del cineasta francés François Truffaut tiene como protagonista a Antoine Doinel, un joven que, con tan sólo catorce años, es testigo de los conflictos maritales de sus padres cuando está en casa, mientras que en la escuela tiene que enfrentarse a las exigencias de su profesor, quien le ha impuesto un castigo ejemplar pero que no ha cumplido, por lo que decide salarse las clases con su mejor amigo René; ya deambulando por la ciudad, ve a su madre besando a otro hombre, pero el miedo y el sentimiento de culpa por causar mayores problemas al ya conflictivo matrimonio de sus padres le hacen caer en un espiral de mentiras que van mermando su ánimo, y la situación en la escuela tampoco parece mejorar. Junto con René, idea entonces un plan para escapar de casa y comenzar a vivir por su cuenta, dejando atrás todos sus problemas y con el anhelo de cumplir su sueño de conocer el mar; pero en su afán de conseguir dinero para subsistir se ve inmiscuido en asuntos criminales. Cobijado en la producción por Ignace Morgenstern –su suegro–, Truffaut filma Los 400 golpes con un crew muy limitado, con cámara al hombro, en formato de 35mm y con un desconocido protagonista: el ahora legendario Jean-Pierre Léaud, quien repitió su papel de Doinel en un corto y tres largometrajes más del cineasta en los que siguió el crecimiento del personaje. El director empleó la cinematografía de Henri Decae y la música de Jean Constantin para conseguir una elegancia formal y estética naturalista al aplicar los conocimientos heredados por los maestros del neorrealismo, además de poner en práctica las enseñanzas de André Bazin, su «padre ideológico» a quien dedica la cinta desde los créditos iniciales.
El aspecto autobiográfico caracterizó la filmografía entera de Truffaut –a excepción de su adaptación fílmica del clásico literario Fahrenheit 451, de Ray Bradbury– y Los 400 golpes es el primer capítulo de su 'diario cinematográfico'; esta piedra angular de la «nouvelle vague» es una profunda exploración autobiográfica en la que el director retrata la infancia que le fue robada y que lo obligó a convertirse en adulto demasiado pronto. Truffaut escribió el guion de su debut con base en sus recuerdos del odio a su madre, el abandono de su padre y la llegada de su padrastro, quien se casó con su madre y lo adoptó dándole su apellido cuando apenas tenía dos años de edad. El altar a Balzac de Doinel, su incursión en la criminalidad básica como el hurto, y por supuesto, su afición al cine, son solo algunos de los aspectos personales que el director retoma en este retrato de un niño que se sabe nunca deseado por
su madre y nunca amado por su padrastro, enfrentándose a su desentendimiento y al vacío afectivo. Los 400 golpes es una declaración de búsqueda de libertad que confronta la mirada adulta con la perspectiva infantil/juvenil, tomando por supuesto al tan anhelado sueño de conocer el mar como metáfora de alcanzar esa ansiada libertad, la cual se sublima con la mirada directa de Doinel a la cámara que Truffaut congela y acerca en su desenlace lleno de vida por delante, pero también de incertidumbre ante el futuro. Esta oda a la infancia que el cineasta perdió y que intenta preservar más allá de sus recuerdos en su memoria fílmica es su profundamente melancólica carta de amor a la etapa de la niñez y es poseedora de una pureza, honestidad y ternura que sigue transformando miradas a seis décadas de su concepción.
E
l director estadounidense Quentin Tarantino es uno de los pocos «auteurs» del Hollywood actual; su autenticidad y estilo lo han consagrado como uno de los cineastas más influyentes de la industria fílmica. De ahí que cada una de sus películas se espere con fervor por parte del público, y en particular por sus acérrimos seguidores. El originario de Knoxville ambienta su nueva y ambiciosa producción en la ciudad de Los Angeles en 1969. Ahí, entre los destellos de la Ciudad de los Sueños, conocemos a nuestros tres protagonistas: Rick Dalton (Leonardo DiCaprio), una frustrada estrella televisiva venida a menos que, luego de protagonizar un exitoso Western serial, no ha logrado dar el salto del mundo televisivo al de la pantalla de plata y ahora sólo participa dando vida a villanos segundones en programas con jóvenes promesas como los héroes estelares. Cliff Booth (Brad Pitt), el doble de acción de Dalton que, al igual que el actor, ha visto disminuido su trabajo, pero en cambio, no se refugia en la condescendencia o en los excesos, y continúa a las órdenes del actor como su chofer. Y Sharon Tate (Margot Robie), vecina de Dalton y glamorosa nueva esposa de Roman Polanski (Rafal Zawierucha), director polaco que, luego de su gran éxito con el cine de horror de culto Rosemery’s Baby (1968), se está abriendo camino en la industria del llamado «Nuevo Hollywood». En escena también aparecen los miembros de un culto liderado por un tal Charles Manson (Damon Herriman, actor australiano que encarna al mismo criminal en la segunda temporada del serial Mindhunter) y será la coyuntura para que las vidas de Dalton, Booth y Tate se crucen de manera inesperada. El título del nuevo filme de Tarantino guarda dos lecturas que podrían parecer diametralmente distintas pero que, en realidad, aquí se vuelven comple-
mentarias. Por un lado es una clara referencia a Once Upon a Time in the West (1968), el spaghetti western clásico del italiano Sergio Leone –con un guion firmado, ni más ni menos, que por Sergio Donati, Dario Argento y Bernardo Bertolucci– en el que una historia de venganza se entrelaza con la crónica de la ambiciosa construcción de una ruta ferroviaria y a partir de ello se realiza un análisis de los retos que supone la llegada de la «modernidad» a los agrestes y salvajes parajes norteamericanos; mientras que, por otro lado, se trata de una alusión a la frase inicial de los cuentos de hadas. Y es que, para Tarantino, Hollywood es el lugar donde todos los sueños se cumplen, es el lugar feliz de su infancia, el lugar de las estrellas; y continuando con su tradición revisionista –inaugurada con Inglourious Basterds (2009) donde los judíos obtienen su venganza en contra de los nazis, y a la que dio continuidad con Django Unchained (2012) donde los esclavos del sur estadounidense hacen lo propio con los esclavistas–, el director trastoca nuevamente la historia para elaborar un relato que, si bien sirve como una venganza figurativa, funciona a la vez como una carta de amor y un homenaje al cine hollywoodense con el que creció y a las figuras olvidadas de la industria fílmica de los años ‘50 y ‘60. La figura de Rick Dalton, pese a no estar basada particularmente en un personaje real, sí tiene ecos de Steve McQueen, quien sí logró hacerla en grande en el mundo del celuloide luego de su inicial carrera televisiva. Por su parte, el personaje de Cliff Booth sí está inspirado en una figura real, la de Hal Neddham, un veterano de guerra y doble de acción del actor Burt Reynolds que, según se decía, había asesinado impunemente a su esposa. La decadencia de estos personajes es tomada por el director para hablar del fin de una era en Hollywood, donde un
sistema de producción a cargo de los grandes estudios dio paso a otro de producciones independientes y contraculturales entre las que encontramos títulos dirigidos por cineastas propositivos como Brian De Palma, Francis Ford Coppola, Stanley Kubrick, Roman Polanski, Martin Scorsese, entre varios más. La icónica actriz Sharon Tate, a diferencia de su trágico final en el verano del 69 a manos de «La Familia Manson», es abordada aquí no desde la tragedia, sino desde la celebración de su espíritu vitalista; su presencia en pantalla no se construye a partir del estereotipo de la rubia tonta o la actriz bella pero con limitaciones histriónicas, sino desde la empatía, el intelecto, la dulzura y la inocencia. Y pese a que el arrollador carisma y la vena cómica que revelan DiCaprio y Pitt son los pilares de la cinta, la figura de Margot Robbie como Sharon Tate es esencial para el propósito del director, pues el personaje funciona como la encarnación del Hollywood idealista e inocente, de ese cuento de hadas que se cimbró con la violenta muerte de Tate, pero que ahora Tarantino tiene la oportunidad de perpetuar, aunque sea en la ficción, desde su evocador título hasta su venganza en el hilarante y excesivo clímax. Exactamente 25 años después de llevarse la Palma de Oro en el Festival de Cannes con la obra maestra Pulp Fiction (1994), el enfant terrible de Hollywood buscó repetir la hazaña con su noveno largometraje, y aunque tras su proyección recibió una extensa ovación, Once Upon a Time… in Hollywood no consiguió adueñarse de la presea. Quizá Tarantino no consiguió volver manufacturar una obra maestra que se equiparara a la cinta protagonizada por John Travolta, Samuel L. Jackson y Uma Thurman, pero definitivamente logró dar forma a su film más personal e íntimo hasta la fecha; y eso no es poca cosa.
