42 minute read

Modernización, espacio público y nacionalismo en Comayagüela (1880-1940)

Por Marvin Barahona. Historiador, doctor en Ciencias Sociales, autor de Evolución histórica de la identidad nacional, Tegucigalpa, Guaymuras, 1991; Honduras en el siglo XX. Una síntesis histórica, Tegucigalpa, Guaymuras, 2004 y, Pueblos indígenas, Estado y memoria colectiva en Honduras, Tegucigalpa, San Ignacio/Guaymuras/AECID, 2009, entre otras obras de contenido histórico y social.

Resumen

Advertisement

Hasta la fecha se ha abordado este tema solo de manera general, obviando casi siempre el carácter de Comayagüela como pueblo de indios, ubicándolo comúnmente como un apéndice indiferenciado de Tegucigalpa, tanto en lo que respecta a su población como a su evolución social y cultural. No obstante, los hechos demuestran especificidades que le dan a Comayagüela un carácter único entre otras poblaciones de la era colonial y del período republicano. De esto dan cuenta varias investigaciones emprendidas por el Centro de Arte y Cultura de la Universidad Nacional Autónoma de Honduras (CAC-UNAH), que destacan no sólo el sello identitario de este lugar específico, sino también su origen y significado.

Introducción

El propósito de este artículo es explorar las relaciones espacio-temporales que se produjeron entre los conceptos de modernización, espacio público y nacionalismo en el antiguo pueblo de indios de Comayagüela durante el período 1880- 1940. Este caso concreto reviste una relevancia particular para los estudios históricos por tratarse de un escenario en el que se ensayó políticas estatales de modernización, que durante dicho período convergieron con los conceptos mencionados en el marco de la consolidación del Estado nacional hondureño. Asimismo, Comayagüela tuvo una importancia particular por haber sido uno de los pocos pueblos de indios en llegar a tener el mayor número de habitantes y de tributarios indígenas en la era colonial y, desde las últimas décadas del siglo XIX, por ser el vecino más inmediato de Tegucigalpa, la nueva capital desde 1880.

Hasta la fecha se ha abordado este tema solo de manera general, obviando casi siempre el carácter de Comayagüela como pueblo de indios, ubicándolo comúnmente como un apéndice indiferenciado de Tegucigalpa, tanto en lo que respecta a su población como a su evolución social y cultural. No obstante, los hechos demuestran especificidades que le dan a Comayagüela un carácter único entre otras poblaciones de la era colonial y del período republicano.

Un propósito adicional es reseñar brevemente las investigaciones históricas que el Centro de Arte y Cultura de la Universidad Nacional Autónoma de Honduras (CAC-UNAH) lleva a cabo actualmente, que buscan desentrañar los procesos históricos por los cuales Comayagüela construyó una identidad propia, caracterizada por su notoria diversidad y riqueza histórico-cultural. En estas investigaciones, aún en curso, despuntan desde ya temas, conflictos e interrogantes que expresan la diversidad y riquezas mencionadas, entre otros los relacionados con el papel de la mujer en la construcción de la identidad moderna de Comayagüela, la religiosidad popular y su revitalización en un nuevo contexto político y social, al igual que una dualidad cultural que no resulta evidente en otros poblados hondureños de la época. De ahí que presentar una breve reseña de estas, tratando de identificar algunos hallazgos y perspectivas relevantes, resulta obligado para compartir sus avances y resultados concretos.

1. La modernización

Desde el punto de vista histórico -sostiene S.N. Eisenstadt-, la modernización es el proceso de cambio hacia los tipos de sistemas sociales, económicos y políticos que se establecieron en la Europa occidental y en la América del Norte desde el siglo XVII hasta el siglo XIX, se extendieron después a otros países de Europa y en los siglos XIX y XX a la América del Sur y a los continentes asiático y africano (Eisenstadt: 2001, p.11). En el capítulo dedicado a América Latina afirma que la situación inicial en el siglo XIX, en la mayoría de los países latinoamericanos, se caracterizó por “…el predominio de élites oligárquicas relativamente débiles, dedicadas ante todo a establecer un marco político moderno formal especialmente orientado, en lo cultural, hacia la Europa metropolitana y basado en lo económico sobre la propiedad de la tierra y en algunas profesiones urbanas tradicionales...”. Otros estratos más amplios, como los compuestos por la población indígena y las débiles clases medias criollas o inmigrantes, estaban casi totalmente confinados a sus propias comunidades, por lo que entre ellos se desarrolló muy poco la tendencia o capacidad para participar en esquemas de mayor alcance (Einsenstadt: 2001, pp. 144-145).

Por su parte, el sociólogo Salvador Giner se preguntaba: ¿qué es una sociedad moderna?, y respondía con el ejercicio de imaginar una sociedad cuya movilidad vertical es baja, cuyas familias son patriarcales, donde el número de hijos por matrimonio es elevado y donde la autoridad política se basa en justificaciones tradicionales de resabio carismático; a una sociedad con tales características la calificaba como no moderna y hasta “atrasada o subdesarrollada” (Giner: 1969, p.191). A ello agregaba una descripción de los siete rasgos que, en su opinión, caracterizaban una sociedad moderna: 1. Presencia del centro en la periferia, partiendo de que “una región físicamente remota es un lugar socialmente remoto”. 2. Racionalización, desarrollo material, interdepen - dencia económica. 3. Preeminencia de los grupos secundarios. 4. Transmisión cultural anónima y por medio técnico. 5. Mundanidad, hedonismo, humanismo secular. 6. Potenciación del poder destructivo. 7. Institucionalización del cambio social. (Giner: 1969, pp. 194-201). Estos rasgos no los poseía la sociedad hondureña del período 1880-1940, y estaba lejos de poseer.

Lo que predominaba en Honduras en ese período -como Eisenstadt descubrió en la mayoría de los países latinoamericanos que estudió-, era un nivel de diferenciación relativamente bajo en casi todas las esferas y también relaciones bastante débiles entre las instituciones centrales y las locales. Eran sociedades en las que los vínculos sociales y políticos estaban organizados de forma hereditaria y burocrática, con rasgos tradicionales. Además de no encontrar “...tipos modernos o más diferenciados de asociaciones voluntarias o profesionales o clases medias independientes...”, por lo que este autor concluyó que “...desde el punto de vista de las actitudes básicas hacia el cambio, estos sistemas no diferían de los regímenes autoritarios o semiautoritarios que se desarrollaron en Europa central o en el Medio Oriente…” (Eisenstadt: 2001, pp. 145-146).

