E
n sus primeros dos largometrajes, la cineasta Chloé Zhao se ha encargado de dilucidar el significado y el sentido de ser americano hoy en día. En “Songs my brothers thaught me” (2015) nos compartió un sencillo pero evocador retrato sobre el fuerte vínculo fraternal que se forja entre una niña y su hermano mayor en la reserva india de Pine Ridge, mientras ambos van construyendo su propia identidad y descubren cuál es el significado del concepto hogar, recorriendo cada uno sus respectivos caminos de vida personales. Durante el rodaje de su ya mencionada opera prima, la directora de ascendencia china conoció al joven jinete Brady Jandreau y éste le inspiró para dar forma a su segundo largometraje: “The Rider” (2017), un western contemporáneo que gira en torno a las caídas y ascensos de un vaquero moderno; todo un ejemplo de cine en estado puro en el que la realidad y la ficción se funden en una sola experiencia tan devastadora como inspiradora. La trilogía americana cierra ahora con “Nomadland”, un drama protagonizado por la gran Frances McDormand, quien en esta ocasión da vida a Fern, una mujer de mediana edad que lo pierde todo; primero su estabilidad económica por la terrible recesión que golpeó a su pequeña ciudad cuando la compañía más importante de una zona rural de Nevada cerró sus puertas tras la bancarrota, y luego con la muerte de su marido. Fern emprende entonces un viaje hacia el Oeste Americano para unirse a una caravana nómada, comenzando a manejarse bajo los preceptos de este estilo de vida comunitaria. A bordo de su camioneta, la mujer pone en marcha su misión de convertirse en una nómada moderna y explorar la vida fuera de los convencionalismos sociales en lo profundo de Norteamérica mientras sobrevive gracias a empleos provisionales como empacadora de Amazon o auxiliar en la cocina de un restaurante.frutable– que es muy difícil despegar los ojos de ella.
“Nomadland” es una cinta crepuscular en más de un sentido: como película es el último capítulo de la trilogía de su artífice, y es también un relato sobre la resilencia ante la pérdida. Como ya lo hizo en sus dos anteriores largometrajes, por un lado retoma elementos del western y traslada parte de sus convenciones narrativas al contexto actual, y por el otro, realiza una mimetización de la ficción con la realidad para conseguir una road movie con una belleza visual sobrecogedora que, aunque inicialmente parecería que la cinta tomaría el rumbo de crítica al sistema capitalista –o sobre “la tiranía del dólar”, según las propias palabras de uno de los personajes–, la película pronto deja claro que su discurso se encamina hacia la exploración de la soledad, pero no desde una perspectiva miserabilista o derrotista, sino que la aborda desde la empatía que permite realmente replantear el significado de la pérdida absoluta y encontrar en la dignidad el verdadero valor de uno mismo. No es gratuito que “Nomadland” sea, hasta este momento, la front runner en la carrera al Oscar en varias de las categorías principales como película, dirección, guion adaptado y actriz. La película, basada en el libro "Nomadland: Surviving America in the 21st Century" de Jessica Bruder, nos permite aproximarnos, con algo de nostalgia, a la extraordinaria y genuina camaradería que nace entre estos nómadas modernos que sólo se tienen a ellos mismos. Con respecto a Frances McDormand, estamos frente a la gran interpretación de su carrera: con gran sutileza y menos cinismo que con la también laureada interpretación en “Tres anuncios por un crimen”, la actriz hace de la resilencia de su personaje su principal herramienta para dilucidar sobre el significado y el sentido de ser americano con pulso, acidez y filo. Rodeando a la protagonista de actores no profesionales, es decir, de verdaderos nómadas contemporáneos como Linda May, Bob Wells y Swankie, quienes funcionan como sus camaradas y/o mentores que se abren emocionalmente ante la cámara de una manera sobrecogedora para compartir sus experiencias con base en la improvisación de escenas sin excesivos artificios melodramáticos. Y es que la película no critica ni idealiza el estilo de vida, sino que lo expone como una plausible vía de escape para no someterse a las ataduras sociales o familiares, para no rendirse ante lo preestablecido y dar un salto de fe hacia la incertidumbre, hacia una forma de vivir que no ofrece lujos pero sí brinda caminos directos hacia la verdad, que ofrece la posibilidad infinita de movimiento, pero no para huir como ya lo hizo a los 18 años cuando dejó el hogar de sus padres, sino para reencontrarse con uno mismo.
L
a crítica situación del país con respecto al crimen organizado sigue siendo central en una buena parte de las producciones cinematográficas, y de las cuales han sobresalido en años recientes los documentos cinematográficos Tempestad (2016), de Tatiana Huezo; La Libertad del Diablo (2017), de Everardo González; Hasta los dientes (2018), de Alberto Saúl Arnaut Estrada; Ayotzinapa: el paso de la tortuga (2018), de Enrique García Meza; y El Guardián de la Memoria (2019), de Marcela Arteaga, por mencionar sólo unos cuantos ejemplos. Sin señas particulares, la opera prima de Fernanda Valadez, se une a esta lista con la diferencia de que se acerca a la problemática desde la ficción; pero a diferencia de otras propuestas tremendistas que presuntamente están preocupadas por la crítica situación del país –como la muy reciente cinta Nuevo Orden (2020) de Michel Franco que sólo explota los golpes de impacto para causar controversia–, aquí estamos frente a una ficción realmente urgente y necesaria que pone sobre la mesa el tema de la violencia del crimen organizado, así como de la migración ilegal a los Estados Unidos. La protagonista de Sin señas particulares es la gran actriz Mercedes Hernández, quien da vida a Magdalena, una mujer de 48 años que en la primera secuencia del filme se despide de su hijo Jesús (Juan Jesús Varela), quien junto con su amigo Rigo, deja su pueblo natal para buscar suerte en los Estados Unidos. Meses después de su partida y sin tener noticias de los chicos, Magdalena y la madre de Rigo acuden a pedir ayuda a la fiscalía, donde descubrirán, a través de mórbidas fotografías, la muerte de Rigo a manos del crimen organizado mientras intentaban llegar a la frontera. De Jesús, sin embargo, sólo aparece la maleta que la misma Magdalena le ayudó a empacar; y aunque las autoridades le piden que firme una acta de defunción para cerrar con la búsqueda de Jesús al ya darlo por muerto, Magdalena se niega a hacerlo y emprende una odisea para cerciorarse del destino de su hijo. La mujer se enfrenta así no sólo a los peligros que le supone viajar completamente sola a territorios desconocidos de su país, sino también a los que surgen cuando intenta buscar respuestas sobre el paradero de su hijo, descubriendo que la ominosa sombra de la violencia recubre varios sectores sociales que nos podrían parecer insospechados. Magdalena continúa incansable con su odisea en terminales de autobús, refugios para migrantes y remotas comunidades montañosas, así como entre personajes de quienes sus rostros y/o nombres nos son negados, encontrándose con la implacable burocracia de las autoridades y las nada disimuladas amenazas de no seguir investigando; pero también se encuentra con que son, en su mayoría mujeres, quienes le brindan algunas pistas y el apoyo pese al peligro que esto conlleva. Haciendo un recorrido inverso al que pretendía Jesús, nos es presentado Miguel (David Illescas), un joven migrante que ha sido recientemente deportado de los Estados Unidos luego de una estadía ilegal de cinco años, y que ahora busca llegar hasta su pueblo natal para reunirse con su madre. A través de su mirada y de su encuentro con Magdalena, descubrimos un país completamente cambiado, un territorio sumido en el más profundo horror de la violencia donde se forma una inesperada relación de empatía y solidaridad. Inspirándose por los miles de casos de migrantes ilegales que buscan llegar a Estados Unidos y las desapariciones forzadas por el crimen organizado, la realizadora egresada del CCC y originaria de Guanajuato donde hay un alto índice de migraciones y desapariciones criminales, comenzó a coescribir el guion en 2010 con la también cineasta Astrid Rondero, directora de Los días más oscuros de nosotras. Ambas dotan al guion con una potencia imbatible que se ve reforzada por la naturalista fotografía de Claudia Becerril, quien da la fuerza a los detalles del rostro de Magdalena cuando les son revelados los detalles de las historias que se viven en la frontera entre México y Estados Unidos, mientras que las composiciones sonoras de Clarice Jensen nos conectan emocionalmente con el estado de la protagonista. Con una cantidad de diálogos que son los absolutamente necesarios y que llevan una gran carga de honestidad y emotividad pero que en ningún momento cae en los vicios del melodrama al que otras historias similares han sucumbido, la directora toma a los dos personajes centrales para hablar, desde su intimidad, de la realidad social mexicana, transformando así al desgarrador relato de una mujer en un grito de desesperación de toda una nación de madres, padres e hijos que están atrapados en la durísima situación del país donde, en muchas ocasiones, la línea entre víctima y victimario no es nada clara, dando origen a un fenómeno social muy complejo que es muy difícil de juzgar. Su debut en los largometrajes –que fue reconocido en el pasado Festival Internacional de Cine de Sundance con el Premio del Público y el de Mejor Guion en la sección World Dramatic Cinema– coloca a Fernanda Valadez como una de las voces que debemos seguir de cerca, pues pronto reafirmará su compromiso social con su siguiente proyecto, coescrito también con Astrid Rondero quien se encargará de la dirección del filme, y tendrá como tema central la relación paterno-filial de un sicario y su hijo, para hablarnos a través de ellos sobre cómo es para un menor vivir en un entorno de violencia del que le es imposible escapar. De esta manera, la realizadora mexicana seguirá rompiendo fronteras con su cine en pos de una sociedad más justa.