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uando nos hospedamos en un hotel experimentamos la sensación de estar en total paz. Todo está a nuestro alcance, todo está listo y si no lo estamos puede fácilmente arreglarse con una simple llamada a recepción. Pero parece que muchas veces olvidamos que eso no se hace por arte de magia y hay alguien que trabaja duramente para que uno pueda darse el lujo de descansar. Eve es una de estas personas. Trabaja en un exclusivo hotel de la Ciudad de México como camarista; sus jornadas laborales son largas y solitarias, tendiendo camas, limpiando baños, consintiendo exigencias de los clientes día tras día. Tiene una hija a la que prácticamente no ve por lo extenso de su jornada; pero a Eve no le queda de otra, está sola y tiene que sacarla adelante. Es por eso que a pesar de ser tan introvertida, es de las mejores en su trabajo y se esfuerza para obtener un mayor un conocimiento. Desafortunadamente ese trabajo la convierte prácticamente en un fantasma solitario que deambula los pasillos del enorme hotel pasando desapercibida para todos. Mientras limpia, Eve se toma tiempo para soñar distintas vidas y con objetos que nunca tendrá mientras explora las habitaciones y los objetos que se encuentra en ellas. En este hotel, si un objeto perdido no lo reclama su dueño, el hotel se lo regala a un empleado. Entre esos objetos existe un vestido rojo, olvidado por una cliente y que prácticamente se han convertido en otra motivación para hacer bien su trabajo. La camarista es la ópera prima de la también actriz Lila Avilés y está prota-
gonizada por Gabriela Cartol, Teresa Sánchez y Agustina Quinci. Avilés se basó en una obra de teatro escrita por ella hace unos años de nombre La camarera para crear su primera película, pero después le surgió la idea de adaptarla a un hotel. Para ésto, y como trabajo de investigación, la directora se adentró al mundo de distintos hoteles para conocer el oficio y en ellos le compartieron historias que le sirvieron para enriquecer su guión. La actriz Gabriela Cartol, quien captó la atención de Lila después de verla participar en La Tirisia, aquí nos da una gran interpretación, tremendamente natural, contenida y que va a creciendo junto a la película. Tenemos también que reconocer el inigualable carisma de su compañera de reparto Teresa Sánchez y su papel de Minitoy, quien con su tremendo carisma se vuelven un gran complemento al personaje de Eve. Ellas dos tuvieron que aprender el oficio y después de varias semanas reconocen que es un trabajo bastante pesado y poco reconocido y muy mal remunerado económicamente. La camarista es una mirada voyerista a esta noble profesión donde vemos el mundo desde las perspectiva de Eve, donde los sueños se quedan como sólo eso y no pueden ir más allá de las paredes del hotel; un trabajo que otros ven como algo menor pero que no cualquiera podría hacer, que requiere de una fortaleza, paciencia y dedicación que solo hombres y mujeres con verdaderas ganas de salir adelante puede hacer de tu estancia una agradable experiencia.
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a decimo-sexta edición del Festival Internacional de Cine de Morelia inauguró su sección de largometraje de ficción viene con la nueva obra de la directora iraní Bani Khoshnoudi, quien luego de meses trabajando en su guión ambientado en la ciudad de Veracruz interseccionando el tema migrante y el drama homosexual, ha plasmado un lienzo compuesto de cicatrices, lazos y fronteras. La historia sigue a Ramin, un inmigrante que huyendo de irán por la condena hacia su homosexualidad, por azares de la travesía migrante terminó en el puerto de Veracruz cuando su objetivo era llevar a Turquía o Grecia. Trabajando en empleos eventuales junta dinero para continuar el viaje, enfrentándose a la barrera del lenguaje y al desapego con el lugar y las personas. Ramin no tiene nada ni nada en México, ni un hogar ni un amor. Pero al conocer a Guillermo, otro suspirante de las oportunidades, encuentra una motivación para franquear los obstáculos que lo han vuelto un preso de la desconexión. Melancólica y sobria, la cinta describe experiencias que fluyen y confluyen; la de Ramin y su soledad física y emocional; la de su arrendadora y su amorodio no resuelto con el exnovio; la de Guillermo y su duro transitar por las pandillas, la traición y las internas inseguridades. Todos con cicatrices, que cuentan historias pero también los definen y los guían. Los personajes se acercan y se alejan, encuentran refle-
jos en los otros y a veces complementos. Por momentos la necesidad de contacto humano es más importante que cualquier sueño terrenal, que cualquier aspiración transfronteriza; algunas fronteras son traspasables, otras inexpugnables. Aunque las circunstancias en esta historia catalizan ciertos dramas, el retrato que Khoshnoudi hace de sus personajes es totalmente humano y humanista. Sus dignidades salen a flote aun cuando esto significa restarle a la historia riesgo o desarrollos de gran calibre. Es una película contenida al servicio de llevar el relato a un punto que para la directora es suficiente pero quizá no para un público más empapado de planteamientos similares. Si el aporte a los temas es flojo, esto no afecta a otros elementos de la obra, que cuenta con una correcta realización, un bien documentado guión y excelentes actuaciones, entre las que destaca Luis Alberti que aunque no siempre convenza con su acento de cholo centromericano, se roba cada escena dotándola de energía y magnetismo. “Es una película sobre experiencia homosexual, no sobre migración”, explicó en la conferencia de prensa la realizadora del largometraje, aclarando sus prioridades en este proyecto, dejando sin embargo un testimonio más que necesario en estos tiempos, sobre la necesidad que tenemos de acercarnos, de tener más lazos y menos fronteras.