2. El espacio público

En la última década del siglo XX algunos autores consideraban que, hasta algunos años atrás, la problemática del espacio público era “…una tierra ignota en la historiografía iberoamericana. No sólo en sí misma, sino porque muchos de los fenómenos que este término engloba -la opinión pública moderna, las elecciones, la representación- lo eran también...” (Guerra, Lempériére et. al.: 1998, p.5). Estos autores -ensayando su propia definición-, sostienen que:

...lo Público nos remite siempre a la política: a concepciones de la comunidad como asociación natural o voluntaria, al gobierno, a la legitimidad de las autoridades. Lejos de ser sólo el calificativo neutro y cómodo de un “espacio” o de una “esfera” que se opone siempre, implícita o explícitamente, al campo de lo “privado”, a la esfera de los individuos y de las familias, de las conciencias y de las propiedades, el público es al mismo tiempo el sujeto y el objeto de la política… (Guerra et. al.: 1998, p. 7).

Estos autores ven en tal definición una “pluralidad” que la diferencia de un concepto anteriormente vigente, el de la “esfera pública” (Habermas); por ello arguyen que los espacios públicos son muy concretos, la calle y la plaza, el Congreso y el palacio, el café y la imprenta:

...y sobre todo la ciudad, lugar por excelencia de la política. El público es aquí, ante todo, el pueblo concreto con toda su diversidad. Los encuentros y las modalidades más etéreas de la comunicación y del intercambio de opiniones se producen en el espacio compartido de las relaciones personales, del vecindario, del parentesco y de la pertenencia a las mismas instituciones. El abstracto espacio público moderno es todavía uno más de los espacios -muy reducido en muchos casos- en los que se congregan, comunican y actúan los hombres... (Guerra et. al.: 1998, pp. 10-11)

Luego proponen analizar la naturaleza de estos espacios y los cambios que experimentan “el público” y “lo público” y el cambio profundo que también experimentan el lenguaje y los imaginarios.

El momento clave de estos cambios en América Latina coincidió con la proclamación de las independencias nacionales, cuando “...los valores y los conceptos antiguos dejan de ser claros y objeto de un consenso general...”, para pasar poco después a un intento por reconstruir “...con nuevos valores el consenso perdido...” (Guerra et. al.: 1998, p. 11). Sin embargo, los nuevos valores no se transformaron en valores burgueses como en la modernidad europea, por cuanto el mundo hispanoamericano ignoró, “...por lo menos hasta finales del siglo XIX, el uso de la palabra burguesía en su léxico político e ideológico. Se puede inferir de esto que las formas supuestamente “burguesas” de sociabilidad tampoco cuajan bien con la realidad iberoamericana...” (Guerra et. al.: 1998, pp. 9-10).

Dos temas importantes relacionados con “lo público”, fueron el de la representación legítima, aunque mediada por determinados actores y el nacimiento de la opinión pública y de la cultura letrada. Fueron factores decisivos por la ruptura conceptual que produjeron, puesto que:

...de ese momento en adelante, se va a llamar “ignorancia” a la fidelidad del pueblo a sus modalidades tradicionales, orales, de comunicación por una parte y, por otra, a lo que se califica, despreciativamente, como sus “costumbres”: unas costumbres heredadas de la cultura pública del Antiguo Régimen, que en realidad remiten a los derechos y a los ceremoniales propios de la organización corporativa, y que el concepto moderno y abstracto de ley -expresión de la voluntad general- no puede reconocer como legítimos... (Guerra et. al.: 1998, pp. 17-18).

No obstante, los mismos autores reconocen que en América Latina, desde mediados del siglo XIX, existen los principales elementos del espacio público moderno. Además reconocen como probable una concepción de éste como uno más de los múltiples espacios en que se congregan, comunican y actúan los hombres, en una probable articulación con otros, venidos de un pasado más lejano (Guerra et. al.: 1998, pp. 20-21).

3. El nacionalismo

“...fundamentalmente -afirma Ernest Gellner-, el nacionalismo es un principio político que sostiene que debe haber congruencia entre la unidad nacional y la política. (…) …es una teoría de legitimidad política que prescribe que los límites étnicos no deben contraponerse a los políticos, y especialmente… que no deben distinguir a los detentadores del poder del resto dentro de un Estado dado...” (Gellner: 1997, pp. 13-14). Otro autor afirma que en Europa se produjo un apogeo del nacionalismo al finalizar la Primera Guerra Mundial, con consecuencias devastadoras que se prolongaron hasta la Segunda Guerra Mundial (Hobsbawm: 1992, pp. 141-172).

América Latina fue otra de las regiones del mundo donde se dió un apogeo del nacionalismo en el mismo período señalado por Hobsbawm para Europa y tuvo lugar durante la consolidación de los modernos Estados nacionales y del proceso por el que se nacionalizó la cultura. En el caso de México, el historiador Enrique Florescano señala dos corrientes culturales nacionalistas que cobraron fuerza entre 1920 y 1940, partiendo de la idea que la Revolución mexicana fue un movimiento campesino y popular, que se tradujo en una revalorización del pasado indígena y sus protagonistas contemporáneos. A ello contribuyeron mucho la fotografía y el cine sobre la Revolución, que “…mostraron un desfile abrumador de rostros morenos, sombreros de paja y calzones de manta. (…) Más tarde los pintores fijaron de modo indeleble esos rostros en las paredes, convirtiéndolos en símbolos de la lucha ancestral por la tierra y los derechos agrarios. La tierra y las tradiciones indígenas y campesinas se transformaron en iconos del nacionalismo que hizo su aparición explosiva en la década de 1920...”. La segunda corriente cultural, nacida de la misma fuente, reivindicó la cultura popular: “...Junto al descubrimiento de las antiguas ciudades, monumentos y culturas de Mesoamérica tuvo lugar una recuperación maravillada de lo que entonces se llamó folclor o tradiciones originales y hoy se nombra cultura popular...” (Florescano: 2006, p. 373).

Los casos de Argentina y Brasil, relacionados estrechamente con la nacionalización de la cultura de ambos países -entre otros por la conversión del tango y la samba en símbolos de identidad nacional-, son analizados en detalle por Florencia Garramuño, quien ubica tal fenómeno en las décadas de 1920 y 1930 y los denomina impulsos “...por la construcción de una modernidad autóctona -basada en la- ...combinación de sentidos de lo primitivo y lo moderno...”, en el contexto de un proceso que resulta “casi hegemónico” (Garramuño: 2007, p.15). La misma autora destaca la paradoja de que en esas décadas de intensa modernización en ambos países hayan sido “...los rasgos más primitivos y exóticos los que se enfatizan para resaltar las características nacionales del tango y de la samba...”. , y agrega que tal fenómeno no se produjo únicamente en el ámbito específico de la música, sino también en géneros como la novela, el ensayo, la poesía, el cine, la pintura y las representaciones iconográficas.

