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iete años después de haber presentado su opera prima –la atípica y arriesgada comedia romántica Rezeta (2012)– en el Festival Internacional de Cine de Morelia, el director Fernando Frías de la Parra regresa a la capital michoacana para compartirnos una historia sobre dignidad y autenticidad a partir de una experiencia inmersiva del movimiento musical y contracultural denominado «Kolombia», nacido en Monterrey, Nuevo León, de donde Ulises, el adolescente de 17 años que protagoniza esta ficción, se ve obligado a huir luego de poner en peligro su vida y la de toda su ya fracturada familia al verse accidentalmente envuelto en una violenta guerra de pandillas del crimen organizado, y a refugiarse completamente solo en los Estados Unidos. Ya no estoy aquí tiene a la «cumbia rebajada» –estilo musical que ralentiza el ritmo de las cumbias tradicionales para extender así su duración a la vez que se busca que su conexión emocional sea también más duradera y profunda– como su columna vertebral, y partir de una narrativa fragmentada con saltos espacio-temporales entre el pasado de Ulises en las violentas y marginadas comunidades de Monterrey –la trama se ubica durante el sangriento sexenio de Felipe Calderón-, y el presente del adolescente sobreviviendo en las calles de Jackson Heights, en Queens, el director consigue un relato que es a la vez crudo y entrañable sobre la defensa de la identidad. El director acude a aquella época en la que los cárteles comenzaron a absorber a las pandillas juveniles hasta disolverlas por completo, para reflexionar sobre cómo la violencia también alcanza a lacerar los movimientos contraculturales y la identidad de toda una comunidad de jóvenes que necesitan
de medios y espacios para expresar su sentir sobre su realidad. El cineasta, además, se sirve de la ralentización de las cumbias como una metáfora de los anhelos juveniles de querer hacer eternos los mejores momentos de sus vidas. Y es que lo que antes brindaba a Ulises aceptación e identificación en su barrio, ahora es motivo de burlas, rechazo, discriminación y abuso al otro lado de la frontera. Tomemos como ejemplo el personaje de Lin, quien luego de parecer genuinamente interesada en Ulises como persona, finalmente se revela como una chica superficial y egoísta que utiliza a Ulises sólo como un vehículo para dar autenticidad a su imagen y poder pertenecer a un grupo de adolescentes ‘cool’ que, de otra manera, nunca la hubieran aceptado en su ‘selecto’ grupo social. Porque en un país donde los jóvenes son dejados de lado, a éstos les quedan pocas opciones: o ven cómo su ciudad se convierte en tierra de nadie y terminan por trabajar directa o indirectamente para el crimen organizado, o abandonan su hogar para escapar de la violencia e intentan adaptarse y subordinarse a una sociedad que les exige eliminar hasta el menor rastro de su verdadera identidad. De esta manera, Ya no estoy aquí supone un lamento que entabla diálogo con Esto no es Berlín –también en competencia en el 17° Festival Internacional de Cine de Morelia– donde un adolescente melancólicamente confiesa “ya no sé qué somos”. Ambas propuestas, desde sus respectivas trincheras, y sus propios recursos –por ejemplo aquí destaca la sobresaliente labor histriónica de Juan Daniel García Treviño “Derek”–, apuntan a la importancia de la fidelidad a uno mismo.
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ristemente, en nuestro país aproximadamente el 70% de las mujeres encarceladas están ahí por razones involucradas por su pareja, y nuestra sociedad que aún es bastante machista, parece ser más dura con ellas que con el hombre, la sociedad las juzga el doble. Alma es una mujer albina que acaba de salir de la cárcel pero que está dispuesta a retomar su vida, desafortunadamente la sociedad es muy dura con ella y le niega la oportunidad de trabajar por sus antecedentes penales. Ella trabajaba en una farmacia y robaba medicamentos para revenderlos, aunque básicamente lo hizo para ayudar a su pareja y padre de su hija, al ser descubierta la dejó abandonada a su suerte. Un día, cuando regresa a visitar a una antigua amiga de la farmacia, conoce a don Clemente, un solitario hombre hipocondríaco que queda admirado por la chica, por su aspecto físico, por su apariencia alvina. Le recuerda a la apariencia de su ángel protector. El hombre contacta a Alma para que sea su enfermera, ya que ella tiene experiencia para ello, tanto por su trabajo en la farmacia como por lo aprendido en prisión. Es así como estos dos seres solitarios crean un hermoso vínculo donde se apoyarán mutuamente, don Clemente se sentirá más acompañado y apoyará a Alma en la búsqueda de su hija, la cual desapareció con su ex pareja durante su reclusión. Asfixia está dirigida por Kenya Márquez y cuenta con las actuaciones
de Johana Fragoso, Azul Magaña Muñiz, Mónica del Carmen, Enrique Arreola y Raúl Briones. La directora estuvo años tratando de conseguir una verdadera mujer albina para el papel de su protagonista, hasta dar con Johanna, quien es psicóloga de profesión y a quien su carrera le ayudó a la hora de construir el personaje. El elenco compuesto por actores experimentados y novatos se tuvo que adaptar a trabajar de manera conjunta pero al final el ensamble actoral es de los puntos más rescatables de la película. Asfixia inicialmente se enfoca en relación entre Alma y don Clemente, y en un principio parecía que sería algo más importante en la historia; sin embargo ese lazo tan fuerte entre los dos apenas queda planteado y no logra a cabalidad reflejarse en pantalla a causa de darle más tiempo a la búsqueda de la niña. Y es que en realidad a este aspecto no era tan necesario darle tanto tiempo en pantalla y hubiera sido más interesante ver cómo se graba este vínculo entre estos dos seres solitarios que extender el tiempo que se toman para la búsqueda de la hija y que, siendo sinceros, las respuestas estaban muy al alcance de la protagonista. La directora se esforzó en verdad en hacer de su cinta un documento de denuncia pero pudo haber sacado provecho a ambas situaciones por igual y seguramente el filme hubiera tenido un resultado más satisfactorio.
