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La memoria de las rocas de Johannes Pfeiffer
Crujen las pisadas sobre el suelo de piedras y arena. Arriba el cielo mantiene la identidad azul que impone junto a un sol implacable. Johannes Pfeiffer avanza por la desolación del desierto atacameño, allí donde “las piedras gritan al estrellarse con el aire” como escribe el poeta Raúl Zurita. Las preguntas que rondan en la imaginación de Pfeiffer contrastan con el viento y el silencio: es segunda vez que ha sido invitado a este paisaje, el más seco del planeta. A su alrededor encuentra ahora la solemnidad que exudan las grandes rocas, habitantes desde hace miles de años de aquellas latitudes. El escenario es lo suficientemente dramático y requiere una intervención muy precisa. Pensar en el land art y sus grandes excavaciones y desplazamientos de material es insostenible. Pffeifer debe tomar decisiones para actuar con un gesto definitivo y sutil al mismo tiempo.
Comparado a veces al paisaje lunar, el desierto atrae por su vacío. Todo allí pareciera dispuesto como el primer día del mundo, cuando aún no había llegado la vida. O tal vez como el último. Y en todo ese tiempo incontable, la única presencia que se ha mantenido ahí son las rocas, esas enormes piezas de un ceramista sin propósito, torneadas desde el magma de la Tierra. Ellas concentran la inclemencia del tiempo y guardan en su cuerpo los surcos hechos por el viento, las muescas de la arena con el roce de los siglos, las pinturas y grabados de los pueblos nativos que gastaron su vida en arduo intercambio con ese medio árido y caluroso. Esculturas circunstanciales y testigos de todo, las rocas concentran la memoria del lugar: esa es la materia que Pfeiffer aborda.
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Al arropar un número de piedras en telas rojas, surge la asociación a la sangre, por supuesto. “En la belleza siempre hay una herida”, ha señalado el artista alemán. Y si lo pensamos, el mismo color está presente en las largas hebras de lana que la artista Cecilia Vicuña emplea para recordar el carácter menstrual del paisaje. En el caso de Pfeiffer, sin embargo, este gesto textil también alude al sudario, ese paño que envuelve el cadáver al disponerlo para su entierro. La paradoja es que el paño rojo sirve aquí para desenterrar las rocas; para volverlas visibles como genuinas portadoras del silencio del desierto. Porque la acción envolvente del artista se completa al extraer el código inscrito en la superficie áspera de cada piedra para trasladarlo a la ciudad de Antofagasta, a un sitio junto al puerto donde descansan los containers antes de ser embarcados llenos de mercancías. Los sudarios rocosos de Pfeiffer, pese a ser contenedores con una estructura vacía, no partirán mar adentro ni servirán para otro comercio que el de la recuperación de la memoria anónima de esos trozos de la corteza del planeta. Dispuestas sin mayor peso sobre el asfalto plano marcarán una pausa en la agitación naviera y comercial. Y en todo ese tiempo incontable, la única presencia que se ha mantenido ahí son las rocas, esas enormes piezas de un ceramista sin propósito, torneadas desde el magma de la Tierra.
La estructura que dejaron en el desierto las toneladas de peso de la masa mineral servirán como un gesto escenográfico para permitirnos repensar “el desierto de lo
real”, parafraseando la expresión del teórico Slavoj Žižek. La alusión de las rocas transplantadas trae una imagen del paisaje donde las piedras, duras y silenciosas habitan la inmovilidad, el lento avance de lo que permanece en el tiempo geológico. Podríamos imaginarlas como si fuesen huesos del paisaje. Y lo que Pfeiffer ha rescatado es su piel para armar una cita fragmentaria en mitad de un puerto productivo, obligado al frenesí del comercio mundial. El traslado de esos retazos del paisaje es un gesto estético que propone evidentes cuestionamientos sobre el peso de las cosas y sobre nuestro modo de comerciar con el mundo. Su presencia sin valor de mercado y totalmente incógnita nos recuerda que, sin embargo, han subsistido durante siglos en su locación original: en el desierto más árido del mundo, donde la “realidad” no ha hecho acto de presencia aún. En silencio, ellas han visto desfilar ejércitos y civilizaciones enteras. ¿Habrá que pensar, entonces, en entablar otra relación con esas rocas y su memoria, a través de un diálogo lento y silencioso? Hace algunos años el filósofo Michel Serres escribía sobre “un contrato natural de simbiosis y de reciprocidad, en el que nuestra relación con las cosas abandonaría dominio y posesión por la escucha admirativa, la reciprocidad, la contemplación y el respeto, en el que el conocimiento ya no supondría la propiedad, ni la acción, el dominio”. Algo así podríamos empezar a imaginar.