Aparte de esta paradoja, Garramuño también reconoce que a finales del siglo XIX ese “costado primitivo” fue la razón para expulsar el tango y la samba de la nación, pero cuando ambos géneros fueron canonizados, ese primitivismo fue esgrimido para señalarlos como símbolos nacionales. Así quedó al descubierto un flanco problemático del vínculo que se produjo entre la nacionalización y la modernización de la cultura latinoamericana, de lo que resultaron sentidos contradictorios y ambivalentes. En su concepción, Garramuño afirma utilizar el término “modernidad primitiva” para evitar el pensamiento dicotómico que separa los dos términos, puesto que “…en tanto conceptos, no sólo el primitivismo debe ser pensado junto a la modernidad sino que es esta última que, históricamente, crea este particular concepto de primitivismo...” (Garramuño: 2007, pp. 16-17).

Al margen de otras consideraciones hechas por esta autora en la obra citada, como la mención de una “modernidad alternativa”, para los propósitos de este trabajo es útil retener una de sus conclusiones fundamentales, según la cual la coincidencia paradójica o contradictoria de lo primitivo y lo moderno recuerda que en América Latina “…la modernización no sólo coincide temporalmente con un momento fuerte de nacionalización de sus culturas, sino que se identifica con ese proceso nacionalizador...” (Garramuño: 2007, p. 41).

4. Nuestro objeto de estudio: Comayagüela, un pueblo de indios y algo más

Las consideraciones anteriores, sobre los principales conceptos utilizados en este artículo, se justifican en la necesidad de explicar las consecuencias que la confluencia de modernización y nacionalismo tuvo en el antiguo pueblo de indios de Comayagüela, determinada por la Reforma Liberal (1876), su implantación y evolución hasta la década de 1940, un período coincidente con la consolidación del Estado nacional.

Antes de llegar a ser el pueblo de indios más poblado y con el mayor número de tributarios -como lo era una década antes de la Independencia-, Comayagüela nació como un poblado de apenas 8 indios tributarios, adscrita a la jurisdicción de San Jorge del valle de Olancho, cuyos tributarios fueron puestos a cargo del encomendero Francisco de Oluera en 1582, según el informe del gobernador de la provincia en ese año (Leyva: 1991, p. 72). En 1801, la distribución de la población de la provincia de Honduras en distritos y grupos socioculturales le daba la preeminencia al Real de Minas de Tegucigalpa, parte de la Alcaldía Mayor del mismo nombre, a la que Comayagüela estaba adscrita en ese tiempo. Los españoles de esta provincia residían principalmente en Tegucigalpa (38,03%), el más alto porcentaje de cualquier otra demarcación territorial y jurisdiccional en Honduras. Este porcentaje de vecindad era aún más elevado en el caso de la población ladina, dos terceras partes de la cual se asentaban en Tegucigalpa (43,65%). La población indígena de esta jurisdicción alcanzaba un 14,72% del total y era la segunda en importancia en toda la provincia (Fernández Hernández: 1997, pp. 78-79). En Tegucigalpa, el 56,84% de los españoles vivía en 22 pueblos; el 23,88% en valles y haciendas y el 19,26% en 7 minerales. En tanto que el 68,66% de los ladinos residía en 47 pueblos; el 18,59% en valles y haciendas, y el 12,73% en minerales. Los indígenas se congregaron en 22 pueblos del área de Tegucigalpa, concentrándose en esta el 49,27% del total de indios de la jurisdicción, y en Nacaome el 38,85%. Según el autor citado, el promedio de habitantes indígenas por pueblo era de 232, sobresaliendo Comayagüela con 1.062 residentes y Curarén con 719. En este contexto había 7 reducciones ladinas contiguas a los pueblos de indios, de las que 4 pertenecían a Nacaome (Fernández Hernández: 1997, pp. 80-81) (>1).

Poco antes de la independencia nacional, en 1815, Tegucigalpa tenía 8.071 habitantes en toda su jurisdicción, pero en la ciudad como tal solo había 2.687, distribuidos en 525 familias y varios barrios; mientras que la vecina Comayagüela contaba con 304 familias de indios y 1.599 habitantes. La población de Comayagüela era menor en tamaño que la de Tegucigalpa, pero la diferencia entre ambas no era abismal. En el censo municipal de 1881, Tegucigalpa registraba 16.171 habitantes, número que en 1887 descendió a 12.585; la población de Comayagüela era indeterminada en ese momento, al haber sido incluida en la de Tegucigalpa. No obstante, Comayagüela, llamada también Villa de Concepción, era considerada una población importante, ubicada en la ribera izquierda de los ríos Guacerique y Choluteca, unida a Tegucigalpa por “… un hermoso puente de cal y canto de diez arcos...”, que databa de 1817. Sus vecinos eran considerados como “...trabajadores, activos y no perdonan fatiga para engrandecerla...”, informándose que en los años en que se efectuó el censo nacional de población, sus habitantes construían más de cincuenta nuevas viviendas. La descripción física de Comayagüela era la siguiente:

...las calles recientemente abiertas, son tiradas á cordel y de un ancho bastante regular. La calle principal de esta villa, es recta, bien empedrada, y principiando en el puente de piedra va á rematar al de Guacerique. Posee una iglesia, construida á fines del siglo pasado, un buen cabildo y un mercado. La ocupación preferente de sus vecinos es la agricultura. No se sabe la época de su fundación; pero es muy probable que haya coexistido con el Real de Minas... (Vallejo: 1889, pp. 18-19).

>1 En toda la provincia, los únicos pueblos de indios que superaban a Comayagüela en población, por escaso margen, eran 4 de la Subdelegación occidental de Gracias a Dios (Laiguala, Camasca, Guaxinlaca —incluyendo una reducción de ladinos— y Gualcinse), todos con más de mil habitantes; no obstante, ninguno llegaba a los 315 indios tributarios que tenía Comayagüela, aunque la diferencia es poco apreciable en algunos casos. Cfr., Apéndice Documental III, pp. 211-224, de la ya citada obra de Bernabé Fernández Hernández.

> Iglesia y plaza La Merced. Fotografía de Juan T. Aguirre, publicadaen el Primer Anuario Estadístico correspondiente al año de 1889. Antonio R. Vallejo, fotografía nacional, 1893.