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n su cuarto largometraje de ficción, el director Hari Sama recurre a sus propias experiencias de juventud para elaborar un relato sobre la construcción de la identidad con la movida underground mexicana durante la década de los 80 como telón de fondo. El adolescente protagonista, Carlos (Xabiani Ponce de León), funciona como el alter ego del cineasta y lo seguimos en su exploración fuera de su burbuja de conservadurismo de clase media y familia fracturada por un divorcio en Lomas Verdes para encontrarse, en el clandestino Aztec, con algo que para él resulta como una realidad alterna, una de revolución musical post punk, experimentación con sustancias, liberación sexual, expresión radical artística y lucha contracultural; además atestiguamos cómo se pone a prueba su relación con su mejor amigo Gera (José Antonio Toledano). En Esto no es Berlín, Sama explora la etapa en la que se hace consciente de que sólo uno mismo tiene el derecho y la capacidad de autodefinirse por completo… o de no hacerlo para nada. Y es que si bien deja claro que la identidad se encuentra en perpetua construcción, es en la adolescencia donde se va definiendo nuestro carácter y personalidad que será casi inalterable a través del tiempo. Y es aquí donde es pertinente el auto regalo que se ha-
ce Hari Sama a través de Esteban, el personaje del tío de Carlos que es interpretado por el mismo director; se trata de una entrañable presencia que responde al anhelo del cineasta por no haber contado con una figura paterna similar durante su etapa de formación personal. “No eres tus padres. No estás destinado a convertirte en ellos” son las consignas que se lanzan en un performance que encuentra eco y entabla diálogo con rebeldes propuestas como el de la cinta Leto (2018), de Kirill Serebrennikov. Melancolía y psicodelia delinean este filme de rabiosa y hormonal atmósfera que traza el viaje iniciático en el que Carlos es seducido y deslumbrado por la revelación de libertad sobre la construcción y deconstrucción de su persona a través del arte, a la vez que nos permite echar vistazos a la situación social de un país alienado con la fiesta futbolera del Mundial mientras aún respira por las heridas del mortal sismo de 1985. Aunque sin ofrecer nada realmente novedoso, Esto no es Berlín es una vibrante historia coming of age que destaca por su honestidad, autenticidad y capacidad evocadora de esa etapa de autodescubrimiento, de búsqueda de pertenencia y de necesidad de validación que representa la adolescencia.
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osé María Yazpik incursiona en la dirección para responder a sus inquietudes sobre las consecuencias de las decisiones que tomamos en nuestra vida. “¿Qué habría pasado si me hubiera quedado en San Ignacio?” es la pregunta que el reconocido actor confesó que ronda constantemente en su mente. Como una suerte de catarsis y auto exorcismo de sus obsesiones, toma a su pueblo natal como escenario de su opera prima, Polvo, e interpreta al protagonista del relato, ‘el Chato’, un hombre que, luego de una década de haber dejado atrás su idílico pueblo para probar suerte como actor en Hollywood, se ve obligado a regresar con una misión muy particular y que nada tiene que ver con la industria fílmica. La supuesta inquietud artística de ‘el Chato’ se revela como un pretexto para dejar atrás el hastío de ese pueblo donde no pasa nada y parecía no ofrecerle ningún futuro; ahora trabaja para uno de los carteles de la mafia de Tijuana y es encomendado a recuperar un cargamento de cocaína cuyos paquetes quedaron regados por todo San Ignacio cuando la avioneta que los transportaba sufrió una falla mecánica y terminó por estrellarse en las cercanías del pueblo. Bajo la amenaza de acabar con todos los habitantes de San Ignacio si no consigue recuperar el cargamento, ‘el Chato’ regresa y se reencuentra con su pasado y con la oportunidad de recuperar su vida pasada con el amor de su vida (Mariana Treviño) Inspirado por un hecho similar acontecido en Colombia, Yazpik utiliza un tono de comedia dramática como vehículo para reflexionar a partir del tópico
del ‘paraíso perdido’ –caracterizado por la nostalgia por la juventud y los tiempos y lugares mejores–, y decide ambientar su debut como cineasta en 1982 para que el aislamiento del pueblo tenga una mayor verosimilitud y pueda funcionar la ingenuidad de los habitantes del pueblo que se creen sin problema alguno el cuento de que el contenido de los paquetes es un compuesto químico que una importante compañía farmacéutica está intentando recuperar para la elaboración de un medicamento para la cura de la cirrosis. Yazpik toma la sabia decisión de no elaborar un relato violento y que gire en torno al narcotráfico y el crimen organizado, y busca por el contrario que lo que prime sea el viaje de un hombre roto y el reencuentro con su pasado. Aunque se trata de un guion sencillo que no toma riesgos formales y se apega a la narrativa más convencional que se resguarda en la seguridad que ofrece la comedia ligera, hay que reconocerle su atrevimiento al ofrecer una resolución que no busca complacer al público ávido de finales felices, pues el destino con el que marca a los personajes principales resulta agridulce y, quizá para muchos en el gran público, pueda parecerles muy poco justo. Polvo destaca por evadir las violentas narraciones de narcos que saturan las pantallas y por su honestidad a la hora de abordar un tema personal para el director a través de un héroe roto que habita un México que ya no existe y que, a diferencia de los relatos más comunes, no siempre gana.
