JUJUY
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en colores Atravesá todo el encanto de la paleta norteña entre salinas blancas, selvas de infinitos verdes y cerros vestidos de rojo. texto Constanza Coll
FOTOS Esteban Widnicky
Vale la pena pasar un poco de frío para ver las primeras estrellas en Salinas Grandes. Enfrente Picadito junto a la plaza de Purmamarca.
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on las doce menos cinco y en la plaza Mariano Gómez de Humahuaca, locales y visitantes, cristianos o no, esperamos ansiosos la bendición del día. San Francisco Solano sale de lunes a lunes en el justo mediodía, muy puntual, como un reloj cucú. El Ave María suena en los parlantes de la plaza y tres campanadas anuncian que el espectáculo está por empezar. Muchos preparan sus cámaras, otros hacen la señal de la cruz. Despacio, una compuerta se abre en la parte alta del Cabildo y descubre, tallada en madera y de tamaño natural, la primera imagen articulada de un santo en todo el mundo. Sobre la mirada atenta del pueblo y desde el año 1940, un mecanismo alemán controla los movimientos de San Francisco, que con el brazo derecho señala el sendero al cielo y con el izquierdo, la disciplina en tierra. “Él vino de España en 1590 y con la ayuda de su violín supo evangelizar a nuestros pueblos originarios”, explica Alejandro Calapeña, de 10 años, que este lunes aprovecha el paro en la escuela para trabajar de guía y cantor de coplas. Dice que todo lo que sabe lo aprendió de los libros y en clase, y que de grande quiere seguir siendo guía, o electricista, todavía no se decide. Alejandro nos acompaña a la Iglesia de Nuestra Señora de La Candelaria, reconstruida tras el terremoto de 1873, toda blanca, con un retablo laminado en oro y pinturas de la escuela cuzqueña. Junto a la puerta nos recomienda: “Acuérdense de entrar con el pie derecho y de pedir un deseo, no un milagro”. Después de visitar el pesebre andino y el monumento a los Héroes de la Independencia, 70 toneladas de bronce sobre la colina de
Santa Bárbara, Alejandro cierra la guiada con su poema favorito, de Fortunato Ramos, “Yo jamás fui un niño”. Alejandro es un pequeño gran estratega. Hace poco más de diez años, la UNESCO reconoció las riquezas cultural y natural de la Quebrada de Humahuaca, título doble, único en el mundo, que destaca no sólo las postales más áridas de nuestro norte, sino también los caseríos de adobe, los vestigios preincaicos y las construcciones coloniales. Humahuaca es el último de los diez poblados que se suceden sobre la quebrada, a orillas del río Grande y la Ruta Nacional N° 9, que une Buenos Aires con Bolivia y es un ramal de la Carretera Panamericana. A 3.000 metros sobre el nivel del mar, en las calles angostas de Humahuaca, casi sin veredas, adoquinadas o de tierra, es difícil creer que supo ser uno de los centros comerciales más importantes del antiguo camino al Alto Perú. Lo cierto es que los cerros que dan marco a toda la quebrada recuerdan, con sus colores, la riqueza que todavía conservan en los más diversos minerales, como plata, cobre, oro, plomo, acero, litio y estaño. Y si bien la minería es hoy una de las principales actividades en la zona, un piquete nos sorprende de camino a San Salvador: se trata de los trabajadores de Altos Hornos Sapla (“sapla” significa acero en quichua), que con la privatización de la empresa en los ‘90, pasaron de ser 6.000 a 600, y ahora temen quedar en la calle también ellos. No son muchos, pero hacen ruido. Gustavo Barnichea, jujeño, guía y dueño de la combi en que vamos, se abre camino entre la gente y seguimos viaje. Con una pelota en el cachete derecho, explica: “Nosotros
a la coca le decimos ‘pan de los pobres’, porque es un energizante natural, te saca el hambre. Mascando coca uno se puede pasar el día entero sin darle nada al estómago, trabajando en las minas, cosechando la caña de azúcar o manejando en la ruta”, bromea, y sigue: “Pero estas hojitas no siempre fueron moneda corriente en Jujuy, sino un producto exclusivo para los monarcas incaicos y para los niños que elegían sacrificar”. La coca ayuda a lidiar con el mal de altura aumentando la cantidad de glóbulos rojos en la sangre, hay 53 variedades, entre las que destaca el Taki, que en quichua significa “fuerte”, y que es la mejor indicada para procesar cocaína. Según Gustavo, se necesitan 35 kilos de hojitas verdes para hacer uno de cocaína; y se extraen 1.000 kilos de roca de montaña para obtener hasta 23 de plata: “Así de pura es nuestra mina Pirquitas”.