5. Tegucigalpa: la ciudad hegemónica en la época del nacionalismo

El censo nacional de población de 1889 reveló que el departamento de Tegucigalpa tenía el mayor número de indígenas del país, con 13.600 ciudadanos registrados bajo la condición de “indígenas”, de un total calculado en 60.170 habitantes en todo el departamento; los restantes 46.570 habitantes fueron inscritos como “ladinos”. Solo los departamentos de Gracias y La Paz registraron una cifra de población indígena cercana a la de Tegucigalpa; en Gracias se registró a 11.910 indígenas y en La Paz a 9.447 (Vallejo: 1889, p. 151). Los datos censales consagraron a Tegucigalpa como el centro urbano ladino hegemónico del país, con sus casi 60 mil habitantes entre residentes urbanos y rurales, contando en su jurisdicción con dos ciudades y 4 villas, 26 pueblos, 108 aldeas y 59 caseríos, que totalizaban 199 centros de población urbana y rural; cifras con las que no podía competir la mayoría de los departamentos restantes, excepto en el número de ciudades y villas bajo su jurisdicción y, por el número de habitantes, excepcionalmente, el departamento sureño de Choluteca, que tenía más de 42 mil (Vallejo: 1889, p. 151).

En cuanto a los espacios públicos, Tegucigalpa ocupaba también el primer lugar teniendo, desde el 30 de octubre de 1880, el asiento de la capital y el propósito de fundar en esta y entre sus habitantes “cultura y riqueza”, hasta convertirse en la primera ciudad de la República. Tenía 5 iglesias y la Iglesia Parroquial, calificada como “hermosa y elegante” y se le consideraba la primera del país, después de la Catedral de Comayagua. Los edificios ubicados en la plaza de la parroquia, por el norte y el sur, eran de dos pisos y de construcción antigua, y en los extremos restantes eran de un piso, rodeadas de establecimientos comerciales.

En la misma plaza, el primer gobierno de la Reforma Liberal mandó a edificar un “elegante parque”, denominado inicialmente “Parque Central”, y que pocos años después pasó a llamarse “Parque Morazán”. Este era un sobresaliente espacio de convivencia y reunión para la élite capitalina: “...En él se dan cita, en las tardes y noches de los jueves y domingos, las bellas y los galantes de nuestra sociedad..., -observados desde el centro del parque por- ...el soberbio monumento que la patria agradecida ha dedicado á la memoria del Benemérito General Francisco Morazán... -que- ...despreció la Dictadura para fundar el Gobierno de la Democracia...”, según reza la leyenda inscrita en dicho monumento. Para darle mayor realce, la plaza estaba adornada con cuatro estatuas de mármol en sus ángulos, que representaban las cuatro estaciones del año. Al lado sur de la plaza se ubicaba la calle que antiguamente era conocida como “calle del comercio”, “...llena de establecimientos comerciales á derecha e izquierda, y por la cual transita diariamente una gran muchedumbre...”.

La misma calle conducía a la pequeña plaza de La Merced en la que se encontraba la iglesia del mismo nombre, la Universidad, el “suntuoso” Palacio Ejecutivo y algunas casas de dos pisos; en medio de esta plaza había un pequeño parque con el nombre de Cabañas, con los bustos de mármol del general José Trinidad Cabañas y del presbítero José Trinidad Reyes y una verja con faroles. Al primero la República le tributó, en “letras grabadas y doradas”, la calificación de “heroico soldado de la Unión Centro-Americana” y “guerrero modelo, de valor, de constancia, de honradez y de lealtad”; y al segundo, se le atribuyó el mérito de “más ilustre iniciador de la Instrucción Pública en Honduras”, además de “profundo filósofo y dulce poeta que cantó las bellezas de la naturaleza”.

Las calles principales habían sido empedradas y disponían de anchas aceras, dos de ellas pasaban por los costados del parque Morazán y otras dos por la plazoleta de San Francisco -en la que se encontraba la estatua de José Cecilio del Valle- y que conducían al barrio La Plazuela, al paseo El Guanacaste y al puente del río Chiquito. La estatua dedicada a la memoria del “Sabio Valle” era también de mármol y su inscripción no dejaba lugar a dudas del servicio que le había prestado a la República: “...Al sabio que se anticipó a su época y reveló los grandes destinos de Centro-América...”, “...Al insigne estadista, autor del acta de nuestra Independencia; al hombre de principios, que hizo del saber un elemento del Gobierno, y cuyas obras honran a la América Central...”.

Otros edificios públicos importantes eran el “Palacio Ejecutivo” y el “Palacio Legislativo”, que recientemente había sido “reedificado y adornado”, que también alojaba en su interior las oficinas de todos los ministerios; un nuevo edificio contenía todas las oficinas de Hacienda, la Dirección General de Rentas, el Tribunal Superior de Cuentas y Administración departamental, todas “lujosamente montadas”.

En la misma área, hoy conocida como “centro histórico” de Tegucigalpa, se encontraban las oficinas de Correos y Telégrafos, la “amplia” Casa de Moneda, que alojaba a la Tipografía Nacional y, según se decía, tal vez era “la mejor de Centro-America”. Más allá se encontraba el Hospital General, el Palacio de Justicia, cuyo edificio era considerado “amplio y decente”; la Escuela de Artes y Oficios y la Penitenciaría, cuya población carcelaria procedía de todos los confines del país, al ser condenada por delitos criminales. En la Universidad se habían establecido no solo los decanos de las Facultades, sino también el Consejo de Instrucción Pública y el Colegio de 2ª. Enseñanza; la Casa del Ayuntamiento y los edificios en que se encontraban dos Secciones de Policía. En la plaza de Dolores se ubicaba un “...amplio mercado dividido en tres secciones, que además de hermosear la ciudad, satisface la necesidad que se hacía sentir de un edificio de este género...”.

Entre 1887 y 1888 esta población se en-sanchó de manera “sorprendente”, en todas direcciones, y especialmente hacia el Noroeste, donde se construyó gran número de casas y se abrieron varias calles, casi siempre angostas. Se atribuía este “defecto” a la disponibilidad de poco terreno para extender la ciudad con amplias calles y, además, porque “...debe decirse de paso no hay buen gusto formado sobre este punto...”. En uno de los nuevos barrios, denominado “Las Delicias”, continuación de Los Dolores, se construyó el “hermoso y elegante” parque La Concordia “...al que concurren de preferencia los vecinos de esta ciudad...”.

