Confrontando un siglo de cambio global en el Panamá rural
Gloria Rudolf Traducción: Ana Matilde Ríos
ISBN 978-9962-8564-0-5 © 2023, Gloria Rudolf Obra publicada por: Fundación Ciudad del Saber Calle Luis Bonilla, edificio 104 Ciudad del Saber, Panamá República de Panamá ciudaddelsaber.org Todos los derechos reservados Título original: Esperanza Speaks. Confronting a Century of Global Change in Rural Panama. © 2021, University of Toronto Press Impreso en Colombia en febrero de 2023 Primera edición en español. 1,000 ejemplares Traducción: Ana Matilde Ríos Edición: Walo Araújo Diseño e ilustración de cubiertas: Meera Sachani Fotografías: Gloria Rudolf, Reid Frazier, Hans Buechler Mapas: University of Toronto Press (mapas 1 y 3), Mir Rodríguez (mapa 2). Maquetación, preprensa y servicios de impresión: Benny Porras Cossani | SABEN, S.A. (Panamá) Imprenta: Disonex Zona Franca S. A. S (Bogotá)
No se permite la reproducción total o parcial de este libro por ningún medio ni de cualquier forma, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright.
A los residentes de Loma Bonita, del pasado, del presente y del futuro A mi querida familia: mi hijo, Reid – siempre mi ancla – y Marijke, Anya y Ruby A mis padres Jack Rudolf, Ruth Abowitz y Marguerite Silverman
El mundo continuará y su rumbo no nos será ajeno. Lo estamos decidiendo nosotros cada día, nos demos cuenta o no.
– Gioconda Belli, El país bajo mi piel (2001)
Contenidos
Figuras
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Recuadros
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Agradecimientos
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Personas a quienes conocerás
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Miembros de la familia Ruiz xx
Introducciones 1 1. El istmo de Panamá: dos mundos diferentes (antes de la década de 1920) 30 2. Niñez: En el momento que abrí los ojos (décadas de 1920 y 1930) 37 3. Juventud: Siempre podía renunciar e irme a casa (décadas de 1940 y 1950) 57 4. Adultez: Una voz destinada a ser escuchada (décadas de 1960, 1970 y 1980) 76 5. Vejez: Puertas que se abren, puertas que se cierran (desde 1990 hasta 2019) 111 6. Las siguientes generaciones. ¿Quién regresa a casa? (2019) 142 Reflexiones finales 155
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Contenidos
Notas 173 Glosario 183 Bibliografía 185
Figuras
Mapas 1. Panamá: Puente de las Américas xxi 2. República de Panamá, provincia de Coclé xxii 3. Coclé, El Copé, Loma Bonita y Frailecito xxiii
Fotos I.1. I.2. I.3. I.4. 2.1. 2.2. 2.3. 3.1. 3.2. 3.3. 4.1.
Loma Bonita, casas muy dispersas, 2007 4 Casa de adobe con techo de tejas rojas, 1972 5 Esperanza y Andrés frente a su cocina, los setenta 14 Esperanza lavando la ropa en la quebrada, 1972 16 Cosechando maíz en el monte, 1993 42 Cortando leña para el fogón, 1979 44 Tina tejiendo un sobrero, 2015 51 Lavando granos de café en la quebrada antes del secado, 2011 62 Granos de café cosechados secándose en el suelo de los patios de la gente, década de 1980 63 Esperanza y Andrés, juntos 50 años más tarde, 2007 71 Primera reunión de católicos en Loma Bonita para elegir delegados de la palabra, 1979 100
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Figuras
5.1. 5.2. 5.3. 6.1. 6.2. R.1. R.2.
Proyecto de urbanización, ciudad de Panamá, construyendo una casa poco a poco, bloque por bloque, 1990 112 Ayudando a Natalia a bajar unas escaleras empinadas para ir de El Mirador a Loma Bonita, 2001 120 La casa de Esperanza y Andrés (arriba) y la casa de un turista residencial (abajo), 2007 129 Hijos de Esperanza y Andrés, 2016 144 Esperanza y muchos de sus hijos, nietos y bisnietos, 2017 151 Esperanza y Gloria, trabajando juntas, compartiendo vidas, 2017 161 Esperanza, 2015 171
Recuadros Perspectiva más amplia
2.1. 3.1. 3.2. 4.1. 4.2. 4.3. 4.4. 4.5. 4.6. 5.1. 5.2.
Diversas ascendencias en la población panameña 39 El cultivo comercial del café en Panamá, después de la Segunda Guerra Mundial 66 La migración rural - urbana en Panamá y Latinoamérica, después de la Segunda Guerra Mundial 68 El imperialismo estadounidense y la soberanía de Panamá, a principios de la década de 1960 79 Industrialización por sustitución de importaciones en Panamá y Latinoamérica, en la década de 1960 83 La desaparición de las reformas socioeconómicas de Torrijos, década de 1970 96 La iglesia católica y los delegados de la palabra, década de 1980 99 La década de 1980, la trampa de la deuda y las reformas neoliberales en Latinoamérica y Panamá 102 1989, la invasión de Estados Unidos contra Manuel Antonio Noriega y Panamá 110 La desigualdad, estilo civil - Los años noventa 115 1999 - Estados Unidos devuelve el Canal de Panamá 117
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Recuadros
5.3. 5.4. 6.1.
El turismo en Centroamérica y Panamá desde 2000 127 El turismo residencial y el acaparamiento de tierras en el Sur Global y América Latina 140 Panamá 2018 - Todavía dos mundos desiguales 152
Agradecimientos
Gracias, Esperanza, mi maestra, amiga y a veces madre, por su regalo de medio siglo de confianza y tiernos cuidados, tendido sobre el abismo de nuestras diferencias. Gracias, Andrés, siempre conmigo en espíritu, y Tony, Viviana, Lety, David y Sophia por acogerme con los brazos abiertos y con corazones compasivos a lo largo de los años. Si bien el presente libro ha estado mayormente enfocado en una familia de Loma Bonita, cada miembro de esta comunidad me ha recibido cálidamente una y otra vez, me ha enseñado sobre su vida y deseos, y ha hecho esta obra posible. Le estoy especialmente agradecida a Tina, Francisco y sus seis maravillosos hijos porque se atrevieron a darme una oportunidad hace 50 años, y mantener la puerta entreabierta desde entonces. La risa contagiosa de Tina y su canto melódico nunca están lejos de mí. Hago extensivo un especial reconocimiento también a Antonio Ortiz y Narciso Blanco por sacar tiempo en cada viaje de campo para compartir sus conocimientos y ser mis guías. A fin de proteger la identidad y a la vez reconocer la contribución – pasada y presente – de cada uno en Loma Bonita, solo hago una lista de sus apellidos: Aguirre, Arcia, Arrocha, Camacho, Castillo, Coronado, Fernández, Franco, García, Gómez, González, Guevara, Herrera, Márquez, Martínez, Mora, Morales, Navarro, Ortega, Pérez, Quirós, Rodríguez, Sánchez, Santana, Tenorio y Valdez. No hubiera podido llevar a cabo mi investigación en Panamá todos estos años sin las enormes contribuciones de mi colega y hermana -
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Agradecimientos
amiga Marcela Camargo Ríos. Como exdirectora del Instituto Nacional de Patrimonio Histórico y profesora de Historia en la Universidad de Panamá, Marcela me ayudó a abrirme paso por las autoridades y la vida académica y me invitó a compartir mi investigación en salas de museos y universidades. Dando más allá de la ayuda profesional, Marcela me ha honrado con mi propia habitación en su encantadora casa llena de plantas, donde la mejor parte es que puedo pasar el tiempo con su talentosa y amorosa familia, que incluye a su hija Juana Carlota Cooke Camargo, su yerno Florencio Díaz Pinzón y su nieto Adrián Despaigne Cooke. De igual importancia para mi trabajo y bienestar en Panamá ha sido la familia de Marcela en Penonomé que por cinco décadas me ha adoptado como familia. Quiero agradecer primero a los que se han marchado: abuela Cornelia Cisneros López, padre Réne Camargo Cisneros y, querida madre, Carlota Ríos Sagel. Hoy en día la hermana de Marcela, Cornelia Camargo Ríos, continúa la tradición de invitarme a su casa – con un abrazo, una comida, una cama, conversación afectuosa y asistencia para encontrar cualquier cosa o persona en Penonomé. La amistad con muchos colegas en la capital ha sido mi gran fortuna. Mariela Arce y – hasta su desgarrador deceso – Raúl Leis han desempeñado un importante papel en mi educación política e intelectual sobre Panamá, sin mencionar los inolvidables ratos de diversión que pasamos juntos en su casa en la mágica isla de Taboga. Una y otra vez he sido la beneficiaria de la curiosidad intelectual, agudeza política y corazón indefectiblemente empático de Francisco Herrera. Otros que han mantenido un interés en mi investigación todos estos años y mi ánimo a flote, siempre que fuese posible con cervezas panameñas, incluyen: Guillermina De Gracia, Ariel Espino, Carlos Gómez, Beth King, Carlos Guevara - Mann, Eyra Harbar, Luz Graciela Joly, Gisela Lanzas, Belsi Medina, Aixa Quirós, Beatriz Rovira, Alina Torrero, Aimée Urrutia y Jorge Ventocilla. Este libro le debe su todo a dos de mis colegas y entrañables amigos, Hans Buechler y Richard Scaglion. Ambos han leído los innumerables borradores de cada capítulo y ofrecido críticas honestas pero escritas con amabilidad, a la vez que me recordaban que era un proyecto que valía la pena hacer. Hans es un poderoso oyente, un hombre que fácilmente queda absorto en la historia de vida de alguien. Allí se encuentra el análisis antropológico, pero es la humanidad de cada
Agradecimientos
persona lo que realmente le atrae, y eso me fue útil mientras me esforzaba por dejar escrita la vida de Esperanza. «Estás avanzando», me decía, aun cuando no era así, teniendo en mente mi humanidad también. Richard («Rich») es un educador en todo sentido, uno de los pocos antropólogos de mi generación que nunca se cansó de enseñar «Introducción a la Antropología». Esto se debe a que todavía se acuerda – y todavía siente – la emoción de aprender acerca de los «otros» de la antropología, personas cuyas formas de vida habían sido desconocidas, malinterpretadas o ni siquiera imaginadas. Fue Rich, una y otra vez, quien me recordó que mantuviera el enfoque centrado en los «otros» de Loma Bonita en vez de en mí misma. Extiendo mi profundo agradecimiento también a otros colegas amigos y a mi hijo, cuya ayuda hizo de este un libro mucho mejor. Carol Hendrickson, Monica Frölander-Ulf y Reid R. Frazier hicieron comentarios sobre un borrador completo del libro. Carlos Guevara Mann revisó un capítulo, y Tony Ranere y Richard Cooke leyeron la sección relativa a la arqueología de Panamá y me ayudaron con la bibliografía. David Brumble compartió conocimientos y libros sobre los relatos de los indígenas de Norteamérica. Mariuxi Cordero y Evan Templeton calmadamente contestaron mis desesperadas llamadas de ayuda con los mapas y diagramas de parentesco, y me ayudaron a superar las rebeliones de la computadora. También deseo hacer un reconocimiento a otros amigos que me han acompañado en distintas etapas del camino de este libro: Laurel Bossen, Judie Donaldson, Stephanie Flom, James T.G. Frazier, Beth Goode, Marijke Hecht, Todd Jailer, M. Barbara Leons, Jeff Lesak, Bill Mitchell, Rachel O’Brien, Peter Oresick, Barbara Paull, Joseph Plummer, Cathy Rafael, Joan Ranere, Tony Ranere, Steven Rudolf, Myrna Silverman, Stephanie Studenski, Merrily Swoboda, Cynthia Vanda, Diana Wahle, John Warren y Mark Weakland. Desde la publicación de este libro en inglés a principios de 2021, mi misión más ardiente ha sido encontrar la manera de compartir una edición en español con la gente de Loma Bonita y de Panamá. Estaré eternamente agradecida a Eduardo (Walo) Araújo y Dagmar Álvarez por encender la chispa que ha hecho posible este sueño. Recayó en Walo, en su posición como Líder de Proyectos Estratégicos de la Fundación Ciudad del Saber, hacer avanzar el proceso, un desafío que enfrentó con asombrosa persistencia, habilidad y creatividad, ya fuera
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Agradecimientos
para encontrar financiamiento y personas talentosas para avanzar en el proyecto, o para asumir tareas más mundanas, como editar todo el manuscrito. Igualmente importante para mí ha sido su espíritu indefectiblemente optimista y colaborador que nos ha ayudado a superar los inevitables altibajos de la esperanza y la decepción. En última instancia, todo el trabajo de Walo ha dado sus frutos gracias al apoyo total para este proyecto de Jorge Arosemena, Presidente Ejecutivo de la Fundación Ciudad del Saber e Irene Perurena, Vicepresidenta Ejecutiva. Les agradezco a ambos de todo corazón. Asimismo, estoy en deuda con Marixa Lasso, Directora Ejecutiva del Centro de Investigaciones Históricas, Antropológicas y Culturales AIP - Panamá (CIHAC), y con Harry Brown, Director del Centro Internacional de Estudios Políticos y Sociales AIP - Panamá (CIEPS), por su disposición a dar su tiempo y conocimientos con poca antelación para dirigir un conversatorio público sobre el libro en Ciudad del Saber en 2022. Otros que han hecho generosas contribuciones a la publicación de esta edición en español son Víctor Sánchez y M. Barbara Leons, por su apoyo financiero, y Belsi Medina y Florencio Díaz, por su gran esfuerzo para ayudar a encontrar una editorial. Y no olvido agradecer a Ana Matilde Ríos, oriunda de Penonomé, quien sobrevivió a mis exigencias y caprichos durante casi dos años y realizó una excelente traducción. También quiero reconocer la importancia crucial de algunos financiadores para mi investigación a lo largo de los años, especialmente: el Programa Fulbright [Fulbright Senior Scholar (1999–2000), Fulbright Senior Specialist (2005)], el Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (CLACSO) y el Centro de Estudios Latinoamericanos «Justo Arosemena» (CELA) de Panamá (2010), y la Oficina Cultural de la Embajada de los Estados Unidos en Panamá (2007 y 2010). Para terminar, tengo una deuda eterna con tres ángeles guardianes que permanecieron cerca pasara lo que pasara: mi hermana Debbie Manheim, con sus llamadas semanales, «¿cómo te va?», mi hermana - amiga Karen Miyares, quien frecuentemente mandaba mensajes optimistas, y mi hermana - amiga Jan Carlino, compañera jardinera, que me dijo al principio: «Recuerda, estás jardineando un libro».
