría más paz acoplándose a los mandatos patriarcales de una sociedad a la que le basta con que sepa ser una buena esposa para dejarla vivir una “buena vida”. Tal conflicto es suficiente para derrotar a cualquiera, así esté en la más deseada de las circunstancias. En la segunda mitad, Esther vuelve a vivir con su madre, arma un plan mental para retomar y salvar sus oportunidades académicas, y decide aprovechar su respiro de aire fresco en Boston para escribir la novela que le traerá todo lo que quiere. Pero pronto se da cuenta de que no es tan fácil como parece. Las palabras cuestan trabajo para salir, las ideas no fluyen, pasa horas para obtener una cantidad ínfima de texto con el que no está satisfecha. Le falta experiencia, y toda la esperanza que había visto en ese tiempo viviendo con su madre se evapora. Comienza la caída en picada. The Bell Jar me fue recomendado por una amiga que, como yo, sufre de depresión. La situación estudiantil de Esther me resonó personalmente, y el momento en el que Sylvia explica la metáfora del título casi me hace quebrar en llanto. Habiendo dicho eso, mi capacidad de empatizar no deshace el hecho de que este es un libro con el que las mujeres se van a identificar

mucho más. De Esther se espera menos por ser mujer en básicamente todos los aspectos de la vida, tanto académico como íntimo; el chico que pretende casarse con ella, Buddy Willard, es un “buen hombre” y es “inteligente”, pero la mira con desdén en automático y de manera casi inconsciente, y su férrea masculinidad incluso lo lleva a faltarle al respeto en su cara y desprestigiar la poesía a comparación de vocaciones “reales” como la suya, la medicina. Y esto es de lo más ligero: hay un pasaje sumamente perturbador que describe un intento de violación. El motivo visual de la sangre aparece en otros momentos que podrían ser un trigger severo para algunos lectores, como sus intentos de suicidio o su catastrófica primera vez. The Bell Jar es, a todas luces, un libro feminista, pero como representación de enfermedad mental es un libro para todos, incluso para quienes no la padecen; merece ser redescubierto en una época donde la ignorante opinión popular es que la depresión es un berrinche y una cobardía ante los retos de la vida. The Bell Jar hace que reflexionemos de donde vienen, al menos, algunos de esos retos. Todo el extenuante trabajo que le costó a Plath publicar esta novela valió la pena y, así haya cometido suicidio, podemos interpretar el final abierto de la historia de Esther como una luz, aunque sea tenue y ambigua, que ilumina un camino donde las cosas podrían tomar otro curso. Este es uno de esos clásicos que se necesitan leer más que por pompa intelectual y que, a pesar del año en el que fue publicado, se mantiene fresco y moderno en prosa, fluidez y estilo aunque, por desgracia, su relevancia se deba también a que las cosas para el ciudadano, estudiante, y sobre todo mujer actual, no han cambiado mucho desde aquel entonces.



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