E
n el espacio profundo, Monte y la pequeña niña Willow viajan solos a bordo de una nave espacial con destino a un agujero negro. Pero padre e hija no estuvieron solos desde el inicio de la misión intergaláctica: él era parte del grupo de reos –unos condenados a muerte; otros con cadenas perpetuas– que intercambiaron cumplir sus sentencias sobre la Tierra por un galáctico viaje experimental para alcanzar el agujero negro más cercano a nuestra galaxia con el fin de capturar su poder y así proporcionarle a la humanidad una fuente de energía ilimitada; ella fue concebida artificialmente durante la misión por la obsesión de la científica al mando, Dibs. Así es como podríamos describir la premisa de la incursión en el cine de ciencia ficción de la gran cineasta Claire Denis acompañada en los estelares por un Robert Pattinson cada vez más sofisticado en sus interpretaciones, la siempre fantástica Juliette Binoche, la promisoria Mia Goth, el talentoso André Benjamin y la revelación de Jessie Ross. High Life tiene un pilar narrativo cronológicamente dislocado con constantes saltos que nos revelan los tres tiempos medulares que dan forma al relato escrito por la misma directora junto a Jean-Pol Fargeau y Geoff Cox: los primeros meses de la misión/experimento; los trágicos sucesos que acabaron con casi todos los tripulantes de la nave; y finalmente la llegada de Monte y Willow a su destino. Alejándose del recurso de la «nave generacional» recurrente en lo relatos de la ciencia ficción espacial, Denis toma a los tripulantes de esta prisión estelar para diseccionar, a través de este puñado de marginados, a toda la raza
humana a través de dos aspectos inherentes a nuestra condición: la violencia y la sexualidad. Con un sugerente diseño sonoro creado por Stuart Staples (líder de la agrupación Tindersticks), la propuesta audiovisual del filme se completa por el uso de una paleta de colores que contrastan hipnóticamente entre la frialdad del azul y la calidez del dorado, y que no es más que la inequívoca evocación de los claroscuros que conforman nuestra naturaleza. De hecho, esta dualidad queda de manifiesto desde que se decide anunciar el vitalista título de la película con una escena que muestra a un puñado de cadáveres ser expulsados de la nave con sus escafandras espaciales y envueltos en improvisados sudarios. El amor y el odio; la vida y la muerte; lo orgánico y lo mecánico; el pecado y la expiación. Todos estos binomios se ven constantemente dispuestos en pantalla, pero dicha representación alcanza su clímax cuando se expone el deseo híbrido de lo carnal y lo robótico representado por una alucinante secuencia erótica a cargo de una impresionante Juliette Binoche en clave de bruja cósmica de largo cabello –de hecho los tripulantes le apodan «Vultura»– como la científica Dibs que, en su incansable búsqueda de redención por sus crímenes, está obsesionada con la creación de vida, aunque por otro lado prohíbe los encuentros sexuales entre los tripulantes de la nave. Con High Life, la maestra francesa ha dado forma no sólo a una de las mejores películas del año, sino a una de las propuestas más auténticas de la ciencia ficción del nuevo milenio y a un relato filosófico esencial sobre la búsqueda de redención y el anhelo de trascendencia.
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as películas deportivas nos han acostumbrado a la fórmula del héroe que empieza desde cero hasta convertirse en una leyenda. Siempre abordando la perseverancia del protagonista para alcanzar sus objetivos, creando historias que puedan ser inspiradoras para la audiencia. Diamantino rompe todos los esquemas establecidos dentro del cine deportivo para contarnos una historia que no le teme a lo absurdo de su relato y a la inmensa creatividad de sus realizadores convirtiéndola en una experiencia única que solo podría ser posible gracias al cine. La cinta nos introduce a un personaje con el que inevitablemente estamos familiarizados: una superestrella del futbol portugués, que ocasionalmente modela ropa interior, con el coeficiente intelectual de un niño pequeño (cualquier parecido con cierto ex-jugador del Real Madrid es pura coincidencia). Para Diamantino, su padre y el fútbol son lo más importante de su vida. Diamantino explota su talento en la cancha gracias a las visiones de cachorritos gigantes que lo persiguen en un campo lleno de nubes, convirtiéndolo en el futbolista más impresionante del mundo. Tras un paseo en su yate personal, descubre la existencia de los migrantes y no puede quitarse la idea de su limitada mente. En el transcurso, una pareja de espías lesbianas lo investigan por ser un posible involucrado en una serie de transacciones millonarias en Panamá. Diamantino se enfrenta al reto más grande de su carrera durante la final del mundial de futbol cuando al fallar el penal que le daría el
triunfo a Portugal, su padre muere a causa de un infarto fulminante. Diamantino se convierte en la burla de toda la nación y los memes sobre su error inundan el internet. Durante su duelo, encuentra una solución que lo ayudará a superar su pérdida, y decide anunciarlo públicamente en un programa matutino muy popular: Ha decidido adoptar a un refugiado para seguir el ejemplo de su padre y ser una mejor persona. Para aprovechar su investigación, una de las espías se hace pasar por un refugiado mozambiqueño que se ganará el corazón de nuestro ingenuo protagonista. Una película que a pesar de la rareza de su relato se convierte en una experiencia muy satisfactoria por el encanto desbordable de Carloto Cotta, que interpreta de manera espectacular a Diamantino, entregando una de las actuaciones más memorables del 2018. Aunque Diamantino es un personaje para la posteridad, las verdaderas robaescenas de la película son Anabela y Margarida Moreira que interpretan a las gemelas malignas que solo se aprovechan de la fortuna de su hermano. No es una sorpresa que la cinta fuera galardonada como Mejor Película dentro de la Semana de la Crítica en Cannes, ya que es una experiencia inolvidable para el espectador y que funciona como una crowdpleaser si la audiencia se lo permite. No podemos esperar a ver cuál será la siguiente aventura de Daniel Schmidt y Gabriel Abrantes, ya que con Diamantino se ganaron toda nuestra confianza para el futuro.
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na película que desde el propio título genera grandes expectativas. Pero antes de verla, y como sugerencia, te invito a buscar en tu plataforma de Netflix, Conversaciones con asesinos: Las cintas de Ted Bundy para que puedas conocer todas las atrocidades y vivencias retorcidas de este personaje, así como el miedo que generó durante la década de los años setenta en Estados Unidos. Un detallado documental dirigido por el mismo Joe Berlinger. ¿Alguien puede ser extremadamente cruel, malvado, perverso, pero a la vez ser carismático, manipulador y seductor? La respuesta no es tan difícil de encontrar y este largometraje describe todo esto y algunas características más en Ted Bundy. Joe Berlinger te permitirá conocer la historia de este vil asesino pero desde el punto de vista femenino de Elizabeth Kloepfer (Lily Collins), quien encontró a su príncipe encantado que se convertía en una bestia desalmada y encarnaba atroces muertes cada noche. Cabe mencionar que esta cinta está basada principalmente en el libro El príncipe fantasma: mi vida con Ted Bundy que recoleta los recuerdos de Liz Kloepfer, la mujer que alguna vez fue una joven e inocente chica que quería llegar al altar vestida de blanco a lado de su querido Ted. Si eres la clase de espectador que esperaba un platillo sangriento en la cinta, lamento decepcionarte, ya que las atrocidades y delitos de Ted Bundy, están en segundo plano, el director fue muy cuidadoso en no mostrar explícitamente detalles de los crueles asesinatos durante el transcurso del filme, algo por lo que muchos espectadores consideran que la película es “abu-
rrida, inconsistente o sobrevalorada” por no estar presente ese morbo vestido de sangre que se especulaba meses atrás por parte de la audiencia, pero por otro lado nos ofrece una perspectiva distinta de una historia que sacudió a la unión americana en los 70´s. Esta película era el escenario perfecto para de la carrera de Zac Efron ya que el papel de Ted Bundy le permite demostrar que no es solamente un chico Disney sino que tiene el talento de convertirse en personajes mucho más complejos, y aunque no tuvo la oportunidad de personificar lo cruel, malvado y vil de este asesino serial, si logró envolver con su carisma las escenas en las que se encontraban los diversos medios de comunicación durante los juicios en su contra. Sé que más de una mujer se sentirá identificada con la actuación de la grandiosa Lily Collins, ya que muestra un retrato de todas las mujeres confundidas, atormentadas y cegadas por el amor hacia un hombre que no resulta ser el príncipe encantado sino tu destrucción tanto física como emocionalmente, ¿alguna vez te has enamorado tanto de un hombre que te olvidas de ti? ¿te suena familiar? Extremadamente Cruel, Malvado y Perverso, es un filme imperfectamente perfecto, ya que por un lado no logró retratar a ese Ted Bundy, perverso, violento y asesino que todos conocemos y queríamos volver a ver, sin embargo, Zac junto al director logró mostrar el lado “humano” de este monstruo con la dosis perfecta de carisma que portaba dicho Bundy. ¡Bravo Efron por romantizar la perversidad! Y tú, cómo Liz Kloepfer ¿has vestido a una bestia de príncipe encantado?
