Solovki

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Un proyecto de Juan Manuel Castro Prieto y Rafael Trapiello Texto de Antonio Muñoz Molina A proyect by Juan Manuel Castro Prieto and Rafael Trapiello Text by Antonio Muñoz Molina


Con motivo de la edición de PHotoESPAÑA 2019, en el Centro de Arte de Alcobendas tenemos el gran placer de presentar el proyecto Solovki. Doblemente halagados por ser un trabajo conjunto que aúna la experiencia y magistralidad de Castro Prieto con la visión de las imágenes, humanista y muy particular de Rafael Trapiello. Premio Nacional de Fotografía uno, y experimentado documentalista el otro, nos ofrecen un peculiar punto de vista para abordar el trabajo documental, explorando con imágenes impactantes las relaciones espirituales y políticas que se producen en el archipiélago ruso de Solovetsky, antiguo gulag ruso hoy convertido en lugar de destino religioso turístico gracias a su famoso monasterio. Juan Manuel Castro Prieto y Rafael Trapiello han querido explorar visualmente este territorio, buscando la relación entre la imagen dulce y espiritual que quieren transmitir los monjes, con el pasado infernal de torturas y encierros del régimen estalinista. Los autores, que firman esta exposición conjuntamente, nos provocan reflexión a la vez que goce estético y más que narrar, se acercan a una subjetividad poética impactante que caracteriza este magnífico trabajo. Un año más de colaboración con PHotoESPAÑA, un año más con los mejores fotógrafos, un año más al servicio de la cultura y el arte. Invito a nuestros vecinos a disfrutar de esta exposición. Nos vemos en el Centro de Arte. Nos vemos en Alcobendas. Ignacio García de Vinuesa Alcalde de Alcobendas

On the occasion of the 2019 edition of PHotoESPAÑA, the Centro de Arte de Alcobendas is delighted to present the project Solovki Project, an exhibition we are doubly honoured to be hosting because it is a joint effort combining the experience and expertise of Castro Prieto and the unique, humanistic visual approach of Rafael Trapiello. The two men, one a winner of Spain’s national award for photography and the other an experienced documentalist, offer a very personal documentary work in which striking images are used to examine spiritual and political relationships in Russia’s Solovetsky archipelago, an old Soviet Gulag now transformed into a religious/ tourist destination thanks to its famous monastery. Juan Manuel Castro Prieto and Rafael Trapiello visually explore the setting, seeking to juxtapose the serene spiritual image cultivated by the monks with the hellish past, the torture and the imprisonment of the Stalin regime. The two authors of this joint show invite us both to reflect on the images and also to appreciate their aesthetic appeal, in a magnificent work marked more by a poignant poetic subjectivism than by a sense of narrative. Another year of collaboration with PHotoESPAÑA, another year with the best photographers, another year at the service of art and culture! I invite all our residents to come and enjoy this exhibition. See you at the Centro de Arte! See you in Alcobendas! Ignacio García de Vinuesa Mayor of Alcobendas


Solovki Juan Manuel Castro Prieto y Rafael Trapiello Centro de Arte Alcobendas Del 22 de mayo al 24 de agosto de 2019

Imágenes de archivo Archivo Yuri Brodsky Asesor histórico Yuri Brodsky Fixer en Solovki Dasha Morozova

Ayuntamiento de Alcobendas Centro de Arte Alcobendas

Edición de los textos Ángela Villaverde

Alcalde Ignacio García de Vinuesa

Traducciones ADAPTEXT

Concejal de Educación y Cultura Fernando Martínez Rodríguez

Diseño underbau

Coordinadora del Centro de Arte Alcobendas Belén Poole Quintana

Tratamiento de imágenes David Vicente Impresión Brizzolis

Exposición y catálogo Comisariado Rafael Trapiello Fotografías Juan Manuel Castro Prieto Rafael Trapiello Texto Antonio Muñoz Molina Coordinación de la exposición Ana Peláez Equipo educativo Aurelio Fernández Paz Guadalix Equipo de montaje Daniel Bodas Jorge García Tejado Técnicos auxiliares Antonio Gago Laura Gimeno

Encuadernación Ramos Transporte Baltasar Cornejo Seguros Seguros Bilbao ISBN 978-84-947420-9-5 Depósito Legal M-12721-2019 © de las fotografías, Juan Manuel Castro Prieto, l’Agence VU’, Vegap, 2019 Rafael Trapiello, Vegap, 2019 © de esta edición, auth’spirit, 2019 © del texto, Antonio Muñoz Molina, 2019 Centro de Arte Alcobendas Calle Mariano Sebastián Izuel, 9 Alcobendas, Madrid Teléfono 91 229 49 40 centrodearte@aytoalcobendas.org www.centrodeartealcobendas.org