Personas a quienes conocerás
Andrés, esposo de Esperanza. Él y Esperanza han vivido en un terreno que él heredó de su madre en Loma Bonita. Agricultor toda su vida, tuvo cinco hijos con Esperanza. Belsi, esposa del tío Dionisio de Esperanza. Tuvieron 13 hijos. Benita, abuela de Esperanza. De niña, Esperanza la quiso y en ocasiones realizó labores agrícolas para ella. Benita está casada con Natividad. Bianca, Felipa y María, primas hermanas de Esperanza e íntimas amigas desde la niñez que la ayudaron a menudo con el trabajo en la ciudad y en su vida. Son hijas de Marta y Manuel. Cristo, funcionario político del área (regidor) en Loma Bonita en la década de 1970. Se postuló como candidato para representante municipal y obtuvo el apoyo de Esperanza y Andrés. David, hijo de Esperanza. Se recibió como sacerdote católico luego de 16 años de sacrificio y mucho apoyo material y emocional de sus padres y hermanos. Diana, hija de una de las tías de Esperanza. De niña, una maestra se la llevó a la ciudad de Panamá y allá se educó y se casó. Ayudaba a menudo a Esperanza con el trabajo en la ciudad y su vida. Dionisio, tío de Esperanza. Agricultor y ganadero toda su vida, Dionisio y la madre de Esperanza, Natalia, se disputaron el control de la tierra de su padre después de su defunción. Tuvo 13 hijos con su esposa Belsi.
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Personas a quienes conocerás
Esperanza, una de las primeras mujeres en Loma Bonita en migrar a la ciudad para laborar por periodos temporales como trabajadora doméstica interna. Tuvo cinco hijos con su esposo Andrés. Francisco, anfitrión en la casa donde he vivido cuando he estado en Loma Bonita durante los últimos 50 años. La casa está construida sobre tierra heredada de su padre. Aprendió solo a construir casas de bloques de cemento y a hacer trabajos de carpintería, prefiriendo esto a la agricultura. Tuvo seis hijos con su esposa Tina. Janeth, nieta de Esperanza, hija de Viviana. Se esforzó como madre soltera para asistir a la universidad con la ayuda de su madre y hermanos. José, esposo de Sophia, hija de Esperanza. Trabajador de la construcción, ayudó a hacer la casa de bloques de cemento de Esperanza y Andrés en Loma Bonita. Tiene cuatro hijos con Sophia. Lety, hija de Esperanza. Se fue a los 13 años a trabajar como doméstica en un área urbana. Luego de muchos esfuerzos en la ciudad de Panamá, se graduó de la escuela de costura y después trabajó en una pequeña fábrica de ropa y también de forma independiente en su casa. Más tarde, comenzó un negocio de alimentos con su esposo en un pueblo en las tierras bajas. Tiene dos hijos. Manuel, padre biológico de Esperanza, casado con Marta, tía de Esperanza. Cuando Esperanza nació, Manuel regaló a Natalia, la madre de Esperanza, y a Teodoro, su esposo, una parcela de tierra en Loma Bonita para que la ocuparan y cultivaran alimentos. Tuvo 10 hijos con Marta. Marcela, prima hermana de Esperanza. Cuando Marcela tuvo problemas con el hombre con quien estaba viviendo en la ciudad, Esperanza la ayudó a regresar a Loma Bonita. Marta, tía de Esperanza. Su casa en Loma Bonita quedaba cerca de la vivienda donde Esperanza creció y hubo un constante intercambio de recursos y trabajo entre las dos familias. Tuvo 10 hijos con su esposo Manuel. Narciso, sobrino de Andrés en Loma Bonita, quien siempre los ha ayudado con su trabajo y compañía. Natalia, mamá de Esperanza. Esperanza fue su primogénita y vivió con su madre por unos cuantos años después de casarse. Natividad, nieto de Reina Ruiz y abuelo de Esperanza. Fue ganadero y agricultor en Loma Bonita y uno de los primeros en cultivar café para vender en el mercado. Esperanza nació en su casa. Está casado con Benita.
Personas a quienes conocerás
Nella, vecina en Loma Bonita quien fue contratada para cuidar a Esperanza y Andrés. Noris, nuera de Esperanza, madre de cinco hijos. Tuvo su propio pequeño negocio de venta de comida en la ciudad de Panamá por años y a veces pagaba a sus cuñadas para que trabajaran con ella. Reina Ruiz, pobladora original de Loma Bonita en las décadas de 1830 o 1840. Sophia, última hija de Esperanza. Sophia partió para Panamá a los 15 años para laborar como trabajadora doméstica y más tarde se mudó a Colón con su esposo, pero ha regresado a Loma Bonita a menudo para cuidar a sus ancianos padres. Tiene cuatro hijos con su esposo José. Teodoro, padrastro de Esperanza. Tina, anfitriona en la casa donde he vivido cuando he estado en Loma Bonita durante los últimos 50 años. Cuando era una joven adolescente, la enviaron a trabajar como empleada doméstica en la ciudad de Panamá y continuó yendo y viniendo la mayor parte de su vida. Ella y Esperanza viven cerca la una de la otra y son buenas amigas que intercambian comida, compañía y apoyo. Tuvo seis hijos con su esposo Francisco. Tony, el mayor de los hijos de Esperanza. Se marchó para la ciudad a los 18 años y se quedó como trabajador de la construcción. Tiene cinco hijos con su esposa Noris. Viviana, la mayor de las hijas de Esperanza. Se fue a los 13 años para laborar como trabajadora doméstica en un área urbana y se quedó en la ciudad de Panamá. Sin embargo, ha regresado a menudo a Loma Bonita para cuidar a sus ancianos padres. Tiene cuatro hijos: Isabel, Sebastián, Alexander y Janeth.
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Miembros de la familia Ruiz
Mapa 1. Panamá, Puente de las Américas
Mapa 2. República de Panamá, provincia de Coclé
Mapa 3. Coclé, El Copé, Loma Bonita y Frailecito
Introducciones
MI LLEGADA A LOMA BONITA, ENERO DE 1972* La puerta del microbús blanco se cerró de un trancazo detrás de mí. ¡Tan! El busero lanza mis tres grandes bolsas de lona desde el techo del vehículo al camino de tierra, y luego salta para entregarme mis dos garrafones de cinco galones de agua. Aquí estoy, con gran parte de mis provisiones del año a mis pies, parada al borde de la calle principal de El Copé, una comunidad muy pequeña en las montañas de la provincia de Coclé en el centro de Panamá (ver Mapas 1, 2 y 3). En vista de que aquí termina la carretera de pavimento, el microbús da la vuelta para empezar el viaje de retorno, bajando por la inclinada carretera que ha sido recientemente pavimentada. No hay otro carro a la vista. A medida que el sonido del motor se pierde en la distancia, siento como si la conexión con todo lo que conozco se cortara. Para calmarme los nervios hago lo que solía hacer en esos días: de la bolsa de lona verde oscuro que colgaba de mi hombro, buscar un cigarrillo, encenderlo e inhalar larga y profundamente.
*
A fin de proteger las identidades de las personas, he cambiado algunos detalles y todos los nombres salvo los apellidos mencionados en los Agradecimientos del presente libro y los de figuras públicas históricas y contemporáneas. Los miembros de la familia de Esperanza y la mayoría de los miembros de la comunidad citados en más de una escena (y todavía con vida en 2019), escogieron sus propios seudónimos. No hubo cambios en los topónimos.
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Esperanza habla
Es entonces que me doy cuenta de que no estoy realmente sola. A la orilla del camino de tierra de tres cuadras, que es la calle principal de El Copé, cuento alrededor de 20 casitas de quincha o de bloques de cemento, una iglesia, un cuartel de policía y una abarrotería llamada La Victoria. Un grupito de hombres con sombreros de paja está afuera de la tienda, y cada uno de ellos me está mirando fijamente. Me siento incómodamente conspicua en mi piel blanca, cabellera rubia, jeans y camiseta sin mangas, y hago un esfuerzo para sonreír y saludar. «Buenos días», grito totalmente apenada de escuchar mi acento gringo resonar por toda la tranquila calle. Son las 8:50 a.m. según el pequeño despertador que saco de mi bolsa verde. Faltan 10 minutos más para que el señor Ricardo Ortiz llegue para buscarme con dos caballos – uno para mis bolsas y otro para mí. Así es como voy a subir la montaña hasta mi lugar de destino – Loma Bonita, una comunidad aún más pequeña. Montar un caballo o subir a pie, estas son las únicas formas de llegar allá durante los ocho meses de la estación lluviosa, que acaba de terminar. El arreglo se hizo con el señor el sábado pasado, 8 de enero, cuando visité Loma Bonita por primera vez. Estuve acompañada en ese momento por un estudiante de la Universidad de Panamá llamado Julián que estaba muy interesado en mi trabajo y podía ayudarme con mi escaso español. ¡Qué día memorable había sido para mí! Tras cinco largos años de estudiar Antropología y planear mi investigación para el doctorado, al igual que cinco semanas aquí en Panamá en búsqueda del lugar apropiado para llevarla a cabo, había finalmente arribado a Loma Bonita y rápidamente sentí que este podría funcionar. Primero estaba la simpatía aparente de la gente. A lo largo de una subida de tres horas a pie de El Copé a Loma Bonita, Julián y yo habíamos pasado un constante flujo de hombres y mujeres descalzos que bajaban la montaña con pesados sacos de café a cuestas. No obstante sus bultos, casi todos* se tomaron el tiempo para contestar nuestro saludo. El que tanto mujeres como hombres estuvieran realizando la dura labor física de llevar el café al mercado de El Copé fue algo más que me atrajo, dado mi interés en estudiar los roles de género. *
He tratado de utilizar un lenguaje inclusivo de género en la medida posible, pero para facilitar la lectura debo utilizar a menudo las terminaciones estándares masculinas.