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onciliador’ parece ser el término más acertado para referirse al más reciente trabajo de Pedro Almodóvar. La vigésima primera cinta del director manchego es una obra que lo coloca nuevamente en la cumbre de su manifestación artística y en el casi unánime gusto de la crítica y público. Con Dolor y Gloria estamos frente a un sofisticado ejercicio autodeconstructivo de sanación espiritual que concilia su pasado tanto personal como artístico de su artífice, desnudándose emocionalmente con una honestidad apabullante a través de Salvador Mallo (un fascinante Antonio Banderas reconocido en Cannes como Mejor Actor por esta interpretación), el alter-ego que Almodóvar utiliza en pantalla en este pulido retrato de metaficción en el que presenta una serie de reencuentros, reconciliaciones y replanteamientos en la vida de un cineasta profundamente desencantado que atraviesa una fuerte crisis creativa potenciada por los malestares físicos –propios de haber entrado al ocaso de su vida– y los «dolores del alma» que le provocan depresión y ansiedad y que le impiden seguir filmando. En la cinta, se busca que el cineasta asista a una presentación especial de Sabor, uno de los clásicos en su filmografía, y esto sirve de pretexto para que el cineasta entre en nuevamente en contacto con el protagonista de dicho filme, el actor -y junkie- Alberto (encarnado por Asier Etxeandia) con quien ha estado enemistado por más de tres décadas desde el estreno original de la cinta. El personaje de Alberto es la híbrida encarnación de Eusebio Poncela y Carmen Maura, personalidades españolas con las que Almodóvar tuvo conocidísimos escándalos, y en el caso particular de la actriz, una también muy comentada reconciliación que fue el germen que permitió la materialización de Volver (2006), una personalísima visión del mundo femenino
en La Mancha con la propia Carmen Maura y Penélope Cruz en los roles centrales del film. Mientras tanto, en la ficción, la reconciliación de Salvador con Alberto germina en un proyecto teatral: un monólogo sobre la juventud del cineasta en la Movida Madrileña que llama la atención de Federico Delgado, un antiguo amor del director, interpretado por el guapísimo Leonardo Sbaraglia. Dolor y Gloria es una nostálgica obra sobre las implacables consecuencias del paso del tiempo y en ella sobresalen, además de los episodios referentes a su primer deseo por un hombre, aquellos que recrean la infancia del protagonista en Paterna –una localidad de Valencia– junto a sus madre Jacinta, interpretada en su juventud por una sobresaliente Penélope Cruz bajo un aura evocadora a la de las figuras maternas italianas del neorrealismo y en su vejez por la gran Julieta Serrano. Y es que no es casualidad que la figura de la gran Anna Magnani se haga presente en muchas ocasiones a lo largo del filme, pues Almodóvar acude a la estética del neorrealismo italiano con la ayuda del prodigioso lente del experimentado José Luis Alcaine, quien captura con austeridad la etapa de la infancia de un cineasta al lado de una madre abnegada en busca de prosperidad. Con esta cinta, Almodóvar se aventura más allá de los límites de su zona de confort para dar forma a su obra más inspirada en años, y aunque mantiene la esencia de su autor –por ejemplo, nuevamente el cine aparece como medio de expiación de culpas; como redentor, salvador e incondicional acompañante en la soledad– se aleja de su tradicional melodrama recargado y estridente estilo audiovisual para tomar una vereda mesurada en lo dramático y sobria en su propuesta visual, y así obsequiarnos una entrega íntima absoluta.
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ste mes os recomendamos una película del que es, en mi humilde opinión, uno de los mejores cineastas de la historia: Charles Chaplin. Y es que es difícil toparse en esto del cine con un tipo tan versátil, prolífico y acertado como el cineasta británico. Piedra angular de cada una de sus películas, Chaplin siempre solía ocupar los cargos de director, guionista, actor protagonista y compo-sitor. El resultado es una de las filmografías más personales que podemos encontrar entre todos los cineastas. Y de entre toda la extensa y maravillosa filmografía de Chaplin, hemos elegido recomendar El Circo, por ser (injustamente) una de las grandes olvidadas de la filmografía del director. Cuando alguien piensa en las mejores películas del cineasta siempre se le vienen primero a la cabeza los mismos nombres: La quimera del oro, Luces de la ciudad, Tiempos Modernos, El Gran Dictador, Candilejas, El Chico… pero rara vez piensa uno en El Circo. Y eso es precisamente lo que quiero con este artículo, revindicar a El Circo como una de las mejores de su filmografía y animaos a todos a verla. La película tiene, como no podía ser de otra manera, a Charlot como protagonista. Al archiconocido y entrañable vagabundo esta vez le han confundido con un carterista y, al huir de la policía, acaba colándose accidentalmente en un decadente circo ambulante. Los espectadores, que se encuentran muy aburridos hasta la entrada del vagabundo, empiezan a reírse y a pasárselo en grande cuando éste entra en acción intentando librarse del policía. Las carcajadas van en aumento y llaman la atención del director del circo, que decide contratar a Charlot por su graciosa torpeza. En el circo le esperarán un sinfín de situaciones hilarantes y Merna, una mujer jinete de la que se enamorará a pesar de que ella esté enamorada de Rex, un musculoso trapecista.
El Circo fue la última película enteramente muda de Chaplin y una de las últimas en las que se caracterizó como Charlot. Aunque el sonido sincrónico ya había aparecido en el cine un año antes con El cantor de jazz, Chaplin fue uno de los muchos cineastas que puso resistencia al avance del sonoro. De hecho, sus siguientes dos películas (Luces de la Ciudad y Tiempos Modernos) son también prácticamente mudas en su totalidad: la primera tiene algún efecto sonoro y la segunda toda una actuación musical, pero los diálogos se siguen representando con intertítulos. No fue hasta 1940, 13 años después de la llegada del sonoro, cuando el director se aventuró con una película totalmente sonora (aunque el humor seguía siendo el humor físico característico del cine mudo): El Gran Dictador, que consagró el fin del Chaplin mudo y, con él, su alter ego Charlot. Pero, a fin de cuentas, ¿por qué recomiendo El Circo? Solamente el hecho de que es una película de Chaplin me valdría como argumento. Un filme del cineasta británico siempre es sinónimo de una película con corazón, con alma, que te entretiene, te divierte, te hace reír… en definitiva, Chaplin es sinónimo de cine de primer nivel. En una obra de Chaplin nunca pueden faltar esos detalles que hacen del amor desinteresado una bandera, y que hacen de los sinsabores y descalabros un puente agridulce hacia la capacidad de levantarse una y otra vez de las caídas. De seguir adelante con la conciencia tranquila y el alma tal vez herida, pero no derribada. El Circo es, pues, una película ideal para disfrutar en cualquier momento. Los apenas 70 minutos de filme, son ideales para ver tanto en esos días que estás de buen humor como en esos días que crees que el mundo se te viene encima. Chaplin siempre sabrá cómo sacarte una sonrisa.
