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a crítica situación del país con respecto al crimen organizado sigue siendo central en una buena parte de las producciones cinematográficas, y de las cuales han sobresalido en años recientes los documentos cinematográficos “Tempestad” (2016), de Tatiana Huezo; “La Libertad del Diablo” (2017), de Everardo González; “Hasta los dientes” (2018), de Alberto Saúl Arnaut Estrada; “Ayotzinapa: el paso de la tortuga“ (2018), de Enrique García Meza; y “El Guardián de la Memoria” (2019), de Marcela Arteaga, por mencionar sólo unos cuantos ejemplos. “Sin señas particulares”, la opera prima de Fernanda Valadez, se une a esta lista con la diferencia de que se acerca a la problemática desde la ficción; pero a diferencia de otras propuestas tremendistas que presuntamente están preocupadas por la crítica situación del país –como la muy reciente cinta “Nuevo Orden” (2020) de Michel Franco que sólo explota los golpes de impacto para causar controversia–, aquí estamos frente a una ficción realmente urgente y necesaria que pone sobre la mesa el tema de la violencia del crimen organizado, así como de la migración ilegal a los Estados Unidos. La protagonista de “Sin señas particulares” es la gran actriz Mercedes Hernández, quien da vida a Magdalena, una mujer de 48 años que en la primera secuencia del filme se despide de su hijo Jesús (Juan Jesús Varela), quien junto con su amigo Rigo, deja su pueblo natal para buscar suerte en los Estados Unidos. Meses después de su partida y sin tener noticias de los chicos, Magdalena y la madre de Rigo acuden a pedir ayuda a la fiscalía, donde descubrirán, a través de mórbidas fotografías, la muerte de Rigo a manos del crimen organizado mientras intentaban llegar a la frontera. De Jesús, sin embargo, sólo aparece la maleta que la misma Magdalena le ayudó a empacar; y aunque las autoridades le piden que firme una acta de defunción para cerrar con la búsqueda de Jesús al ya darlo por muerto, Magdalena se niega a hacerlo y emprende una odisea para cerciorarse del destino de su hijo. La mujer se enfrenta así no sólo a los peligros que le supone viajar completamente sola a territorios desconocidos de su país, sino también a los que surgen cuando intenta buscar respuestas sobre el paradero de su hijo, descubriendo que la ominosa sombra de la violencia recubre varios sectores sociales que nos podrían parecer insospechados. Magdalena continúa incansable con su odisea en terminales de autobús, refugios para migrantes y remotas comunidades montañosas, así como entre personajes de quienes sus rostros y/o nombres nos son negados, encontrándose con la implacable burocracia de las autoridades y las nada disimuladas amenazas de no seguir investigando; pero también se encuentra con que son, en su mayoría mujeres, quienes le brindan algunas pistas y el apoyo pese al peligro que esto conlleva. Haciendo un recorrido
inverso al que pretendía Jesús, nos es presentado Miguel (David Illescas), un joven migrante que ha sido recientemente deportado de los Estados Unidos luego de una estadía ilegal de cinco años, y que ahora busca llegar hasta su pueblo natal para reunirse con su madre. A través de su mirada y de su encuentro con Magdalena, descubrimos un país completamente cambiado, un territorio sumido en el más profundo horror de la violencia donde se forma una inesperada relación de empatía y solidaridad. Inspirándose por los miles de casos de migrantes ilegales que buscan llegar a Estados Unidos y las desapariciones forzadas por el crimen organizado, la realizadora egresada del CCC y originaria de Guanajuato donde hay un alto índice de migraciones y desapariciones criminales, comenzó a coescribir el guion en 2010 con la también cineasta Astrid Rondero, directora de “Los días más oscuros de nosotras”. Ambas dotan al guion con una potencia imbatible que se ve reforzada por la naturalista fotografía de Claudia Becerril, quien da la fuerza a los detalles del rostro de Magdalena cuando les son revelados los detalles de las historias que se viven en la frontera entre México y Estados Unidos, mientras que las composiciones sonoras de Clarice Jensen nos conectan emocionalmente con el estado de la protagonista. Con una cantidad de diálogos que son los absolutamente necesarios y que llevan una gran carga de honestidad y emotividad pero que en ningún momento cae en los vicios del melodrama al que otras historias similares han sucumbido, la directora toma a los dos personajes centrales para hablar, desde su intimidad, de la realidad social mexicana, transformando así al desgarrador relato de una mujer en un grito de desesperación de toda una nación de madres, padres e hijos que están atrapados en la durísima situación del país donde, en muchas ocasiones, la línea entre víctima y victimario no es nada clara, dando origen a un fenómeno social muy complejo que es muy difícil de juzgar. Su debut en los largometrajes –que fue reconocido en el pasado Festival Internacional de Cine de Sundance con el Premio del Público y el de Mejor Guion en la sección World Dramatic Cinema– coloca a Fernanda Valadez como una de las voces que debemos seguir de cerca, pues pronto reafirmará su compromiso social con su siguiente proyecto, coescrito también con Astrid Rondero quien se encargará de la dirección del filme, y tendrá como tema central la relación paterno-filial de un sicario y su hijo, para hablarnos a través de ellos sobre cómo es para un menor vivir en un entorno de violencia del que le es imposible escapar. De esta manera, la realizadora mexicana seguirá rompiendo fronteras con su cine en pos de una sociedad más justa.
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uego de “Somos Mari Pepa”, su sobresaliente opera prima, el director tapatío Samuel Kishi presenta su segundo largometraje de ficción y pasa de la angustia adolescente retratada en su primer largometraje, a la frustrante búsqueda del sueño americano por parte de Lucía, una madre mexicana que, junto a sus pequeños hijos Max y Leo de 8 y 5 años, ha cruzado la frontera ilegalmente buscando hacer una nueva vida instalándose en Albuquerque, Nuevo México, donde ella debe trabajar en dos empleos de medio tiempo para poder pagar la renta de un deteriorado departamento en un condominio que es propiedad de una pareja de ancianos chinos, y donde los pequeños «lobos» –como los llama su madre– pasan el día encerrados entre cuatro paredes. A veces, con juegos imaginativos donde son lobos ninjas que viven emocionantes aventuras, y en otras ocasiones, pasan largas horas frente a la ventana viendo a los niños vecinos jugar futbol o a su casera sacar a pasear a su perro; su compañía son canciones y lecciones básicas de inglés mientras esperan la llegada de su madre al final de la tarde para repetir la rutina al día siguiente hasta que llegue el prometido día de visitar Disneylandia. Inspirado por sus propias vivencias de cuando, junto con su madre y hermano, cruzó la frontera para vivir en Santa Ana, California, el director utiliza sus recuerdos como materia prima para dar forma a un drama social sobre el anhelo de una vida mejor en la llamada «tierra de las oportunidades». Por su evidente similitud temática, es imposible no pensar en “The Florida Project” (2016), de Sean Baker; pero la propuesta del director mexicano se separa de la sordidez que mostraba por momentos la cinta del neoyorquino, y aunque no duda en mostrar rasgos de crueldad y crudeza en la situación de los inmigrantes, apuesta más hacia la melancolía por un pasado que, aunque difícil de recordar para los menores protagonistas, logran apreciarlo como una época un tanto mejor que
la actual gracias al apoyo de las historias de su madre y de una cinta musical grabada por su abuelo. De esta manera, “Los Lobos” se centra más en el proceso de abandonar el lugar de origen y adaptarse al nuevo entorno intentando no dejar que mueran las raíces mientras se aferran a un sueño que alcanzar. El trabajo actoral conseguido por Martha Reyes Arias como Lucía resulta impresionante, abordado su personaje desde la complejidad de compaginar rasgos como fortaleza, vulnerabilidad y creatividad, y transmitirlo principalmente a través de su mirada. Mientras tanto, los hermanos en la vida real Maximiliano y Leonardo Nájar Márquez son parte fundamental de la eficacia emocional de la cinta como un relato sobre las lecciones de la vida pero desde la perspectiva de la niñez. Por ello, más que emparentada más con la mencionada “The Florida Project”, establece diálogo con propuestas como la de la realizadora Paula Markovitch y su destacada cinta “El Premio” (2011), la cual también está basada en experiencias autobiográficas; o incluso se podrían establecer vasos comunicantes con “Temporada de Patos” (2004), aquella sobresaliente opera prima de Fernando Eimbcke que también giraba en torno a la soledad y los anhelos entre las cuatro paredes de un departamento. Luchando a contracorriente de lo que colectivamente se cree como única forma de migración, Samuel Kishi apuesta por la ternura de su relato, por evocar la mirada infantil para apelar a la empatía con su historia en la que se materializan las que ahora se convierten en constantes temáticas y que ya había explorado en su opera prima como la figura paterna ausente y la memoria sonora como apoyo para el crecimiento personal y para la construcción de la identidad. “Los Lobos” es un coming of age con una mirada esperanzadora sobre las oportunidades de encontrar personas solidarias que nos puedan ayudar mientras trabajamos arduamente para lograr nuestros sueños.
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n la madrugada del 18 de noviembre de 1901, en la Ciudad de México, una redada policial se hizo presente en la calle de la Paz –ahora Ezequiel Montes–, y terminó con una fiesta donde 42 hombres de aristócratas familias bailaban entre sí. Entre los detenidos del evento que el periódico “El Hijo del Ahuizote” bautizó como «La aristocracia de Sodoma», presuntamente se encontraba Ignacio de la Torre y Mier, el yerno del entonces presidente Porfirio Díaz y esposo de su hija Amada. La presión del presidente –se dice, pues el hecho jamás pudo ser confirmado– hizo que se borrara de los reportes el nombre de su yerno y que el escándalo mediático fuera conocido entonces como “El baile de los 41”, título que ahora adopta el tercer largometraje del cineasta mexicano David Pablos para entregarnos una cinta que se mueve a contracorriente del cine comercial mexicano que abarrota las salas para continuar perpetuando impunemente los más ramplones estereotipos de etnias, clase, género, preferencias e identidades sexuales. Con “El baile de los 41”, estamos en efecto ante un cine industrializado, de entretenimiento más que uno completamente de autor –como sí lo habían sido sus filmes previos: “La Vida Después” (2013) y “Las Elegidas” (2015)–, pero eso en ningún momento vuelve a su propuesta condescendiente con el espectador ni lo trata como un imbécil al que todo hay que entregárselo empaquetado listo para el consumo. La propuesta de David Pablos se centra en la figura de Ignacio de la Torre –encarnado por un estupendo Alfonso Herrera que sigue consolidándose como un histrión serio– y su ambición política con la que pretende pasar de ser diputado a lanzarse como candidato para la gobernatura del Estado de México; y por supuesto para ello se impulsará de su matrimonio con Amada (interpretada por una estupenda Mabel Cadena). Sin embargo, su secreta homosexualidad y su incipiente romance con Evaristo Rivas (a quien da vid Emiliano Zurita), así como su afiliación a un exclusivo club de gays en su mayoría de la clase aristócrata, se interpondrán en sus aspiraciones políticas e interferirán en su matrimonio cuando las personas den rienda suelta a los chismes de alcoba de la alta sociedad. Las consecuencias del verdadero episodio histórico fueron irreversibles: aunque la lista de los detenidos jamás se hizo pública, el tema de la homosexualidad y el travestismo se habló finalmente y por primera vez en la sociedad porfirista; aunque por supuesto el enfoque siembre fue el de la burla, los comentarios soeces y el señalamiento del flamígero dedo inquisidor del ultraconservadurismo por «faltas a la moral y a las buenas costumbres». Y es muy loable que la película
“El baile de los 41” –casi 120 años después de los sucesos ocurridos en la colonia Tabacalera que fueron inmortalizados en la memoria colectiva por una prensa agresiva y las caricaturas de José Guadalupe Posada– busque no sólo visibilizar a la comunidad LGBT en la gran pantalla y humanizar a los personajes homosexuales sin ceñirse a la tradición de la burla y la caricatura. El punto fuerte de la película es la incuestionable calidad en su factura; su atractiva puesta en cámara –que es lograda por un sobresaliente diseño de arte y una cinefotografía limpia a cargo de Carolina Costa– consigue algunas secuencias evocadoras con sus atmósferas capturadas en postales de excelentes composiciones visuales en las que se subliman los deseos reprimidos que apenas pueden conseguirse en el semianonimato que permite la oscuridad de una restrictiva moral. Sin embargo, la apabullante belleza del filme queda en un mero ornato para acompañar a una anécdota de amor prohibido de época; el guion firmado por Monika Revilla se queda en la superficie de un relato que, si bien afortunadamente no se regodea en el melodrama, tampoco sobrepasa los convencionalismos para indagar más profundo en la sistemática represión machista de la época que subyugaba tanto sobre hombres como a mujeres, consiguiendo que la historia no tenga los alcances necesarios para realmente incomodar y cuestionar las actitudes represoras de la época y que, desafortunadamente, muchas se han perpetuado hasta nuestros días. Aunque hay tomas que nos evocan al autor arriesgado en forma y fondo que conocimos con sus primeros largometrajes –por ejemplo esa secuencia que muestra a los miembros del exclusivo club gay con sus ropas aristócratas en imágenes que nos remiten a los bien conocidos retratos de época para intercalarlas con su trágico destino de humillaciones y castigos en público– y a que desliza con sensibilidad comentarios sobre las expectativas de la masculinidad y la importancia de los juegos de poder en las cúpulas de la aristocracia con ambiciones políticas, la película no consigue alcanzar todo su potencial. Aún así, con estas limitantes en su propuesta, “El Baile de los 41” hace historia en el cine patrio y se inscribe junto a otras cintas como “El lugar sin límites” (1978), de Arturo Ripstein, “Doña Herlinda y su Hijo” (1985) de Jaime Humberto Hermosillo, y “Mil nubes de paz cercan el cielo, amor, jamás acabarás de ser amor” (2003), de Julián Hernandez, en la lista del cine nacional que, a contracorriente, busca exponer una sociedad que se mantiene corrupta, hipócrita y cruel, y a una minoría que sólo busca amor, respeto y aceptación.