U
na chica, durante el viaje por carretera para visitar a los padres de su novio, comienza a reconsiderar su relación y otros aspectos de su vida personal. Así es como podríamos hacer referencia a la premisa central de “Pienso en el final”, la más reciente cinta dirigida por Charlie Kaufman, quien en esta ocasión adapta la novela homónima de Ian Reid, y a pesar de estar producida por Netflix, la propuesta del realizador no pierde ni un ápice de la mordacidad y originalidad que caracteriza su cine. “Pienso en el final” es una película desafiante que se ciñe a las reglas del flujo del pensamiento –es decir, a la ausencia de las reglas de la lógica–, la cinta es una lúdica y abrumadora experiencia que lucha a contracorriente con el lenguaje cada vez más viciado y complaciente de Hollywood, como lo demostró recientemente la muy pobremente narrada la versión live-action de “Mulan”. Es verdad que “Pienso en el final” no es una cinta nada fácil de digerir, pues este ensayo cinematográfico sobre el paso del tiempo y la percepción subjetiva de la realidad, demanda la absoluta atención y participación del espectador; y es cierto también que podría ser su filme menos accesible, pero su propuesta es tan fascinante y la experiencia resulta tan catártica y reveladora –aunque también puede ser tan dolorosa como disfrutable– que es muy difícil despegar los ojos de ella.
L
a nueva película de la directora Eliza Hitman se une a la lista de películas conformada por títulos como El Secreto de Vera Drake (2005), 4 meses, 3 semanas, 2 días (2007), de Cristian Mungiu y en la muy reciente Unpregnant (2020), la cuales giran en torno al tema del aborto. No obstante, la odisea que vive la protagonista de Never Rarely Sometimes Always para conseguir la interrupción de su embarazo no deseado de forma segura, va mucho más allá y sirve para exponer el dominio social masculino. Desde la primera secuencia del filme, las intenciones de la directora quedan claras: exponer el ambiente hostil al que se enfrentan las mujeres por parte de los hombres. Cuando la protagonista Autumn (Sidney Flanigan) se encuentra interpretando una canción en un acto escolar, uno de los chicos del auditorio le grita «¡Puta!». Las risas cómplices de algunos de sus compañeros y el silencio del resto del público son el reflejo de una sociedad que solapa los abusos hacia las mujeres día tras día. Sin embargo, en esta secuencia hay mucho más: luego de recomponerse la cara desencajada por el sorpresivo ataque verbal de su compañero, el tema que Autumn termina de interpretar con guitarra en mano es He's got the power” de The Exciters, una canción que se ve aquí transformada del himno religioso original para adoptar un significado distinto, pues se vuelve el grito desesperado de ayuda de una chica sometida al yugo masculino.
Never Rarely Sometimes Always sigue los pasos de una adolescente de 17 años que debe viajar desde su natal Pennsylvania hasta Nueva York para poder practicarse un aborto legal y seguro, pues ni en su ciudad y ni siquiera en su estado, puede tener acceso a un procedimiento para interrumpir un embarazo no deseado. La chica es acompañada por su prima Skylar (Talla Ryder) con quien trabaja medio tiempo como cajera en un supermercado donde deben soportar el acoso tanto de los clientes como del gerente de la tienda que les acaricia y besa sus manos cada vez que llega el momento del corte de caja. Presentada en festivales como Sundance, Berlin y San Sebastián, la tercera película de la cineasta se presentó en nuestro país en el Festival Internacional de Cine de Los Cabos. Never Rarely Sometimes Always y resultó una de las sopresas más gratas del año. Con ecos del cine de los hermanos Dardenne, evadiendo los clichés melodramáticos y economizando al máximo sus diálogos, la trama no se centra en argumentar contra las absurdas leyes prohibitivas para negar el aborto a las mujeres, sino que se enfoca en el viaje personal de la protagonista y su prima, aprovechando su travesía interestatal de la protagonista para exponer el acoso femenino sistemático en espacios como su casa, su escuela, en su trabajo, en el transporte público como el autobús en el que viajan a Nueva York y en el metro de dicha ciudad. La película deja incógnitas sin despejar, como por qué no
se habla del padre del bebé. El estupendo guion del filme juega con la ambigüedad para dejar claro que no importa si la relación sexual –ya sea con un compañero de la escuela o con su propio padrastro– fue un acto forzado o consensuado; lo relevante aquí es la experiencia de la emancipación femenina oponiéndose a un sistema prohibitivo en cuanto a la salud pública. Una pesada maleta como una metáfora de lidiar en todo momento contra un mundo hecho por y para hombres, es tan solo uno de los simbolismos que la directora utiliza para hablar del dominio masculino; sin embargo, la realizadora nunca se olvida de la importancia de la mirada y de que en ocasiones se consigue transmitir toda la seguridad y confianza del mundo con tan solo estrecharse las manos la una a la otra como muestra de sororidad.
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e acuerdo con la tesis propuesta por el psiquiatra noruego Finn Skarderud, el ser humano posee un déficit de 0.05 de alcohol en la sangre, pero con una o dos copas de vino al día se le puede hacer frente a esta carencia; y es a partir de esta teoría clínica que el cineasta Thomas Vinterberg plantea la premisa de su más reciente cinta: “Otra ronda”, en la cual cuatro profesores de preparatoria llevan a cabo un experimento sociológico para comprobar dicha tesis y registrar los cambios presuntamente positivos que tendrán tanto en su vida laboral como profesional. Sin embargo, aunque originalmente buscaban motivación y alcanzar una mayor productividad, el experimento se sale de control cuando rebasan la dosis sugerida por el psiquiatra. El cineasta, junto con su coguionista Tobias Lindholm, aprovecha también los temas como las personalidades adictivas, la crisis de la mediana edad y las encrucijadas existenciales sobre nuestra verdadera vocación para dar forma a una reflexiva tesis sobre el consumo del alcohol, pero cuya lectura se puede extrapolar al consumo de cualquier otra sustancia. Protagonizada por Mads Mikkelsen, uno de los mejores actores de su generación, Vinterberg propone un relato que evade todo juicio moralino sobre el consumo del alcohol de forma recreativa, y aunque quizá podamos considerar a esta cinta como la más accesible y ligera de la su filmografía, no pierde ni un ápice de su espíritu contestatario. “Otra ronda” es un filme que, aunque sin originalidad pero sí con mucha frescura, lanza un discurso socialmente relevante y profundamente humanista que en ningún momento pretende ser aleccionador; la propuesta de Vinterberg no es ni libertina ni puritana, ni crítica ni demagógica, no toma bando alguno sino que se dedica a abrir el debate sobre el consumo responsable de sustancias, y lo logra lanzando incisivos e inteligentes comentarios sobre el tema.
