A de Astrolabio

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A de Astrolabio




A de ASTROLABIO Editado y compilado MARIA CAROLINA SINTURA SANCHEZ

Diseño y diagramación SERGIO ANDRÉS MORENO TÉLLEZ

Artículos ANTOINE DE SAINT ÉXUPERY GABRIEL ZAID ESTANISLAO ZULETA GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ WILLIAM OSPINA GONZALO GALLO GONZÁLEZ JORGE LUIS BORGES




PRÓLOGO

MARIA CAROLINA SINTURA SÁNCHEZ

PARA TÍ EN EL DÍA DE TU GRADO

Hoy que terminas tus días de colegio vengo yo a recordarte esos temas abu­ rridos que, seguramente, ya no te volverán a mencionar en un salón de clase. ¿Te acuerdas cuando te contaban porqué fue posible el Descubrimiento de América? Estoy segura que te acuerdas porque no se es bachiller en este país sin haber escuchado una y mil veces sobre cómo la invención de la pólvora, las grandes naves y los instrumentos avanzados de navegación permitieron la llegada de Colón y sus amigos a nuestro continente. El astrolabio es uno de esos inventos y probablemente fue con uno de estos en mano que llegaron acá los españoles. Y seguramente al llegar se les dañaron o los perdieron pues los habitantes de estos parajes nunca más volvimos a encontrarnos a nosotros mismos. Para nadie es secreto cuántos problemas en­ frenta nuestra región y, especialmente, nuestro país. Parece que se nos perdió el norte. Y no lo digo por los grandes acontecimientos que salen todos los días en periódicos y noticieros. Sino porque, ya verás, estamos contaminados de deshonestidad y acostumbrados a la ley del menor esfuerzo. Y lo estamos más todos los jóvenes que, para nuestra buena fortuna y la desgracia del país, naci­ mos y crecimos rodeados de privilegios y oportunidades. Sin importar a donde vayas en el país, la universidad que eligas o la carrera que decidas estudiar vas a encontrarte con personas que copian, que compran trabajos y que en su día a día desprecian la honestidad porque la consideran propia de los tontos, y se vanaglorian de su astucia a la hora de evadir responsabilidades y conseguir logros sin esforzarse. Sin embargo, estoy segura que alguien como tú será de aquellos pocos con un astrolabio en su bolsillo, de aquellos que sabe que más vale la satisfacción del deber cumplido y una conciencia limpia que una nota perfecta o el reconocimiento ganado con mentiras. Digo que se trata de una desgracia para el país pues somos nosotros, los pocos privilegiados de Colombia, los llamados a actuar para agradecer al país y al destino la suerte que nos ha tocado. Por ahora, no hay otros que puedan tener la certeza de poder apuntar a cumplir todas sus metas pues tenemos todas las herramientas y oportunidades al alcance de nuestra mano. Descubrirás,


creo que con gran pesar, que muchas de esas herramientas se quedan sin ser utilizadas y muchas de esas oportunidades se dan por hechas y, entonces, se desaprovechan. Pero también sabrás convertirte en alguien que con esfuerzo y corazón contribuya a que este barco un poco a la deriva que es el país, pueda encontrar el norte y, como las carabelas, cambiar la historia para siempre. Ciertamente, también encontrarás personas poco dispuestas a ponerse en los zapatos del otro y tratarlos con la dignidad con que toda persona merece ser tratada. Porque te conozco se que tú, por el contrario, serás de aquellos que dé a cada persona y en todos los aspectos de tu vida lo mejor de tí mismo. Sé que desde ya sabes que el secreto está en valorar aquello que nos pueden ofrecer los demás y tener la humildad suficiente para hacer nuestro aquello que nos puede hacer mejores. Y, a la vez, procurar dar a los demás solo mejor de no­ sotros mismos; que tengan mucho de uno mismo que ellos puedan hacer suyo.

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En este libro encontrarás algunas cosas que he descubierto desde que yo salí del colegio y que han sido para mí ese astrolabio que me ha permitido encontrar mi ruta y apuntarle a las estrellas. Estos textos me han ayudado a forjar mi pensamiento, a construir mis sueños, a trazarme metas y me han impulsado hacia los objetivos que me he propuesto. Sé que tu encontrarás y construirás tu propio astrolabio pero te ofrezco estas palabras con la esperanza de que sean para ti un buen punto de partida, los primeros trazos de tu carta de navegación.

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—Yo —dijo aún— tengo una flor a la que riego todos los días, poseo tres volcanes a los que deshollino todas las semanas. Pues también me ocupo del que está extinguido. Nunca se sabe lo que puede ocurrir. Es útil, pues, para mis volcanes y para mi flor que yo los posea. Pero tú, tú no eres nada útil para las estrellas... Antoine De Saint Éxupery

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EL PRINCIPITO

{FRAGMENTO} CAPÍTULO XIII

ANTOINE DE SAINT É XUPERY

El cuarto planeta era el del hombre de negocios. El hombre estaba tan ocupado que ni siquiera levantó la cabeza cuando llegó el principito. —¡Buenos días! —le dijo este—. Su cigarrillo está apagado. —Tres y dos cinco. Cinco y siete, doce. Doce y tres, quince. Buenos días. Quince y siete, veintidós. Veintidós y seis, veintiocho. No tengo tiempo para volver a encenderlo. Veintiocho y tres, treinta y uno. ¡Uf! Da un total, pues, de quinien­ tos un millones seiscientos veintidós mil setecientos treinta y uno. —¿Quinientos millones de qué? —¿Eh? ¿Estás ahí todavía? Quinientos millones de... ya no sé... ¡He trabajado tan­ to! ¡Yo soy un hombre serio y no me entretengo en tonterías! Dos y cinco siete... —¿Quinientos millones de qué? —volvió a preguntar el principito, que nunca en su vida había renunciado a una pregunta una vez que la había formulado. El hombre de negocios levantó la cabeza: —Desde hace cincuenta y cuatro años que habito este planeta, sólo me han molestado tres veces. La primera, hace veintidós años, fue por un abejorro que había caído aquí de Dios sabe dónde. Hacía un ruido insoportable y me hizo cometer cuatro errores en una suma. La segunda vez por una crisis de reuma­ tismo, hace once años. Yo no hago ningún ejercicio, pues no tengo tiempo de moverme. Soy un hombre serio. Y la tercera vez... ¡la tercera vez es ésta! Decía, pues, quinientos un millones... —¿Millones de qué? El hombre de negocios comprendió que no tenía ninguna esperanza de que lo dejaran en paz. —Millones de esas pequeñas cosas que algunas veces se ven en el cielo.

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—¿Moscas? —¡No, cositas que brillan! —¿Abejas? —No. Unas cositas doradas que hacen desvariar a los holgazanes. ¡Yo soy un hombre serio y no tengo tiempo de desvariar! —¡Ah! ¿Estrellas? —Eso es. Estrellas. —¿Y qué haces tú con quinientos millones de estrellas? —Quinientos un millones seiscientos veintidós mil setecientos treinta y uno. Yo soy un hombre serio y exacto. —¿Y qué haces con esas estrellas? —¿Que qué hago con ellas? —Sí. —Nada. Las poseo. —¿Posees las estrellas?

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—Sí. —Yo he visto un rey que... —Los reyes no poseen nada... Reinan. Es muy diferente. —¿Y de qué te sirve poseer las estrellas? —Me sirve para ser rico. —¿Y de qué te sirve ser rico? —Me sirve para comprar más estrellas si alguien las descubre. “Este, se dijo a sí mismo el principito, razona un poco como el borracho”. Sin embargo, le siguió preguntando: —¿Y cómo es posible poseer estrellas? —¿De quién son las estrellas? —contestó punzante el hombre de negocios. —No sé. . . De nadie. —Entonces son mías, puesto que he sido el primero a quien se le ha ocurrido la idea. —¿Y eso basta?

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—Naturalmente. Si te encuentras un diamante que nadie reclama, el diamante es tuyo. Si encontraras una isla que a nadie pertenece, la isla es tuya. Si eres el primero en tener una idea y la haces patentar, nadie puede aprovecharla: es tuya. Las estrellas son mías, puesto que nadie, antes que yo, ha pensado en poseerlas. —Eso es verdad —dijo el principito— ¿y qué haces con ellas? —Las administro. Las cuento y las recuento una y otra vez —contestó el hombre de negocios—. Es algo difícil. ¡Pero yo soy un hombre serio! El principito no quedó del todo satisfecho. —Si yo tengo una bufanda, puedo ponérmela al cuello y llevármela. Si soy dueño de una flor, puedo cortarla y llevármela también. ¡Pero tú no puedes llevarte las estrellas! —Pero puedo colocarlas en un banco. —¿Qué quiere decir eso? —Quiere decir que escribo en un papel el número de estrellas que tengo y guardo bajo llave en un cajón ese papel.

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—¿Y eso es todo? —¡Es suficiente! “Es divertido”, pensó el principito. “Es incluso bastante poético. Pero no es muy serio”. El principito tenía sobre las cosas serias ideas muy diferentes de las ideas de las personas mayores. —Yo —dijo aún— tengo una flor a la que riego todos los días, poseo tres volcanes a los que deshollino todas las semanas. Pues también me ocupo del que está extinguido. Nunca se sabe lo que puede ocurrir. Es útil, pues, para mis volcanes y para mi flor que yo los posea. Pero tú, tú no eres nada útil para las estrellas... El hombre de negocios abrió la boca, pero no encontró respuesta. El principito abandonó aquel planeta. “Las personas mayores, decididamente, son extraordinarias”, se decía a sí mis­ mo con sencillez durante el viaje.

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Aprender no es lo mismo que sacar bue足 nas calificaciones, y lo importante es aprender. Divertirse y sufrir, lidiando con el agua, los materiales, las herramien足 tas, las ideas, las circunstancias que pueden convertirse en una soluci坦n feliz, no es lo mismo que ganar puntos curricu足 lares, prestigio, posiciones, dinero. Gabriel Zaid

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{REVISTA EL MALPENSANTE}

¿QUÉ HACER CON LOS MEDIOCRES? NO. 58. NOVIEMBRE-DICIEMBRE 2004

GABRIEL ZAID

Se presentó descaradamente y me puso nervioso. Estaba solo. Nadie podía darse cuenta. Pero no quise verla, como si fuese la intrusión de un comercial procaz. Tal vez estuvo antes, pero en la zona del reojo, donde tampoco quise verla. Era una pregunta necia, obscena, que no se iba, que exigía atención: ¿Qué hacer con los mediocres? ¿Por qué tantos maestros, jurados, editores, se sienten verdugos descalificándolos? La presión da lugar a desahogos confi­ denciales, a chismes, a chistes, pero nada más. ¿Por qué es enojoso analizar el problema? ¿Qué tiene de indecente? La medianía fue neutral, luego positiva, después negativa y ahora tabú. La raíz indoeuropea medhyo corresponde en griego, latín, germánico a tér­ minos neutrales que se refieren a lo que está en medio (espacio, secuencia, medición). En español, medio, en medio, mediano, mediocre, promedio, inter­ medio, mediar, medianero, mediador, mediante, inmediato tienen ese origen. En latín, mediocris describía una posición de mediana altura, en un monte o elevación física. La raíz indoeuropea de ocris es ak: cima, pico. El uso se ex­ tendió a toda posición que no llega al extremo: mediocre malum (enfermedad no grave), mediocris animus (espíritu moderado), mediocris vir (hombre de clase media). (Roberts, Pastor, Diccionario etimológico indoeuropeo de la len­ gua española; Ernout, Meillet, Dictionnaire étymologique de la langue latine; Blánquez, Diccionario latino-español.) La sabiduría antigua desconfiaba de la desmesura, lo desproporcionado, el exceso. Esta desconfianza llegó a convertirse en un elogio de la medianía y la moderación. Aristóteles define la virtud como el justo medio entre dos extre­ mos (Ética nicomaquea, II, 6). Horacio celebra la dorada medianía (Odas, 2, 10). Séneca engrandece el desprecio a la grandeza: “Es de gran ánimo despreciar las cosas grandes y preferir lo mediano a lo excesivo” (Cartas a Lucilio, 39, tra­

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ducción de José María Gallegos Rocafull). Todavía a principios del siglo XVII, Montaigne casi lo cita: La grandeza “muestra su altura en preferir las cosas medianas a las eminentes” (Ensayos, III, 13). Por esos años, Covarrubias, en el Tesoro de la lengua castellana o española, anota que medianía “Se dice de lo que es razonable y puesto en buen medio. Mediocridad es latino, significa lo mismo y úsanle algunos”. El desprecio a la moderación es de siglos recientes. Parece surgir con el barroco y su amor al exceso, crecer con la Ilustración y el absolutismo, exaltarse con el romanticismo y su culto del genio y lo sublime, volverse científico con la eu­ genesia. Nietzsche proclama la ética del superhombre y condena la compasión cristiana como negación de la vida. “Los débiles y malogrados deben perecer: artículo primero de nuestro amor a los hombres” (El anticristo, 2, traducción de Andrés Sánchez Pascual).