Otros servicios, como el de alumbrado publico, también eran elogiados a fines del siglo XIX, destacando que “...Todas las calles, hasta las más apartadas, están alumbradas. Como doscientos faroles hacen este servicio...”. Asimismo se había instalado, en determinados puntos de la ciudad, “...buzones de hierro del sistema moderno que facilitan la comunicación vecinal y el envío de la correspondencia...”. Las comunicaciones terrestres se realizaban a través de carreteras de reciente construcción, entre las cuales la más importante era la del Sur, que conducía al puerto de La Brea, aledaño al puerto de Amapala, que según se decía era “el mejor de Centroamérica”. Otra carretera comunicaba a la capital con Comayagua y Santa Bárbara; otra conducía al departamento de Olancho; otra hacia El Paraíso y, además, había pequeñas carreteras hacia las comunidades de los alrededores tales como Valle de Ángeles y San Juancito. En resumen, la nueva capital hondureña, Tegucigalpa, era “...el centro de las principales transacciones, y por su cultura y por los adelantos generales que ha alcanzado, es la ciudad más importante de Honduras...”, sede de todos los poderes del Estado y de las instituciones creadas por estos (Vallejo: 1889, pp. 18-19).

6. Las mujeres de Comayagüela ante la modernización y el cambio social

Los casos más relevantes en esta materia fueron la construcción del mercado San Isidro y de dos escuelas de enseñanza primaria, impulsada “desde abajo” por la lucha emprendida por las mujeres vendedoras de alimentos, que reclamaban igualdad en el derecho a contar con un mercado propio en Comayagüela, como el que tenían ya las vendedoras del mercado Los Dolores de Tegucigalpa. Como se desprende de una de las investigaciones del CACUNAH, una de las causas de la larga demora en la construcción del mercado San Isidro fue el manejo doloso de la concesión de construcción y administración otorgada a empresarios privados, coludidos con funcionarios locales. En tales circunstancias -y hasta cierto grado-, el reinicio del proyecto para construir el primer mercado de Comayagüela dependió del empuje que las mujeres vendedoras le imprimieron al proyecto al presionar a las autoridades, un caso que amerita una investigación más detallada.

La misma investigación sugiere que la construcción de dos escuelas primarias, ubicadas en las cercanías del mercado San Isidro, respondió al compromiso asumido por las mujeres del mercado y de la localidad para sustentar el proyecto desde su condición de vendedoras, lo que expresaba su firme voluntad de educar a sus hijos e hijas. El proyecto consistía en construir, cerca del mercado San Isidro, dos escuelas de enseñanza primaria, una para niñas y otra para niños, identificadas inicialmente con los números 1 y 2, que más tarde se convirtieron en las escuelas Lempira y República de Argentina, que en la actualidad conservan su ubicación original.

Esta expresión de compromiso de las mujeres de “baja condición social”, con el proceso de modernización de ese tiempo, tampoco ha sido estudiado; por el contrario, la percepción más común induce a pensar que las mujeres, especialmente las que proceden de los sectores populares y los grupos subalternos, son refractarias al cambio o al menos se identifican en mayor grado con la tradición que con el cambio social. No obstante, una investigación más detallada de este y otros casos que aparecen en las investigaciones que lleva a cabo el CAC-UNAH, podría contribuir a develar una perspectiva distinta respecto de este tema, o al menos equilibrar su concepción.

Otro hecho que puede ser ubicado en la misma perspectiva, relacionado con la capacidad de participación y adaptación de las mujeres de tal origen al cambio social en un período de modernización estatal -ya fuese como estrategia para mejorar su condición social o como compromiso con el futuro de su propia descendencia-, es el paradigmático papel que jugaron las mujeres en una estrategia para aprovechar el espacio público moderno y las redes socioculturales que se tejieron en torno de este, para renovar o mantener vigentes las tradiciones enraizadas en la religiosidad popular.

Un primer aspecto a considerar en esta materia es la participación activa de las mujeres en la economía local, asociando sus actividades económicas con los mercados de abasto construidos como resultado de la modernización urbana, focalizando su participación en la venta de alimentos y la compraventa al por menor en los mercados, lo cual implicaba el traslado de su vida doméstica a un espacio público diseñado por los modernizadores estatales, debiendo abandonar sus hogares y, sobre todo, renunciando -durante la mayor parte del día- a su más antiguo rol como guardianas del hogar familiar y a llevar una vida restringida a los límites de éste para cumplir con el papel que otra organización social les asignó en la división del trabajo para la supervivencia.

Un segundo aspecto consiste en señalar que las mujeres de tal condición social, en esa época, figuraron entre los pocos actores sociales que intuyeron el potencial contenido en la apertura de nuevos espacios públicos en su localidad, para utilizarlos como vínculo entre lo moderno y lo tradicional; en este caso específico, con la tradición católica de celebrar la fiesta del santo patrón. Al respecto, un hecho relevante fue que el primer mercado de Comayagüela pasó de llamarse El Progreso -nombre al gusto del reformismo liberala denominarse San Isidro, un hecho que también debiera motivar nuevas investigaciones, para considerar la participación activa de las mujeres en el proyecto para construir el mercado local y su probable incidencia en el cambio de nombre de dicha entidad. El mejor indicativo de la probable incidencia de las mujeres en los asuntos del mercado -en este ámbito específico-, es que al concluirse su construcción las mujeres organizadas en la estructura del mercado asumieron la conducción del festejo del santo patrón san Isidro y de la feria en su honor, con escaso apoyo de las autoridades municipales, todos hombres y liberales.

> Niñas aguateras en Comayagüela, (s.f.). Fotografía cortesía de Henry Mancía

De igual forma, como lo sugieren los datos recopilados al respecto por el CAC-UNAH, las mujeres del mercado Los Dolores de Tegucigalpa asumieron el mismo papel, llegando incluso a organizar el intercambio de visitas de los santos patronos a los mercados respectivos, lo que al menos debiera motivar la pregunta de si este hecho nos pone ante la presencia de una tradición indígena conducida por mujeres. Esta acción específica sugiere, además, que el grado de participación de las mujeres en la vida económica, social y cultural de su localidad, e incluso de la capital, así como en el dinamismo general de su época, tendió a incrementarse como resultado de la modernización estatal y de la creación de nuevos espacios públicos. Sin embargo, el contexto y las circunstancias en que se produjo la participación de las mujeres en esa época, implica que el triunfo de la modernización sobre la tradición fue relativo, puesto que esta logró sobrevivir por medio del papel desempeñado por las mujeres, al crearle un puente sociocultural a la religiosidad popular tradicional, desde el espacio público moderno.