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on un guion a cargo de Rubén Imaz y la propia directora Yulene Olaizola, ambos egresados del Centro de Capacitación Cinematográfica (CCC), “Selva Trágica” combina drama, suspenso y misticismo al evocar a la novela homónima del escritor peruano Arturo D. Hernández. Sin embargo a la novela y la película sólo las une el nombre, la jungla como el lugar donde transcurren sus historias, y un grupo de caucheros que habitan en ambas ficciones. Ambientada en 1920, la película nos coloca en la frontera entre México y las Honduras Británicas –lo que hoy se conoce como Belice– ubicada en la profundidad de la selva Maya; y ahí, en el hostil ambiente donde los mitos prevalecen por sobre la ley del hombre, un grupo de mexicanos que trabajan buscando chicle encuentran inconsciente a Agnes, una hermosa, enigmática y joven mulata que escapó con la ayuda de su enfermera, de un cacique inglés con el que su matrimonio había sido arreglado. Luego de una intensa persecución, los hombres del cacique les dispararon y las dieron por muertas. Los chicleros encuentran a Agnes, pero al no saber que hacer con ella y pensando que se trata de una enfermera, la toman como prisionera y piensan que pueden aprovechar sus conocimientos de medicina en caso de ser necesario. Sin embargo, la presencia de la figura femenina entre el grupo de chicleros desestabiliza la ya frágil relación entre ellos, mientras que Agnes parece ser algo más que una mujer común; algo inexplicable, algo místico, algo que posee la habilidad de provocar en los hombres un deseo pasional irrefrenable Evocando también a la novela “Caribal: El Infierno Verde” de Rafael Bernal —que fue publicada originalmente en varias entregas entre 1954 y 1955 en el diario “La Prensa—, la película rehuye de los convencionalismos tanto temáticos como en cuanto a las formas de producción, y se entrega por completo a la experimentación cinematográfica, y al igual que en “Epitafio”, resuelve con astucia las limitantes de un presupuesto reducido para dar forma una épica historia donde el avasallador poder de la naturaleza se
convierte en un personaje más. Repitiendo una producción de época como “Epitafio” (2015), la película compagina la fábula y realismo mágico, y se sostiene por las atmósferas que consigue con las postales en movimiento capturadas por la lente de Sofia Oggioni, las partituras originales de Alejandro Otaola y el soberbio diseño sonoro a cargo de Jaime Baksht, Michelle Couttolenc, José Miguel Enriquez y Federico González Jordán. “Selva Trágica” parte de una premisa anecdótica con la industria del chicle dando sus primeros y acelerados pasos, pero pronto cede el terreno para transformarse en una experiencia naturalista que no sólo evoca a producciones nacionales como “Selva de Fuego” (1945), el clásico dirigido por Fernando de Fuentes con los legendarios Arturo de Córdoba y Dolores del Río en los roles estelares, sino que también nos remite a títulos internacionales como “Mogambo” (1953), de John Ford, y “Aguirre: la ira de Dios” (1972), de Werner Herzog. En el que representa su quinto largometraje, y en el que la realizadora muestra una dirección más segura y afianzada pero que se mantiene arriesgada y audaz, retoma y rescata a la tradición latinoamericana de la selva como un ambiente narrativo, y en él propone un paralelismo entre la irrupción de una figura femenina que reclama su lugar en un mundo eminentemente masculino y la madre naturaleza reclamando su lugar frente al avance de la civilización. Protagonizada por Indira Rubire Andrewin, Lázaro Gabino Rodríguez, Eligio Meléndez, Gilberto Barraza, Mariano Tun Xool, Mario Canché y Dale Carley, “Selva Trágica” es la comunión de la sabia milenaria que se extrae del árbol del zapote con la manifestación del mito maya de la Xtabay —una mujer mitológica que embruja a los hombres para ahogarlos—; de esta manera, Yulene Olaizola nos cautiva con una hipnótica experiencia a la que no es erróneo considerar como un western selvático salpicado de ferales aventuras y realismo mágico en donde la naturaleza que devora a sus hijos que trasgreden sus límites.
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a opera prima documental de Carlos PérezOsorio retoma la desgarradora e indignante historia de Marisela Escobedo, madre, enfermera y empresaria convertida en activista contra los feminicidios luego del salvaje asesinato de su hija. En 2008, el caso sacudió al país y tuvo eco en la prensa internacional: Rubí, la hija adolescente de Marisela, fue asesinada por su pareja sentimental, Sergio Rafael Barraza, con quien había procreado a una niña. La madre alertó a las autoridades sobre el crimen luego de la confesión de un amigo del asesino. La policía atrapó a Sergio, quien ya había huido con su pequeña hija, pero inicialmente lo vinculan a proceso por el delito sustracción de menores y no por el asesinato de Rubí. Luego de un juicio en el que se presentaron varias evidencias, y en el que el mismo Sergio le pidió perdón a Marisela Escobedo por el dolor que le causó, el insólito veredicto lo declaró absuelto de todo crimen. El dolor, la ira y la impotencia que consumieron a Marisela en ese momento, no frenaron su implacable búsqueda de justicia para su hija, emprendiendo una campaña por el país para dar a conocer su caso. Y aunque la misma Marisela, con ayuda de su familia y miembros de la comunidad, descubrieron en más de una ocasión el paradero de Sergio, la ineptitud de las autoridades permitieron que el joven escapara y se uniera a un grupo del crimen organizado en donde fue consiguiendo reconocimiento y algo de poder dentro de la organización. Esto no solo le dio a Sergio las herramientas para mantenerse impune del asesinato de Rubí, sino que junto con la incompetencia de las
autoridades, le permitió invertir los roles del juego del gato y el ratón, y ahora la propia Marisela Escobedo se convirtió en la presa, terminando asesinada justo en las puertas del Palacio de Gobierno de Chihuahua el 16 de diciembre de 2010. El documental “Las tres muertes de Marisela Escobedo” sirve como una nueva evidencia que demuestra que desde hace años estamos a merced de un Estado fallido que no sólo no logra avances en materia de seguridad y combate al crimen organizado, sino que la instauración de un narcoestado que alcance todos los rincones del país es ya inminente. Recreando secuencias clave de la crónica de Marisela Escobedo con la fotografía de Axel Pedraza y la música de Amado López, y recurriendo también tanto a material de archivo como a entrevistas con familiares, amigos, activistas y abogados, la propuesta del director por momentos recurre y se entrega completamente al formato conocido como 'true crime', lo cual hace que por momentos se extienda innecesariamente alcanzando una duración de más de dos horas. No obstante, su extendido metraje que fácilmente pudo ser reducido sin perder ritmo, es sólo un tropiezo menor en un documental que por su temática y formato se convierte en un documento cinematográfico imprescindible, es un testimonio vivo de una dolorosa realidad social y también un merecidísimo homenaje a una gran mujer que logró hacer por sí misma mucho más de lo que las autoridades no han podido o no han querido hacer.
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a comunidad judía tiene muy arraigadas Ias tradiciones y valores familiares; y en nuestro país, por supuesto, no es la excepción. Son un círculo bastante cerrado, sobre todo en la cuestión de adaptarse a los cambios que van surgiendo en la sociedad en la actualidad. Como en la mayoría de las religiones el tema del matrimonio es algo primordial, pero en el caso de los judíos continúa la idea de que lo correcto para alguien judío es casarse con alguien también judío. En la comunidad judía está mal visto que una persona deje la casa de sus padres sin antes casarse, situación que hace que la mayoría de los jóvenes tenga una clase de adolescencia extendida ya que al tardar más en abandonar su hogar continúan con las comodidades de vivir en familia pero también en la mayoría de los casos hace que estos no atraviesen esas experiencias que, buenas o malas, van formando a una persona y ayudándoles a madurar. Y es esto precisamente por lo qué pasa el personaje de Ariela (Leona en hebreo), una joven judía mexicana de clase acomodada que se dedica al diseño gráfico. Ariela vive rodeada de una familia muy unida y siempre al pendiente de ella; pero comienza a sentir la presión social de tener una pareja y casarse, pero eso no es algo que este en sus planes. Sin embargo, todo cambia de forma inesperada cuando conoce a un apuesto chico, Iván, quien la saca de ese círculo social tan cerrado para conocer el mundo fuera de esa burbuja ideológico-religiosa que encierra a su comunidad. Iván parece ser perfecto para ella, pero tiene el gran defecto de no compartir su religión; Ariela cree poder lidiar con esta situación, y todo va bien, pero las constantes presiones sociales y familiares van complicando las cosas, pero a la vez la van ayudando a darle un giro a su vida. “Leona” es dirigida por el joven Isaac Cherem, y protagonizada por los actores Naian González Norvind (hija de la actriz Nailea Norvid, hermana de Tessa Ia, y a quien vimos anteriormente en la cinta “Todo el Mundo tiene a alguien menos yo") y Christian Vázquez, a quien ya conocemos por cintas como “Oveja Negra” y “I Hate Love”. Cherem, quien escribió el guión del filme junto con su actriz protagonista, se en experiencias personales pero quiso representarlas en un personaje femenino ya que considera que este tipo situaciones siempre será más difícil para una mujer que para aún hombre afrontarlas. "Leona", si bien es una cinta sobre el convertirse en un adulto, posee también una ligera crítica no sólo a la comunidad judía, sino a cualquier institución religiosa o social que aún se resista a cambiar una ideología de hace cientos de años, que se niegue a aceptar los tiempos cambiantes. La película es un canto a la libertad que deja su mensaje muy claro: el simple hecho de amar ya es por sí mismo complicado como para preocuparse más si a tu círculo social-religioso le parece o no cómo vivas tu vida.
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ván, interpretado por Armando Espitia, es un joven de la provincia mexicana que, a mediados de la década de los 90, aspira a convertirse en chef; pero mientras intenta alcanzar su sueño, debe trabajar como ayudante de cocina en un restaurante para darle manutención a su hijo y su ex pareja. Una noche en un antro, Iván conoce a Gerardo, un guapo profesor universitario al que da vida Christian Vázquez y que, a diferencia suya, ya no se acompleja por su homosexualidad ni intenta ocultarla. La inmediata e irrefrenable química que surge entre ellos los lleva a iniciar un romance, pero éste provocará que su ex pareja ya no le permita ver a su hijo. Desesperado por la falta de oportunidades y el distanciamiento de su desestructurada familia, Iván se enfrenta a la más difícil decisión de su vida hasta ese momento: aventurarse e intentar cruzar la frontera para buscar una carrera culinaria en Estados Unidos. Acompañado de Sandra, su mejor amiga desde la infancia interpretada por la fantástica Michelle Rodríguez, Iván llega a Nueva York para reiniciar su vida desde cero, pero con la promesa de regresar pronto con su hijo y con el amor de su vida. La premisa de la cinta está basada en la vida real de Iván García y Gerardo Sepúlveda, un par de amigos de la directora Heidi Ewing a los que conoció hace más de una década, y quien conmovida por la perseverancia y sacrificio de los amantes, decidió debutar en los terrenos de la ficción para llevar su historia a la pantalla grande con un guion firmado por ella misma junto a Alan Page Arriaga. Inscrita en la lista de las cintas mexicanas sobre la migración, resulta inevitable no pensar en títulos como “Bajo la misma Luna” (2007), o “Guten Tag Ramón” (2013), pero la cinta de Ewing –coproducida por México y Estados Unidos– destaca por escapar casi completamente de los vicios del melodrama gracias a los años de experiencia como
documentalista de la cineasta nominada al Oscar por “Jesus Camp”, logrando aquí una mezcla eficaz de ficción con documental en un ejercicio entrañable sobre la resiliencia con la que consigue la inmediata conexión con el espectador, para la cual resulta vital el ensamble actoral en donde, además de los protagónicos, también encontramos los nombres de Luis Alberti, Raúl Briones, Ángeles Cruz y Arcelia Ramírez. Su propuesta visual echa mano del espíritu documental en los momentos donde Iván se entrega por completo a su pasión por la cocina y luego lo cambia de forma orgánica por un estilo en su puesta en cámara que nos remite al cine íntimo de Barry Jenkins. “Te llevo conmingo”, que fue una de las producciones nacionales que fueron seleccionadas para participar en el Festival Internacional de Cine de Sundance en 2020 y luego fue presentada en el Festival de Cine de Nueva York, no sólo se aproxima al tema de la migración, también al de la discriminación hacia una minoría, como las disidencias sexuales. Y es que además de exponer los prejuicios de la familia de su ex pareja al prohibirle la oportunidad de ver a su hijo, la cinta recurre a una serie de flashbacks que van de la ternura a la crueldad que vivieron los protagonistas en su infancia cuando descubrían sus gustos y orientaciones sexuales. Sin embargo, Por su estructura narrativa, la película tropieza e interfiere con el ritmo, y por momentos se tiene la sensación de que el estudio de los personajes pudo ser más profundo. Aún así, pese a las irregularidades en su narrativa, se trata de una propuesta que resulta muy superior a los genéricos dramas LGBT; sin duda alguna, este relato sobre el sacrificio y la resiliencia de los migrantes es una de las películas nacionales imprescindibles del año.
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aría de Jesús Patricio Martínez, médica tradicional y defensora de los derechos humanos que es conocida como Marichuy, fue la primera mujer indígena en la historia en buscar una candidatura a la presidencia de México en el año 2018. A estas alturas, ya todos sabemos a grandes rasgos lo que ocurrió. Y es que Marichuy no consiguió la candidatura independiente, pero ninguna de las miles de firmas que consiguió apoyando su candidatura fue adulterada. Sin embargo, otros candidatos como Jaime Rodríguez Calderón (El Bronco) o Margarita Zavala, quienes presentaron firmas falsas, simuladas o fotocopiadas, no sólo salieron impunes de este crimen apoyados por un sistema corrupto, sino que sí les reconocieron su candidatura. A pesar de ello, Marichuy y su equipo no lo ven como una derrota, pues más que realmente pretender llegar a la presidencia, cosa que sabían se antojaba prácticamente imposible, fue una inteligente y audaz jugada para que los reflectores nuevamente se posaran sobre las problemáticas que padecen los pueblos originarios frente a las empresas extranjeras que pretenden despojarlos, en contubernio con el gobierno y con miembros de sus propias comunidades, de los territorios que son propiedades legítimas de los pueblos indígenas. Estructuralmente, “La Vocera” está concebido a manera de mosaico que permite ver un panorama completo de la situación social que viven los pueblos originarios amenazados tanto por las empresas extranjeras y por el gobierno que ve en peligro sus intereses económicos. Y aunque Marichuy es el hilo conductor del documental, éste no se olvida de presentar a otros valiosos miembros de las comunidades de los pueblos originarios a lo largo y ancho del territorio nacional, como el caso de Carmen García, cuyo esposo Fidencio Aldama, miembro de la resistencia de los pueblos yaquis que luchan incansables para defender sus tierras y ríos, se encuentra encarcelado injustamente acusado de
crímenes que no cometió. Así, el documental de forma ágil presenta material de archivo y entrevistas donde se revela que el gobierno toma acciones como falsas acusaciones criminales, secuestros e inclusive asesinatos tanto de activistas como de familiares cercanos a ellos. Nominado a los premios Ariel en las categorías Mejor Largometraje Documental y Mejor edición —en la que además de la directora también participó Valentina Leduc—, el documental narra desde el momento en el que Marichuy es nombrada por el Congreso Nacional de Indígenas (CNI) como la vocera oficial del Consejo Indígena de Gobierno (CIG), hasta su desplazamiento de la contienda electoral por un sistema corrupto que apoya a personajes más populares y con más recursos, pero cuyos historiales personales están lleno de cuestionables decisiones éticas y morales. “La Vocera” no sólo rescata del olvido mediático la imagen de la lideresa social, sino que su figura y movimiento sirve como pretexto para realizar un estudio que toca distintos puntos como la corrupción política, el brutal saqueo y despojo de los recursos y las tierras de los pueblos originarios, y el cada vez más evidente racismo y misoginia que aún prevalece en nuestra sociedad y que se puede ver desde los estúpidos comentarios en redes sociales hasta en los programas de televisión donde Marichuy fue invitada y los entrevistadores adoptaban actitudes con las que pretendían intimidarla. El estilo depurado de la cineasta que ya había demostrado en su documental anterior —“Rush Hour” (2017)—, aquí se presenta mucho más sobrio, y hace de ello su principal herramienta para confeccionar tanto un testimonio vivo de un hecho histórico en nuestro país que nos mueve a la reflexión sobre los pilares tan podridos del sistema político en el que se sustenta nuestro país, como un retrato intimista de la resistencia encarnada en Marichuy y en otros valientes representantes del movimiento de los pueblos indígenas.
