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El futuro es prehistoria de Elia Gasparolo y Santiago Rey
En el desierto se pierde todo. Su naturaleza vacante y extensa marcada por la ausencia del agua aviva la depresión del ánimo. Esa abrasión bajo el sol es un recuerdo del infierno o de otro planeta lejano y desolado. “El desierto es real y es simbólico. Está vacío y el héroe espera muchedumbres”, escribía Jorge Luis Borges al prologar El desierto de los tártaros del escritor Dino Buzzati. Ese despoblamiento esencial le salió al paso a Elia Gasparolo y a Santiago Rey al aventurarse en un experimento para habitar nuevamente entre las rocas y el seco polvo de Atacama. Había que reinventar allí la vida. En una larga ruta de recorrido por sus parajes, los artistas llevaron a cabo este lúdico proceso de inversión de la historia que ha convertido el futuro en lo más antiguo.
Una de las primeras cosas que asalta a quien se adentra en el desierto de Atacama es la fragilidad desnuda: las extremas condiciones que impone mudan cada acto en un gesto dramático, épico.
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Mantenerse con vida está detrás del más mínimo gesto. Un descuido cualquiera puede tener consecuencias calcinantes y letales. El montaje El futuro es prehistoria asume el desafío de proponer escenas de la vida desértica como una puesta a prueba, a ser observada posteriormente. Con dedicación y cuidado, la dupla de artistas se internó en diversas localidades para instalar pequeñas escenas de vida actuadas por unas figurillas de arcilla obtenida de las márgenes del propio río
Loa. Por supuesto, este gesto remite al material alfarero que la arqueología ha privilegiado para interpretar culturas completas: las vasijas y utensilios hechos en barro para comer y beber han sido una generosa fuente de En el desierto se pierde información cifrada sobre los valores estéticos y culturales de un grupo humano extinto. todo. La ausencia del agua aviva la depresión.
Gasparolo y Rey poblaron con esta suerte de seres imaginarios los riscos y grietas secas en las inmediaciones de Mejillones, Río Salado, el Valle de los Meteoritos y en las ruinas de oficinas salitreras. Y en ellos incluyeron numerosos elementos para empujar la vida: “En ocasiones utilizamos, además, semillas, madera, rocas, pigmentos, etcétera. Incorporamos elementos del paisaje, su materialidad. Roca, madera, hueso, también su energía simbólica. Un vidrio fundido, un fragmento de porcelana. Carbón, sal. La escena es parte del paisaje. Está implantada, pero también surge de él”. Una mise en scène lanzada al futuro que podría darnos pistas sobre lo que quizás ocurra. Tal como enviamos sondas al espacio en busca de información que algún día volverá al planeta para ser interpretada, Gasparolo y Rey rearmaron lo esencial que podría existir y lo dejaron bajo el sol, con precisas geolocalizaciones. La segunda parte del proyecto era inventar aquella arqueología propicia para interpretar los resultados y previsibles estragos provocados por el medio. En esa ficción de un futuro y sus potenciales calamidades o aciertos, el desierto se reveló como un laboratorio vital para inventar un mito, como lo reconocerían los propios artistas a medida que avanzaba el proyecto.
Cada escena contribuyó así a levantar una narrativa cuya presencia reunida posteriormente en la sala 13 del Museo Regional de Antofagasta se inserta vacilante como un dispositivo más de la historia de la región. Lo sucedido en ese futuro prehistórico se tornó, al ser instalado en un interior, en una provocación cautelosa, guiada por la ilusión de devolver la vida al desierto, de
suponer otros desarrollos y civilizaciones mínimas. Tal vez por eso la exposición se cierra con una pequeña caja de sombras que proyecta un par de figuras sobre el muro. El mito platónico de la verdad y la ilusión que de ella nos hacemos, aparece aquí citado para entender lo que ya intuíamos: el sol allá afuera es el que ilumina la verdad de las ideas. Salir de la caverna y volver al desierto es nuestro siguiente paso.