Con estos antecedentes, no debe asimilarse el papel de las mujeres al de simples transmisoras de una tradición religiosa, lo que restringiría el sentido y el significado de tal hecho. Por el contrario, una concepción más amplia al respecto podría sugerir que las mujeres de esa época iniciaron, como participantes activas, un proceso de adaptación a lo moderno y el cambio social. En tal proceso, las mujeres y su voluntad de participar, habrían resultado más favorecidas por la reconocida cercanía entre lo religioso y lo cultural, que por una voluntad expresa de la modernización estatal para incluirlas en su proyecto político y social. Pensar lo contrario equivaldría a glorificar el Estado liberal oligárquico, que en esa época se opuso rotundamente a concederles a las mujeres su derecho de ciudadanía.

b. Indios, ideología, Estado y modernización: ¿una paradoja clasificatoria?

La Reforma Liberal se ubicó en la vertiente de oposición binaria entre civilización y barbarie, delimitando así una frontera no solo étnica y cultural, sino también política e ideológica con los segmentos de población excluidos del poder. El principal ideólogo de la reforma, Ramón Rosa (1848-1893), no solo concebía la realidad de su tiempo desde dicha categorización, sino también desde la óptica del nacionalismo, que concebía la nación teniendo a Tegucigalpa como el único centro irradiador de civilización; a partir de esta referencia, el nacionalismo resultaba un instrumento útil para justificar la hegemonía de la capital, encubierto en la pretensión de unificar la nación para fortalecer la conciencia de unidad nacional. Así lo demuestran sus escritos y discursos sobre la constitución social de Honduras y otros en los que proclamaba la voluntad de cambio de la reforma, como necesaria para forjar una nueva nación.

Desde este punto de partida proclamaba que en Honduras no había nada que conservar, lo cual incluía también a los indios que, paradójicamente, ya habían sido disueltos en la categoría republicana de “ciudadanos” desde la Federación Centroamericana (1824-1838); no obstante, su existencia persistía y así lo registraban los censos oficiales de población. La reforma, por lo tanto, debía enfrentarse a una reminiscencia del pasado, a un lastre del que la modernización reformista debía prescindir. En este contexto, cabe preguntar: si los indios ya habían sido disuelto en la categoría de “ciudadanos” y su identidad ancestral modificada o borrada, cómo se podía identificar, a finales del siglo XIX y en las décadas siguientes, ¿quiénes eran considerados como indios? En otros términos, ¿qué señas de identidad específicas habían persistido en los indígenas y cómo las determinaba el Estado, para aplicar sobre ellos criterios clasificatorios a través de los censos de población?, ¿qué pretendían, esencialmente, las clasificaciones étnicas o raciales vigentes en los censos nacionales de esa época? En suma, ¿por qué persistió el afán clasificador en un Estado que se proclamaba moderno, civilizado y unificador de la nación? Estas son algunas interrogantes pertinentes sobre este tema, a las que podrían agregarse otras, similares a las sugeridas por autores enfrentados a problemas semejantes en otros contextos (véase para el caso Hylland Eriksen: 1993, pp. 33-35).

En este punto preciso coincidían la ideología en boga, el Estado y la modernización que, al clasificar a la población en tales categorías, también descalificaban a quienes, por sus características y condición étnica o sociocultural, se ponían al margen de los requisitos exigidos para su inclusión política, social, económica y cultural según el estándar de la época. Y lo que es aún peor: ¿existía, en el imaginario de la época, una clasificación previa, objetiva o subjetiva de las poblaciones excluidas o que debían ser excluidas por ser portadoras de características diferenciadoras? La clasificación de la población según tales parámetros actuaba en este caso como un instrumento fundamental de control social en una sociedad con un pasado colonial reciente, que seguía utilizando la descalificación étnica como una praxis de estigmatización social. Someter la diferencia al arbitrio y el control estatal, sería una respuesta válida ante un tema que, sin duda, tuvo también impacto en comunidades indígenas como Comayagüela y otras del entorno de Tegucigalpa. ¿Se podía hablar, ante tales hechos, de una nación moderna con conciencia de unidad nacional? ¿Por qué el Estado, el nacionalismo y la modernización excluían de la conciencia de identidad nacional a los indígenas y a la población sin recursos económicos?

c. Indios, modernización y espacio público

Los indígenas disponían de espacios propios, que pueden ser considerados como públicos en la medida que tenían las características propias de espacios de sociabilidad, de comunicación y vínculos con otros grupos y estamentos sociales. El mercado, el templo católico, las parcelas comunes dedicadas al cultivo de la tierra, los bosques y otros espacios de los alrededores eran públicos y disponibles para ellos, al margen de sus lugares de residencia en pueblos y comunidades delimitadas como tales en el pasado. La situación cambió dramáticamente cuando la definición, la función, la reglamentación del uso y los fines prácticos de los espacios públicos fueron determinados por las políticas estatales de modernización, desde 1876 y, sobre todo, desde 1880.

Para la población indígena de Comayagüela, específicamente, la reorganización de su antiguo territorio debió ser traumática, considerando especialmente que ésta se llevaba a cabo bajo la égida del Estado central, que lo nacionalizaba todo, para lo cual imponía una reglamentación obligatoria a través de códigos y disposiciones asumidas también por la legislación local. Estas transformaciones pudieron resultar traumáticas en la medida que implicaban un cambio de hábitos y costumbres, que además implicaban la adopción de responsabilidades desconocidas hasta ese momento por la población, como sucedía con las disposiciones sanitarias y de higienización, relacionadas, entre otros, con el control y el manejo de los desechos sólidos, que además conllevaban un costo pecuniario que debía pagarse a la municipalidad local.

La mención antes hecha no es gratuita, por cuanto fueron los mediadores de la reorganización del espacio público que, en los hechos, constituyó el inicio de un proceso de apropiación y también de expropiación del territorio ancestral del pueblo de indios de Comayagüela, por parte del Estado republicano y su política modernizadora. La modernización de Comayagüela parecía inevitable puesto que su tradicionalismo era visto con desdén desde la vecina Tegucigalpa, que percibía a Comayagüela como un promontorio de basura, un lugar caótico y lleno de vicios y lacras sociales como el alcoholismo y la prostitución, que representaba el peor ejemplo del modelo urbano que la modernización pretendía erradicar. La óptica desde la que se percibía a Comayagüela, como escenario de lo peor, denotaba también la pobreza y la marginalidad de su población, con su escasa educación y una dudosa praxis de acato de la ley. La práctica de hábitos cotidianos de resistencia al cambio y, sobre todo, de resistencia ante la hegemonía del gobierno central establecido en Tegucigalpa, es otra hipótesis a probar, en lugar de ser ignorada como una posibilidad de expresión política y social de la población de Comayagüela.