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olfwalkers: Espíritu de Lobo, la producción animada del estudio irlandés Cartoon Saloon, se presentó en nuestro país en la selección del Festival Internacional de Cine de Los Cabos previo a su estreno en streaming el pasado 11 de diciembre en la plataforma Apple TV+. Ambientada a mediados del siglo XVII, la película nos transporta a Kilkenny, una comunidad irlandesa amurallada gobernada por el general inglés Oliver Cromwell, el Lord Protector de la región que está siendo invadida por los ingleses, y donde abundan las creencias supersticiosas sobre la magia y la hechicería; es a esta villa medieval a la que se han mudado Robyn y su padre Will Goodfellowe, dejando atrás Inglaterra luego de la muerte de la madre de la pequeña. Buscando ser aceptados en la comunidad, el padre de la heroína del filme aprovecha su experiencia como cazador y se pone a las órdenes de Lord Protector, quien comanda una campaña de dominación y explotación de la naturaleza que rodea la villa de acuerdo con una presunta voluntad divina y por supuesto también la voluntad de la corona británica que busca cambiar los bosques por terrenos agrícolas y obtener con ello valores económicos. Intentando ganarse el reconocimiento de su padre para que le permita acompañarlo en la cacería de los lobos en el bosque, la inquieta Robyn –en quien podemos encontrar rastros de personajes como Merida (Valiente; 2012) y Pocahontas (1995)– se pierde en el bosque y entabla una inesperada amistad con Mebh MacTire, una de las últimas
«wolfwalkers», seres ancestrales que tienen la misión de proteger a la naturaleza de la civilización y que poseen la capacidad de cambiar su forma: cuando duermen se transforman en lobos, mientras que cuando están despiertos tienen apariencia humana. Wolfwalkers: Espíritu de Lobo tiene implicaciones económicas, políticas y sociales muy adecuadas a nuestros tiempos, uniéndose así a lista de filmes animados con discurso de resistencia ambientalista, de empatía y de tolerancia en donde también se encuentra La Princesa Mononoke (1997), de Hayao Miyazaki. Con una imaginación desbordada y un sensacional diseño de arte que bordea lo estéticamente conceptual, la película sobresale por la calidez y belleza de su peculiar estilo, el cual provoca el efecto visual de vitrales cobrando vida mágicamente bajo el bellísimo ritmo de las composiciones celtas de Bruno Coulais, para compartirnos así la riqueza cultural de Irlanda en un entrañable drama familiar sobre las brechas generacionales, los marcados roles de género, la amistad y el miedo a lo desconocido. El director de las también estupendas El Secreto del Libro de Kells (2009) y La Canción del Mar (2014) –películas nominadas al Oscar y que también están inspiradas por el ancestral folklore irlandés–, codirige aquí junto a Ross Stewart una pieza cinematográfica que demuestra que la animación tradicional con espíritu artesanal puede ser más arriesgada y propositiva que la animación por computadora más sofisticada de Pixar o DreamWorks. Estamos sin duda alguna ante la mejor propuesta animada del año.
D
ando continuidad de manera congruente a una carrera cinematográfica destacada por proyectos socialmente comprometidos con discursos sobre los problemas de la comunidad afroamericana, la actriz Regina King debuta tras las cámaras con un interesante ejercicio cinematográfico que toma como base la premisa de la obra escrita por el dramaturgo Kemp Powers: la narración especulativa de la reunión en un cuarto de hotel en Miami donde se dieron cita el activista Malcolm X, la superestrella del futbol americano Jim Brown, el reconocido cantante de soul Sam Cooke y el boxeador Cassius Clay, la misma noche en que éste último derrotó sobre el ring a Sonny Liston, arrebatándole así el campeonato mundial de los pesos pesado, el 24 de febrero de 1964. La propuesta de la debutante se filma casi por completo en un solo set, pero fácilmente supera las limitantes de un escenario casi teatral y demuestra con el resultado un sobresaliente conocimiento del lenguaje cinematográfico. La película propone un extraordinario aprovechamiento cada rincón del espacio y de las personalidades de los protagonistas para dar fuerza y dinamismo a una cinta que, en manos menos expertas, hubiera podido resultar un gran desastre en cuanto a su puesta en cámara. Pero más allá de sus grandes logros en cuanto a su forma, están sus no pocas virtudes en su fondo. Apoyándose en el estupendo guion adaptado por el propio Powers –también autor de Soul, la más reciente cinta animada de Disney/Pixar–, la opera prima de la protagonista de la estupenda miniserie Watchmen (2019) hace de esta mítica reunión una suerte de debate sobre los compromisos y contradicciones personales en la lucha contra la explotación y segregación racial, en la búsqueda de los derechos civiles; y todo ello lo consigue de una forma orgánica sin que la exposición de información e ideas se sienta didáctica o aleccionadora.
Desde las primeras secuencias de One night in Miami, donde se nos plantea los distintos contextos sociales en los que se desenvuelven cada uno de los protagonistas, Regina King propone una discusión sociopolítica urgentemente necesaria, y lo hace explorando la personalidad, el entorno y las circunstancias de estas grandes figuras afroamericanas; de esta manera, rinde cuenta no sólo de sus éxitos, sino también revela cómo, para haber obtenido éstos, han tenido que jugar bajo las reglas puestas por las corporaciones y la industria del entretenimiento, y por supuesto que ambas están dominadas por el hombre blanco. Ya sea por ceguera causada por la sed de fama o necesidad de aceptación, unos han tenido que «blanquear» su arte para ser consumidos por un público masivo, mientras que otros han tenido que afiliarse a una comunidad religiosa para acceder a un sentido de pertenencia; y por su parte, los deportistas alcanzaron el estrellato al servir como espectáculo para los blancos. One Night in Miami, que en más de un sentido nos recuerda al clásico Insignificancia (1985) –ese experimento a cargo de Nicolas Roeg en el que se intentó ingeniosamente establecer un juego de espejos entre el encuentro de cuatro personajes/celebridades de la década de los 50 y las consecuencias de la Guerra Fría en el estilo de vida de mediados de la década de los 80–, supera con creces la prueba de trasladar a la pantalla grande una historia creada para los escenarios, pues no se limita a una simple representación teatral filmada sino que aprovecha al máximo los recursos que brinda la gramática cinematográfica para lanzar un discurso relevante a nivel mundial.