Son las ocho de la mañana y el Sol asoma tímido entre los cerros, derrite la escarcha a los costados del camino, refuerza los colores de la tierra seca y los cardones. Los meses de invierno son temporada alta en la quebrada, porque no llueve y, si bien arranca helado, se templa al promediar la mañana. Tilcara es uno de los puntos clave en la ruta cultural de Jujuy y la UNESCO, ya que acá se puede visitar las ruinas prehispánicas del Pucará (“fortaleza” en quichua), 18 hectáreas a 70 metros de
altura, desde donde los pobladores controlaban el camino a lo que luego fue el Alto Perú entre los siglos VIII y XVI. Todavía no llegan los guías, pero conseguimos un folleto que nos lleva entre las viviendas, los corrales, talleres, plazas, la necrópolis y un espacio que utilizaban para realizar ceremonias sagradas. A lo lejos y coronando el Pucará, se distingue una pirámide sin punta, que nada tiene que ver con la ocupación prehispánica. El Instituto Interdisciplinario Tilcara, que depende de la Facultad de Filosofía y Letras de UBA, explica así esta intervención: “En 1935, el Dr. Eduardo Casanova dirige una comisión para homenajear a los primeros investigadores que trabajaron en el Pucará (…) Martín Noel, quien fue un renombrado arquitecto de la época, diseña y edifica en la cima del sitio una pirámide trunca. De allí que el Pucará no solo brinde información sobre los pueblos del pasado, sino que también dé cuenta del desarrollo de la arqueología como disciplina”. Este homenaje, ubicado en medio de un campo minado de ruinas milenarias, es por lo menos cuestionado en su forma (¿de inspiración maya o azteca? Los pueblos de esta zona nunca construyeron este tipo de pirámides). A lo largo de la quebrada hay por lo menos once pucarás, aunque ninguno reconstruido como el de Tilcara, junto a los que vivieron hasta cuatro mil personas en su época. De entonces, sobrevive un sinfín de palabras quichuas que usamos a diario (cancha, hamaca, remo, poncho, puma, carpa, caucho, puna, quena, quincho, pupo, entre muchas) y algunas tradiciones andinas, como las ofrendas a la
El cardón crece a media altura en la Quebrada de Humahuaca.
Attenti viajeros: mejor prevenir que curar el mal de altura; Derecha Una mujer exhibe los sombreros que vende en Humahuaca.
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Desde la derecha Pastel de choclo y calabaza en La Chichería, de Purmamarca; El equeco es símbolo de abundancia para los pueblos andinos; cactus en flor en el Hotel Terrazas de Tilcara.
Pachamama para la fertilidad de las tierras o las fiestas del Inti Raymi en homenaje al dios Sol. Jujuy, sin ir más lejos, viene de la palabra “xuxuy”, que en quichua es un grito de alegría, como un “¡Viva!”. Con su llegada, en el siglo XVI, los españoles levantaron iglesias a lo largo y ancho de la futura provincia, y hasta en el pequeño caserío de Uquía, 30 kilómetros al norte de Tilcara. Agapito es el guardián de la Iglesia San Francisco de Paula, único (y muy) responsable de la llave que abre las puertas del templo. Por orden del obispo, Agapito no permite filmar ni sacar fotos dentro de la capilla, pero es muy generoso en palabras sobre los cuadros que aloja: “Esta casa fue construida en el año 1691, y no es de Padua como dicen muchos, sino de Paula –hace énfasis en la U–. Lo más importante que tenemos acá es la colección de Ángeles Arcabuceros, como caballeros con alas y armas de fuego para proteger nuestra iglesia”. A lo largo del viaje, veremos reproducciones de estas obras de Maestros Cusqueños en cada hotel, restaurante, museo y oficina de turismo. En un estudio publicado por la Academia Nacional de Bellas Artes, Héctor Schenone explica que “es importante la riqueza imaginativa de quienes crearon personajes que son mezcla de seres andróginos y valientes militares”. Agapito custodia un verdadero tesoro jujeño. Frente a esta iglesia, y como en cualquier plaza de la Quebrada de Humahuaca, se despliega una feria de artesanías en lana de llama y madera de cardón.