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a guerra contra el narco ya no existe más, pues los cárteles han ganado, ellos lo controlan y lo dominan todo. Las alarmantes cifras de feminicidios y de trata de blancas han provocado el dramático descenso en la tasa de natalidad de este México atemporal. En este entorno hostil, una niña debe ocultar su género bajo una máscara, un casco de béisbol y ropa holgada, para intentar sobrevivir día tras día con un drogadicto padre atormentado por la muerte de su mujer y temeroso por el peligro constante de que se descubra el verdadero género de su hija menor y le sea arrebatada para siempre como sucedió con Sawyer, su hija mayor a la que ya raptaron los miembros del narco. Padre e hija se encargan de cuidar un campo de béisbol abandonado que es ocupado esporádicamente por un grupo de traficantes de drogas, para quienes él también toca la trompeta en un improvisado conjunto musical que entretiene a los miembros del cártel que domina el territorio. Así es la premisa de Cómprame un revólver, el séptimo largometraje del cineasta Julio Hernández Cordón, autor también del guion que nació de su terrible miedo ante las oportunidades de vida que les ofrece a sus hijas, Matilda y Fabiana, un país feminicida y misógino como México. Y aunque se trata de un relato ubicado en un incierto futuro distópico, en realidad no está para nada alejado de la cotidianidad que se vive en no pocas comunidades de México en donde absolutamente todo está controlado por el crimen organizado, como ya lo han explorado también otros sobresalientes ejercicios fílmicos nacionales como La Libertad del Diablo de Everardo González y El Guardián de la Memoria de Marcela Arteaga. Sin apologías de la violencia ni pretendiendo convertir a los criminales en antihéroes, como lo hacen el común de las producciones televisivas que hablan del tema, el director habla del narco pero desde una perspectiva distinta, como ya lo había hecho en las también excelentes cintas Te Prometo Anarquía (2015) y en Las marimbas del infierno (2010). En esta ocasión, sin dejar de lado la crudeza del relato, éste pasa por el filtro de la imaginación de la pequeña Huck y su diaria lucha por la supervivencia y así se gesta un filme
que coquetea por momentos con el género de la fantasía oscura, explorado en la cinematografía nacional por la cineasta Issa López en la sobresaliente cinta “Vuelven”, donde también se abordaba el cómo la violencia golpeaba a la población más vulnerable del país: los niños. Julio Hernández Cordón se ha convertido en uno de los cineastas más auténticos de la cinematografía nacional, reconocido por reinventarse como director al explora temáticas y arriesgarse con el lenguaje cinematográfico en cada una de sus producciones. Y en este su séptimo largometraje, el director no teme a los ecos temáticos de su historia que nos remiten a Los Hijos del Hombre o The Handmaid's Tale donde la tasa de natalidad ha descendido dramáticamente, sino que los toma y los hace propios bajo el entorno del México violento pero con reminiscencias visuales de sagas como Mad Max, particularmente de su más reciente entrega, Furia en el Camino, donde mujeres y esclavos se sublevan contra el tiránico Immortan Joe. Y hablando de villanos, destaca aquí la figura antagónica de la historia, es una representación radicalmente opuesta a la que se tiene en el imaginario colectivo de lo que es ser un jefe de la mafia. La concepción que llevó a cabo el director para este capo y para el ambiente en general en el que se desenvuelve, se aleja de las fórmulas probadas en la cinematografía, y se toma un gran riesgo al presentar a un personaje andrógino, tan violento y sensible a la vez, como el responsable de la violencia que trastoca la vida de la pequeña Huck. Comprendiendo la importancia y necesidad de hablar de la realidad social y hacerlo desde distintos enfoques, Julio Hernández Cordón nos entrega una nueva pieza cinematográfica sobresaliente que juega con su propuesta visual y con el formidable uso de recursos sonoros, para conseguir sumergirnos en este ambiente de perpetua hostilidad y peligro, pero en el que también siempre está presente un halo de esperanza que nos remite a los personajes de Mark Twain, Huckleberry Finn y Tom Sawyer.