E
sta nueva producción original de Netflix se grabó en tan solo 29 días, además la actriz Vannesa Kirby preparó su personaje con base a las experiencias de perdida de madres reales, y si fuera poco el plano secuencia cobra un nuevo sentido de dolor en el cine. Dirigida por el cineasta húngaro Kornél Mundruczó, escrita por Kata Wéber y producida por Martin Scorsese. Esta cinta se estrenó en septiembre de 2020, siento aclamada por la critica en el Festival de Cine de Venecia, donde mismo la actriz Vannesa Kirby obtuvo la Copa Volpi por su magnífica actuación. Han sido innumerables cintas donde Hollywood nos quiere enseñar a los humanos a sobrellevar el dolor de una perdida de una manera “correcta”, y es ahí donde Fragmentos de una Mujer, se vuelve una reconstrucción del perdón a la vida misma. Primer fragmento, la perdida: El plano secuencia se ha usado en repetidas ocasiones con famosos directores de cine, este no es un recurso nuevo, pero gracias a esta cinta se puede asociar este plano como una herramienta definitiva para reflejar el dolor íntimo de un ser humano. En un aproximado de 24 minutos somos parte de un parto en casa que se complica y termina con una perdida de una bebé. Una buena reflexión para saber que ser mujer no es una tarea fácil. Segundo fragmento, las metáforas: Las metáforas siempre han permitido contar el dolor de una persona de una forma más poética. Una de ellas es ese puente en construcción es la perfecta metáfora para describir la ruptura de una pareja que se consideraba un equipo perfecto se convierte en dos seres totalmente distanciados. ¿Cómo se compara la germinación de la manzana con un embarazo?, muy fácil, ambos son difíciles de lograr por la cuestión de cuidado y tiempo, he ahí donde este segundo fragmento cobra vida constantemente en la cotidianidad de nuestra protagonista, esas señales de postparto como el sangrado y la lactancia que se manifiesta en cada mujer después de la gestación son un pequeño recordatorio para nuestra protagonista, y si esto no fuera poco se nos presenta una madre que le importa más lo que piensa el mundo entero que su propia hija y un esposo en total decadencia. Este es un punto clave para recordarnos que no dejamos vivir a la mujer, el luto de forma propia, todo el mundo se vuelve experto en buscar soluciones para superar el primer fragmento. Al final del día, el duelo es eternamente propio. Tercer fragmento, la mujer: La mujer es el fragmento más roto de todos, es gracias a la actriz Vannesa Kirby que nos muestra la gama de emociones que puede vivir una mujer después de perder el fragmento más deseado de su vida para darnos la lección de que el perdón a la vida misma es el mejor luto de todos.
C
uando se nos dice que la belleza del cine está en su capacidad para contar historias, se nos vende una forma artística como un mero medio recreativo. La noción de una película como una historia vuelve al cine no solo un satisfactor, lo somete a una lógica racional, a algo que tiene un propósito. Después de todo, una historia no es tal sin una secuencia y un fin. Cualquier forma que transgreda estos valores es contraria a la recreación, y peor (o mejor) aún: un despropósito. Es en este margen del espectro donde Nicolás Pereda construye los enigmas de su cine, hecho para jugarse más que para consumirse. La filmografía de Pereda es un delicado conjunto de retazos de anécdotas humanas que hacen de su tono naturalista-melancólico un fin estético. Fuera de ello las historias son difusas; el inicio y el fin deliberadamente se esconden eludiendo lo formal. Pero más interesante que este apego a la noción de la forma como fondo, es cómo a lo largo de sus obras ha construido lo que parece una performance colaborativa entre director y elenco, una compañía formada por actores recurrentes que interpretan a sus homónimos. Son notorios los momentos en que se ejercitan intercambios de miradas, gestos y actitudes, permitiendo que el espacio entre ellos se llene con sugerencias y posibilidades, un estilo que recuerda la ansiedad de la adultez temprana del movimiento mumblecore. Los contextos de pobreza y austeridad además otorgan un realismo que no busca un discurso, sino amalgamarse con una ficción que juega a parecerse a lo real, pero con más intensidad.
Fauna, su cinta más reciente, parece una obra que ha madurado para hacerse consciente de la fórmula de su creador, divertirse consigo misma, asumir su naturaleza como constructo y hacer de las actuaciones metaficciones juguetonas. Paco y Luisa, una pareja de novios -actores ambos-, visitan a la familia de ella en un pequeño pueblo del norte de México. Gabino, hermano de Luisa, se incorpora a la visita generando tensas situaciones para Paco quien intenta adaptarse a una familia que le resulta incómoda y ajena. Esta historia rica en humor fino y sátira familiar sin desperdicio, se ve truncada cuando un personaje se sienta a leer un libro que plantea una nueva historia, compuesta por el mismo elenco y que parece contenida dentro de la trama principal: un misterioso relato noir donde los personajes se elevan de su realidad simplona, pero a la vez se alejan de su realismo, como si el salto a otro nivel de ficción evidenciara lo ilusorio y a la vez lo esperanzador del cine. No es quizá en vano que, en un momento, Luisa pide a su madre ayuda para ensayar una escena para una obra de teatro, resultando ser el intercambio dramático más intenso de Sonata de Otoño, de Ingmar Bergman. Un plano imita de forma casi idéntica la escena del filme de 1978. Al actuar dentro de su propia actuación, los personajes nos recuerdan que interpretar es seguir un ideal mientras se renuncia a la –quizá– anodina autenticidad. El trabajo de Nicolás Pereda no es, sin embargo, acorde a esta lectura más bien amarga. Su manipulación de la estructura narrativa, si bien un poco frustrante, no deja de ser intrigante, su satisfacción para el espectador se concentra en la sustancia dramática de los momentos más que en su conclusión, y en la representación burlona de la labor de actuar. Es por ello que la cinta de Pereda triunfa pese a su irracionalidad y su inconsecuencia. Como en un juego, el desarrollo es más atractivo que su terminación. Si el juego es algo que se hace sin un sentido más que el del juego mismo, Fauna logra hacer al espectador partícipe de sus ensayos con las formas, y, con suerte, hacerlo olvidar aquella estrecha noción del cine como solo una historia.
E
n un futuro incierto aunque cercano, existen agentes contratados para adentrarse en la mente de las personas vía implantes cerebrales y manipularlos a conveniencia; usualmente son utilizados para perpetrar asesinatos de figuras importantes del mundo de la política y empresarios. En su más reciente misión, la agente Tasya Vos (Andrea Riseborough) se adentra en la mente de Colin Tate (Christopher Abbot) con una misión concreta; sin embargo, algo en el procedimiento sale mal y Tasya queda atrapada y a merced de la vorágine de violencia que resulta la psique de Colin. Inspirado evidente e inevitablemente por el trabajo de su padre, en donde encontramos elementos en común como la oscura ciencia ficción, el body horror y la comunión simbiótica entre el hombre y la máquina, Brandon Cronenberg consigue una propuesta personal y auténtica mediante atmósferas aprensivas y perturbadoras que envuelven un relato sencillo –escrito por él mismo– para elevarlo a la que es quizá la experiencia cinematográfica más alucinante del año. ¡imperdible!
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na sola línea basta para describir la premisa de la cinta Relic: una hija, una madre y una abuela son acosadas por un tipo de demencia que está consumiendo a la familia. Sin embargo, la opera prima de la directora Natalie Erika James va mucho más allá de la anecdótica sinopsis; se trata de un ejercicio que cocina a fuego lento una historia psicológicamente oscura que nos habla de los miedos atávicos del ser humano como la vejez y la soledad. Relic inicia con Kay (Emily Mortimer) y Sam (Bella Heathcote), madre e hija que visitan la casa de la abuela Edna (Robyn Nevin) en una apartada zona boscosa luego de reportarse su desaparición en extrañas circunstancias y tras presentar una serie de episodios de comportamiento errático. Poco tiempo después, la anciana aparece como si nada hubiera sucedido; sin embargo, además de percibir algo extraño en su personalidad, parecen estar siendo acechadas por una misteriosa presencia en la casa. El guion de Relic, coescrito junto a Christian White, presenta el miedo a los estragos causados por un fenómeno cotidiano como el inexorable paso del tiempo, pero los expone a partir de los códigos del cine de terror sobre maldiciones familiares, emparentándose así en más de un sentido con la extraordinaria cinta Hereditary (2018), de Ari Aster, con The Visit (2016), de M. Night Shyamalan y con The Babadook (2015), de Jennifer Kent. La fotografía de Charlie Sarrof consigue una atmósfera aprensiva y putrefacta donde se dan cita lo real con los fenómenos sobrenaturales; de esta manera da forma a una propuesta sobria y elegante que, en su aparentemente inicial drama generacional, nos habla sobre la importancia de los recuerdos y la memoria, para después transmutar a un filme de horror psicológico que en su secuencia final presenta uno de los desenlaces más poéticos, bellos y a la vez perturbadores de la historia del cine en años recientes.