Introducciones
Y, luego, estaba la belleza del área. Cierto, se me había hecho difícil darme cuenta durante la primera ardua subida por la montaña bajo una temperatura de 32°C. Por ser una fumadora sin la costumbre de hacer ejercicios que nunca había subido una montaña, había mantenido los ojos fijos en el suelo durante todo el viaje para no tropezar con piedras o culebras, o caerme mientras saltaba de roca en roca a través de las quebradas. De hecho, había tenido que luchar para levantar la mirada, sonreír y saludar a toda persona que nos pasaba por delante. Pero cuando llegamos a la primera casa en Loma Bonita – una pequeña vivienda con paredes de quincha y techo de tejas rojas – tuve un momento para relajarme y darme cuenta del paisaje a mi alrededor. Una mujer descalza estaba parada afuera, vestida con una falda y camisa manchada, un sombrero de paja bastante deshilachado. «Buenas tardes», dijo, su voz tan tenue que tuve que esforzarme para escucharla. Ella sonrió y extendió la mano levemente. Fui a estrecharla, pero la deslizó rápidamente. Julián y yo nos sonreímos con ella y nos invitó a su patio para que descansáramos un rato. Exhaustos, empapados de sudor y sedientos debido al largo ascenso, entusiastamente aceptamos la invitación y la taza de café que nos brindó. Admito que sentí una leve inquietud por lo que la taza podía incluir, pero la señora Blanca sirvió un delicioso brebaje humeante de café negro tostado, endulzado con abundante miel de caña. Sentada ahí en su banco bajo de madera mientras tomaba ese celestial café, me enfoqué por fin en el panorama delante de mí. Mis ojos alcanzaban a ver los picos escarpados de las montañas y verticales laderas y valles boscosos contra un cielo celeste del color de las nomeolvides. En amplia dispersión aquí y allá, el techo de una casa se asoma por encima del enramado. Subiendo, bajando y bordeando estas pendientes pronunciadas continuaba el sinuoso camino de tierra arcillosa que habíamos tomado desde El Copé. Esta asombrosa escena cerró el trato para mí. Sí, decidí con gran alivio, quiero hacer mi investigación aquí. Ya había recibido el permiso para hacer mi estudio de parte de la institución gubernamental adecuada en la ciudad de Panamá, pero para quedarme en Loma Bonita también necesitaba la bendición del funcionario político local llamado el regidor. Le pregunté a la señora Blanca adónde vivía el regidor. «No se preocupe – me dijo – el señor Cristo
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Esperanza habla
Foto I.1 Loma Bonita, casas muy dispersas, 2007.
Soto vive cerca de aquí, y mi hija Ramona la puede llevar allá». Cuando la llamaron, Ramona, de 12 años, salió de la casa, descalza y dispuesta a ser nuestra guía. Sin embargo, la idea de «cerca» de la señora Blanca no coincidió con la mía. Por casi una hora, lentamente bajamos, bajamos, bajamos a un valle en el mismo camino de tierra, y en ocasiones tuvimos que maniobrar por encima o alrededor de peñascos. Dolorosas ampollas me salieron en los dedos de los pies por la fricción contra mis apretadas zapatillas. Durante la mayor parte del viaje, no vimos casas, aunque a veces podíamos escuchar el ladrido de perros o el cacareo de gallinas. Por fin, viramos hacia un sendero de tierra, con rocas y peñascos a los lados, que llevaba a una densa arboleda de cafetos y naranjos. La primera casa que noté al borde del sendero tenía las consabidas paredes de quincha y techo de tejas rojas, pero no había nadie a la vista. Unos pocos minutos después, en un claro cerca a una pequeña quebrada, vimos una casa pintoresca de dos cuartos, ubicada en el medio de una profusión de árboles y arbustos – cafetos, naranjos, matas de guineo, papayos, palos de mangos, cocoteros y veraneras de un rojo brillante. Era la única casa de bloques de cemento que había visto hasta ahora aquí, con una pared parcialmente pintada de color turquesa. Las gallinas andaban dando vueltas, pero no vi a nadie. «Ya casi estamos llegando»,
Introducciones
dijo Ramona, consciente que mi energía se estaba acabando. Justo antes de llegar a la casa del señor Cristo, pasamos otro claro en los cafetos donde un hombre y una mujer y tres niños, estaban construyendo una casa de madera, tierra y paja. Ramona saludó con un grito y la mujer vino dando saltos hacia nosotros. Era bastante gruesa y vestía un traje verde brillante. Se movía más rápidamente de lo que me hubiera imaginado con tanto peso. «¿Adónde van?» preguntó, mirándome directamente a los ojos como nadie aquí lo había hecho antes. Parecía ser de mediana edad, y era una cabeza por debajo de mi propio 1.57 metros. Debajo de su rasgado sombrero de paja, dos trenzas negras casi llegaban a la cintura. «Vamos a hablar con el señor Cristo Soto, el regidor», le contesté. «Bienvenida a Loma Bonita. Me llamo Esperanza Ruiz», dijo con una sonrisa tan amplia que pude ver que no tenía los dientes frontales. «Gracias. Me llamo Gloria, este es Julián, un amigo mío. Mucho gusto de conocerle», le respondí también con una sonrisa. A los pocos minutos de despedirnos de la señora Esperanza, llegamos a la casa del regidor. Hubo un momento de terror por el gruñido de dos perros que corrieron hacia nosotros, pero el señor Cristo salió de la casa a tiempo para impedir una matanza. Al igual que toda la gente que había conocido hasta el momento, él no era mucho más alto que
Foto I.2 Casa de adobe con techo de tejas rojas, 1972.
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Esperanza habla
yo; estaba descalzo y llevaba un sombrero de paja muy usado. Lo que me llamó la atención inmediatamente fue su rostro ultra serio, con ojos azabaches en contraste con una piel trigueña. Nos saludamos y presentamos, una tarea en la cual Julián sobresalía, y entonces le conté al señor Cristo acerca de mi misión. «Soy una estudiante universitaria de Estados Unidos y me gustaría venir a vivir aquí por alrededor de un año para conocer la vida en Loma Bonita». La apariencia seria de su rostro se tornó incrédula. Después de todo, más tarde aprendería, pocas personas de las tierras bajas suben a Loma Bonita aunque sea brevemente y menos para una estadía de un año. Mujeres, no. Una mujer blanca de otro país, nunca. El señor Cristo titubeó, y Julián vino al rescate. «Tiene los permisos de la oficina gubernamental que patrocina estudios como este en Panamá», dijo. Eso bastó. A partir de entonces, el señor Cristo no pudo ser más complaciente. «OK, decidió, usted puede vivir en la casa de los maestros en la escuela». Ya me esperaba esta sugerencia, pero quería más bien alojarme con una familia a fin de tener una mejor oportunidad de llegar a ser parte de la comunidad. Así que intenté negociar. «Puesto que estoy sola, con mi familia lejos, señor Cristo, espero poder vivir con una familia». Luego de un momento de cavilación, respondió. «Bueno, podría estar cómoda viviendo con la familia de Dionisio Ruiz». Ya había hecho mis averiguaciones antes de venir a Loma Bonita, y me había enterado que Dionisio Ruiz era el más «rico» en esta comunidad. Sabía que no quería vivir ahí tampoco, dado que eso podría limitar mis relaciones con la otra gente. Súbitamente visiones de la casa pintoresca a poca distancia me daban vueltas en la cabeza. Le dije, «Señor Cristo, justo antes de llegar a su casa pasamos una casa de bloques que parecía cómoda. ¿Me podría quedar con esa familia?». Sin demora, el señor Cristo mandó a una muchacha a traer al hombre de la familia, y cinco minutos más tarde Francisco Soto nos acompañó. El señor Cristo le dijo a Francisco, «esta señora es una estudiante universitaria de Estados Unidos que quiere conocer de cerca la vida aquí en Loma Bonita, y vivir con su familia. ¿Le parece bien?». Conmigo ahí parada, qué podría decir el pobre Francisco Soto. Le agradecí profusamente y dije que estaría de regreso con mis pertenencias en una semana. El señor Cristo prometió que un hombre de nombre Ricardo Ortiz me recogería en El Copé con dos caballos a las 9 a.m. el siguiente domingo, 16 de enero.