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ocas obras cinematográficas han tratado los hechos del 2 de octubre de 1968 con significativo valor. La revisión, el análisis o la crítica, han quedado a la espera ante tratamientos limitados a la observación y a la visibilización. Olimpia, la cinta que conmemora el medio siglo de la negra fecha y del movimiento que la precedió, no viene a cambiar esta situación, sin embargo, es la propia manufactura del documento la que podría hacer de aquel espíritu revolucionario un valor aun presente. En su quinto largometraje, el director José Manuel Cravioto ofrece bajo la técnica de rotoscopía, una renovación del mítico documental El Grito, que narró de primera mano mediante fotos y secuencias —algunas filmadas de manera oculta—, los movimientos estudiantiles ocurridos durante los días y meses previos a la infame matanza del 2 de octubre, al igual que sucesos más emblemáticos como la entrada del ejército a la UNAM y los propios momentos de la emboscada a los estudiantes en la plaza de las tres culturas. La trama involucra una mezcla de las mismas imágenes y secuencias del documental, con subtramas dramatizadas. Se trata de un trabajo que da color a un metraje histórico, inyecta ficción a la realidad, y reúne el trabajo de 100 alumnos de la Universidad Nacional Autónoma de México para dar memoria, rostro y humanidad a aquellos jóvenes que arriesgaron su vida para hacer todo esto posible. La técnica, que consiste en recrear pictóricamente cada fotograma filmado, generando finalmente un producto de animación basado en acción real, obedece principalmente a cuestiones de economía, según las propias palabras de Cravioto. El estilo remite a otros ejercicios como Vals Im Bashir (Vals con Bashir, inspiración para este filme, según el director), Waking life o Loving Vincent (Cartas de Van Gogh). Pero mientras que en la película de Ari Folman hay un lúgubre efecto estético alrededor de la guerra y la memoria bélica; mientras que en la de Linklater hay un intento por transferir el universo onírico a la pantalla, y en el de Dorota Kobiela un homenaje que hace a las
pinturas evolucionar de la estática al movimiento, en Olimpia —por el factor político que inevitablemente cubre todo recuento del 2 de Octubre— hay un efecto que acerca y a la vez aliena de la historia. Esto, que quizá no ocurre de manera intencional, se da gracias al traslado de las actuaciones al plano del dibujo, donde sus rostros pierden mucha de su expresión, obstaculizando la empatía hasta cierto punto. Su impacto puede ligarse al espíritu brechtiano de alejar intencionalmente al espectador con el fin de que rechace la inmersión en la historia, y recuerde la naturaleza ficticia de la obra, para así reflexionar sobre lo que aquello analiza y transmite. Alejar para atraer; excluir para provocar. Y es que las historias narradas en Olimpia no encierran gran imaginación; si bien se dicen inspiradas en hechos reales, como el joven encerrado bajo llave en casa por su padre para prohibirle asistir a las manifestaciones, o la chica que permanece por días dentro de la universidad, se trata de una sencilla suposición de lo que posiblemente pudieron ser las vidas tras todas esas caras en las fotos, y todos esos cuerpos que se ven correr, marchar, gritar consignas y postrarse bajo el yugo de las armas que los militares apuntan a sus nucas. La idea, si bien respetuosa y entrañable, mantiene ese defecto sintomático de las producciones mexicanas, que no logran construir diálogos auténticos o guiones que despeguen de lo básico. Se puede decir, claro, que el melodrama en una historia de contenido eminentemente político puede quedar en segundo plano, sin embargo, explorar el fundamento humano en el espíritu estudiantil mexicano de los 60s, es probablemente lo más importante que podemos rescatar de un suceso del que ya se ha lucrado bastante en términos de sensibilidad hacia la tragedia, indignación hacia la injusticia y dolor hacia las muertes. Puede parecer insensible, pero a 50 años, la idea de “dar nombre y rostro” puede resultar poco relevante si no viene acompañado de una profunda visión sobre lo que ello implica para efectos de escribir la historia moderna de un
país, que es lo que nos interesa hoy en día. Algo que suele olvidarse alrededor del movimiento del ’68, es que había una causa principal, no la única, pero sí la generadora de todo el impulso: libertad de expresión, no represión, autonomía. Principios muy básicos que hoy damos por sentado al grado de que para encontrar interesante una historia como la de aquella fatídica fecha, necesitamos reunir todo el complejo universo de ideologías, organizaciones, intereses y demás elementos que jugaron parte, para luego formarnos una imagen tan encumbrada y mítica del tema, que parece que intentar simplificarla es un pecado. Ciertamente hay muchas historias que contar, mucho jugo para el drama, el thriller, incluso el romance y la sátira política, pero el hecho de que se esquive el tratamiento más elemental de este asunto puede revelar que para nuestro tiempo, el ’68 necesita una interpretación que nos permita identificarnos. Es aquí donde la película de Cravioto puede encontrar su lugar. Una obra como Olimpia solo pudo ser gracias a un enorme ejercicio de colaboración. Los estudiantes de la Facultad de Artes y Diseño trabajaron durante 8 meses para pintar cada cuadro. Unidos y con un objetivo común, revivieron aquel material que costó sangre. Una hazaña que adquiere trascendencia en tiempos en que la sociedad parece más dividida, y en ciertos aspectos, retrocediendo. Vale la pena mirar Olimpia pensando en que aquellos jóvenes defendieron una causa con la unión y la comunicación como principal estrategia; con la inteligencia y la audacia como principal herramienta. Algo valioso nos podría inspirar en momentos en que los jóvenes, y particularmente “el pueblo” se ubica en el centro de los debates y se ostenta como el controlador de su gobierno y de su destino, lejos de los tiempos de Díaz Ordaz. ¿Qué tanto tenemos el control hoy en día? No puedo responder a eso, pero tener ciertas memorias y principios como referencia, no nos viene mal.