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uego de su estreno limitado en cines de Estados Unidos, España y México –donde se sigue proyectando en las pantallas de la Cineteca Nacional– la nueva cinta del director David Fincher, llegó a Netflix el pasado viernes 4 de diciembre. “Mank” es un biopic centrado en la figura del dramaturgo, crítico teatral y guionista Herman J. Mankiewicz que escribió el argumento de la célebre cinta “El Ciudadano Kane” (1941) de Orson Welles, quien con tan sólo 24 años entregó la que, hasta hoy en día, es considerada por muchos expertos como la mejor película de la historia, compitiendo por este título contra “Vertigo” (1958) de Alfred Hitchcock. La cinta narra principalmente los seis meses en los que Mank escribió el guion del ya mencionado clásico filme mientras convalecía a causa de un aparatoso accidente automovilístico en una apartada casa en el desierto de Mojave; pero a través de flashbacks, la película también explora la amarga relación del alcohólico guionista con la industria fílmica en general, y con importantes figuras en particular, como con el obsesivo productor David O. Selznick; los desencuentros con Louis B. Mayer, dueño de MGM que orquestó una campaña de desprestigio con spots políticos falsos contra el escritor Upton Sinclair cuando éste se postuló como candidato a la gubernatura de California compitiendo contra Frank Merriam; o los roces con el magnate, empresario y editor con aspiraciones políticas William Randolph Hearst (Charles Dance), quien serviría de inspiración para la historia del auge, decadencia y caída de Charles Foster Kane, personaje protagonista de la obra maestra de Welles. El guion original de “Mank”, escrito por el padre del cineasta, Jack Fincher, fallecido en el año 2003, estaba basado en el ensayo “Raising Kane” (1971) de Pauline Kael –reconocida crítica de cine de The New Yorker– en el que se asegura que la participación de Welles en la escritura del guion de “El ciudadano Kane” fue menos que mínima y pretende reivindicar a la figura de Mankiewicz como único autor del afamado argumento. Sin embargo, el cineasta realizó cambios sustanciales y transformó lo que originalmente era un estudio de personajes con la problemática relación Welles/Mankiewicz como línea principal, y por el contrario factura con él un personal e íntimo juego de espejos en el que Fincher exorciza rencores y desprecios por la industria fílmica que lo ha tratado de manera amarga desde su debut cinematográfico con “Alien 3” (1988), una superproducción llena de intromisiones por parte del estudio que lo alejó casi por completo de sus intenciones artísticas, aunque logró impregnarla de su recurrente fatalidad. La cinta es un homenaje formal a “El ciudadano Kane”, pues retoma tanto la estética monocromática y las postales evocadoras al estilo del cinefotógrafo Gregg Toland pero ahora bajo el lente de Erik Messerschmidt, como la estructura narrativa del clásico filme con saltos temporales recurrentes que tanto le insistieron a Mankiewicz reconsiderar para ser más complacientes con la audiencia bajo la 'justificación' de que ellos saben más sobre qué quiere ver el público. En la parte sonora, sobresalen las partituras compuestas por Trent Reznor y Atticus Ros, y el diseño sonoro que 'maltrata' el audio para que dé la impresión de que se trata realmente de una cinta de la primera mitad del siglo XX. Con esta particular propuesta audiovisual, el director sacrifica su ya reconocible estilo en la pantalla para darle prioridad a la deconstrucción de una pretendida época dorada de Hollywood con el fin de exponerla como una industria que desprecia sistemáticamente a los guionistas, profesión a la que busca reivindicar no sólo desde lo argumental sino desde su propuesta narrativa, acudiendo al uso de rótulos en pantalla de los que hacen uso los guionistas para indicar, al inicio de cada escena, el tiempo y el lugar en donde se desarrollará la siguiente secuencia. Mank nos propone una mirada crítica y sin concesiones a una industria que se autoproclama como «la fábrica de sueños», pero que es en realidad una factoría de discriminación, desigualdad, explotación laboral y corrupción por parte de los productores sedientos de poder; se trata de una ácida, cínica y desencantada exploración de los claroscuros de la industria fílmica. Esquivando el homenaje nostálgico por los años dorados de Hollywood que comúnmente caracterizan a las «cartas de amor al cine», Fincher se decanta por escribir su carta con amorosa dedicatoria para sumergirnos en las negras aguas de la despiadada maquinaria de la meca del cine donde la creación artística sirve como una vía de liberación, pero también de despiadada venganza contra hipócritas productores y magnates con ambiciones políticas.
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os Dyne son una familia muy poco convencional: Robert (Richard Jenkins) es un paranoico que, además de ver señales claras de una conspiración para la guerra del espionaje, se sabe conocedor de que un gran terremoto que acabará con la sociedad como la conocemos; Theresa (Debra Winger), su esposa, es una mujer fría con personalidad pragmática que vive para satisfacer las necesidades del patriarca. Juntos han criado a Old Dolio (Evan Rachel Wood), su extremadamente introvertida hija de 26 años que tiene una profunda relación de codependencia que podría llegar a niveles patológicos. Como familia solitaria y desapegada de los códigos sociales, se dedican a practicar estafas a empresas o negocios, suplantar identidades y cometer robos a la oficina de correo para obtener dinero y poder sobrevivir en la ciudad de Los Angeles; pero cuando están llevando a cabo un plan –ideado por Old Dolio– para reclamar el cobro de unas maletas perdidas en el aeropuerto, conocen a Melanie (Gina Rodriguez) una carismática chica que inesperadamente cambiará su vida para siempre. Bajo esta premisa se presenta Kajillionaire, la nueva película de la artista multidisciplinaria Miranda July, una de las voces más singulares del cine independiente
norteamericano. A partir de esta anécdota familiar, la estadounidense realiza una tesis sobre la necesidad de contacto físico y conexión emocional que es inherente al ser humano. Con la extravagancia que caracteriza sus propuestas, la directora presenta a un ser solitario que, por la naturaleza pragmática y cínica de su familia que vive bajo el lema «No tender feelings» (sin sentimientos de ternura), le ha sido negado durante toda su vida el acceso al afecto, al cariño o a cualquier tipo de emoción. Inscrita en la lista de sobresalientes comedias/dramas familiares/sociales que el cine nos ha obsequiado en los últimos años –como Un asunto de Familia de Hirokazu Koreeda y Parasite de Bong Joon-ho–, la película de July se distingue por centrarse en los muy marcados códigos sociales de los Estados Unidos, aunque por supuesto que eso no le resta la posibilidad de ser leído como un relato de corte universal. En Kajillionaire –como en todo el cine de su artífice–, existen paralelismos tanto estéticos como temáticos entre su propuesta cinematográfica y las de los cineastas como Spike Jonze, Wes Anderson o incluso con Noah Baumbach; pero el arte cinematográfico de Miranda July se distingue claramente y, como su protagonista, va encontrando identidad propia al momento de crear su
universo fílmico personal. Lo que inicialmente parece que será una ácida crítica al materialismo y al estadounidense promedio obsesionado con el dinero, pronto da paso a una tesis sobre la naturaleza humana y su inherente necesidad de afecto y sentido de pertenencia. Rayando en el surrealismo –como por ejemplo con una espuma roja que rezuma la fábrica de jabón como una metáfora de los problemas que deben resolver juntos para no sucumbir a la realidad– el concepto de familia nuclear se ve desarticulado por unas figuras paternas que no son otra cosa que explotadores laborales de una hija a la que han despojado de su identidad. Las ideas que ya había expuesto en su opera prima Tu, yo y todos los demás (2005) y que había expandido en The Future (2011), son aquí pulidas y presentadas de una manera más asertiva: nos habla de la aceptación de uno mismo, y ante una imposibilidad de cambio en nuestra esencia, apartarnos del camino de nuestros seres queridos para no arrastrarlos a nuestro destino. Con una gran secuencia estelar dinamitada por uno de los tantos sismos que se presentan en la película, hay una muerte y un renacer metafórico de la protagonista, quien encontrará una salida a su ciclo de codependencia y reinterpretará el significado de «familia» y «amor».