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n 1977, inspirado por Suspiria de Profundis de Thomas Quincy, el director Dario Argento dio inicio a su «Trilogía de las Madres» con el que se convertiría en el filme más reconocido de su carrera y la máxima exponente del subgénero giallo: Suspiria. Pero la obra maestra del cineasta romano nunca sobresalió por su sorpresivo argumento, sino por su potente discurso audiovisual. La vibrante colorimetría y el uso de los estridentes acordes compuestos por la banda Goblin convirtieron a la obra cumbre de Argento en un título de culto inigualable y cuyas influencias estilísticas pueden ser rastreadas hasta el día de hoy en la obra fílmica de directores como Nicolas Winding Refn –Drive, Only God Forgives y The Neon Demon–. Y como ocurre con los grandes clásicos, la sola idea de perpetrar un remake suena a crimen imperdonable; pero el ita-
liano Luca Guadagnino –uno de los cineastas más sobresalientes de la actualidad que cobró relevancia con su muy comentada Call me by your name (2017)– lleva a cabo esta reelaboración fílmica como deberían hacerse todas las nuevas versiones de los clásicos: ofreciendo una visión propia y personal del relato sin tratar de emular a la cinta original. Y es que las Suspiria de Argento y Guadagnino no podrían ser más distintas entre sí tanto en forma como en fondo; cada una recorre un sendero distinto y consiguen llegar también a destinos radicalmente diferentes. En la película setentera, la joven estadounidense Suzy Bannion (encarnada por Jessica Harper) llega a la prestigiada academia de danza Tanz en Friburgo, Alemania durante una tormentosa noche en la que ha sido asesinada una de las alumnas expulsadas de dicha institución; poco a poco un ambien-
te pesadillesco va consumiendo la institución hasta dejar al descubierto que la escuela no es más que una fachada para la operación de una hermandad de brujas regida por la perversa bruja Helena Markos. En la visión de Guadagnino es la violenta, oscura y dividida Berlín de la posguerra en 1977 –un guiño al año en que se estrenó la película original de Argento– la que funciona como el escenario al que llega Susie (ahora encarnada por Dakota Johnson), una chica proveniente de una comunidad menonita en Ohio, Estados Unidos, para incorporarse a la reconocida academia de danza al mando de Madame Blanc (Tilda Swinton), quien se encuentra en una disputa contra la enigmática rectora Helena Markos por el poder del instituto. La nueva Suspiria también posee un potente discurso audiovisual pero deja la estética expresionista de
lado y se concentra en ambientes opacos donde dominan los grises, verdes y cafés; el relato es sustraído casi de forma absoluta del género giallo y es trasladado a un sobrio drama sobrenatural de la posguerra sonorizado por las melancólicas composiciones de Thom Yorke que se alejan drásticamente de la estridencia del filme original. El guion de David Lajganich mantiene la anecdótica premisa original pero hace del contexto histórico uno de los pilares para del tratado feminista que propone Guadagnino, pues además de las varias alegorías al nazismo, la cinta aprovecha la radicalización del feminismo de la época para presentar a la danza no sólo como un medio de expresión artística de contracultura, sino también como un acto/ritual místico-erótico que permite la reconceptualización de la feminidad como una forma de lucha contra la represión.
La denuncia de la violencia de género, y sobre todo, la oposición al dominio del patriarcado adopta muchas formas en pantalla pero llama la atención la escena de las brujas 'jugando' con los genitales de los oficiales de policía que investigan la desaparición de Patricia (Chloe Grace Möretz) que sucede en los primeros minutos de la cinta y que después será investigada por su psiquiatra el Dr. Jozef Klemperer, el único rol masculino relevante dentro de la historia y que resulta de la fusión a los personajes originales del Dr. Frank Mandel (Udo Kier) y el Profesor Milius (Rudolf Schündler); al ser el único hombre con peso sustancial en la cinta con una sólida subtrama que indaga en su pasado y al ser encarnado por la misma Tilda Swinton (bajo el pseudónimo artístico de Lutz Ebersdorf), su presencia se convierte en la máxima de una serie de estrategias que el filme utiliza para ir en contra de la misoginia. Y es que Guadagnino no busca que su obra se compare con la original, sino dotarla de un significado distinto y logra que en su relato las brujas funcionen como símbolo de la búsqueda de la libertad femenina. La cinta de Argento se presentaba como un éxtasis pesadillesco y surrealista, pero la película de Guadagnino es cerebral y lúcida, aunque en su delirante acto final –completamente distinto al de la cinta original– dejará complacidos a los más acérrimos seguidores del cine gore. La nueva Suspiria se gana a pulso un lugar de culto entre lo más destacado del cine de horror que en los últimos años nos ha obsequiado joyas como The Babadook, It Follows, The Witch y Hereditary.
B
asada en la tercera novela de Anthony McCarten -publicada en 2006-, esta película estrenada en 2011 se centra en Donald, un joven de 15 años con cáncer terminal que dibuja -y vive- historias de un superhéroe inmortal (Miracle Man) a la par que trata de luchar contra su propia mortalidad. Protagonizada por Thomas Brodie Sangster y Andy Serkis, quien interpreta al psicólogo especialista en tanatología de la escuela a la que asiste Donald, la película aborda eficazmente el miedo a la muerte y otras cuestiones típicas de cualquier adolescente como el sexo y la obsesiva idea de morir siendo virgen... ok, ésta última tal vez no sea una cuestión 'típica de cualquier adolescente', pero si se sabe moribundo, el adolescente sí pensaría en eso en más de una ocasión al día ¿o no? A pesar de tocar temas ya antes mostrados en la gran pantalla, el relato funciona por el buen manejo del melodrama (sin chantajes emocionales que opten por el llanto fácil, al igual que en 50/50 de Jonathan Levine) y las excelentes actuaciones tanto del reparto central como de los actores de reparto; el trabajo en conjunto de actores poco conocidos hace que la película se sienta aún más real.
La actuación y caracterización de Thomas Brodie Sangster como el adolescente en etapa terminal hacen que sea casi imposible reconocerlo y pensar que es el mismo joven que hemos visto en Love Actually, Nanny McPhee o más recientemente, en el estupendo serial televisivo Game of Thrones. Por su parte, el trabajo de Andy Serkis resulta también sobresaliente y nos hace cuestionarnos el porqué no aparece tanto en la gran pantalla dando vida a personajes de carne y hueso y no a King Kong, Gollum o el Capitán Haddock en The Adventures of Tintin. La Muerte de un Superhéroe es un drama heroico que no descubre el hilo negro de las películas con personajes terminales, ni de quienes se refugian en la fantasía para evadir un poco la atroz realidad; es un filme que no presenta nada nuevo pero que se sostiene de las actuaciones tan honestas de todo su reparto y la hacen un material digno de ser rescatado de los anaqueles de los videoclubes a los que fue a parar tras no haber sido estrenada en cines. Recomendable para los amantes de los cómics y el cine bien ejecutado.
E
stamos en una época en la que el cine familiar se rige bajo una peligrosa idea de sobreprotección hacia los menores evitándoles temas que, según sus creadores, son demasiado duros y delicados para ser asimilados por las mentes infantiles, ofreciéndoles en cambio historias ligeras que, si bien es incuestionable su capacidad de entretenimiento y de promoción de mensajes positivos sobre la amistad, la familia, la inclusión y la persecución de los sueños, les ocultan deliberadamente muchas situaciones dolorosas que inevitablemente tendrán que enfrentar en su desarrollo como infantes y/o adolescentes. Estas edulcoradas versiones de la realidad trastocan el desarrollo de los infantes y los marcan con impedimentos emocionales y con la carencia de herramientas que les dificultan afrontar traumas inherentes a nuestro paso por la vida. En años recientes han sobresalido tres títulos que rompen un poco con estos esquemas: Un monstruo viene a verme (2016), de Juan Antonio Bayona; I Kill Giants (2017), de Anders Walter; y La vida de Calabacín (2016), de Claude Barras. Los tres filmes enfrentan a sus protagonistas, con mayor o menor grado de crudeza, a un proceso de pérdida y duelo mediante el uso de elementos clásicos del cine infantil/juvenil. Ana y Bruno, el anhelado proyecto animado del cineasta mexicano Carlos Carrera y basado en la novela Ana de Daniel Emil, se inscribe como parte de estas cintas que desafían la ideología sobreprotectora proponiendo temáticas oscuras en historias infantiles, incluyendo en esta ocasión los trastornos psiquiátricos. En la cinta, la pequeña Ana (Galia Mayer) y su madre Carmen (Marina de Tavira) son dejadas por su padre Ricardo (Damián Alcázar) en una remota clínica psiquiátrica con la promesa de regresar en unos días. En el lugar Ana conoce a un pequeño duende verde de grandes orejas (Silverio Palacios) que la guía por el psiquiátrico y le presenta a los otros extravagantes inquilinos: una elefante rosa controladora llamada Rosi (Regina Orozco); Tic (Mauricio Isaac), un personaje construido a base de piezas de relojería; una rockola; una viuda negra, un excusado, una piñata, un brazo que camina solo; un changopulpo; entre muchos más. Todos ellos son las alucinaciones de los numerosos pacientes tratados por el Dr. Méndez (Hector Bonilla), una supuesta eminencia de la psiquiatría que está convencido de que el mejor tratamiento son las inyecciones sedantes y los electroshocks; y cuando la mamá de Ana comienza a ser considerada para la aberrante terapia del médico, ésta huye con la ayuda de la pandilla de alucinaciones con el fin de encontrar a su padre para que le ayude a rescatar a su mamá antes de que sea demasiado tarde.