SOLOVKI


El frío y el olvido Antonio Muñoz Molina

El pasado es en blanco y negro, el presente en color. En el presente casi no quedan rastros del blanco y negro del pasado. Ni siquiera el blanco omnipresente de la nieve se parece. El blanco de la nieve en las fotos en blanco y negro del pasado no tiene que ver con el de las fotos en color del presente, donde tiene siempre matices que suavizan su desnudez, tonos rosados, intuiciones de verdes. El blanco y negro es la gama terminante de las fotografías en las fichas de los prisioneros y de los condenados, con su tenebrismo de celdas y de esos sótanos y patios de muros ciegos en los que sucedían las torturas y las ejecuciones. Pocas veces el arte de la fotografía es tan efectivo como cuando carece de cualquier intención estética. Pocas visiones de la condición humana son tan completas y tan aterradoras como la que ofrecen las fotos que los jemeres rojos solían tomar a sus víctimas inmediatamente antes de ejecutarlas. Algunos retratos de prisioneros sin nombre en las fichas del gulag poseen una presencia irrefutable de retratos de Rembrandt, personas que tuvieron una identidad igual de concreta que tú y que yo y que nos miran desde la lejanía del tiempo y el fondo de la infamia con miradas de acusación, de desafío, de indiferencia, casi nunca de miedo. Los retratos en color de gente de ahora no transmiten terror, ni necesidad extrema, pero sí una especie de desamparo, y un deterioro de las cosas. Los fantasmas de Solovki son todos en blanco y negro: sus herederos, o sucesores, parecen refugiados precarios en sus propias vidas, habitantes de prestado en cuartos llenos de cosas en los que todo está un poco manga por hombro, todo más gastado y de mala calidad bajo esa luz objetiva de invierno que entra por las ventanas, la luz de niebla del norte extremo, a la orilla de un mar brumoso que termina en las soledades del Círculo Polar. Hay mesas con hules, salitas donde están juntos el televisor y la nevera, como en las casas españolas de los años sesenta. Hay parques infantiles que no se sabe si en realidad son vertederos, y casas dispersas en paisajes nevados en las que brillan luces eléctricas en las ventanas, justo cuando empieza a caer la noche, en un silencio de

helada, interrumpido muchas veces por los silbidos de la ventisca y también por el tableteo de esas ventanas que tienen pinta de ajustar mal. Delante de una casa, en lo que parece el límite de un bosque, hay una cuerda de tender, con sábanas o lienzos blancos y verdes que se inclinan en el viento, en un campo nevado, huellas perceptibles y tenues de presencia humana, de normalidad doméstica erigida en el filo del mundo. Despliego al azar sobre la mesa, a la luz del flexo, las copias de fotos con las que llevan no sé cuánto tiempo trabajando Rafael Trapiello y Juan Manuel Castro Prieto, las que han traído de sus viajes boreales. Sin que yo me lo proponga se mezclan las fotos del pasado en blanco y negro y las del ahora en color, la crónica del viaje de Trapiello y Castro Prieto por las islas casi polares de Solovki y la de su búsqueda por los archivos. Para mí es un experimento en el tiempo. Contrapuestas sin orden las fotos resaltan más las distancias temporales que las separan, y a la vez una unidad profunda, que es la del lugar, pero sobre todo la de las continuidades y las rupturas de la historia. Miro las fotos y también leo un libro, Gulag, de Anne Applebaum, que quizás es la historia más completa que se ha publicado sobre los campos soviéticos, al menos fuera de Rusia. El libro de Applebaum lo he leído y abandonado unas cuantas veces a lo largo de los años, admirado por el rigor de su investigación y la solidez de su relato, desolado por la inacabable sucesión de desdichas humanas que cuenta. En las fotos identifico lugares de aspecto neutro, incluso novelesco o poético, que fueron escenarios de los crímenes inauditos que se cuentan en el libro. En los sótanos de esa iglesia con torres macizas que se ven perfiladas contra la niebla y la luz débil del invierno ocurrieron escenas de crueldad, de tortura, de matanza, que la imaginación no puede concebir, y de las que no parece que quede huella visible. Las fotos son reveladoras, pero también amnésicas. Los verdugos sabían que cada víctima ejecutada de un tiro en la nuca o al cabo de un lento declive de agotamiento y de hambre era un testigo menos.