C
on una mezcla de poesía, rap, sufrimiento y esperanza, el director mexicano Carlos López Estrada, hace un ensamble artístico en este fresco de la juventud desencantada de Los Ángeles. La cinta se presenta con un entramado narrativo que sigue la vida de veinticinco personajes que confluyen en un caluroso día por las calles angelinas; cada uno con sus personalidades bien delineadas y objetivos claros que van desde la búsqueda del éxito hasta encontrar su verdadera identidad, pasando por temas como la soledad, la salud mental, el feminismo, el desamor y el sentido de pertenencia. Se trata de un optimista ejercicio cinematográfico fotografiado por John Schmidt en el que mezcla tonos particulares de varios géneros como el cine documental y los musicales de Hollywood, pero lo hace con astucia y autenticidad hasta lograr una atípica feel-good movie con inspiradores alcances gracias a su honesto homenaje a una de las ciudades más diversas culturalmente en los Estados Unidos, pero sobre todo, a los que en ella habitan.
C
on El Infiltrado del KKKlan (2018), el sexagenario cineasta Spike Lee se reveló en plena forma con un mordaz ejercicio que mezclaba la comedia negra con los códigos del thriller sociopolítico. Ahora, tras la cancelación del Festival de Cannes en mayo pasado a causa de la contingencia sanitaria provocada por el COVID-19, la película 5 Sangres que tendría su estreno mundial en la Costa Azul, se lanza de forma internacional bajo el cobijo de Netflix y consigue un nuevo trabajo mayúsculo en su filmografía. La trama del filme gira en torno a Paul, Otis, Eddie y Melvin, cuatro veteranos de guerra que combatieron en Vietnam y que ahora, más de cuatro décadas después regresan al país para recuperar el cuerpo del líder de su batallón Stormin’ Norman, cuyas circunstancias de muerte se nos irán revelando poco a poco, y de paso también planean recuperar un cargamento millonario en lingotes de oro que, casi cinco décadas atrás, enterraron cerca del cuerpo de su hermano en armas con el fin de volver un día y utilizar el dinero para ayudar a la comunidad afroamericana. 5 Sangres se presenta como una mezcla entre la épica bélica de Apocalipsis Ahora de Francis Ford Coppola y las aventuras de El Tesoro de la Sierra Madre de John Huston. Se trata de un lúdico ejercicio narrativo que combina el panorámico HD con el formato análogo de 4:3 y las imperfecciones que en el celuloide crea el paso del tiempo; y con la ayuda de la partitura de Terence Blanchard y algunas canciones del legendario Marvin Gaye, el director de Do the right thing da forma a una cinta sobre el honor y la lealtad, la codicia y las traiciones, la culpa y la
redención. Pero debajo de esta historia de camaradería masculina, está agazapada la nueva rabiosa carta contra la sistemática represión de la comunidad afroamericana que el cineasta logra con base en mordaces comentarios sobre el penoso episodio de Vietnam por su particular componente racista, así como con la campaña de colonización capitalista posterior a la guerra. Y es que 5 Sangres no sólo habla de lo que ocurrió en Vietnam, sino que muestra el paralelismo de aquellos sucesos con lo que ocurre actualmente en la convulsa sociedad estadounidense y nos remite de inmediato al potente resurgimiento del movimiento Black Lives Matter tras el infame asesinato de George Floyd. No es casualidad que el prólogo y el epílogo –con las palabras de Muhamed Ali y Martin Luther King Jr. respectivamente– funcionen como una suerte de juego de espejos con dos de los protagonistas del filme: Paul y Stormin’ Norman, y sus radicalmente distintas filosofías sobre el combate al racismo; el primero con una actitud beligerante mientras que el segundo se decanta siempre por el mensaje de paz y esperanza. Como muchos ya lo hicieron con El Infiltrado del KKKlan, seguramente habrá quienes se sentirán ofendidos por su presunto discurso “anti-blancos” o por su espíritu didáctico, pero la verdad es que para muchos más resultará una experiencia reveladora sobre este vergonzoso episodio histórico norteamericano. Y aunque no supera a su brillante trabajo previo, sí consigue el mismo nivel, y con su espíritu revisionista, Spike Lee da forma a un ejercicio fílmico contundente y con un valor social y cultural relevante, necesario y extremadamente urgente.
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a literatura de autores como Richard Matheson, Neil Gaiman y Stephen King, quizá no sería tan reconocida hoy en día sin la fuerte influencia de Shirley Jackson, escritora estadounidense que principalmente se desarrolló en los géneros del terror y el suspenso con breves y macabros relatos como La Lotería y novelas como La Maldición de Hill House, esta última adaptada un par de años atrás por Mike Flanagan en la exitosa miniserie homónima producida por Netflix. Aunque Shirley Jackson no era para nada la imagen de una mujer sumisa, sí tuvo que lidiar –hasta su prematura muerte a los 48 años de edad a causa de un ataque al corazón provocado por su adicción al tabaco y a su sobrepeso– con un marido controlador, con un fuerte agobio por la idealización de la maternidad –tuvo dos hijos– y un mundo literario eminentemente masculino. La peculiar personalidad de la escritora encuentra perfecto complemento en la multidisciplinaria Josephine Decker, quien se encarga de dirigir este atípico biopic basado en un guion escrito por Sarah Gubbins a partir de la novela de Susan Scarf Merrell, quien realiza un ejercicio de ficción especulativa sobre las inspiraciones de Jackson para escribir su reconocida novela Hangsman. De acuerdo con la premisa propuesta en la novela y que es trasladada a la pantalla, Shirley (encarnada por una fenomenal Elisabeth Moss) se encontraba atravesando por una crisis creativa reforzada por su neurosis, depresión, agorafobia y los nada discretos romances que su esposo, el también escritor y profesor Stanley Hyman (Michael Stuhlbarg), sostenía con otras mujeres, incluyendo algunas estudiantes. En este contexto, donde además se dio la noticia de la muerte de una joven universitaria en condiciones inusuales, una joven pareja de recién casados llega para quedarse una
temporada en la apartada casa de los escritores: Fred (Logan Lerman), es un joven recién graduado que busca el apoyo de Stanley para hacerse de una plaza como profesor universitario; mientras tanto, Rose (Odessa Young) entabla una inicialmente turbulenta relación con Shirley, pero poco a poco su vínculo se volverá íntimo e impredecible. Con fuertes ecos de inspiración de ¿Quién teme a Virginia Woolf? (Who's Afraid of Virginia Woolf?; 1966) de Mike Nichols, Shirley propone una tesis sobre la manipulación psicológica y las retorcidas relaciones humanas en términos psicosexuales, y esto lo plasma en la pantalla a través de una propuesta audiovisual alejada de convencionalismos y que rehuye de las complacencias hacia el público hollywoodense acostumbrado al solemne cine biográfico. La directora Josephine Decker es también actriz y artista performática, por eso su forma de aproximarse al cine es más cercana a la creación artística que a la producción cinematográfica industrial; es por ello que, con la música de Tamar-Kali Brown y la fotografía de Sturla Brandt Grøvlen, realiza un ejercicio cinematográfico que huye de convencionalismos a la hora de compartirnos la mirada al abismo psicológico de una mente perturbada. La cineasta bordea los límites del lenguaje narrativo con un sorprendente ingenio visual para provocar y estimular al espectador mediante una experiencia cinematográfica fascinante sobre una mujer en cuya obra comulgaron sexo y muerte bajo la belleza de lo mórbido. Shirley es un drama psicológico que muestra a la inspiración como algo que puede tomar su fuerza de lo retorcido, del dolor, del erotismo, de la sumisión y de la toxicidad, a la vez que juega con un discurso sobre la insatisfacción femenina y su emancipación.