Introducciones
¡Eso es hoy, 16 de enero! Ya son las 9:10 de la mañana, pero el señor Ricardo no ha aparecido. ¿Se habrá olvidado? Estoy parada a la orilla de la calle principal de El Copé, exactamente en el mismo lugar donde el microbús me había dejado. Con tantas bolsas pesadas a mis pies, no puedo ir a ninguna parte. No hay a donde sentarse, así que me muevo de un pie a otro, y prendo cigarrillo tras cigarrillo. Cerca de una docena de personas adultas y algunos niños se han congregado en la calle no muy lejos de mí, con la mirada fija y sin hablar. Periódicamente sonrío y digo hola, una risita o un saludo a veces recibe contestación. No obstante, nadie se ha atrevido a pasar y hablarme. Además de sentirme sola y conspicua, el poderoso sol panameño ya está que arde, y estoy sudando profusamente bajo mis pesados jeans. Y cuando hay sudor en Panamá, los mosquitos zumban. Van directo hacia mis brazos, cuello y tobillos descubiertos. Son las 9:30 a.m. y todavía nada del señor Ricardo. Luego, las 10 a.m. Justo en el momento en que la desesperación entra en escena, también lo hace el señor Cristo Soto, el regidor de Loma Bonita. Ver a este hombre produce que involuntarias lágrimas de alivio bajen por mis mejillas. «Buenos días», nos saludamos. Él explica que el señor Ricardo había ido a una fiesta patronal en las tierras bajas ayer y no había podido conseguir transporte de regreso a El Copé para encontrarse conmigo esta mañana. En su lugar, él, Cristo había venido a ayudar, pero, desafortunadamente, sin un caballo. Sugiere que deje mis bolsas con una familia del lugar y suba con él a pie hasta Loma Bonita, con la promesa de que mandaría un caballo para buscar mis cosas. Se me aprieta el pecho de la ansiedad. ¿Cómo puedo dejar todas las posesiones materiales que necesitaré en mi nueva vida a una suerte totalmente incierta? Sin embargo, la única alternativa es dar la vuelta y regresar a casa, lo cual no es realmente una opción. De manera que renuncio a la necesidad de controlar mis cosas y mi destino por el momento. «Vamos, señor Cristo», digo. Después de dejar mis bolsas, caminamos más o menos tres cuadras hacia el camino muy escarpado de tierra arcillosa que sube sinuosamente hasta Loma Bonita y más allá. Le digo al señor Cristo lo apenada que estoy por mi falta de habilidades para ir loma arriba, y cuánta dificultad tuve la semana pasada para llegar allá a pie. Me dice
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que no me preocupe. «Caminaremos despacio». ¡Ja! Se me hace difícil mantener su «lento» paso a pesar de que con sus casi 60 años me lleva tres décadas. Tenemos que detenernos dos veces en la primera media hora para que pueda recuperar el aliento. Pero entonces, como magia, se aparece. Es el hijo adolescente del señor Ricardo, Carlos, que se encuentra con nosotros mientras bajaba la montaña hacia El Copé para rescatarme. ¡Y Carlos tiene un caballo! Carlos y el señor Cristo sostienen al caballito marrón mientras yo gustosamente me trepo en una silla de montar sumamente incómoda. Decido no mencionar que nunca en la vida he montado a caballo. Aun así, no tengo mucho miedo porque uno de ellos lleva las riendas y guía el caballo todo el tiempo. Puedo relajarme y prestar atención al paisaje, sonido y ritmos a mi alrededor. Un mundo tranquilo nos rodea. Además de nuestras voces y pisadas, solo está el taca, taca, taca del caballo, una miríada de cantos de pájaros desconocidos, el burbujeo del agua en la quebrada, el esporádico canto de un gallo a la distancia o el golpe de un machete contra un árbol. Subimos, subimos por el camino de tierra bordeado por árboles altos, arbustos bajos y flores silvestres moradas y entrelazado aquí y allá por pequeñas quebradas. En dos ocasiones nos salimos del camino principal para tomar un atajo por encima en vez de alrededor de la colina, y veo ganado escuálido con costillas protuberantes pastando libremente. El señor Cristo aprieta el freno de mi caballo y explica que en ocasiones el ganado ataca a la gente que se interpone en su camino. Son tan empinados estos atajos que estoy segura de que mi caballo y yo estamos casi paralelos al suelo. Mis muslos y trasero están pagando el precio. Subimos directamente por cerca de una hora hasta que llegamos a una cumbre. «Esta es Loma Bonita», el señor Cristo anuncia mientras señala su entorno. Ante mí una vez más se extiende el panorama que la semana pasada me dejó atónita. En esta ocasión me percato de cuán maravillosamente verde es el paisaje debido a las lluvias tropicales que caen en esta parte de Panamá entre abril y diciembre. Les digo a Cristo y Carlos que ahora puedo entender por qué alguien llamó a este lugar Loma Bonita. Desde la cumbre, comenzamos el descenso de casi una hora a la parte de Loma Bonita en donde viviré durante el año siguiente. Pronto cruzamos una quebrada que pasa por la pintoresca casita que será mi
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hogar. Dos perros flacos corren hacia nosotros, ladrando ferozmente, pero el hombre y la mujer parados en el patio de adelante los llaman a que regresen. Francisco Soto, Tina Peña y sus cuatro hijos, todos menores de 10 años, nos están esperando. Todos están descalzos y portan un sombrero de paja. Desmontar del caballo no fue nada fácil considerando mis magulladas partes inferiores, pero me las arreglo. Los tres nos acercamos a la familia y las presentaciones comienzan. Me encanta ser la persona más alta en mi nueva familia. Cuando me acerco para darle a Tina un entusiasta apretón de manos, ella desliza su mano rápidamente luego de tocar la mía levemente, justo como lo había hecho la señora Blanca la semana pasada. Hago una anotación mental que el apretón de mano de mujer a mujer es diferente aquí. Los niños, como en El Copé, están parados en silencio y con la mirada fija en mí. Francisco, que cojea un poco al caminar, casi no hace contacto visual o conversa conmigo y pronto se escabulle. A Tina le toca el socializar. Es una mujer conversona, con un tono de voz alto y una risita que me parece nerviosa. Me entero de que tiene cerca de 35 años y nació y se crio en una comunidad más arriba en la montaña a unas cuantas horas de Loma Bonita. Es hermosa: ojos de un color castaño claro poco común y cabello ondulado, piel canela, y la primera adulta que he conocido hasta ahora a quien no le faltan sus dos dientes frontales. Su vestido de algodón rosado parece más «moderno» y menos desteñido que otros que he visto en este mundo rural. En el momento en que encuentro una oportunidad, la llamo a un lado para preguntarle adónde puedo orinar. Me lleva a la parte trasera de la casa y me señala una arboleda de cafetos aproximadamente a 45 metros. Me dirijo hacia allá en búsqueda de un lugar que no tenga casas de arrieras, culebras o escorpiones, y descubro que también tengo que estar ahuyentando cuatro perros flacuchentos que me han acompañado y ahora aguardan de cerca como buitres. De regreso al patio, acompaño al señor Cristo y a Carlos sentados en unas banquetas. Francisco, Tina y los niños han desaparecido dentro de la casa. Un par de vecinas pasan y se detienen para saludar. La atmósfera alrededor de la conversación va de incómoda a dolorosa. Sonrío, escucho, hago preguntas acerca de sus vidas en mi titubeante español y contesto sus preguntas acerca de la mía. ¿Cuánto tiempo toma llegar a Estados Unidos? [Todo un día.] ¿Adónde vive? [Pittsburgh, Pennsylvania en el noroeste del país.] ¿Cuántos años tiene? [30.] ¿Tiene
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hijos? [No.] ¿Es casada? [Sí, mi esposo está trabajando en Pittsburgh.] ¿Cuántos años llevan de casados? [8 años]. Tina sale de la casa y cuando estamos solas por un momento, aprovecha la privacidad, se me acerca y susurra, «¿Cómo puede estar casada por tanto tiempo sin haber tenido ningún hijo?». Me arriesgo y le explico acerca de mi diafragma y su lubricante. Ella nunca ha oído semejante cosa, dice, casi muerta de risa con lo del «lubricante». Por el resto de este largo, largo día estoy anclada a la banqueta en el patio. En realidad, me siento más alicaída que nunca. Mis muslos y trasero me duelen por el viaje a caballo. También me siento acalorada, sudorosa, cansada, hambrienta, sedienta y asustada, y tengo un incesante dolor de cabeza por la tensión de entender y hablar español. Quizá la parte más dura es que tengo que estar sonriendo, hablando de cosas triviales, aparentando jovialidad, emoción, entusiasmo y vigor con todo el mundo que aparece. Por fin, a las 5 p.m. Tina me lleva al patio trasero de la casa en donde ella ha puesto una mesita de madera y una silla bajo un árbol. Estoy sentada totalmente sola, y ella me sirve un sabroso plato de arroz, frijoles con un huevo frito y plátano, seguido de una deliciosa taza de café, igual al que me brindó la señora Blanca la semana pasada. Después de la cena, Tina me muestra mi cuarto. Una pared de quincha de tres metros que no llega hasta el techo separa las dos piezas de esta casa. Ella y Francisco duermen en uno de los cuartos; un tabique de quincha no tan alto de dos metros divide el otro cuarto. A los cuatro niños les toca dormir en una cama en la mitad del cuarto y a mí en la otra mitad. Por el momento, mi mitad está vacía excepto por una escoba hecha a mano que Tina ha dejado para que barra el piso de tierra. No es sino hasta las 7 p.m. que el señor Cristo y el señor Ricardo llegan con el caballo que carga mis bolsas y agua. Poco después la esposa del señor Cristo se aparece para obsequiarme unas mandarinas. Desaparece rápidamente en la cocina, un rancho en el patio trasero de la casa donde Tina y los niños están congregados. Me quedo sola con los hombres en frente, y la conversación torna hacia la política. «Está invitada a una reunión en la escuela el martes», me dice el señor Cristo. «Estaremos planeando un baile para recaudar fondos para la escuela. Es entonces que la puedo presentar a la comunidad». Acepto la invitación, pero desde ya estoy nerviosa en cuanto a lo que voy a decir. Más preocupante aún es la segunda invitación del señor Cristo.
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«El sargento Vito Delgado de la Guardia Nacional sabe que está aquí y quiere conocerla». «Con mucho gusto», miento. Sé que hace unos pocos años los militares de Panamá, la Guardia Nacional, derrocaron el gobierno civil del país y enviaron a uniformados al interior a vivir y ostensiblemente mejorar las vidas de la gente del campo. De hecho, mi investigación busca entender el impacto de esta presencia militar en las condiciones sociales y económicas de las mujeres y hombres de Loma Bonita (Capítulo 4). Pero sinceramente el espectro de policías armados por todas partes me asusta en lo personal, y estoy segura de que políticamente complicará mis relaciones en estas montañas. Son las 8 p.m. y está oscuro cuando por fin estos vecinos se levantan y se van. Tina corre para hablarle al oído al señor Cristo y pedirle que me traiga un escritorio de la escuela. «Sí» – dice – «y trátela bien, sobrina». Ah, hago una anotación mental, son familiares. Francisco desaparece por alguna parte en la sombra. Tina agarra su lámpara de kerosene y se va para acostar a sus cuatro hijos; la escucho enseñándoles una oración católica. Estoy sola por primera vez desde mi arribo a El Copé. El aire de la noche está fresco, pero no frío. Las estrellas y la media luna se sienten lo suficientemente cerca como para tocarlas. Saco mi linterna de mi bolsa de lona y camino hacia los cafetos para orinar. ¡Oh, no! La batería se muere, y no hay luz en este mundo sin electricidad para buscar las baterías en mis bolsas. El árbol más cercano debe ser suficiente. Solo me queda rezar para que nadie me vea. Estoy indescriptiblemente cansada y tengo todo el cuerpo molido. Sin embargo, me acuerdo de esto: lo logré. Estoy aquí. Tengo mi catre de lona y bolsa de dormir ya listos, y la mitad de una habitación designada como mi espacio. La gente ha sido amable y mucho más habladora de lo que me imaginé posible. Mi español… bueno, fue suficiente. Y la comida no asusta para nada. Puedo hacer esto. ¡Sé que puedo!
CONOCIENDO A ESPERANZA Y SU FAMILIA He estado aquí solo dos semanas y ya estoy enfrentando una crisis. Comenzó la mañana de ayer cuando Tina me llamó a desayunar. Como todos los días desde mi llegada, caminaba al área abierta en la
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parte trasera de la casa donde una solitaria mesa de madera y una silla me esperaban debajo del árbol. Como cualquier otro día, la comida se veía apetitosa, pero comiéndola en soledad me sentía triste. En dos ocasiones había mencionado mi deseo de comer con toda la familia, pero Tina no había contestado; todavía no habíamos hallado un punto de comodidad o familiaridad entre las dos. Sin embargo, ayer, supe que algo era diferente porque en vez de la usual risita nerviosa de Tina y su inmediata retirada después de servirme la comida, se había quedado cerca de la mesa. Por fin, las palabras salieron en carrera. «Quiero decirle que mañana me voy a trabajar por un rato en Panamá – mientras los muchachos están en las vacaciones de la escuela». Me explicó que su hermana había pasado la semana pasada para decirle que las monjas de una escuela secundaria católica donde ella trabajaba le habían pedido que Tina viniera a cocinarles y hacerles la limpieza. Me van a pagar 30 balboas1 al mes, y me dan hospedaje, comida, ropa
y cosas para la casa. ¿Ve esa olla grande allá en la esquina de la cocina? Me la dieron la última vez que trabajé allá.
En un tono que sonaba a disculpa, Tina mencionó que ella y Francisco necesitaban el dinero para comprar comida y pagar los uniformes y cuadernos de la escuela. «Francisco no tiene mucho trabajo de construcción ahorita; en Loma Bonita no hay dinero para pagarle», me dijo. Durante todo el tiempo que estaba hablando, yo pensaba: «Pero ¿qué hay de mí?». En cambio, dije: «Me alegra que encontró el trabajo que necesitaba, Tina. ¿Quién se encargará de los niños mientras usted no está?». Francisco y su familia, y la mamá de Tina también ayudarían, me dijo. Yo quería gritar «¿qué hay de mí?» pero esperé, ya más acostumbrada a la forma lenta e indirecta en que la gente se comunica en Loma Bonita. Unos segundos después – que parecieron una eternidad – Tina añadió: «Usted todavía puede vivir aquí con nosotros. Francisco no es gran cocinero, así que he hablado con la tía Esperanza, y ella ha aceptado cocinarle». Alivio. La casa de Esperanza quedaba a solo cinco minutos a pie, y ella me había parecido amigable cuando la conocí mi primer día en Loma Bonita. Lo mismo su esposo Andrés, que se había detenido ayer camino a El Copé y ofreció llevar la carta que había escrito a la oficina de correos. «La voy a extrañar, Tina», le dije. «Gracias por su
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maravillosa hospitalidad y comida». Me pregunté si ella realmente se estaba yendo, en parte, para escapar del trabajo pesado y la pena de atenderme. Una pena aguda todavía me acompaña a todas partes, con toda la gente, todos los días en Loma Bonita.