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El siglo XX industrializó los ataques militares a la población civil para desani­ mar a las fuerzas enemigas y el genocidio contra los indeseables en la propia sociedad para depurarla y mejorarla. Tanta monstruosidad suscitó un progreso de la conciencia moral. La guerra, por primera vez en la historia, se despres­ tigió. La soberanía del Estado perdió legitimidad frente a los derechos huma­ nos. El desprecio a las culturas inferiores se volvió inadmisible. Tan inadmisible, que ahora nada se puede considerar inferior. Esta ilimitada extensión del tabú contradice sus buenas intenciones porque afirma como valor la negación de todo criterio y diferencia de valor. La mediocridad como tabú tiene que ver con este relativismo. Si nada es infe­ rior, nada se puede descalificar. También tiene que ver con el progreso ameri­ canizado. El Tercer Reich y el imperio soviético se hundieron frente al imperio de los Estados Unidos, y sucedió lo mismo con sus mitologías. Ante el fracaso del superhombre nazi y el hombre nuevo socialista, ascendió la fanfarria por el hombre común. Si todo hombre común es un líder en potencia, no puede haber mediocres: sólo etapas en el camino de la superación personal. Hay una paradoja en la cultura del progreso. Aspira a una excelencia cada vez mayor en todas las disciplinas, a una igualdad cada vez mayor de todas las per­ sonas. Pero ¿cómo reconciliar igualdad y excelencia? La excelencia desiguala. “Si todo en este mundo fuera excelso, nada lo sería” (Diderot, El sobrino de Rameau). Los mitos esconden una contradicción insuperable, y así permiten “superarla” (Lévi-Strauss, Antropología estructural). El mito del progreso oculta su contra­

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dicción en la esperanza de tiempos cada vez mejores. Basta con suponer que la excelencia es una desigualdad pasajera. La contradicción de hoy se resolverá mañana, aunque de hecho se prolongue indefinidamente. La vanguardia no es una minoría privilegiada, sino el principio de una excelencia alcanzable por todos. Los adelantados del progreso reconcilian igualdad y excelencia, porque su aristocracia es transitoria. Todos serán excelsos en un mañana igualitario, que se pospone una y otra vez. Los privilegios de hoy están en el futuro de todos, y siempre lo estarán. La idea romántica de que hay que aspirar a lo máximo, de que el extremo opuesto (el fracaso absoluto) es preferible a la mediocridad, rompe con la idea antigua de no desquiciar la vida y desemboca en el superhombre que exter­ mina a los mediocres. Como esto es repugnante, y como no se puede volver a la idea antigua de que la mediocridad es deseable, hay que suponer que no existe. Porque, en realidad, lo que parece mediocridad es una etapa transitoria: todo está en vías de superación. O, más radicalmente: porque la supuesta me­ diocridad (con ciertos criterios) es una excelsitud (con otros). Sería más inteligente reconocer que todos somos mediocres en casi todo, que no tiene importancia y que intentar lo máximo en todo es ridículo. La excep­ ción no puede ser la regla general, y no hay que confundir esto con la ver­ dadera regla general: que cada persona es única, porque su código genético, su historia, su conciencia, sus capacidades y sus gustos constituyen un ser único. No hay dos personas iguales. Para que una persona sea comparable con otras, hay que reducirla a lo que no es: peso, estatura, edad, velocidad en cien metros planos, palabras por minuto que puede teclear, escolaridad, dinero que gana, premios obtenidos, calidad de sus traducciones de Catulo, de su interpretación del De profundis de Sofía Gubaidulina, de sus retratos al óleo. Si las personas se reducen a una sola dimensión comparable, lo normal es la medianía, como en cualquier distribución estadística; y lo ridículo es desear que toda la población compita y gane en la prueba olímpica de cuatrocientos metros de nado libre. Es imposible que todos ocupen el primer lugar, y es indeseable que lo intenten. Lo deseable es que todas las personas aprendan a nadar, para que lo disfruten (y lo usen, en caso necesario). Reducir a las personas a una dimensión las degrada. La sociedad entera se degrada, si todo se reduce a medir y ser medido. Aprender no es lo mismo que sacar buenas calificaciones, y lo importante es aprender. Divertirse y sufrir, lidi­ ando con el agua, los materiales, las herramientas, las ideas, las circunstancias

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que pueden convertirse en una solución feliz, no es lo mismo que ganar puntos curriculares, prestigio, posiciones, dinero. Este deslizamiento de la vida concreta hacia la abstracta da menos valor a las personas y a las cosas que a su medida en una dimensión. Paralelamente, es un deslizamiento de la realidad al narcisismo. Hay padres bien intencionados que dicen a sus hijos (para mostrar que no los obligan a seguir su profesión): “Puedes ser lo que quieras, hasta barrendero; pero, eso sí: el mejor barrendero”. Lo cual es empujarlos a la reducción de sí mismos, no a su desarrollo. Ser el número uno como barrendero (o lo que sea) está centrado en el yo y los com­ petidores, no en el trato competente y feliz con la realidad. Así se comprende la necesidad ontológica de no ser descalificado, y la presión sobre los maestros, jurados, editores. Cuando lo importante no es aprender, entender, crear, investigar, divertirse, resolver pro­ble­mas, ayudar, sino competir y ganar, toda prueba es un Juicio Final con pase al cielo, re­probación al infierno o suspensión en el limbo.

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De ahí las mañas infinitas para tener éxito, como única meta en la vida. Todo trato competente con la realidad se reduce a un trato con abstracciones: medir y ser medido, derrotar a los competidores, superar marcas. Barrer bien, nadar sabrosamente, hacer cosas bien hechas, madurar como personas, encontrar so­ luciones creadoras a los enigmas y problemas que nos plantea la realidad, todo se vuelve secundario para el winning is all del trepador. Paradójicamente, la presión trepadora desemboca en el ascenso de los medio­ cres al poder y la gloria. Se supone que el darwinismo ferozmente competitivo debería entronizar a los excelentes, no a los incompetentes. Pero las carreras trepadoras están llenas de pruebas cuyos resultados no se miden tan fácil­ mente como el tiempo en una alberca olímpica. Evaluar a una persona para un puesto o premio, evaluar una obra, no puede ser exacto. Es tan discutible, que distintos jurados honestos y capaces pueden llegar a conclusiones opuestas. Si, para evitar la discusión, todo se limita a mediciones mecánicas, el resultado es absurdo. El candidato con más puntos puede ser un mediocre. El producto que más vende puede ser mediocre. Lo más calificado en las encuestas puede ser mediocre. El programa con más rating puede ser una porquería. La competencia trepadora no siempre favorece al más competente en esto o en aquello, sino al más competente en competir, acomodarse, administrar sus relaciones públicas, modelarse a sí mismo como producto deseable, pasar

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exámenes, ganar puntos, descarrilar a los competidores, seducir o presionar a los jurados, conseguir el micrófono y los reflectores, hacerse popular, lograr que ruede la bola acumulativa hasta que nadie pueda detenerla. La selección natural en el trepadero favorece el ascenso de una nueva especie darwiniana: el mediocre habilis. No es imposible que una persona competente en esto o en aquello sepa tam­ bién acomodarse y trepar, pero no es necesario. Lo importante es lo último. Una persona más competente aún puede ser descartada en la lucha trepadora, si no domina las artes del mediocre habilis. Así se llega a las circunstancias en las cuales un perfecto incompetente acaba siendo el número uno. Desgraciadamente, aquellos que no tienen interés en lo que están haciendo, sino en ser aprobados, presionan hasta que se salen con la suya. Muchos años después, cuando llegan al poder y la gloria, son los modelos ejemplares de una sociedad reducida a trepar, y la degradación se extiende desde arriba. Muchos lo lamentan, sin ver que todo empieza abajo: cuando maestros, jurados, edi­ tores, para no sentirse verdugos, se vuelven cómplices del trabajo mal hecho.

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Lo difícil, pero también lo esencial, es valorar positivamente el respeto y la diferencia, no como un mal menor y un hecho inevitable, sino como lo que en­ riquece la vida e impulsa la creación y el pensamiento, como aquello sin lo cual una imaginaria comunidad de los jus­ tos cantaria el eterno hosana del abu­ rrimiento satisfecho. Estanislao Zuleta

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ELOGIO DE LA DIFICULTAD ESTANISLAO ZULETA

Conferencia que el Doctor Estanislao Zuleta presenté en el acto en el cual la Universidad del Valle, en la ciudad de Cali, Colombia, le otorgó el título Honoris Causa en Psicología.

La pobreza y la impotencia de la imaginación nunca se manifiestan de una manera tan clara como cuando se trata de imaginar la felicidad. Entonces comenzamos a inventar paraísos, islas afortunadas, países de cucaña. Una vida sin riesgos, sin lucha, sin búsqueda de superación y sin muerte. Y, por tanto, también sin carencias y sin deseo: un océano de mermelada sagrada, una eternidad de aburrición. Metas afortunadamente inalcanzables, paraísos afor­ tunadamente inexistentes. Todas estas fantasías serían inocentes e inocuas, si no fuera porque consti­ tuyen el modelo de nuestros anhelos en la vida práctica. Aquí mismo en los proyectos de la existencia cotidiana, más acá del reino de las mentiras eternas, introducimos también el ideal tonto de la seguridad garan­ tizada, de las reconciliaciones totales, de las soluciones definitivas. Puede decirse que nuestro problema no consiste solamente ni principalmente en que no seamos capaces de conquistar lo que nos proponemos, sino en aquello que nos proponemos: que nuestra desgracia no está tanto en la frustración de nuestros deseos, como en la forma misma de desear. Deseamos mal. En lugar de desear una relación humana inquietante, compleja y perdible, que estimule nuestra capacidad de luchar y nos obligue a cambiar, deseamos un idilio sin sombras y sin peligros, un nido de amor, y por lo tanto, en última instancia, un retorno al huevo. En vez de desear una sociedad en la que sea realizable y necesario trabajar arduamente para hacer efectivas nuestras po-

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sibilidades, deseamos un mundo de satisfacción, una monstruosa sala-cuna de abundancia pasivamente recibida. En lugar de desear una filosofía llena de incógnitas y preguntas abiertas queremos poseer una doctrina global, capaz de dar cuenta de todo, revelada por espíritus que nunca han existido o por caudillos que desgraciadamente sí han existido. Adán y, sobre todo, Eva tienen el mérito original de habernos liberado del paraíso, nuestro pecado es que anhelamos regresar a él.

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Desconfiemos de las mañanas radiantes en las que se inicia un reino milenario. Son muy conocidos en la historia, desde la Antigüedad hasta hoy, los horrores a los que pueden y suelen entregarse los partidos provistos de una verdad y de una meta absolutas, las iglesias cuyos miembros han sido alcanzados por la gracia –por la desgracia– de alguna revelación. El estudio de la vida social y de la vida personal nos enseña cuán próximos se encuentran una de otro la idealización y el terror. La idealización del fin, de la meta y el terror de los medios que procurarán su conquista. Quienes de esta manera tratan de som­ eter la realidad al ideal, entran inevitablemente en una concepción paranoide de la verdad; en un sistema de pensa- miento tal, que los que se atreverían a objetar algo quedan inmediatamente sometidos a la interpretación totalitaria: sus argumentos, no son argumentos, sino solamente síntomas de una naturaleza dañada, o bien máscaras de malignos propósitos. En lugar de discutir un razonamiento se le reduce a un juicio de pertenencia al otro –y el otro es, en este sistema, sinónimo de enemigo–, o se procede a un juicio de intenciones. Y este sistema se desarrolla peligrosamente hasta el punto en que ya no solamente rechaza toda oposición, sino también toda diferencia: el que no está conmigo, está contra mí, y el que no está comple­ tamente conmigo, no está conmigo. Así como hay, segun Kant, un verdadero abismo de la Razón que consiste en la peticion de un fundamento ultimo e incondicionado de todas las cosas, así también hay un verdadero abismo de la Acción, que consiste en la exigencia de una entrega total a la causa absoluta y concibe toda duda y toda crítica como traición o como agresión. Ahora sabemos por una amarga experiencia que este abismo de la acción, con sus guerras santas y sus orgías de fraternidad, no es una característica exclu­ siva de ciertas épocas del pasado o de civilizaciones atrasadas en el desarrollo

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científico y técnico, sino que puede funcionar muy bien y desplegar todos sus efectos sin abolir una gran capacidad de inventiva y una eficacia macabra. Sabemos que ningún origen filosóficamente elevado o supuestamente divino inmuniza una doctrina contra el riesgo de caer en la interpretación propia de la lógica paranoide que afirma un discurso particular - todos lo son - como la designación misma de la realidad y los otros como ceguera o mentira. El atractivo terrible que poseen las formaciones colectivas que se embriagan con la promesa de una comunidad humana no problemática, basada en una palabra infalible, consiste en que suprimen la indecisión y la duda, la necesidad de pensar por sí mismo, otorgan a sus miembros una identidad exaltada por participación, separan un interior bueno - el grupo - y un exterior amenazador. Así como se ahorra sin duda la angustia, se distribuye mágicamente la am­ bivalencia en un amor por lo propio y un odio por lo extraño y se produce la más grande simplificación de la vida, la mas espantosa facilidad. Y cuando digo facilidad, no ignoro ni olvido que precisamente este tipo de formaciones colectivas se caracterizan por una inaudita capacidad de entrega y sacrificios; que sus miembros aceptan y desean el heroísmo, cuando no aspiran a la palma del martirio. Facilidad, sin embargo, porque lo que el hombre teme por encima de todo no es la muerte y el sufrimiento, en los que tantas veces se refugia, sino la angus­ tia que genera la necesidad de ponerse en cuestión, de combinar el entusiasmo y la crítica, el amor y el respeto. Un síntoma inequívoco de la dominación de las ideologías proféticas y de los grupos que las generan o que someten a su lógica doctrinas que les fueron extrañas en su origen, es el descrédito en que cae el concepto de respeto. No se quiere saber nada del respeto, ni de la reciprocidad, ni de la vigencia de normas universales. Estos valores aparecen más bien como males menores propios de un resignado escepticismo, como signos de que se ha abdicado a las más caras esperanzas. Porque el respeto y las normas solo adquieren vigencia allí donde el amor, el entusiasmo, la entrega total a la gran misión, ya no pueden aspirar a determinar las relaciones humanas. Y como el respeto es siempre el respeto a la diferencia, solo puede afirmarse allí donde ya no se cree que la diferencia pueda disolverse en una comunidad exaltada, transparente y espontánea, o en una fusión amorosa. No se puede respetar el pensamiento del otro, tomarlo seriamente en conside­

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ración, someterlo a sus consecuencias, ejercer sobre el una critica, válida también en principio para el pensamiento propio, cuando se habla desde la verdad misma, cuando creemos que la verdad habla por nuestra boca. Porque, entonces, el pensamiento del otro solo puede ser error o mala fe, y el hecho mismo de su diferencia con nuestra verdad es prueba contundente de su falsedad, sin que se requiera ninguna otra. Nuestro saber es el mapa de la realidad y toda línea que se separe de el solo puede ser imaginaria o algo peor: voluntariamente torcida por inconfesables intereses. Desde la concepción apocalíptica de la historia, las normas y las leyes de cualquier tipo son vistas como algo demasiado abstracto y mezquino frente a la gran tarea de realizar el ideal y de encarnar la Promesa; y por lo tanto, solo se reclaman y se valoran cuando ya no se cree en la misión incondicionada.

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Pero lo que ocurre cuando sobreviene la gran desidealización no es general­ mente que se aprenda a valorar positivamente lo que tan alegremente se había desechado o estimado solo negativamente; lo que se produce entonces, casi siempre, es una verdadera ola de pesimismo, escepticismo y realismo cínico. Se olvida, entonces, que la crítica a una sociedad injusta, basada en la explotación y en la dominación de clase, era fundamentalmente correcta y que el combate por una organización social racional e igualitaria sigue siendo necesaria y urgente. A la desidealizacion sucede el arribismo individualista, que además piensa que ha superado toda moral por el solo hecho de que ha abandonado toda esperanza de una vida cualitativamente superior. Lo más difícil, lo mas importante, lo mas necesario, lo que de todos modos hay que intentar, es conservar la voluntad de luchar por una sociedad diferente sin caer en la interpretación paranoide de la lucha. Lo difícil, pero también lo esencial, es valorar positivamente el respeto y la diferencia, no como un mal menor y un hecho inevitable, sino como lo que enriquece la vida e impulsa la creación y el pensamiento, como aquello sin lo cual una imaginaria comunidad de los justos cantaria el eterno hosana del aburrimiento satisfecho. Hay que poner un gran signo de interrogación sobre el valor de lo fácil; no solamente sobre sus consecuencias, sino sobre la cosa misma, sobre la predilec­ ción por todo aquello que no exige de nosotros ninguna superación, ni nos pone en cuestión, ni nos obliga a desplegar nuestras posibilidades. Hay que observar con cuánta desgraciada frecuencia nos otorgamos a nosotros mismos, en la vida personal y colectiva, la triste facilidad de ejercer lo que llamaré una no reciprocidad lógica. Es decir, el empleo de un método explicativo

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completamente diferente cuando se trata de dar cuenta de los problemas, los fracasos y los errores propios y los del otro cuando es adversario o cuando disputamos con él. En el caso del otro aplicamos el esencialismo: lo que ha hecho, lo que le ha pasado es una manifestación de su ser mas profundo; en nuestro caso apli­ camos el circunstancialismo, de manera que aun los mismos fenómenos se explican por las circunstancias adversas, por alguna desgraciada coyuntura. Él es así; yo me vi obligado. Él cosecho lo que había sembrado; yo no pude evitar este resultado. El discurso del otro no es mas que un síntoma de sus particu­ laridades, de su raza, de su sexo, de su neurosis, de sus intereses egoístas; el mío es una simple constatación de los hechos y una deducción lógica de sus consecuencias. Preferiríamos que nuestra causa se juzgue por los propósitos y la adversaria por los resultados. Y cuando de este modo nos empeñamos en ejercer esa no reciprocidad lógica que es siempre una doble falsificación, no solo irrespetamos al otro, sino tam­ bién a nosotros mismos, puesto que nos negamos a pensar efectivamente el proceso que estamos viviendo. La difícil tarea de aplicar un mismo método explicativo y crítico a nuestra posición y a la opuesta no significa desde luego que consideremos equivalentes las doctrinas, las metas y los intereses de las personas, los partidos, las clases y las naciones en conflicto. Significa, por el contrario, que tenemos suficiente confianza en la superioridad de la causa que defendemos, como para estar seguros de que no necesita, ni le conviene esa doble falsificación con la cual, en verdad, podría defenderse cualquier cosa. En el carnaval de miseria y derroche propio del capitalismo tardío se oyen, a la vez lejanas y urgentes, las voces de Goethe y Marx que nos convocaron a un trabajo creador, difícil, capaz de situar al individuo concreto a la altura de las conquistas de la humanidad. Dostoievski, nos enseñó a mirar hasta dónde van las tentaciones de tener una fácil relación interhumana: van solo en el sentido de buscar el poder, ya que si no se puede lograr una amistad respetuosa en una empresa común se produce lo que Bahro llama intereses compensatorios: la búsqueda de amos, el deseo de ser vasallos, el anhelo de encontrar a alguien que nos li­ bere de una vez por todas del cuidado de que nuestra vida tenga un sentido. Dostoievski entendió, hace mas de un siglo, que la dificultad de nuestra

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liberación procede de nuestro amor a las cadenas. Amamos las cadenas, los amos, las seguridades porque nos evitan la angustia de la razón. Pero en medio del pesimismo de nuestra época se sigue desarrollando el pensa­ miento histórico, el psicoanálisis, la antropología, el marxismo, el arte y la literatura. En medio del pesimismo de nuestra época surge la lucha de los proletarios que ya saben que un trabajo insensato no se paga con nada, ni con automóviles ni con televisores; surge la rebelión magnifica de las mujeres que no aceptan una situación de inferioridad a cambio de halagos y protecciones; surge la insurrección desesperada de los jóvenes que no pueden aceptar el destino que se les ha fabricado. Este enfoque nuevo nos permite decir, como Fausto: “También esta noche, Tierra, permaneciste firme. Y ahora renaces de nuevo a mi alrededor. Y alientas otra vez en mi la aspiración de luchar sin descanso por una altísima existencia”.

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Ante esta realidad sobrecogedora que a través de todo el tiempo humano debió de parecer una utopía, los inventores de fábulas que todo lo creemos, nos senti­ mos con el derecho de creer que todavía no es demasiado tarde para emprender la creación de la utopía contraria. Una nue­ va y arrasadora utopía de la vida, donde nadie pueda decidir por otros hasta la forma de morir, donde de veras sea cierto el amor y sea posible la felicidad, y donde las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad sobre la tierra. Gabriel García Márquez

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LA SOCIEDAD DE AMÉRICA LATINA GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ

Discurso de aceptación del Premio Nobel 1982

Antonio Pigafetta, un navegante florentino que acompañó a Magallanes en el primer viaje alrededor del mundo, escribió a su paso por nuestra América meridional una crónica rigurosa que, sin embargo, parece una aventura de la imaginación. Contó que había visto cerdos con el ombligo en el lomo, y unos pájaros sin patas cuyas hembras empollaban en las espaldas del macho, y otros como alcatraces sin lengua cuyos picos parecían una cuchara. Contó que había visto un engendro animal con cabeza y orejas de mula, cuerpo de camello, pa­ tas de ciervo y relincho de caballo. Contó que al primer nativo que encontraron en la Patagonia le pusieron enfrente un espejo, y que aquel gigante enardecido perdió el uso de la razón por el pavor de su propia imagen. Este libro breve y fascinante, en el cual ya se vislumbran los gérmenes de nuestras novelas de hoy, no es ni mucho menos el testimonios más asombroso de nuestra realidad de aquellos tiempos. Los Cronistas de Indias nos legaron otros incontables. El Dorado, nuestro país ilusorio tan codiciado, figuró en mapas numerosos durante largos años, cambiando de lugar y de forma según la fantasía de los cartógrafos. En busca de la fuente de la Eterna Juventud, el mítico Alvar Núñez Cabeza de Vaca exploró durante ocho años el norte de México, en una expedición venática cuyos miembros se comieron unos a otros y sólo llegaron cinco de los 600 que la emprendieron. Uno de los tantos mis­ terios que nunca fueron descifrados es el de las once mil mulas cargadas con cien libras de oro cada una, que un día salieron del Cuzco para pagar el rescate de Atahualpa y nunca llegaron a su destino. Más tarde, durante la colonia, se vendían en Cartagena de Indias unas gallinas criadas en tierras de aluvión, en cuyas mollejas se encontraban piedrecitas de oro. Este delirio áureo de nuestros

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fundadores nos persiguió hasta hace poco tiempo. Apenas en el siglo pasado la misión alemana de estudiar la construcción de un ferrocarril interoceánico en el istmo de Panamá, concluyó que el proyecto era viable con la condición de que los rieles no se hicieran de hierro, que era un metal escaso en la región, sino que se hicieran de oro.

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La independencia del dominio español no nos puso a salvo de la demencia. El general Antonio López de Santana, que fue tres veces dictador de México, hizo enterrar con funerales magníficos la pierna derecha que había perdido en la llamada Guerra de los Pasteles. El general García Moreno gobernó al Ecuador durante 16 años como un monarca absoluto, y su cadáver fue velado con su uniforme de gala y su coraza de condecoraciones sentado en la silla presiden­ cial. El general Maximiliano Hernández Martínez, el déspota teósofo de El Sal­ vador que hizo exterminar en una matanza bárbara a 30 mil campesinos, había inventado un péndulo para averiguar si los alimentos estaban envenenados, e hizo cubrir con papel rojo el alumbrado público para combatir una epidemia de escarlatina. El monumento al general Francisco Morazán, erigido en la plaza mayor de Tegucigalpa, es en realidad una estatua del mariscal Ney comprada en París en un depósito de esculturas usadas. Hace once años, uno de los poetas insignes de nuestro tiempo, el chileno Pablo Neruda, iluminó este ámbito con su palabra. En las buenas conciencias de Eu­ ropa, y a veces también en las malas, han irrumpido desde entonces con más ímpetus que nunca las noticias fantasmales de la América Latina, esa patria inmensa de hombres alucinados y mujeres históricas, cuya terquedad sin fin se confunde con la leyenda. No hemos tenido un instante de sosiego. Un presi­ dente prometeico atrincherado en su palacio en llamas murió peleando solo contra todo un ejército, y dos desastres aéreos sospechosos y nunca esclareci­ dos segaron la vida de otro de corazón generoso, y la de un militar demócrata que había restaurado la dignidad de su pueblo. En este lapso ha habido 5 guerras y 17 golpes de estado, y surgió un dictador luciferino que en el nombre de Dios lleva a cabo el primer etnocidio de América Latina en nuestro tiempo. Mientras tanto 20 millones de niños latinoamericanos morían antes de cumplir dos años, que son más de cuantos han nacido en Europa occidental desde 1970. Los desaparecidos por motivos de la represión son casi los 120 mil, que es como si hoy no se supiera dónde están todos los habitantes de la ciudad de Upsala. Numerosas mujeres arrestadas encintas dieron a luz en cárceles argen­ tinas, pero aún se ignora el paradero y la identidad de sus hijos, que fueron

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dados en adopción clandestina o internados en orfanatos por las autoridades militares. Por no querer que las cosas siguieran así han muerto cerca de 200 mil mujeres y hombres en todo el continente, y más de 100 mil perecieron en tres pequeños y voluntariosos países de la América Central: Nicaragua, El Salvador y Guatemala. Si esto fuera en los Estados Unidos, la cifra proporcional sería de un millón 600 mil muertes violentas en cuatro años. De Chile, país de tradiciones hospitalarias, ha huido un millón de personas: el 10 por ciento de su población. El Uruguay, una nación minúscula de dos y medio millones de habitantes que se consideraba como el país más civilizado del continente, ha perdido en el destierro a uno de cada cinco ciudadanos. La guerra civil en El Salvador ha causado desde 1979 casi un refugiado cada 20 minutos. El país que se pudiera hacer con todos los exiliados y emigrados forzosos de América latina, tendría una población más numerosa que Noruega. Me atrevo a pensar que es esta realidad descomunal, y no sólo su expresión literaria, la que este año ha merecido la atención de la Academia Sueca de la Letras. Una realidad que no es la del papel, sino que vive con nosotros y deter­ mina cada instante de nuestras incontables muertes cotidianas, y que sustenta un manantial de creación insaciable, pleno de desdicha y de belleza, del cual éste colombiano errante y nostálgico no es más que una cifra más señalada por la suerte. Poetas y mendigos, músicos y profetas, guerreros y malandrines, todas las criaturas de aquella realidad desaforada hemos tenido que pedirle muy poco a la imaginación, porque el desafío mayor para nosotros ha sido la insuficiencia de los recursos convencionales para hacer creíble nuestra vida. Este es, amigos, el nudo de nuestra soledad. Pues si estas dificultades nos entorpecen a nosotros, que somos de su esencia, no es difícil entender que los talentos racionales de este lado del mundo, ex­ tasiados en la contemplación de sus propias culturas, se hayan quedado sin un método válido para interpretarnos. Es comprensible que insistan en medirnos con la misma vara con que se miden a sí mismos, sin recordar que los estragos de la vida no son iguales para todos, y que la búsqueda de la identidad propia es tan ardua y sangrienta para nosotros como lo fue para ellos. La interpretación de nuestra realidad con esquemas ajenos sólo contribuye a hacernos cada vez más desconocidos, cada vez menos libres, cada vez más solitarios. Tal vez la Europa venerable sería más comprensiva si tratara de vernos en su propio pasado. Si recordara que Londres necesitó 300 años para construir su primera muralla y otros 300 para tener un obispo, que Roma se debatió en

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las tinieblas de incertidumbre durante 20 siglos antes de que un rey etrusco la implantara en la historia, y que aún en el siglo XVI los pacíficos suizos de hoy, que nos deleitan con sus quesos mansos y sus relojes impávidos, ensangrentaron a Europa con soldados de fortuna. Aún en el apogeo del Re­ nacimiento, 12 mil lansquenetes a sueldo de los ejércitos imperiales saquearon y devastaron a Roma, y pasaron a cuchillo a ocho mil de sus habitantes. No pretendo encarnar las ilusiones de Tonio Kröger, cuyos sueños de unión entre un norte casto y un sur apasionado exaltaba Thomas Mann hace 53 años en este lugar. Pero creo que los europeos de espíritu clarificador, los que luchan también aquí por una patria grande más humana y más justa, podrían ayudarnos mejor si revisaran a fondo su manera de vernos. La solidaridad con nuestros sueños no nos haría sentir menos solos, mientras no se concrete con actos de respaldo legítimo a los pueblos que asuman la ilusión de tener una vida propia en el reparto del mundo. América Latina no quiere ni tiene por qué ser un alfil sin albedrío, ni tiene nada de quimérico que sus designios de independencia y originalidad se conviertan en una aspiración occidental.

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No obstante, los progresos de la navegación que han reducido tantas distancias entre nuestras Américas y Europa, parecen haber aumentado en cambio nues­ tra distancia cultural. ¿Por qué la originalidad que se nos admite sin reservas en la literatura se nos niega con toda clase de suspicacias en nuestras tentativas tan difíciles de cambio social? ¿Por qué pensar que la justicia social que los europeos de avanzada tratan de imponer en sus países no puede ser también un objetivo latinoamericano con métodos distintos en condiciones diferentes? No: la violencia y el dolor desmesurados de nuestra historia son el resultado de injusticias seculares y amarguras sin cuento, y no una confabulación urdida a 3 mil leguas de nuestra casa. Pero muchos dirigentes y pensadores europeos lo han creído, con el infantilismo de los abuelos que olvidaron las lo­ curas fructíferas de su juventud, como si no fuera posible otro destino que vivir a merced de los dos grandes dueños del mundo. Este es, amigos, el tamaño de nuestra soledad. Sin embargo, frente a la opresión, el saqueo y el abandono, nuestra respuesta es la vida. Ni los diluvios ni las pestes, ni las hambrunas ni los cataclismos, ni siquiera las guerras eternas a través de los siglos y los siglos han conseguido reducir la ventaja tenaz de la vida sobre la muerte. Una ventaja que aumenta y se acelera: cada año hay 74 millones más de nacimientos que de defunciones,

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una cantidad de vivos nuevos como para aumentar siete veces cada año la población de Nueva York. La mayoría de ellos nacen en los países con menos recursos, y entre éstos, por supuesto, los de América Latina. En cambio, los países más prósperos han logrado acumular suficiente poder de destrucción como para aniquilar cien veces no sólo a todos los seres humanos que han existido hasta hoy, sino la totalidad de los seres vivos que han pasado por este planeta de infortunios. Un día como el de hoy, mi maestro William Faullkner dijo en este lugar: “Me niego a admitir el fin del hombre”. No me sentiría digno de ocupar este sitio que fue suyo si no tuviera la conciencia plena de que por primera vez desde los orígenes de la humanidad, el desastre colosal que él se negaba a admitir hace 32 años es ahora nada más que una simple posibilidad científica. Ante esta realidad sobrecogedora que a través de todo el tiempo humano debió de parecer una utopía, los inventores de fábulas que todo lo creemos, nos sentimos con el derecho de creer que todavía no es demasiado tarde para emprender la creación de la utopía contraria. Una nueva y arrasadora utopía de la vida, donde nadie pueda decidir por otros hasta la forma de morir, donde de veras sea cierto el amor y sea posible la felicidad, y donde las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad sobre la tierra. Agradezco a la Academia de Letras de Suecia el que me haya distinguido con un premio que me coloca junto a muchos de quienes orientaron y enriquecieron mis años de lector y de cotidiano celebrante de ese delirio sin apelación que es el oficio de escribir. Sus nombres y sus obras se me presentan hoy como som­ bras tutelares, pero también como el compromiso, a menudo agobiante, que se adquiere con este honor. Un duro honor que en ellos me pareció de simple justicia, pero que en mí entiendo como una más de esas lecciones con las que suele sorprendernos el destino, y que hacen más evidente nuestra condición de juguetes de un azar indescifrable, cuya única y desoladora recompensa, suelen ser, la mayoría de las veces, la incomprensión y el olvido. Es por ello apenas natural que me interrogara, allá en ese trasfondo secreto en donde solemos trasegar con las verdades más esenciales que conforman nuestra identidad, cuál ha sido el sustento constante de mi obra, qué pudo haber llamado la atención de una manera tan comprometedora a este tribunal de árbitros tan severos. Confieso sin falsas modestias que no me ha sido fácil encontrar la razón, pero quiero creer que ha sido la misma que yo hubiera

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deseado. Quiero creer, amigos, que este es, una vez más, un homenaje que se rinde a la poesía. A la poesía por cuya virtud el inventario abrumador de las naves que numeró en su Iliada el viejo Homero está visitado por un viento que las empuja a navegar con su presteza intemporal y alucinada. La poesía que sostiene, en el delgado andamiaje de los tercetos del Dante, toda la fábrica densa y colosal de la Edad Media. La poesía que con tan milagrosa totalidad rescata a nuestra América en las Alturas de Macchu Picchu de Pablo Neruda el grande, el más grande, y donde destilan su tristeza milenaria nuestros mejores sueños sin salida. La poesía, en fin, esa energía secreta de la vida cotidiana, que cuece los garbanzos en la cocina, y contagia el amor y repite las imágenes en los espejos.

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En cada línea que escribo trato siempre, con mayor o menor fortuna, de invocar los espíritus esquivos de la poesía, y trato de dejar en cada palabra el testimonio de mi devoción por sus virtudes de adivinación, y por su permanente victoria contra los sordos poderes de la muerte. El premio que acabo de recibir lo en­ tiendo, con toda humildad, como la consoladora revelación de que mi intento no ha sido en vano. Es por eso que invito a todos ustedes a brindar por lo que un gran poeta de nuestras Américas, Luis Cardoza y Aragón, ha definido como la única prueba concreta de la existencia del hombre: la poesía. Muchas gracias.

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La tarea mรกs urgente de la humanidad en general es la tarea de reconocerse en el otro, la tarea de asumir la diferencia como una riqueza, la tarea de aprender a relacionarnos con los demรกs sin exigirles que se plieguen a lo que somos o que asuman nuestra verdad. William Ospina

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LO QUE LE FALTA A COLOMBIA WILLIAM OSPINA

Una de las más indiscutibles verdades de nuestra tradición es que la sociedad colombiana se funda en el ejemplo de la Revolución Francesa y en la Declara­ ción de los Derechos del Hombre, lo mismo que en sus ideales de libertad, igualdad y fraternidad. Cuando recientemente se celebró el segundo centena­ rio de esa revolución, muchos nos recordaron cuán intensamente procedemos de ella y somos hijos de su ejemplo. Sin embargo, yo creo que si algo dem­ uestra la sociedad colombiana y el aparato de sus instituciones es que nadie procede de una revolución distante y nadie puede simplemente ser hijo de su ejemplo. Una revolución se vive o no se vive, y la pretensión de heredar sus em­ blemas sin haber participado de la dinámica mental y social que le dio vida, sin haber conquistado sus victorias ni padecido sus sufrimientos, no es más que una sonora impostura. Nuestra historia suele caracterizarse por esa tendencia a pensar que basta repetir con embeleso las palabras que expresaron una época para ya participar de ella. Basta que gritemos Liberté, Egalité y Fraternité para que reinen entre nosotros la luminosa libertad, la generosa igualdad, la noble fraternidad, para que ya hayamos hecho nuestra revolución. Pero en realidad nos apresuramos a proferir esos gritos para evitar que llegue esa revolución y para simular que ya la hicimos. Ciento ochenta años después de su independencia del Imperio Español, la colombiana es una sociedad anterior a la Revolución Francesa, anterior a la Ilustración y anterior a la Reforma Protestante. Bajo el ropaje de una república liberal es una sociedad señorial colonizada, avergonzada de sí misma y vacilan­ te en asumir el desafío de conocerse, de reconocerse, y de intentar institucio­ nes que nazcan de su propia composición social. Desde el Descubrimiento de América, Colombia ha sido una sociedad incapaz de trazarse un destino propio, ha oficiado en los altares de varias potencias planetarias, ha procurado imitar sus culturas, y la única cultura en que se ha negado radicalmente a reconocerse

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es en la suya propia, en la de sus indígenas, de sus criollos, de sus negros, de sus mulatajes y sus mestizajes crecientes.

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También se ha negado, después de que fuera ahogada en sangre la experiencia magnífica de la Expedición Botánica, a reconocerse en su naturaleza. Por ello ahora paga las consecuencias de su inaudita falta de carácter. Ha permitido que sean otros pueblos los que le impongan una interpretación social y ética de algunas de sus riquezas naturales. Ha asumido el pasivo y miserable papel de testigo de cómo la lógica de la sociedad industrial transforma por ejemplo la hoja de coca en cocaína, la consume frenéticamente, irriga con su comercio las venas de su economía, y finalmente declara a los países que la cultivan, la procesan y la venden como los verdaderos responsables del hecho y los únicos que deben corregirlo. Así, un problema que compromete la crisis de la civili­ zación, la incapacidad de las sociedades modernas para brindar serenidad y felicidad a sus muchedumbres, el vacío ético propio de una edad que declina, y la necesidad creciente de esta época por aturdirse con espectáculos y sustan­ cias cada vez más excitantes, es convertido por irresponsables gobiernos y por imperios inescrupulosos en un problema de policía, y siempre son los serviles países periféricos que se involucran los que terminan siendo satanizados por el dedo imperial. Ello porque es ley fundamental de todo poder que la culpa siempre sea de los otros, y sobre todo de los débiles. La razón por la cual a los seres humanos nos cuesta tanto trabajo encontrar las causas de los males, es porque lo último que hacemos es mirar nuestro corazón. Siempre miramos el corazón del vecino para encontrar al culpable, y nos aturdimos con la presunción infinita de nuestra propia inocencia. Así obra el imperio. Incita, paga, consume, produce sustancias procesado­ ras, pule procedimientos, desarrolla métodos de mercadeo, sostiene inmen­ sos aparatos estatales dedicados a instigar el tráfico para conocerlo y poder reprimirlo, permite que legiones de funcionarios se envilezcan y traicionen en nombre de la patria y de la comunidad, sacraliza prácticas degradantes y repugnantes bajo la vieja enseña de que el fin justifica los medios, y finalmente se declara inocente víctima de una conspiración y convoca a la cruzada de los puros contra los demonios. Pero esto que ocurre en el campo de las relaciones internacionales, y que repite lo que ocurrió siempre en las desiguales relaciones entre el país y los otros, es apenas uno de los marcos en los cuales se mueve la increíble realidad de nuestro país.

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¿Cómo se sostiene una sociedad en la que todos saben que prácticamente nada funciona? Desde los teléfonos públicos que no sirven para hacer llamadas hasta los puentes que no sirven para ser usados y los funcionarios públicos que no sirven para atender a las personas y las fuerzas armadas que no sirven para defender la vida de los ciudadanos y los jueces que no sirven para juzgar y los gobiernos que no sirven para gobernar y las leyes que no sirven para ser obedecidas, el espectáculo que brindaría Colombia a un hipotético observador bienintencionado y sensato sería divertido si no fuera por el charco de sangre en que reposa. Cualquier colombiano lo sabe: aquí nada sirve a un propósito público. Aquí sólo existen intereses particulares. El colombiano sólo concibe las relaciones personales, sólo concibe su reducido interés personal o familiar, y a ese único fin subordina toda su actividad pública y privada. Palabras como “patria” cau­ san risa en Colombia, y los únicos seres que creen en ellas, los soldados que marchan cantando hacia los campos de guerra, son inocentes víctimas que lo único que pueden hacer por la patria es morir por ella. Todos los demás tienen montado un negocio particular. Y lo más asombroso es que el Estado mismo es el negocio particular de quienes lo administran a casi todos los niveles. ¡Ay del que pretenda llegar a moralizar o a dar ejemplo en semejante sentina de apeti­ tos! ¡Ay del funcionario que intente trabajar con eficiencia, cuando todos los otros derivan su seguridad de una suerte de acuerdo tácito para entorpecerlo todo y para permitir que el Estado no sea más que un organismo perpetuador del desorden y de la ineficiencia social! Del Estado colombiano se puede decir que presenta dos características absolu­ tamente contradictorias. Esto es: es un Estado que no existe en absoluto, y es un Estado que existe infinitamente. Si se trata de cumplir con las funciones que universalmente les corresponden a los Estados: brindar seguridad social, brindar protección al ciudadano, garantizar la salud, la educación, el aseo público, la igualdad ante la ley, el trabajo, la dignidad de los individuos, recon­ ocer los méritos y castigar las culpas, el Estado no existe en absoluto. Pero si se trata de cosas ruines: saquear el tesoro público, atropellar a la ciudadanía, perseguir a los vendedores ambulantes, desalojar a los indigentes, lucrarse de los bienes de la comunidad y sobre todo garantizar privilegios, el Estado ex­ iste infinitamente. Nunca se ha visto nada más servicial con los poderosos y más crecido con los humildes que el Estado colombiano. ¿Y ello por qué? Porque desde hace mucho tiempo el Estado en Colombia es simplemente un

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instrumento para permitir que una estrecha franja de poderosos sea dueña del país, para abrirles todas las oportunidades y allanarles todos los caminos, y al mismo tiempo para ser el muro que impida toda promoción social, toda transformación, toda sensibilidad realmente generosa. El Estado colombiano es un Estado absolutamente antipopular, señorial, opresivo y mezquino, hecho para mantener a las grandes mayorías de la población en la postración y en la indignidad. No hay en él ni grandeza ni verdadero espíritu nacional. Antes, para comprobar esto había que ir a ver cómo se mantienen en el abandono los pueblos del litoral pacífico, los pueblos del interior de Bolívar, las regiones agrícolas, las aldeas perdidas; ahora basta con recorrer las calles céntricas de la capital, ahora no hay un solo campo de la realidad en el que podamos decir que el Estado está ayudando a la nación, está formulando un propósito, está construyendo un país.

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Pero ¿dónde están las autorrutas, dónde están los puentes, dónde están los ferrocarriles, dónde están los astilleros, dónde están los puertos, dónde está la justicia, dónde está la seguridad social, dónde está la agricultura, dónde está el empleo, dónde está la seguridad de los campos, dónde está la labor del Estado? ¿Esta rapiña, esta mezquindad, esta irresponsabilidad en todos los campos de la vida, es el estado ante el cuál debemos doblegarnos, y al cual no podemos criticar porque se nos acusaría de atentar contra las instituciones? A mí me enseñaron desde niño que toda tiranía se disfraza con la máscara de la respetabilidad, pero que es fácil saber cuándo una nación está en manos de un tirano. Si nadie puede esperar de él soluciones, si el país entero pierde la esperanza, si la gente tiene miedo de exigir, de criticar, de reprobar. Si reinan la impunidad y la miseria, si los campos están en manos de la guerrilla, las ciudades en manos de la delincuencia, la economía en manos de los trafican­ tes y las relaciones con el mundo en manos de los delegados del imperio, ¿es eso un Estado nacional? ¿No será más bien la vergonzosa tiranía de una casta de burócratas irresponsables dedicados a adularse los unos a los otros, la co­ reografía de venias recíprocas de todos los agentes de la corrupción? ¿Dónde está la inmensa riqueza nacional que pregonan los diarios económicos espe­ cializados? ¿Por qué beneficia tan poco a la comunidad en su conjunto? ¿Qué mascarada es esta a la que le damos el nombre de instituciones? Pero lo más grave de todo esto, o tal vez lo único grave, no es que no sepamos dónde están las grandes obras ni los grandes propósitos ni los grandes ejem­ plos. Lo grave es que no sabemos dónde está el inmenso país que padece estas

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miserias políticas. Nadie se queja, nadie se rebela. Nadie sale en defensa del legítimo derecho a la indignación. Nadie viene a repetirnos que Colombia fue una gran nación y que se fundó sobre grandes ideales. El pueblo está mudo. Que está pobre, lo sabemos por las estadísticas. Que está sin trabajo, lo sabemos por las estadísticas. Que no tiene protección, lo sabemos por las estadísticas. Pero ¿dónde están los que reclaman, los que se afirman, los que exigen? ¿Dónde están siquiera los que piden? No se oye nada. Silencio y bruma. Soplos de lo arcano. La luz mentira, la canción mentira. Sólo el rumor de un vago viento vano Volando en los velámenes expira. Esto que oía el poeta hace cincuenta años, es lo que seguimos oyendo. Pero si nadie se queja, ¿no será entonces que toda esta invectiva es una desmesurada injusticia? ¿No será que sí hay un esfuerzo del Estado por cumplir con su de­ ber y que por ello la ciudadanía calla y espera? ¿No tendrán razón los grandes diarios cuando dicen que este es un pueblo ejemplar y paciente que sabe comprender los esfuerzos de la clase dirigente por educarlo, por cultivarlo, por adecentarlo? La turba ignara tal vez no merece mucho, pero por lo visto sabe agradecer. No se rebela, ni siquiera pide, simplemente espera con una paciencia ejemplar a que caiga en su mano algún día la recompensa de tan larga espera. Pero la verdad es que el pueblo nada espera. O dicho mejor, ni siquiera espera. Colombia, hay que decirlo, tiene una característica triste: es un país que se ha acostumbrado a la mendicidad, y ello significa, es un país que ha renunciado a la dignidad. No sólo hay mendigos en las calles; el Estado quiere acostumbrar a la ciudadanía a mendigar. El Estado, por ejemplo, no cumple con sus funcio­ nes. No tiene dinero, dice, ya que los ciudadanos no tributan como debieran. Ahora bien, los ciudadanos no tributan como debieran porque el Estado no invierte sino que malversa fondos, malgasta y roba. Así el círculo irremedi­ able se cierra. Pero como el Estado no cumple, aquí están los particulares. La empresa privada, por ejemplo, va a hacernos el favor de ayudar a la gente. A las comunas deprimidas, a los litorales abandonados, a los pueblos perdidos, llegan a veces las misiones de beneficencia de las empresas a hacer lo que el Estado no hizo. Por un lado, por supuesto, todas estas misiones filantrópicas obtienen del Estado exenciones y reconocimientos. Pero, además, la sociedad les debe gratitud a estos generosos apóstoles del interés público. ¿Qué hay de malo en ello? Que nos acostumbran a recibir y agradecer como limosna lo que se nos debe por derecho. Así la vida se vuelve un milagro sólo posible por la

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filantropía de unos cuantos, y la sociedad nunca está compuesta por individuos libres y altivos, por seres dignos y emprendedores que se sientan con derecho a exigir, que se sientan voceros de la voluntad nacional, sino por sumisos y agra­ decidos mendigos.

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Pero el Estado mismo mendiga sin cesar, y sólo en este terreno asume su función de dar ejemplo. Si hay una catástrofe, un terremoto, digamos, y en una ciudad mediana se caen diez edificios, podemos estar seguros de que al ser entrevis­ tado el jefe de la oficina de desastres a propósito de qué se está haciendo para responder al problema, el funcionario dirá: “Ya estamos pidiendo ayuda a los organismos internacionales”. ¿Cómo? ¿Un país que no es capaz de reconstruir diez edificios derrumbados? ¿Un país que en lo primero que piensa es en pe­ dir limosna a los organismos planetarios? Ese es el ejemplo de nuestro Estado. Mientras aquí dentro los funcionarios y los contratistas se vuelan con el dinero de los contribuyentes, que los organismos internacionales nos reconstruyan los edificios. Y así se extiende el más peligroso, el más desalentador, el más ador­ mecedor de los males de la nación, la indignidad, la falta de orgullo, la aterradora falta de carácter que carcome al país y de la que son notables exponentes casi todos nuestros gobernantes. A veces puede fallarles la memoria, a veces puede fallarles la responsabilidad, a veces puede fallarles la ética: siempre, en el momento en que es más necesario, les falla el carácter. Y en eso sólo demuestran que son tan colombianos como el resto, porque si de algo carece nuestro país es de carácter. Por eso no confiamos en nosotros mismos, por eso no nos sentimos en buenas manos cuando estamos en manos de nuestros paisanos, por eso no compramos lo que producimos y por eso sólo valoramos lo que producen otros, por eso casi no inventamos nada, y a la vez nunca valoramos lo que inventamos. Pero ¿somos culpables de no tener carácter? ¿Y en qué se revela que carecemos de él? En primer lugar, cuando algo ha llegado a ser tan propio, ya es preciso asumirlo como un destino, y frente a esto sólo es posible o afrontarlo o cambiarlo. No nos podemos refugiar en el pretexto de que no somos los causantes de nuestros males, de que somos hijos de la historia. Si somos hijos de la historia, la historia ha enseñado que puede dar vuelcos súbitos movida por la voluntad colectiva de cambiar. Pero ¿para qué cambiar? Allí es donde es necesario desnudar el peligro de la falta de carácter. Por ejemplo, una enfermera se equivoca en la administración de una medicina. Si tiene carácter será capaz de afrontar la responsabilidad de su error, dará la alarma, dirá: “Me he equivocado, asumo mi falta, pero hagamos algo, no per­

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mitamos que esta persona se muera”. Si no tiene carácter, procurará impedir que los otros se enteren del error, y con ello producirá una cadena de hechos hor­ ribles. Después el director de la clínica, con su correspondiente falta de carácter, en lugar de asumir el hecho, ocultará por tres días el error, negará ante los medios que haya ocurrido, y todos sentiremos que este es un país en el que no podemos confiar en nadie. Esto se presentará en todos los campos de la vida, y terminaremos sintiendo que estamos en manos de irresponsables y de necios que no tienen el valor y la entereza de asumir las dificultades y de resolverlas con gallardía y con respeto por los demás. Por eso aquí, cada vez que alguien se equivoca, le ruge a su víctima, para que no se crea que va a mostrar la debilidad de asumir el error. Y si el otro reclama, se pondrá agresivo. Buena parte de nuestra agresividad es debilidad y estupidez. Así como nuestra crueldad corresponde a una penosa falta de imaginación. ¿No tenemos entonces ninguna virtud? Yo creo que tenemos muchas. Pero la verdad es que sólo las advertiremos cuando reconozcamos nuestros defectos. Uno de ellos es la simulación. Es un defecto que nace del sentimiento de infe­ rioridad. La señorita que viaja a Miami siente que por ser colombiana es natural­ mente inferior a los norteamericanos. Así que al volver intentará mostrar que su viaje la ha transformado por el método abreviado en una extranjera, o ha aligera­ do su vergonzosa condición criolla. Simulará entonces pertenecer a esa tradición ilustre. Así, esa simulación, esa impostura, que parece arrogancia, es un acto de servilismo y de ridícula humildad. Es lo que pasa cuando los publicistas criollos hablan entre sí en inglés para deslumbrarse mutuamente, cuando los jóvenes tratan de impresionarse con las marcas de las prendas que usan. Toda auten­ ticidad es considerada una penuria, porque se tiene un sentimiento profundo de indignidad y de pequeñez, entonces hay que afirmarse en las marcas, en las poses, en los símbolos. El joven que pase unos meses en Francia llegará visible­ mente metódico, el que pase unos en Alemania llegará severamente sistemático, y ello, en principio, no evidencia capacidad de aprendizaje ni hospitalidad mental sino la misma antigua debilidad de carácter. Esa que hace que los comerciales de televisión estén llenos de gente de rasgos finos y ojos claros, porque los mestizos que manejan el país desde siempre siguen avergonzados de sus rostros, de su lenguaje, de su espíritu: sólo las fisonomías sacralizadas por una estética servil, sólo los gustos heredados por nuestra tradicional falta de originalidad, pueden ser expresados. Así seguimos jugando al juego de que somos exclusivamente una nación blanca, católica y liberal, aunque nuestras ciudades sean el ejemplo

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de mestizaje y de mulataje más notable del continente; aunque nuestra vida religiosa sea la más asombrosa combinación de espiritismo, santería, brujería, animismo e hipocresía que pueda encontrarse. Aunque nuestra vida política se caracterice porque el presidente de la República es elegido por el diez por ciento de la población, exactamente el mismo porcentaje que vive directa o indirectamente del Estado.

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Desde muy temprano en nuestro país se dio esa tendencia a excluir y descalifi­ car a los otros, que nos ha traído hasta las cimas de intolerancia y de hostilidad social que hoy padecemos. Un colombiano casi no se reconoce en otro si no median una larga serie de comprobaciones de tipo étnico, económico, político, social y familiar; si no se hace una pormenorizada exploración acerca del sitio en que trabaja, el barrio en que vive, la ropa que usa y la gente que conoce. Y por supuesto esta hostilidad no es sólo de los ricos hacia los pobres: éstos a su vez sienten el malestar de relacionarse con gente que pertenece a otro mundo, y no dejan de expresar el desagrado que les causa el ritual de simulaciones que caracteriza la vida social de las otras clases. El desprecio señorial por los humildes tiene en este país uno de sus mayores reductos. Muchos creerían que esto es un fenómeno universal, pero basta visitar otros países para comprender que en ellos ciertos principios de la democracia son realidades, no perfectas por supuesto, pero sí mucho más aproximadas al ideal que la democracia sugiere. Países sin condiciones extremas de miseria, países que respetan el trabajo hu­ mano, lo valoran y lo recompensan, países que no se permiten la indignidad de tener sus calles infestadas de mendigos, países que no se permiten el espectáculo degradante de tener en las calles personas que se alimentan de las basuras. Porque ahí están desnudos el absurdo y la insignificancia de nuestras ínfulas cortesanas. Mientras en Norteamérica se dice simplemente “La Casa Blanca”, para aludir al centro de gobierno más poderoso del planeta, en este país la sede de gobierno sigue llamándose “Palacio”, como aprendimos a decirlo desde los tiempos en que la sombra del Escorial daba penumbra a nuestras almas. Y los gobiernos no sienten vergüenza de que “El Palacio” esté a unos cuantos metros del último pozo de la miseria humana: “La Calle del Cartucho” donde se con­ funden con la basura y con las costras de la tierra numerosos seres humanos de esos que nuestra insensibilidad llama “desechables”. Pero tal vez lo que quieren los gobiernos es que se advierta en ese símbolo: el poder y la escoria conviviendo en el mismo barrio, la plenitud caricatural de nuestras instituciones. Tradicionalmente los países logran una identificación consigo mismos a partir

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de sentirse miembros de una misma etnia, de una misma tradición, a partir de la evidencia de unas afinidades. Pero la principal característica de la modernidad inaugurada por el Descubrimiento de América, es la convergencia sobre cada ter­ ritorio de la mayor diversidad étnica, religiosa y cultural imaginable. Los imperios siempre fueron víctimas de una contradicción profunda. Preten­ den unificar al mundo bajo una sola potestad, pero en este afán arrancan a las culturas particulares de sus nichos aislados y las ponen en contacto con otras. El resultado no suele ser la disolución de las naciones y de las tribus bajo el in­ flujo de la cultura oficial, sino más bien una exacerbación de los nacionalismos. El Imperio Romano fracasó en el intento de unir a la humanidad, siguiendo la divisa de Alejandro: Un solo imperio bajo un solo Dios. Las culturas locales nunca dejaron de existir, y hoy, veinte siglos después, Europa es un continente tan escindido en culturas particulares, en tradiciones y lenguas distintas, como lo era cuando el imperio intentaba prevalecer. Finalmente el arrogante poder de los emperadores y los patricios sucumbió a las migraciones que el mismo poder de Roma suscitaba. La espléndida y turbulenta capital se convirtió en un centro magnético que atraía hombres y mujeres de todos los confines, y ese asedio de las orillas contra el centro del Imperio es lo que llamamos su declinación y caída. Hoy ocurre algo análogo. El gran imperio contemporáneo, al exaltar su modelo de vida como ley universal, no logra impedir que las crédulas muchedumbres del planeta se precipiten hacia el centro atraidas por el imán irresistible. Pero las hordas de inmigrantes no vienen a someterse a los paradigmas de la civilización, vienen ávidas de aprovechar sus ventajas sin renunciar a sus peculiaridades na­ cionales. Alguna vez los inmigrantes al territorio norteamericano, por ejemplo, buscaban ser americanos; olvidar, en el esplendor de su nueva condición, las penurias de sus viejas patrias, la persecución y la pobreza. América era el reino de la esperanza. Hoy nadie ignora que los pobres del mundo llegan allí, no porque estén decepcionados de sus patrias de origen, a las que llevan cada vez más ardi­ entes en el corazón, sino porque los arrastra la necesidad. América no es ya reino de esperanza sino reino de desesperación. No es extraño que los inmigrantes apr­ ovechen las ventajas del nuevo mundo pero se sientan pertenecer cada vez más al pequeño país del que proceden, y ello es más fuerte aún porque las comu­ nicaciones modernas les permiten un contacto casi cotidiano con sus orígenes. Colombia fue incorporada a la modernidad por el Descubrimiento, y sería difícil encontrar una nación que reúna en su seno tantas contradicciones típicas de nuestra época. Está en ella, desde el comienzo, el conflicto entre los pueblos

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nativos y los pueblos invasores. Como este conflicto no llevó a un exterminio de la población nativa al modo de Norteamérica, surgió un tercer elemento en conflicto: el mestizaje, que por ser hijo de razas que se repelían y se descalific­ aban mutuamente, no vino a ser una síntesis sino un nuevo contendor, incapaz de identificarse consigo mismo y que buscó siempre en lo distante y en lo ilustre su justificación y su lenguaje. Están también los pueblos afroamericanos, cuyos padres llegaron en condición de extranjeros y de esclavos. Sus hijos actuales, liberados teóricamente de la esclavitud, siguen siendo mirados como extran­ jeros por el resto de la sociedad, y aún no han emprendido una gran toma de posesión del mundo al que irrenunciablemente pertenecen. Pero además de los conflictos étnicos, negados enfáticamente por el establecimiento aunque saltan a la vista de mil maneras distintas en la vida diaria, un conflicto más hondo es el que se da entre las élites económicas y políticas y el resto de la sociedad, discriminada por su pobreza y excluida de toda oportunidad. A esto se añade el hecho de que a partir de los años cuarenta comenzó un proceso descomunal de éxodo de los campesinos hacia las ciudades, huyendo de la despiadada vio­ lencia rural, proceso que invirtió en menos de medio siglo las proporciones de población urbana y de población campesina. Esto no sería tan grave si no fuera porque ese reducido sector urbano, acaudillado por la arrogante capital de la república, se avergonzaba profundamente del país al que pertenecía, y recibió a los campesinos con una incomprensión, una hostilidad y una inhumanidad verdaderamente oprobiosas. Los campesinos venían de una cultura largamente establecida. Tenían una sabiduría en su relación con la tierra, un lenguaje lleno de gracia, en el que la rudeza y la ternura encontraban una expresión elocuente y vivaz. Eran seres dignos y serenos incorporados a una relación profunda y pr­ ovechosa con el mundo. De la noche a la mañana, estos seres se vieron arrastra­ dos por un viento furioso que los arrancó a la antigua firmeza de su universo y los arrojó sin defensas en un mundo implacable. Su sencillez fue recibida como ignorancia, su nobleza como estupidez, su sabiduría elemental como torpeza. Es imposible describir de cuántas maneras las inmensas masas de campesinos expulsados se vieron de pronto convertidos en extranjeros en su propia patria, y el calificativo de “montañero” se convirtió en el estigma con el cual Colombia le dio la espalda a su pasado y abandonó a sus hijos en manos de los prejuicios de la modernidad. De pronto el país de la simulación, incapaz de construir algo propio en qué reconocerse, descubría los paradigmas del progreso sólo para uti­ lizarlos contra sí mismo, y se plegaba como siempre, sin criterio, sin carácter, sin reflexión y sin memoria, a los dictados de un hipotético mundo superior.

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La principal característica de las clases dirigentes colombianas no ha sido la maldad, la crueldad o la falta de nobleza, sino fundamentalmente la estupidez. O, mejor dicho, es de esa estupidez que brotan como cabezas de hidra todos los otros males. En todos los países del mundo hay ricos y pobres, hay gentes favo­ recidas por la fortuna y gentes abandonadas por ella. Pero las clases dirigentes del gran mundo no sólo asumieron desde temprano sus deberes patrióticos, se identificaron con la realidad a la que pertenecían y admitieron un principio de dignidad en las multitudes de sus naciones, sino que intentaron ser coherentes. Cuando fundaron instituciones basadas en principios elementales de igualdad de oportunidades y de respeto por la dignidad humana, procuraron al menos ser fieles a esos principios. Algo les enseñó que uno no puede impunemente permitir que proliferen la miseria y la indignidad. A ello contribuyó en muchas partes la ética de unas religiones que se sentían responsables por sus fieles, una ética que comprometía la conducta, mientras ya se sabe que la ética religiosa de nuestra nación se basa asombrosamente en el criterio de que “el que peca y reza empata”, y sugiere que la vida religiosa no consiste en obrar bien sino en arrepentirse a tiempo. Aquí las gentes se sienten cumpliendo con sus de­ beres religiosos no si son nobles y generosas con los demás, de acuerdo con el precepto de Cristo, sino si cumplen con la liturgia. Para salvarse no había que cumplir con la humanidad, bastaba cumplir con la Iglesia. Desde temprano se permitió, pues, que proliferara aquí la pobreza, porque esos seres de otras razas y otras culturas no merecían el respeto y la solicitud de la “gente bien”, y apenas si eran dignos de caridad. Por eso desde los tiempos coloniales hay en Bogotá “gamines”, y no deja de ser significativo que hasta para nombrarlos se haya recurrido a la impostura de otra lengua. Llamán­ dolos así, a la francesa, no sólo se legitimaba su existencia, sino que se esta­ blecía una distancia cultural con ellos. Hasta los niños indigentes les servían a estos criollos sin carácter para sentirse superiores, para sentirse finos e ilustres. La idea de que la pobreza es problema de los pobres se abrió muy fácil­ mente camino en estas tierras de Dios. Desde entonces los poderosos sintieron que cumplían suficientemente con su deber si destinaban una fracción de sus riquezas a la caridad. Pero el Estado existió desde el comienzo para defender privilegios, y a pesar de pregonar con clarines su raíz republicana y revolucio­ naria, era ya ese engendro bifronte que seguiría siendo por siglos. Tenía un rostro para atender a los poderosos, hecho de deferencia y de servilismo, y otro, hecho de arrogancia y de ferocidad, para despachar a los pobres.

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Las castas sensatas de otras naciones comprendieron que permitir la general­ ización de la miseria es avivar un peligro extremo. La pobreza no es problema de los pobres, es problema de toda la sociedad, y bien dijo Bernard Shaw hace muchas décadas que permitir que haya miseria es permitir que la sociedad entera se corrompa. Esa insensibilidad, ese egoísmo, esa falta de compromiso con los demás no nos los cobrarán en el infierno, nos los están cobrando aquí, en la tierra. Por permitir que haya miserables, seres desamparados que crecen en el hambre, en la indignidad y en la incertidumbre, todo lo demás va arruin­ ándose. No es que en este país los pobres no puedan vivir, es que ya tampoco los ricos pueden hacerlo. Permitir que haya extrema pobreza es hacer que crezcan las verjas en torno a las residencias, que se multipliquen las cerraduras, que sea necesario un ejército de vigilantes privados; es hacer que ya los hijos no puedan ir tranquilos al colegio, que no puedan salir confiadamente a los parques. La clamorosa estupidez de los dueños del país ha hecho finalmente que tampoco ellos puedan ser los dueños del país, que las calles sean tierra de nadie, que todos nos sintamos sentados sobre un polvorín.

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Ahora, por fin, quienes se lucraron siempre de las miserias nacionales, los que aun de la pobreza de los otros hicieron su negocio, comienzan a sentir que “algo hiede en Dinamarca” y se apresuran a buscar, como siempre, al culpable. Tardarán en comprender, como Edipo, quién es el responsable de las pestes de Tebas. Una increíble estupidez hizo que finalmente nadie pueda ya disfrutar de lo que tiene. Y el país del egoísmo, de la mezquindad y de la exclusión se devora a sí mismo mientras se pregunta por qué, si todos soñamos la felicidad y la prosperidad, todos nos vemos hundidos en la incertidumbre y ahogados por el mal. Entonces nos agitamos señalando el mal fuera de nosotros, en la falta de valores de los demás, en la pérdida de las virtudes republicanas por parte del resto, en una satánica conspiración de malvados, porque no somos capaces de mirar nuestro corazón. Chesterton decía que el bien no consiste simplemente en abstenerse de hacer el mal, que el bien no puede ser una virtud meramente negativa y pasiva, que el bien debe ser algo que obra, algo perceptible por sus frutos, así como el blanco es un color y no una simple ausencia de color. Por eso he dicho al comienzo que el peor de los males de Colombia no es lo que se ve sino lo que no se ve. El inmenso pueblo excluido que no se manifiesta, o que tan plenamente ha perdido la confianza que prefirió replegarse hacia la vida personal, vivir al margen del Estado corrupto y hostil, procu-

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rando salvarse solo, como pueda, y entregado a la tarea a la vez precaria y heroica de rebuscar la subsistencia en una lucha de todos contra todos, porque ningún propósito colectivo puede ser reivindicado, porque ya nadie puede sentirse parte digna y orgullosa de una nación. Ello es comprensible en la medida en que la retórica nacional envileció todo el lenguaje de las grandes causas, malgastó todas esas palabras enormes, esas ab­ stracciones ilustres, hasta convertirlas en símbolos de la traición y de la impos­ tura. Creo sinceramente que después de Jorge Eliécer Gaitán ningún político ha vuelto a pronunciar palabras que de veras instauren una comunidad, unos lazos de solidaridad entre los colombianos. Desde entonces Colombia sigue despidiendo sus esperanzas en los cementerios y ahora, como un alto símbolo de la época, “no cree en nada”. El cuadro que nos ofrece la Colombia de hoy, intimidada por sí misma, acor­ ralada por sí misma, hundida en un nudo de guerras crueles y estériles, donde todos los que obtienen algún beneficio cierran los ojos y se dicen de nuevo que es sólo por ahora, que ya pasará la tormenta, ese cuadro confuso podría ser descrito por estos versos de W.B. Yeats: Los mejores carecen de toda convicción, En tanto que los peores están llenos de apasionada intensidad. Sí, el mal de Colombia es la incapacidad de reaccionar, la pérdida de la confi­ anza, la pérdida de la esperanza, la abrumadora falta de carácter que hace que hayamos cometido el error de llegar a la sociedad que tenemos y en vez de reconocerlo cerremos los ojos, negándonos a la difícil pero prometedora trans­ formación que nos está exigiendo la historia. Sólo cuando las grandes multi­ tudes de este país, incluidos los sectores dirigentes que sean capaces de cambiar su necedad por algo más inteligente y más práctico, se llenen de la convicción de que el país sería mejor si nos dejáramos de imposturas, de simulaciones y de exclusiones; sólo cuando el país abatido y desconfiado se llene de la apasion­ ada intensidad que hoy sólo tienen los que viven de la guerra y del caos, nos haremos dignos de un destino distinto, y podremos cambiar este coro de quejas inútiles que se oye en todas partes, por algo más alegre y más fecundo. Nos gustaría que los teléfonos públicos sirvieran para hacer llamadas; que funcionaran los medios de transporte; que las autorrutas sirvieran para ser transitadas, que estuvieran señalizadas correctamente para que no nos cueste tanto trabajo el viaje más elemental; que la tecnología que usamos consulte al

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país en el que se aplica, y así no se hundan las carreteras porque esto ni se agri­ eten porque aquello; que los productos de nuestra naturaleza sean conocidos y utilizados de un modo razonable, que no permitamos que sean otros pueblos y otros prejuicios los que nos dicten cómo manejar nuestras riquezas; que la Jus­ ticia funcione. Pero para ello es necesario saber cómo somos y a qué podemos comprometernos en un contrato social. Llevamos siglos desobedeciendo códi­ gos perfectos, transgrediendo normatividades admirables y vanagloriándonos de la perfección de unas instituciones a las que nadie respeta.

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Nos gustaría que los puentes no se cayeran. Que las fuerzas armadas sirvieran para defender la vida, honra y bienes de los ciudadanos. Que tuviéramos de verdad derecho al trabajo. Que el trabajo, como quería Jorge Eliécer Gaitán, fuera tan valorado entre nosotros como en esos pueblos a los que tanto ad­ miramos y de los que tan poco aprendemos por entregarnos sólo a la vana simulación. Nos gustaría vivir en un país de gente digna, donde la pobreza no signifique desprecio social ni miseria moral, donde el Estado se esfuerce por dignificar a la población; donde los policías tengan para los pobres algo mejor que garrotes y aprendan a ser los servidores de la comunidad, en vez de las potestades arbitrarias que ahora se ven obligados a ser. Quisiéramos encontrar a lo largo y ancho de la incomparable geografía nacional pueblos dignos y serenos; que lo mejor que somos aflore en nuestros rostros; que no se mueran esa nobleza, esa hospitalidad, esa familiaridad que siempre caracterizaron a nuestros pueblos campesinos y que alientan todavía bajo las tensiones y las violencias de la modernidad. Nos gustaría ver los ferrocarriles, los astilleros, los puertos, ver los litorales favorecidos por un Estado verdaderamente nacional y verdaderamente respetuoso. Y nos gustaría que el Estado colombiano, que ya ha obligado a la nación no sólo a vivir sin estímulos y sin protección, sino a vivir a pesar de sus instituciones, se convirtiera en un Estado mínimamente eficaz en las cuestiones básicas de interés público que le atañen; que dejara de ser un instrumento para defender privilegios y garantizar desigualdades, y nos diera, como quería Borges de todo Estado, “un severo mínimo de gobierno”. En Colombia hoy no se trata de construir un Estado infinitamente poderoso, intervencionista y molesto, ya que la sociedad por fortuna ha aprendido a vivir sin él, sino de desmontar la iniquidad de un Estado antipopular y abusivo, cambiándolo por una administración simple pero respetable y activa, que le sirva a la sociedad para desplegar sus posibilidades y para enfrentar la rica e indócil naturaleza que nos ha correspondido. Un Estado que por fin se parezca

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al país, y que esté dirigido por una voluntad nacional. Pero para que eso pu­ eda ocurrir, el Estado de los privilegios, las simulaciones y las imposturas, el Estado de la corrupción y del saqueo, de la insensibilidad y del irrespeto por el ciudadano debe desaparecer de un modo absoluto y no merece la menor consideración. Sus funcionarios, sus autoridades y sus políticos son apenas producto de los malos hábitos de una larga historia; no son ellos la causa sino la consecuencia del Estado que existe, así como el Estado es la consecuencia de la sociedad que somos y que debe cambiar si queremos sobrevivir. Así, es claro para mí que no es el Estado el que puede cambiar a la sociedad, sino por el contrario la sociedad la que debe cambiar al Estado: no sólo su ad­ ministración y sus funcionarios sino su estructura y su lógica. Pero para ello la sociedad misma debe hacerse otra, y sólo de la iniciativa social no estatal podrá salir esa sociedad nueva cuyo fundamento sea la semilla moral que hay en to­ dos, y la insatisfacción y el hastío que ya siente la sociedad entera. Colombia es hoy un país donde los pobres no pueden comer, la clase media no puede comprar y los ricos no pueden dormir. Sólo cambiando nuestra manera de estar juntos, sólo convocando a la dignidad de millones de seres e instándo­ los a ser el país, su rostro, sus voceros y sus propósitos, sólo dando por fin su lugar en la historia a las mayorías excluidas y degradadas por una arrogancia asombrosa, podremos esperar un país donde de nuevo sea motivo de orgullo y de grandeza vivir y morir. Lo que nos enseñan las sociedades modernas es que todos estamos en las ma­ nos de todos. ¿Durante cuánto tiempo se resignarán los privilegiados a pagar sus privilegios con zozobra, avanzando por las avenidas entre nubes de guar­ daespaldas, sólo porque el país en que nacieron ha dejado de ser una patria y se ha erizado de enemigos? ¿Cuánto tiempo tardarán en entender que algo anda mal en el orden social si los ancianos no pueden caminar sosegadamente por los parques, si la desaparición accidental de un niño en un centro comercial produce un espanto indescriptible? Nuestro mundo se ha enrarecido, pero ¿cómo extrañarnos de eso si su historia ha sido un proceso creciente de expropiación, no sólo de los haberes materiales sino de la dignidad y de la misma condición humana de legiones y legiones de seres? Si los funcionarios del Estado delinquen, si los depositarios de la fe pública saquean el tesoro, si los encargados de defender la ley y de velar por su majestad no se sienten sometidos a ella y la violan a su antojo, ¿cómo podremos reclamar que se comporten como ciudadanos los que crecen en el

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abandono, formados en la amargura y el resentimiento, los que no tienen nada que agradecerle a la sociedad, los que no esperan nada de ella? Es fácil descargar censuras y reprobaciones, pero un país digno no es ya algo que se nos deba por justicia, sino algo que tenemos que merecer por nuestros actos. Como me decía hace poco un amigo, empezar de cero sería más fácil. Si la tarea fuera cambiar al gobierno, o cambiar a los funcionarios, o cambiar al estado, todo sería relativamente sencillo. Sería un problema de campañas electorales, o de campañas moralizadoras, o a lo sumo de grandes cambios constitucionales. Pero es algo más vasto y a la vez más sutil lo que se requiere: es cambiar ese modo de nuestro ser que es el substrato en que reposa todo el desorden de nuestra nación. Y el principal legado de nuestro ser colombiano tiene que ver con lo que más nítidamente nos tipifica desde el comienzo.

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La tarea más urgente de la humanidad en general es la tarea de reconocerse en el otro, la tarea de asumir la diferencia como una riqueza, la tarea de aprender a relacionarnos con los demás sin exigirles que se plieguen a lo que somos o que asuman nuestra verdad. Frente a los fascismos que hoy resurgen en tantos lugares del planeta se alza esta urgencia de hacer que en el mundo persista la diversidad de la que depende la vida misma. El triunfo de un solo modelo, de un solo camino, de una sola verdad, de una sola estética, de una sola lengua, es una amenaza tan grande como lo sería en el reino animal el triunfo de una sola especie o en el reino vegetal el triunfo de un solo árbol o de un solo helecho. En esta defensa de la diversidad cabe la lucha por la existencia de muchas naciones distintas, con sus lenguas distintas, con sus culturas, con sus indu­ mentarias, con sus dioses y, si se quiere, con sus prejuicios. Y así se ve mejor el peligro de las hegemonías y de los imperialismos. Cuando la guerra de los “boers” en Sudáfrica, a comienzos de siglo, Chesterton se declaró partidario de los nacionalistas sudafricanos en nombre del nacionalismo inglés. Acusado de traición respondió: “Yo soy nacionalista. Ser nacionalista no es sólo querer a la propia nación sino aceptar que los demás tengan la suya. Ser imperialista, en cambio, es en nombre de la propia nación querer quitarle su nación a los otros”. Es en esta lucha por el reconocimiento del otro y el respeto por él donde se inscribe en nuestro tiempo la singular tarea de los colombianos. Porque como muchos países modernos y acaso un poco más, Colombia es por excelencia el

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país del otro. Y toda su desdicha ha consistido en la incapacidad de reconocerse en el otro porque el otro es siempre distinto, no es el hermano, ni el miembro de la etnia, ni el miembro de la tribu, ni el correligionario, ni el miembro de la misma clase social, ni del mismo partido. Cada colombiano es “el otro”, lo distinto, lo que no se confunde conmigo. Esta extrema individualidad es el fruto de todas las tensiones de Occidente condensadas en un solo territorio. Del choque entre Europa y América, del choque entre los blancos y los indios, del choque entre los católicos y los paganos, del choque entre los amos y los esclavos, del choque entre las metrópolis y las colonias, del choque entre la barbarie y la civilización (y la imposibilidad de saber cuál es cuál), del choque entre los peninsulares y los criollos, del choque entre la capital y la provincia, del choque entre los citadinos y los “montañeros”, del choque entre los ricos y los pobres, del choque entre los educados y los ignorantes, del choque entre los funcionarios y los particulares, del choque entre los caribeños y los andi­ nos, del choque entre los que son gente y los que no son gente, del choque entre los federalistas y los centralistas, del choque entre los tradicionalistas y los radicales, del choque entre los camanduleros y los comecuras, del choque entre los liberales y los conservadores, del choque entre los bandoleros y las gentes de bien, del choque entre las fuerzas armadas y los subversivos, de las largas y recíprocas descalificaciones entre todos estos bandos que se odian y se niegan, sin saber que no son más que los herederos y los perpetuadores de una antigua maldición, en el país de los odios heredados y de las pedagogías de la intolerancia y del resentimiento. Cada colombiano es “el otro”, y tendrá que luchar contra su propio corazón para lograr ser un poco más generoso, un poco más tolerante, un poco más amistoso, un poco más hospitalario. Si no lo hacemos, seguiremos siendo el melancólico país donde ser inteligente consiste en ser “avispado”, es decir, capaz de engañar al otro sin escrúpulos; donde ser noble es ser idiota, donde diferir de los otros es despertar el coro de las murmuraciones, y donde una suerte de oscuro y agazapado fascismo sigue nutriéndose del odio y de la exclusión. Borges habla de los hidrógrafos que afirmaban que basta un solo rubí para desviar el curso de un río. Bastaría una sola cosa para que Colombia cambie hasta lo inimaginable. Bastaría que cada Colombiano se hiciera capaz de acep­ tar al otro, de aceptar la dignidad de lo que es distinto, y se sintiera capaz de respetar lo que no se le parece. Ese es el cambio a la vez vasto y sutil del que hablaba. Esa es tal vez la única revolución que necesita Colombia.

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Es bueno ser tolerantes y conciliadores, pero nunca hay que convertirse en cojín para que se nos recuesten encima. Mi­ llones de personas, sin carácter y sin firmeza, necesitan con urgencia en esta patria boba un curso acelerado para apren­ der a decir NO, para hacerse respetar, para defender sus derechos y para aprender a ser buenos con inteligencia y sagacidad. Gonzalo Gallo Gonzalez

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LO MALO DE LO BUENO

{PERIÓDICO EL TIEMPO} 22 DE JULIO DE 1999

GONZALO GALLO GONZÁLEZ

Los cazadores suelen atrapar a los animales con trampas y cebos en los que el mal tiene cara de bien y los enamorados sinvergüenzas hacen lo mismo y les pintan pajaritos en el aire a los amantes incautos. Por confundir el amor con la alcahuetería hay padres y parientes que retrasan por años la rehabilitación de un adicto que requiere firmeza y exigencia para salir. En fin, la cruel verdad es que, por llamar bondad a la bobada y amor a la ingenuidad, corren ríos de lágrimas en el mundo, sigue imperando la injusticia y los malos se burlan de los buenos (léase: candorosos). En el campo afectivo abundan las relaciones entre un ingenuo y una viva, o un vivo y una ingenua, analizadas con seriedad y agudeza por la psicoterapeuta Robin Norwwod en Mujeres que aman de­ masiado, un clásico sobre este tema, y por la excelente terapeuta Chiquinquirá Blandón en su obra No más infamias en nombre del amor. Lo malo de lo bueno es que, en una cultura masoquista, millones de colom­ bianos creen que ser bondadoso es ser pendejo y que ser un buen cristiano es tolerar injusticias y conjugar a diario estos verbos: callar, soportar, resignarse, aguantar, ceder, conciliar y tolerar. Nunca se nos dijo lo que afirmaba con ve­ hemencia Martin Luther King a sus hermanos negros: “Con nuestra pasividad y nuestro aguante hemos sido cómplices de la injusticia.” Antes bien, se nos ha predicado que hay que poner la otra mejilla como Jesús y llevar la cruz con paciencia y amor. Olvidan quienes así piensan que Jesús no puso la otra mejilla cuando un criado lo golpeó y que, sin dejar de ser bueno, sacó con ira y a lati­ gazos a los vendedores del templo y trató de hipócritas, sepulcros blanqueados y lobos con piel de oveja a los poderosos de su época. Es bueno ser tolerantes y conciliadores, pero nunca hay que convertirse en cojín para que se nos recuesten encima. Millones de personas, sin carácter y sin firmeza, necesitan con urgencia en esta patria boba un curso acelerado para aprender a decir NO, para hacerse respetar, para defender sus derechos y para


aprender a ser buenos con inteligencia y sagacidad. Aún no hemos entendido que la agresividad, como bien lo estudió el famoso etólogo Konrad Lorenz, es una energía positiva y necesaria para sobrevivir. No, aquí la cruel paradoja es que somos violentos porque no sabemos ser agresivos. Por practicar una bondad gelatinosa, acaramelada, tonta y aguantadora, los buenos terminan siendo los mejores compinches de los malos, quienes viven felices hablando de tolerancia, paciencia, diálogo y optimismo, mientras matan, roban, abusan y maltratan. El día que aprendamos a protestar sin violencia, a saber exigir, a hacernos respetar y a ser amorosamente agresivos, entonces sí podremos entender que la bondad también es firmeza y coraje. ¡Pobre país con tanto bueno apendejado!

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Así que uno planta su propio
jardín y decora su propia alma, en lugar de espe­ rar a que
alguien le traiga flores.

 60 Jorge Luis Borges

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APRENDER POEMA ATRIBUIDO A JORGE LUIS BORGES

Después de un tiempo, uno aprende la sutil diferencia
entre sostener una mano y encadenar un alma; y uno aprende
 que el amor no significa acostarse y que una compañía no
significa seguridad, y uno empieza a aprender...

 Que los besos no son contratos y los regalos no son
promesas, y uno empieza a aceptar sus derrotas con la
cabeza alta y los ojos abiertos, y uno aprende a construir
todos sus caminos en el hoy, porque el terreno de mañana
es demasiado inseguro para planes... y los futuros tienen
una forma de caerse en la mitad.
 
Y después de un tiempo uno aprende que si es demasiado,
hasta el calorcito del sol quema. Así que uno planta su propio
jardín y decora su propia alma, en lugar de esperar a que
alguien le traiga flores.

 Y uno aprende que realmente puede aguantar, que uno
realmente es fuerte, que uno realmente vale, y uno aprende
y aprende... y con cada día uno aprende.

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