H
ace 14 años, el actor y comediante Sacha Baron Cohen se hizo acompañar del director Larry Charles con el fin de exponer el racismo, la misoginia, la homofobia, el antisemitismo y la xenofobia que seguía vigente de forma velada en la sociedad estadounidense a través de “Borat: El segundo mejor reportero del glorioso país Kazajistán Viaja a América”, una suerte de mezcla de falso documental/performance cómico en el que el periodista del título se interna en el territorio de nuestro vecino país del norte con una pedagógica misión: realizar un documental en el que recogerá las mejores enseñanzas de la sociedad norteamericana con el fin de aprovecharlas por su país. En “Borat: Siguiente película documental” se nos revela el destino del periodista en su natal Kazajistán: es un preso condenado por avergonzar a su país con el documental original, pero que ahora tiene la oportunidad de restaurar la reputación de su país al ser enviado a los Estados Unidos con un regalo muy para el Vicepresidente Mike Pence; sin embargo, inesperadamente se ve acompañado por Tutar (Maria Bakalova), su adolescente hija de 15 años que los acompañará en este viaje de redención. Con algunos segmentos de la película filmados cuando recién comenzaba a golpear la pandemia provocada por el COVID-19 al territorio estadounidense, Sacha Baron Cohen se ve apoyado ahora por el director Jason Woliner y la revelación actoral de Maria Bakalova, con quienes realizan un experimento similar al de la cinta original pero del que sorprenden sus inesperados resultados, pues resulta muy interesante ver cómo las ideologías de ultraderecha, la discriminación y la violencia hacia las minorías están más vigentes que cuando este milenio iba comenzando.
E
l personaje creado en 1897 por el escritor británico H.G. Wells –considerado como padre de la ciencia ficción moderna con otras novelas como La Máquina del Tiempo (1895), La Isla del Dr. Moreau (1896), La Guerra de los Mundos (1898) o El Alimento de los Dioses (1904)– regresa al mundo del celuloide y bajo una nueva perspectiva. Si bien ya en la versión fílmica El Hombre Invisible (1933) dirigida por mítico James Whale se abandonaba el estudio psicológico propuesto en la novela y el personaje pasaba de ser un brillante científico a un lunático y desquiciado antihéroe cegado por la ambición y sediento de poder, en la versión que hoy nos ocupa el personaje adquiere una personalidad que responde a un discurso pertinente sobre la violencia de género. La actriz Elisabeth Moss, a quien hemos visto en pantalla chica en grandes papeles como el de Peggy Olson en Mad Men (2007-2015) y como June/Offred en The Handmaid's Tale (2017-), encarna aquí a Cecilia Kass, una mujer que se ve obligada a dejar su lujosa e hipertecnologizada residencia durante una madrugada para escapar de su marido abusador Adrian Griffin (Oliver Jackson-Cohen), una reconocida eminencia científica que actualmente se encuentra trabajando en experimentos relacionados con el campo de la visión; pero cuando éste parece haber cometido suicidio y ella recibe una cuantiosa herencia, las cosas no comienzan a ir mejor, sino que su estabilidad emocional y psicológica se ven afectadas cuando comienza a ser acechada por una entidad que presuntamente se trata Adrien, quien habría conseguido acceder a la invisibilidad. El director a cargo de esta reinterpretación de la historia es Leigh Whannell, conocido por ser actor y guionista de la sagas iniciadas por las cintas Saw (2004) e Insidiuos (2010) –ambas de James Wan–, y que hace tres años presentó su segundo largometraje como director: Upgrade: Máquina Asesi-
na (2017) una historia que, con una combinación de acción, comedia negra y ciencia ficción con ligeros toques cyberpunk –a la vez que se vinculaba con el body-horror de Carpenter y Cronenberg–, nos obsequió una de las más agradables y a l vez pesimistas experiencias del cine de género en su año de estreno. Con El Hombre Invisible, al igual que con su película anterior, Whannell nos transporta hacia una experiencia inmersiva llena de angustia y claustrofobia a través de una puesta en escena elegante y sofisticada con la fotografía a cargo de Stefan Duscio que no trata de disimular sus influencias de David Fincher; además, no echa mano de grandilocuencias en cuando a los efectos especiales, sino que los utiliza con mesura para estar al servicio de una historia de intriga que, con el apoyo de un excelente score a cargo de Benjamin Wallfisch y una brillante interpretación de Elisabeth Moss, logra transmitir el estado de terror puro que experimenta una mujer acechada por su pareja en una sociedad que se niega a ver o aceptar el problema de la violencia hacia la mujer. Inscrita ya en la lista de clásicos e inolvidables thrillers como Atracción Fatal (1987), Misery (1990), Durmiendo con el enemigo (1991), La mano que mece la cuna (1992), entre otras tantas, El Hombre Invisible tiene al machismo, la misoginia y la masculinidad frágil como parte de un discurso que vuelven novedosa, relevante y pertinente esta versión; mientras que el gran logro particular para Whannell como cineasta es facturar su propia visión de la historia –él mismo escribió el guion reinterpretativo– sin intentar emular ni la novela ni las versiones fílmicas previas, consiguiendo así una pieza cinematográfica ingeniosa, audaz y una de las más auténticas del género en lo que va del año gracias a su disciplina técnica, su mezcla de ciencia ficción y terror con un manejo del suspenso que complacería a Hitchcock.