C
onciliador’ parece ser el término más acertado para referirse al más reciente trabajo de Pedro Almodóvar. La vigésima primera cinta del director manchego es una obra que lo coloca nuevamente en la cumbre de su manifestación artística y en el casi unánime gusto de la crítica y público. Con Dolor y Gloria estamos frente a un sofisticado ejercicio autodeconstructivo de sanación espiritual que concilia su pasado tanto personal como artístico de su artífice, desnudándose emocionalmente con una honestidad apabullante a través de Salvador Mallo (un fascinante Antonio Banderas reconocido en Cannes como Mejor Actor por esta interpretación), el alter-ego que Almodóvar utiliza en pantalla en este pulido retrato de metaficción en el que presenta una serie de reencuentros, reconciliaciones y replanteamientos en la vida de un cineasta profundamente desencantado que atraviesa una fuerte crisis creativa potenciada por los malestares físicos –propios de haber entrado al ocaso de su vida– y los «dolores del alma» que le provocan depresión y ansiedad y que le impiden seguir filmando. En la cinta, se busca que el cineasta asista a una presentación especial de Sabor, uno de los clásicos en su filmografía, y esto sirve de pretexto para
que el cineasta entre en nuevamente en contacto con el protagonista de dicho filme, el actor -y junkie- Alberto (encarnado por Asier Etxeandia) con quien ha estado enemistado por más de tres décadas desde el estreno original de la cinta. El personaje de Alberto es la híbrida encarnación de Eusebio Poncela y Carmen Maura, personalidades españolas con las que Almodóvar tuvo conocidísimos escándalos, y en el caso particular de la actriz, una también muy comentada reconciliación que fue el germen que permitió la materialización de Volver (2006), una personalísima visión del mundo femenino en La Mancha con la propia Carmen Maura y Penélope Cruz en los roles centrales del film. Mientras tanto, en la ficción, la reconciliación de Salvador con Alberto germina en un proyecto teatral: un monólogo sobre la juventud del cineasta en la Movida Madrileña que llama la atención de Federico Delgado, un antiguo amor del director, interpretado por el guapísimo Leonardo Sbaraglia. Dolor y Gloria es una nostálgica obra sobre las implacables consecuencias del paso del tiempo y en ella sobresalen, además de los episodios referentes a su primer deseo por un hombre, aquellos que recrean la infancia del protagonista en Paterna –una localidad
de Valencia– junto a sus madre Jacinta, interpretada en su juventud por una sobresaliente Penélope Cruz bajo un aura evocadora a la de las figuras maternas italianas del neorrealismo y en su vejez por la gran Julieta Serrano. Y es que no es casualidad que la figura de la gran Anna Magnani se haga presente en muchas ocasiones a lo largo del filme, pues Almodóvar acude a la estética del neorrealismo italiano con la ayuda del prodigioso lente del experimentado José Luis Alcaine, quien captura con austeridad la etapa de la infancia de un cineasta al lado de una madre abnegada en busca de prosperidad. Con esta cinta, Almodóvar se aventura más allá de los límites de su zona de confort para dar forma a su obra más inspirada en años, y aunque mantiene la esencia de su autor –por ejemplo, nuevamente el cine aparece como medio de expiación de culpas; como redentor, salvador e incondicional acompañante en la soledad– se aleja de su tradicional melodrama recargado y estridente estilo audiovisual para tomar una vereda mesurada en lo dramático y sobria en su propuesta visual, y así obsequiarnos una entrega íntima absoluta.
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a decimo-sexta edición del Festival Internacional de Cine de Morelia inauguró su sección de largometraje de ficción viene con la nueva obra de la directora iraní Bani Khoshnoudi, quien luego de meses trabajando en su guión ambientado en la ciudad de Veracruz interseccionando el tema migrante y el drama homosexual, ha plasmado un lienzo compuesto de cicatrices, lazos y fronteras. La historia sigue a Ramin, un inmigrante que huyendo de irán por la condena hacia su homosexualidad, por azares de la travesía migrante terminó en el puerto de Veracruz cuando su objetivo era llevar a Turquía o Grecia. Trabajando en empleos eventuales junta dinero para continuar el viaje, enfrentándose a la barrera del lenguaje y al desapego con el lugar y las personas. Ramin no tiene nada ni nada en México, ni un hogar ni un amor. Pero al conocer a Guillermo, otro suspirante de las oportunidades, encuentra una motivación para franquear los obstáculos que lo han vuelto un preso de la desconexión. Melancólica y sobria, la cinta describe experiencias que fluyen y confluyen; la de Ramin y su soledad física y emocional; la de su arrendadora y su amorodio no resuelto con el exnovio; la de Guillermo y su duro transitar por las pandillas, la traición y las internas inseguridades. Todos con cicatrices, que cuentan historias pero también los definen y los guían. Los personajes se acercan y se alejan, encuentran refle-
jos en los otros y a veces complementos. Por momentos la necesidad de contacto humano es más importante que cualquier sueño terrenal, que cualquier aspiración transfronteriza; algunas fronteras son traspasables, otras inexpugnables. Aunque las circunstancias en esta historia catalizan ciertos dramas, el retrato que Khoshnoudi hace de sus personajes es totalmente humano y humanista. Sus dignidades salen a flote aun cuando esto significa restarle a la historia riesgo o desarrollos de gran calibre. Es una película contenida al servicio de llevar el relato a un punto que para la directora es suficiente pero quizá no para un público más empapado de planteamientos similares. Si el aporte a los temas es flojo, esto no afecta a otros elementos de la obra, que cuenta con una correcta realización, un bien documentado guión y excelentes actuaciones, entre las que destaca Luis Alberti que aunque no siempre convenza con su acento de cholo centromericano, se roba cada escena dotándola de energía y magnetismo. “Es una película sobre experiencia homosexual, no sobre migración”, explicó en la conferencia de prensa la realizadora del largometraje, aclarando sus prioridades en este proyecto, dejando sin embargo un testimonio más que necesario en estos tiempos, sobre la necesidad que tenemos de acercarnos, de tener más lazos y menos fronteras.