Cuando el crimen se organiza a una escala administrativa, con rigor, con método, los burócratas que lo ejercen se complacen en registrarlo todo. Actúan en secreto, pero levantan acta de su propia bestialidad, neutralizada y legitimada por la costumbre, que es más eficaz aún que la ideología como anestesiadora de conciencias. El sistema alemán de los campos de exterminio era una maquinaria administrativa formidable, que siguió funcionando a pleno rendimiento incluso en los días finales de caos y derrumbe militar de Alemania. Por una parte su finalidad última era acabar con las vidas y borrar todas las huellas de varios millones de seres humanos; por otra, la escala del empeño iba acompañada por un grado de complejidad burocrática y técnica que tenía un reflejo documental tan meticuloso como el de una gran empresa, un impecable proyecto gubernamental. Da la impresión de que hasta muy poco antes del final los responsables del Holocausto no tuvieron ningún miedo de ser castigados: a toda prisa intentaban destruir hornos crematorios y archivos a medida que se acercaba por el este el ejército soviético, pero el volumen de la documentación era tan inmenso que solo llegaron a destruir una pequeña parte. Una paradoja igual actúa en el gulag. Invisibilidad y secreto, por un lado; registro escrupuloso, por otro. Ese es el mundo con el que se han encontrado Trapiello y Castro Prieto: han recogido testimonios y fotografiado lugares y pormenores que solo son residuos de un mundo enorme desparecido. Han encontrado y despliegan para nosotros huellas materiales de lo que es un pasado en blanco y negro, pero lo que nos da la impresión de una riqueza enciclopédica son residuos de un mundo desaparecido. En primer lugar, porque el tamaño de ese mundo paralelo que Solzhenitzyn llamó el «Archipiélago gulag» es tan enorme que no hay manera humana de abarcarlo. Anne Applebaum contabiliza 476 campos, todos ellos levantados sobre el modelo de Solovki, y calcula que el número total de los prisioneros encerrados en ellos entre 1929 y 1953 superaría los dieciocho millones de personas. Cada una de ellas tuvo un nombre, una cara, una identidad: no podemos imaginar cuántas paredes de cuántos museos se llenarían con las fichas policiales de todos ellos. Una segunda razón de la escasez de testimonios e imágenes es la tradición soviética del secreto. Se sabe mucho menos de lo que podría saberse porque durante toda su historia el sistema de los campos fue territorio prohibido para quien no perteneciera a él como guardián o como víctima, como administrador o como preso. El impacto tremendo que tuvo en todas partes la publicación de Un día en la vida de Iván Denisovich provino en parte de que era el primer testimonio en primera persona que publicaba un antiguo prisionero. Las burocracias totalitarias muestran una gran creatividad inventando nombres respetables y perfectamente neutros para sus instituciones inhumanas.

Ese nombre, gulag, que para nosotros tiene un sonido tan amenazante, es el acrónimo en ruso de Administración Principal de los Campos. Solovki formaba parte de una organización llamada Campos de especial significación, de donde viene el acrónimo SLON. El disimulo verbal se corresponde con el hermetismo y con la extrema lejanía. Los campos tenían nombres cifrados y solían encontrarse a distancias inaccesibles. Y en ellos, recuerda Anne Applebaum, no entraron nunca equipos de filmación como los que atestiguaron para siempre, desde los primeros días de la liberación, la realidad inaudita de los campos alemanes. Hay otro motivo añadido para tanta invisibilidad, al menos en Occidente: algunas de las personalidades más eminentes de la intelectualidad europea y americana, de las voces más apasionadas en la defensa de la justicia y el rechazo de toda opresión, no tuvieron el menor escrúpulo en mentir sobre la realidad de la Unión Soviética, o al menos en no enterarse de los horrores de los campos, a veces siquiera de su existencia. Quizás hubo algún caso de ingenuidad. Yo estoy convencido que la mayor parte de las veces la razón del silencio fue el cinismo, añadido al simple desprecio por los seres humanos concretos, que es tan cómodamente compatible con el amor por la humanidad. Escritores franceses, británicos, incluso españoles, que viajaron a la Unión Soviética en los tiempos más negros de las purgas, en el gran Terror de finales de los años 30, en las hambrunas medievales de Ucrania y otros territorios, a principios de la década, regresaban contando maravillas de aquel gran país del futuro, y con frecuencia incluían en sus crónicas menciones admiradas a su sistema de justicia penal, que estaba volcado no al castigo físico, sino a la reeducación de los descarriados. Que la palabra «reeducación» pudiera aplicarse a lo que sucedía en aquellos campos es una prueba de hasta dónde puede llegar la elasticidad mentirosa de las palabras. Dice melancólicamente Cioran que el tiempo trabaja a favor de los tiranos y los genocidas. A nadie, escribió, le importan nada las montañas de cadáveres de Gengis Khan. Las vidas humanas son cortas, y muy frágiles. Hay dictaduras tan largas que generaciones enteras quedan sepultadas por ellas. Y, como nos recuerda Primo Levi, solo los que no han llegado al fondo del horror han podido sobrevivir y volver para contarlo. Son los salvados los que cuentan, y su visión es limitada. De los hundidos, por seguir usando el lenguaje de Levi, no queda nada. Y tampoco el testimonio de los salvados es suficiente, ni siquiera fiable del todo. Las personas pueden mentir, dice Levi, y aunque no quieran mentir olvidan con facilidad, y al cabo de unos pocos años su memoria empieza a apagarse, y luego se extingue del todo. Desaparecen las personas, y también los lugares, más rápido todavía en