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a nueva cinta animada de Pixar llega directamente a la plataforma Disney+ a causa de los estrenos cancelados en cines por la pandemia provocada por el COVID-19. Codirigida por Pete Docter –responsable de emblemáticas cintas del estudio como “Up” (2009) e “Intensa-Mente” (2015)– y Kemp Powers –autor también del guion junto al mismo Docter y Mike Jones–, la cinta tiene al primer protagonista afroamericano en la historia de Pixar: Joe Gardner (voz original de Jamie Foxx), un profesor de música en una escuela secundaria, que vive en perpetua frustración al tener que lidiar todos los días con niños y adolescentes que no valoran la música como él lo hace, y por que su verdadera vocación como músico de una agrupación de jazz no ha tenido el éxito que anhela. Un día, la gran oportunidad de su vida se presenta al poder unirse al grupo de una reconocida cantante en el ambiente jazzístico de Manhattan, pero un inesperado y grave accidente provocan que su cuerpo quede en una especie de coma, mientras su alma se traslada a un reino cósmico del que intentará escapar para regresar a su cuerpo, no sin antes encontrarse con 22 (Tina Fey), un alma desencantada a la que ningún mentor ha logrado motivar para que «viva» en la Tierra. Con esta premisa, Pixar da continuidad a lo que se presume se convertirá en tradición: abordar temas existenciales sobre lo que nos es esencial como seres humanos pero que es invisible a nuestros ojos. En “Soul”, los directores Pete Docter y Kemp Powers cambian la exploración de las emociones primarias y su rol indispensable en la formación de nuestro carácter y personalidad que mostraron en “Intensa-Mente”, por una propuesta más filosófica y existencial sobre el alma humana, pretendiendo una reflexión metafísica sobre la idea de nuestro propósito en este mundo y la trascendencia de los momentos cotidianos en el día a día. Y para ello aprovechan su ya acostumbrada sofisticada animación –que aquí se vale de un extraordinario diseño de arte para la creación de un plano metafísico que retoma elementos del abstraccionismo para dar forma a una suerte de Más Allá inspirado principalmente por el catolicismo y otros conceptos mítico-religiosos como el limbo– para mezclarla con un alucinante score vitalista compuesto por Trent Reznor y Atticus Ross, cuyas partituras acompañan también a las composiciones originales de Jazz del talentosísimo Jonathan Batiste. Sin embargo, la película presenta algunos problemas que me parece que podrían resultar bastante graves por su apabullante simplismo: en primer lugar, es un tanto ingenuo –por no decir irresponsable– el señalar que a las almas se les asignan características y temperamentos antes de ser enviadas a la Tierra para nacer como personas, pues bajo esta premisa se niega entonces la posibilidad de que la herencia genética, el entorno y la crianza tengan alguna influencia en los seres humanos; y por otra parte, la película ofrece una cura para la depresión y la ansiedad que resulta bastante inverosímil e irrisoria al señalar que tan sólo es necesario dejarse maravillar por las infinitas bondades de la naturaleza que nos rodea ¡Vaya! Si hubiera visto antes “Soul” no hubiera agendado con mi psicólogo todo el mes de enero ni me hubiera comprado tres cajas de Fluoxetina. El otro problema de “Soul” recae en que toma una decisión de último minuto que cambia el final y el significado del relato: cuando pensábamos que finalmente Pixar se iba a atrever a presentar en pantalla el doloroso pero inevitable rito de paso que representa la muerte, la película recula y se decanta por un final complaciente donde al protagonista fácilmente y sin ninguna consecuencia cósmica se le da una «segunda oportunidad» para volver a la vida y vivirla al máximo. En resumen, “Soul” acierta en ofrecer una entretenida y emocionante aventura para los chicos recurriendo al humor escatológico y con el manido recurso argumental de la pareja dispareja y del inesperado cambio de cuerpos –aunque hay que aceptar que lo ejecuta de manera fresca y divertida–; sin embargo, para el público adulto, que finalmente para quien está pensado el discurso vitalista del filme, resulta un relato deficiente por su peligrosamente simplista tratamiento de temas trascendentales como el significado y el sentido de la vida, así como la importancia de los momentos cotidianos del día a día en la trascendencia de nuestro espíritu.
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a opera prima de la cineasta franco-senegalesa Maïmouna Doucouré se vio envuelta en un escándalo desde antes de su llegada a Netflix debido a la muy desafortunada decisión de publicidad con la que la plataforma. La hipersexualización de las niñas de once años en el cartel promocional y una sinopsis alejada completamente del espíritu del filme, provocaron que una turba iracunda arremetiera con demandas contra Netflix para que cancelara el estreno de la cinta, y con insultos y amenazas hacia la directora que, en la pasada edición del Festival de Sundance, se alzó con el premio a la mejor dirección por esta misma cinta. Tanto Netflix como el gobierno de Francia –donde se anunció que será usada como material académico en las escuelas para hablar sobre la sexualización de menores–, e incluso varias estrellas de la industria –incluyendo a la estrella hollywoodense Tessa Thompson–, apoyaron a la realizadora para que la cinta se estrenara sin problemas de censura. Sin embargo, tras el estreno global del filme en la plataforma, la película ha seguido recibiendo ataques e intentos de censura por personas que están lejos de entender el mensaje del filme. Pero para entender a cabalidad el mensaje del filme, hay que saber de qué va. “Cuties” nos cuenta la historia de Amy (Fathia Youssouf), una niña senegalesa de once años que acaba de mudarse a los suburbios de París con su madre y sus dos hermanos menores, mientras que su padre se ha quedado en Senegal para desposar a una nueva mujer, aunque pronto se trasladarán al mismo departamento donde vivirá también con su nueva esposa. Agobiada por los códigos musulmanes con los que a la mujer se le acusa de pescadora por naturaleza por una religión misógina que demanda la obediencia absoluta a los hombres, y además sintiéndose asfixiada por lo que se espera de ella durante los preparativos de la nueva boda de su padre, Amy se ve deslumbrada por un grupo de niñas que bailan twerking imitando a mujeres de las redes sociales y aspirando a convertirse en ganadoras en un concurso de baile. La pequeña, que se está enfrentando a una nueva cultura y en plena etapa de necesidad de pertenencia, inevitablemente se ve atraída por el baile, la aceptación y camaradería con sus nuevas amigas, y esto le da un respiro, una suerte de escape de su aprensiva realidad. Amy y sus amigas van aprendiendo que mientras más sensual y sexual se comporte –aun sin entender a cabalidad esos conceptos–, obtiene beneficios del sexo opuesto, de ahí que en la escena donde son atrapadas por unos guardias de seguridad al interior de un negocio al que entraron sin pagar, ellas puedan irse libres de consecuencias al bailar de manera sugerente para ellos.
El mensaje de “Cuties” está clarísimo: las niñas deben tener tiempo para ser niñas. Es verdad que en la película se hace énfasis en los movimientos sexuales que las niñas llevan a cabo durante sus bailes, pero en ningún momento se hace una apología de la hipersexualización infantil, y la cámara nunca se regodea en el morbo. Lo que sí hace la cinta es señalar a una sociedad doblemoralina que sexualiza niños y adolescentes en los medios de comunicación masivos y en las redes sociales, pero para conseguir este discurso en pantalla jamás explota sexualmente el cuerpo de las actrices menores. Por el contrario, la directora echa mano de estas y otras secuencias para mostrar cómo las redes sociales afectan la idea y el concepto de feminidad, así como sus expectativas, en niñas y adolescentes, y también de cómo el autoestima se ve trastocado por la validación tanto en las redes, como entre los vínculos afectivos en la vida cotidiana como la familia y la escuela; esto la emparenta con otro coming of age, “Girlhood” (Bande de filles”, 2014), de la directora Céline Sciama, que también transcurre en los suburbios franceses. Las acusaciones moralinas hacia la cinta son francamente absurdas, para constatarlo sólo hace falta ver que el clímax de la cinta –el tan anhelado concurso para las niñas–, pues resulta extremadamente incómodo... ¡porque así debe ser la hipersexualización de la niñez! Tanto la forma en la que está filmada y editada esta secuencia –mostrando los sugerentes movimientos e intercalándose la reacción del público– ratifica el mensaje que busca transmitir la directora. Son niñas que no tienen idea de lo que están imitando, ni de las consecuencias de sus actos; y como ejemplo está la tan criticada escena del condón que demuestra que son niñas pensando como niñas, jugando como niñas a ser mujeres cuando no tienen ni idea de lo que el mundo les depara, y si por casualidad las niñas intentan concebir dichas ideas, estas están completamente erróneas. La película presenta un desenlace conciliador entre la infancia, la adolescencia y la madurez de no tener que someterse cumplir con ciertas tradiciones o expectativas sociales, religiosas o familiares; la denuncia social de Doucouré es muy clara, pero en un mundo donde las masas carecen de la capacidad de abstracción para analizar una obra, cada quien termina viendo lo que quiere ver. Lástima.