La película está ambientada en los años 40, y este dato es relevante no sólo porque permite contemplar una minuciosa recreación histórica de la provincia mexicana absolutamente alejada de clichés y nacionalismos forzados, sino porque nos permite a la vez contextualizar la situación de la medicina psiquiátrica radical con sus ahora muy cuestionables terapias y el entonces común abandono de los pacientes por parte de su familia. Como ejemplo podemos acudir al caso del infame hospital psiquiátrico “La Castañeda” –ubicado en el antiguo barrio de Mixcoac de la Ciudad de México– del que se conocen ahora sus condiciones de abuso y tortura a los pacientes bajo la excusa de tratamientos para combatir sus trastornos, y que llegaron a su fin en 1968 cuando el presidente Gustavo Díaz Ordaz, preocupado no por el bienestar de los pacientes sino por la imagen del país ante el inminente inicio de los Juegos Olímpicos en territorio nacional, ordenó que fuera clausurado y demolido. Y es que es aquí, en este oscuro ambiente histórico, donde la pequeña Ana emprende, con Bruno y compañía, su odisea para recuperar a su familia, encontrando la inesperada ayuda de Daniel (Daniel Carreras), un niño huérfano y ciego. Ana y Bruno ofrece por supuesto las aventuras emocionantes y personajes entrañables que son necesarias en un relato de este corte para promover lecciones de familia, amor y amistad, pero el contexto de la medicina psiquiátrica donde se desarrolla le permite al director participar no solo en el juego de la (a)normalidad tanto por medio de los pacientes en tratamiento como por medio de sus alucinaciones que tienen una identidad propia, sino también ofrecer una serie de reflexiones sobre la importancia de la memoria, sobre la muerte, la pérdida y el duelo. Y aunque su factura técnica es impecable, es más que evidente que no nos encontramos ante una propuesta de sofisticado diseño y estilo como las cintas de Pixar o DreamWorks; sin embargo, su propuesta narrativa, su imaginería, su extraordinario diseño de arte y su madurez temática la colocan al mismo nivel de cualquier cinta de estos estudios. La película expone el dominio del lenguaje cinematográfico que el cineasta ya ha demostrado a lo largo de su filmografía y sobre todo destacan los ecos de melancolía y oscuridad emocional que guarda con su cortometraje El Héroe, la sofisticada pieza de animación tradicional con la que ganó la Palma de Oro en Cannes en 1994. Ana y Bruno es un ejercicio sobresaliente especialmente porque no es condescendiente ni en lo intelectual ni en lo emocional con el público infantil y le habla de frente sobre los claroscuros de la vida; es la película que Pixar o DreamWorks jamás se atreverán a realizar.
S
i hay algo que disfruta Gaspar Noé es crear escándalo, provocar incomodidad y malestar entre los espectadores al grado que la gente abandone la salas de cine o de que no puedan despegar los ojos de la pantalla a causa de las perturbadoras imágenes que está observando. Siguiendo con esa tradición el director argentino nos presenta ahora Climax, el mejor trabajo del director desde su tan amada/odiada Irreversible. La cinta recibió el premio a mejor película en el festival de SITGES y fue la ganadora en la Quincena de Eealizadores del Festival de Cannes, por lo que se convierte en su cinta mejor recibida
por el público y la crítica, muy a pesar de su tan particular estilo tan tremendista. Climax nos remonta a la década de los 90 y al Interior de un internado ubicado en lo más profundo de un bosque donde un grupo de talentosos bailarines de danza urbana llevan ya varios días de intensos ensayos de un espectacular performance que están por presentar. Cuando llega el último día de ensayos ellos creen que la mejor manera de celebrarlo es con una fiesta llena de música electro, un dj y sangría... mucha sangría, pero no sin antes hacer su último gran baile juntos. Conforme va pasando la noche comienzan tener un com-
portamiento extraño por lo que todos llegan a la conclusión de que esa sangría contenía algo, era evidente que uno de ellos había puesto algo en la bebida y los ha drogado. Mientras a las afueras cae una terrible nevada que hace que todos queden atrapados en ese infierno que está por venir, la situación se agrava aún más a la hora de tratar de encontrar un culpable, ya que el efecto de la droga hace que afloren en cada uno de ellos diferentes comportamientos que van desde la euforia, el pánico, la lujuria y la extrema violencia. Desde lo extremadamente brutal de sus créditos iniciales percibimos que esto será algo incómodo pero imposible de dejar de ver, cómo todo lo que hace Noé, y agregándole el ya famoso “basado en hechos reales” hace que la audiencia quede aún más intrigada. Durante los primeros minutos el cineasta se da a la tarea de darnos a conocer un poco de la vida de los personajes con breves fragmentos de entrevistas a los bailarines en un viejo televisor en lo que parece ser el proceso de selección de casting previo al show que preparan; posteriormente presenciamos algunas escenas con diálogos en los que vemos a los personajes interactuar, dichas escenas para muchos parecerán diálogos banales y sin sentido pero ayudarán a conocer
un poco más de la personalidad de cada uno de los jóvenes. Y analizándolo bien, podemos darnos cuenta que la personalidad de cada uno es representada directamente en el estilo de baile urbano que ejecutan, por ejemplo el “krump” es fuerte y agresivo mientras es voguing y waacking van más hacia la feminidad. Los estilos urbanos que representan son apreciados en su máxima expresión en una electrizante secuencia espectacularmente coreografiada donde los bailarines deslumbra con su talento y que es acompañada de un estupendo soundtrack de música electrónica con artistas como Daft Punk o Aphex. Aunque a pesar que la mayoría de los integrantes del elenco no son actores sino bailarines profesionales, sus tablas sobre el escenario y gran presencia nos bastan porque al fin de cuentas tanto un bailarín como un actor son muy intérpretes que transmiten con su cuerpo distintos estados de ánimo. El único rostro conocido del reparto es la actriz argelina Sofia Boutella, a quien hemos visto últimamente en Hollywood con papeles de acción en cintas como Kingsman, Atomic Blonde y el fallido remake de The Mummy. Boutella, de quien muchos desconocíamos sus grandes habilidades para el baile, interpreta a Selva, personaje al
cual la cámara tomará a como punto referente y con quien empezará a recorrer el internado tratando de buscar no una solución, sino simplemente estar a salvo. Gaspar Noé se centra más en la locura que atraviesan los personajes que en tratar de descubrir el misterio sobre quién los drogó, y no es que los bailarines no traten de descubrir a un culpable, sino que la averiguación se basa más en su desesperación, en simples arranques y corazonadas consecuentes al estado en el que se encuentran. Actitudes no razonables disparadas por la droga y que conforme va avanzando la cinta se va agravando la situación de los protagonistas, que llega a su punto máximo de locura en un plano secuencia que nos hace adentrarnos al mismísimo infierno. Climax no es una cinta que necesita de muchas explicaciones, en realidad no hay más mucho que tratar de entender; Climax se vive y se sufre junto a sus protagonistas, se vuelve en incómoda y desagradable de ver pero a la vez no nos permite despegar la mirada de la pantalla porque la cinta te absorbe en esta terrorífica situación y te hace experimentar casi en carne propia las sensaciones que observas en pantalla, lo que la convierte en una de las grandes experiencias cinematográficas del año.