Ahora, mientras me acerco al patio delantero de la casa de Esperanza y Andrés para mi primera cena con su familia, el corazón se me hace un nudo, tengo el estómago revuelto, justo como antes de una «cita a ciegas». «¡Uiy, uiy!», grito; ya he adoptado uno de los agudos saludos de la región que suenan algo así como el canto de un pájaro tropical. «¡Uiy, uiy!», Esperanza me imita mientras viene corriendo para saludarme y detener a Capitán, el perro, antes de que pueda atacar. Al igual que la primera vez que la vi, me sorprende la velocidad con la que su rollizo cuerpo se mueve a través del espacio. La sigue Andrés que me da la bienvenida también. Andrés Blanco es un hombre flaco con una sonrisa contagiosa y ojos tan oscuros que la piel alrededor de ellos tiene un tinte negruzco. El patio está desordenado. Hay dos estructuras en construcción – una casa y una cocina – ambas hechas con postes de palos y paredes y techo de pencas. Tina había mencionado que Esperanza y Andrés viven la mayor parte del año en Frailecito, una comunidad a un par de horas a pie, pero vienen a Loma Bonita a cosechar su café durante la estación seca de enero a abril. Este lugar en Loma Bonita fue donde creció Andrés, en un terreno que su mamá heredó de su abuelo. La cocina es tan pequeña que el fogón, que llega hasta la cintura, ocupa la mayor parte del cuarto y deja poco espacio para el tráfico humano y ni hablar de algo como la mesa de comedor de la familia. De manera que los bancos y troncos esparcidos alrededor de la cocina sirven de asientos. Tres de los hijos de Esperanza y Andrés están en el área de la cocina cuando llego. Tony, el mayor, de 17 años, está parado sobre el fogón cocinando algo. De cerca, sentados en un tronco, están David de 11 años, que sonríe dulcemente, y Sophia de ocho años, cuyas trenzas negras le llegan a la cintura. Todos piensan que es gracioso copiar mi saludo. «¡Uiy, uiy!», gritan claramente divertidos. Esperanza me invita a sentarme en uno de los bancos. Pronto todos se sientan cerca de mí. Mi corazón canta; al fin no tendré que comer sola. Esperanza nos sirve a cada uno un plato de metal lleno de
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Foto I.3 Esperanza y Andrés frente a su cocina, década de 1970.
arroz con porotos. Sentados en el medio de esta área en construcción, con los platos en los muslos, la conversación es informal. Les hago preguntas. ¿Qué planes tienen para mañana? Esperanza cosechará café con su hermano. Andrés se quedará en casa para continuar la construcción de la cocina. David y Sophia, de vacaciones de la escuela, ayudarán a su papá, y Tony participará en la junta (cooperativa de trabajo) de su tío para cortar árboles y arbustos en una parcela en los terrenos de su tío. Me lanzan algunas preguntas también. «Adónde fue hoy?», me pregunta Esperanza. Mi respuesta es honesta pero mesurada dado que necesito descifrar cómo mantener mi interacción con toda la gente en esta pequeña comunidad, de tres docenas de hogares, totalmente confidencial. «Hoy visité todas las casas arriba en Caña Blanca», es todo lo que digo. No mucho después, los chistes y la risa son lo más importante. Y yo contribuyo. «Cometí un error hoy», digo luchando para contener una sonrisa. «Alguien preguntó si tenía hambre. En vez de decir, sí, tengo hambre, dije ¡sí, tengo hombre!». Todos se sumaron a la hilaridad. El ambiente es perfecto y doy mi discurso planeado de cómo espero acompañarlos dos comidas al día y recibir la misma comida que todo el mundo, nada especial. Esperanza dice, «Seguro, Gloria». Todos asienten con una sonrisa. Quién sabe lo que están pensando realmente, pero dije lo que quería decir.
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Se termina la cena, y Esperanza y Andrés recogen los platos sucios y se dirigen hacia dos grandes peñas a la orilla del patio. Voy detrás. «¿Puedo ayudar?», pregunto. «No tiene que hacer eso, Gloria», Esperanza dice. «Pero me gustaría ayudarlos», insisto. «En mi casa, la persona que no cocina le toca lavar los platos». «Bueno», dice. «Así es como lo hacemos». Esperanza vacía las pocas sobras en la mitad de una calabaza grande para los animales. Luego limpia nuestros platos, cucharas y totumas en un platón de plástico con agua ligeramente enjabonada y me los entrega. Meto una calabaza grande partida por la mitad en otra palangana llena de agua limpia de la quebrada y enjuago el jabón. Entonces coloco todo en una pila encima de una roca grande cercana. Más tarde ella entra todas las cosas al área de la cocina y las mete en una paila grande tapada con una batea que ayuda a protegerlas del ejército de cucarachas y otras criaturas que descienden en la noche. Mientras trabajamos, la conversación no se detiene. Con su labio inferior hacia afuera, Esperanza señala los objetos de sus cuentos acerca de gallinas, hurtos y la confección de sombreros tejidos en Loma Bonita. Me da instrucciones detalladas sobre cómo hacer chicha fuerte y preparar el café; explica que una debe tostarlo solamente al atardecer para no mojarse después y pescar una terrible fiebre. Me pregunta acerca de mi esposo, y yo le digo cómo Jim apoya mis estudios universitarios. Aprovecho este momento de relativa familiaridad para preguntarle cuánto dinero les voy a deber por mis dos comidas diarias. «No sé», dice con la mirada en el suelo y apenada por primera vez. Suavemente insisto, y al final tengo mi respuesta: 50 céntimos por día. ¡Uf! Dado que Tina ha sido enfática en no cobrarme alquiler – «Nadie nunca ha pagado por dormir en Loma Bonita», había dicho – tendré suficiente dinero para quedarme un año. Aparte de un pequeño subsidio de viaje de la Facultad de Antropología de mi universidad, mi presupuesto depende principalmente de los US$ 500 que heredé hace poco de mi tío Joe2. Está anocheciendo cuando regreso a la casa de Francisco y Tina después de cenar. Toda la familia se está acomodando en sus camas. En mi cuarto, prendo la lámpara de kerosene que Tina me ha prestado hasta que pueda comprar la mía. Saco de mi bolsa verde de lona un cuadernito en el que he escrito rápidamente «apuntes de memoria» todo el día. Este es mi tiempo, mi único tiempo, para escribir mis notas de campo diarias. En un cuaderno más grande que guardo en la gran
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Foto 1.4 Esperanza lavando la ropa en la quebrada, 1972.
bolsa de lona en mi cuarto, escribo sobre cada detalle de mi día. Bajo el tema «Economía» incluyo lo que Esperanza dijo sobre gallinas y robos, y en la sección de «Género», registro su información sobre la confección de sombreros y mi observación sobre la forma en la que ambos, ella y Andrés, llevaron los platos sucios de la cena al platón para lavarlos. Al final, en un apartado que llamo «Apuntes personales de la investigación», escribo: Luego de mi primera comida con Esperanza y Andrés esta noche, me siento animada. Pienso que he encontrado mi primera familia en
Loma Bonita y, en Esperanza, alguien que me enseñe cómo vivir aquí y me haga relatos de su vida.
Podría escribir toda la noche, pero a las 10 p.m. a duras penas veo mi cuaderno. Hay un hervidero de insectos ruidosos que atraviesan las ventanas sin vidrio y se dirigen hacia la única luz en esta ladera de la montaña. La mía. Me rindo.
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ESTE LIBRO Temas Esperanza continuó contándome historias acerca de su vida durante todo el tiempo que estuve en Loma Bonita en 1972 y luego continuó haciéndolo a lo largo de medio siglo durante mis 19 subsecuentes visitas de investigación a la comunidad, más recientemente en 2019. Como se podrán imaginar, en el transcurso de este medio siglo he presenciado y documentado muchos cambios en este lugar llamado Loma Bonita. Hace un siglo, era un poblado pobre de agricultores de subsistencia, pero relativamente independientes. Los cultivos alimenticios que sembraban y los animales que cuidaban suplían gran parte de sus necesidades para sobrevivir. Típicamente, una persona nacía, crecía, se casaba y la enterraban en Loma Bonita o sus alrededores. Aun cuando en ocasiones la gente de esta comunidad iba a las tierras bajas para rituales religiosos o negociaciones comerciales de pequeña escala, se trataba de incursiones de poca duración. Los moradores de las tierras bajas, por su parte, rara vez emprendían el arduo ascenso por las laderas para visitar esta elevada región. Más remota aún para los residentes de Loma Bonita estaba la capital, la ciudad de Panamá, una travesía que podría tomar una semana o más a pie, a caballo y/o por barco. En contraste, hoy siembran café y naranjas para vender en el mercado nacional y global, y en cada familia muchos de sus miembros trabajan por necesidad como asalariados y viven muy lejos en las ciudades y pueblos del país. El mundo de una persona ha quedado definido por el ir y venir entre el espacio rural y urbano de familiares, dinero, mercancías, ideas y servicios. El viaje a la capital solo toma medio día por carro ahora, y la comunicación entre Loma Bonita y la capital puede estar al alcance de una llamada por celular. Hijos y nietos que residen en la ciudad vienen a pasar los días feriados en la comunidad provistos con teléfonos inteligentes y la última moda. Se hablan en Facebook y WhatsApp. En suma, Loma Bonita hoy y el mundo global más amplio están directa y rutinariamente vinculados. En el presente libro sigo la pista del recorrido de esta transformación de un siglo de duración que ha traído a la gente
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de Loma Bonita – su producción, trabajo y tierra – a la órbita de la economía capitalista de Panamá, nacional y global. Por medio de las vidas de Esperanza Ruiz y su familia, examino cómo y por qué sucedió dicha transformación y sus impactos en la comunidad. Esperanza se destaca como el principal personaje en esta historia porque pienso que será tan gran maestra para ustedes como lo ha sido para mí. Nació en 1922 y ha sido testigo de la mayoría de los cambios que el desarrollo capitalista ha producido en Loma Bonita. Además, es una aguda observadora e intérprete de la saga de su comunidad. Habla con toda franqueza, es empática y una magnífica narradora, pues sabe el momento exacto en que debe ir con rapidez o lentitud en su relato a fin de mantener intrigado a quien la escucha. En cuatro capítulos que examinan la niñez, juventud, adultez y la vejez de Esperanza – y otro capítulo que resalta a sus hijos y nietos – comparto lo que he aprendido de ellos sobre la familia y la comunidad y el cambio socioeconómico y cultural, y comparo sus experiencias con las de las otras familias de la comunidad. Los amplios contornos de la experiencia de Loma Bonita no son únicos. Se han desarrollado, no solamente en una multitud de otras comunidades rurales panameñas sino también en toda América Latina y el Sur Global. Para dar un vistazo a los importantes aspectos de este panorama general, a lo largo del libro he incluido apartados titulados «Perspectiva más amplia». El enfoque en este libro sobre las experiencias vividas de personas de carne y hueso busca hacer hincapié en un tema importante: que las personas corrientes tienen una enorme capacidad para enfrentar cara a cara sus difíciles condiciones de vida y hacer cambios en sus vidas que a veces resultan beneficiosos para ellos y para otros. Por una parte, la gente de Loma Bonita ha sido claramente víctima; ha tenido muy pocos recursos económicos y políticos a su disposición para confrontar nuevos problemas o sacar provecho de las inéditas oportunidades que traen los cambios nacionales y globales. A lo largo del tiempo, su creciente conexión con el mundo capitalista la ha dejado con más acceso a bienes y servicios, pero menos control sobre su existencia cotidiana, y más dependiente para su supervivencia de mercados distantes y fuerzas políticas sobre las cuales no ejerce ninguna influencia. Sin embargo, la victimización es solo parte de la historia. Como protagonista
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activa de su propia vida, la gente de Loma Bonita ha recurrido con creatividad a cuantos bienes o relaciones ha tenido a su alcance en busca de pequeñas ventajas que la ayuden a sobrevivir o superar sus cambiantes posibilidades. A veces sus decisiones y actos la han llevado a mejores circunstancias, en otras ocasiones, no. El presente libro documenta la naturaleza y razones para los variados resultados y excava debajo de la superficie para descubrir la forma en que las desigualdades económicas y de género dentro y entre las familias de Loma Bonita han favorecido a unos por encima de otros en su lucha con los desafíos en tiempos de cambios. Muy a menudo aprendemos sobre el capitalismo globalizante de arriba hacia abajo; poderosos funcionarios gubernamentales y elites empresariales dominan el paisaje. Perdemos de vista lo que la gente «regular» está haciendo en el terreno, e incluso ni siquiera preguntamos sobre la importancia de sus acciones. Por el contrario, cuando vemos el cambio de abajo hacia arriba, poniendo en primer plano las vidas y la humanidad de personas como Esperanza y su familia, se hace claro que personas comunes pueden influir en la manera en que se desarrolla la historia. Ustedes verán que la manera específica en la que el capitalismo global se ha desarrollado en Loma Bonita no solo ha dependido de las decisiones de poderosos forasteros, sino también de la forma en la que distintos miembros de la comunidad han elegido actuar sobre la base de las opciones que tienen disponibles. El mismo sistema global que llega a lugares como Loma Bonita le ofrece al resto de nosotros una gama de opciones de acción en nuestras propias vidas. Espero que lo que ustedes aprendan en este libro sobre Esperanza y su familia les ayude a hacer elecciones que puedan beneficiar tanto a gente como ellos, como a ustedes mismos. Todos estamos vinculados como creadores de historia, con un papel a desempeñar en la conformación del futuro del cambio económico y sociocultural alrededor del mundo.