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partir de una anécdota que le compartieron sobre una pequeña población costera donde cada Navidad un Santa Claus muy peculiar surcaba el cielo en colorido paracaídas para lanzar bolsas con dulces a los niños, el director Bruno Santamaría –quien ya nos había obsequiado el íntimo y personal ejercicio llamado “Margarita” (2016) sobre el destino de una ex actriz del cine nacional ahora olvidada por el público y que deambula por las calles de la Colonia del Valle– se interesó en la historia de El Roblito para llevarlo a la pantalla a través de “Cosas que no hacemos”, su segundo trabajo documental con el que nos transporta hasta esta pequeña comunidad rodeada de manglares localizada en la costa del Pacífico en los límites de Sinaloa y Nayarit, donde como si se tratase de una suerte de País de Nunca Jamás bordeado por territorios dominados por el crimen organizado, los Niños Perdidos juegan con sorprendente calma en las calles, campos y lagos mientras los adultos abandonan el pueblo para trabajar. Aunque El Roblito está localizada en un territorio dominado por el crimen organizado, la violencia en el lugar es mínima y responde a tensiones y pleitos aislados entre civiles, no entre carteles. Los factores que golpean a la población son la escasez de agua y la explotación laboral; pero el objetivo documental no es sobre la violencia, sino que nace de la necesidad de reflexionar sobre el proceso de maduración, y en este
caso en particular, sobre cómo los niños y adolescentes hacen frente a este inevitable rito de paso en una comunidad remota. En el documental, como en la vida cotidiana de El Roblito, hay poco espacio para los adultos; el espacio casi en su totalidad pertenece a los lúdicos juegos infantiles y al autodescubrimiento adolescente donde destaca Arturo –aunque todos le llaman Ñoño–, un chico asumido como gay frente a sí mismo y su familia, pero que aun guarda el secreto de su mayor sueño: maquillarse y vestirse de mujer. De la misma forma en que “Margarita” se convirtió en un trabajo personal para el realizador por la relación de amistad que sostuvo con la protagonista más allá de ser el objeto de su estudio, el documental “Cosas que no hacemos” es un filme personal que le sirvió como catarsis para la aceptación de su homosexualidad llevándolo a la salida del clóset con sus padres. Pero más allá de ser un ejercicio de reconocimiento y aceptación personal –y de contar con un nivel de producción de primer nivel gracias a la participación de Tomás Barreiro en la composición musical y Zita Erffa como sonidista– “Cosas que no hacemos” es un documento cinematográfico que encuentra su mayor virtud en la historia de emancipación de Ñoño con una de las frases más hermosas que puede escuchar un hijo, pues proviene de un padre que incita y refuerza su espíritu de libertad: “Si es tu sueño, pues realízalo”.
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l cineasta Everardo González se ha consagrado como el mejor documentalista mexicano en activo. Su filmografía está anclada y comprometida con la realidad latinoamericana, revelando las viciadas estructuras político-sociales que mantienen la profunda desigualdad al tiempo que explora la intimidad de aquellos a los que toma como protagonistas de sus ejercicios cinematográficos. En “Yermo”, su séptimo trabajo de largo metraje, el director parece distanciarse de su acostumbrada temática de denuncia social; sin embargo, el documental de cierta manera expande el universo de sus trabajos previos y rebasa las fronteras latinoamericanas. Y es que estamos frente al que quizá sea su trabajo más arriesgado desde “La Libertad del Diablo” y también su trabajo más íntimo y personal; se trata de un ejercicio que busca presentar historias íntimas de personas –o personajes en cierto sentido– y desde la empatía construir su discurso. En gran parte, el documental fue filmado de manera intermitente sólo por el director en nueve desiertos alrededor del globo y sin contar con un guion formal. Con todo el material recopilado en México, Estados Unidos, Mongolia, Chile, Islandia, Marruecos, Namibia, Perú e India, la película se convirtió en la sala de montaje en un documento que, en tan sólo 75 minutos, dinamita los convencionalismos tradicionales enfocados en la representación etnográfica de distintas culturas. Fue ahí, en la sala de edición, que el director comprendió la distancia casi infranqueable que se da entre los protagonistas de los documentales y este tipo de cine que pretende cierto realismo; pero aquí sucede todo lo contrario, la puesta en cámara nos hace cómplices y espectadores. Y es que comúnmente se asocia a los documentales con el registro fiel de la realidad; sin embargo, este género cinematográfico es tan propenso como los ejercicios de ficción a que su registro presente intervenciones de todo tipo para dar forma a una realidad prefabricada. Así, el documental nos aproxima inicialmente desde una perspectiva estética a la vida en distintos desiertos, pero lentamente se nos revela como un ejercicio más ambicioso. Desprovisto de las condescendencias que se presentan comúnmente en los documentales etnográficos, el director echa mano de las entrevistas no planeadas y las conversaciones que surgieron de forma espontánea justo en el momento, para revelarnos de manera sorprendente que quienes habitamos en el vergonzosamente autoproclamado «mundo civilizado», solemos creer ingenuamente que tenemos una visión o conciencia del mundo mucho más amplia que en regiones del planeta a las que consideramos como «no desarrolladas». “Yermo” es un estupendo ejercicio de empatía que nos confronta con nuestra profunda ingenuidad, la cual muchas veces responde a la errónea y patética percepción de nuestra presunta superioridad.
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n 2016 —luego de la presión ejercida por grupos de búsqueda de desaparecidos— el gobierno del estado de Morelos, durante la administración de Graco Ramírez, exhumaron en la comunidad de Tetelcingo 117 cuerpos en una fosa clandestina hecha por las autoridades y la Comisión Científica de Identificación Humana de la Universidad Autónoma del Estado de Morelos (UAEM) dio fe de las muchas irregularidades cometidas por la Fiscalía del estado. Un año después, la historia se repite pero ahora en Jojutla. La pendejísima y ridícula excusa de la Fiscalía morelense fue que dichos cadáveres jamás fueron reclamados por sus familiares, y ante la saturación de cuerpos decidieron enterrar, según sus cifras, a 36 cadáveres en la fosa. La realidad es que se exhumaron 84 cadáveres. Pero no fueron todos. En un fragmento del documental hay una voz en off que se mantiene anónima pero que revela datos estremecedores sobre la cantidad de cuerpos enterrados de manera clandestina por las autoridades. Estos cuerpos jamás terminarían por ser exhumados pues se ordenó que se suspendieran de manera definitiva los trabajos de exhumación de cadáveres. Cuando Magali Rocha y Carolina Corral Paredes, socias de Amate Films, se enteraron de la noticia a través de los medios de comunicación y sintieron que debían hacer algo para visibilizar el caso de las fosas clandestinas. Así fue como surgió la idea de realizar el documental “Volverte a ver” centrando su atención en tres mujeres de los colectivos de búsqueda de desaparecidos: Tranquilina (Lina) Hernandez Lagunas, madre de Mireya Montiel Hernández, desaparecida el 13 de septiembre de 2014; Angélica (Angy) Rodríguez, madre de Anahí Viridiana Morales Rodríguez, desaparecida el 12 de agosto de 2012; y Edith Hernandez, hermana de Ismael Hernández, cuyo cuerpo fue encontrado en las exhumaciones de Jojutla. El documental las sigue desde su adiestramiento en labores forenses para poder involucrarse de lleno en el proceso de exhumación de los cadáveres entre los que podrían estar sus familiares. Con el conocimiento adquirido, presencian las exhumaciones en la llamada «zona cero» y llevan un registro detallado de todas las irregularidades que presentan los cuerpos: algunos cadáveres aún con la ropa puesta —lo cual indica que nunca se les realizó la necropsia requerida por la ley a pesar de sus evidentes signos de violencia–, algunos con las muñecas amarradas con cordones, varios cuerpos metidos en una sola bolsa… o algunos cuerpos incluso sin bolsa; prendas de los cadáveres que deberían estar correctamente etiquetadas y conservadas como evidencia en bolsas especiales plásticas están revueltas entre los cadáveres y la tierra, haciendo imposible identificar a cuál cadáver pertenecen. La neglicencia de las autoridades alcanza niveles de cinismo insólitos, pues incluso cuando las familiares de los desaparecidos están presentes durante la exhumación de los cuerpos, las autoridades intentan borrar evidencias del mal manejo de los cuerpos y también todo vínculo entre los funcionarios públicos y las fuerzas del crimen organizado, pero como lo señala claramente una de las madres protagonistas del documental, “Nunca pensaron que íbamos a estar aquí revisando su trabajo”.
Hay una escena del documental donde Edith quiere flotar en el agua de la piscina del hotel donde se están hospedando, sin embargo el miedo e inseguridad le impiden hacerlo en un principio, pero con la paciente ayuda de Lina y la confianza que ésta le transmite, consigue por un momento abstraerse y dejarse llevar en el agua. El momento, que parecería anecdótico, está lleno de significado; y es que el documental disecciona la convivencia cotidiana entre las madres, esposas y hermanas de los desaparecidos, y es en este contacto e interacción diaria entre las mujeres, en la sororidad, que encuentran el apoyo mutuo y la confianza en sí mismas para sobrevivir al dolor inimaginable que puede sentir una persona ante la desaparición de un ser querido, es también un retrato del coraje, la valentía y la fortaleza necesaria para enfrentarse a un estado asesino. Lina, Angy y Edith, junto con el resto de las mujeres de los colectivos de búsqueda de desaparecidos, son grandes ejemplos a seguir que nos brindan grandes lecciones de vida; son guerreras y heroínas con fortaleza y determinación que además han sido obligadas por las circunstancias a volverse licenciadas, peritos, investigadoras y cualquier cosa que sea necesaria para buscar respuestas en cualquier lugar y a cualquier costo, que se enfrentan a las autoridades y exigen justicia, que encaran a los políticos cuyas únicas respuestas son sus tradicionales discursos genéricos sobre el supuesto progreso social que no les sirven para nada a los familiares de los desaparecidos que de verdad viven en el México violento y sin privilegios en el que lamentablemente se desdibujan las líneas que separan al crimen organizado de las autoridades gubernamentales que, en teoría y sólo en teoría, deberían resguardar nuestra integridad, incluso después de la muerte. “Volverte a ver” nos hace reflexionar en que quienes perpetran los crímenes en el país —y en el mundo— sean hombres, y quienes se encargan de buscar y desenterrar a las víctimas, sean no sólo sus propios familiares, sino que también sean en su gran mayoría mujeres. Mujeres que salen a las calles, que salen a exigir justicia, que desentierran con sus propias manos a sus hijos, hijas o esposos, que ya sin miedo a represalias se atreven señalar y exigir el merecido castigo para los responsables. Y es que lo que pareciera anécdota local sobre autoridades corruptas en el Estado de Morelos, es en realidad la cotidianidad de todo un país sembrado de cadáveres por el crimen organizado con el apoyo de las corruptas instituciones. Es por eso que, más que un documental, “Volverte a ver” es un testimonio vivo que busca iniciar un profundo cambio social en el apoyo a las demandas de los colectivos de búsqueda de desaparecidos y a la exigencia de justicia para las personas que no sólo no tuvieron una muerte digna, sino que incluso después de la muerte fueron cosificados por las autoridades, fueron tratados con absoluto desprecio y desechados clandestinamente en un cementerio para intentar borrar toda la evidencia de la ineptitud de quienes nos gobiernan.
C
uando se nos dice que la belleza del cine está en su capacidad para contar historias, se nos vende una forma artística como un mero medio recreativo. La noción de una película como una historia vuelve al cine no solo un satisfactor, lo somete a una lógica racional, a algo que tiene un propósito. Después de todo, una historia no es tal sin una secuencia y un fin. Cualquier forma que transgreda estos valores es contraria a la recreación, y peor (o mejor) aún: un despropósito. Es en este margen del espectro donde Nicolás Pereda construye los enigmas de su cine, hecho para jugarse más que para consumirse. La filmografía de Pereda es un delicado conjunto de retazos de anécdotas humanas que hacen de su tono naturalista-melancólico un fin estético. Fuera de ello las historias son difusas; el inicio y el fin deliberadamente se esconden eludiendo lo formal. Pero más interesante que este apego a la noción de la forma como fondo, es cómo a lo largo de sus obras ha construido lo que parece una performance colaborativa entre director y elenco, una compañía formada por actores recurrentes que interpretan a sus homónimos. Son notorios los momentos en que se ejercitan intercambios de miradas, gestos y actitudes, permitiendo que el espacio entre ellos se llene con sugerencias y posibilidades, un estilo que recuerda la ansiedad de la adultez temprana del movimiento mumblecore. Los contextos de pobreza y austeridad además otorgan un realismo que no busca un discurso, sino amalgamarse con una ficción que juega a parecerse a lo real, pero con más intensidad. Fauna, su cinta más reciente, parece una obra que ha madurado para hacerse consciente de la fórmula de su creador, divertirse consigo misma, asumir su naturaleza como constructo y hacer de las actuaciones metaficciones juguetonas. Paco y Luisa, una pareja de novios -actores ambos-, visitan a la familia de ella en un pequeño pueblo
del norte de México. Gabino, hermano de Luisa, se incorpora a la visita generando tensas situaciones para Paco quien intenta adaptarse a una familia que le resulta incómoda y ajena. Esta historia rica en humor fino y sátira familiar sin desperdicio, se ve truncada cuando un personaje se sienta a leer un libro que plantea una nueva historia, compuesta por el mismo elenco y que parece contenida dentro de la trama principal: un misterioso relato noir donde los personajes se elevan de su realidad simplona, pero a la vez se alejan de su realismo, como si el salto a otro nivel de ficción evidenciara lo ilusorio y a la vez lo esperanzador del cine. No es quizá en vano que, en un momento, Luisa pide a su madre ayuda para ensayar una escena para una obra de teatro, resultando ser el intercambio dramático más intenso de Sonata de Otoño, de Ingmar Bergman. Un plano imita de forma casi idéntica la escena del filme de 1978. Al actuar dentro de su propia actuación, los personajes nos recuerdan que interpretar es seguir un ideal mientras se renuncia a la –quizá– anodina autenticidad. El trabajo de Nicolás Pereda no es, sin embargo, acorde a esta lectura más bien amarga. Su manipulación de la estructura narrativa, si bien un poco frustrante, no deja de ser intrigante, su satisfacción para el espectador se concentra en la sustancia dramática de los momentos más que en su conclusión, y en la representación burlona de la labor de actuar. Es por ello que la cinta de Pereda triunfa pese a su irracionalidad y su inconsecuencia. Como en un juego, el desarrollo es más atractivo que su terminación. Si el juego es algo que se hace sin un sentido más que el del juego mismo, Fauna logra hacer al espectador partícipe de sus ensayos con las formas, y, con suerte, hacerlo olvidar aquella estrecha noción del cine como solo una historia.
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mbientada a mediados de los años 90 en la Ciudad de México, la más reciente película del director Julián Hernández narra la vida de cinco mujeres unidas por la de Aída Cisneros, una reconocida artista plástica interpretada por Diana Lein con ecos de la artista visual cubano-estadounidense Ana Mendieta, que luego de una tragedia que poco a poco se va definiendo en la cinta, finge su propia muerte y ahora se dedica a buscar justicia para mujeres que han sido violentadas sexualmente. La intrépida justiciera urbana busca, seduce, narcotiza y tatúa marcas a los criminales como un recordatorio del horror para que nunca olviden sus infames actos. Y aunque podría parecerlo por su premisa, la película no posee un discurso de odio contra los hombres, ni tampoco es una apología al ‘ojo por ojo’. La historia de “Rencor Tatuado” no es una historia de venganza, sino de solidaridad entre mujeres que se tienen que ayudar para poder sobrevivir; pero también es de alianzas con los hombres, y es aquí donde entra el personaje de Vicente, un periodista cultural encarnado por Irving Peña, que se obsesiona con la mujer a la que la prensa llama ‘La Vengadora’, pues una fotografía filtrada en los periódicos tiene similitudes con la obra de su admirada Aída Cisneros, por lo que su investigación lo llevará a descubrir la verdad detrás de la vida anónima de la justiciera. La película parte de un caso verídico: en la década de los 90, el entonces procurador Javier Coello Trejo estuvo vinculado a una banda de violadores, y en ese contexto el director introduce a su heroína, una ‘femme fatale’ en la que podemos encontrar rastros de Lisbeth Salander de la saga “Millenium”, de Thana en “Ángel de la Venganza”, y de Iron Pussy en “Las Aventuras de Iron Pussy” de Apichatpong Weerasethakul y Michael Shaowanasai; pero sobre todo podemos reconocer en ella grandes influencias de los emblemáticos personajes protagónicos de filmes nacionales como “La Alacrana”, protagonizada por Maribel Guardia, así como “Lola la Trailera” y “La Guerrera
Vengadora”, ambas cintas protagonizadas Rosa Gloria Chagoyán. ‘La Vengadora’ de Rencor Tatuado sigue los códigos de los personajes clásicos del Film Noir: se trata una antiheroína que, a falta de acción eficiente por parte de las instituciones corruptas en una sociedad decadente, busca ejercer justicia por mano propia y bajo métodos moralmente cuestionables. “Rencor Tatuado” representa un distanciamiento tanto en forma como en fondo al cine acostumbrado por Julián Hernández; y es que aunque hay constantes que se mantienen como su discurso audiovisual sostenido por la siempre sobresaliente creación de atmósferas, la película se distingue entre su filmografía por ser la primera en contar con un mayor número de personajes, varias historias que se entrelazan y una gran cantidad de diálogos que conducen al público a lo largo del filme. La fotografía en formato 4:3 de Alex Cantú, recurrente director de fotografía en la obra de Hernández, propone aquí algunos juegos de sombras que nos remiten a la sordidez plasmada en sus trabajos con Arturo Ripstein, mientras que el constante movimiento de la cámara y su recurrente inclinación dan potencia y dinamismo vertiginoso al relato anclado a los códigos del cine noir y que echa mano de la estética teatral expresionista para crear el mundo que habita Aída, sonorizado por el score compuesto por Ángel Sánchez Borges y Arturo Villela, quienes apoyan al filme en la construcción de su atmósfera. Acompañado además por un reparto que incluye nombres como Giovanna Zacarías, Itatí Cantoral, Monica del Carmen, César Romero Medrano, Rocío Verdejo y César Ramos, el cineasta consigue un sofisticado ejercicio con el que incursiona en el 'cine de género' con una apuesta pertinente y relevante en donde la expresión artística y la solidaridad masculina son los elementos clave en esta lucha contra la violencia y la corrupción que tienen sometido al país.
C
uando Alma y sus hijos fueron asesinados, en sus oídos aún resonaban las palabras “si lloras te mato”. 30 años después del genocidio ocurrido en la selva guatemalteca, el tribunal lleva a juicio al general retirado Enrique Monteverde, quien estuvo al frente de las fuerzas armadas que perpetraron la masacre. Pero pese a los múltiples testimonios de las sobrevivientes y a que el tribunal lo ha encontrado culpable, el juicio se declara nulo cuando la defensa argumenta enfermedad grave en el veterano militar y éste queda absuelto. La ciudadanía se levanta en ira frente a la inaudita sentencia y se agolpan en los alrededores de la acomodada casa del general para protestar y pedir justicia; mientras tanto, muchos de los trabajadores del general lo abandonan poco a poco. Por las noches, el avejentado militar comienza a escuchar los lastimeros llantos de una mujer y comienza a sospechar que Alma, el ama de llaves recién contratada, es un espíritu de su pasado que finalmente le ha dado alcance; mientras que su esposa y su hija están convencidas que sus alucinaciones son síntomas del inicio de su demencia senil. Bajo esta premisa se presenta el último largometraje de la «Trilogía del Desprecio» del director Jayro Bustamante, cuyo compromiso con la memoria histórica de su pueblo ha quedado de manifiesto desde su opera prima “Ixcanul” (2015), un solvente ejercicio cinematográfico en donde exploró el desafío de una adolescente (interpretada por María Mercedes Coroy) hacia los patriarcales usos y costumbres de su comunidad en la región kakchikel de Guatemala. En “Temblores” (2019), su segundo largometraje, el cineasta cuestionó las absurdamente estrictas reglas morales y los mecanismos de manipulación de las sectas religiosas a través de Pablo, uno de los feligreses de la comunidad cristiana evangélica que, luego de años de aparente estable matrimonio y doble paternidad, se descubre enamorado de otro hombre. Ahora con “La Llorona”, el director y su coguionista Lisandro Sánchez toman como inspiración el genocidio ocurrido en Guatemala entre 1982 y 1983, y el juicio que se llevó a cabo contra el General Efraín Ríos Montt, acusado de crímenes de lesa humanidad. Con María Mercedes Coroy al frente del reparto en la que representa su segunda colaboración con el director luego de su aclamada opera prima, “La Llorona” toma la legendaria y vengativa figura femenina conocida en toda Latinoamérica con algunas variantes regionales, para bordar un relato donde comulgan de manera extraña pero igualmente efectiva lo político y lo sobrenatural, mediante una atmósfera en la que se dan cita una suerte de doble asedio: uno por parte de la hastiada sociedad que entona día y noche consignas que exigen justicia ante la impunidad; y el otro por parte del mundo fantasmal que clama por sus hijos caídos en la colonización y la opresión de clase y raza. La propuesta formal con la fotografía de Nicolas Wong en conjunto con las partituras de Pascual Reyes y un impecable diseño sonoro a cargo de Eduardo Cáceres Staackmann y Juan Pablo Huerta Estrada es el pilar principal que sostiene este relato paranormal que nos sumerge en un ambiente de angustia perpetua. “La Llorona” es la obra de un director que confirma su talento en la creación de ambientes donde conviven el misticismo del folclor guatemalteco con la cruda y descarnada realidad social, a la vez que reafirma su compromiso para con un cine socialmente relevante y se consolida como el mejor realizador guatemalteco hoy en día.
E
n su tercer largometraje, el director mexicano Marcelino Islas Hernández se reúne con la actriz Verónica Langer tras haber trabajado en su película anterior, “La Caridad” (2016), un sobrio drama marital sobre la soledad en la pareja central del relato y donde la previa fractura emocional entre los protagonistas se agrava luego de que su vida es trastocada por la partida del hogar de su hijo y por un terrible accidente automovilístico. Ahora, en “Clases de Historia”, el director vuelve a hacerse cargo del guión y escribe el personaje protagónico especialmente para que sea interpretado por la experimentada actriz, quien aquí se transforma en una maestra de Historia con la que comparte nombre y cuya vida marital y familiar recuerda a la de su papel en el filme anterior. La relación que la profesora mantiene con su esposo e hijos, es distante, fría, y apenas desea tocar el tema del cáncer que padece desde hace tiempo, que le fue detectado tardíamente y que posiblemente terminará con su vida muy pronto. Entre la apatía y el cuestionarse si someterse a un tratamiento con quimioterapia que le ofrece muy pocas esperanzas de vida, Verónica conoce a Eva (encarnada por Renata Vaca), una alumna de nuevo ingreso con quien desde el primer día en su clase tiene varios roces en el salón por su mala actitud y conducta. Pero de manera inesperada, la profesora es despedida por la directiva escolar que no quiere tener problemas si, debido a su enfermedad, le ocurriera algo en las instalaciones de la escuela. Eva entonces consigue la dirección de la profesora y acude a su casa para pedirle un favor y solucionar un embarazo no deseado; entre ellas comienza a gestarse así una inicialmente insospechada relación de amistad que irá evolucionando y las unirá íntimamente. “Clases de Historia” es una película honesta, un retrato de la clase media mexicana en el que, al igual que en sus dos filmes previos, el cineasta destaca por su empatía con la mirada y la experiencia femenina, y a través de ella explora sus inquietudes temáticas como la soledad, la monotonía y la reconfiguración que se debe hacer en la vida cuando nos enfrentamos a un evento trágico inesperado que nos trastoca profundamente. Sin embargo, en esta cinta hay una diferencia sustancial y contundente que la separa del resto de su obra. Y es que tanto Martha como Angélica, las protagonistas de sus filmes previos, eran mujeres que de cierta forma aceptaban sus destinos, pero aquí sobresale un discurso que en cierto sentido, es más optimista, luminoso y vitalista, aunque no por ello resulta evasivo, escapista o menos doloroso. En las tres películas, el punto de partida es la soledad y la monotonía, pero el trayecto lleva a Verónica hacia un destino muy distinto. Y por supuesto para ello Eva resulta esencial, se trata de una chica que poco a poco consigue derribar la aparentemente infranqueable barrera emocional de Verónica. Su relación afectiva comienza a estrecharse, y con ello, sus respectivas carencias afectivas van encontrando sustitutos a le vez que la una a la otra se van revelando nuevas formas de ver y experimentar al máximo tanto la vida como la muerte. Profesora y alumna, se van apoyando mutuamente, se van dando fuerzas con su compañía, hasta generar en Verónica un renacer de su deseo íntimo, de estar con alguien más para sentirse viva por última vez, para volver a vivir en su camino hacia la muerte. Y es a través de la fotografía, el diseño sonoro, la selección musical y la estupenda labor histriónica de sus dos protagonistas, que el director consigue capturar y transmitir a cabalidad la decisión de Verónica de vivir de ahora en adelante bajo sus reglas y recorrer su marcado camino hacia la inevitable muerte pero bajo sus propios términos.
L
upe y Manuel (Paulina Gaytán y José Pescina respectivamente) son una pareja que lleva tiempo buscando tener un hijo. Los resultados de los estudios a los que se han sometido han revelado que él es estéril, y esto ha comenzado a provocar fisuras en la relación. Entre las opciones para ser padres está la adopción o la inseminación artificial. La primera alternativa no resulta muy convincente para la machista ideología de Manuel, empecinado en procrear un hijo propio, sangre de sus sangre; se decantan por la segunda opción que acuden con un doctor especializado para que los oriente. La búsqueda de un donador de esperma vuelve a trastocar la psique de Manuel, pues ningún candidato parece ser el ideal para engendrad a «su hijo»; mientras tanto, la relación con Lupe se debilita aún más. Entonces Manuel toma la decisión de pedirle Ruben (Jorge A. Jiménez), el nuevo empleado que tiene a su mando en la empresa donde trabaja y que planea partir pronto a los Estados Unidos en busca de una vida mejor, que sea el donador para la inseminación de Lupe a cambio de quedarse una temporada con ellos hasta que junte el dinero para pasar la frontera. La vida gira. El embarazo sigue sin lograrse y la estadía de Rubén se alarga cada vez más. Con la premisa anterior, y cinco años después de presentar su opera prima en el Festival Internacional de Cine de Morelia –“Hilda” (2014)–, el director Andrés Clariond regresó a la fiesta fílmica de la capital michoacana con el propósito de incomodar a las audiencias y mover a la reflexión sobre las fronteras de las relaciones de pareja a partir de un análisis de la masculinidad. “Territorio” es un ejercicio bastante lúdico con el que el cineasta mexicano cuestiona el significado de ser hombre a partir del arco narrativo del personaje de Manuel; este es un hombre 'chapado a la antigua', que se niega a asumirse como estéril y no duda en echarle la culpa a su mujer cuando no puede quedar embarazada porque seguramente hay algo malo con ella, o que piensa que puede arreglar todo con una escandalosa serenata en estado etílico. Al momento de examinar los temas de la defensa del territorio y los límites en la pareja que nacen de la fragilidad emocional del macho alfa, el cineasta traza una historia que rayan peligrosamente en las fronteras de lo absurdo; no obstante y al igual que en su opera prima, consigue que las probabilidades jueguen a su favor y, gracias al apoyo en excelentes interpretaciones del trío protagónico, en todo momento el relato se siente absolutamente probable y por completo verosímil. Con “Territorio”, el director reafirma su capacidad narrativo y refrenda su compromiso con el estudio de lo humano, en esta ocasión llevándolo a cabo mediante un enfrentamiento físico pero sobre todo psicológico de los instintos básicos de dos machos alfa, exponiendo con ello los complejos y las debilidades de la hombría. Imperdible.
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eis años después de presentar su opera prima –el drama romántico “Hinterland” (2014)–, el director Harry Macqueen presentó en el Festival de San Sebastián y en el Festival de Toronto su segundo largometraje: “Supernova”, un doloroso drama en el que una pareja se enfrenta a su propia mortalidad cuando una enfermedad degenerativa ataca a uno de ellos. La película, que en México será distribuida bajo el nombre “Un Amor Memorable”, es protagonizada por Colin Firth y Stanley Tucci, quienes interpretan respectivamente a Sam y Tusker, un concertista de piano y un reconocido escritor que han sostenido una relación de pareja durante 20 años y que han decidido tomarse unas vacaciones en su vieja furgoneta para recorrer las caminos rurales de la campiña británica, visitando en el trayecto los lugares especiales de su pasado, a sus familiares y amigos más cercanos. La decisión de hacer este viaje responde a que Tusker ha comenzado a presentar episodios graves de su diagnosticado Alzheimer en fase temprana, así que el tiempo que puedan aprovechar para pasar juntos en pareja y con sus seres queridos es lo más importante que tienen ahora. El guion de la película fue firmado por el propio cineasta y mostrado a Stanley Tucci para ofrecerle uno de los roles estelares; el actor quedó fascinado por la historia y aceptó el papel, y mientras se barajaban las posibilidades para el rol de su pareja en la ficción, para el cual el director quería a un histrión con con el que Stanley Tucci tuviera una gran química en pantalla, éste en secreto le envió el guion a su mejor amigo: el actor Colin Firth, quien también quedó encantado con
el trabajo de Macqueen e inmediatamente aceptó participar en la cinta. Y con esta anécdota en mente cobra más sentido la formidable química que transmite la pareja protagonista, traspasando la pantalla con una complicidad inigualable. Aunque en Inglaterra no hay una tradición fílmica de road movies, el director Harry Macqueen se ha manejado en este subgénero en sus dos primeros ejercicios de largo metraje, y en esta ocasión, el cineasta recurre al experimentado director de fotografía Dick Pope, en cuya larga trayectoria ha colaborando con realizadores como Mike Leigh –con quien ha forjado una sólida mancuerna–, Neil Burger y Richard Linklater, para capturar los bellos paisajes británicos con sensibilidad europea pero emulando a los grandes paisajes estadounidenses que han sido emblemas de este género americano. Y como en toda buena road movie, a la par que los protagonistas recorren cierto trayecto geográfico, transitan también por un terreno introspectivo que les resulta revelador y catártico. “Supernova”, al igual que la opera prima de Macqueen, posee una premisa que echa mano de un reencuentro de los protagonistas con su pasado que los obligará a tomar decisiones sobre su futuro. ¿Qué hacer cuando la pérdida del control sobre nuestra propia vida es inminente? Es la pregunta última a la que nos confronta el realizador en este drama de pareja en el que, aunque las metáforas a las que recurre resultan bastante obvias, funcionan de forma eficaz en una propuesta sobria y elegante que huye del estilo emocionalmente chantajista que es el sello distintivo en el cine hollywoodense.
L
uego de entregarnos “Dolor y Gloria” (2019) la obra cumbre de su carrera en la que se aventuró más allá de los límites de su zona de confort, tomando una vereda mesurada en lo dramático y sobria en su propuesta visual para así obsequiarnos una entrega íntima absoluta, el director Pedro Almodóvar debuta en el cine angloparlante con el mediometraje “La Voz Humana” con la siempre extraordinaria Tilda Swinton como protagonista. El mediometraje es una libre adaptación de la obra teatral de Jean Cocteau escrita en 1930 y cuyos temas inspiraron al cineasta para la creación de una de sus más reconocidas cintas: “Mujeres al borde de un ataque de nervios” (1988), protagonizada por la maravillosa Carmen Maura. En el mediometraje “La voz humana”, una mujer acompañada de un perro que intuimos no es de su propiedad, sale de su departamento luego de tres días de encierro tan solo para comprar un hacha y un bidón de gasolina. La mujer regresa a su departamento en donde descubrimos algunas maletas ya hechas, mientras que la llamada telefónica de un hombre poco a poco nos revela el panorama completo: se trata de una mujer que ha sido abandonada por su amante para contraer matrimonio con otra mujer y que se encuentra a su espera para poder despedirse de él cuando recoja sus cosas –y su mascota– del
departamento. Así da inicio el mediometraje de 30 minutos en los que la fenomenal actriz británica da una nueva muestra de su talento con un monólogo en el que se consigue la comunión de forma orgánica de la naturaleza teatral del texto de Cocteau con el lenguaje cinematográfico con el sello Almodóvar en cada uno de sus fotogramas. Haciendo evidente el artificio de su propuesta teatral/cinematográfica al mostrar a Swinton siendo filmada en un set, este minifilme posee todos los elementos que han marcado el estilo Almodóvar desde sus inicios en la década de los 80 del siglo pasado: el melodrama entregado sin empachos a los excesos, la estética kitsch que aquí ya se encuentra refinada y sofisticada por el paso de los años, y por supuesto la exploración y disección de la psique femenina frente a un doloroso trauma, uno amoroso en este caso. “La Voz Humana” es una breve pero contundente muestra de que el director se encuentra actualmente en un estado de gracia creativa. En este breve ejercicio, consigue una historia redonda y emocionalmente dolorosa sobre el éxito, la soledad y el desamor que para los irredentos seguidores del director manchego, será un ejercicio fílmico imprescindible, a la vez funcionará como puerta de entrada para todos aquellos que quieran iniciarse en la obra del director español vivo más influyente en la cinematografía internacional.