esos climas extremos en los que se levantaban los campos del gulag, este Solovki boreal abatido por tempestades denieve, por fríos inconcebibles y calores de verano y de ciénaga. En la espesura de un bosque se borran muy pronto las señales de las tumbas. Las cruces de madera se pudren. Los techos de madera o de chapa se hunden. La vegetación conquista en unos pocos años ese claro en el que estuvo el campamento donde los prisioneros eran forzados a talar árboles hasta que caían al suelo muertos de debilidad, de hambre, de frío. En un corredor se suceden puertas de antiguas celdas tan despojadas de toda presencia como cámaras frigoríficas abandonadas hace mucho tiempo. Las fotos en blanco y negro, las fichas policiales, los periódicos de papel malo que se deshacen como arena por mucho cuidado que pongan en manejarlos los archiveros dan cuenta de una ínfima parte de todo lo que existió. En esos colores de invierno de las fotos de ahora lo que se ve sobre todo es la ausencia inmensa de todas las personas y todos los sufrimientos y todas las historias que tuvieron lugar aquí, y no han dejado rastro. Para eso está el fotógrafo. Para mostrar lo que se ve «a simple vista» –aunque no hay nada menos simple– y sugerir al mismo tiempo lo que no se ve: señalar con el dedo, o con la cámara, o mejor todavía dar un golpe en la mesa, alzarse contra la amnesia que su propio trabajo está revelando. Tras un primer plano de unas chozas de madera medio derrumbadas se perfilan en la niebla las torres de esa fortaleza que fue monasterio y prisión, y en esa claridad tan pálida que no se sabe si es de amanecer tardío o de anochecer adelantado está toda la tristeza de un presente medio de ruinas y de abandono y un pasado que se levanta como una presencia opresora, sin rostro, sin compasión, sin variedad, inalterable al tiempo, inmune a lo azaroso de las vidas humanas. Se hundió el zarismo, llegó la revolución, se llenó de prisioneros y de guardias, quedó abandonada, murió Stalin, se derrumbó la Unión Soviética casi tan de un día para otro como había sucumbido del zarismo: y al cabo de un siglo entero de mortandades y de crímenes, de himnos y banderas, en la plaza del monasterio recobrado se ve la silueta embozada de un monje ortodoxo, con su capote negro y su gorro negro, con su contundencia física, como si todo este siglo no hubiera existido, porque este monje o pope se mueve con la misma arrogancia que sus predecesores de hace cien años, o trescientos años. Niñas de caras frescas y pañuelos a la cabeza murmuran cosas entre sí bajo los oros y los iconos de una iglesia, rodeadas por una estética y una iconografía que no han sufrido grandes variaciones en el último milenio. En ese momento el presente en color revela un mundo que parece precario y sin embargo es indestructible. Las banderas revolucionarias, los carteles de tipografía épica, el paraíso embustero de la revolución,

las caras de los prisioneros en las fichas: eso ha sido lo pasajero, lo que no ha dejado huella. Ahora me doy cuenta, rodeado por las copias de las fotos, en un desorden que se agrava al mismo tiempo que yo escribo, de que lo que han hecho Juan Manuel Castro Prieto y Rafael Trapiello es algo muy antiguo, aunque haya sucedido casi ahora mismo: la crónica de un viaje a un extremo del mundo, que es uno de los relatos más primitivos que existen, y más perdurables. A veces no queda más remedio que viajar al fin del mundo, a las fronteras del otro. Es el viaje de los argonautas a la Cólquide, y el de los exploradores polares, desde Cook a Amundsen y Byrd, sin olvidar a los exploradores de la ficción, el Arthur Gordon Pyn de Poe y el capitán Hatteras de mi querido Julio Verne. Es el deseo de llegar donde no ha llegado nadie que uno conozca; el de visitar el reverso del mundo al que uno pertenece: la «aventura boreal» que el viejo Cervantes inventó para sus héroes juveniles y perfectos, Persiles y Sigismunda. Los dos tienen experiencias diversas, y complementarias. Ir por el mundo con una cámara de fotos es más comprometido todavía que ir con un cuaderno. Castro Prieto ha vuelto con memorables cuadernos fotográficos de las lejanías sentimentales de su pueblo natal y de los bosques de Nueva Guinea en los que siguen celebrándose, con la mansa ineficacia de toda liturgia religiosa, los cultos cargo, que prometen a sus fieles la llegada, o más bien el regreso, de aviones de carga americanos llenos de regalos prodigiosos. El viaje más hondo de Rafael Trapiello que yo conozco es el que le llevó a las profundidades submarinas de la noche de Madrid, más oscura todavía porque eligió retratarla en blanco y negro. Ninguno de los dos me parece que haya llegado nunca tan lejos como en este viaje a Solovki: tan lejos en el pasado en blanco y negro y en la negrura del gulag; tan lejos en esos paisajes en los que cualquier figura humana adquiere un dramatismo de naufragio, y en los que toda presencia, toda memoria, se van disolviendo según la mirada del viaje va llegando más hacia el norte, hacia esos horizontes que terminan en la bruma y en las llanuras de nieve en las que se perdían para siempre sin rastro los exploradores polares del siglo xix, hacia ese arco iluminado a la entrada de una fortaleza que ha sido monasterio y prisión y castillo de irás y no volverás, hacia ese atardecer rosado en el que termina una carretera llena de baches, hacia la negrura absoluta en la que parece haberse sumergido el mundo, con un vislumbre de claro azulado de bosque muy lejos, con un cielo que no se sabe si es de amanecer, pero que sea lo que sea es una frontera más allá de la cual ya no puede seguir el viaje, ni puede haber más fotos, ni más imágenes, ningún recuerdo, solo el frío y el olvido de la desaparición.