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Trabajo de campo ORIGINAL, 1972 Llegué a Loma Bonita en enero de 1972 con mis principales preguntas de investigación en mano. Guiada por teorías sobre el desarrollo del capitalismo mundial en (lo que antes se denominaba) países del Tercer mundo como Panamá, quería aprender qué pasa cuando nuevos programas gubernamentales que pretenden aliviar la pobreza rural llegan a una comunidad como Loma Bonita, que nunca antes había recibido asistencia pública de afuera. Para ser más específica, ¿cómo afectan estos programas a las familias más pobres en contraste con las más acomodadas (clase), así como las mujeres en contraste con los varones (género)? Aprendí sobre tales preguntas complicadas mientras vivía en Loma Bonita como una «observadora participante»3. Esto significó que dedicaba mis días en la comunidad a participar en cada aspecto de la vida al que tuviera acceso, y a la vez a observar todo lo que mis ojos y oídos pudieran ver y oír. Algunos días, por ejemplo, me quedaba con Esperanza u otra mujer compartiendo historias de nuestras vidas mientras lavábamos la ropa en la quebrada o ella preparaba la próxima comida. Otros días, subía o bajaba las lomas para visitar a una o dos familias que me habían invitado a conversar, o una persona que había aceptado una entrevista más formal – a veces grabaciones en cintas (años más tarde, grabaciones digitales) – sobre la genealogía de su familia, sus ideas en torno a asuntos políticos o religiosos, o su historia como agricultor o migrante. O bien, acompañaba a una o más personas a sus terrenos para aprender cómo siembran el arroz o cosechan el café, iba a la escuela de Loma Bonita para asistir a una reunión política o un baile para recolectar fondos o, si me invitaban, a un grupo de oración en la casa de alguien o al nacimiento de un bebé. En ocasiones, en cambio, hacía el recorrido de un día o más con una persona de la comunidad para visitar a su familia en otro lugar en las montañas o la ciudad. Aunque mis actividades diarias variaban mucho, una cosa nunca cambió: antes de acostarme, escribía mis notas de campo. Del bolso o mochila que había llevado a todas partes durante el día, sacaba un
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cuaderno en el que había apuntado cosas para consignarlas más tarde. Entonces, en una libreta más grande escribía un relato de lo que había hecho, visto, escuchado, sentido y aprendido ese día. Ningún detalle era demasiado pequeño para mis notas de campo. Esta manera de aprender a través de la observación participante puede parecer una forma sencilla, directa, incluso divertida de investigar la vida social, pero en realidad es un método de investigación repleto de complejidades y problemas. En este trabajo no hay nada que importe más que ser capaz de establecer relaciones de mutuo respeto y confianza. Y no hay nada que pueda ser más difícil. Pongo como ejemplo mi interés en comprender la naturaleza de las desigualdades de clase y género en Loma Bonita, algo que, como se señaló, fue fundamental para mi propuesta de investigación. Desde el principio esto significó que debía tratar de evitar que la mayoría de las personas me asociaran mentalmente con la gente más acomodada de la comunidad, o con los hombres, o los funcionarios del gobierno militar por la desconfianza que dichas asociaciones podrían generar acerca de mí entre todos los demás. Para enfrentar este reto, tuve que descifrar la forma en la que cada persona a mi alrededor encajaba en este rompecabezas y de ahí conscientemente buscar la compañía y consejo primero de las familias más pobres de Loma Bonita antes que las más ricas, las mujeres antes que los hombres y los miembros de la comunidad antes que los funcionarios gubernamentales. Complicando aún más mis esfuerzos para establecer buenas relaciones con todos los residentes de Loma Bonita estaba la realidad de mi posición privilegiada. Estaba plenamente consciente de que, ante los ojos de cada persona de la comunidad, no era solamente una extranjera, sino también una estudiante universitaria de Estados Unidos de piel blanca y clase media, alguien ubicada mucho más arriba en la jerarquía socioeconómica global que ellos. Para tratar de mitigar nuestra amplia división social, me esforcé en «nivelar ciertas condiciones», haciendo cosas como memorizar senderos comunitarios para no necesitar de guías, y caminar con una carga ligera para no necesitar que me ayudaran con ella. Los esfuerzos de mi parte no pretendían desmentir la realidad de nuestras desigualdades sino darnos la oportunidad de formar relaciones sobre la base de nuestra humanidad común; el trabajo de campo (al igual que la vida) es tanto un asunto del corazón como de
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la mente. Lo más que podía hacer era esmerarme para tener claro en la mente, y luego en mis escritos, la naturaleza e implicaciones de nuestras diferencias de poder4. Si bien mis intentos por humanizar nuestras relaciones tuvieron muchas altas y bajas, me ayudaron a lo largo de ese primer año a establecer suficiente confianza mutua y respeto para ser bien recibida en la mayoría de los 36 hogares de Loma Bonita y aprender de la mayoría de sus residentes – los más pobres al igual que los más acomodados, tanto mujeres como hombres. Con todo, fue con las mujeres con quienes desarrollé mis relaciones y percepciones más profundas. RETORNANDO UNA Y OTRA VEZ No fue sino hasta seis años después, en 1979, que me fue posible regresar en otra visita de campo. Un dulce retorno. Sonrisas por todas partes. Para las familias de Tina y Esperanza, que nuevamente aceptaron darme hospedaje y comida, traje obsequios de ropa y un pequeño aporte en efectivo equivalente al dinero que un miembro migrante de una familia podría llevar a casa. Una vez más, me estaba financiando esta visita de campo y tenía un presupuesto muy limitado. A las otras familias de Loma Bonita les traía un recuerdo – una bolsa de ziploc (de por sí deseable) con una pluma, un lápiz y adornos para el cabello que entregué de casa en casa. Fueron visitas invaluables que tomaron casi dos semanas para completar, pero nos dieron tiempo para ponernos al día de las noticias – y para recordar la confianza. Además, me brindó la oportunidad de mostrar un ejemplar de la tesis que había escrito sobre la base de mi investigación en la comunidad en 1972 y para explicar sus puntos principales. Por supuesto que se trababa de solo un gesto ya que estaba escrita en inglés, pero por lo menos respondía en parte a la pregunta que me hizo una mujer aquel año: «¿Qué hace con todas las palabras que le doy?». Mi agenda durante la visita de retorno a Loma Bonita estuvo centrada en la migración laboral hacia las ciudades y pueblos de Panamá, un tema que resultó ser el enfoque de mi tesis. Tuve que descartar mi plan original de escribir sobre los efectos de los proyectos gubernamentales en Loma Bonita a fin de evitar cualquier posibilidad de represalia política contra los miembros de la comunidad que habían
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estado en contra del gobierno militar. No se me hubiera ocurrido en ese entonces, 1979, que a esta visita de campo de retorno le seguirían otras 18 a lo largo de los próximos 40 años. Mantenerme al tanto del desenvolvimiento de las vidas de la gente y también de la historia de la comunidad se me había convertido en una pasión. ¿Y mi misión? Describir y explicar los impactos a largo plazo del desarrollo capitalista en las personas corrientes a través de repetidas visitas a las mismas personas en el mismo lugar durante muchos años. Soy de la opinión de que el trabajo de campo de observación participante, no obstante sus complicaciones y limitaciones, abre la puerta al mundo cotidiano de la creación de la historia como no lo puede ofrecer ningún otro método de investigación.
Narrativas de vidas Asistía a una conferencia de antropólogos hace aproximadamente una década, cuando me topé con un colega que anteriormente había conducido una investigación en Panamá. Luego de una breve conversación sobre mi trabajo en Loma Bonita – en ese tiempo ya llevaba cerca de cuatro décadas – me preguntó: «¿No te aburres después de tanto tiempo estudiando un pequeño lugar, en un país pequeño?». No, nada de aburrida. Al contrario, como he mencionado, todavía estaba fascinada con mi continua trayectoria académica en la comunidad. No obstante, la pregunta de mi colega sí puso al descubierto un anhelo insatisfecho de compartir la experiencia histórica de Loma Bonita con una audiencia más amplia que en el pasado. Había publicado un número de artículos, y un libro, todos redactados en el estilo tradicional académico, pero ninguno había transmitido la esencia de lo que me había mantenido apegada a mi trabajo de campo todos estos años. La gente de Loma Bonita, ellos mismos, su obstinada voluntad de continuar la lucha a pesar de los incontables golpes en su contra, sus alegrías y dolores, humor e ira, desesperación y esperanza. Quería que estas personas cobrasen vida para los lectores. Me hice el propósito de escribir acerca de la historia de Loma Bonita de una manera más sentida, a través de la historia de vida de Esperanza Ruiz y su familia, personas cuyos pasos he venido siguiendo
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por décadas. Personas que conocí bien. Al ofrecer una vista de cerca de sus vidas, esperaba que los lectores fuesen capaces de imaginarse mejor «el individuo en la historia y la historia en el individuo»5. Esto no es una idea nueva. El estudio de vidas individuales como forma de entender su contexto cultural e histórico más amplio tiene raíces profundas en la Antropología, remontándose por lo menos un siglo. A principios del siglo pasado, mientras muchos antropólogos estadounidenses estudiaban a pueblos indígenas para clasificar sus «rasgos» culturales, un joven antropólogo de nombre Paul Radin ocupaba su tiempo escuchando a los indígenas de la tribu winnebago narrar las historias de sus vidas6. Su autobiografía de 1926 de un hombre winnebago llamado Crashing Thunder se convirtió en uno de los relatos de vida mejor conocidos del período y alentó a otros antropólogos que estudiaban las culturas de los pueblos indígenas a utilizar este género de «narrativa de vida». La mayoría de los estudios antropológicos que siguieron el ejemplo de Radin fueron realizados por hombres acerca de hombres (al igual que gran parte de los trabajos antropológicos) y trataban a las indígenas solo de paso y principalmente como esposas y madres7. La excepción ocurrió en 1961, con la publicación de la antropóloga Nancy Lurie de la autobiografía de Mountain Wolf Woman, la hermana winnebago de Crashing Thunder. Por cinco meses, Mountain Wolf Woman, se sentó en la casa de Lurie en el estado de Michigan y grabó un recuento de sus 75 años de vida. Ella surgió en el libro como una mujer con confianza en sí misma, autosuficiente, recolectora de alimentos y jardinera e importante protagonista económica en control del ingreso y las finanzas de su hogar8. Como observó una crítica del libro9, esta autobiografía fue casi única en ese tiempo como una descripción de una indígena que lleva una vida plena en su propia esfera. Por aproximadamente dos décadas después de la publicación de Mountain Wolf Woman hubo una pausa en el uso de los relatos de vida en la investigación antropológica10. No obstante, a principios de la década de 1980, bajo la influencia de las ideas feministas y postmodernistas, el estudio de las vidas individuales por medio de historias de vida y autobiografías volvió con fuerza11. Una nueva generación de antropólogas feministas, como Lurie antes que ellas, se empeñaron en abordar la falla de su disciplina en el pasado de documentar completamente las vidas de las mujeres. Algunas se
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inclinaron por estudios de mujeres individuales como forma de mostrar la importancia, diversidad y complejidad de sus papeles y experiencias. Entre el torrente de latinoamericanas inolvidables que encontramos en estas narrativas de vida a lo largo de las décadas de 1980 y 1990 están: Rigoberta Menchú12, indígena guatemalteca y líder política que narró su historia como una forma de exponer las atrocidades de su gobierno contra su pueblo, y que más adelante ganaría el Premio Nobel de la Paz; Esperanza Hernández13, una vendedora ambulante mexicana cuya «fuerza de lucha» fue el tema principal de su vida y que más tarde sería el personaje central de una producción teatral basada en el libro; y Sofía Velásquez14, una «valerosa» vendedora de mercado, dirigente sindical, y conjuradora de magia que también se convertiría en el sujeto de un video sobre su vida15. Al mismo tiempo, una nueva generación de antropólogos influida por ideas postmodernistas comenzó a experimentar con tipos innovadores de narrativas de vida que ponen en el centro de su investigación y escritos a los efectos de la propia biografía del investigador (un proceso conocido como «auto reflexividad»). Una forma que suele denominarse «autoetnografía»16, típicamente incluye la historia personal del antropólogo como parte de su estudio de otros y de manera intencional busca dejar al descubierto los apegos emocionales involucrados en el proceso de investigación. Ruth Behar, por ejemplo, entrelazó su propia historia como cubana-americana con la de la vendedora ambulante mexicana cuya vida estaba documentando. En otros estudios de este género, la antropóloga examina su propio grupo étnico o minoritario, e incluye su propia vida en la investigación. Otro tipo de narrativa de vida experimental y más reciente, denominado «etnografía íntima», está arraigado en las ideas de la antropología feminista, postmodernista y marxista. En este género, el centro de atención de la investigación no es la antropóloga sino alguien con quien esta ha tenido una relación íntima. Por ejemplo, Alisse Waterston17, presenta la historia de vida de su padre como un medio para analizar la naturaleza de la violencia global en el siglo XX y sus efectos en las vidas humanas individuales. Me he inspirado para el presente libro en todas estas frescas corrientes de narrativas de vida. Al igual que muchas historias de vida feministas y etnografías íntimas, la historia de Esperanza examina
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su vida como un medio para entender cómo cambios históricos específicos afectan las experiencias diarias de gente de carne y hueso. Y de forma similar a cada tipo de relato de vida mencionado, este libro intenta honrar la dimensión emocional de las relaciones de Esperanza y mi conexión con ella y su familia. Sin embargo, de una forma importante, esta historia de vida es distinta de todas las otras.