La modernización estatal y sus políticas se prestaban a ello, como cuando se inició la construcción del mercado San Isidro, cuyo resultado más tangible fue un incremento notorio del valor de la propiedad inmobiliaria y del acaparamiento de tierras por parte de funcionarios y miembros de la élite de Comayagüela y Tegucigalpa. En consecuencia, la construcción de los nuevos espacios públicos inspirados por la modernización implicaba, para los habitantes de Comayagüela, el encarecimiento de la tierra, el despojo y la apropiación ilícita de su territorio, con el consiguiente reacomodo de familias en áreas de menor valor comercial, así como la corrupción en la administración pública. Esta revaloración financiera del escenario donde se construyeron los nuevos espacios públicos, y sus consecuencias para la población indígena o de menores ingresos, tampoco ha sido estudiada detalladamente para comprender los fundamentos de la reorganización territorial y el impacto de las políticas modernizadoras en la vecindad de la capital. No obstante, es previsible que dicha población haya pasado a una condición marginal, cumpliéndose así la lógica acaparadora de la élite gobernante en la era del Estado liberal oligárquico, que se ubicaba siempre lo más cerca posible del acceso a los servicios públicos y de los espacios que pudieran realzar su poder y prestigio.

En este contexto, como lo demuestra otra investigación en curso en el CAC-UNAH, la Calle Real de Comayagüela se transformó en un lugar reservado a la élite local, cuyas residencias se avecinaron en el entorno de los edificios públicos que simbolizaban el poder: el cabildo municipal, la iglesia y plaza de la Concepción y otros que la mantuvieran alejada de la periferia empobrecida. A esto se añadió, desde 1921, la conversión de la Calle Real en paseo para los privilegiados y lugar de conmemoración del primer centenario de la Independencia. Allí se erigió, en uno de sus extremos, un obelisco que simbolizaba el tributo de los criollos a la independencia nacional, acontecimiento que los liberó del yugo español y los catapultó al poder político. La Calle Real se convirtió así en escenario público para la enseñanza de la historia, que iniciaba su trazo en el puente de arcos construido en 1817 por el alcalde Narciso Mallol, y concluía en el obelisco conmemorativo de la Independencia, representando así el confín de la historia del mundo criollo heredero de la Independencia de 1821.

Esta pequeña porción del territorio de Comayagüela, que hoy constituye su centro histórico, se modernizó concentrando el poder en un polo de limitada extensión y excluyó a la mayoría a espacios nada privilegiados. En la vecindad de dicha calle, en las cercanías del mercado San Isidro, por ejemplo, se establecieron dos escuelas primarias públicas; el paseo de la Calle Real; el cabildo municipal; el parque La Libertad; centros comerciales de alguna importancia; cafeterías y bares; y, más tarde, la Escuela de Artes y Oficios y la Escuela Nacional de Bellas Artes (1940), todos dotados con servicios públicos. Estos espacios y su institucionalidad beneficiaban, a quienes tenían acceso, con un incremento de la sociabilidad urbana y con un mensaje palpable de que lo moderno se imponía y lo tradicional retrocedía con la reconfiguración del espacio urbano: una transición del paisaje tradicional a la funcionalidad territorial por decreto del Estado.

Los espacios públicos comenzaron, de esa forma, a combinarse con los espacios privados que día a día iban siendo ocupados por la presencia de nuevos ricos en la comunidad, como los propietarios de una cervecería, de una empresa textil fabricante de camisas, una librería, varios restaurantes y cafés, bares y tabernas donde la tertulia cotidiana favorecía la proliferación de rumores o el comentario de sucesos de interés general, una “opinión pública” callejera, en un escenario moderno. En estos espacios se acoplaban bien la modernización y el nacionalismo al viabilizar la representación de nuevas identidades sociales, económicas y culturales. ¿Dónde estaban los indios en esta fiesta de la sociedad pudiente y el civismo conmemorativo?, ¿se incorporaron a la fiesta representándose como mestizos o ladinos, o prefirieron refugiarse en su marginalidad tradicional?

> Vista panorámica de la ciudad de Comayagüela, (s.f.). Fotografía cortesía del Dr. Jorge Amaya.

Las investigaciones en curso en el CAC-UNAH no han determinado nada definitivo al respecto; algunas fotografías comprueban que pobladores con rasgos aparentemente indígenas estaban presentes en los alrededores de los mercados, descalzos y harapientos, mostrando así su pobreza y baja condición social. Las mujeres que aparecían sentadas en los alrededores de un mercado, vendiendo tortillas o frutos de la tierra, también podrían ser indígenas; pero aunque no lo fuesen indicarían, en último término, la participación directa de las mujeres en el sostenimiento de la economía familiar, a pesar de su marginalidad social y económica.

Los nuevos espacios públicos en este y otros casos, no sirvieron para borrar las diferencias étnicas y sociales, sino más bien para acentuarlas y revitalizar la memoria colectiva a través de una organización didáctica de la historia: para recordar, en el presente moderno, que la historia más antigua se mantenía viva en un presente que la rechazaba. Así se conformaron espacios públicos con presencias sociales e históricas de origen diverso; un “pluralismo” escénico para actualizar la historia de la concentración del poder y de la riqueza, lejos de la marginalidad y la exclusión social de los indios; todo lo cual puede considerarse también como una de las características sobresalientes de la invención del espacio público en el caso de Comayagüela.

7. El mestizaje identitario en la calle y en la escuela

Por lo anterior, tampoco resulta casual que en la misma Calle Real se estableciera la Escuela Nacional de Bellas Artes, donde antes fuese el cabildo municipal y la Escuela de Artes y Oficios, para convertirse -como lo demuestra otra investigación del CAC-UNAH- en el “laboratorio” de otra escenificación pública a través de la cual el pintor Arturo López Rodezno intentó fundir en sus representaciones pictóricas el mestizaje triunfante, adosadas con rostros indígenas extraídos de la arqueología del siglo XIX y de las primeras décadas del siglo XX. Era un nuevo arte por su contenido y por las técnicas empleadas que, sin embargo, se basaba en fuentes del pasado lejano, todavía vivo en pueblos y comunidades del interior y en los aledaños a la capital; pero, sobre todo, en una arqueología monumental dada en concesión a investigadores estadounidenses, lo que no fue obstáculo para que se convirtiera en fuente del nacionalismo que reemprendía con nuevos bríos la construcción de la nación bajo el auspicio de la Reforma Liberal en su última etapa.