L
a familia natural ha dejado de ser una norma establecida en la sociedad y poco a poco abre paso a la diversidad. Hoy en día no todos los padres están casados, o son del mismo sexo, o comparten algún lazo sanguíneo. Las familias no tradicionales muestran que lo natural debe de ser el amor. Y aunque el ser humano va abriendo su mente, instituciones como el gobierno o la iglesia, con ideologías bastante arraigadas al pasado se resisten al cambio y se ciegan ante una humanidad que está cambiando. Este tema tan actual tarde o temprano tenía que caer en manos del realizador japonés Hirokazu Kore-eda, quien es un maestro en retratar los lazos familiares en su cine. Su nueva cinta, Shoplifters, habla precisamente de esto, de cómo se llegan a construir vínculos emocionales tan fuertes que van más allá de compartir el mismo código genético. El film se presentó en el pasado Festival de Cannes donde se hizo acreedora a la Palma de Oro. La cinta también fue seleccionada por Japón como su representante en la próxima entrega de los premios Oscar en la categoría de mejor película de habla no inglesa. En Shoplifters conoceremos la historia de Osamu, quien a pesar de tener un modesto empleo que le da lo necesario, se dedica también a robar tiendas con la ayuda de su hijo Shota. Pero ellos sólo roban cosas necesarias para su hogar, en su mayoría alimentos; al fin de cuentas no hacen gran mal, porque según Osamu las cosas que se venden aún no son de nadie. Una noche tras hurtar algunas tiendas se encuentran a una pequeña de nombre Yuri, quien aparentemente está abandonada, por lo que Osamu opta por llevarla a casa. La decisión pone a prueba a la familia entera,
sobre todo a Nobuyo, la “matriarca”, quien se muestra en contra de quedarse con la niña, pero Yuri le roba el corazón y termina por aceptar que se integre a la familia. Ella trabaja en una fábrica para ayudar a Osamu en sus gastos, pero aun así no les alcanza el dinero. Osamu y Nobuyo también reciben el apoyo de otros dos miembros de la familia: la abuela, quien recibe una misteriosa 'pensión' que los saca de apuros económicos; y su nieta, una bella joven que trabaja en unas cabinas donde satisface el voyerismo de los hombres que la visitan. A pesar de las adversidades todos ellos logran crear un núcleo familiar bastante sano y lleno de amor. Desgraciadamente un altercado accidentalmente sacará a la luz los secretos de esta familia. Con Shoplifters Kore-eda nos obsequia un drama familiar que evade a toda costa el sentimentalismo, un relato de gran sencillez en sus imágenes, pero no por eso carente de profundidad en su guion. Es increíble cómo el director puede mostrarnos en sus escenas tanta ternura desde una mirada infantil, pero a su vez la crudeza y desesperanza que nos produce la pobreza en la que viven nuestros protagonistas que, a diferencia de otras de sus cintas, se mantienen optimistas; en esta ocasión la felicidad plasmada en pantalla es devorada abruptamente por la cruel realidad, donde lo que está bien y mal ya está escrito y no hay un punto medio. Kore-eda nos enseña que lo establecido no tiene que ser precisamente lo correcto, que la familia es más una necesidad de conectarse con otros, una necesidad de amor, apoyo incondicional y armonía que una simple cuestión social.
Y
te das cuenta que todos los escaparates brillantes, todas las modelos de los catálogos, todos los colores, las ofertas, las recetas de Martha Stewart, el Día de Acción de Gracias, las películas de Julia Roberts, las montañas de comida grasienta, intentan alejarnos de la muerte. Sin conseguirlo. La gente siempre lee atentamente la etiqueta de sus productos favoritos para ver cuántos productos químicos contienen, y después suspiran resignados mientras los meten en el carrito, mientras piensan: «es malo para mí; es malo para mi familia... pero nos gusta.» Nadie piensa en la muerte en un supermercado." Una reflexión un tanto similar a ésta –propuesta por la española Isabel Coixet en Mi vida sin mí (2003), un drama existencialista inspirado en el libro Pre-
tending the Bed is a Raft de la escritora Nanci Kincaid– en la que habla de la manipulación del individuo, es la que sugiere la premisa del filme animado La Fiesta de Salchichas, la más reciente guarrada cinematográfica apadrinada por Seth Rogen quien, fungiendo además como guionista junto con Evan Goldberg, Kyle Hunter y Ariel Shaffir, juega a re-interpretar el relato orwelliano Rebelión en la granja, aunque olvidándose del fino estilo del texto firmado por el británico para, en cambio, inyectarle su característico «humor cannábico» y, ahora más que nunca, con una gran carga sexual. La Fiesta de salchichas es un ejercicio que propone un universo similar al de la saga Toy Story de Pixar, sólo que en esta ocasión son los productos de un supermercado de los Estados Uni-
dos los que «viven» en los estantes esperando con gran anhelo el momento en que los «dioses» –entiéndase «humanos»– los elijan para llevarlos al «más allá», una Tierra Prometida en la que vivirán eternamente en armonía y felicidad junto a las admiradas deidades. Sin embargo, el verdadero destino de los productos es revelado para un pequeño grupo que descubre la cruel naturaleza de esos seres todopoderosos, por lo que deberán avisar a todos los habitantes del supermercado sobre el verdadero propósito de su existencia e intentar luchar contra los planes de los dioses en la víspera del 4 de julio, fecha en que acostumbran llevarse a muchos «elegidos». Un extrañísimo pero muy eficaz maridaje entre existencialismo y porno-alimenticio (sí, leyeron bien, así de loca es la película) es lo que tándem Conrad Vernon y Greg Tiernan nos han preparado en la que se ha convertido en una de las sorpresas más inesperadas y satisfactorias del año. Y es que debajo de tanta guarrería gratuita –la mayoría cortesía de las alegorías entre salchichas (penes) y las famosas «medias noches» (vaginas) que viven esperando a que llegue el momento de «compenetrarse» en el «más allá»– está codificada una hilarante sátira político-social con un delirante humor políticamente incorrecto con el cual se permite presentar un paralelismo entre la vida en el supermercado y la vida tanto dentro de las fronteras norteamericanas, como a lo largo y ancho del globo. Así tenemos que el establecimiento es una amalgama cultural, un retablo enormemente diverso pero tam-
bién intolerante y racista –ojo a la referencia directa al nazismo y al conflicto radical entre las facciones político-religiosas entre Palestina e Israel–. Así, de manera inesperada, La Fiesta de las Salchichas abre un espacio para hablar del respeto y la tolerancia; lanza una invitación a encontrar puntos en común que nos unan y no centrarnos en lo que nos separa, a reconciliar nuestras diferencias que nos frenan no simplemente como sociedad, sino como una sola humanidad. Y como si eso fuera poco, cuando la segunda parte llega, un trasfondo teológico-existencialista se hace presente con uno de los más ácidos argumentos en contra de la existencia de Dios. La película hace patente la necesidad humana de creer en un ente superior o en la existencia de una vida más allá de la muerte; una visión miope que ha sido heredada de generación en generación por –ya demasiados– siglos y que ha servido a las religiones –no sólo la católica, hay que ser objetivos– como herramienta de manipulación del individuo para comportarse bajo ridículas, retrógradas y antinaturales normas so pena de negarles la celestial vida eterna de no acatar las órdenes. Las sentencias de la película son contundentes: todos somos iguales, ni nuestras creencias, ni nuestra raza nos hacen mejores o peores, no somos "los elegidos"; el más allá, las vidas eternas, las reemcarnaciones... son sólo invenciones teológicas. Todo lo que tenemos es el aquí y el ahora, y es fugaz. Ya dejémonos de tantas chingaderas.
¿
Una película sobre la vida de un fotógrafo? Quizá sea mejor empezar recordando el origen de esta palabra. En griego, 'photos' significa luz, y 'graphis' es escribir, dibujar. Un fotógrafo es, literalmente, alguien que dibuja con luz; alguien que escribe y reescribe el mundo con luces y sombras." Con estas palabras da inicio el último trabajo documental del prolífico cineasta alemán Wim Wenders en colaboración con el documentalista y fotoperiodista Juliano Ribeiro Salgado, hijo de la figura protagónica de La sal de la tierra (La sel de la terre, 2014), Sebastião Salgado, incansable fotógrafo brasileño que durante las últimas cuatro décadas ha viajado alrededor del mundo, recorriendo los continentes y capturando fragmentos históricos de la humanidad en su efímero pero implacable paso por este planeta. El documental inicia y termina en su natal Brasil, desde la famosa mina Sierra Pelada hasta la profundidad de la selva amazónica con la tribu de los zo'é, pero a lo largo del documental vamos acompañando a Salgado en una remembranza de su vida, tanto profesional como personal. Así nos remitimos a sus tardíos inicios en la fotografía -tras estudiar una carrera como economista obligado por su padre-, su primer encuentro con su esposa Lélia, el nacimiento de sus hijos, el cambio de significado o sentido de su labor como fotógrafo tras ser testigo de la crueldad del hombre, etc.. La Sal de la Tierra es mucho más que una mirada íntima a la figura de Salgado, porque no sólo estamos ante el itinerario personal y profesional del hombre y del artista; va más allá también de un acercamiento a la creación artística detrás del lente y del cómo la historia personal de cada fotógrafo condiciona la manera de ver el mundo -y por ende su manera de dibujarlo con luz. Gracias a las fotografías de Salgado podemos conocerlo un poco mejor, y gracias a las anécdotas y las experiencias vividas en los distintos continentes durante cuarenta años, el trabajo documental se transforma una alegórica disección de la historia de la raza
humana, expuesta sin concesiones, con todo lo que implica el ser un humano. Una comunidad nómada esquimal en el Ártico donde el horizonte desaparece, otra comunidad en Oaxaca donde el tiempo corre de manera distinta, una más en la Sierra Tarahumara donde se camina corriendo, una guerra civil en Ruanda, un campo de refugiados que huyen del genocidio y una isla remota en el Mar de Siberia, son sólo algunos de los paisajes en los que la lente monocromática de Salgado ha examinado la mutación social (los conflictos bélicos, las hambrunas, el sufrimiento de los trabajadores de minas, los éxodos en el continente negro, los campos de refugiados y los desastres naturales) y en los que la gran mayoría de las ocasiones, la belleza de las imágenes contrasta abismalmente con el dolor que en ellas se retrata; la cuidada composición se enfrenta con el sufrimiento que en la imagen se enmarca. No obstante, es también en algunos de esos paisajes donde ha capturado la belleza y el cambio de la naturaleza, porque en medio del dolor, se abre camino la esperanza a manera de hábitat restaurado que ofrece el refugio ante la barbarie humana y como un camino hacia el reencuentro de padres e hijos. La sal de la Tierra es una obra cinematográfica/antropológica de gran resonancia social, pues además de ser un homenaje en vida a la memoria del fotógrafo -así como un retrato de la complicada relación paterno-filial con su padre, y luego su propia ausencia como figura paterna en la vida de Juliano-, es también un pedazo de historia hecha cine, una reflexión sobre las injusticias sociales y un análisis del arte fotográfico como revelador testimonio tanto de la barbarie como de la generosidad humana; de la parte más oscura de nuestra condición, pero también de la parte más luminosa, un interesante juego de claroscuros humanos que nos amplía nuestra visión para intentar comprendernos mejor como sociedad y tratar de entender también nuestra historia.
E
l 'enfant terrible' del cine patrio, Carlos Reygadas, regresa con una nueva exploración de sus intereses temáticos en Nuestro Tiempo, el sexto largometraje de su carrera y en el que debuta, junto con su esposa Natalia López, como actor principal a través de una historia que intenta diseccionar las relaciones humanas desde la miope mirada de la masculinidad. El director interpreta a Juan Díaz, un poeta internacionalmente reconocido que se refugia del hastío urbano en su apacible rancho rancho ganadero de la campiña tlaxcalteca y del que está al mando su mujer Esther (López), quien luego de una década y media de matrimonio sustentado en una relación abierta con su marido, ha iniciado un romance íntimo con Phil (Phil Burgers), uno de los trabajadores del rancho. ¿Dónde se establecen los límites de la fidelidad y cuándo se traiciona y se violenta el pacto entre amantes que habían establecido guiarse por una relación abierta? Al igual que en Luz Silenciosa (2007) donde se exponía el tema del adulterio, Reygadas se dedica aquí explorar los dilemas de esta fractura en la relación y en la desconexión en la intimidad mediante una puesta en cámara que busca adentrarnos en su parti-
cular percepción de la realidad a través de simbolismos y potentes metáforas visuales que hacen uso de los animales como una extensión de las relaciones de sus personajes –ojo a la brutal escena del toro bravío– y mediante una evocadora propuesta audiovisual donde comulgan con los diálogos las postales y los sonidos de la naturaleza. Las disertaciones que propone Nuestro Tiempo van siempre abordadas desde el punto de vista del personaje protagonista como reverberación de las obsesiones personales del cineasta; de ahí que la invisibilización de la mirada femenina que se presenta en el film pueda ser considerada como una decisión deliberada que responde a la misma exposición del personaje machista e inseguro. Sin embargo, las limitaciones histriónicas de Reygadas y López, su extraña e inexplicable tendencia al melodrama a través de los diálogos, sus no pocos momentos autoindulgentes, así como su puesta en cámara que, aunque arriesgada y ambiciosa, se presenta como la más tradicional de su carrera, son elementos que merman en esta ocasión el potencial del acostumbrado cine vivencial de Reygadas.
S
invivir es la historia de Jairo (Pedro Hernández), un carpintero que esporádicamente le da asilo a su mejor amigo y compadre Hugo (Antonio López Torres), un frío médico forense que recientemente se ha separado de su mujer; sin embargo, ahora Hugo le pide que también aloje a su primo Moisés (Horacio García Rojas), un joven retraído que intentó suicidarse y no tiene familia cercana que lo cuide y se encargue de él. A regañadientes Jairo acepta hospedar a ambos en su casa, y así da inicio una peculiar sinergia en la que cada uno se ve obligado a enfrentar sus crisis personales sobre la vida y la muerte. Esta es la premisa de la ópera prima de la realizadora Anaïs Pareto Onghena, quien nos coloca en un microuniverso en el que el trío protagonista se enfrenta al sentido –o sinsentido– de la vida. Sinvivir cuenta con una intimista fotografía a cargo de María Sarasvati Herrera y es acompañada por la excelente partitura compuesta por el moreliano Axel Catalán, elementos que ayudan a la eficaz construcción de un microcosmos cubierto por un tono que sorprende por la naturalidad con la que se conjugan tragedia y comedia. Por su parte, el sólido y redondo trabajo de guion –en el que participó Francisco Santos Burgos–, así como la excepcional dirección de actores, sustentan la película que aprovecha su inicial rit-
mo aletargado para revelarnos detalladamente a sus personajes y sus situaciones emocionales, mientras se van mostrando cada vez más vulnerables y en con mayor confianza para expresar sus largamente reprimidas emociones. Y aunque la directora aseguró que no fue de manera deliberada, en la película existe un subtexto que puede leerse como una disección de la sensibilidad masculina que tan estigmatizada está en esta nuestra machista sociedad que los ha desprovisto de las herramientas necesarias para poder expresar sus emociones de manera libre y sin prejuicios. De acuerdo con su creadora, a ella le interesaba hacer “una oda a la vida”, pero sobresale que finalmente se haya decantado por un final abierto, dando así completa libertad para que las interpretaciones personales de la audiencia den a la historia el cierre con el que mejor se identifiquen, y sin imponer el final optimista que ella ya tenía planeado para la historia. De esta manera, quizá Sinvivir no sea la “oda a la vida” que originalmente se tenía planeada, pero sí una oda al apoyo de la familia y los verdaderos amigos –quienes al final de cuentas terminan siendo otros miembros de nuestra familia pero con nuestra elección como única diferencia de afiliación– en la decisión personal de seguir en este mundo o dejarse ir.