La narrativa de vida de Esperanza y su familia La mayoría de los antropólogos han aprendido la historia de vida de una persona al sentarse con ella por una (o más de una) sesión de entrevista18 y, con la grabadora prendida, decir: «Cuénteme acerca de su vida». Pueden, o no, hacer preguntas específicas para guiar el relato de vida19. Este método generalmente le pregunta a la persona entrevistada, frecuentemente una mujer u hombre mayor de la comunidad, que se remonte lo más posible al pasado. Es un enfoque investigativo que evoca fascinantes relatos de lo vivido, narrados a menudo con perspicacia y brío. Pero cuando se basa solo en el relato de una sola persona, también puede plantear preguntas sobre la precisión histórica. ¿Qué tal si la memoria de esa persona le falla, o si intencionalmente ha matizado el pasado en formas que presentan un retrato erróneo de sí misma y los otros? O ¿qué tal si ha inventado experiencias simplemente para complacer a la entrevistadora? Preguntas como estas dejan una mayor corroboración de la narrativa a la antropóloga que puede o no estar en condiciones de investigar la veracidad. Este estudio de la vida de Esperanza toma un enfoque metodológico distinto para aprender sobre su pasado y presente. Nunca me senté con ella y le pedí que narrara la historia de su vida. Para ser franca, no tengo idea qué me habría dicho de haberlo intentado. En su lugar he recurrido a mi investigación de observación participante a largo plazo para reconstruir la historia de esta mujer y de los miembros de cuatro generaciones de su familia. Esperanza y yo siempre nos hemos reunido como antropóloga y sujeto de investigación, pero desde el principio hemos sido sencillamente dos mujeres a quienes les encanta el contar y escuchar que da lugar a conversaciones animadas y, con tiempo y confianza, al intercambio de relatos personales. Esto sucedía a menudo después
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del desayuno, cuando el resto de la familia se había marchado al trabajo del día o la escuela. Estaríamos solas, sentadas en los bancos, cara a cara y muy de cerca, intercambiando cuentos, quizá mientras pelábamos los frijoles en las bateas colocadas en nuestros regazos. En otros momentos, los recuerdos fluían mientras bajábamos a El Copé para comprar provisiones o asistir a una reunión política, o viajábamos juntas a visitar a sus hijos en la ciudad. También tuvimos «verdaderas» entrevistas grabadas en cinta (o digitalmente) cuando le preguntaba, así como lo haría con cada adulto en la comunidad, sobre un tema en particular: su historia laboral o la genealogía de la familia, sus perspectivas políticas o religiosas. Mi creciente vínculo con Esperanza fomentó mis relaciones con su familia inmediata. De lo más fácil. El vernos dos veces al día para sentarnos a comer, por lo cual la conversación y el humor eran necesarios, nos dio un nivel de comodidad mayor del que tuve con cualquier otra familia. El esposo de Esperanza pronto se convirtió en mi aliado, y sus cinco hijos, siguiendo el ejemplo de su mamá y papá, rápidamente interactuaban conmigo, como a alguien con quien hablar y reír, y también ayudar con su trabajo. Todos los cuentos que me contaron, y las experiencias que hemos compartido en el transcurso de mis 50 años de trabajo de campo y 20 visitas de investigación, fueron a parar a mis notas de campo, entrevistas, grabaciones, archivos de computadora y fotos. De esta montaña de documentos y recuerdos sale la presente narrativa de vida. Basar la historia de vida de Esperanza en mi trabajo de campo de medio siglo, en vez de la narración retrospectiva de su vida, conlleva pérdidas y ganancias. Pierdo el acceso a su propia memoria del pasado, lo que ella hubiera recordado (o no) sobre su vida en el momento de las entrevistas. Gano, además de un alto grado de inmediatez, las tres principales ventajas que provienen de haber estado presente en la comunidad, ya sea como testigo ocular en los acontecimientos de la vida de Esperanza o con acceso a otros que estuvieron allí. De cualquier manera, habría escrupulosamente consignado lo que ella y otros decían, hacían y me contaban que pensaban. La primera de estas tres ventajas es una mejor oportunidad para entender cómo Esperanza experimentó acontecimientos a medida que ocurrían. La segunda es mi habilidad de verla no solo de manera individual sino como parte de una comunidad y familia, con muchas
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de las interacciones y emociones complejas que las relaciones de vecinos y familiares conllevan. La tercera ventaja de basar el relato de vida de Esperanza en mis 50 años de observación participante en vez de solamente entrevistas retrospectivas, es que pude registrar los mínimos detalles de un relato a través del tiempo, lo que podría revelar patrones y conexiones que de otra manera no serían evidentes. Mantengan estas tres ventajas en mente mientras lean esta historia sobre Esperanza y cuatro generaciones de su familia. Claro está que el uso de la observación participante a largo plazo, al igual que cualquier método de investigación social, tiene muchas limitaciones. Lo que he aprendido de Esperanza y su familia, y plasmado en este libro, representa solo una realidad parcial – la parte que opté por seguir mientras hacía el trabajo de campo y escribía al respecto, y la parte que ella y su familia decidieron revelarme. Además, algunos relatos que originalmente incluí tuvieron que ser revisados o eliminados a petición de ellos: en 2019, con el primer borrador del libro en mano, me senté con Esperanza y cada uno de sus cinco hijos, por separado, para traducir lo que había escrito sobre ellos y pedir permiso para incluirlo. Por lo tanto, lo que ofrezco es un imperfecto cuadro en movimiento de su vida familiar, pero que espero sea esclarecedor y memorable.
Redacción De las hebras de medio siglo de notas de campo y entrevistas recopiladas que documentan mis experiencias y conversaciones sobre Esperanza y su familia, he tejido la tela para este libro. Mientras trabajaba en la redacción, mantuve mis propósitos resueltamente en frente de mí. Además de contar la historia de Esperanza y su familia de una manera que arrojara luz sobre un siglo de cambio en su comunidad y el mundo más amplio, quería tratar de captar y mantener la atención de mis lectores. Esto significó escribir un libro relativamente corto que, en lo posible, «mostrara» la historia por medio de relatos y no la «narrara» por medio de conferencias. ¿Y yo? Estoy descaradamente presente en este libro, como la encargada de narrar y explicar, la persona que suministra los hechos y cifras para dar algún contexto de lo local a lo global. Y, después de 1972, aparezco como un personaje en algunas de las escenas. También
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estoy presente tras bambalinas; la persona que decidió qué narraciones incluir en el libro, cómo presentarlas y en qué orden. Pero a pesar de mi presencia en estas formas obvias y más sutiles, el presente libro se trata de ellos, no de mí. He limitado intencionalmente todo lo relevante a mi propia historia a la introducción y la conclusión para privilegiar lo que en mi concepto es lo que más importa: esta mujer y su familia, la gente de Loma Bonita y la historia de todos ellos. Para enmarcar esta historia, aquí hay un vistazo al mundo panameño más amplio en el que nacería Esperanza.
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Capítulo
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Hace más de cinco siglos, los españoles invadieron el istmo de Panamá. Construyeron un camino a través de una angosta franja en el medio del istmo que conectó los océanos Atlántico y Pacífico, y este tramo – esta «zona de tránsito» – se convirtió en sede de riqueza y poder, con estrechos vínculos a la globalizante economía mundial capitalista. El control de la zona de tránsito y sus riquezas estuvo en manos de las clases comerciantes de Panamá y, a lo largo del tiempo, de una serie de poderes extranjeros: España, Colombia y, por último, Estados Unidos después de 1903, cuando construyó el Canal de Panamá y creó su propio centro de poder, la «Zona del Canal». El resto del istmo, el «interior», es donde la mayoría de los panameños, incluyendo la gente de Loma Bonita, han vivido en la pobreza como agricultores de subsistencia durante estos siglos. Su mundo aparte ni siquiera estuvo conectado a la zona de tránsito por una carretera pavimentada hasta la década de 1940.
EN EL PRINCIPIO Podría haber sido hace tanto como 15 millones de años cuando una angosta franja de tierra emergió de las aguas del océano y creó un puente terrestre por primera vez entre dos continentes anteriormente separados – América del Sur y del Norte1. Este puente es el istmo de Panamá, una cinta de hermosa tierra montañosa que formó un vínculo entre dos continentes y separó dos océanos – el Atlántico y el Pacífico (ver Mapa 1).
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Si alguien se hubiera dirigido al istmo alrededor de hace 13,500 años, habría encontrado gente que iba de lugar en lugar subsistiendo de la cacería de animales y la recolección de plantas2. Fueron los primeros humanos que los arqueólogos han documentado que vivieron en el istmo. El registro de los arqueólogos muestra que hace cerca de 9,500 años algunos de estos pueblos indígenas habían añadido a su dieta cultivos, como el arrurruz y más tarde el zapallo, pero no fue hasta 7,000 años más tarde – hace alrededor de 2,200 años – que algunos se habían establecido en grandes aldeas agrícolas permanentes. Allí plantaban cultivos como el maíz, la yuca, el zapallo y el camote e intercambiaban sus bienes con diferentes comunidades y regiones. Con el paso del tiempo, sus asentamientos aumentaron y las poblaciones crecieron. Hace 500 años en el istmo se había establecido una rica variedad de culturas y hasta un millón de habitantes3. Dice una leyenda que el nombre Panamá significaba «tierra de abundancia de peces» en la lengua de uno de esos pueblos indígenas.