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ras el gran tropiezo en su carrera que significó su incursión en el cine anglo parlante –“The Death and Life of John F. Donovan” (2018)–, el director quebequense Xavier Dolan está de regreso con “Matthias y Maxime”, su nuevo melodrama juvenil que en esta ocasión gira en torno a los dos mejores amigos a los que hace referencia el título –Matthias Ruiz (Gabriel D'Almeida Freitas) y Maxime Leduc (Dolan regresando como protagonista de sus historias)– que repentinamente tiene que enfrentarse, cada uno desde su trinchera, a las emociones y sentimientos largamente reprimidos que se agitan por dos eventos: el primero es el de Maxime anunciando a su grupo de amigos un próximo viaje a Australia donde residirá por dos años; y el segundo, es un beso que sucede entre los dos chicos como parte de una actuación amateur en la filmación de un cortometraje universitario dirigido por la hermana de uno de los amigos del grupo. La inminente partida de Matthias y ese beso que, al parecer ya habían experimentado durante su época en Preparatoria, lleva a ambos a cuestionarse la solidez de su orientación sexual y con ello a poner a prueba su amistad y sus vínculos con sus seres queridos. Dolan teje en la historia una serie de subtramas en las que repite sus obsesiones temáticas como las relaciones problemáticas entre madre e hijo, la imposibilidad de adaptarse a una realidad cambiante y la nostalgia por un pasado mejor; sin embargo, el hilo conductor se mantiene entre Matthias y Maxime, y es a partir de ellos que desarrolla en pantalla un estudio de
la amistad y del deseo masculino. Dolan decide mostrar de forma individual la manera en la que cada chico lucha contra los sentimientos amorosos que, evidentemente, van mucho más allá del cariño fraternal; la incapacidad de ambos para lidiar con este tema deviene en frustración y enojo, en especial para Matt, quien atormentado por una vergüenza y miedo no verbalizados que se traducen en constantes comportamientos absurdos como su impetuoso nado por un lago, la discusión con sus amigos durante un juego de mímica, o con su pareja a la que le da explicaciones no pedidas sobre su beso con Maxime. “Matthias y Maxime” confirma una vez más el histérico estilo audiovisual videoclipero con el que se ha consolidado el sello Dolan, pero en su conjunto resulta una obra menor y muy poco arriesgada dentro de filmografía le canadiense en la que sus temas recurrentes comienzan ya a ser lugares comunes y queda muy por debajo del nivel de su otrora cine fresco, vanguardista y trasgresor. Aunque en su defensa debemos señalar que en este título –el octavo de su carrera detrás de la cámara– presenta señales que apuntan a que Dolan se encuentra en una etapa de reflexión sobre su vida y su obra fílmica; y es que tal vez, y sólo tal vez, esta historia sobre juventudes enfrentadas al cambio de realidades sea la representación en pantalla de estar tomando conciencia de que su época juvenil ha llegado a su fin, que ha llegado ya a su tercera década de vida y que debe comenzar a producir obras de mayor madurez.
E
l germen de “Titixe”, el personalísimo documental de Tania Hernández Velasco, es la promesa hecha por una nieta a su abuelo para filmar lo que él más amaba: su campo. Dicho juramento es hecho cuando el abuelo confiesa tristeza y frustración a su nieta porque ninguno de sus hijos mostró interés en el campo para en continuar con sus oficio de campesino, decidiendo todos migrar a las ciudades. Aunque en un principio se trató de una promesa un tanto ingenua ante el desconocimiento de todo lo que implica filmar una película, la muerte del abuelo y la decisión de la abuela de vender el terreno al no poder soportar ver el campo vacío, despertó algo en la nieta y su madre: un deseo de reconexión con su pasado, con sus orígenes. Respondiendo a este llamado, nieta e hija piden permiso a la abuela para intentar una última siembra de frijol con la esperanza de que reconsidere vender el terrero si la cosecha es exitosa. Así comienza esta odisea, como un viaje de reconexión con sus orígenes familiares en el campo mexicano, invirtiendo los ahorros en una última cosecha, un intento de trabajar la tierra labrada por el patriarca de la familia, para honrar su memoria y su legado, y también para cerrar un ciclo de vida. Y así, sin tener un guion como base, la joven realizadora se arrojó a la filmación de forma intuitiva, dejándose llevar por su sensibilidad para capturar hermosas y poderosas postales del campo, y con voz en off de la propia realizadora, nos comparte memorias y anécdotas tanto propias como de su abuelo, así como de otros miembros de la familia como tíos y primos, quienes aún sin contar con el conocimiento necesario para una siembra correcta y cosecha abundante, colaboran con el proyecto familiar. Luego de la filmación, y con una cosecha de resultados relativos, el proceso de la edición del
documental se extendió por dos años en donde las notas que realizaba la directora a manera de diario fueron las guías para ensamblar la estructura de la cinta. “Titixe” es la práctica de recoger las sobras de la tierra después de la cosecha; entrar a los terreros para pepenar, para recoger lo que quedó atrás, para tomar lo que a simple vista no se pudo encontrar. Y de cierta forma, esta práctica en el campo empata como una perfecta alegoría de lo hecho por la directora tanto con el proyecto fílmico como en el familiar: regresar al terreno vacío y buscar indicios de una narrativa del abuelo que aparentemente se habían perdido para siempre luego de su muerte. De esta manera, el documental de “Titixe” crea entonces un diálogo con el trabajo de Marta Ferrer en “A morir a los desiertos”, pues aunque en el documental de Tania Hernández Velasco la aproximación nace desde lo íntimo y familiar, ambas propuestas se conectan al exponer la importancia de preservar las tradiciones y el conocimiento como parte de la memoria histórica, pero también como parte fundamental de la narrativa familiar y personal. Cada uno a su manera, los documentales dan cuenta de cómo con la desaparición del conocimiento –en este caso la sabiduría para trabajar la tierra– también se desvanecen de manera definitiva formas distintas de conocer el mundo y conocerse a uno mismo a través de ellas. “Titixe” es un trabajo en el que resulta sobresaliente el amor con el que fue concebido; un sensible y poético homenaje al último campesino de la familia, un trabajo sostenido por la resiliencia, por la necesidad personal de redescubrir y reconectar con nuestros orígenes, con una cosmovisión que nos pueda obsequiar una nueva perspectiva sobre cerrar ciclos y volver a comenzar.
L
a tribu yaqui, establecida en el desierto de Sonora, es uno de los pueblos originarios de México que se han visto amenazados históricamente tanto por grupos de poder como por distintos gobiernos, y su lucha se extiende incluso hasta el gobierno de Porfirio Díaz quien intentó exterminarlos. El documental “Laberinto Yo’eme” (2020), opera prima documental del cineasta español Sergi Pedro Ros, da cuenta de su lucha en defensa de su territorio y de sus recursos naturales, principalmente del río del cual adoptaron su nombre y de cuya cuenca el gobierno del estado extrae ilegalmente miles de litros de agua para abastecer a la ciudad de Hermosillo con el megaproyecto llamado Acueducto Independencia, despojando a los habitantes originarios de la zona, que por decreto presidencial son únicos dueños del territorio, y condenándolos así a su desaparición. Y es que el megaproyecto Acueducto Independencia es un negocio redondo pero sólo para el gobierno, mientras que significa la extinción de la tribu yaqui que no recibe ni siquiera el 5% del agua que nace del río. La escasez del líquido es tal que se ven obligados a utilizar y consumir agua contaminada. Sin embargo, la amenaza a su territorio por la desaparición de su río no es el único problema al que se enfrentan. Además de la incansable lucha por el territorio que es asediado por personas muy poderosas, sin cara ni cuerpo, pero con mucho poder, también deben encarar tanto al crimen organizado que ha comenzado a reclutar a la juventud de la región, como a la adicción a las anfetaminas que en años recientes ha enganchado a no pocos miembros de la comunidad, quienes a causa de su consumo, abandonan la lucha por el territorio que les ha pertenecido durante siglos, que se caracterizaba por su abundante vegetación y que representaba el génesis de su pueblo y cultura. Firme creyente de que el documental debe a aspirar a mover hacia un cambio social, el director se aventuró
a la producción de este documental cuando conoció la historia de la tribu yaqui por parte de algunos miembros de la comunidad en Cumbre Tajín donde éstos realizaban la tradicional danza del venado, y donde él presentaba un documental que había filmado en Veracruz. Y aunque la tribu yaqui es muy celosa con su territorio y su cultura, frente a la urgente necesidad de compartir su terrible situación, decidieron permitir el ingreso del cineasta junto al director de fotografía César Gutiérrez Miranda; y a diferencia de los documentales tradicionales, la película jamás muestra el nombre de quienes accedieron a aparecer en pantalla para compartir sus testimonios, pero todos ellos pertenecen a la tribu yaqui; y es que para esta comunidad, el colectivo es más importante que el individuo. El nombre del documental responde tanto a la crítica situación de un pueblo que no encuentra solución a un problema tan complejo con varias aristas, como a la búsqueda del equipo de producción al adentrarse en un terreno confuso donde la búsqueda a veces rinde frutos pero en otras ocasiones se llega solo a caminos sin salida. “Laberinto Yo’eme” es un trabajo de factura impecable que en ningún momento delata que detrás de él se encuentra un director que está iniciando su carrera cinematográfica; pero más allá de sus virtudes como ejercicio cinematográfico, el documental es más que pertinente, muy necesario para exponer la crítica problemática que enfrenta la tribu yaqui, y que desde su filmación, no ha hecho más que agravarse dramáticamente. El documental además de ser un testimonio, es la denuncia de un genocidio que se está llevando a cabo en Sonora en estos momentos, en un territorio cuyos golpes por las drogas no son mera casualidad sino una desalmada estrategia política que, si no se atiende de manera urgente, terminará en la desaparición de una parte vital de la ancestral cultura mexicana.
F
rente a la ineptitud de un gobierno que en algun ì momento ni siquiera queria ì reconocer que existia ì n las desapariciones forzadas y su complicidad con el crimen organizado, las madres y esposas de los desaparecidos en El Fuerte, Sinaloa, decidieron en 2014 salir a las calles a buscar los restos de sus familiares, a los que se refieren como sus «tesoros». Entre los documentales que dan cuenta de la critì ica situacion ì del paisì con respecto a las desapariciones vinculadas con el crimen organizado, sobresale “Te nombreì en el silencio”, la opera prima documental de Joseì Maria ì Espinosa de los Monteros, por no caer en el juego del morbo que lo podria ì acercar masì hacia el tono de cualquier nota roja. Entre las madres que se han organizado para formar los grupos de busì queda destaca Mirna Nereida Medina Quino Þ nes, una mujer ingobernable, coqueta y brutalmente honesta cuya alegria ì , fortaleza y tenacidad frente a la tragedia inevitablemente la convirtieron en la lid ì er de uno de los grupos de Las Rastreadoras de El Fuerte. Y es que la personalidad de Mirna es tan magnetì ica que incluso por momentos toma el absoluto control del documental al ordenarle al camarog ì rafo que no baje la cam ì ara y que siga grabando cuando en medio del desierto se encuentran con una camioneta que podria ì pertenecer a los peritos de la fiscalia ì o bien a los sicarios del algun ì grupo criminal. El documental toma la historia de Mirna como el hilo conductor, pero tambien ì da voz a otras madres y esposas a los que les han arrebatado a sus hijos, hijas o esposos. Maria ì Cleofas, por ejemplo, comparte casi como una confesion ì sentirse muchas veces sin energia ì para si quiera levantarse de su cama por las mana Þ nas desde la desaparicion ì de su hijo, pero tambien ì revela que al ponerse su camiseta personalizada con la
identidad de Las Rastreadoras, se siente revitalizada para unirse a las otras mujeres en la busì queda de masì «tesoros». Mientras tanto, Irma Lisbeth, quien habloì por telefì ono con su hija Kumiko tan solì o unos instantes antes de ser asesinada y logroì escuchar la sirena de una patrulla, jura no descansar hasta encontrar el cuerpo de su hija. Si bien el documental inicia de manera dramatì ica con el descubrimiento de una parte del cuerpo de Roberto Corrales, el hijo Mirna al que estuvo buscando durante tres ano Þ s, pronto se aleja de esa lin ì ea trag ì ica para mostrarnos un relato que destaca por los momentos de alegria ì , amor y hermandad que viven Las Rastreadoras, a las que no se les ha olvidado reirì . Y es que por supuesto que no existe tal cosa como un tabulador con el que pueda medirse e interpretarse el dolor y el sufrimiento que han padecido estas mujeres; sin embargo, lo que el director propone es un ejercicio de acercamiento a las vicì timas desde una perspectiva poco explorada, una desde la alegria ì y el amor que sigue existiendo en sus vidas, en las que no solì o la resiliencia sino tambien ì la alegria ì funcionan como una suerte de escape momentan ì eo para no romperse por completo ante la pesadillesca realidad que se ha apoderado del Mexì ico que tanto aman y del que se sienten orgullosas, pero del que tambien ì sienten vergue ?nza al verlo convertido en un paisì que camina sobre sus muertos. Y aunque “Te nombreì en silencio” no deja de ser un documento de denuncia de un estado fallido con una absurda guerra contra el narco y un desamparo absoluto por las vicì timas, es antes que todo un canto a la solidaridad, fortaleza y valentia ì de Las Rastreadoras de El Fuerte que siguen viviendo por y para sus hijos.
V
aliente y arriesgada, como la describía su gran amigo Carlos Monsivais, Nancy Cárdenas fue una artista multifacética que, a pesar de sus inmensos logros, ha quedado en el olvido para las nuevas generaciones. El documental “Querida Nancy” da cuenta de los pasos por este mundo de la mujer originaria de Parras, Coahuila, quien siempre mostró una vocación por el teatro y el cine, y con convicción estudió un doctorado en Filosofía en la Facultad de la UNAM, así como Artes Escénicas en la Universidad de Yale en los Estados Unidos, en incluso estudió temporalmente en Polonia. Directora de teatro, locutora, cineasta, escritora, poeta, activista y doctora en Letras, Nancy Cárdenas fue pionera en los movimientos feminista y LGBT en los años 70, y a pesar de los intentos de censura por parte del gobierno, fue la mujer que presentó por primera vez en México una obra teatral con temática LGBT –“Los chicos de la banda” de Mart Crowley– así como presentó además la primera obra que hablaba del VIH –“SIDA… así es la vida” del dramaturgo William Hoffman. Su salida del clóset fue controversial, pues lo hizo a nivel nacional con Jacobo Zabludovsky en su noticiario 24 horas en 1973, una década por demás crítica para las disidencias sexuales, pues aún existían grandes estigmas sobre las personas lesbianas y homosexuales. Cárdenas había acudido al noticiero estelar de Televisa para defender a un trabajador de una tienda departamental que había sido despedido por su orientación sexual. Además de algunas divertidas anécdotas que hablan sobre su amistad con la legendaria Chavela Vargas, y de los testimonios que nos comparten cómo fueron los último días de la intrépida Nancy Cárdenas a causa de un agresivo cáncer que le arrebató la vida el 23 de marzo de 1994, entre las muchas revelaciones que encontramos en el documental tenemos la referente a la lectura de la «Declaración de las Lesbianas en México» en 1975, cuando se celebró en México el evento del Año Internacional de la Mujer, en el que su participación propició el diálogo con una facción feminista radical que mostraba exclusión y hostilidad hacia las mujeres lesbianas. En poco más de 60 minutos, el documental “Querida Nancy”, producido y dirigido por la realizadora Olivia Peregrino, originaria de Monterrey, recoge testimonios y entrevistas con sus familiares, sus amigos más cercanos, ex parejas y activistas, quienes recuerdan con alegría, orgullo y melancolía el tiempo que compartieron con ella y el legado que dejó para la visibilización de la comunidad LGBT tanto en los medios como en los espacios públicos. El resultado de la propuesta de la directora, es un contundente y entrañable documento histórico imprescindible sobre la vida y obra de una formidable mujer que ayudó a construir una sociedad más justa para todos y todas; es un retrato entrañable de una de las piedras angulares de la comunidad LGBT en el represivo México de los 70 cuya valentía, magnetismo y provocación fueron sus principales armas para labrar el camino de la lucha por la apertura mediática hacia las minorías y los derechos de las disidencias sexuales.
T
ras su incursión en Hollywood con Mimic (1997), Guillermo del Toro decide regresar al cine hablado en su idioma y acepta la oferta de Pedro Almodóvar (hecha años atrás con el estreno de Cronos) para financiarle su siguiente proyecto a través de su compañía productora El Deseo. El resultado de esta magnífica colaboración fue una fantástica historia fantasmal contextualizada en medio de la Guerra Civil Española. La trama de El Espinazo del Diablo (2001) tiene lugar en el orfanato Santa Lucía, ubicado en medio de la desolada campiña española a finales de los años 30, lugar en donde la llegada de Carlos, un nuevo alumno que ha sido abandonado por su tutor tras la muerte de sus padres republicanos, propicia las condiciones adecuadas para que un fantasmagórico infante pueda, finalmente, cobrar su venganza en ese microuniverso lúgubre y hostil. Con esta su cuarta película, el mexicano se consagró como un gran cuentacuentos, un narrador con una madurez tal, que por primera vez pudo ostentar con derecho el título de cineasta. En El Espinazo del Diablo, del Toro conjuga con maestría la cruda realidad española durante la guerra civil con los elementos sobrenaturales que salpican una historia llena de desolación y desesperanza en un entorno visual poéticamente melancólico cargado con secuencias terroríficamente hermosas: una bomba cayendo en el patio del orfanato durante un ataque aéreo en una noche de tormenta; una fantasmagórica y acuática figura infantil que deambula por los corredores del orfanato; una violenta muerte acompañada por un hermoso verso poético; una venganza añorada finalmente alcanzada y una de las más hermosas respuestas a la eterna pregunta '¿Qué es un fantasma?'. Y es que más allá de esto, la cinta juega con diversos géneros como el horror, la fantasía y algunos destellos de western, y disecciona a través de la mirada de los niños la pérdida de la inocencia, los horrores de la guerra y la fractura social que acarrean los conflictos civiles, una pequeña gran joya de la cinematografía hispana colmada de un gran elenco entre los que podemos mencionar a Federico Lupi, Marisa Paredes y Eduardo Noriega.
U
n ermitaño cazador de trufas encarnado por Nicolas Cage, abandona su autoexilio en una zona remota de Oregon, para volver a Portland luego de 15 años con la ayuda de Amir, uno de sus clientes al que da vida Alex Wolff, luego de que su querida cerda trufera fuera secuestrada. De acuerdo a esta premisa, y dejándonos llevar por lo mostrado en el trailer, es fácil pensar que estamos ante una de las propuestas variantes que han devenido luego del estreno de John Wick (2014), de Chad Stahelski y David Leitch, como su versión femenina “Atomic Blonde” (2017), protagonizada por Charlize Theron y dirigida por el propio David Leitch, o la muy reciente “Nadie” (2021), de Ilya Naishuller, con Bob Odenkirk como ultraviolento protagonista. Sin embargo, no podríamos estar más lejos de la realidad. Esta opera prima del realizador Michael Sarnoski, que cuenta con una sobresaliente estética con la dirección de fotografía a cargo de Patrick Scola, toma un rumbo distinto al de la violencia desenfrenada y secuencias insólitas. “Pig” es un drama conmovedor aunque muy a su propia y extraña manera, con la excentricidad que ha caracterizado la carrera de Nicolas Cage, pero de una forma mesurada, aprovechando a un protagonista contenido para demostrar el talento de su intérprete como un histrión con variados registros actorales y recordándonos por qué era considerado uno de los mejores actores de su generación por películas como “Raising Arizona” (1987) y “Leaving las Vegas” (1995). Con una combinación de thriller y drama, a cuenta gotas nos va revelando sutiles pistas sobre el pasado de su protagonista, como su nombre, profesión y la trágica razón de su decisión de apartarse a vivir de manera precaria en una cabaña remota; de esta manera, nosotros como espectador debemos comenzar a ensamblar el rompecabezas que nos permita ver el panorama completo de un hombre al que su fama y reputación lo preceden como una suerte de leyenda en los elitistas círculos del arte culinario de Portland, y cuya vida ha sido marcada por el egoísmo, la ambición y la tragedia. “Pig” es un elegante estudio de personaje a la vez que también explora el tema de las conflictivas relaciones paterno filiales, y a la par que conocemos más de la vida del protagonista, apreciamos también el deseo de Amir de desenvolverse en el negocio lejos de la sombra de su padre. Presentado mediante una narrativa austera y cadenciosa, quizá este laberíntico, emocional y melancólico camino a la redención sea demasiado lento para aquellos que busquen algo similar a John Wick; sin embargo, aquellos que se atrevan a dejarse llevar y le den una oportunidad a la cinta, serán recompensados con una tesis sobre el dolor de la pérdida y las etapas del duelo con toques metafísicos e inclusive existenciales.
P
oco más de tres años después del estreno en cines de “Liga de la Justicia”, la versión de Zack Snyder es una realidad y ya puede verse en distintas plataformas digitales. La historia central que ahora nos comparte el director en su corte personal es prácticamente la misma que ya vimos antes, sin embargo, en su cuatro horas de metraje hay una cantidad de secuencias que hacen una diferencia sustancial con respecto a la muy deficiente versión de Joss Whedon, y no es un error el referirse a ella como una película totalmente distinta tanto en forma como en fondo. En el centro de la trama sigue estando Batman (Ben Affleck), quien busca a toda costa una redención personal y está determinado a honrar la memoria de Superman (Henry Cavill) para que su sacrificio ante Doomsday no haya sido en vano, y para ello ha iniciado una cruzada para reclutar a un equipo de metahumanos con el fin de proteger a nuestro planeta de una oscura amenaza que se cierne sobre él y de la cual ya han sido alertados por las Amazonas, quienes se han enfrentado a uno de sus esbirros: Steppenwolf (Ciarán Hinds) un implacable emisario de Darkseid (Ray Porter), el tiránico gobernante del planeta Apokolips, y quien está en una misión personal para reunir las tres Cajas Madre, unos míticos artefactos de tecnología alienígena con los que Darkseid pretende conquistar no sólo nuestro planeta sino el universo con la ecuación anti-vida. Es así que con la ayuda de Diana Prince (Gal Gadot), quien ahora trabaja como restauradora de arte en el Museo de Louvre en París, y su fiel mayordomo Alfred (Jeremy Irons), el Hombre Murciélago va en busca de Arthur Curry (Jason Momoa), Barry Allen (Ezra Miller) y Victor Stone (Ray Fisher) para proponerles unirse a él en su heroica misión. Sin embargo, el convencerlos de unirse a la iniciativa resulta un tanto más complicado de lo que había imaginado, pues cada uno se encuentra luchando con sus demonios personales e intentando descubrir cuál es su lugar y propósito en el mundo. En una época difícil donde el público no ha podido asistir masivamente a las salas de cine para el acostumbrado ritual escapista, resulta refrescante la aparición de esta visión del director que ofrece un espectáculo audiovisual de primer nivel, aunque su extensa duración bien podría ser exhaustiva para el espectador común que no sea fan del universo extendido de DC en el cine o de los personajes en las viñetas impresas, quienes por supuesto son el target principal de estas propuestas cinematográficas hollywoodenses. Sin embargo, su presentación en episodios podría resultar perfecta para que el público ocasional pueda disfrutar la cinta en partes, evitando así sentirse abrumados por su duración. Por supuesto que su mastodóntico metraje es aprovechado para permitirnos conocer más a los personajes, algo que no sucedió en la versión de Joss Whedon. Aquí Zack Snyder da a los personajes el tiempo necesario en pantalla y cada uno brilla a su manera y en su justo momento, y ahora podemos podemos confirmar que cuando el director declaró que el personaje de Cyborg era el corazón de la película, no estaba en un error, pues el viaje personal de Victor Stone resulta por mucho el más conmovedor y entrañable de la película, ya que no sólo conocemos su trágico pasado, sino que conocemos la personalidad caritativa del personaje y comprendemos las decisiones que toma.
Wonder Woman, por su parte, no tiene un desarrollo de su personaje pero sí la vemos en su faceta de heroína más salvaje y brutal, tanto en la secuencia extendida que ya vimos en cines en 2017 como en su enfrentamiento con Steppenwolf a la mitad del filme como en su climax. Y aunque el personaje de Flash continúa siendo el ‘comic-relief’ del filme, sus intervenciones cómicas resultan esporádicas y su humor no tan bobo, aunque sí infantil e ingenuo; además que somos testigos de su búsqueda de un lugar en el mundo y de una forma de ayudar a su padre que se encuentra en prisión acusado de asesinar a su madre. Quizá quien no destaca tanto sea Aquaman, pero si tomamos en cuenta que de este personaje ya hemos tenido una película en solitario, no resulta necesario que en esta cinta se aborde más a su personaje, el cual tiene la presencia y carisma para resultar atractivo y posee las secuencias de acción necesarias y correctas en esta cinta donde hay más cohesión entre los miembros de la Liga y se consigue realmente esa sensación de camaradería en un equipo superheroico que se ha unido con un fin común a pesar de que se mantienen sus diferencias. Pero así como los héroes tienen su momento adecuado en pantalla, también lo tiene Steppenwolf, de quien conocemos su pasado como sirviente de Darkseid y con ello sus motivaciones para su implacable búsqueda de las Cajas Madre. El desarrollo de Steppenwolf le permite a Snyder que la ominosa presencia de Darkseid se perciba en la pantalla aunque no se encuentre físicamente en ella; además debe ser señalada la impresionante mejoría en el aspecto visual del personaje, sobresaliendo el diseño de su extraordinaria armadura con inteligencia artificial orgánica. “La Liga de la Justicia de Zack Snyder” es hasta cierto punto una historia convencional del bien contra el mal que tiene al sacrificio –tema recurrente en su filmografía– como el eje central de esta aventura, pero que sobresale más allá del estilo característico de su artífice por su espíritu aventurero que nos remite al de los relatos épicos y con un tono un tanto más ligero que en sus anteriores filmes. Pero así como las virtudes audiovisuales de Snyder brillan en la pantalla de este ambicioso proyecto, también lo hacen sus defectos, pues se hacen más evidentes que nunca sus deficiencias narrativas al momento del montaje. Y es que al conectar las secuencias que dan forma a la película, hay varios momentos en los que el ritmo de la película cae peligrosamente. Con la visión de Zack Snyder sobre el primer filme del equipo de DC, estamos ante la historia de origen que la Liga de la Justicia merecía en cuanto al entretenimiento en pantalla grande que ofrece para los fans tanto de su cine como de los personajes de la editorial, pues posee mucha más de la espectacularidad que se espera de los blockbusters; sin embargo, como obra cinematográfica tiene todos fallos que han caracterizado al cine de Snyder y que ha impedido que sus películas se encumbren como las grandes referentes del cine de superhéroes.
L
os días más oscuros de nosotras” fue estrenada en festivales en 2017 y 2018, pero por cuestiones de distribución y del conocido incidente sanitario global que paralizó —entre otras— la industria cinematográfica, “Los días más oscuros de nosotras” pudo verse finalmente en cines comerciales hasta principios de este año. La película representa no sólo la opera prima de Astrid Rondero, sino también el primer trabajo resultante de la colaboración con la guionista y también cineasta Fernanda Valadez, con quien colaboró en la escritura del guión de “Sin señas particulares” (2020), la cinta dirigida por Valadez que ostenta el título de la película mexicana más premiada del año pasado, y que se espera que repita su éxito en la próxima entrega de los premios Ariel en donde lidera la lista de nominados al contar con 16 menciones. Protagonizada por Sophie Alexander Katz y Florencia Ríos, la cinta narra el encuentro de dos dolorosas soledades: la de Ana y la de Silvia. La primera es una arquitecta que se ve forzada a regresar a Tijuana para hacerse tomar el mando de una obra en proceso, un gran edificio en la costa de la ciudad en la que un accidente le arrebató a su hermana cuando apenas era una niña. La segunda es una mujer un tanto más joven que, aunque ya tiene un tiempo viviendo como inquilina en la casa de la infancia de Ana pagando una renta fija mensual, ahora está muy interesada en comprarla de forma definitiva; sin embargo, el valor sentimental por la casa de su familia y el tormentoso recuerdo de la muerte de su hermana no la dejan desprenderse de la propiedad, pues es todo lo que le queda de ella. Con un cadencioso ritmo, la película poco a poco nos interna en aspectos de la vida de ambas mujeres. Así conocemos los hostiles ambientes de trabajo al que ambas se ha incorporado. Por una parte, Ana debe resistir la constante hostilidad de sus empleados que no están nada contentos con tener a una mujer como la máxima autoridad de la obra; por su parte, Silvia debe trabajar como bailarina exótica en un club nocturno para poder sobrevivir mientras intenta rehacer su vida lejos de su ex esposo obsesionado con hacerle la vida imposible. De cierta forma, la casa que para Ana representa un doloroso trauma del cual no puede desprenderse para avanzar con su vida, para Silvia podría ser el primer paso para poder escapar finalmente de un violento pasado e igualmente doloroso. La casa, entonces, termina por convertirse en un vínculo que unirá sus destinos y que se verá reforzado cuando entre ambas surja una relación íntima que, más allá de la sexualidad, les dará la oportunidad de acompañar sus soledades, de reconocerse a sí mismas y la una a la otra, y de tomar la fuerza y el coraje necesario para sobrevivir un día a la vez. Pero la película no toma el camino fácil de mostrar la violencia explícita que padecen las mujeres, sino que decide retratar esos micromachismos que la sociedad tiene tan normalizados que ya incluso pasan desapercibidos. Este recurso la vincula con la película “The Assistant” (2019), de Kitty Green, en donde la asistente del título a la que da vida de forma estupenda la actriz Julia Garner, tiene que lidiar con el machismo sistemático dentro del mundo del espectáculo, particularmente en una compañía productora de Hollywood. Con su propuesta formal —bajo la lente de la cinefotógrafa Ximena Amann y con las composiciones originales del artista conocido como Lambert—, la película consigue recrear la atmósfera asfixiante que nace de la ominosa sombra del machismo que se extiende en distintos ambientes de la vida cotidiana de las mujeres como su propia casa, su trabajo, la calle, el transporte público, los espacios de recreación. La realizadora consigue plasmar en la pantalla y transmitir el desgaste exhaustivo que representa para las mujeres salir cada día a un mundo controlado por un sistema machista diseñado por hombres donde pretenden que todo esté a su disposición para su consumo y su placer. “Los días más oscuros de nosotras” es un notable debut cinematográfico, una pieza que sobresale por su estupenda manufactura y que la compagina con una gran historia sobre la sororidad frente a un sistema misógino, moviéndonos con ello hacia reflexiones que son muy pertinentes sobre temas que lamentablemente no pierden vigencia.
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e acuerdo con la tesis propuesta por el psiquiatra noruego Finn Skarderud, el ser humano posee un déficit del 0.05 de alcohol en la sangre, pero con una o dos copas de vino al día se le puede hacer frente a esta carencia.Es a partir de esta teoría clínica que el cineasta Thomas Vinterberg plantea la premisa de su más reciente cinta: “Otra ronda”, en la cual cuatro profesores de preparatoria llevan a cabo un experimento sociológico para comprobar dicha tesis y registrar los cambios presuntamente positivos que tendrán tanto en su vida laboral como profesional.Sin embargo, aunque originalmente buscaban motivación y alcanzar una mayor productividad, el experimento se sale de control cuando rebasan la dosis sugerida por el psiquiatra. El cineasta, junto con su coguionista Tobias Lindholm, aprovecha también los temas como las personalidades adictivas, la crisis de la mediana edad y las encrucijadas existenciales sobre nuestra verdadera vocación, para dar forma a una reflexiva tesis sobre el consumo del alcohol, pero cuya lectura se puede extrapolar al consumo de cualquier otra sustancia. Protagonizada por Mads Mikkelsen, uno de los mejores actores de su generación, Vinterberg propone un relato que evade todo juicio moralino sobre el consumo del alcohol de forma recreativa, y aunque quizá podamos considerar a esta cinta como la más accesible y ligera de la su filmografía, no pierde ni un ápice del su espíritu contestatario que caracteriza a su cine. “Otra ronda” es un filme que, aunque sin originalidad pero sí con mucha frescura, lanza un discurso socialmente relevante y profundamente humanista que en ningún momento pretende ser aleccionador; la propuesta de Vinterberg no es ni libertina ni puritana, ni crítica ni demagógica, no toma bando alguno sino que se dedica a abrir el debate sobre el consumo responsable de sustancias, y lo logra lanzando incisivos e inteligentes comentarios sobre el tema. Sin duda alguna es uno de los filmes del 2020 que no debiste perderte.
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elículas como “Adiós al lenguaje” (2010; Jean-Luc Godard), “Taboo” (2013; Miguel Gomes) y “Arrival” (2016; Denis Villeneuve) son algunos ejemplos recientes que nos han 'hablado' de las oportunidades que nos brinda el lenguaje –cinematográfico, oral y pictórico respectivamente– para ver y entender el mundo desde distintas perspectivas. “Sueño en otro idioma” tiene a la inminente extinción de una lengua indígena milenaria como eje central de su premisa y a partir de ella ofrece una serie de reflexiones sobre la memoria y la trascendencia. El tercer largometraje de ficción de Ernesto Contreras nos traslada a una remota región selvática del México profundo a donde ha llegado Martín (Fernando Alvarez Rebeil), un joven lungüista que tiene la esperanza de rescatar la lengua Zikril que está a punto de desaparecer, pues sólo quedan dos hablantes: Don Evaristo (Eligio Meléndez) y Don Isauro (José Manuel Poncelis). Pero la añorada empresa se presume casi imposible, pues los hombres llevan más de 50 años peleados y sin una reconciliación visible, por lo que la grabación de una conversación en Zikril puede que nunca ocurra. Esta premisa permite que hagamos un viaje al pasado para conocer a Evaristo e Isauro durante su juventud (interpretados respectivamente por Hoze Meléndez y Juan Pablo de Santiago), cuando eran mejores amigos y se enfrentaron a una dolorosa historia de amor en la que se vio envuelta una chica llamada María (Nicolasa Ortíz Monasterio). “Sueño en otro idioma” es un relato con varias capas de lectura que van desde la historia de amistad y amor, hasta una metáfora de la desaparición definitiva de una forma de entender el mundo. La película utiliza dos líneas de tiempo en su narrativa entrelazada para hablar en una de ellas del profundo cariño que había entre Isauro y Evaristo, cómo fue que se transformó en rencor, y que luego del paso de varias décadas de conflicto, se llegó a un destino de autoaceptación y de perdón; mientras que en la segunda línea temporal reflexiona sobre la importancia de la conservación de las leguas indígenas como una oportunidad única de poder concebir una nueva percepción de la realidad.
Y es que el Zikril –lengua ficticia creada exclusivamente para la película– permite a sus hablantes comunicarse con las aves y los árboles de la selva; es una manera más amplia y profunda de ver y entender una realidad que para otros es inaccesible, de establecer una comunión con la naturaleza, con el entorno social y con uno mismo; y es, por supuesto, muy distinta a la visión miope y reduccionista impuesta por el avance de la llamada «civilización». Sin embargo, la cinta muestra cómo es que los jóvenes de la comunidad no se han dedicado a mantener vivo el Zikril, sino que se han preocupado más por aprender bien el español y algunos hasta se interesan en aprender inglés para tener mayores oportunidades cuando decidan emigrar a otros puntos de México o a los Estados Unidos, como en el caso de Lluvia (Fátima Molina), la maestra de inglés del poblado y nieta de Don Isauro que comienza secretamente un romance con Martín. Escrito por Carlos Contreras, el guion consigue integrar en la historia algunos elementos propios del realismo mágico, y gracias a la madurez y el oficio de Ernesto Contreras, a las hermosas postales capturadas por la lente de Tonatiuh Martínez –con quien el cineasta ya había trabajado en sus películas anteriores “Párpados Azules” (2007); “Seguir Siendo: Café Tacvba” (2010) y “Las Oscuras Primaveras” (2014)– y al evocador diseño sonoro, dichos elementos místicos cobran una nueva dimensión y consigue a través de ellos su trabajo mejor logrado hasta la fecha. “Sueño en otro idioma” es un filme fascinante y poético sobre la importancia de preservar el conocimiento y la memoria histórica y mística de las comunidades indígenas, pues con la desaparición de cada una de ellas también se desvanecen de manera definitiva miles de formas distintas de conocer el mundo y conocerse a uno mismo; se pierde una ventana hacia la trascendencia del espíritu humano.
E
l cineasta mexicano Julián Hernández incursiona en solitario en el terreno documental con un cortometraje enfocado en la figura de un bailarín provinciano, que ante la adversidad económica con la que se topa de frente tras mudarse al D.F., decide recurrir a su segunda actividad favorita después de la danza: el sexo. Christian Rodríguez es el nombre del también escort originario de la pequeña comunidad de El Roble, cerca de Mazatlán, Sinaloa, en el que se centra 'Muchacho en la barra se masturba con rabia y osadía' (2015), un trabajo que Hernández lleva con sorprendente agilidad narrativa dejando de lado su estilo contemplativo que ha marcado la pauta de su cine. Pero más allá de las virtudes narrativas de Hernández -ya demostradas varias veces a lo largo de su filmografía-, lo que sobresale en el documental es la sensibilidad con la que se aproxima a este personaje y nos cuenta la historia de su doble vida: sin un atisbo de moralidad inquisidora y sin rastro alguno de un enfoque melodramático con el que a otros realizadores les podría haber resultado fácil compartirnos esta historia. Así es como nos encontramos con un cineasta que toma los claroscuros que conforman la vida del fenomenalmente carismático Christian -o Jonathan, para sus clientes- y nos lleva a conocerlo desde su infancia/adolescencia en su pueblo natal donde tuvo sus primeras experiencias sexuales con pseudobugas, hasta su llegada a Mazatlán y posteriormente al D.F. donde tomó la decisión de prostituirse para encontrar sustento económico a falta de un trabajo estable como bailarín. Con estos fragmentos de la vida de Christian, Hernández va tejiendo una narración ágil al tiempo que íntima sobre su fascinante protagonista, guiándonos a través de los universos en los que se mueve: el de la danza contemporánea y el de la prostitución homosexual capitalina, universos hipnóticos que se llevan en la memoria tras su visionado, pues tanto las escenas de ensayos de danza contemporánea así como las estilizadas secuencias de sexo -incluyendo esa que bautiza el documental- poseen un poderío visual y una sensibilidad emocional que hace imposible no terminar seducidos ante la propuesta de manera instantánea. “Muchacho en la barra se masturba con rabia y osadía” es una postal compleja, detallada y llena de matices sobre los mundos de la danza y la prostitución en una maniática metrópolis como lo es la Ciudad de México. Evitando juicio alguno de cualquier naturaleza y sin adoptar una perspectiva morbosa sobre lo desoladora y sórdida que puede ser la prostitución, logra con tan sólo veinte minutos de metraje ser un documental sólido, un sobresaliente y sofisticado trabajo que se une a la ya contundente filmografía de Julián Hernández.
E
l director James Gunn se pone al frente de la nueva película del equipo de supervillanos de DC Comics que se encuentra en un territorio vago entre el remake, el reboot y la secuela. “El Escuadrón Suicida” trae de regreso a caras conocidas como Margot Robbie como Harley Quinn, Viola Davis como Amanda Waller, Joel Kinnaman como el Coronel Rick Flag y Jai Courtney como Capitán Boomerang, quienes ahora se ven acompañados de Bloodsport, el nuevo líder del grupo encarnado por el gran Idris Elba y que puede transformar cualquier cosa que tenga en sus manos en un arma mortal; el personaje es presentado prácticamente como una variante de Deadshoot, incluso la manera de obligarlo a participar en la misión está vinculada a la protección de su hija, tal como ocurrió con el personaje interpretado por Will Smith en “Escuadrón Suicida” de David Ayer. Los otros miembros del equipo son Peacemaker (John Cena), una ácida parodia tanto a los héroes patrioteros como el Capitán América como a los Estados Unidos como nación, cuya ideología intervencionista se refleja en los valores del antihéroe que cínicamente confiesa amar a tal grado la paz y la libertad que está dispuesto a matar a tantos hombres, mujeres y niños como haga falta para obtenerla y preservarla; Ratcatcher II (Daniela Melchior), hija del original Ratcatcher (encarnado por Taika Waititi) que posee la habilidad de controlar a las ratas de todo el planeta gracias a una suerte de báculo brillante. King Shark, un sanguinolento tiburón blanco antropomorfo que viste unos particulares shorts y al que presta su voz el gran Sylvester Stallone; y finalmente Polka-Dot Man (David Dastmalchian), cuyo poder es liberar fichas de colores altamente letales aunque aparentemente inofensivas. Como misión, el equipo debe trasladarse a Corto Maltese, una isla de Sudamerica gobernada por el presidente Silvio Luna (Juan Diego Botto) luego de haber perpetrado un golpe de estado con la ayuda de su mano derecha, el General Mateo Suárez (Joaquín Cosío). En el lugar, deben destruir Jötunheim, una instalación donde se realizan experimentos que pueden poner en peligro la vida de la humanidad. Evidentemente las cosas no resultan nada fáciles y en el camino se encuentran con múltiples obstáculos y, entre algunos giros de tuerca, se verán frente a frente con Thinker (Peter Capaldi), el científico al frente de los experimentos del proyecto Starfish, que no es otra cosa que el nombre clave para el estudio de un mastodóntico ente alienígena llamado Starro que fue capturado en el espacio exterior algunas décadas atrás. Las comparaciones con “Guardians of the Galaxy” seguramente no se harán esperar, y es que evidentemente hay similitudes en sus premisas al tener como protagonistas a un grupo de marginados que se ven obligados a trabajar en equipo para concretar una peligrosa tarea. Pero los parecidos terminan justo ahí, pues tanto la película como sus protagonistas tienen su propio espíritu, y está muy alejado del universo Marvel donde la violencia física y verbal se elimina casi por completo en pos de un alcance masivo en la taquilla. Con una libertad creativa que nunca se le ha concedido en Marvel –y que seguramente jamás le concederán–, el
director consigue en “El Escuadrón Suicida” una cinta rabiosa y violenta que rescata el espíritu de sus primeras películas como “Criaturas Rastreras” (Slither; 2006) y “Super” (2010). En la primera, un pueblo apartado de Estados Unidos se ve asediado por una oscura fuerza orgánica más vieja que la historia de la Tierra que está decidida a terminar con toda la vida del planeta. En la segunda, un sujeto común y corriente llamado Frank Darrbo (encarnado por Rainn Wilson) que trabaja como cocinero en un anodino restaurante, decide transformarse en un superhéroe luego de ver cómo su mujer cae bajo la influencia de un traficante de drogas; y es así como comienzan las andanzas de ‘The Crimson Bolt’, el alter ego del cocinero que se enfunda en un mal confeccionado traje rojo para combatir al mal; y armado con una llave Stillson, torpemente se enfrenta a dealers, pederastas y ladronzuelos de poca monta. “El Escuadrón Suicida” es el verdadero tipo de cine que James Gunn siempre ha querido filmar y finalmente ha tenido el presupuesto para hacerlo realidad a lo grande. Y es por ello que no pierde la oportunidad para hacer homenajes al cine producido por Troma Entertainment, compañía en la que trabajó desde mediados de los 90, y que tanto han inspirado su cine como “The Toxic Avenger” (1984) y “Tromeo & Juliet” (1996). Pero a la vez que cumple con su deseo de realizar un cine que cubra con sus inquietudes como cineasta, consigue un blockbuster que captura la esencia del equipo de «lo peor de lo peor» nacido en los cómics y le da a cada miembro del escuadrón su momento justo para brillar, tanto en secuencias de acción asombrosas –ojo a Harley Quinn masacrando soldados en el Palacio Nacional– como en escenas donde se exploran sus vidas en el pasado –sobresaliendo aquí las anécdotas de Ratcatcher II y Polka-Dot Man–, gracias a las cuales se crean vínculos genuinamente entrañables tanto entre los personajes como con el público. Con una estructura narrativa fragmentada que continuamente da saltos espacio-temporales, el cineasta consigue dotar a la cinta de un ritmo excelente desde el minuto uno de la cinta; y es que en su primer acto, James Gunn propone varias subversiones al cada vez más genérico cine de superhéroes con una mezcla de violencia y humor a través de diálogos casi tarantinescos; pero a la mitad del segundo acto, el humor y las situaciones comienzan a ser repetitivas y a sentirse como un lastre en un metraje que supera las dos horas de duración y que culminan con un clímax que, aunque realmente espectacular, se siente como un paso atrás a lo propuesto al inicio de la cinta y hace que el desenlace del filme sea igual el de otras películas tanto de Marvel como de DC. Pero pese a que no escapa a los clichés del cine de superhéroes y que cae en los vicios más graves del cine industrializado “El Escuadrón Suicida” se convierte de inmediato en un sólido pilar del Universo Extendido de DC gracias a la impronta de James Gunn que juega con una galería de personajes carismáticos y excéntricos con su humor irreverente, su violencia alucinante, sus secuencias de acción resueltas con cierta originalidad y frescura, pero sobre todo con su mensaje de fuerza y unión entre los marginados.
