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Cultura de la unidad
¿Cuál esperanza?
Para el cristianismo, la resurrección tiene una dimensión cultural, además de religiosa.
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Una cultura de la resurrección, en efecto, está abierta a la trascendencia y, por lo tanto, escapa a las sofocantes redes del inmanentismo radical, que encierra la existencia en un horizonte sin esperanza definitiva.
Despojar la existencia de la esperanza implica el riesgo de hundirla en el abismo del desamor: de hecho, ¿de qué sirve amar si todo acaba consumiéndose en la nada?
En siglos pasados, especialmente desde mediados del siglo XIX, se ha acusado al cristianismo de posponer la felicidad para el más allá. Se oponía a esta perspectiva la utopía de la felicidad terrena, que las conquistas sociales traerían. Ernst Bloch, pensador marxista alemán, intentó dar sentido a este horizonte inmanente con el “principio esperanza”, configurándolo en el sentido más positivo y liberador. Pero esta perspectiva no convence desde el punto de vista existencial, porque mientras llega la realización de la utopía, los que pagan el precio de la lucha se quedan sin nada, ya que toda trascendencia queda liquidada.
Una “trascendencia horizontal” o social, en definitiva, resulta problemática e inútil desde el punto de vista de la persona.
Desde la perspectiva histórica, además, las sociedades del socialismo real y estatal, en su desarrollo sociopolítico negaron trágicamente esta visión. Basta pensar en los millones de muertos que dejaron ciertos regímenes en el proceso de construcción del socialismo.
Vuelvo a lo que dije antes: sin una esperanza trascendente, el hombre y la sociedad están peligrosamente desprovistos de un impulso esencial de amor, en el sentido fuerte y amplio de la palabra. Y esto acaba mermando el compromiso social por una vida y una sociedad mejores.
La cultura de la resurrección, por otro lado, es una cultura del amor que no termina en la nada, con una concepción de la encarnación humana que tiende a su realización en la visión cristiana de “muchos... un solo cuerpo” (1 Corintios 12, 12). Es una visión del destino futuro del hombre y del cosmos, que ya está anticipada en la Tierra y en la historia por las relaciones sociales impregnadas de comunión fraterna.
El cuerpo humano es el principio de la relación, tanto interpersonal como social. Una verdadera antropología de la corporeidad abre el espacio para una vida socialmente comprometida, precisamente porque la relación que parte de nuestro ser cuerpo tiende a construir un cuerpo social sano.
Una cultura de la resurrección se traduce en infinidad de gestos hacia los demás. Gestos llenos de respeto, compasión, solidaridad y fraternidad. Se convierte en un programa social orientado a construir estructuras en las que la vida humana pueda desarrollarse en pleno respeto de los principios de igualdad, justicia y libertad.
En resumen, la cultura de la resurrección es la única cultura a la altura del gran objetivo de toda sociedad: la salvaguardia de la dignidad humana.
La trascendencia no es un horizonte más allá de la historia, aunque la transforma. Como dice el pensador español Xavier Zubiri, Dios no es trascendente respecto al hombre sino trascendente en el hombre. La resurrección de Cristo ya es una realidad operativa en nuestras vidas. Cada mujer y cada hombre que ama pone en juego esa fuerza cósmica que lo impregna todo y mueve el universo hacia su transformación definitiva o, mejor, hacia su transfiguración.
La cultura de la resurrección es un imperativo ético, no solo religioso, en el drama existencial y social que vivimos en este tiempo de pandemia.
Es una cultura que puede ser compartida por creyentes y no creyentes, sobre la base de ese “principio esperanza” del que hablaba Ernst Bloch (que no era un inmanentista radical). Para unos la trascendencia tiene un rostro y una resolución personales; para otros esta resolución permanece suspendida. Para ambos es una búsqueda y una pregunta constante.
Ernst Bloch, el autor de El principio esperanza.