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n su tercer largometraje, el director mexicano Marcelino Islas Hernández se reúne con la actriz Verónica Langer tras haber trabajado en su película anterior, La Caridad (2016), un sobrio drama marital sobre la soledad en la pareja central del relato y donde la previa fractura emocional entre los protagonistas se agrava luego de que su vida es trastocada por la partida del hogar de su hijo y por un terrible accidente automovilístico. Ahora, en Clases de Historia, el director vuelve a hacerse cargo del guión y escribe el personaje protagónico especialmente para que sea interpretado por la experimentada actriz, quien aquí se transforma en una maestra de Historia con la que comparte nombre y cuya vida marital y familiar recuerda a la de su papel en el filme anterior. La relación que la profesora mantiene con su esposo e hijos, es distante, fría, y apenas desea tocar el tema del cáncer que padece desde hace tiempo, que le fue detectado tardíamente y que posiblemente terminará con su vida muy pronto. Entre la apatía y el cuestionarse si someterse a un tratamiento con quimioterapia que le ofrece muy pocas esperanzas de vida, Verónica conoce a Eva (encarnada por Renata Vaca), una alumna de nuevo ingreso con quien desde el primer día en su clase tiene
varios roces en el salón por su mala actitud y conducta. Pero de manera inesperada, la profesora es despedida por la directiva escolar que no quiere tener problemas si, debido a su enfermedad, le ocurriera algo en las instalaciones de la escuela. Eva entonces consigue la dirección de la profesora y acude a su casa para pedirle un favor y solucionar un embarazo no deseado; entre ellas comienza a gestarse así una inicialmente insospechada relación de amistad que irá evolucionando y las unirá íntimamente. Clases de Historia es una película honesta, un retrato de la clase media mexicana en el que, al igual que en sus dos filmes previos, el cineasta destaca por su empatía con la mirada y la experiencia femenina, y a través de ella explora sus inquietudes temáticas como la soledad, la monotonía y la reconfiguración que se debe hacer en la vida cuando nos enfrentamos a un evento trágico inesperado que nos trastoca profundamente. Sin embargo, en esta cinta hay una diferencia sustancial y contundente que la separa del resto de su obra. Y es que tanto Martha como Angélica, las protagonistas de sus filmes previos, eran mujeres que de cierta forma aceptaban sus destinos, pero aquí sobresale un discurso que en cierto sentido, es más optimista, luminoso y
vitalista, aunque no por ello resulta evasivo, escapista o menos doloroso. En las tres películas, el punto de partida es la soledad y la monotonía, pero el trayecto lleva a Verónica hacia un destino muy distinto. Y por supuesto para ello Eva resulta esencial, se trata de una chica que poco a poco consigue derribar la aparentemente infranqueable barrera emocional de Verónica. Su relación afectiva comienza a estrecharse, y con ello, sus respectivas carencias afectivas van encontrando sustitutos a le vez que la una a la otra se van revelando nuevas formas de ver y experimentar al máximo tanto la vida como la muerte. Profesora y alumna, se van apoyando mutuamente, se van dando fuerzas con su compañía, hasta generar en Verónica un renacer de su deseo íntimo, de estar con alguien más para sentirse viva por última vez, para volver a vivir en su camino hacia la muerte. Y es a través de la fotografía, el diseño sonoro, la selección musical y la estupenda labor histriónica de sus dos protagonistas, que el director consigue capturar y transmitir a cabalidad la decisión de Verónica de vivir de ahora en adelante bajo sus reglas y recorrer su marcado camino hacia la inevitable muerte pero bajo sus propios términos.
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uego de varios cortometrajes, y bajo el cobijo de Michel Franco como productor, David Zonana debuta en los largometrajes con Mano de Obra, una pieza fílmica muy particular que destaca por la manera inesperada de transformar su historia y a su personaje central: Francisco (Luis Alberti), un albañil que pierde a su hermano tras una mortal caída mientras ambos trabajaban en una lujosa construcción en una acomodada zona de la Ciudad de México, y los encargados de la construcción se niegan a pagarle a su viuda embarazada una pensión por accidente laboral. Francisco comienza a presionar para que su cuñada reciba la compensación económica que le corresponde. Así podríamos describir la premisa de Mano de Obra, pero cuando parece que la cinta seguirá un rumbo de crítica y justicia social, ésta da un giro sorpresivo y se transforma en un sugerente thriller donde las líneas éticas y morales del protagonista se van desdibujando. Francisco, que con sus manos construye las más sofisticadas casas, debe transportarse hasta una colonia marginal y una vivienda que, literalmente, se está cayendo a pedazos, decide no tolerar más su situación de desigualdad e injusticias, por lo que decide brincarse la barda de la obra durante las noches y habitarla durante las
noches. En uno de los tantos giros que toma la trama, a Francisco se le presenta una oportunidad única que no piensa desaprovechar. El halo de pesimismo que comúnmente envuelve cine de Michel Franco está presente también en Mano de Obra, sin embargo, afortunadamente aquí está ausente ese discurso aleccionador que, también comúnmente, caracteriza a su cine, y por el contrario, el debutante David Zonana consigue un relato amoral y un ejercicio que resulta sólido en todos los sentidos, desde la excelente dirección de actores –donde destaca un inmenso Luis Alberti que fue merecidamente reconocido en el Festival Internacional de Cine de Morelia con el premio a mejor actor y las interpretaciones convincentes del resto de los actores no profesionales– hasta su audaz forma de transformar un relato inicialmente presentado comp un justiciero drama social urbano en una calculada metáfora de la sociedad anclada en los códigos del thriller. La opera prima de David Zonana entabla un diálogos con obras como Los Albañiles (1976), del maestro Jorge Fons, y La Zona (2007), de Rodrigo Plá; y es que se trata de un notable ejercicio cinematográfico sobre la lucha de clases con el que se ratifica a un sobresaliente talento en ciernes al que no debemos perderle la pista.