de arriba a abajo y de izquierda a derecha  Ígor Aleksandrovich Kurilko (1904), oficial del ejército zarista, fusilado en 1930; Vadim Karlovich Chejovski (1902), meteorólogo y químico, fusilado en Solovki en 1929; Aleksandr Petrovich Nogtev (1892), sanguinario primer director del Campo de especial significación de Solovki, fue arrestado en 1938 acusado de terrorismo y enviado a un campo en Krasnoiarsk, siendo liberado en la amnistía de 1945 y muriendo dos años más tarde en Moscú; Yevguenia Yaroslavskaia-Markon (1906), poeta y periodista, fusilada en Solovki en 1931. Gueorgui Mijailovich Osorguin (1893), oficial zarista, fusilado en Soloki en 1929.

from top to bottom and left to right  Igor Aleksandrovich Kurilko (1904), officer of the Czarist army, shot in 1930; Vadim Karlovich Chekhovski (1902), meteorologist and chemist, shot at Solovki in 1929; Aleksandr Petrovich Nogtev (1892), bloodthirsty first director of the Solovki Special Camp, arrested on terrorism charges in 1938 and sent to a camp in Krasnoyarsk (he was released in the amnesty of 1945 and died two years later in Moscow); Yevgenia Yaroslavskaia-Markon (1906), poet and journalist, shot at Solovki in 1931; Gueorgui Mikhailovich Osorgin (1893), Czarist officer, shot at Solovki in 1929.

de arriba a abajo y de izquierda a derecha  Prisioneros cortando madera en uno de los bosques de Solovki; Vista general del monasterio ya convertido en prisión del Campo de especial significación de Solovki; Consrucción de un tramo de ferrocarril entre la fábrica de ladrillos y el monasterio; Llegada en barco del escritor Maxim Gorki, a la derecha de la imagen, junto a Aleksandr Nogtev, segundo por la izquierda, en 1929. Gorki fue enviado por Stalin para escribir un ensayo que alabara el sistema de reeducación soviético, que estaba siendo duramente criticado por la comunidad internacional tras la terrible crónica An Island Hell publicada por S. A. Malsagoff, huido de Solovki unos años antes.

from top to bottom and left to right  Prisoners chopping wood in a forest at Solovki; General view of the monastery after its transformation into the Solovki Special Camp prison; Construction work on a stretch of railway between the brick factory and the monastery; Arrival of writer Maxim Gorki (on the right of the image) by boat in 1929, with Aleksandr Nogtev (second from left); Gorki was sent to the camp by Stalin to write an essay extolling the Soviet re-education system, which was being fiercely criticised in the international community following publication of An Island Hell, a horrifying account by S. A. Malsagoff, who had escaped from Solovki a few years earlier.


Cold Oblivion Antonio Muñoz Molina

The past is in black and white, the present is in colour. The present retains almost no trace of the black and white of the past. Not even the omnipresent whiteness of the snow looks the same. The whiteness of the snow in black and white photos from the past is nothing like what it is in the colour photos from the present, where its starkness is always attenuated by shades of pink, suggestions of green. Black and white is the emphatic medium of photographs in prisoners’ and convicts’ files, imbued with the sullen darkness of the prison cells and cellars or blank-walled courtyards where people were tortured and executed. The art of photography is rarely as effective as it is when it is has no aesthetic aspirations. Few visions of the human condition are as complete or as terrifying as that presented by the photos the Khmer Rouge used to take of their victims just before killing them. Some of the portraits of nameless prisoners in Gulag files are irrefutably reminiscent of Rembrandt. People with identities just as real as yours or mine, they stare back at us from the distant shores of history and the depths of infamy with accusing, defiant, indifferent - but almost never fearful eyes. The colour pictures of present-day people convey no terror or extreme hardship, but they do transmit a kind of helplessness, a sense of general degradation. Solovki’s ghosts are all in black and white. Their heirs, or successors, look like refugees eking out a precarious existence in their own lives, temporary occupants of rooms full of things where everything seems to be somewhat in a state of disarray, worn out and mediocre in the objective winter light coming in through the windows: that foggy light of the far north, on the shores of a hazy sea bordering the solitary wilderness of the Arctic Circle. There are tables with oilskins, little rooms with televisions standing next to refrigerators, like in Spanish homes of the 1970s. There are children’s playgrounds that might well really be rubbish dumps, and houses scattered over snowscapes with electric lights glowing in their windows at nightfall, and all this in an icy silence frequently broken by the howling wind

and the rattling of those same windows, which don’t look very secure at all in their frames. In front of one house, in a snow-covered field at what looks like the edge of a wood, there is a washing line with green and white sheets slanting in the wind: muted, visible traces of human presence, of domestic normality, materialising at the very ends of the earth. Spread out randomly on the table, in the light of a reading lamp, I have before me copies of the photos Rafael Trapiello and Juan Manuel Castro Prieto have been working with for I don’t know how long, the ones they brought back with them from their arctic journey. The colour photos that chronicle their experiences in the near-polar Solovetsky islands have unintentionally got mixed up with the black and white ones from the past that they unearthed in old archives during their research. For me, this is an experiment in time. Seen alongside each other in no particular order, the photos re-emphasise the time chasm that separates them, and yet simultaneously evoke a sense of profound unity: unity of place, but above all unity in their reflection of the continuities and interruptions of history. I’m looking at the photos, and I’m also reading a book, Gulag, by Anne Applebaum, arguably the most complete account of the Soviet labour camps ever published, at least outside Russia. I have started and then left off reading Applebaum’s book several times over the years, impressed by the rigour of her research and the strength of her narrative but devastated by the endless succession of human miseries she describes. In the photos, I can identify places that look neutral, or even literary, lyrical, but were actually the settings of the outrageous crimes detailed in the book. The cellar of that church with voluminous towers, silhouetted against the fog and the weak winter sunlight, witnessed truly unimaginable scenes of cruelty, torture and slaughter of which no visual evidence now seems to remain. The photos are revealing, but also amnesic. The perpetrators of the crimes knew that each victim killed by a bullet in the back of the head or


after a long, drawn out ordeal of hunger and exhaustion was one witness less. When crime is organized rigorously, methodically, on an administrative scale, the bureaucrats who carry it out relish recording everything. They act in secret, but file reports on their own bestiality, neutralised and legitimised by routine, which is even more effective than ideology for numbing consciences. The system the Nazis used in their death camps was a formidable administrative machine which continued to work at full steam even in the final, chaotic days of Germany’s military collapse. Its end objective was to kill and wipe out all trace of several million human beings. But the scale of the undertaking was accompanied by a degree of bureaucratic and technical complexity that was documented just as meticulously as that of a large company undertaking, an impeccable government project. Almost until the very end, it seems that those responsible for the Holocaust had no fear of being punished: they hurriedly tried to destroy ovens and documents as the Soviet army advanced from the east, but the volume of documentation was so huge that they only managed to eliminate a small part of it. A similar paradox can be seen in the Gulag. On the one hand, secrecy and invisibility: on the other, meticulously kept records. And that is the world in which Trapiello and Castro Prieto found themselves, gathering testimonies and photographing places and details that are merely the remains of an enormous, now-disappeared world. They discovered, and now reveal to us, material traces of what is essentially a past in black and white, but the impression of encyclopaedic abundance is created by mere leftovers of a world that no longer exists. Firstly, because the parallel universe Solzhenitsyn called the «Gulag Archipelago» is so vast that it simply cannot be encompassed in its entirety. Anne Applebaum puts the number of camps at 476, all based on the Solovki model, and calculates that the total number of prisoners held in them between 1929 and 1953 exceeded eighteen million. Each one of those people had a name, a face, an identity: it is impossible to imagine how many walls in how many museums all their police files would cover. A second reason for the scarcity of testimonies and images is the traditional Soviet penchant for secrecy. Much less is known than what could be known because, throughout its history, the camp system was a no-go area for anyone who did not belong to it either as a guard or a victim, as an administrator or as a prisoner. The huge global impact of the publication of One Day in the Life of Ivan Denisovich was partly due to the fact that it was the first first-hand account ever published by an ex-prisoner. Totalitarian bureaucracies display great creativity when it comes to inventing respectable, perfectly neutral names for their inhuman institutions. In Russian, the name «Gulag»,

which now sounds so sinister to our ears, is simply the acronym for the Soviet Union’s main Labour Camp Agency. Solovki formed part of an organization called Special Prisons, identified by the acronym SLON. The linguistic subterfuge of the name was consistent with its camps’ impenetrable isolation, miles from anywhere. Camps had code names and were usually located at inaccessible distances. And, as Anne Applebaum recalls, they were never visited by film crews like the ones that permanently recorded the unprecedented reality of the German concentration camps right from the days immediately following their liberation. In the West, at least, there is also one more reason for so much invisibility: some of the most eminent figures in European and American intellectual circles, some of the most impassioned defenders of justice and opponents of all forms of oppression, have had no scruples whatsoever about lying with regard to the reality of the Soviet Union, or at least about turning a blind eye to the horrors, and sometimes even the very existence, of the labour camps. On occasions this may have been attributable to naivety. But I am sure that most of the time the reason for their silence was cynicism, together with simple contempt for specific human beings – a form of contempt so conveniently compatible with love for humanity in general. French, British, and even Spanish writers who travelled to the Soviet Union in the darkest days of the purges, in the Great Terror at the end of the 1930s and during the medieval famines in the Ukraine and other territories at the beginning of that same decade returned singing the praises of that great nation of the future. Their accounts often included glowing references to the Soviet criminal justice system, a system focussed not on physical punishment but on the re-education of those who had gone astray. The use of the word «re-education» to describe what went on in the Gulag demonstrates the extent to which language is susceptible to deceitful manipulation. Emil Cioran melancholically observed that the passage of time favours tyrants and genocides. Nobody, he wrote, cares about the mountains of corpses Genghis Khan left in his wake. Human lives are short and very fragile. Some dictatorships last so long that they bury whole generations. And, as Primo Levi reminds us, it is only those who have not experienced the deepest depths of horror who have been able to survive and tell their tale. Those who talk are the survivors, and their view of events is limited. Of those who succumbed, as Levi would put it, nothing remains. Neither is the testimony of the survivors sufficient, or even completely reliable. People may lie, said Levi, and even when they do not want to lie, they easily forget. After a few years their memory begins to fade and then it disappears altogether. People – and places – disappear

even more quickly in the harsh locations where the Gulag camps stood, in this arctic Solovki beset by snowstorms, inconceivable cold in winter and oppressive, swampy heat in summer. In the thick of the woods, signs of graves disappear very quickly. Wooden crosses rot away. Wooden and metal roofs collapse. It only took a few years for that clearing where the camp once stood, where prisoners were forced to cut down trees until they dropped dead of hunger, cold and fatigue, to be overrun by vegetation. The doors lining a corridor correspond to old cells that are now as stark and devoid of human presence as long-abandoned cold storage rooms. However carefully the archivists handle them, the black and white photos, the police files and the newspapers printed on poor quality paper crumble like sand, and only reflect a tiny part of everything that was once here. The main thing transmitted by the winter colours of Castro Prieto’s and Trapiello’s present-day photos is a huge sense of absence; absence of all the people, all the suffering and all the stories that once existed here and are now gone without trace. That is the photographer’s job: to show what is visible at first sight –which is not always what it seems– and at the same time suggest what cannot be seen: to point the finger, or the camera, or, better still, to throw down the gauntlet and denounce the amnesia their own work is revealing. Emerging from the fog behind the half-ruined wooden hut in the foreground, we see the towers of the Solovki fortress, that one time monastery and prison. And the clarity of that light, so weak that it is hard to say whether we are looking at a late sunrise or an early nightfall, exudes all the sadness of a present half reduced to ruin and abandonment and a past that surges forth like a faceless, merciless spirit of oppression, an immutable, timeless presence impervious to the wavering fortunes of human lives. Czarism collapsed, the Revolution came, the island was filled with prisoners and guards, Stalin died, the Soviet Union collapsed almost as rapidly as the Czarist regime had done earlier: and after a whole century of death and crime, hymns and banners, a muffled silhouette of a Russian Orthodox monk appears in the courtyard of the recovered monastery, a physically compelling figure clad in black habit and black hood. This monk, or pope, seems to move with the same arrogance as his predecessors a hundred – or three hundred – years earlier. Fresh-faced girls in head scarves whisper amid the gold and the icons in a church, in a setting that has barely undergone any aesthetic or iconographic change for a millennium. The full-colour present here reveals a world that looks precarious, but which is nevertheless indestructible. What was really ephemeral were the revolutionary flags, the epic-style posters, the phoney communist paradise, the faces of the prisoners in the police files. Of them, no trace remains.

And now, surrounded by photos that are becoming more mixed up even as I write, I realise that what Juan Manuel Castro Prieto and Rafael Trapiello have done is something very old, despite its chronological immediacy: they have described a journey to the far side of the world, one of the most primordial and enduring of all possible narratives. Sometimes the only solution is to travel to the ends of the earth, to the borderline with the other. It is what the Argonauts did when they travelled to Colchis, and also the polar explorers from Cook through to Amundsen and Byrd, not to mention fictional explorers like Poe’s Arthur Gordon Pym and my beloved Julio Verne’s Captain Hatteras. It is the desire to go somewhere that has never been visited by anyone you know; to chart the other side of the world to which you belong, as in the «boreal adventure» old Cervantes invented for his perfect young heroes Persiles and Sigismunda. Both have different, but complementary, experiences. Travelling the world with a camera requires more commitment even than travelling the world with a notebook. Castro Prieto has brought back memorable photographic accounts from the nostalgic remoteness of the village where he was born and from the forests of New Guinea, where cargo cults are still officiated with the docile inefficiency of all religious liturgy, and the faithful still look forward to the arrival, or rather the return, of American freight planes full of prodigious gifts. Rafael Trapiello’s deepest journey that I know of was the one that took him into the submarine depths of Madrid nightlife, made even darker by his decision to depict it in black and white. But I don’t think either of the two photographers have ever gone as far as they did in this trip to Solovki: as far into the black and white past and the blackness of the Gulag; as far into landscapes where any human figure conveys a sense of dramatic failure and where any presence, any memory, gradually dissolves as the traveller looks further north, towards horizons shrouded in mist and vast snow-covered plains where 19th century polar explorers were lost forever without trace, towards that lighted arch at the entrance to a fortress that was an inescapable monastery, prison and castle, towards a pink sunset at the end of a pitted road, towards the total darkness that seems to have engulfed the world, with a blue forest clearing just visible in the distance and a sky, that might indicate the dawn but which in any case constitutes a frontier, beyond which the journey cannot continue, there can be no more photos or images, no more memories – only the cold oblivion of disappearance.