La arqueología monumental reemplazó en Honduras los estudios antropológicos que sobresalieron en otras naciones mesoamericanas, principalmente en México, para sustentar el nacionalismo y los contenidos artísticos y culturales utilizados como fuentes para nacionalizar una conciencia colectiva en proceso de reafirmación identitaria, lo cual no evita la formulación de nuevas preguntas: ¿se debía representar ahora a indios modelados por la arqueología, porque los indios concretos, de carne y hueso, ya habían desaparecido?, ¿por qué representar en la pintura a una población y una cultura a las que la legislación nacional habían condenado a la marginalidad o la extinción?

8. Del espacio público al espectáculo público

Finalmente, en Comayagüela, la modernización y los nuevos espacios públicos también condujeron a escenificar el espectáculo público, un hecho que motiva otra investigación del CAC-UNAH para analizar -desde la representación de eventos musicales urbanos- la complementariedad aportada por los espacios públicos modernos para facilitar que el arte musical tuviese cabida en la representación social de una pluralidad social hegemonizada por una elite comprometida con el nacionalismo político, pero europeizada en sus afinidades artísticas y culturales. Aunque tal investigación aún no ha sido concluida, de la información recopilada en fuentes periodísticas de la época se deduce que la organización del espectáculo público, que tenía como protagonista principal la escenificación musical, siguió un patrón similar al ya conocido en otras formas de representación y participación en dicho contexto.

El primer factor a considerar en esta materia es la evolución del evento musical, desde el concierto privado y hogareño de las familias pudientes -amenizado por pianos y pianolas importadas desde Europa, especialmente de Alemania-, a la organización de orquestas públicas o privadas, entre las cuales aparece como pionera la Banda de los Supremos Poderes, creada por el Estado para alegrar las tardes de domingo en el parque central de Tegucigalpa, interpretando por lo general conciertos de música clásica europea. Más tarde aparecieron las orquestas privadas, que alcanzaron éxito en la década de 1920, con nombres como Verdi y Vivaldi, como otras que también se presentaban en algunos espacios públicos y privados de Comayagüela, cuyos nombres no dejan lugar a dudas respecto de su orientación musical y su afinidad con la cultura europea. A estas se sumaban algunas marimbas, que amenizaban representaciones públicas relacionadas con festividades religiosas y populares.

Otro factor a tener en cuenta en esta materia, es el dualismo escénico de la expresión musical, que se presenta alternativamente en los espacios privados y públicos, connotando en el primer caso el carácter elitista -y por tanto reservado a los privilegiados que podían pagar por tal diversióndel placer de escuchar una orquesta que gozaba de prestigio social y transmitía una cultura de reconocida autoridad y prestigio en todo el mundo; en el segundo caso, la representación del espectáculo musical popular se limitó, en la mayoría de los casos, a la marimba y a algún intérprete individual que, en las ferias y celebraciones religiosas, rememoraban las pastorelas del padre Reyes o el son de canciones populares en las fiestas profanas, que muchas veces tenían también su origen en Europa, como las polcas y mazurcas.

En este caso específico, la representación del espectáculo musical dejaba al descubierto la segregación de la población urbana de la población rural y sus tradiciones -que comenzaron a ser recopiladas hasta en la década de 1950 por músicos y maestros de educación primaria con apoyo gubernamental-, así como la segregación social y económica de la elite pudiente y la mayoría pobre. Asimismo, expresaba claramente la predilección de la cultura hegemónica por la formalidad y el cultismo de la música europea, que además representaba una cultura escrita en forma de partituras musicales que podían ser importadas de Europa, para cuya interpretación las élites disponían de músicos profesionales residentes en la capital y en Comayagüela.

En este contexto, el dualismo estructural de la sociedad hondureña se transformaba en dualismo cultural que, a pesar de sus transformaciones continuas, siguió imperando en el siglo XX. Sin embargo, en lo que concierne al período bajo estudio, la dualidad más sobresaliente se produjo entre la representación del “espectáculo religioso” y el “espectáculo laico o profano”, que coincidieron en el tiempo y ocasionalmente en los mismos espacios públicos, imponiéndose paulatinamente el espectáculo laico o profano; todo lo cual constituye la medida del avance de la laicidad en la sociedad de la época y también de la capacidad de sobrevivencia de las expresiones espirituales y culturales de la religiosidad. ¿Representaba esta dualidad un nuevo conflicto entre tradición y modernización? ¿Constituía un conflicto de identidad el predominio de una cultura hegemónica europeizada, sustentada por las élites gobernantes, con el pluralismo social que buscaba abrirse paso recurriendo alternativamente al pasado y el presente, a lo religioso y lo profano? El futuro de estas investigaciones podría arrojar algunas luces al respecto.

Eisenstadt , S.N., Modernización. Movimientos de protesta y cambio social. Amorrortu/editores, Buenos Aires, 2001.

Fern ánde z Hern ánde z, Bernab é, El gobierno del intendente Anguiano en Honduras (1796-1812), Universidad de Sevilla, Secretariado de Publicaciones, 1997.

Florescano , Enrique , Etnia, Estado y Nación. Ensayo sobre las identidades colectivas en México, Nuevo Siglo, Aguilar, México, 1999.

Garramu ño , Florencia , Modernidades primitivas. Tango, samba y nación, FCE, Col. Tierra Firme, Buenos Aires, 2007.

Gellner , Ernest , Naciones y nacionalismo, Alianza Universidad, Madrid, 1997.

Giner , Salvador , Sociología, Ediciones Península, colección ibérica, 25, 1969.

Guerra , Francois -Xavier , Annic k Lemp éri ér , et. al., Los espacios públicos en Iberoamérica. Ambigüedades y problemas. Siglos XVIII-XIX, FCE, México, 1998.

Hobsba wm, E.J., Naciones y nacionalismo desde 1780, Editorial Crítica, Barcelona, 1992.

Hylland Eri ksen , Thomas , Ethnicity and Nationalism. Anthropological Perspectives, Pluto Press, London, Sterling, Virginia, 1993.

Leyva , Héctor M., Documentos coloniales de Honduras, CEHDES, Tegucigalpa, 1991.

Vallejo , Antonio R., Primer Anuario Estadístico correspondiente al año de 1889, Editorial Universitaria, Tegucigalpa, 1997.

This article is from: