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Palabra vivida

Construir relaciones bajo cualquier circunstancia

Como muchos, en diciembre dudamos de tomarnos vacaciones, pero tanto tiempo de encierro nos decidió a irnos unos días a la playa. La consigna era clara: solo playa y tomar todos los recaudos necesarios para no contagiarnos, por nosotros y por el prójimo que pudiéramos contagiar. Alquilamos un departamento a solo 50 metros del agua y frente al balneario al que concurrimos todos los años. Sabíamos que ellos habían extremado todos los protocolos, así que fuimos muy tranquilos en ese aspecto. Andar con barbijo y las manos bañadas en alcohol era ya una costumbre de todos los días. Al tercer día de estar allá comencé con dolores de piernas, la sensación de un estado gripal, pero no quería sugestionarme con que todo era Covid. El día anterior había llovido, me había mojado bastante, así que pensé que era un pequeño resfrío. Sin embargo el dolor se empezó a ramificar por cintura y espalda, por momentos muy fuerte, que me impedía dormir. Dos días después comencé con fiebre y un médico amigo me recomendó ir al hospital para el hisopado. Conseguí turno para la mañana siguiente y el resultado positivo me tomó por sorpresa. No sabía en qué momento me había contagiado, ni siquiera habíamos salido a tomar un café y, por supuesto, me invadía una gran preocupación de si había contagiado a alguien. Yo estaba con mi esposa y mi hija mayor y en otro departamento cercano estaban alojadas dos de mis hijas con sus respectivos esposos, con quienes compartíamos la playa y las cenas. Después del hisopado decidimos volvernos a nuestra ciudad de origen, en auto particular sin posibilidades de contagiar a nadie. Estando en casa se me presentó una persistente fiebre, por lo que decidí ir al hospital, donde me realizaron una tomografía y quedé internado por el Covid más una neumonía. En ese momento tomé conciencia de contra qué me enfrentaba. ¿Por qué a mí, si me recontra cuidé? Pero enseguida pensé que si esto afectó a tantos por qué yo estaría exento. Me confíe a los médicos y a María, nuestra Madre, y comencé a pensar por quiénes podía

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ofrecer este dolor y angustia: me acordé de una amiga con un problemita de salud, la Asamblea del Movimiento que se desarrollaba en Roma, tantos dolores en la comunidad, por mi familia, ya que cuatro de ellos también fueron positivos pero no necesitaron internación. Le contaba a una amiga cómo había vivido los cinco días en el hospital: “Con la internación comenzó una aventura impensada. Compartí la habitación con un joven muy buena onda, que hacía un día estaba internado y enseguida estuvo dispuesto a ayudarme. Al segundo día ya me sentía bien y, sin proponérnoslo, entre los dos comenzamos a hacerle el día un poquito menos pesado al personal de salud. Tratamos de estar atentos, hacerles chistes, llamar a las enfermeras por el nombre, estar dispuesto a hacer lo que nos dijeran y después comentarles lo bien que nos había ido con sus consejos. Una tardecita, una enfermera nos confesó que estaba chocha de venir a nuestra habitación. Nos pusimos a hablar de los hijos y de la vida, hasta que se dio cuenta de que hacía mucho tiempo que estaba, pero no se quería ir. Tenía que atender a otros pacientes, entonces con pesar nos dijo: “no me extrañen, vuelvo enseguida”. Es genial cómo el amor te permite construir relaciones bajo cualquier circunstancia. Unos días después se produjo un recambio en la cama de al lado, un alta y un ingreso. Un chico con una fragilidad muy notoria, no física (aunque su estado estaba más complicado que el mío), sino psicológica. Al rato me mira y me dice que estaba muy asustado. Le costaba respirar (tenía puesto el oxígeno) y me derrumbé. Pensé en mis hijas, en sus amigos, casi de su edad, y sacando fuerzas me puse a charlar con él. Como casi no podía hablar por el oxígeno, le conté mi experiencia, traté de alentarlo, hasta que muy tarde se durmió. Yo pasé la noche con un ojo abierto por si notaba algo raro. A la mañana le acomodé algunas cosas y charlando un poco logró desayunar algo. Recuerdo que cuando se fue el primer ocupante de esa cama tuve la tentación de decir: “Che, yo también estoy bien, sin fiebre, sin síntomas, ¿por qué no me dan el alta?”, y más tarde Jesús me daba una respuesta tan clara: “Porque te quiero ahí, haciéndole compañía a este joven que te necesita, amándolo”. Por eso, cuando me dieron el alta, entre la alegría de irme a casa, sabiéndome curado, se me cruzaba la idea de estar abandonándolo. Pero enseguida me dije: “¿Quién soy yo para oponerme a los planes de Dios?”. Y con mucha tranquilidad, confiado y pidiendo su plena recuperación, me fui a casa. Creo que los que pasamos alguna situación similar podemos apreciar el enorme trabajo que realiza todo el personal hospitalario para cuidarnos y curarnos. ¡Y la alegría que demuestran cuando nos vamos de alta! Me despidieron en el pasillo con una cara de alegría que conmovía, como si dijeran “¡otro más que se va a su casa curado!”. Son esos momentos en los que se te pianta un lagrimón y no tenés forma de agradecer semejante amor recibido. Al que lea estas líneas solo le pido que se cuide. No es una enfermedad sencilla. No solo es cuidarnos por nosotros sino, fundamentalmente, por el otro, por el hermano que pasa a nuestro lado. C.P.

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