UN MUNDO EN PEDAZOS De pronto, su mundo fue súbitamente destrozado. Los españoles llegaron a la costa Atlántica del istmo a partir de 1501, y comenzaron su ataque contra la población indígena. El primer gobernador español, apodado «Pedrarias el Cruel» por sus atrocidades, promovió masacres, violaciones, despojos y esclavitud4. Muchos de los indígenas se organizaron, lucharon ferozmente y ganaron batallas. Un legendario dirigente de esta resistencia, Urracá, era oriundo de las montañas centrales de Panamá, no lejos de la actual región de Loma Bonita. Organizó líderes del área para combatir a los españoles en Natá, un pueblo de las llanuras al que atacaron exitosamente varias veces y redujeron a cenizas en 1529. El final de Urracá es también legendario; aunque los españoles pudieron tenderle una trampa y capturarlo, se escapó de sus garras y retornó a su comunidad natal en las montañas, donde continuó la rebelión hasta su muerte en 1531 libre del cautiverio español5. Desafortunadamente la mayoría de los pueblos indígenas no compartieron el destino de Urracá en esa área occidental y más populosa del istmo. Para 1522, hasta el 93% de la población había perecido en lo que el historiador Castillero Calvo denomina un «holocausto»6. La arrasó el salvajismo y tecnología
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militar avanzada de los españoles, más las enfermedades europeas contra las cuales carecía de inmunidad7. Muchos de los que sí lograron sobrevivir la conquista y sus secuelas se zafaron del dominio español en los llanos del Pacífico al escapar hacia las montañas aledañas. Allá se unieron o formaron pequeñas comunidades de familiares que trabajaban la tierra como agricultores de subsistencia para proveer su propia comida y necesidades básicas. Mientras tanto en las tierras bajas, los españoles – ahora con pocos trabajadores a quienes pudieran explotar – empezaron a importar africanos esclavizados y trabajadores forzados de otras partes para que construyeran sus pueblos y laboraran en sus minas, fincas ganaderas y plantaciones agrícolas. Un día en septiembre de 1513, un gobernador español de nombre Vasco Núñez de Balboa ascendió a la cima de una montaña en Panamá y vio algo asombroso. Balboa había estado dirigiendo una expedición de varios cientos de hombres en una marcha ardua hacia el sur desde el lado del Atlántico del istmo a través de densas junglas, ríos y pantanos. Su misión era encontrar oro y también un «nuevo mar» que los indígenas le habían dicho existía hacia el sur. Desde el sitio alto donde estaba ese día, Balboa divisó ese «Mar del Sur» – el océano Pacífico – y pronto lo reclamó en el nombre de la Corona española8. Tal descubrimiento moldearía una historia única para el istmo de Panamá.
ZONA DE TRÁNSITO FRENTE AL INTERIOR El conocimiento de que Panamá proporcionaba un corto «puente» entre los dos océanos llevó a la Corona española a construir un estrecho Camino Real de piedras a través del istmo y así conectar los océanos Atlántico y Pacífico. En el extremo Pacífico, los españoles establecieron la ciudad de Panamá. En la costa Atlántica fundaron otros puertos que les permitían llevar la plata extraída de las minas en Sudamérica (Perú y Bolivia) por la costa del Pacífico hasta la ciudad de Panamá, y de ahí cargada por esclavos y mulas a través del istmo a lo largo del Camino Real y embarcada a España. Una vez ahí, las mercancías iban a parar a otros países europeos y por último a China. A partir de entonces la «zona de tránsito» de Panamá entre sus costas del Pacífico y Atlántico se convirtió en un centro de vasta riqueza, unido estrechamente a la naciente economía global capitalista. Una
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pequeña clase enormemente acaudalada de españoles en la ciudad de Panamá controlaba este comercio altamente rentable y ejercía gran poder en el istmo. Sus riquezas provenían de las múltiples empresas de negocios que poseían, especialmente de servicios de transporte y bienes raíces conectados a la zona de tránsito. Algunos de ellos también fueron dueños de haciendas ganaderas o compraron barcos con esclavos para pescar perlas valiosas en el golfo de Panamá9. Afuera de esta ajetreada zona de tránsito está el resto de Panamá, conocido como el «interior», un mundo del todo distinto10. La mayor parte de la población istmeña habitaba en esta región predominantemente rural, algunos bajo la autoridad de españoles en pequeños poblados o haciendas en las tierras bajas o como peones en sus minas. Otros eran descendientes de aquellos indígenas o esclavos que se habían escapado del dominio español y convertido en agricultores de subsistencia independientes, cuyas vidas eran ajenas a los altibajos de la economía globalizante de Panamá en la zona de tránsito. Pudieron mantener este modo de vida agrícola por la abundancia de tierras disponibles que el Panamá rural les ofrecía. Al contrario de otros países centroamericanos donde los oligarcas españoles mantenían el poder mediante el control de la tierra, la riqueza de la mayoría de los oligarcas panameños estaba vinculada a la zona de tránsito urbana. La mayor parte de la tierra del interior, por lo tanto, continuaba siendo propiedad de la lejana Corona española, la cual libremente otorgaba a los pobres agricultores «derechos de uso», pero no posesión legal, de la tierra en la que España no tenía ningún interés11. El año 1739 marca la saga inicial en un periodo de cambio a largo plazo en la provincia de Coclé. Ese año, los británicos atacaron y destruyeron el puerto Atlántico de Portobelo, lo que provocó el decaimiento del istmo como ruta de comercio internacional y una depresión económica de un siglo12. Esta grave situación económica en la zona de tránsito llevó a muchos comerciantes prósperos a abandonar la ciudad de Panamá13 y trasladarse a la vecina provincia de Coclé (ver Mapa 2) donde dividieron las tierras bajas del Pacífico en grandes haciendas ganaderas14. Aunque esto dejó a los agricultores más pobres en las tierras bajas sin suficientes terrenos para su sustento, pudieron seguir cultivando la tierra dirigiéndose hacia áreas más remotas en las montañas colindantes donde había terrenos públicos (de la Corona) disponibles para su «uso».
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Uno de esos casos fue el de una joven de nombre Reina Ruiz quien, según las genealogías que recogí, hizo este traslado hasta una zona casi deshabitada de las montañas del Pacífico de Coclé y se asentó en un lugar llamado (actualmente) Loma Bonita. Reina fue la tatarabuela de Esperanza Ruiz, a quien conocería muchos años más tarde15.
IMPERIALISMO EXTRANJERO: ESPAÑA, COLOMBIA Y LOS ESTADOS UNIDOS Los mundos separados y diferentes de los pobres agricultores del interior y los citadinos de la zona de tránsito siguieron caracterizando la historia panameña durante el resto de los tres siglos de dominio colonial español. Tampoco hubo un cambio después de 1821 cuando Panamá declaró su independencia de España y se unió a una federación con Colombia16. Como uno de los departamentos de Colombia bajo esta alianza, Panamá estaba oficialmente gobernado por los que ejercían el poder en la remota Bogotá. Sin embargo, la realidad era que la autonomía de la clase mercantil de élite de la ciudad de Panamá tenía sus alzas y bajas según cambiaba el poder entre los partidos Liberal y Conservador de Colombia17. De un lado al otro se balanceó el péndulo político a través del siglo XIX, mientras dichos partidos luchaban por el control e instauraban épocas de gobiernos democráticos o autoritarios, de paz o de violentos conflictos, de intervenciones extranjeras o de control interno. De particular importancia para Panamá fueron los auges económicos en la zona de tránsito en la década de 1850, cuando capitalistas neoyorquinos financiaron un ferrocarril a través del istmo, y en la década de 1880 cuando los franceses intentaron (sin éxito) construir un canal18. No obstante los vaivenes del péndulo a través del tiempo, una cosa nunca cambió: la atención y recursos de los que mandaban en Bogotá, en Panamá y en ciertos países extranjeros permanecieron enfocados hacia la zona de tránsito y no al interior. Ni siquiera había una buena carretera que conectara estas dos partes del istmo a principios del siglo XX cuando el destino de Panamá estaba nuevamente a punto de transformarse19. En 1903 Estados Unidos envió a Panamá buques de guerra para ayudar a un grupo de las élites panameñas a lograr la independencia de Colombia a cambio del derecho a construir y controlar un canal. Estados Unidos construyó el Canal de Panamá20 entre 1907 y 1914,
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una vía acuática que atravesó en forma de zigzag aproximadamente 80 kilómetros (50 millas) del istmo para unir los océanos Atlántico y Pacífico. Sin embargo, la nueva República de Panamá no obtuvo su real independencia. El Tratado del Canal de Panamá de 1903 (que ningún panameño vio o firmó)21 y la nueva constitución de 1904 convirtieron al istmo virtualmente en una colonia de Estados Unidos, dominada a un grado sin parangón en el hemisferio. Estados Unidos consiguió autoridad sobre el canal «a perpetuidad» y por ahí mismo una «Zona del Canal» de cerca de ocho kilómetros (cinco millas) de ancho a cada lado, que incluía el antiguo Camino Real español y la zona de tránsito. Solamente las dos ciudades en cada extremo de la Zona del Canal (Colón en el lado del Atlántico y la ciudad de Panamá en el del Pacífico) permanecieron bajo la jurisdicción panameña. Y por si fuera poco para los panameños, la Zona del Canal fue organizada como un enclave colonial semejante al apartheid. Para mantener el control sobre esta área y asegurar que servía los intereses de los Estados Unidos, el gobierno estadounidense desalojó y desmanteló lugares donde anteriormente habían vivido y trabajado los panameños22 y los reemplazó con nuevas bases militares, pueblos y comunidades para el personal estadounidense y trabajadores del canal. La Zona tenía sus propias escuelas, oficinas de correo, tiendas, puertos, fuerza policial y administración bajo el control de Estados Unidos. En este territorio oficial estadounidense, empleados blancos de ese país ganaban mucho más que los panameños y otros trabajadores no estadounidenses23, y eran los únicos que podían vivir en casas hermosas y bien mantenidas con césped nítidamente cortado. Pero el dominio no estaba restringido a la Zona del Canal; Estados Unidos adquirió el implícito poder de vetar las acciones panameñas que consideraba contrarias a sus intereses24. Bancos, corporaciones y el gobierno estadounidenses dominaban la economía, incluso con la adopción del dólar como la moneda panameña. Era tan estricto el control económico de Estados Unidos que los panameños no tenían permitido construir ferrocarriles, carreteras o medios de comunicación sin la aprobación estadounidense. Además, los militares norteamericanos adquirieron un firme control sobre el nuevo país; según una estimación25, Estados Unidos invadió o intervino en los asuntos panameños por lo menos 16 veces entre 1856 y 1925, a menudo para reprimir disturbios sociales o rebeliones entre las clases populares.
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Alejado del ajetreo de esta zona de tránsito a principios de la década de 1920 estaba el interior rural, aún un mundo distinto sin ningún camino decente que conectara las dos regiones. Las vías terrestres en el interior desaparecían en la lluvia y el lodo durante una buena parte del año, mientras que el viaje en pequeños buques de vapor o vela a la zona de tránsito era costoso y tomaba mucho tiempo, según los vientos preponderantes o el tiempo. Sin embargo, había un posible cambio en el horizonte. Para la década de 1920 algunos miembros de las clases comerciantes panameñas buscaron franquear el control norteamericano sobre el transporte y las comunicaciones mediante la construcción de un camino que conectaría la zona de tránsito con el interior y estimularía los negocios para su propio beneficio. La construcción se inició en 1922 a lo largo de la costa del Pacífico en la provincia de Coclé y llegó a la ciudad de Panamá en 192626. De todas formas, era un camino de grava escabroso e incompleto que se hacía impasable durante periodos de la estación lluviosa de ocho meses. Me han contado que en esa década el recorrido en carro de 193 kilómetros (120 millas) desde el pueblo de Penonomé, en las tierras bajas de Coclé, hasta la capital tomaba 12 horas. Fue en un lluvioso jueves en noviembre de 1922, mientras el camino estaba en construcción en las tierras bajas del Pacífico de Coclé, que en lo alto de las montañas contiguas la bebé Esperanza abrió sus ojos por primera vez. Es hora de que Esperanza hable.