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n la cima de alguna montaña lejana de América Latina, ocho adolescentes armados vigilan a una rehén estadounidense recién secuestrada y cuidan a una vaca a la que llaman Shakira. Así de sencilla es la premisa a partir de la cual el cineasta Alejandro Landes evoca a la violenta guerra civil colombiana para crear una alegoría bélica y de alienación juvenil universal haciendo de la vaguedad su principal virtud, mezclando además el género de aventuras con el terror y con referencias directas a “El Señor de las Moscas” de William Golding. La ingenuidad e inexperiencia de Lobo, Pitufo, Perro, Patagrande, Bum Bum, Rambo, Leidi y Sueca sólo puede ser equiparable a la incertidumbre que provoca en la audiencia por su enigmática premisa que, aunada su audaz propuesta formal que echa mano de diversos recursos narrativos y visuales –impresionante el hipnótico resultado conseguido gracias al maridaje de la fotografía de Jasper Wolf con el score compuesto por Mica Levi– para retratar el horror de la guerra, hacen de “Monos” un osado ejercicio de naturaleza estimulante. La cinta, que contó con una coproducción multinacional con aportes de nueve países, fue galardonada con el Premio Especial del Jurado de la sección World Cinema en el pasado Festival Internacional de Cine de Sundance 2019 y es la representante de Colombia en la búsqueda de una nominación a los premios Oscar como Mejor Película de Habla No Inglesa.
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i alguien no cree que Brasil viene con todo desde hace unos buenos años, solo hace falta escuchar algún discurso de su presidente. No es difícil suponer que el arte debe estar teniendo una fuerte reacción. Y así lo es. Karim Aïnouz vuelve con un drama ganador del premio Un Certain Regard en el Festival de Cannes, que trata sobre el extravío que provoca la separación. Es además sobre la opresión femenina, que se ejerce como medio de control. Trata sobre las hermanas Guida y Eurídice, que en su juventud toman caminos separados; una al huir con un novio extranjero, la otra al casarse, probablemente con previa anuencia de sus padres. Ambas mujeres encuentran infortunio y sus vidas se ven reducidas a funcionar en virtud del hombre al que pertenecen. Pero irónicamente, aquella más desafortunada encuentra en la soledad el empoderamiento, y en el sexo, la libre determinación que extiende a su vida. Mietras tanto la maternidad se problematiza con gran tacto. El tema de la separación remite a la previa Paraia do Futuro, pero ahora logra una veracidad mucho más nítida. Consigue así una fotografía más interesada por los personajes y sus pequeños encierros, que en explotar el espacio. Y aunque no hay verdaderos riesgos formales, más allá de algunos interesantes jump-cuts, la narrativa consigue con sus saltos de tiempo y su cauteloso acercamiento a los personajes, hacer que el angustioso devenir de las protagonistas progrese hasta un desgarrador final. Probablemente se trate de la mejor cinta presentada en esta edición del FICM.
E
s indudable que en esta 17ª edición del Festival Internacional de Cine de Morelia, los temas por excelencia son los estragos de la desigualdad y el azote por la guerra contra el narcotráfico. En la cinta La Paloma y El Lobo, la violencia no solo lacera; deshumaniza, infecta. Y ante esto, nada sobrevive. La cinta de Carlos Lenin, egresado de la Escuela Nacional de Artes Cinematográficas de México, es un sentido lamento de post-guerra y de post-amor. Norteño, como su historia, intenta exponer un dolor hondo, un estrés del alma que en sus personajes se manifiesta como un invalidante ostracismo o como una patética disfuncionalidad. Nos muestra a Paloma, una joven trabajadora de una maquila, y a Lobo, un obrero cuyos recuerdos lo han dejado seco de emociones. Ambos se aman de la mejor manera que pueden, aun cuando los problemas laborales y su entorno miserable los opriman. Su patético entorno, compuesto de escenarios industriales corroídos, forma un correlativo con el fracaso personal de cada uno.
Apacibles y largas secuencias nos muestran caricias cálidas y de fríos almacenes en ruinas. Observamos así que Lobo y Paloma no son solo desechos de la pobreza, son víctimas colaterales de un estado fallido. Un video viral en redes mostrando la crueldad de unos sicarios, recuerda a Lobo haber atestiguado ese preciso momento de infernal crueldad. El trauma los afecta a ambos. Su tragedia es la de un contexto que les ha robado el presente y el futuro. La lentitud de su ritmo busca acentuar emociones antes que beneficiar una narrativa. Las meditaciones internas y los torpes diálogos que ambos se prodigan se reiteran a veces con demasiada monotonía. Su estilo no logra del todo hacernos ver esa fuerza imponente ante la cual los personajes parecen inermes. Su drama se aprecia más por sus efectos y los elementos que lo simbolizan. Pero La Paloma y El Lobo es más que el drama de una pareja, es el de toda la región del norte de México. El drama de un país donde las promesas de desarrollo industrial tanto como las
historias de amor, han sido arrasadas por una realidad de violencia y miedo. Algo que se ve expuesto a través de la hostilidad con que actúan las personas que rodean a Paloma y Lobo. Aun los adolescentes parecen crueles, infectados por un mal ante el que, o se unen o se consumen. Sin embargo, la parsimonia tanto en sus planos estáticos como en sus travelings no siempre juega en favor del expresionismo que se pretende. Cuando la cámara sobrevuela por las represas donde los personajes se bañan, no se percibe el tiempo como expresión esencial de la vida, sino como minutos que pueden hacernos mirar el reloj. En la reflexión final, esa agua –quizá uno de los pocos espacios donde se experimenta un poco de libertad-, termina por ser el instintivo lugar de retorno, el amniótico refugio para el escape. La Paloma Y El Lobo, en sus homónimos animales, representan el triste estado de consciencia primitivizada por el terror.