Cerro de los Siete Colores, Paleta de Pintor, Pollera de Colla, Bandera Española. Estos son algunos de los nombres que se ganaron los cerros multicolores de la Quebrada de Humahuaca. Estos arcoíris geológicos resultaron de la oxidación a través del tiempo de los diferentes minerales que los componen: hierro (rojo), manganeso (violeta), cobre (verde), azufre (amarillo), y 80
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sus múltiples combinaciones. Aunque hay otra versión sobre el Cerro de los Siete Colores. Cuenta la leyenda que fue obra de los chicos de Purmamarca, que durante siete noches se dedicaron a pintar el cerro hasta dejarlo así de lindo. A espaldas de este pueblo, un sendero de tres kilómetros se mete entre las formaciones más caprichosas de los Cerros Colorados. Por un camino de tierra, que también se puede recorrer a caballo o en bicicleta, nos sorprenden a cada paso las inmensas figuras talladas en la roca por el viento y el agua, picos vertiginosos, piedras en equilibrio precario y eterno a la vez, y una variedad infinita de rojos. Es divertido ver a los que lo hacen de allá para acá –el camino empieza y termina en dos lugares diferentes–, porque caminan en el aire, con una sonrisa genuina, simple, y los ojos y pulmones llenos de naturaleza. El sendero sube apenas, sin significar ningún esfuerzo, y baja de vuelta en el pueblo. Ahí mismo, en una esquina angulosa sobre la calle Santa Rosa, el restaurante La Chichería nos espera para un almuerzo regional, con tamales y humitas, locro, milanesa de quesillo con mote, y pastel de choclo y calabaza. Con el postre (se recomienda especialmente el plato de cayote y nuez), se acerca Javito Wayra, músico y artesano de instrumentos del pueblo de Maimará, para mostrar sus quenas, antaras y charangos, y compartir algunas canciones tradicionales de la cultura prehispánica. Maimará significa “estrella que cae del cielo” en quichua, y lleva este nombre porque alrededor del año 1200, dos meteoritos cayeron en los cerros que enmarcan a este pueblo. Hoy se encuentran en el Planetario de Buenos Aires, pero en los cerros aún se puede ver los agujeros gigantes que evidencian el evento astronómico. Javito arranca con unas estrofas de “El cóndor pasa”, y explica que es el Himno de las Américas para los pueblos originarios: “Porque tenemos nuestro himno y nuestra bandera, la bandera Wiphala, con 49 cuadros de colores que representan la igualdad en la
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Caminata fotográfica por los Cerros Colorados, en Purmamarca.
diversidad de los pueblos andinos”. Después toca un poquito de “Tierra colla” y cierra sobre seguro con el bailecito “Viva Jujuy, viva la puna y viva Maimará”. Entre los aplausos, confiado como quien anduvo de bar en bar por todo el NOA, presenta su disco “Sentimiento colla” y lo ofrece a $ 60: “Somos colla, somos lentos para mucha cosa, pero venimos avanzando despacito, dicen que para lo único que somos rápidos es para contar plata”, se ríe.
Si bien la ruta provincial 83 atraviesa el Parque Nacional Calilegua y permite llegar a los senderos e hitos destacados del P.N. en auto, las escuelas jujeñas y algunos turistas –más que nada europeos– eligen andar el camino que cruza los cerros desde Tilcara hasta las yungas, conocido como Camino de San Francisco a Valle Grande. Durante tres días, se camina un promedio de ocho horas por jornada y se sube hasta los 4.000 metros sobre el nivel del mar. Dicen que con las vistas desde allá uno se cobra con creces el esfuerzo físico y el tiempo, pero lo dejamos para la próxima. En la entrada al parque nos recibe Nelson Valiente, quien es guardaparque en las yungas desde hace 15 años. “Somos como policías en esta selva de montaña, son 76.000 hectáreas donde viven más de 400 especies de aves, víboras, chanchos de monte y yaguaretés, no los vemos pero los escuchamos rugir y les seguimos la huella”, explica Nelson, de 46 años. Formoseño, no masca coca pero convida al grupo su mate con yuyos de la zona, “un poco de chacal, que es una hierba refrescante, y muña-muña, una especie de afrodisíaco”. Ataja las cargadas diciendo que eso no es nada, que en las yungas algunos buscan las semillas 82
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del árbol cebil, que son alucinógenas: “Eso sí que es fuerte… después andan por la selva y se encuentran con la viuda negra, lobizones y hasta el ucumar”, uno de los personajes míticos más presentes en la cultura jujeña, un enano peludo y panzón que cuida la montaña y baja a los pueblos para atrapar mujeres y procrear. Según Nelson, estas creencias nacieron en la época de los ingenios de azúcar, para justificar las muertes por las malas condiciones de trabajo y los embarazos de solteras. En el Parque Nacional Calilegua hay diez senderos para recorrer, desde media hora hasta de dos días: ocho se encuentran en el primer piso de la Selva Pedemontana; uno en la Mesada de las Colmenas, a 1.200 m de altura, donde vive otro de los guardaparques, Nicolás Ferrari, de Tandil, con su familia; y uno último en la parte más alta, donde un monolito marca el límite oeste del parque. De estos senderos, hay uno que guía una comunidad guaraní. Casi todo este parque era de la empresa Ledesma, la que procesa el azúcar y fabrica papel. A fines de los ‘70, ellos pagaron una deuda a la provincia con estas tierras, con la condición de que se hiciera una reserva natural y se cuidara el agua, que Ledesma necesita para hacer sus productos. Nelson se asoma a un mirador para mostrar el lecho del río San Lorenzo: “El parque se está volviendo una isla, el resto se está talando para plantar cañaverales. 76.000 hectáreas es mucho, y a la vez no es nada”. En Jujuy hay valles bañados por ríos, cerros de mil colores y valiosos metales, selva espesa de montaña y un mar de sal inagotable, las Salinas Grandes, que llevan ahí entre 5 y 10 millones de años. Esto, más los caseríos centenarios de adobe, las iglesias coloniales, la tradición andina y colla. Xuxuy. Viva.