E
l nuevo trabajo del ya consagrado documentalista Everardo González ("Los Ladrones Viejos: Las Leyendas del Artegio" y "Cuates de Australia") retrata la situación de un par de reporteros que se ven obligados a autoexiliarse de su propio país tras ser violentada su vida con amenazas de muerte y ejecución de familiares por parte del crimen organizado y buscar asilo político en Estados Unidos. Los casos del reportero Ricardo Chávez Aldana y del camarógrafo deportivo Alejandro Hernández Pacheco son la vía mediante la cual Everardo González expone en El Paso (2015) la situación de la persecución de prensa que se vive en México. El primero, reportero de nota roja, recibió amenazas de muerte y padeció la ejecución de dos de sus sobrinos tras denunciar la impunidad de los casos perpetrados por el crimen organizado; el segundo, camarógrafo deportivo, sufrió un levantón tras haber sustituido a un compañero, y su "rescate" fue una infame orquestación mediática por parte del gobierno federal para ensalzar su famosa "guerra contra el narcotráfico". Con su característica narrativa experta, Everardo González logra sumergirnos en ese mundo de violencia e impunidad en el que vivieron Ricardo y Alejandro en México, y el de esa otra violencia -posiblemente menos
visible pero igual de angustiante- a la que se enfrentan ahora más allá de la frontera: la del rechazo de una sociedad ajena a la que no se puede integrar completamente, la de la nula solidaridad de los medios, la de la poca ayuda del gobierno estadounidense que los cataloga como "busca papeles", la de su situación de indocumentados que los mantiene en una suerte se "limbo migratorio" desde hace ya varios años. El Paso también sirve como crítica hacia la hipocresía mediática, hacia la victimización que los medios hacen de sus "plumas poderosas", sus "periodistas reconocidos" y sus "directores editoriales consagrados", pero ignorando descaradamente a esos "reporteros invisibles", a esos trabajadores más vulnerables que arriesgan sus vidas por unos cuantos miles de pesos en sus nóminas mensuales y cuyas desapariciones o asesinatos son señalados como meros "daños colaterales". Una vez más Everardo González entrega un documento imprescindible tanto cinematográfica como socialmente; un poderoso testimonio a la vez que un retrato íntimo y familiar de dos personas que han padecido la violencia en carne propia y se han encontrado con la incompetencia del gobierno y su ineptitud al momento de garantizar seguridad a la prensa.
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invivir” es la historia de Jairo (Pedro Hernández), un carpintero que esporádicamente le da asilo a su mejor amigo y compadre Hugo (Antonio López Torres), un frío médico forense que recientemente se ha separado de su mujer; sin embargo, ahora Hugo le pide que también aloje a su primo Moisés (Horacio García Rojas), un joven retraído que intentó suicidarse y no tiene familia cercana que lo cuide y se encargue de él. A regañadientes Jairo acepta hospedar a ambos en su casa, y así da inicio una peculiar sinergia en la que cada uno se ve obligado a enfrentar sus crisis personales sobre la vida y la muerte. Esta es la premisa de la ópera prima de la realizadora Anaïs Pareto Onghena, quien nos coloca en un microuniverso en el que el trío protagonista se enfrenta al sentido –o sinsentido– de la vida. “Sinvivir” cuenta con una intimista fotografía a cargo de María Sarasvati Herrera y es acompañada por la excelente partitura compuesta por el moreliano Axel Catalán, elementos que ayudan a la eficaz construcción de un microcosmos cubierto por un tono que sorprende por la naturalidad con la que se conjugan tragedia y comedia. Por su parte, el sólido y redondo trabajo de guión –en el que participó Francisco Santos Burgos–, así como la excepcional dirección de actores, sustentan la película que aprovecha su inicial ritmo aletargado para revelarnos detalladamente a sus personajes y sus situaciones emocionales, mientras se van mostrando cada vez más vulnerables y en con mayor confianza para expresar sus largamente reprimidas emociones. Y aunque la directora aseguró que no fue de manera deliberada, en la película existe un subtexto que puede leerse como una disección de la sensibilidad masculina que tan estigmatizada está en esta nuestra machista sociedad que los ha desprovisto de las herramientas necesarias para poder expresar sus emociones de manera libre y sin prejuicios. De acuerdo con su creadora, a ella le interesaba hacer “una oda a la vida”, pero sobresale que finalmente se haya decantado por un final abierto, dando así completa libertad para que las interpretaciones personales de la audiencia den a la historia el cierre con el que mejor se identifiquen, y sin imponer el final optimista que ella ya tenía planeado para la historia. De esta manera, quizá “Sinvivir” no sea la “oda a la vida” que originalmente se tenía planeada, pero sí una oda al apoyo de la familia y los verdaderos amigos –quienes al final de cuentas terminan siendo otros miembros de nuestra familia pero con nuestra elección como única diferencia de afiliación– en la decisión personal de seguir en este mundo o dejarse ir.
E
s indudable que en esta 17ª edición del Festival Internacional de Cine de Morelia, los temas por excelencia son los estragos de la desigualdad y el azote por la guerra contra el narcotráfico. En la cinta La Paloma Y El Lobo, la violencia no solo lacera; deshumaniza, infecta. Y ante esto, nada sobrevive. La cinta de Carlos Lenin, egresado de la Escuela Nacional de Artes Cinematográficas de México, es un sentido lamento de post-guerra y de post-amor. Norteño, como su historia, intenta exponer un dolor hondo, un estrés del alma que en sus personajes se manifiesta como un invalidante ostracismo o como una patética disfuncionalidad. Nos muestra a Paloma, una joven trabajadora de una maquila, y a Lobo, un obrero cuyos recuerdos lo han dejado seco de emociones. Ambos se aman de la mejor manera que pueden, aun cuando los problemas laborales y su entorno miserable los opriman. Su patético entorno, compuesto de escenarios industriales corroídos, forma un correlativo con el fracaso personal de cada uno. Apacibles y largas secuencias nos muestran caricias cálidas y de fríos almacenes en ruinas. Observamos así que Lobo y Paloma no son solo desechos de la pobreza, son víctimas colaterales de un estado fallido. Un video viral en redes mostrando la crueldad de unos sicarios, recuerda a Lobo haber atestiguado ese preciso momento de infernal crueldad. El trauma los afecta a ambos. Su tragedia es la de un contexto que les ha robado el presente y el futuro.
La lentitud de su ritmo busca acentuar emociones antes que beneficiar una narrativa. Las meditaciones internas y los torpes diálogos que ambos se prodigan se reiteran a veces con demasiada monotonía. Su estilo no logra del todo hacernos ver esa fuerza imponente ante la cual los personajes parecen inermes. Su drama se aprecia más por sus efectos y los elementos que lo simbolizan. Pero La Paloma Y El Lobo es más que el drama de una pareja, es el de toda la región del norte de México. El drama de un país donde las promesas de desarrollo industrial tanto como las historias de amor, han sido arrasadas por una realidad de violencia y miedo. Algo que se ve expuesto a través de la hostilidad con que actúan las personas que rodean a Paloma y Lobo. Aun los adolescentes parecen crueles, infectados por un mal ante el que, o se unen o se consumen. Sin embargo, la parsimonia tanto en sus planos estáticos como en sus travelings no siempre juega en favor del expresionismo que se pretende. Cuando la cámara sobrevuela por las represas donde los personajes se bañan, no se percibe el tiempo como expresión esencial de la vida, sino como minutos que pueden hacernos mirar el reloj. En la reflexión final, esa agua –quizá uno de los pocos espacios donde se experimenta un poco de libertad-, termina por ser el instintivo lugar de retorno, el amniótico refugio para el escape. La Paloma Y El Lobo, en sus homónimos animales, representan el triste estado de consciencia primitivizada por el terror.
C
on una gran expectativa, el siempre controversial director guanajuatense Amat Escalante presenta su nueva propuesta cinematográfica tras haber ganado el León de Plata al Mejor Director en la pasada edición del Festival de Cine de Venecia en donde también compitió por el León de Oro a la Mejor Película. Como era de esperarse, con “La Región Salvaje” el cineasta polariza la opinión de público y crítica al presentar un trabajo no apto para quienes acuden al cine en busca de entretenimiento escapista, pues se trata de una propuesta sin concesiones que, con una belleza y brutalidad apabullantes, retrata el barbárico México de hoy. Alejandra (Ruth Ramos) vive en una pequeña localidad provinciana del estado de Guanajuato al lado de Ángel (Jesús Meza), su esposo, y sus dos pequeños hijos. La aparente normalidad y tranquilidad de esta tradicional familia pueblerina se fractura violentamente cuando sale a la luz la relación que mantiene Ángel con Fabián (Edén Villavicencio), el hermano de Alejandra que trabaja como enfermero en el hospital de la región, y en dónde éste ha conocido a una fascinante y enigmática chica llamada Verónica (Simone Bucio) que se ha presentado para ser atendida por unas graves y misteriosas heridas que parecen haber sido causadas por el ataque de un animal salvaje. Las historias de estos cuatro personajes se van entrelazando más estrechamente al grado que Verónica comienza a persuadir a Fabián, y luego a Alejandra, para que visiten una vieja cabaña en medio de un bosque donde habita una misteriosa criatura que, debido a su naturaleza fuera de este mundo, podría ser la solución a sus problemas. Estamos ante una situación atípica en la aún breve filmografía de Escalante, pues aunque vuelve a echar mano de un estilo y tono realista, por primera vez inserta elementos de ciencia ficción y horror que, sorprendentemente, no parecen discordar en ningún momento con el drama familiar que impera en el relato; de hecho, parece ajustarse sobremanera a las características del linaje cinematográfico del mexicano. Con un oficio claramente más depurado –tan sólo hace falta observar los movimientos de cámara que se sienten más confiados y decididos que nunca–, el ganador de la Palma de Oro al Mejor Director en Cannes por su filme anterior “Heli” (2013), y con el apoyo en el guión de Gibrán Portela –también guionista colaborador de las merecidamente laureadas “La jaula de oro” (2013) y “Güeros” (2014)–, el
cineasta presenta su filme más redondo, potente y equilibrado hasta la fecha. Las atmósferas realistas que construye mediante la puesta en escena de aletargado ritmo y extensas secuencias en las que evita la edición abrupta para permitirnos contemplar la vida cotidiana de los protagonistas en la provincia mexicana que se expresan con diálogos naturales –y sobre todo auténticos–, dota al filme de una resonancia emocional y un grado de verosimilitud que resultan imprescindibles para engancharse con la historia, para empatizar –o detestar, según sea el caso– con los personajes, y para que, al momento que entren en pantalla los nebulosos elementos de horror y ciencia ficción, los aceptemos como parte de una convención con la que inconscientemente hemos pactado dentro del universo que ha germinado en pantalla. La ciencia ficción lovecraftiana, el horror de serie b de Carpenter, el body horror de Cronenberg y el terror de Zulawski son sólo algunas de las posibles influencias que podemos intuir en la apreciación de “La Región Salvaje” y de las cuales el director extrae simbologías y conceptos para metaforizar sobre el México violento, machista, sexista, racista, clasista… y una larga lista de actitudes discriminatorias; pero sobre todo, pone atención a la sexualidad y sus obsesiones, por lo que resulta imprescindible, entonces, prestar atención y no perderse la orgiástica secuencia de los animales en medio del bosque donde se encuentra la cabaña que representa un oasis ante la vida violenta de los personajes, un lugar en el que encuentran la liberación sexual, un refugio en el que no se deben restringir ante las reglas normalizadoras de la castrante doble moral que lleva a la insatisfacción sexual y a la represión de los deseos homoeróticos que lo único que provocan es un miedo irracional que pronto deviene en odio y que, mucho más pronto, se transforma en violencia. “La Región Salvaje” es cine impetuoso y desconcertante, un drama psicosexual que con la inteligencia y arrojo habitual en su filmografía, busca sacudir e incomodar emocional y psicológicamente lo más posible al espectador en pos de obtener una reacción catártica ante un tema vivo, una reacción que dé pie a un cambio radical en esta dolorosa realidad social en la que el mexicano, como bien lo señaló Escalante al recibir su premio en Cannes tres años atrás, peligrosamente se está acostumbrado al sufrimiento.
L
uego de una gran cantidad de cortometrajes -El Joven Telarañas (2006), Jet Lag (2011), entre otros-, y de su ópera prima -"Aurora Boreal" (2007)-, el director mexicano Sergio Tovar Velarde presentó su segundo largometraje en la pasada edición del Festival Internacional de Cine en Guadalajara (FICG), en donde estuvo como filme en competencia por el premio Premio Maguey, el cual se entrega a las destacadas películas con la diversidad sexual como temática central. Además, el filme también llegó al pasado Festival Internacional de Cine de Morelia (FICM) con una proyección especial como parte de la programación con la que se celebraron los primeros diez años de Morelia Lab, proyecto gracias al cual se pudo concretar la producción de este filme que retrata cuatro historias de personajes homosexuales en distintas etapas y edades, realizando un paralelismo entre ellas y las fases lunares, de ahí su nombre: Cuatro Lunas (2014). “Luna nueva", "Cuarto creciente", "Luna llena" y "Cuarto menguante" son los cuatro capítulos que Velarde intercala dinámicamente para compartirnos el mismo número de relatos: "Luna nueva" es la historia de Mauricio (Gabriel Santoyo), un preadolescente de once años que comienza una lucha interna por mantener en secreto la fuerte atracción que ha comenzado a sentir por su primo Oliver (Sebastián Rivera); "Cuarto creciente" es la historia de Leo (Gustavo Egelhaaf) y Fito (César Ramos), dos mejores amigos de la infancia que se han reencontrado después de una larga y forzada separación, descubriendo entre ellos una fuerte atracción que va más allá de la amistad, pero poniendo en riesgo la relación ente el miedo de uno de ellos a que sus familias y amistades no los acepten; "Luna llena" es la historia de Andrés (Alejandro de la Madrid) y Hugo (Antonio Velázquez), una pareja que ya lleva un largo tiempo viviendo juntos y en aparente estabilidad, aunque Hugo ha comenzado a salir con un hombre más joven (Hugo Catalán) que parece ofrecerle "algo" que la rutinaria vida en pareja no le permite; y finalmente, "Cuarto menguante" es la historia de Joaquín (Alonso Echánove), un hombre de edad madura con esposa e hijas, que intenta reunir dinero para pagarle a Gilberto (Alejandro Belmonte), un joven prostituto con el que se ha obsesionado. Cuatro Lunas se presenta a manera de mosaico de anécdotas homoeróticas que retratan de una manera
sensible y desde distintas perspectivas el historial psicológico-emocional por el que todos los homosexuales hemos pasado en algún momento de nuestras vidas, es por ello que no resulta nada sorprendente la excepcional manera en la que la película conecta con la audiencia, y principalmente con la comunidad gay, la cual se verá retratada de una manera auténtica en este honesto ejercicio fílmico. Y es que resulta imposible no conectarse con la historia del pequeño Mauricio, su despertar sexual y la ineludible atracción que, a esa edad, despierta en nosotros esa persona especial con la que compartimos gran parte de nuestro tiempo y actividades -en este caso, su primo Oliver-, además que la historia hace un pertinente acercamiento al acoso escolar, un tema crítico en nuestros días al que se debería prestar una mayor atención. Es así como tampoco podemos dejar de identificarnos con Leo o Fito y su primer amor, aún con todas las vicisitudes que esta clase de relaciones traen consigo como el miedo a auto aceptarse, la ansiedad por el qué dirán la familia y los amigos, etcétera. Por su parte, la relación entre Andrés y Alejandro -con la sacudida emocional que representa siempre la posible llegada de un tercero que pone a prueba la resistencia del amor en la relación-, tampoco nos es ajena, y tal vez ya hayamos estado en el lugar de alguno de los dos -o del tercero, ¿por qué no?. Finalmente, quizá no hayamos estado en la misma situación de Joaquín, pero aunque no nos dediquemos a la prostitución como Gilberto, conocemos a hombres casados -e inclusive con hijos- que nunca se aceptaron a ellos mismos y que esporádicamente buscan vivir la tan necesaria experiencia (homo)sexual que sus miedos y/o ataduras morales/religiosas no les permiten. En la filmografía queer mexicana contamos con algunos verdaderos clásicos del subgénero, y este ejercicio episódico de Sergio Tovar Velarde seguramente se convertirá en otro de ellos gracias a su excelente manufactura, la honestidad del guión y el gran desempeño de todo su reparto en el que también encontramos a Monica Dionne, Karina Gidi, Juan Manuel Bernal, Laura Ley, Marta Aura, Jorge Luis Moreno y Astrid Hadad, así como los ya fallecidos Héctor Arredondo y Joaquín Rodríguez. Cuatro Lunas es una muestra del cine de calidad que se produce en México y que seguramente encontrará eco en la audiencia mexicana.