S
e podría pensar que mezclar en una película el narcotráfico, misticismo indígena y los apoteósicos momentos del fin del mundo son una desproporción. Quizá lo es en la mayor parte del mundo pero no en México. En México familias son diariamente acosadas por grupos armados que criminalizan y castigan, son para colmo el grupo armado que debería protegerlos: el ejército. Su opción es no trabajar en lo único que saben y morir de hambre. Porque en el otro lado están sus jefes, los narcos, que son quienes les dan trabajo. Este es el peor de los mundos, un horror que hace a la tierra misma convulsionar, a los muertos pelear y a los vivos rezar. Un problema que se puede explicar de forma simple y cruda, en el lienzo de Joshua Gil se muestra hermético, profundo y épico, hasta hermoso, porque lo que ahí vemos no es la visión del espectador extraño, es la de quienes lo experimentan, los indígenas de la sierra mixe que sobreviven gracias a la siembra y el cultivo de marihuana, y que son las más injustas víctimas de este esperpéntico sistema. La cinta está casi en su totalidad hablada en mixe, e interpretada por indígenas que entre la poesía y el impresionismo que adquiere todo su entorno convulso, aportan gran veracidad a sus
papeles, los cuales son bivalentes: el lado del sencillo habitante y campesino, y el de heredero ancestral de un hogar que es la tierra. Esto se apoya en una cámara que ya sea captando un momento atroz con luz natural en la hora mágica, o serpenteando entre la neblina de la sierra, o aguardando el final en la cocina de un jacal con una angustiada pareja de ancianos, es siempre ambiciosa, buscando la alquimia visual que cimbra e hipnotiza. Sin embargo no siempre se logra. Algunos planos remiten al compatriota Carlos Reygadas, pero en su honesta expresividad recuerdan más bien al turco Nuri Bilge Ceylan, otros –donde en mi opinión es más efectivo, honesto y expresivo-, evocan a The Turin Horse, de Tarr, con su austera melancolía y su atmósfera fatídica. Pero hay también elementos de folklore que alcanzan iconografía propia, dando un brillo propio y consiguiendo no solo que se visibilice a las voces oprimidas, también que adquieran su propia narrativa, que sea su versión la que se imponga. Si bien Sanctorum puede al final saber excesiva de estilismo y poesía surreal, es loable que su lenguaje apele a cambiar los ojos con los que vemos el problema, a entender quienes lo padecen y quienes, verdaderamente, lo provocan.
D
irigido por Nuria Ibáñez Castañeda, el documental que recibió el premio Ojo a Largometraje Documental Mexicano en la 16ª edición del Festival Internacional de Cine de Morelia, plasma la humanidad en un sentido primitivo y a la vez elevado, sugiriendo conversaciones sobre las construcciones sociales. En un remoto paraje a la orilla del mar, en una localidad indeterminada sucede una manifestación humana que podría ser la trama sobre un naufragio que acabó en una isla desierta. Una choza y una casa rodante desvencijada son el refugio de los protagonistas: dos hombres que por motivos y circunstancias poco claros –y en realidad poco importantes– viven juntos y sin visible contacto con el resto del mundo. La cámara entra en escena como un observador invisible, cercano pero respetuoso, en un concepto que logra hacer confluir la soledad humana con la pasividad del entorno. Las vidas de estos hombres son tranquilas y
simples como el soplar del viento o el romper de las olas. Lo que en principio parece un acercamiento a la vida difícil de las poblaciones pesqueras o a la pobreza, resulta ser una intromisión en la intimidad de una relación, exponiendo sentimientos y revelando los principios que construyen las relaciones humanas. Omar y Chilo tienen sus rutinas, cada uno se ocupa de sus labores y tiene sus propias opiniones. Uno se interna en la inmensidad oceánica a bordo de una lancha, otro se queda en tierra con una red. Ambos contemplan el imperturbable horizonte, meditan sobre sus vidas y comentan desde sucesos triviales hasta heridas del alma. Ambos se respetan, se abren el uno al otro y aunque no lo digan o siquiera lo piensen, claramente se quieren. La dinámica entre ellos va desde la amistad de charla vecinal hasta la compañía marital. ¿Hay algo de extraño aquí? ¿Qué nos enseña este caso de conexión humana? Lo que hace a este documental
importante es que no viene a sumar argumentos sino a quitar preconcepciones. Hace transparentes las construcciones sociales, permitiendo ver cuánto hay de prejuicio en nuestra idea de cómo deben relacionarse las personas. Al ver a estos dos hombres, curtidos en la madurez y el trabajo pesado, con recuerdos y pesares, siendo honestos el uno con el otro, ocurre la reflexión de lo importante en todo lazo, sea del tipo que sea. En una situación donde las miradas externas están ausentes, la relación entre Omar y Chilo puede ser libre y pura. No es que se trate de una idea que no pueda extraerse de cualquier película o documental en la que hay relaciones amorosas diversas, pero cuando se trata de una situación donde ni siquiera hay un factor sexual sino únicamente las más primordiales necesidades de la condición humana como la empatía y la conexión, el mensaje se vuelve más patente y veraz.