Solovki Juan Manuel Castro Prieto Rafael Trapiello


Kremlin


Natasha Chursanova


BahĂ­a Blagopoluchiya Blagopoluchiya Bay


Banya


Pícnic con los Koshev Picnic with the Koshevs


Calle Primorskaya Primorskaya Road


Dasha Morozova


Barracón de obreros, isla de Anzer Workers’ cabin, Anzersky Island


Isla de Anzer Anzersky Island


Aeropuerto de Solovki Solovki Airport


Monte Sekirnaya Sekirnaya Mountain


Lago Svyatoe Lake Svyatoe


Hieromonje Jacob Hieromonk Jacob


Hierodiรกcono Iona Hierodeacon Iona


Calle Zaozyornaya Zaozyornaya Road


Calle Ivana Sivko Ivana Sivko Road


Vista desde el hotel Sloboda View from the Sloboda hotel


Entrada de la casa de los Smirnow Entrance hall at the Smirnows’ house


Turista en el hotel Solovki Tourist at the Solovki hotel


Masha y Kalifa Masha and Kalifa


Alacena en casa de Nikolai Dontsov Kitchen dresser at Nikolai Dontsov’s house


Nikolai Dontsov


Lyubov Ivanovna Smirnova


Carta nรกutica del Mar Blanco Nautical chart of the White Sea


Yura Antropov


Ksusha Mazur con pรกjaro de la Anunciaciรณn Ksusha Mazur with Annunciation Birds


Zhenya Ambroche y Ksusha Finogenova Zhenya Ambroche and Ksusha Finogenova


Kremlin


Peregrina Pilgrim woman


Misa de la Anunciaciรณn Annunciation Mass


Elisaveta Basilevskih


Procesiรณn de la Anunciaciรณn Annunciation procession


Pasillo distribuidor de un edificio de apartamentos Hallway distributor of an apartment building


Tatiana


Interior del kremlin Interior of the kremlin


Yada Kolesnikova y su hermano Yada Kolesnikova and her brother


Dasha Morozova y sus alumnos Dasha Morozova and her pupils


Varvara Glagoleva y sus hijos German y Aksinia Varvara Glagoleva and her children German and Aksinia


Alexander Maksimov y su hijo Ivan Alexander Maksimov and his son Ivan


Yaroslav Levkin


Puerto en la bahĂ­a Blagopoluchiya Harbour in Blagopoluchiya Bay


Lago Svyatoe Lake Svyatoe


Torre Nikolskaya Nikolskaya Tower


Catedral de Preobrazhensky Preobrazhensky Cathedral


Prisiรณn del Campo de prisioneros de Solovki Prison house of the Solovki special prison


Prisiรณn del Campo de prisioneros de Solovki Prison house of the Solovki special prison


Barracón de obreros, isla de Anzer Worker’s cabin, Anzersky Island


Cementerio Cemetery


Hijos de los Maskimov y algunos amigos The Maskimov children and some friends


Hieromonje Peter Hieromonk Peter


«Si el ser humano quiere defender su cultura de los lobos, de las tormentas de nieve o de las malas hierbas no puede permitirse soltar el fusil, la pala o la escoba. Basta con que se quede mirando las musarañas, que se distraiga uno o dos años, para que todo se vaya a pique: los lobos salen del bosque, los cardos florecen y todo queda sepultado bajo la nieve y el polvo» Vida y destino, Vasili Grossman

«If (Man) wants to defend his culture from wolves and snowstorms, if he wants to save it from being strangled by weeds, he must keep his broom, spade and rifle always at hand. If he goes to sleep, if he thinks about something else for a year or two, then everything’s lost. The wolves come out of the forest, the thistles spread, and everything is buried under dust and snow» Life and Fate, Vasili Grossman


Las fotografías de este libro fueron tomadas en dos viajes, el primero en agosto de 2015 y el segundo en abril de 2016. The photographs in this book were taken during two trips, the first in August 2015 and the second in April 2016.

Agradecimientos / Acknowledgments Belén Poole Centro de Arte Alcobendas Antonio Muñoz Molina Alicia Ventura David Vicente Dasha Morozova Yuri Brodsky Rusland NOPHOTO L’Agence VU Barbara Stauss Staff de/at Mare Magazine Aurora Ana Manuela Ángela Villaverde Jonás Bel A todos los habitantes de Solovki, protagonistas de nuestras fotos, que nos abrieron sus puertas para que este libro fuera posible. And all the inhabitants of Solovki shown in our photos, who opened their doors to us to make this book possible.





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